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El piloto Will Rubens acababa de enterarse de que era el padre biológico de su sobrino y la portadora de tan increíble noticia era una mujer maravillosamente atractiva llamada Savanna Stowe. Savanna había acudido a Starlight a poner en contacto a un padre y a su hijo huérfano. Lo que no sabía era si aquel guapo piloto sería capaz de criar a un hijo con un don totalmente único. Cuanto más tiempo pasaba con él, más cuenta se daba de que Will también tenía unos dones muy especiales. Y de pronto la generosa trabajadora social empezó a desear poder formar con Will la familia con la que siempre había soñado…
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Seitenzahl: 210
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2007 Mary J. Forbes
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Amor entre las nubes, n.º 1716- julio 2018
Título original: His Brother’s Gift
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-9188-608-2
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Si te ha gustado este libro…
Starlight, Alaska
Comienzos de abril
Will Rubens se dejó caer en la silla de la cocina y clavó la vista en el teléfono que había sobre la encimera.
Dennis estaba… ¿muerto? Imposible. Su hermano vivía en América Central. Estaba ocupado salvando vidas…
Su cerebro invocó una imagen nebulosa de un hombre alto y rubio con gafas que aumentaban sus ojos castaños. Así era como se habían visto cara a cara tres años atrás en Washington. «Cielos, Dennis».
Siguió mirando el teléfono. La mujer de Honduras había dejado tres mensajes en la última hora. Mensajes urgentes pidiéndole que la llamara. Él había estado con Josh practicando el bateo para el inminente inicio de la Liga Infantil de Béisbol.
No culpaba al niño por no haber escuchado las llamadas. Josh necesitaba un hermano mayor en Will y la verdad era que él necesitaba al niño. El joven de once años mitigaba la década de culpa que arrastraba, porque, si hubiera sido más disciplinado en sus actos, Elke y Dennis quizá habrían permanecido en Alaska.
Pero si la mujer tenía razón, lo que quedaba de su familia había desaparecido.
Desaparecido como si nunca hubieran existido.
Se pasó una mano temblorosa por la cara.
Apoyó un codo en la mesa y la frente sobre la palma de la mano.
¿Cuándo había sido la última vez que había hablado con Dennis? ¿Un año? ¿Dos? Sí… junio de hacía dos años. Diez minutos de conversación tensa que no condujo a ninguna parte. Extraños en vez de hermanos.
Alzó la cabeza y le sorprendió el escozor en los ojos. «Dennis. ¿Qué diablos había en Honduras que no podías haber encontrado en tu propia casa?»
Pero sabía por qué su hermano se había ido a América Central durante diez años. Por qué su relación se había reducido a una llamada telefónica cada par de años.
Elke lo había querido de esa manera. ¿Acaso podía culparla?
Se puso de pie y apretó la tecla de repetición del contestador. Para asegurarse de que no lo había malinterpretado.
Acercó un papel y un bolígrafo y escuchó el traqueteo del viejo aparato.
Biiip.
—«Hola. Tengo un mensaje urgente para Will Rubens. Me llamo Savanna Stowe, y he venido desde Honduras. Espero haber dado con la residencia correcta. Me alojo en la ciudad en la Posada Shepherd. El número de teléfono es…» La máquina concluyó dando el día y la hora: miércoles, seis y doce minutos de la tarde.
Se preguntó qué hacía en Starlight. ¿Por qué simplemente no había llamado desde la cabaña en la que estuviera en América Central?
Escribió el nombre. Savanna Stowe.
Tenía una voz increíble. Con un deje acento sureño, lento y ronco.
Biiip.
—«Señor Rubens, sé que ha regresado de su vuelo hoy. Un hombre en el aeropuerto me dijo que se había ido a casa a dormir porque estaba exhausto. Necesito hablar con usted. Es acerca de su hermano Dennis en Honduras. Por favor, llámeme a la Posada Shepherd a cualquier hora. Mejor aún, si es posible, venga aquí y pida en recepción que llamen a mi habitación. Me reuniré con usted en el vestíbulo». Repitió el número. La máquina repitió el día y la hora: miércoles, siete y cinco de la tarde.
Biiip.
—«Señor Rubens. No estoy segura de por qué me evita. Quizá no esté en casa, o quizá no le importe su hermano. Sea cual fuere el caso, intentaré explicar por qué estoy aquí, aunque quería hacerlo en persona. Su hermano Dennis y su esposa murieron el domingo en un accidente de avión en las montañas al sur del río Catacamas. Por favor, venga a la Posada Shepherd. Es urgente que hable con usted». Miércoles, ocho y veintitrés de la tarde.
La máquina se apagó.
Will frunció el ceño. Dennis y Elke estaban muertos. La conmoción le había hecho pasar por alto un hecho importante. Savanna no había mencionado al hijo.
El hijo de Dennis.
El que se había concebido con el esperma de Will en una clínica de Anchorage hacía once años.
Savanna colgó el auricular. Shane, el recepcionista, la había llamado para informarle de que el señor Rubens la esperaba en el vestíbulo. A pesar de lo cauta que se había vuelto en los últimos diecisiete años, le había preguntado a Shane si lo conocía. Sí. Muy bien. Pescaban juntos esporádicamente desde hacía años.
Pidió que le diera diez minutos.
Miró a través de la puerta del dormitorio, donde Christopher, de diez años, estaba sentado con las piernas cruzadas enfundadas en el pijama, mientras metía un dedo en un agujero de su calcetín.
Los últimos días habían sido terribles para ambos. Cruzar Honduras desde Cedros hasta Tegucigalpa en coche, luego volar hasta Los Ángeles y desde allí hasta Anchorage para, finalmente, realizar el último trayecto hacia Starlight en un avión de seis plazas.
A pesar del sedante que le había tenido que administrar para mantener a Christopher sereno durante las últimas cuarenta y ocho horas, vio agotamiento en la expresión de sus ojos azules. Odiaba darle medicinas a menos que fueran necesarias. Cruzar un continente y medio lo había convertido en una necesidad.
Entró en el dormitorio.
—Christopher —musitó.
Él continuó con su calcetín y murmurando.
Se situó en su campo de visión.
Flap, flap.
En la mesilla estaba la agenda. La puso junto a él en la cama para que pudiera ver las marcas del día.
—Veo que te has cepillado los dientes.
—Sí.
—Ése es mi chico. Ya es hora de acostarse. Mira… —señaló «Acostarse», que él había marcado antes.
—Vale —descruzó las piernas y se metió bajo el cobertor.
Aliviada, ella volvió a dejar la agenda en la mesilla. Luego se acostaría en el camastro cerca de la puerta. Los lugares y las camas desconocidos lo inquietaban. Despertarse en medio de la noche lo traumatizaba.
Se inclinó y le dio un beso en la frente.
—Buenas noches, amigo.
No esperaba una respuesta. Ya había centrado su atención en una mancha que había en la pared de la habitación.
En la puerta, aguardó unos momentos hasta escuchar el ínfimo ronquido y supo que él había permitido que el sueño le usurpara la mente.
Entrecerró la puerta.
En el cuarto de baño se miró la cara. No quería que Will Rubens viera su fatiga y asumiera que el niño a su cargo recibía menos que lo que merecía. Pera imposible eliminar las ojeras. Se las había ganado asegurándose de que la gente tuviera comida en sus mesas y agua potable que beber, y una educación que iluminara sus mentes.
Conteniendo un bostezo, se cepilló el cabello rojizo. Se dijo que lo que necesitaba era dormir. Más o menos un mes entero.
Pero primero debía ocuparse del señor Rubens. Y de Christopher.
¿Y si ese hermano de Dennis no aceptaba?
«Te quedarás las doce semanas estipuladas en el testamento para darle al hombre su oportunidad».
Y si aún renegaba de él pasados los tres meses, se llevaría a Christopher a Tennessee, tal como Dennis había estipulado, aunque esa opción era un último recurso.
En el neceser encontró el lápiz de labios.
¿Qué estaba haciendo? No era una cita. Sólo vería a Will Rubens por Christopher, para cumplir el último deseo de las dos personas que más quería y respetaba en el mundo.
Llamaron a la puerta.
A través de la mirilla, vislumbró a un hombre alto, con las manos en los bolsillos de los vaqueros, mirando un punto a la izquierda de la puerta. A pesar de la distorsión de la mirilla, sintió un ligero impacto ante ese pelo rubio oscuro, igual que el de Dennis.
Pero la intensidad de sus ojos la aturdió. No se parecía en nada a su hermano.
Descorrió el seguro de la cadena y abrió la puerta.
—¿Señor Rubens?
Unos ojos azules mostraron un leve asombro.
—¿Señorita Stowe?
Ella extendió la mano.
—Encantada de conocerlo —él asintió. Su apretón fue firme y cálido. Ella se hizo a un lado—. Lamento no haber podido quedar abajo —le indicó que pasara a la diminuta suite, luego cerró la puerta—. ¿No quiere sentarse? —preguntó, evitando mirar su imponente presencia.
Él lo hizo. Y por primera vez, Savanna notó los vaqueros negros, las botas y la cazadora de aviador abierta que revelaba un polo gris con cuello en V. Él alzó la vista y ella notó el dolor que profundizaba sus ojos y algo se le agitó en el pecho.
—¿Quiere un poco de café? —señaló la pequeña cocina.
—No, gracias. Si le parece bien, me gustaría saber qué le pasó a mi hermano —imperceptiblemente, su boca se suavizó—. Además de morir.
Savanna permaneció junto a la mesa del televisor.
—Elke y él se dirigían a Comayagua. Tenían programado reunirse con un médico, un internista especializado en problemas de colon. Dennis tenía un paciente que necesitaba que le extirparan parte del intestino grueso y confiaba en ese cirujano.
Fue a sentarse en la silla del otro lado de la mesa de centro, frente al hombre que en ese momento, según todos los tecnicismos, era el padre de Christopher.
—Elke lo acompañó. En un principio había planeado quedarse en casa, pero Dennis… Dennis quería que disfrutaran de un tiempo solos. Rara vez podían escaparse como pareja. La vida en América Central no es fácil, señor Rubens. En particular con…
Christopher. Mantuvo su mirada para transmitirle que ninguno de los dos había sido caprichoso. Ni irresponsable.
—¿Los cuerpos? —preguntó él.
—El accidente… —tragó saliva. Se concentró en las imágenes de sus amigos—. Se quemaron. Ayer celebramos una pequeña ceremonia en su honor.
Durante largo rato él se miró las manos.
—¿Dónde está el niño?
—Christopher duerme —inclinó la cabeza—. Ahí.
—¿Está aquí? —miró a la izquierda—. ¿Lo ha traído a Alaska?
Su mirada transmitía la duda que le inspiraba la cordura de ella.
Savanna irguió los hombros.
—Sí. Él es el motivo por el que me encuentro aquí y por el que mantenemos esta conversación. El último deseo de su hermano era que Christopher viviera con usted si a Elke y a él… Si… morían antes de que su hijo alcanzara la mayoría de edad.
Alarmado, Will se echó para atrás.
—¿Bromea? Yo no puedo ocuparme del chico. Durante todo el verano me dedico a llevar en avión a la gente a las zonas agrestes de Alaska, y en invierno a los esquiadores y senderistas por las montañas. ¿Quién va a cuidar de él en mi ausencia? —de pronto se puso de pie para caminar por el exiguo espacio—. No puedo hacerlo. Mi agenda…
—Señor Rubens, intente calmarse…
Él soltó una risa.
—¿Calmarme? Señorita, primero me informa de que mi hermano y su esposa están muertos y luego me dice que he heredado a su hijo. ¿Cómo espera que reaccione?
—Con responsabilidad —respondió ella.
—¿Cree que no soy responsable? —la miró fijamente—. ¿Tiene idea de lo que hace falta para volar a una cadena montañosa con seis personas a bordo de un helicóptero?
Tal como Elke y Dennis habían hecho cuatro días atrás.
—Sí —repuso con firmeza—. La tengo. Y, por favor, podría hablar con un tono normal? Va a despertar a Christopher con sus gritos.
Él paró y se pasó una mano por el pelo.
—No estaba gritando.
—Ha alzado la voz.
—No gritaba —repitió obstinado.
—Muy bien. Acordamos estar en desacuerdo. Que sea lo único —él bufó—. Lo que importa en este momento es que usted es el tutor de Christopher —«y el padre».
Siguió caminando.
—¿Por qué diablos iba a hacer Dennis ese… ese último deseo cuando yo no sé nada sobre niños?
—Pero sí sabe —comentó ella con paciencia—. Solía ofrecerse voluntario en Hermano Mayor, aunque dejó de hacerlo hace un par de años cuando comenzó a entrenar equipos de la Liga Infantil.
Los ojos azules se clavaron en ella.
—Ha hecho los deberes.
Aparte de Shane, Elke le había contado más cosas de las que quería saber sobre el famoso Will Rubens.
También se había puesto en contacto con la abuela de Elke, Georgia Martin, al igual que con el alcalde de Starlight, Max Shepherd.
—No iba a trasladar a un niño de diez años del único hogar que ha conocido a esta tundra helada sin investigar con quién iba a vivir durante los próximos diez años—señaló el sofá de color ocre—. ¿Quiere sentarse, por favor, para que podamos tratar algunos temas?
—¿Qué es usted, maestra? —gruñó, pero se sentó.
—De hecho, enseño a estudiantes con necesidades especiales, aunque al principio comencé como profesora de inglés —titubeó, luego decidió que si quería que se movieran en la misma dirección, tenía que conocer su historia personal—. Elke y yo éramos compañeras de habitación en Stanford y nos hicimos buenas amigas. No importó que se casara con Dennis, mantuvimos el contacto a lo largo de los años. Luego me trasladé a Cedros y comencé a enseñar allí —dejó que él absorbiera la información—. Cuando Christopher pasó a tercer grado, Elke y Dennis me pidieron que le preparara un programa de intervención de conducta.
—¿Intervención de conducta? ¿Como las niñeras de la televisión?
—No, ayudo a niños con Desorden de Espectro de Autismo, o ASD, como lo conocemos.
Él la miró lentamente.
—¿Desorden de…?
—Sí —confirmó para que no hubiera ningún error—. Como probablemente sabe, padece el Síndrome de Asperger. Es una forma más suave de ASD. Pero autismo, no obstante.
—Dennis jamás mencionó nada sobre el autismo.
Savanna no pudo apartar la vista.
—Lo siento, señor Rubens. Quizá temían decírselo.
—Soy su hermano —movió levemente la cabeza—. Era su hermano. Debería habérmelo contado.
«Oh, Dennis», pensó Savanna. «¿Por qué no se lo advertiste? El niño es suyo, después de todo».
—Sí, debería haberlo hecho.
Él volvió a mesarse el pelo revuelto.
—Supongo que era lógico —añadió Will—. Dennis y yo… nuestra relación se estropeó después de… Ah, diablos. Mire, señorita Stowe, yo no puedo cuidar al niño… a Christopher. Mi trabajo me aleja kilómetros de casa y es peligroso. A un helicóptero le puede pasar cualquier cosa en las montañas. Además, mi casa… mi vida no está preparada para niños, y menos para uno con problemas. Haga que el abogado de mi hermano se ponga en contacto conmigo y yo me ocuparé de darle una pensión para meter al chico en un hogar de acogida hasta que lo adopte una familia cariñosa.
—Señor Rubens…
—Will, por favor —de pronto giró la cabeza a la izquierda.
Christopher se hallaba en el umbral del dormitorio, con las manos moviéndose a sus costados. Se había quitado el pijama y se había puesto los vaqueros y la sudadera azul que había llevado durante el viaje. Tenía las zapatillas atadas.
De su boca salió un torrente acelerado de palabras.
—A-un-helicóptero-le-puede-pasar-cualquier-cosa-en-las-montañas —el niño lo miró—. ¿Papá?
Había tomado a Will por Dennis. Savanna agarró su copia de la agenda y corrió al lado del niño.
—Christopher. Éste es tu tío Will. ¿Recuerdas que te conté… que veníamos a Alaska a ver a tu tío? Es él.
El pequeño la miró a los ojos, algo que la alegró. En los últimos dos días ni una sola vez había establecido contacto visual. Se había sentido ansioso, preocupado y desorientado, completamente alejado de su rutina.
—¡Savanna! ¿Cómo es que el tío Will se parece a papá?
—Porque es su hermano. Hablaremos más por la mañana, ¿de acuerdo, amigo? Ahora es hora de dormir —alzó la agenda y señaló el punto diez—. Ves. «Dormir». Quítate la ropa y ponte el pijama.
—Oh, sí —dio media vuelta y desapareció de vuelta en el dormitorio.
—Discúlpenos —le dijo a Rubens antes de seguir a Christopher.
Después de que el pequeño se cambiara y de arroparlo, se inclinó y le susurró al oído:
—Duérmete, amigo. Que descanses.
El niño cerró los ojos. Durante varios minutos, lo observó, a la espera. La boca se le abrió y emitió un leve ronquido; se había quedado dormido.
Le apartó el pelo del color rubio oscuro de su padre y le dio un beso en la sien. A Christopher le desagradaban los abrazos y los besos a menos que los iniciara él, de modo que Savanna se contentaba con esos rituales furtivos.
—Vaya, se duerme deprisa —comentó Will desde el umbral—. Ojalá yo tuviera esa suerte.
—No siempre ha sido tan rápido. Antes de su octavo cumpleaños, le costaba mucho dormir. El más leve ruido lo despertaba.
—Jamás oí a alguien repetir frases enteras de esa manera —musitó él.
—Es muy brillante, señor Rubens. Podría decir que es superdotado. Pero sigue siendo autista, lo que significa que su desarrollo no es el mismo que el de la mayoría de los niños. Por ejemplo, si le pidiera que nombrara un objeto muy pequeño, podría decir los electrones alrededor del núcleo de un átomo de helio.
—¿En serio? —inquirió con asombro.
—En serio.
Miró más allá de ella.
—Parece bastante especial.
—Es increíble.
Will volvió a centrar la atención en ella.
—Lo quiere.
—Con todo mi corazón —repuso sin ningún titubeo.
—¿Cuánto tiempo trabajó para mi hermano? —le preguntó tras un momento de silencio.
—Tres años. Al principio era un par de veces por semana, pero como Elke era como una hermana… Al nacer, me pidieron que fuera la madrina de Chris.
Él no respondió. No parpadeó.
—En cualquier caso —continuó, inquieta por su escrutinio—. Elke redujo las horas que pasaba en la clínica para estar con Christopher por la tarde. Yo le enseñé a manejar la conducta de él, a trabajar con rutinas.
—¿Por qué se tardó tanto en diagnosticarlo?
—Sospecharon que fallaba algo cuando tenía tres años. Aún no había empezado a hablar, y cuando al fin lo hizo, fueron cosas repetitivas. Tampoco jugaba con los juguetes típicos, como camiones y coches —suspiró—. Al principio, Elke trató de encarar la situación por su propia cuenta, pero le resultó… extremadamente difícil. Fue ahí cuando entré yo en el cuadro.
Él seguía sin abandonar el umbral, atravesándola con la mirada.
—Nunca he trabajado con niños como él —comentó.
—Entonces, aprenderá.
Will se apartó y se dirigió a la entrada de la suite-apartamento.
—Que el abogado se ponga en contacto conmigo, señorita Stowe. Arreglaré todo para que vuelva a llevarse al niño.
—Señor Rubens…
Él se volvió con mirada dura.
—Tiene mi número. Llámeme por la mañana y discutiremos los detalles. Buenas noches —salió al pasillo del hotel y cerró a su espalda.
Por lo que Savanna había observado, Will Rubens no era como Dennis. No era gentil, ni compasivo ni cariñoso. ¿Cómo podía dejarlo con ese hombre, ese hermano que era lo opuesto que el que había llegado a respetar y admirar?
«Dennis, ¿cómo pudiste ser tan imprudente?»
Pero sabía por qué lo había hecho.
Dennis había confiado en sus recuerdos. En el único factor que hacía que Will Rubens fuera humano. Con Christopher, le había regalado a su hermano parte de su corazón.
Will soltó las llaves del todoterreno en la encimera de la cocina.
¿Qué iba a hacer con el niño… diablos, con la mujer? ¿Cómo había podido llevar al niño tan al norte sin hablarlo primero con él? Y Dennis… ¿en qué diablos había estado pensando?
Su hermano. Durante dos largos minutos, apoyó las manos en la encimera y bajó la cabeza, luchando con las lágrimas, sabiendo que el dolor y la culpa anidarían en su alma durante años. Dennis, su único hermano, la única persona en el mundo que lo había protegido con diecisiete años cuando su madre había muerto. El único miembro con su sangre al que había querido más allá de las palabras.
¿No había sido por eso por lo que le había ofrecido su ayuda cuando Dennis le había explicado su esterilidad?
«Te quiero, tío», le había dicho a su hermano en cuanto la idea entró en su cabeza. «Déjame hacer esto por ti, ¿de acuerdo?»
Y así habían hecho. A pesar de las discusiones de Elke con su madre y su abuela. Al final, Elke había ganado, había concebido, pero Dennis se la había llevado para siempre de Alaska.
Por enésima vez se preguntó por qué no había sido más comunicativo. ¿Por qué no lo había llamado más a menudo? ¿Por qué no lo había invitado a pescar o a recorrer la montaña en bicicleta? Cosas que habían hecho en sus años jóvenes.
Y ya era demasiado tarde. Demasiado tarde para ellos dos… y lo que era peor, demasiado tarde para el niño.
El contestador parpadeaba. Apretó la tecla para escuchar el mensaje.
—«Eh, Will» —exclamó la voz juvenil de Josh—. «Pensé que ya habrías llegado a casa. Bueno… mmm… esta noche me he divertido mucho. Gracias. Nos veremos el sábado».
En tres días estaría en el banquillo con el equipo de Josh de la Liga Infantil, entrenando y dando instrucciones de último minuto.
Sesenta minutos, eso era todo lo que le había dado a Josh esa noche.
Se sintió culpable.
El chico no había dicho nada, pero Will sabía reconocer la decepción. Josh había esperado algo más que batear para practicar en Starlight Park. Había contado con que Will lo llevara a tomar un refresco a Pete’s Burgers. Pero él había optado por dejarlo en la casa de su madre. Lo que era otro problema. Valerie lo había recibido en la puerta con esos ojos hambrientos y esa sonrisa dulce y suplicante.
Por su mente cruzó Savanna Stowe. Ahí no había dulzura, salvo para Christopher. Y esos ojos verdes tenían una intensa fuerza.
Calculó que tendría unos cuarenta años. Los ojos ya no eran jóvenes ni inocentes. Aunque supuso que vivir entre la pobreza centroamericana, con el sol despiadado cayendo sobre esa piel pecosa, le había hecho ganar cada una de sus arrugas.
No, no era Valerie, con su cuerpo alto y esbelto que trabajaba incesantemente para mantenerlo tonificado y firme. Pero él tampoco estaba interesado en Valerie, para consternación de Josh.
Esa noche ella lo había invitado a pasar y, como siempre, él se había negado. Ser un hermano mayor para Josh no significaba ser una cita para Valerie.
No es que fuera célibe. Salía. Pero mezclar su trabajo de voluntario con mujeres desesperadas no entraba en el cuadro. Además, había probado eso mismo el año anterior con Valerie y no había funcionado… para él.
Se quitó la cazadora y la dejó sobre una silla. Antes de acostarse, necesitaba darse una ducha.
Se levantaba todos los días al amanecer para llevar su Jet Ranger cargado con pescadores y excursionistas a las montañas Wrangell o Chugach para hacer recorridos por los glaciares. Y durante los largos días del verano, a eso sumaba luchar contra los incendios forestales.
De pronto los párpados se le cerraron. Extenuado y lleno de culpabilidad, se quitó la ropa y abrió el grifo de la ducha. Que le dieran la cama y lo dejaran morir durante una semana.
Estaba acostado cuando el teléfono volvió a sonar.
—Señor Rubens, soy Savanna Stowe.
Como si necesitara un recordatorio con esa voz.
—¿Sí?
—Lamento molestarlo tan tarde, pero me preguntaba si querría desayunar con nosotros en la posada. Invito yo, desde luego.
Recordó su boca. Bonita y plena. Imaginó que sonreía con su respuesta.
—De acuerdo. ¿A qué hora?
—¿Le viene bien a las ocho en punto?
No a las ocho, sino a las ocho en punto. No se parecía en nada a las mujeres de Alaska o a cualquiera que hubiera conocido.
—Claro. Nos vemos entonces.
—Gracias.
Colgó antes de que ella dijera buenas noches.
Las buenas noches era algo personal, y al día siguiente quería que tanto ella como el niño estuvieran metidos en un avión.
En cuanto entró en el restaurante, ella lo vio. Un hombre de altura considerable y de hombros anchos, el pelo rubio agitado por el viento, las mejillas sonrosadas por el aire vivo de la mañana. Una chaqueta de ante marrón dejaba ver debajo un jersey del color del mar Caribe, a juego con sus ojos.