2,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 2,99 €
¿Confiaría en la mujer capaz de curarle el corazón y ayudarlo a formar la familia con la que siempre había soñado? Conocer al guapísimo doctor Michael Rowan y a su adorable sobrina habían sido demasiadas emociones para el corazón de Shanna. Pero mientras que la pequeña Jenni enseguida se sintió unida a ella, el sexy padre adoptivo parecía empeñado en mantenerse alejado de su nueva empleada. Michael tenía que admitir que aquella encantadora mujer ejercía un increíble poder sobre él. Al igual que Michael, Shanna albergaba una profunda tristeza; pero había decidido averiguar adónde los llevaría el deseo que sentían el uno por el otro...
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 186
Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2004 Mary J. Forbes. Todos los derechos reservados.
UNA FAMILIA PARA SIEMPRE, Nº 1513 - octubre 2012
Título original: A Forever Family
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Publicada en español en 2005
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-1137-9
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
Miraba como lo haría un hombre, capturando el aroma de una mujer.
Pero no se trataba de un hombre el que había captado el aroma de ella, sino de un caballo. Un gran semental negro. Levantó su mentón un ápice, sus ojos oscuros estaban llenos de escepticismo mientras la miraba acercarse por la valla.
Los cuartos traseros del caballo temblaron y, con arrogancia desafiante, movió la cabeza.
Shanna McKay dio otro paso hacia él.
«¿Vas a cargar o a marcharte, grandullón?».
No tenía miedo. Y sabía que él lo podía sentir.
No importaba lo que le costara, necesitaba que el dueño del caballo viera que a ella le encantaban los animales grandes. Cuando acarició el lomo del caballo, quería que el dueño reconociera su experiencia.
El olor a estiércol y a polvo impregnaba el aire de junio. Una mosca pasó por delante de su cara. El semental apretó los labios y movió las orejas; después, permaneció quieto, paralizado.
Ella extendió la mano.
—¿Qué pasa, grandullón? —dijo en voz muy baja.
Levantó el hocico y abrió mucho los ojos.
—¿Qué demonios estás haciendo?
Al escuchar el estruendo de aquella voz, el animal salió galopando.
Shanna miró por encima de su hombro y tuvo la tentación de seguir los pasos del equino.
El hombre que estaba al otro lado de la cancela no era a quien esperaba ver. Un hombre de más de metro ochenta, con unos pantalones de vestir y una camisa de lino, que la miraba como si hubiera insultado a su madre.
—¡Oh! —controló el impulso de llevarse una mano al cuello—. No lo oí llegar.
—Obviamente —abrió la cancela y se dirigió hacia ella—. ¿Qué hacía tocándole el morro a un animal que no conoce?
—Estaba... —si el animal con el que acababa de estar se pudiera parecer a un humano, ese humano estaba delante de ella. Desde su pelo denso de color rojo hasta sus pulidos mocasines—. Me estaba presentando.
—Muerde.
—No pasa nada —respondió ella—. Conozco a los caballos —aquel hombre no podía ser el capataz; no con aquella ropa. ¿Sería el señor Nelson del anuncio?
—¿Así que conoce a los caballos, eh? —sus fríos ojos se dirigieron hacia el semental que estaba pastando en el prado—. No tiene nada que hacer con él, señorita.
—Me llamo Shanna McKay. Por si sirve de algo. He vivido rodeada de caballos toda la vida —lo miró intensamente—. Sé acercarme con prudencia la primera vez.
El hombre dirigió su mirada cortante hacia ella.
—¿Me está diciendo que yo no? Por si sirve de algo, señorita McKay, yo no soy un completo ignorante en lo que se refiere a acercarse a sementales, o a cualquier otro caballo.
—¿Sabe qué? Estaba apunto de marcharme. Encantada de haberlo conocido.
Aquél no era el trabajo que necesitaba. Había otros. Diablos, tenía que haberlos. Trabajos donde la gente fuera más amable.
Pasó al lado de él.
—Espere un instante. ¿A qué ha venido?
Ignorando sus pómulos prominentes y su mandíbula afilada, sostuvo su mirada de acero.
—Vine por el anuncio del periódico.
El hombre pestañeó, incrédulo.
—¿Quiere ordeñar vacas?
Si eso significaba que podía tener un techo sobre la cabeza y dinero para pagar la universidad de su hermano... Levantó la barbilla.
—Tengo experiencia.
Él la miró de arriba abajo.
—¿Una canija alrededor de una vaca de quinientos kilos de peso? —dijo él riéndose—. No lo creo.
—No soy ninguna canija. Mido uno setenta y cinco y peso...
—Cincuenta y cinco kilos.
Ella pestañeó.
—Soy médico y conozco el cuerpo humano.
¿Él era Michael Rowan? ¿Médico en el Hospital General Blue Springs? Bueno, entonces, sí que conocía bien el cuerpo humano, sobre todo el femenino. Con aquella cara, seguro que tenía una novia diferente cada fin de semana.
—Tiene que comer más, señorita. Debería pesar unos cinco kilos más.
—¿Perdón?
Él no sabía nada de ella. De su necesidad de encontrar trabajo, una fuente fija de ingresos. El doctor Michael Rowan no sabía nada de ella.
La mirada de él se suavizó de repente.
—Disculpe. Tengo la mala costumbre de estar siempre dando consejos sobre la salud. Deformación profesional.
—Sólo dígame dónde puedo encontrar al señor Nelson.
En unos minutos, estaría fuera de su vida.
—La señora Nelson está en la ciudad.
—¿Su capataz es una mujer?
—No es mi capataz, es mi abuela —cuando sus ojos tenían una expresión tranquila eran de color plata—. Una combinación de nombres familiares. No quería que los empleados de la clínica tuvieran que soportar montones de llamadas. Se suponía que tenías que responder el anuncio a través del periódico.
Ella se puso colorada. Había ido allí con la intención de impresionar al capataz con su ingenio, soltura e inteligencia. Cara a cara. Pero Michael Rowan no era un hombre fácil de impresionar.
—De todas formas, quizá ya sea demasiado tarde porque ha salido en dos ejemplares.
—¿Cómo supo que era la granja Rowan?
—Las voces se corren.
Él la recorrió con la mirada.
—Le vuelvo a pedir disculpas —le dijo y le extendió una mano a la vez que se presentaba—: Michael Rowan.
Sus dedos rodearon sus manos, con calidez y firmeza. Su mirada envolvió su corazón. Ella lo soltó.
—Lo sé. Fuimos al mismo instituto.
Él levantó las cejas sorprendido.
—Yo empezaba cuando usted se graduaba.
—McKay... El nombre me suena familiar. ¿Ha estado en la clínica?
—Nunca me pongo enferma.
—¿Entonces, vive por aquí?
—En Blue Springs.
Él se metió las manos en los bolsillos del pantalón y la miró como si pudiera ver a través de su piel, como si pudiera verla por dentro.
—Necesito este trabajo. ¿Me contrataría?
—Eso depende.
—¿De qué?
—De la experiencia.
—Cuatro años y tres meses.
Él abrió la cancela. Pase y acabemos con esto de una vez.
—¿Acabar con qué?
Él dejó escapar un suspiro.
—Cuando alguien busca un empleado, yo, necesita hacer unas preguntas. Y no me gusta hacerlas con los pies hundidos en el estiércol.
Al entrar, ella se quedó mirando hacia el caballo que seguía pastando.
«No os tengo miedo. Ni a ti, ni a tu dueño».
—Señorita McKay, si no le importa, me gustaría tener tiempo para cenar antes de acostarme. He tenido un día muy duro.
—Lo siento —se disculpó ella.
Él se giró y ella le miró al trasero, firme como el de un deportista, y a sus piernas largas y...
«El trabajo, Shanna. Necesitas el trabajo. Recuérdalo».
Corrió detrás de el.
El camino discurría entre abetos, cedros y abedules. Detrás, una casa amarilla de dos plantas. Era de estilo colonial con amplios ventanales y un balcón adornado con geranios blancos y rojos. ¿Cómo no se habría fijado antes en ella? En la parte delantera no había jardín, en lugar de eso una variedad de cebollas, guisantes, zanahorias, patatas, tomates... se extendía hacia los prados. Inmediatamente detrás de la casa, estaban las colinas cubiertas por extensos bosques.
El doctor se dirigió por un camino estrecho hacia la puerta de atrás de la casa. Antes de entrar, se quitó los zapatos y los dejó sobre la hierba. Después, abrió la puerta.
—Pase.
Ella se quitó las sandalias y lo siguió.
La cocina era enorme y estaba reluciente. Tenía un enorme ventanal tipo invernadero que le encantó.
—Aquí es donde vivimos... —dijo él, llevándola a la habitación contigua.
¡Dios santo!
Una habitación forrada de madera, con grandes ventanales que la inundaban de luz, apareció delante de ella. Presidiendo la sala, el retrato de una mujer. Su belleza morena y resuelta destilaba fuerza.
—¿Señorita McKay?
Ella se giró. Él estaba de pie, en la puerta de un pequeño estudio, mirándola. ¿Cuánto tiempo llevaría esperándola?
—Tiene una casa preciosa —dijo ella de corazón y lo siguió al despacho.
—Gracias. Por favor, siéntese —le dijo él, mostrándole la única silla del escritorio.
Agarró un bolígrafo y un folio del escritorio.
«Seguridad, Shanna».
—¿Dónde ha trabajado antes?
—En la granja Lasser.
—La conozco.
Ya se lo imaginaba.
—Empecé a trabajar para Caleb y Estelle cuando tenía quince años
—¿No acabó el bachiller? —le preguntó él, horrorizado.
Ella sonrió.
—Por supuesto que sí. Mi hermano Jason y yo no quedamos con los Lasser mientras mi padre iba de rodeo en rodeo. Cosa que sigue haciendo. Acabé mis estudios por la noche.
Durante un instante, Michael Rowan se quedó en silencio.
—McKay. Ya sé. Su padre asaltó a un enfermero hace algún tiempo.
«No se moleste, doctor. La conducta de mi padre no me importa. Mentirosa».
—Se rompió cuatro costillas y los médicos le ordenaron que no montara. No se lo tomó bien.
Un par de golpes no iban a pararlo. ¡Por el amor de Dios, él era un vaquero! Al final no le quedó más remedio y tuvo que dejarlo durante seis meses.
Shanna continuó.
—Se puso a trabajar para los Lasser. Caleb se puso enfermo ese invierno y necesitó ayuda.
Al final, la pareja los había ayudado a Jason y a ella mucho más. Ella los quiso desde el principio. Les abrieron su casa y sus corazones, con amabilidad y compasión, y los criaron como Brent no lo había hecho.
—¿Cuántas vacas tenían?
—Cuarenta. A veces cuarenta y cinco.
—Nosotros tenemos noventa y dos —dijo él, estudiando la cara de ella.
—Puedo hacerlo.
De nuevo, volvió a mirarla, lentamente, de arriba abajo. Ella sintió una chispa en su vientre y deseó marcharse a otro sitio. Donde los dos pudieran estar a la misma altura.
—¿Eres fuerte?
—Mucho.
Él estudió sus brazos y ella sintió que le ardía la piel. Debería haberse puesto una camisa. ¿En qué había estado pensando para ponerse aquella blusa de seda con una falda de flores? Sólo había pensado en tener un buen aspecto.
—¿Cree que por ser una mujer no puedo hacer el trabajo?
—No tiene nada que ver con que sea una mujer.
«¿A qué viene el escrutinio físico, entonces?».
Ella se levantó.
—Quizá deba buscar a otra persona.
«Un hombre con brazos hinchados de gimnasio». Tenía que haber otros trabajos.
—Por favor, siéntese.
La luz de la ventana le dio en el rostro y ella se fijó en una cicatriz en la mandíbula, al lado de la boca. ¿Cómo se la habría hecho?
Se sentó como él le había dicho.
Sus ojos se encontraron y ella sintió un cosquilleo en el estómago.
Treinta y un años y ningún hombre había entrado en su refugio secreto, un lugar suave y vulnerable cerrado con llave. Ni su padre, ni su ex marido Wade, ni siquiera su precioso hermano Jason. Y ahí llegaba el buen doctor... y llamaba a la puerta en su primer encuentro. Ella apartó los ojos.
—¿A quién tiene ahora para las vacas? —preguntó ella.
—A un tipo llamado Maple Falls? ¿Lo conoce?
—No. Las vacas son muy sensibles con las personas que los ordeñan, si se hace con suavidad y cariño pueden dar mucha leche.
Él se llevó la mano a la nuca, cansado.
—Señorita, McKay, no me importa cuánta leche produzcan las vacas. El hombre que contraté después de que mi herma... —se paró a mitad de la palabra y tomó aliento—. El tipo nos avisó que se marchaba hace un par de semanas y el sábado es su último día. Usted es la primera persona con experiencia que viene.
¿La primera? Ella se había enterado por casualidad, cuando su hermano Jason, que buscaba trabajo de mecánico, lo leyó en voz alta.
—Hace tiempo que no trabajo con ganado —explicó ella—. Pero no encontrará a nadie con más dedicación y entusiasmo.
—Seguro. Pero, primero, dejemos algo claro: no quiero que me diga nada sobre cómo debo manejar el ganado. El lugar está en venta lo cual significa que antes del verano espero que tenga otro propietario. Mientras tanto, lo único que tiene que hacer es ordeñar esas vacas. ¿Está claro?
—Como el agua.
—¿Sabe algo sobre la agricultura? Voy a necesitar que alguien recoja toda esa hortaliza de ahí fuera.
—Considérelo hecho.
—Tendrá un extra.
Se remangó la camisa y ella vio que tenía unos brazos fuertes, morenos y cubiertos de suave vello, como los de un granjero.
Él, con rapidez, escribió un cheque.
—Le daré un anticipo hasta el día de cobro, dos veces al mes. El día libre es el domingo.
Ella agarró el cheque y vio la cantidad, más de lo que ganaba en un mes trabajando en la biblioteca. El doctor tenía que estar desesperado.
—¿Cuándo puede empezar?
Ella levantó los ojos del cheque.
—El lunes.
—Bien. Empezamos a las cuatro y media. A la misma hora por la tarde. No debería llevarle más de dos horas. ¿Alguna pregunta?
—No —logró decir ella, sin poder apartar los ojos del cheque.
Había conseguido el trabajo; era suyo. ¿Entonces, cuál era el problema?
Michael Rowan.
La intrigaba, la confundía y la hacía soñar despierta.
«Despierta, Shanna, ese hombre nunca se fijaría en ti».
Sus vidas eran totalmente diferentes, pensó ella mirando la estilográfica de oro que él estaba utilizando. Además, eran muy diferentes. Meneó la cabeza.
¿Por qué no podía ser su abuela la que estuviera contratando al personal?
¿Por qué no era feo y delgado? ¿Por qué no tenía el pelo ralo y sin color?
Él cerró la chequera, lo dejó en el escritorio y se acercó a la ventana.
—¿Esa camioneta es suya, señorita McKay?
Ella se puso de pie.
—Sí, yo...
—Tengo que hacer una llamada. Espéreme aquí.
Shanna se quedó sola, en el silencio de la habitación, e intentó convencerse de que las casas como aquélla no eran para ella. Y los hombres como aquél...
Sin embargo, al estar allí de pie, se sentía como en casa. Se acordó de la granja de Caleb y Estelle, donde había pasado la mayor parte de su adolescencia. Allí había llegado a la conclusión de que Brent, su padre, nunca dejaría los rodeos. A Jason y a ella los quería, pero a su manera, y a cientos de kilómetros de distancia.
Lo que sentía en aquel momento no se podía comparar a aquellos tiempos.
¿Por qué en aquella casa extraña?
Pero ella siempre había sido una soñadora. Un marido, una casa, niños...
«Oh, Timmy, mi bebé».
«Tonta. Tienes que dejar de soñar».
Tenía que marcharse de allí antes de que fuera demasiado tarde. No podía trabajar allí; no para Michael Rowan, un hombre que enturbiaba su mente. Ya encontraría otra cosa, algo en una oficina, lavaría platos, fregaría suelos. Daba igual, todo con tal de alejarse de un hombre que despertaba en ella esperanzas infundadas.
Caminó hacia la cocina, dejó el cheque sobre la mesa y salió.
Se puso las sandalias y se quedó mirando los zapatos de piel de él; entonces, dejó escapar un suspiro: nunca había podido resistirse a un hombre inquietante.
Michael marcó el número de Cliff Barnette. Rezó para que el agente de la inmobiliaria tuviera lo que quería. No era que estuviera encantado con que Cliff llevara el asunto de la venta de la finca, pero era lo mejor de Blue Springs.
Barnette respondió a la primera.
—Soy Michael Rowan.
—Hola, Michael. ¿Qué tal? El tipo se echó para atrás en el último minuto. Parece ser que no consiguió el crédito. Lo siento. Aún tardaremos un poco, unos meses quizá. Los lugares tan grandes cuesta un poco venderlos.
—Ya —Michael se frotó la frente.
«Oh Leigh, ¿por qué has tenido que morirte?».
Pero no había sido culpa suya que aquel camión se hubiera quedado sin frenos y se hubiera echado sobre la camioneta desvencijada de su marido. Había sido culpa de él, que no había podido salvarla.
De él y de las limitaciones de un hospital pequeño de ciudad pequeña.
—¿Sigues ahí, amigo?
—Sí —respondió frotándose la cara—. Haz lo que puedas, Cliff. Quizá salga algo pronto.
—Pienso poner un par de anuncios en los periódicos del sur, como Los Ángeles —se rió—. A ver si atraemos el interés de algún ricachón que piense que esto puede ser un hobby.
—Bien. Llámame si tienes algo.
—Lo haré.
Michael colgó el auricular. ¿Y si tardaba años en vender la finca? Él no estaba hecho para ordeñar vacas ni encargarse de la tierra. Ésa siempre había sido la especialidad de su hermana melliza, su sueño. Ella había elegido vivir en la tierra donde sus abuelos los habían criado. Cuando la abuela se retiró, Leigh había ido tras su segundo objetivo y se había casado con Bob, un hombre del pueblo. Se había asentado en aquella casa y había logrado un nombre en la industria lechera.
Habían formado un buen trío, con él como socio en silencio.
Quería reírse de aquella terrible ironía. Ahora Leigh y Bob eran los que estaban en silencio. Por toda la eternidad.
Y Jenni. ¡Dios santo! ¿Qué iba a hacer él con una niña de seis años? ¿Cómo iba a dejar su carrera, llevar la finca y criarla? No sabía nada de niños. ¡Si apenas podía enfrentarse a aquella pilla la mayoría de los días! Y su sollozos de la noche...
Se llevó la mano a la sien.
Tenía que librarse de la vaquería y librarse de los recuerdos. Llevarse a Jenni lejos... lejos del único hogar que conocía.
Pero tenía que hacerlo, alejarse de allí. Ya lo había decidido: se la llevaría a Seattle. Allí tenía una oportunidad como socio en una clínica muy prospera. En el hospital de Blue Springs no podían hacer nada por los casos más graves. Como el de Leigh.
No iba a deja que Jenni creciera en un lugar sin opciones, sin oportunidades. Pero la niña necesitaba un tiempo de adaptación antes de llevársela. Primero tenía que darle unas semanas más.
Allí.
Hasta que encontrara el coraje para explicarle sus planes.
Jenni necesitaba aquel lugar. Y a alguien que la abrazara cuando las pesadillas de la noche la despertaran. Necesitaba cariño.
Los mimos de una madre.
Michael abrió la puerta. La casa estaba vacía; se había ido. ¿Podía culparla si salía corriendo con el dinero y nunca volvía? La había tratado con rudeza y frialdad, se había portado como un miserable.
Podía imaginársela ordeñando esas enormes vacas. Un poco delgada pero... bonita, con un estilo sencillo, un poco hippy. Una piernas bonitas, unos labios bonitos.
En la mesa de la cocina, se encontró el cheque. Maldición. Se había escapado, pero sin el dinero. Con un suspiro, se metió el papel en el bolsillo. Se puso unas botas de goma para ir a echar un vistazo al granero.
La puerta chirrió al abrirla.
Y allí estaba ella; limpiándole el barro de los zapatos con un pañuelo de papel.
—No se acostumbre a esto, doctor —dijo sin mirarlo—. En este momento no tenía nada que hacer.
Michael bajó los escalones.
—Buenas botas —le dijo mirándole a los pies—. Le sugiero que se las ponga siempre que vaya al establo. Son mucho más apropiadas que estos zapatos.
Él la miró con una sonrisa. Tenía que admitir que era un encanto.
—Me alegro de que se haya quedado. Quería decirle que los cuartos de los empleados quedarán libres pasado mañana.
—¿Dónde están?
Él señaló hacia una casita blanca, situada entre los árboles.
Ella miró hacia la casa.
—Bueno. Mi traslado va a poner muy contento a mi hermano.
—¿Sí? —Michael no podía ocultar su interés.
Ella miró a la casita con una mezcla de tristeza y nostalgia.
—Está deseando vivir solo. Esto hará sus sueños realidad.
Sus pestañas eran largas como agujas de pino. El color de su pelo era difícil de describir, algo entre castaño y rubio. Se preguntó si lo tendría teñido.
—¿A qué se dedica su hermano?
—Trabaja en un vídeo club, pero en otoño empieza la universidad —dijo con una sonrisa llena de orgullo—. No le va a gustar nada tener que cocinar, ni hacerse las cosas de la casa. ¿Sabe a lo que me refiero, verdad?
¿Que si sabía a lo que se refería? Si Leigh viviera, él no tendría que comer solo. No podía olvidar los días en los que se sentaba con Leigh, Bob y Jenni a la mesa. Entre risas, bromas... eran una familia feliz. Dios, ¿podría alguna vez olvidase de aquello?
Ella lo miró pensativa.
—¿Se encuentra bien?
—Estoy bien —sacó el cheque del bolsillo—. Creo que olvidó esto.
—Sí —dijo ella con una sonrisa tímida—. Si no le importa —añadió, señalando hacia la casita del bosque—, me gustaría mudarme el domingo.
—Me aseguraré de que está todo listo para entonces —contrataría a una señora para que lo limpiara a fondo—. Eso es todo —dijo a modo de despedida, pensando que no quería que se fuera.
—Bien —alisó el cheque—. Hasta dentro de un par de días.
—La casita está bastante alejada, ¿no se sentirá sola?
—Mi hermano...
—Sí, lo sé. Pero, ¿no tiene más familia? ¿Marido, hijos?
—Sólo mi hermano. ¿Por qué?
—Por nada, sólo pensé...
«Había pensado que tal vez habían despedido a tu marido y que te habías visto obligada a tomar lo primero que te salía».
—Se me acabó el contrato.
—Pero esto...
—Está bien pagado —añadió ella señalando el cheque—. Eso es lo que cuenta.
Sabía que había tres mil habitantes en Blue Spring, no era mucho pero había supermercados, fruterías, granjas y algunas oficinas. Pensaba que no le estaba ofreciendo el trabajo que ella merecía.
—Lo siento —se disculpó él, pensando que ella le hacía sentir algo.
Ella lo miró con sus ojos azul cielo.
—Puedo hacer el trabajo.
—No me cabe ninguna duda —la cabeza de ella le llegaba a la altura de la nuez de la garganta; un ligero movimiento y podría apoyar la barbilla sobre su pelo—. Solamente quería saber —dijo molesto con el repentino calor que le surgía entre los muslos— a quién tengo en el establo. Aquí hay mucho dinero invertido y no me gustaría que nada ocurriera.
—No soy ninguna mentirosa.
—Yo no he dicho que lo fuera.
—Estaba insinuándolo.
El fuego lo abandonó.
—Señorita McKay...
—Shanna.
—Pues bien, Shanna. Yo soy médico y me paso la mayor parte del día fuera, por eso necesito a alguien de confianza.
—En mí puede confiar.
—Por favor, puedes tutearme.
Ella asintió.
Se volvió hacia la camioneta y lo dejó solo, con sus recuerdos y sus preocupaciones sobre el futuro.