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Amor entre las nubes Mary J. Forbes Will Rubens acababa de enterarse de que era el padre biológico de su sobrino y la portadora de tan increíble noticia era una mujer maravillosamente atractiva llamada Savanna Stowe. Savanna había acudido a Starlight para poner en contacto a un padre y a su hijo huérfano. Lo que no sabía era si aquel guapo piloto sería capaz de criar a un hijo con un don totalmente único. Cuanto más tiempo pasaba con él, más cuenta se daba de que Will también tenía unos dones muy especiales. Y de pronto empezó a desear poder formar con Will la familia con la que siempre había soñado… Lazos del pasado Judy Duarte Luke Winter había trabajado arduamente para convertirse en médico, y todo iba bien hasta que Leilani Stephens apareció de nuevo en su vida. Doce años atrás le había dejado muy claro que ya no lo consideraba un amigo y mucho menos quería que fuese su amante. Y Luke nunca le había suplicado que cambiara de opinión. Ahora volvía a sentirse atraído por ella, pero sentía que había algo pendiente, algo que no se habían dicho…
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Seitenzahl: 446
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 413 - agosto 2019
© 2007 Mary J. Forbes
Amor entre las nubes
Título original: His Brother’s Gift
© 2007 Judy Duarte
Lazos del pasado
Título original: Daddy on Call
Publicadas originalmente por Silhouette® Books
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2007
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1328-381-4
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Amor entre las nubes
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Lazos del pasado
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Starlight, Alaska
Comienzos de abril
Will Rubens se dejó caer en la silla de la cocina y clavó la vista en el teléfono que había sobre la encimera.
Dennis estaba… ¿muerto? Imposible. Su hermano vivía en América Central. Estaba ocupado salvando vidas…
Su cerebro invocó una imagen nebulosa de un hombre alto y rubio con gafas que aumentaban sus ojos castaños. Así era como se habían visto cara a cara tres años atrás en Washington. «Cielos, Dennis».
Siguió mirando el teléfono. La mujer de Honduras había dejado tres mensajes en la última hora. Mensajes urgentes pidiéndole que la llamara. Él había estado con Josh practicando el bateo para el inminente inicio de la Liga Infantil de Béisbol.
No culpaba al niño por no haber escuchado las llamadas. Josh necesitaba un hermano mayor en Will y la verdad era que él necesitaba al niño. El joven de once años mitigaba la década de culpa que arrastraba, porque, si hubiera sido más disciplinado en sus actos, Elke y Dennis quizá habrían permanecido en Alaska.
Pero si la mujer tenía razón, lo que quedaba de su familia había desaparecido.
Desaparecido como si nunca hubieran existido.
Se pasó una mano temblorosa por la cara.
Apoyó un codo en la mesa y la frente sobre la palma de la mano.
¿Cuándo había sido la última vez que había hablado con Dennis? ¿Un año? ¿Dos? Sí… junio de hacía dos años. Diez minutos de conversación tensa que no condujo a ninguna parte. Extraños en vez de hermanos.
Alzó la cabeza y le sorprendió el escozor en los ojos. «Dennis. ¿Qué diablos había en Honduras que no podías haber encontrado en tu propia casa?»
Pero sabía por qué su hermano se había ido a América Central durante diez años. Por qué su relación se había reducido a una llamada telefónica cada par de años.
Elke lo había querido de esa manera. ¿Acaso podía culparla?
Se puso de pie y apretó la tecla de repetición del contestador. Para asegurarse de que no lo había malinterpretado.
Acercó un papel y un bolígrafo y escuchó el traqueteo del viejo aparato.
Biiip.
—«Hola. Tengo un mensaje urgente para Will Rubens. Me llamo Savanna Stowe, y he venido desde Honduras. Espero haber dado con la residencia correcta. Me alojo en la ciudad en la Posada Shepherd. El número de teléfono es…» La máquina concluyó dando el día y la hora: miércoles, seis y doce minutos de la tarde.
Se preguntó qué hacía en Starlight. ¿Por qué simplemente no había llamado desde la cabaña en la que estuviera en América Central?
Escribió el nombre. Savanna Stowe.
Tenía una voz increíble. Con un deje acento sureño, lento y ronco.
Biiip.
—«Señor Rubens, sé que ha regresado de su vuelo hoy. Un hombre en el aeropuerto me dijo que se había ido a casa a dormir porque estaba exhausto. Necesito hablar con usted. Es acerca de su hermano Dennis en Honduras. Por favor, llámeme a la Posada Shepherd a cualquier hora. Mejor aún, si es posible, venga aquí y pida en recepción que llamen a mi habitación. Me reuniré con usted en el vestíbulo». Repitió el número. La máquina repitió el día y la hora: miércoles, siete y cinco de la tarde.
Biiip.
—«Señor Rubens. No estoy segura de por qué me evita. Quizá no esté en casa, o quizá no le importe su hermano. Sea cual fuere el caso, intentaré explicar por qué estoy aquí, aunque quería hacerlo en persona. Su hermano Dennis y su esposa murieron el domingo en un accidente de avión en las montañas al sur del río Catacamas. Por favor, venga a la Posada Shepherd. Es urgente que hable con usted». Miércoles, ocho y veintitrés de la tarde.
La máquina se apagó.
Will frunció el ceño. Dennis y Elke estaban muertos. La conmoción le había hecho pasar por alto un hecho importante. Savanna no había mencionado al hijo.
El hijo de Dennis.
El que se había concebido con el esperma de Will en una clínica de Anchorage hacía once años.
Savanna colgó el auricular. Shane, el recepcionista, la había llamado para informarle de que el señor Rubens la esperaba en el vestíbulo. A pesar de lo cauta que se había vuelto en los últimos diecisiete años, le había preguntado a Shane si lo conocía. Sí. Muy bien. Pescaban juntos esporádicamente desde hacía años.
Pidió que le diera diez minutos.
Miró a través de la puerta del dormitorio, donde Christopher, de diez años, estaba sentado con las piernas cruzadas enfundadas en el pijama, mientras metía un dedo en un agujero de su calcetín.
Los últimos días habían sido terribles para ambos. Cruzar Honduras desde Cedros hasta Tegucigalpa en coche, luego volar hasta Los Ángeles y desde allí hasta Anchorage para, finalmente, realizar el último trayecto hacia Starlight en un avión de seis plazas.
A pesar del sedante que le había tenido que administrar para mantener a Christopher sereno durante las últimas cuarenta y ocho horas, vio agotamiento en la expresión de sus ojos azules. Odiaba darle medicinas a menos que fueran necesarias. Cruzar un continente y medio lo había convertido en una necesidad.
Entró en el dormitorio.
—Christopher —musitó.
Él continuó con su calcetín y murmurando.
Se situó en su campo de visión.
Flap, flap.
En la mesilla estaba la agenda. La puso junto a él en la cama para que pudiera ver las marcas del día.
—Veo que te has cepillado los dientes.
—Sí.
—Ése es mi chico. Ya es hora de acostarse. Mira… —señaló «Acostarse», que él había marcado antes.
—Vale —descruzó las piernas y se metió bajo el cobertor.
Aliviada, ella volvió a dejar la agenda en la mesilla. Luego se acostaría en el camastro cerca de la puerta. Los lugares y las camas desconocidos lo inquietaban. Despertarse en medio de la noche lo traumatizaba.
Se inclinó y le dio un beso en la frente.
—Buenas noches, amigo.
No esperaba una respuesta. Ya había centrado su atención en una mancha que había en la pared de la habitación.
En la puerta, aguardó unos momentos hasta escuchar el ínfimo ronquido y supo que él había permitido que el sueño le usurpara la mente.
Entrecerró la puerta.
En el cuarto de baño se miró la cara. No quería que Will Rubens viera su fatiga y asumiera que el niño a su cargo recibía menos que lo que merecía. Pera imposible eliminar las ojeras. Se las había ganado asegurándose de que la gente tuviera comida en sus mesas y agua potable que beber, y una educación que iluminara sus mentes.
Conteniendo un bostezo, se cepilló el cabello rojizo. Se dijo que lo que necesitaba era dormir. Más o menos un mes entero.
Pero primero debía ocuparse del señor Rubens. Y de Christopher.
¿Y si ese hermano de Dennis no aceptaba?
«Te quedarás las doce semanas estipuladas en el testamento para darle al hombre su oportunidad».
Y si aún renegaba de él pasados los tres meses, se llevaría a Christopher a Tennessee, tal como Dennis había estipulado, aunque esa opción era un último recurso.
En el neceser encontró el lápiz de labios.
¿Qué estaba haciendo? No era una cita. Sólo vería a Will Rubens por Christopher, para cumplir el último deseo de las dos personas que más quería y respetaba en el mundo.
Llamaron a la puerta.
A través de la mirilla, vislumbró a un hombre alto, con las manos en los bolsillos de los vaqueros, mirando un punto a la izquierda de la puerta. A pesar de la distorsión de la mirilla, sintió un ligero impacto ante ese pelo rubio oscuro, igual que el de Dennis.
Pero la intensidad de sus ojos la aturdió. No se parecía en nada a su hermano.
Descorrió el seguro de la cadena y abrió la puerta.
—¿Señor Rubens?
Unos ojos azules mostraron un leve asombro.
—¿Señorita Stowe?
Ella extendió la mano.
—Encantada de conocerlo —él asintió. Su apretón fue firme y cálido. Ella se hizo a un lado—. Lamento no haber podido quedar abajo —le indicó que pasara a la diminuta suite, luego cerró la puerta—. ¿No quiere sentarse? —preguntó, evitando mirar su imponente presencia.
Él lo hizo. Y por primera vez, Savanna notó los vaqueros negros, las botas y la cazadora de aviador abierta que revelaba un polo gris con cuello en V. Él alzó la vista y ella notó el dolor que profundizaba sus ojos y algo se le agitó en el pecho.
—¿Quiere un poco de café? —señaló la pequeña cocina.
—No, gracias. Si le parece bien, me gustaría saber qué le pasó a mi hermano —imperceptiblemente, su boca se suavizó—. Además de morir.
Savanna permaneció junto a la mesa del televisor.
—Elke y él se dirigían a Comayagua. Tenían programado reunirse con un médico, un internista especializado en problemas de colon. Dennis tenía un paciente que necesitaba que le extirparan parte del intestino grueso y confiaba en ese cirujano.
Fue a sentarse en la silla del otro lado de la mesa de centro, frente al hombre que en ese momento, según todos los tecnicismos, era el padre de Christopher.
—Elke lo acompañó. En un principio había planeado quedarse en casa, pero Dennis… Dennis quería que disfrutaran de un tiempo solos. Rara vez podían escaparse como pareja. La vida en América Central no es fácil, señor Rubens. En particular con…
Christopher. Mantuvo su mirada para transmitirle que ninguno de los dos había sido caprichoso. Ni irresponsable.
—¿Los cuerpos? —preguntó él.
—El accidente… —tragó saliva. Se concentró en las imágenes de sus amigos—. Se quemaron. Ayer celebramos una pequeña ceremonia en su honor.
Durante largo rato él se miró las manos.
—¿Dónde está el niño?
—Christopher duerme —inclinó la cabeza—. Ahí.
—¿Está aquí? —miró a la izquierda—. ¿Lo ha traído a Alaska?
Su mirada transmitía la duda que le inspiraba la cordura de ella.
Savanna irguió los hombros.
—Sí. Él es el motivo por el que me encuentro aquí y por el que mantenemos esta conversación. El último deseo de su hermano era que Christopher viviera con usted si a Elke y a él… Si… morían antes de que su hijo alcanzara la mayoría de edad.
Alarmado, Will se echó para atrás.
—¿Bromea? Yo no puedo ocuparme del chico. Durante todo el verano me dedico a llevar en avión a la gente a las zonas agrestes de Alaska, y en invierno a los esquiadores y senderistas por las montañas. ¿Quién va a cuidar de él en mi ausencia? —de pronto se puso de pie para caminar por el exiguo espacio—. No puedo hacerlo. Mi agenda…
—Señor Rubens, intente calmarse…
Él soltó una risa.
—¿Calmarme? Señorita, primero me informa de que mi hermano y su esposa están muertos y luego me dice que he heredado a su hijo. ¿Cómo espera que reaccione?
—Con responsabilidad —respondió ella.
—¿Cree que no soy responsable? —la miró fijamente—. ¿Tiene idea de lo que hace falta para volar a una cadena montañosa con seis personas a bordo de un helicóptero?
Tal como Elke y Dennis habían hecho cuatro días atrás.
—Sí —repuso con firmeza—. La tengo. Y, por favor, podría hablar con un tono normal? Va a despertar a Christopher con sus gritos.
Él paró y se pasó una mano por el pelo.
—No estaba gritando.
—Ha alzado la voz.
—No gritaba —repitió obstinado.
—Muy bien. Acordamos estar en desacuerdo. Que sea lo único —él bufó—. Lo que importa en este momento es que usted es el tutor de Christopher —«y el padre».
Siguió caminando.
—¿Por qué diablos iba a hacer Dennis ese… ese último deseo cuando yo no sé nada sobre niños?
—Pero sí sabe —comentó ella con paciencia—. Solía ofrecerse voluntario en Hermano Mayor, aunque dejó de hacerlo hace un par de años cuando comenzó a entrenar equipos de la Liga Infantil.
Los ojos azules se clavaron en ella.
—Ha hecho los deberes.
Aparte de Shane, Elke le había contado más cosas de las que quería saber sobre el famoso Will Rubens.
También se había puesto en contacto con la abuela de Elke, Georgia Martin, al igual que con el alcalde de Starlight, Max Shepherd.
—No iba a trasladar a un niño de diez años del único hogar que ha conocido a esta tundra helada sin investigar con quién iba a vivir durante los próximos diez años—señaló el sofá de color ocre—. ¿Quiere sentarse, por favor, para que podamos tratar algunos temas?
—¿Qué es usted, maestra? —gruñó, pero se sentó.
—De hecho, enseño a estudiantes con necesidades especiales, aunque al principio comencé como profesora de inglés —titubeó, luego decidió que si quería que se movieran en la misma dirección, tenía que conocer su historia personal—. Elke y yo éramos compañeras de habitación en Stanford y nos hicimos buenas amigas. No importó que se casara con Dennis, mantuvimos el contacto a lo largo de los años. Luego me trasladé a Cedros y comencé a enseñar allí —dejó que él absorbiera la información—. Cuando Christopher pasó a tercer grado, Elke y Dennis me pidieron que le preparara un programa de intervención de conducta.
—¿Intervención de conducta? ¿Como las niñeras de la televisión?
—No, ayudo a niños con Desorden de Espectro de Autismo, o ASD, como lo conocemos.
Él la miró lentamente.
—¿Desorden de…?
—Sí —confirmó para que no hubiera ningún error—. Como probablemente sabe, padece el Síndrome de Asperger. Es una forma más suave de ASD. Pero autismo, no obstante.
—Dennis jamás mencionó nada sobre el autismo.
Savanna no pudo apartar la vista.
—Lo siento, señor Rubens. Quizá temían decírselo.
—Soy su hermano —movió levemente la cabeza—. Era su hermano. Debería habérmelo contado.
«Oh, Dennis», pensó Savanna. «¿Por qué no se lo advertiste? El niño es suyo, después de todo».
—Sí, debería haberlo hecho.
Él volvió a mesarse el pelo revuelto.
—Supongo que era lógico —añadió Will—. Dennis y yo… nuestra relación se estropeó después de… Ah, diablos. Mire, señorita Stowe, yo no puedo cuidar al niño… a Christopher. Mi trabajo me aleja kilómetros de casa y es peligroso. A un helicóptero le puede pasar cualquier cosa en las montañas. Además, mi casa… mi vida no está preparada para niños, y menos para uno con problemas. Haga que el abogado de mi hermano se ponga en contacto conmigo y yo me ocuparé de darle una pensión para meter al chico en un hogar de acogida hasta que lo adopte una familia cariñosa.
—Señor Rubens…
—Will, por favor —de pronto giró la cabeza a la izquierda.
Christopher se hallaba en el umbral del dormitorio, con las manos moviéndose a sus costados. Se había quitado el pijama y se había puesto los vaqueros y la sudadera azul que había llevado durante el viaje. Tenía las zapatillas atadas.
De su boca salió un torrente acelerado de palabras.
—A-un-helicóptero-le-puede-pasar-cualquier-cosa-en-las-montañas —el niño lo miró—. ¿Papá?
Había tomado a Will por Dennis. Savanna agarró su copia de la agenda y corrió al lado del niño.
—Christopher. Éste es tu tío Will. ¿Recuerdas que te conté… que veníamos a Alaska a ver a tu tío? Es él.
El pequeño la miró a los ojos, algo que la alegró. En los últimos dos días ni una sola vez había establecido contacto visual. Se había sentido ansioso, preocupado y desorientado, completamente alejado de su rutina.
—¡Savanna! ¿Cómo es que el tío Will se parece a papá?
—Porque es su hermano. Hablaremos más por la mañana, ¿de acuerdo, amigo? Ahora es hora de dormir —alzó la agenda y señaló el punto diez—. Ves. «Dormir». Quítate la ropa y ponte el pijama.
—Oh, sí —dio media vuelta y desapareció de vuelta en el dormitorio.
—Discúlpenos —le dijo a Rubens antes de seguir a Christopher.
Después de que el pequeño se cambiara y de arroparlo, se inclinó y le susurró al oído:
—Duérmete, amigo. Que descanses.
El niño cerró los ojos. Durante varios minutos, lo observó, a la espera. La boca se le abrió y emitió un leve ronquido; se había quedado dormido.
Le apartó el pelo del color rubio oscuro de su padre y le dio un beso en la sien. A Christopher le desagradaban los abrazos y los besos a menos que los iniciara él, de modo que Savanna se contentaba con esos rituales furtivos.
—Vaya, se duerme deprisa —comentó Will desde el umbral—. Ojalá yo tuviera esa suerte.
—No siempre ha sido tan rápido. Antes de su octavo cumpleaños, le costaba mucho dormir. El más leve ruido lo despertaba.
—Jamás oí a alguien repetir frases enteras de esa manera —musitó él.
—Es muy brillante, señor Rubens. Podría decir que es superdotado. Pero sigue siendo autista, lo que significa que su desarrollo no es el mismo que el de la mayoría de los niños. Por ejemplo, si le pidiera que nombrara un objeto muy pequeño, podría decir los electrones alrededor del núcleo de un átomo de helio.
—¿En serio? —inquirió con asombro.
—En serio.
Miró más allá de ella.
—Parece bastante especial.
—Es increíble.
Will volvió a centrar la atención en ella.
—Lo quiere.
—Con todo mi corazón —repuso sin ningún titubeo.
—¿Cuánto tiempo trabajó para mi hermano? —le preguntó tras un momento de silencio.
—Tres años. Al principio era un par de veces por semana, pero como Elke era como una hermana… Al nacer, me pidieron que fuera la madrina de Chris.
Él no respondió. No parpadeó.
—En cualquier caso —continuó, inquieta por su escrutinio—. Elke redujo las horas que pasaba en la clínica para estar con Christopher por la tarde. Yo le enseñé a manejar la conducta de él, a trabajar con rutinas.
—¿Por qué se tardó tanto en diagnosticarlo?
—Sospecharon que fallaba algo cuando tenía tres años. Aún no había empezado a hablar, y cuando al fin lo hizo, fueron cosas repetitivas. Tampoco jugaba con los juguetes típicos, como camiones y coches —suspiró—. Al principio, Elke trató de encarar la situación por su propia cuenta, pero le resultó… extremadamente difícil. Fue ahí cuando entré yo en el cuadro.
Él seguía sin abandonar el umbral, atravesándola con la mirada.
—Nunca he trabajado con niños como él —comentó.
—Entonces, aprenderá.
Will se apartó y se dirigió a la entrada de la suite-apartamento.
—Que el abogado se ponga en contacto conmigo, señorita Stowe. Arreglaré todo para que vuelva a llevarse al niño.
—Señor Rubens…
Él se volvió con mirada dura.
—Tiene mi número. Llámeme por la mañana y discutiremos los detalles. Buenas noches —salió al pasillo del hotel y cerró a su espalda.
Por lo que Savanna había observado, Will Rubens no era como Dennis. No era gentil, ni compasivo ni cariñoso. ¿Cómo podía dejarlo con ese hombre, ese hermano que era lo opuesto que el que había llegado a respetar y admirar?
«Dennis, ¿cómo pudiste ser tan imprudente?»
Pero sabía por qué lo había hecho.
Dennis había confiado en sus recuerdos. En el único factor que hacía que Will Rubens fuera humano. Con Christopher, le había regalado a su hermano parte de su corazón.
WILL soltó las llaves del todoterreno en la encimera de la cocina.
¿Qué iba a hacer con el niño… diablos, con la mujer? ¿Cómo había podido llevar al niño tan al norte sin hablarlo primero con él? Y Dennis… ¿en qué diablos había estado pensando?
Su hermano. Durante dos largos minutos, apoyó las manos en la encimera y bajó la cabeza, luchando con las lágrimas, sabiendo que el dolor y la culpa anidarían en su alma durante años. Dennis, su único hermano, la única persona en el mundo que lo había protegido con diecisiete años cuando su madre había muerto. El único miembro con su sangre al que había querido más allá de las palabras.
¿No había sido por eso por lo que le había ofrecido su ayuda cuando Dennis le había explicado su esterilidad?
«Te quiero, tío», le había dicho a su hermano en cuanto la idea entró en su cabeza. «Déjame hacer esto por ti, ¿de acuerdo?»
Y así habían hecho. A pesar de las discusiones de Elke con su madre y su abuela. Al final, Elke había ganado, había concebido, pero Dennis se la había llevado para siempre de Alaska.
Por enésima vez se preguntó por qué no había sido más comunicativo. ¿Por qué no lo había llamado más a menudo? ¿Por qué no lo había invitado a pescar o a recorrer la montaña en bicicleta? Cosas que habían hecho en sus años jóvenes.
Y ya era demasiado tarde. Demasiado tarde para ellos dos… y lo que era peor, demasiado tarde para el niño.
El contestador parpadeaba. Apretó la tecla para escuchar el mensaje.
—«Eh, Will» —exclamó la voz juvenil de Josh—. «Pensé que ya habrías llegado a casa. Bueno… mmm… esta noche me he divertido mucho. Gracias. Nos veremos el sábado».
En tres días estaría en el banquillo con el equipo de Josh de la Liga Infantil, entrenando y dando instrucciones de último minuto.
Sesenta minutos, eso era todo lo que le había dado a Josh esa noche.
Se sintió culpable.
El chico no había dicho nada, pero Will sabía reconocer la decepción. Josh había esperado algo más que batear para practicar en Starlight Park. Había contado con que Will lo llevara a tomar un refresco a Pete’s Burgers. Pero él había optado por dejarlo en la casa de su madre. Lo que era otro problema. Valerie lo había recibido en la puerta con esos ojos hambrientos y esa sonrisa dulce y suplicante.
Por su mente cruzó Savanna Stowe. Ahí no había dulzura, salvo para Christopher. Y esos ojos verdes tenían una intensa fuerza.
Calculó que tendría unos cuarenta años. Los ojos ya no eran jóvenes ni inocentes. Aunque supuso que vivir entre la pobreza centroamericana, con el sol despiadado cayendo sobre esa piel pecosa, le había hecho ganar cada una de sus arrugas.
No, no era Valerie, con su cuerpo alto y esbelto que trabajaba incesantemente para mantenerlo tonificado y firme. Pero él tampoco estaba interesado en Valerie, para consternación de Josh.
Esa noche ella lo había invitado a pasar y, como siempre, él se había negado. Ser un hermano mayor para Josh no significaba ser una cita para Valerie.
No es que fuera célibe. Salía. Pero mezclar su trabajo de voluntario con mujeres desesperadas no entraba en el cuadro. Además, había probado eso mismo el año anterior con Valerie y no había funcionado… para él.
Se quitó la cazadora y la dejó sobre una silla. Antes de acostarse, necesitaba darse una ducha.
Se levantaba todos los días al amanecer para llevar su Jet Ranger cargado con pescadores y excursionistas a las montañas Wrangell o Chugach para hacer recorridos por los glaciares. Y durante los largos días del verano, a eso sumaba luchar contra los incendios forestales.
De pronto los párpados se le cerraron. Extenuado y lleno de culpabilidad, se quitó la ropa y abrió el grifo de la ducha. Que le dieran la cama y lo dejaran morir durante una semana.
Estaba acostado cuando el teléfono volvió a sonar.
—Señor Rubens, soy Savanna Stowe.
Como si necesitara un recordatorio con esa voz.
—¿Sí?
—Lamento molestarlo tan tarde, pero me preguntaba si querría desayunar con nosotros en la posada. Invito yo, desde luego.
Recordó su boca. Bonita y plena. Imaginó que sonreía con su respuesta.
—De acuerdo. ¿A qué hora?
—¿Le viene bien a las ocho en punto?
No a las ocho, sino a las ocho en punto. No se parecía en nada a las mujeres de Alaska o a cualquiera que hubiera conocido.
—Claro. Nos vemos entonces.
—Gracias.
Colgó antes de que ella dijera buenas noches.
Las buenas noches era algo personal, y al día siguiente quería que tanto ella como el niño estuvieran metidos en un avión.
En cuanto entró en el restaurante, ella lo vio. Un hombre de altura considerable y de hombros anchos, el pelo rubio agitado por el viento, las mejillas sonrosadas por el aire vivo de la mañana. Una chaqueta de ante marrón dejaba ver debajo un jersey del color del mar Caribe, a juego con sus ojos.
—Lamento llegar tarde —dijo Will, sentándose en la silla frente a Savanna.
—No hace falta que se disculpe. Sólo son las ocho y siete.
La miró, luego se quitó la chaqueta y la colgó de la silla. Desvió la vista hacia Christopher, que trazaba un dedo por un río de Alaska en el mapa arrugado que había sacado de su mochila roja y amarilla.
—Chris —dijo ella—. ¿Recuerdas a tu tío Will? Vino a vernos anoche.
—Sí —el niño permaneció centrado en el mapa.
—El tío Will va a desayunar con nosotros.
—¿Estás de acuerdo con eso, muchacho? —preguntó Will.
—Mmmm —respondió el pequeño. Absorto en las carreteras de Alaska.
Savanna intervino.
—Christopher sabe por qué hemos viajado hasta aquí, señor Rubens, y que usted ahora es su tutor legal. Hemos hablado de ello muchas veces.
—Muchas veces —repitió Christopher, siguiendo con el dedo la autopista Tok.
—Bien —Will frunció el ceño—. ¿Podemos ahorrarnos las formalidades? Casi todos me llaman Will, y nadie de usted. El otro dos por ciento utiliza nombres que no repetiré —esbozó una sonrisa ladeada.
La bonita morena que le había servido café a Savanna apareció con una nueva cafetera.
—Eh, Will. Creía que siempre desayunabas en Lu’s.
—Mindy —alargó la taza para que se la llenara—. Como dicen, un cambio es tan bueno como un descanso.
—Que Lu no oiga eso —lo miró a la cara—. ¿Vas a ir al baile del sábado?
Con los ojos puestos en Savanna, bebió un sorbo de café.
—Tal vez.
—Hacía un par de semanas que no te veía —la mujer le dedicó una sonrisa soñadora—. Trabajas demasiado. Hablé con Valerie y me dijo que esta semana habías subido hasta la casa de Harlan. ¿Cómo está?
—Tan gruñón como siempre, pero de buen humor…
—Perdonen —interrumpió Savanna—. ¿Podemos dejar la cháchara para otra ocasión y pedir nuestro desayuno?
Impertérrito, Will se reclinó en la silla y sonrió.
Mindy apretó los labios.
—Claro.
—Para mi niño, una tostada sin corteza, mantequilla de cacahuete y zumo de naranja —casi rió al ver las cejas enarcadas de Will ante su demostración de posesividad—. Cereales y fruta para mí. ¿Will? —inquirió.
Él pidió el especial: huevos con salchichas, pan integral, una loncha de jamón y una ración triple de tortitas. Cuando se quedaron solos, permaneció relajado contra la silla.
—¿Mi niño?
Savanna bebió un poco de café.
—Es más fácil que explicar la situación.
Por debajo de la mesa sus rodillas se tocaron, y los dos se movieron en sus respectivos asientos.
—Razón por la que estamos aquí —dijo él—. ¿Tienes el teléfono del abogado y el testamento de mi hermano contigo?
Ella sacó una tarjeta del bolso.
—Tengo una copia legalizada del testamento, sí. Sin embargo, el señor Silas también te enviará una a ti.
—Eh. Típico de abogado tomarse su maldito tiempo sobre lo que es importante. ¿Por qué no me la envió ya o, mejor aún, por qué no me llamó por teléfono?
Savanna esperó que sus ojos transmitieran la irritación que sentía.
—Primero, te agradecería que no hablaras así delante de Christopher. Segundo, el señor Silas y yo consideramos mejor que viniera primero a hablar contigo.
—Y traer contigo a tu… pupilo —Christopher seguía con la cabeza inclinada sobre Alaska. Un mechón rubio rozaba el borde gastado del mapa.
—Sí —le entregó la tarjeta—. Ahí están el teléfono del despacho y el móvil del señor Silas —luego deslizó el sobre por la mesa—. La primera página lo explica todo.
Lo vio guardar la tarjeta en la cartera y luego extraer el documento. Se sabía las palabras de memoria. «En el caso de que tanto mi esposa, Elke, como yo, muriéramos, nombro a mi hermano William Faust Rubens, de Starlight, Alaska, y propietario-director de Rubens Skylines y padre biológico de nuestro hijo Christopher William Rubens, nacido el cuatro de marzo de mil novecientos noventa y siete, su tutor para que lo críe y eduque hasta que Christopher William Rubens alcance la mayoría de edad y sea independiente».
Una petición clara y concisa.
Él dejó el documento en la mesa antes de leer el siguiente párrafo, en el que continuaban las instrucciones de Dennis de que después de haber tomado todas las iniciativas y si la transición entre William y Christopher fracasaba, ella, Savanna Lee Stowe, debía criar al niño.
—Dennis debería habérmelo advertido. Esto no es justo.
—¿Cuándo es justa la vida? ¿Crees que es justo que…? —miró a Christopher. El silencio de Will la instó a continuar—. Tu hermano no te lo advirtió porque sabía cuál sería tu respuesta.
—Si la conocía, ¿por qué ponerlo por escrito?
—Porque jamás creyó que llegaría este día —musitó.
Se miraron largo rato.
—No funcionará —murmuró Will—. Yo no tengo pasta de padre.
—Lamento discrepar. Te ofreciste voluntario…
—Ésa es la palabra clave. Voluntario.
—No obstante, estás familiarizado con el comportamiento de los niños. Se te dan bien, incluso los más complicados —eso le había comentado Shane al notar las manos nerviosas de Christopher en el vestíbulo—. Y no son de tu misma sangre.
—¿De qué estamos hablando exactamente aquí? —preguntó con ojos entornados.
Ella se ruborizó un poco.
—Elke mencionó el… —miró a Christopher—… procedimiento al que te sometiste para ayudarlos once años atrás.
Él se reclinó en la silla.
—Parece que mi vida ha sido un libro abierto.
—Elke no entró en detalles. Sólo que Dennis era… —«estéril»—. Y sobre tu… muy generoso… ofrecimiento.
—Yo era joven y estúpido.
—Eras un hombre que quería a su hermano —replicó.
Eso lo hizo apartar la vista.
—Fue hace mucho tiempo.
—Y en la actualidad te lo pensarías dos veces antes de hacerlo.
Sus ojos se endurecieron.
—Sí.
—¿Por qué? ¿Por el resultado o por las consecuencias?
Jugó con su taza.
—Las dos cosas. Y por la vida que llevo ahora —con la cabeza señaló la ventana—. No es fácil en Alaska.
—¿Y centroamérica lo es?
—No te rindes, ¿verdad?
—Soy la madrina de Christopher. Mi responsabilidad es con él y con tu hermano y su mujer. Pero, por encima de todo, contigo.
—Conmigo.
—Sí, contigo —no podía negarles el último deseo a sus amigos—. Tanto Elke como Dennis querían esto. Me dieron instrucciones específicas, si alguna vez pasaba algo, de que te familiarizaras con tu sobrino, y a la inversa, y de que los dos tuvierais una oportunidad igual.
—No funcionará.
Ella suspiró. No iba a ninguna parte con él.
—Will…
—Savanna —apoyó los codos sobre la mesa—. En cuanto terminemos de desayunar, os llevaré en coche a los dos de vuelta a Anchorage, donde subiréis al primer vuelo que os lleve de nuevo al continente.
Christopher alzó la cabeza.
—¿De vuelta a Honduras?
—No, amigo —afirmó Savanna, dedicándole a Will una mirada severa—. Nos quedamos en Starlight.
—¿Para siempre?
—Esperemos que durante mucho tiempo.
Por suerte, en ese momento apareció Mindy con sus desayunos. Savanna y Will se observaron mientras la camarera depositaba los platos en la mesa.
Cuando se quedaron solos, se volvió hacia el niño.
—Es hora del desayuno, amiguito. Puedes estudiar el mapa en cuanto hayas terminado tu zumo y tu tostada.
—Triángulos —dijo el pequeño.
Ella cortó el pan en dos formas geométricas; el niño eligió una y mordió una esquina.
—A Chris le gusta la comida cortada en piezas precisas —lo miró y pensó que debía darle alguna información positiva—. Es muy hábil dibujando mapas y trenes.
—Trenes —masticó la tostada y se lanzó a su tema favorito del momento—. Tenían motores a vapor, ¿sabías? La gente cree que los inventó el escocés James Watt en 1769, pero él sólo mejoró la mecánica y diseñó un condensador separado. El verdadero inventor fue Thomas Savery en 1698 en Inglaterra.
—Sí —concedió ella—. Y tú dibujas esos viejos motores con mucho detalle.
Savanna miró a Will. El corazón le dio un vuelco. Hacía tiempo que un hombre no la miraba con semejante intensidad.
—Sé que esto es como una conmoción para ti, Will —musitó—. Pero Chris y yo nos quedaremos en la posada hasta que encuentre un sitio que alquilar. Es importante que tú y tu… sobrino iniciéis el contacto lo más pronto posible.
El hombre que tenía enfrente atacó los huevos.
—Esta noche hay un vuelo que sale de Anchorage. Puedo llevaros allí en dos horas, luego podréis dormir de camino a tu casa, dondequiera que esté.
—En Tennessee —Savanna dejó el tenedor en el plato—. Será mejor que lo comprendas. No vamos a marcharnos.
Despacio, él dejó los cubiertos.
—Bien —sacó la cartera y dejó un billete de veinte—. Esta conversación se ha terminado —retiró la silla, la saludó con un gesto de la cabeza y salió del restaurante.
Al menos no había dado un no rotundo.
Esa mujer era un metro sesenta y tantos de pura terquedad. ¿De dónde había sacado que podría manejar a un niño con esa clase de conducta y problemas de aprendizaje?
El hijo de Dennis.
Y el chico tenía parte del ADN de su hermano, pero en la sangre también corrían los genes de Elke. Y Will no había sido un admirador de Elke. Después de concebir, una experiencia por la que nunca más pasaría, ésta había instado a Dennis a irse a la selva. Donde había muerto en una avioneta, no muy diferente del aparato que pilotaba él.
Ah, Dennis.
¿Por qué no había regresado a Alaska después de que el niño naciera? Ahí también necesitaban médicos como él tanto como en Centroamérica. Pero Elke creía que Dennis, con sus conocimientos, podía salvar más vidas en esas selvas abandonadas de Dios que en Alaska.
Aunque la verdad era que Elke no había querido vivir cerca de su madre, quien, de paso, había considerado al hermano menor de Dennis como un «buscador de emociones juveniles». De modo que en vez de plantarle cara a Rose Jarvis, eligió huir, llevándose consigo a Dennis.
Y Savanna Stowe quería que jugara a ser papá.
Mientras despegaba el helicóptero, durante un momento imaginó a Dennis a su lado, con esa sonrisa ladeada y maliciosa, los ojos llenos de picardías.
Sintió un nudo en la garganta. ¿En qué había estado pensando?
No podía dejar que el niño se marchara.
Christopher era la única y última pieza que lo vinculaba con su hermano.
«Mi familia», pensó. Y de pronto los ojos le escocieron. Desde la muerte de Aileen no había querido una familia. No en esa vida, no en ese mundo. Y ahí aparecía el hijo de su hermano, huérfano…
Esa condenada mujer tenía razón. Debía aceptar al niño. De algún modo, tenía que hacerlo.
La abuela de Elke, Georgia Martin, vivía en una casa verde de madera. Savanna había visto unas fotos dos años atrás, cuando la mujer le envió a Elke una postal de Navidad.
—No la veo desde hace once años —había dicho Elke mientras estudiaban las fotos del hogar entre enormes árboles de hojas perennes—. Mi madre no quería que hiciera lo que hice.
Concebir clínicamente a un hijo. Del hermano menor de Dennis y un hombre al que Elke había conocido al crecer en Alaska. Un hombre al que su madre, Rose, había etiquetado como un aventurero temerario que un día terminaría por matarse o, lo que era peor, por matar a Dennis.
Georgia le había dicho a Rose que dejara el tema; que la situación era entre dos adultos que consentían.
El consejo había caído en oídos sordos, y con el fin de frenar las peroratas de su suegra y salvar el honor de su hermano, Dennis se había llevado a Elke a Washington y, con el tiempo, a Honduras.
Acompañada de Christopher, Savanna bajaba por un camino de grava bordeado de casas de una época que había librado la Segunda Guerra Mundial, con abetos rojos, abedules y sauces que prácticamente los ocultaban a la vista.
—¿La ves, Chris? —le preguntó al niño que juntaba las yemas de los dedos enguantados al ritmo de cada paso—. ¿Puedes ver una casa verde con un tejado negro?
A través de los árboles, observó senderos que subían hasta las entradas de hogares de diversas formas y tamaños. Había furgonetas y todoterrenos aparcados en caminos con nieve derretida a medias.
—No. No —Christopher movió los dedos más deprisa, aumentando en su interior la agitación que Georgia despertaba en él. Le desagradaba conocer a gente nueva, las cosas que lo sacaban de su rutina—. Podría ser la calle equivocada —añadió con ansiedad.
—Cuando llamé esta mañana, la bisabuela dijo que vivía en Mule Deer Road.
—Sí, Mule Deer Road. Vamos a ver a la bisabuela en Mule Deer Road —miró al frente—. Vive en una casa verde en Mule Deer Road.
—Sigue buscándola, amigo.
La abuela de Elke había llorado al enterarse de que su bisnieto se hallaba a sólo tres manzanas de distancia. Savanna había insistido en que caminaran la distancia de siete minutos en vez de que Georgia los recogiera en la posada. Christopher necesitaba tomar el aire y el ejercicio y ella necesitaba ver Starlight.
En cierto sentido, la ciudad le recordaba los pueblos hondureños, la camaradería de sus ciudadanos. Se preguntó dónde viviría Will.
Sospechaba que los habitantes de Starlight conocían las vidas de los otros tan bien como las propias. Tal como Mindy, la camarera bailarina, y Shane, el recepcionista pescador de salmón, conocían a Will.
¿Y qué diría Georgia sobre Will Rubens, a quien había conocido siendo un niño menor que Christopher?
—Ahí está —él señaló una diminuta casa de color verde situada entre abetos robustos y elegantes y altos abedules al final de la calle.
—¿Listo? —le preguntó, viendo salir humo de lo alto de la chimenea.
Los dedos de Christopher se movieron como pistones.
—Mmmm.
Ella le tocó la mejilla y atrajo su mirada.
—Christopher. Esta es la casa de tu bisabuela. Es la abuela de mamá.
—Mamá no está aquí. Nunca estará aquí —los dedos se movían, se movían—. Mamá está en el cielo con papá.
Savanna sintió una gran agonía.
—Sí, cariño.
—Yo no quiero ir al cielo, porque entonces no podré volver a casa.
Parpadeó con fuerza y se detuvo para subir la cremallera de la cazadora que él se había abierto en el camino. Él tenía la vista clavada en la casa.
—¿La casa de la bisabuela es un hogar diferente? ¿Le gustan los mapas?
—Su casa será diferente porque aún no la hemos visto. Y tendrás que preguntarle si le gustan los mapas —le dio un abrazo rápido—. Recuerda, sé cortés.
—De acuerdo.
Subieron por el estrecho sendero entre los árboles, más allá de una furgoneta blanca oxidada y una carretilla abollada, hasta la puerta principal.
La casa había recibido una capa de pintura en el último año. Unas persianas blancas enmarcaban la única ventana delantera. Antes de que Savanna pudiera llamar a la puerta, se abrió y una mujer pequeña con unos vaqueros gastados y una sudadera rosa les sonrió. Unos rizos plateados se movieron en su cabeza mientras sus ojos despierto irradiaban felicidad.
—Vaya, vaya —exclamó—. Esto lo supera todo.
—¿Georgia Martin? —preguntó Savanna.
—Y tú eres Savanna Stowe —vio a Christopher moviendo las manos y la expresión se le llenó de amor instantáneo—. Christopher…
—Chris, saluda a la bisabuela.
—Hola, bisabuela.
—Llámame abuela, Chris.
—Abuela —clavó la vista en la foto de un gato atigrado en el recibidor. Osciló sobre sus pies—. Los gatos son peligrosos. Digieren a roedores porque son carnívoros, y te arañan la piel.
—Sólo si están asustados, Christopher —expuso Georgia con gentileza. Se apartó—. ¿No queréis pasar?
Savanna habló con suavidad.
—¿No le importaría quitar el cuadro, Georgia? —por teléfono, mientras Chris se cepillaba los dientes, le había dado un breve resumen de lo que podía esperar del niño, aunque Elke y su abuela habían hablado del autismo de forma extensa por carta y teléfono. Esa mañana la mujer mayor había mencionado un husky siberiano, pero no un gato.
—Por supuesto —Georgia agarró el marco y lo metió en el cajón de una pequeña mesa de entrada—. En el pasado Tabs fue mi mascota.
Los movimientos de las manos de Christopher se mitigaron y Savanna lo condujo al interior de la casa.
—Lamento aparecer tan súbitamente —se disculpó.
—Oh, cariño, me alegro de que lo hicieras, aunque me parte el corazón las circunstancias —se le humedecieron los ojos—. Planeaba un viaje este verano para ir a ver a mi nieta. Ella… era mi único familiar.
—Elke ansiaba su visita —tocó el hombro del pequeño a su lado y sonrió—. Aún tiene a Christopher.
—Sí —Georgia contuvo las lágrimas y fue a una cocina pequeña—. ¿Quieres un café?
—No, gracias. Hemos desayunado muy bien. Georgia, sé que es impertinente por mi parte, pero necesito su ayuda.
—Lo que sea, cariño —miró a Christopher—. ¿Will se muestra inflexible?
Por teléfono, también la había puesto al corriente de la situación.
—Estoy trabajando en eso. Hará falta algo de tiempo.
Georgia rió.
—Pues diría que te queda trabajo. Ese chico es muy cabezota. Pero tiene un buen corazón. ¿Qué necesitas?
—Un lugar donde quedarme mientras Christopher y él llegan a conocerse —miró al niño ir al salón, donde se sentó al estilo yoga sobre una alfombra circular junto a un husky, cuyo rabo golpeaba lentamente el suelo—. ¿Su perro es bueno con los niños?
—A Blue le encantan los niños —afirmó Georgia—. Pero la artritis le está deborando las caderas y está medio ciego. Ahora duerme casi todo el día. ¿Chris se siente bien con los perros, entonces?
—Sí —concedió Savanna, y durante un momento observaron al niño y al can—. Esperemos que Blue lo ayude a adaptarse en las próximas doce semanas… y que yo no tenga que tomar una decisión.
—¿Decisión? —la mujer mayor entrecerró los ojos.
—Llevarme a Chris a mi casa en Tennessee… si Will y él no conectan —sacó la copia del testamento de Will del bolso—. Georgia, su nieta y Dennis solicitaron… —¿cómo explicárselo a esa dulce anciana?—. Yo fui su segunda opción para criarlo —susurró antes de callarse.
Georgia leyó los párrafos subrayados, con los rizos moviéndose por el ligero temblor de la cabeza. Savanna se preguntó si se hallaría en las primera fase del Parkinson.
—Lo siento —murmuró Savanna, imaginando la última fase de la enfermedad—. No puedo imaginar cómo se siente.
—No, hicieron bien. Yo soy demasiado mayor y… —dobló el testamento con cuidado—. Bueno —le devolvió la copia con mirada penetrante—. ¿Quieres a mi bisnieto?
—Como si hubiera salido de mi propio cuerpo.
—Eso es suficiente para mí.
Savanna se relajó.
—Pero —Georgia le guiñó un ojo—, tres meses es mucho tiempo. Will y yo quizá te convenzamos de que te quedes en Alaska.
ARREGLARON que Savanna y Christopher se trasladaran temporalmente a la casa de Georgia. La anciana argumentó que quería la oportunidad de conocer a su bisnieto. Y a Savanna. Quería entender a la mujer a la que su nieta le había confiado la vida del don más preciado.
Luego fueron a la escuela primaria de Starlight para inscribir a Christopher en quinto grado para el resto del año escolar.
Regresaba a las seis a la casa después de haber comprado tres enormes filetes de salmón cuando Will apareció en un todoterreno rojo de la marca Toyota.
—Hola —dijo por la ventanilla abierta. Iba con la mano derecha sobre el volante mientras el brazo izquierdo estaba apoyado en el marco de la puerta—. En la posada me dijeron que te habías ido.
Ella se detuvo.
—Nos hemos trasladado a la casa de Georgia Martin.
Él enarcó las cejas.
—No sabía que os conocierais.
—Es la bisabuela de Christopher.
—Sé quién es, Savanna. Simplemente, no sabía que vosotras dos os conocierais, eso es todo.
—Y no nos conocíamos hasta hace ocho horas. Necesitaba un lugar en el que quedarme. Me lo ofreció, así que… aquí estamos.
Paró el vehículo.
—Sube y te llevaré.
—¿Para qué? Está ahí mismo —señaló cien metros más adelante.
—Porque necesitamos hablar —expuso.
—Sobre nuestra marcha. No me interesa.
—Sobre Christopher. He cambiado de parecer —con la cabeza indicó el asiento del acompañante—. Sube. Por favor —añadió.
Se obligó a no ceder con la celeridad que deseaba.
—¿Eres siempre tan encantador?
La sonrisa de él la derritió.
—Sólo con ciertas mujeres.
Pudo imaginarlas. Mujeres como Mindy, la camarera, dispuestas a satisfacer todos sus caprichos. Todas ellas jóvenes. No una que cada día estaba más próxima a la menopausia.
Alzó el mentón. No había pasado veinte años en el Tercer Mundo sin haberse ganado sus arrugas, su dureza.
—Yo no soy ciertas mujeres —soltó—. Y no acepto órdenes con facilidad —«y jamás de hombres tan atractivos con hoyuelos».
Él rió.
—Llena de energía.
Ella continuó andando.
—Podemos hablar en la casa.
—Savanna…
—La casa —repitió.
—Bien.
La pasó con el vehículo y lo metió en el sendero de Georgia. Bajó y la esperó con los brazos cruzados, como el director de una escuela.
Pasó a su lado. Aún tenía que crecer.
—Maldita sea, Savanna —giró para caminar a su lado—. Dijiste la casa.
—Cuando te comportes como un hombre de tu edad, hablaremos.
La tomó del brazo y la detuvo.
—¿De dónde sacas que me puedes hablar así? No soy tu pupilo y desde luego no eres mi madre.
—Por favor, quítame la mano de encima —dijo con serenidad.
Él apretó los labios, pero obedeció.
—Quiero a Christopher.
Durante un momento indefinido, se miraron, y el corazón le palpitó con fuerza.
—¿Por qué? —logró preguntarle al final.
—¿Por qué? Esta mañana lo único que querías era que lo aceptara, ¿y ahora preguntas por qué? ¿Qué te parece esto… porque es el hijo de mi hermano?
—No es suficiente —él se quedó boquiabierto—. Primero, la sangre no te convierte en padre. Segundo, anoche y esta mañana tú…
Él alzó las manos.
—De acuerdo, de acuerdo. No puedo negar lo que he dicho, pero le he estado dando vueltas todo el día y quiero una oportunidad —suspiró—. Él es todo lo que me queda… de Dennis.
Otra vez ella sintió un nudo en la garganta.
—De acuerdo. Podemos quedar mañana por la mañana y discutirlo.
—Entendido. Mañana —luego añadió con suavidad—. Gracias.
Savanna lo vio regresar al vehículo y trató de soslayar la sombra que se proyectó sobre su corazón.
Sosteniendo un termo de café en una mano, Will llamó a la puerta de la casa de Georgia a las siete y media de la mañana del día siguiente.
En un par de horas tenía que estar listo en la estación de servicio de vuelo para llevar a dos alpinistas a las Montañas Talkeetna.
A la pálida luz del amanecer, la casa se parecía a la suya. Una de las cosas que le gustaba de la ciudad, era la renuencia que había a masacrar el entorno en nombre del progreso.
En agosto se cumplirían siete años de su regreso.
Principalmente lo había hecho para lamerse las heridas. Para huir de un corazón roto. Roto porque Aileen había muerto por las mismas causas altruistas por las que el lunes anterior había muerto Dennis. Lo que no había entendido entonces era que resultaba imposible esconderse de los recuerdos, que requería tiempo, y a veces nunca se lograba, que la mente desterrara esas terribles imágenes.
Gracias a Harlan esas imágenes finalmente se habían desvanecido. Antiguo veterano de Vietnam, le había enseñado a un huérfano Will de diecisiete años a pilotar helicópteros… a convertir a un muchacho en un hombre que llevaba a los ricos por California y que, años más tarde, regresaría al páramo de Alaska para emplear esas habilidades para borrar el recuerdo de su novia asesinada.
La puerta se abrió.
—Buenos días, Will —saludó Georgia.
—Abuela Martin.
—Supongo que has venido para ver a Savanna y a Christopher.
—Sí, señora. Savanna me espera.
—Pasa, entonces —regresó a la cocina.
Al entrar, olió a café y a pan tostado.
Christopher estaba sentado a la mesa masticando sus triángulos de tostada. Tenía puesto el jersey azul del revés. Savanna estaba apoyada en la encimera, con una taza de café entre las manos, los ojos verdes sobre él. Ella se había puesto el jersey azul correctamente… sobre unos pechos que eran agradablemente generosos. Los vaqueros también ceñían unas piernas magníficas.
—Savanna —la saludó con un gesto de la cabeza—. Supuse que podríamos hablar antes de que me marchara a trabajar. No sé a qué hora regresaré.
—¿Adónde vas?
—A las Montañas Talkeetna con unos alpinista —explicó.
Ella giró para mirar por la ventana. La nieve cubría las copas de los árboles.
—¿La gente hace alpinismo en esta época del año?
Él se encogió de hombros.
—Ya casi estamos en mayo. No hace tanto frío como parece —siempre que el viento no arreciara. Ella miró a Christopher y él lo entendió—. No tardaremos mucho —añadió—. Podemos hablar en el porche.
—Iré a buscar mi abrigo.
Will bajó del porche trasero para caminar entre los árboles. Esa hora de la mañana era la que más le gustaba. El silencio, la paz.
Se detuvo y bebió un trago de café del termo.
—¿Por qué no me contaste que conocías a Georgia?
—No me diste la oportunidad.
Ahí tenía razón.
—Supongo que no —reconoció—. Bien, ¿cuál es la historia? ¿Está al corriente del problema del niño?
—Sí. Elke se lo contó cuando Georgia y ella empezaron a escribirse en el año 2005.
—¿Habían permanecido sin comunicarse todos esos años?
Ella se encogió de hombros.
—Como estoy segura de que sabes, los motivos eran profundos.
Sí, conocía esos motivos. La madre de Elke lo consideraba «necio y estúpido» por arriesgar su vida al gustarle montar en moto y pilotar helicópteros, hacer paracaidismo en caída libre y navegar en kayak… y arrastrar consigo a su hermano.
Dennis, que desde que cumplió los diez años había querido ser médico.
No, no había existido ningún afecto entre Rose y él.
Pero Elke era la mujer que su hermano había elegido desde la adolescencia. En su opinión personal, creía que había sido débil ante Rose. Pero su hermano la amaba y él quería a su hermano. Fin de la historia.
—¿Quién se puso en contacto con quién primero? —preguntó.
—Georgia. Después de la muerte de Rose.
—Hace dos años.
—Sí. Le escribió una carta de dolor y le pedía disculpas en nombre de Rose, y Elke las aceptó. Mantenían correspondencia varias veces al mes.
—¿Cuándo le contaste lo del accidente? —sintió un nudo en la garganta. Le sucedía lo mismo cada vez que pensaba en Dennis.
—Ayer por la mañana. Después de nuestro desayuno.
De modo que Georgia no era la primera en la lista de Savanna como tampoco lo había sido en el testamento de Dennis. Eso le provocó satisfacción. Savanna Stowe lo consideraba a él la primera prioridad. Podía haberse trasladado a la casa de Georgia, pero había mantenido la promesa hecha a Dennis.
—Me gustaría tener una oportunidad con Christopher —dijo—. Contrataré a una niñera para los días en que vuele y no pueda estar con él o —miró hacia la casa—, lo arreglaré con Georgia —aunque esperaba que no surgiera esa necesidad.
—Georgia no es capaz de cuidar a Chris durante largos períodos de tiempo. Tiene ochenta y seis años y con un posible comienzo de Parkinson. Sin embargo, yo sí lo soy. Como te he explicado, voy a quedarme en Starlight hasta que compruebe que Christopher se ha adaptado a ti y a su nuevo hogar —hizo una pausa—. Y hasta que tenga la seguridad de que puedes cuidar de él. Si no, los dos subiremos al avión que nos saque de aquí.
Will la miró. Si su madre no le hubiera inculcado tratar a los demás con respeto, le habría dicho con términos inequívocos que podía perderse en las montañas. Volvía a usar esa actitud de superioridad.
Le seguiría la corriente. Quería al chico. Si eso significaba seguirle el juego, lo haría.
—Dime qué es lo que quieres.
Ella pareció sorprendida por su aquiescencia.