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Cuando Dane Rainhart, el héroe de guerra del pueblo y el amor platónico de su infancia, regreso, Kat O'Brien volvió a sentirse atraída por aquel hombre fuerte y atractivo. Tras haber sido herido en el cumplimiento del deber, Dane necesitaba un lugar donde ocultarse del mundo. Pero, en cambio, el amargado médico estaba a punto de caer bajo los encantos de aquella viuda y su hijo...
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Seitenzahl: 176
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2009 Raeanne Thayne
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Un oscuro pasado, n.º 1851- octubre 2021
Título original: A Cold Creek Holiday
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-1105-168-2
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Epílogo
CUÁNTO tiempo vas a quedarte ahí sentado?».
Kat O’Brien miraba a través de la ventana de la cocina a un extraño que estaba sentado bajo la lluvia en una moto. Llevaba allí un cuarto de hora y no se había movido. Se había detenido en el sendero circular que daba acceso a la casa y estaba sentado observando los árboles que circundaban la propiedad. Quizá aquella aguanieve de febrero le había congelado los huesos y estaba esperando a entrar en calor.
Pero no podía quedarse allí mirándolo toda la tarde. Si se trataba de un huésped, acabaría llamando a la puerta antes o después. Si se había perdido, no tendría más remedio que preguntar o ponerse de nuevo en camino hacia el pueblo más cercano.
Inquieta, Kat se apartó de la ventana y continuó haciendo una hornada de galletas en la encimera que le había hecho su marido antes de morir y dejarle en herencia aquella casa de estilo victoriano que había heredado de sus abuelos antes de casarse con ella.
Kat se asomó de nuevo a la ventana. Siempre había tenido un sexto sentido para juzgar a las personas y saber qué huéspedes debía rechazar. La mayoría de ellos eran clientes habituales que acudían allí todos los años atraídos por la paz y la tranquilidad de las colinas y las montañas de Firewood Island. Pero aquel extraño era desconcertante.
«Vamos, decídete de una vez», pensó.
Si sus intenciones eran deshonestas, no se habría presentado allí montado en una ruidosa Harley-Davidson. En cualquier caso, no era una ingenua, y siempre tenía la puerta cerrada con llave por si acaso.
La mayoría de las cabañas estaban vacías, algo habitual en aquella época del año. Sólo una persona, Dane Rainhart, que había sido novio de su hermana veinte años antes, había llamado recientemente para hacer una reserva. Había dicho que pretendía quedarse tres meses para tomarse un descanso sabático, aunque no había aclarado nada más. Kat le esperaba al día siguiente.
Kat metió la bandeja de las galletas en el horno preguntándose si debía llamar la atención del extraño de alguna manera. Nerviosa, pensó en su hijo de once años, Blake, y dio gracias de que todavía quedara una hora para que regresara de la escuela.
«Ya me he cansado», se dijo Kat.
Fue al recibidor, se puso su impermeable rojo y tomó el paraguas.
«O entras o te vas», pensó.
Abrió la puerta, pero él no se inmutó. ¿Estaría muerto?
Como mínimo, debía estar muerto de frío.
El agua caía a chorros por las bajantes del tejado. La bandera americana que su marido, Shaun, había puesto poco antes de abrir el hostal yacía mojada en su mástil.
Kat bajó lentamente los seis peldaños de la escalera que conducía al camino protegiéndose con el paraguas.
—Hola —dijo acercándose al extraño—. ¿Se ha perdido?
Por primera vez desde que había llegado, el hombre se giró lentamente hacia ella. Kat se quedó estupefacta. El extraño tenía los ojos de un azul eléctrico, sus pestañas estaban húmedas… A primera vista, parecía de California, su piel estaba bronceada. Pero, después de observarle bien, Kat pensó que el último lugar en el que era capaz de imaginarse a aquel extraño era en una playa.
—Se ha equivocado, ¿verdad? —preguntó de nuevo Kat.
El extraño miró por encima de su hombro el cartel que ella misma había pintado con letras doradas y decorados con hojas de hiedra y que rezaba The Country Cabin.
—No —respondió él mirándola de nuevo—. Usted es Kat O’Brien, ¿no?
—La misma —respondió ella sonriendo y tratando de no fijarse en cómo el agua recorría el casco del extraño, derramándose por su rostro hasta llegar a la pequeña cicatriz de su mandíbula.
El hombre se quitó el casco descubriendo un cabello tan dorado como un campo de trigo.
—Me llamo Dane Rainhart —anunció con voz profunda y áspera—. He llegado un día antes.
Kat parpadeó sorprendida.
¿Dane Rainhart? Cuando había hablado con él ocho días antes, había pensado en él como el adolescente desgarbado de diecisiete años que había frecuentado la casa de su madre con su grupo de amigos en busca de su hermana Lee.
¿Cuándo se había convertido aquel adolescente en el hombre de rostro pétreo que tenía delante?
Dando un paso atrás, Kat intentó contener sus emociones. Había pasado mucho tiempo desde el pequeño asunto que había tenido con él.
«¿Pequeño?», le preguntó una voz interior. «Pasabas las noches dando vueltas en la cama pensando en él».
Había pasado aquellos últimos ocho días recordando el pasado. Dane Rainhart sólo había sido una estúpida fantasía adolescente, una ensoñación que había desaparecido cuando había entrado en la universidad para después casarse con el amor de su vida. Para ella, el que Dane Rainhart quisiera quedarse tres meses en una de sus cabañas sólo significaba buenas noticias por el dinero que ganaría.
—¿Por qué no dejas la moto en el parking y entras? —le preguntó.
Kat dio la vuelta a la casa y le señaló la parte trasera, donde estaba estacionado su Honda Civic rojo. Dane siguió sus indicaciones y aparcó la moto junto a su coche.
Mientras lo hacía, Kat se dio cuenta de que era mucho más alto de lo que recordaba. Allí estaba el chico que veinte años antes había mirado a su hermana con el mismo anhelo con que ella le había mirado a él. Llevaba una cazadora y pantalones de cuero. ¿Sería consciente de cómo aquella ropa marcaba sus músculos?
«No sigas por ahí», le dijo de nuevo aquella voz interior.
Intentó mirar para otro sitio, pero ya era tarde. Aquel hormigueo tan familiar se había instalado en su estómago. Dane Rainhart se había convertido en un hombre muy atractivo.
Ella era una mujer que llevaba sola cuatro años, una mujer que echaba de menos a su marido.
El hombre que acababa de llegar en aquella Harley había avivado su soledad.
Desde el parking, Dane observó a la mujer que le esperaba en la entrada. El naranja de su paraguas y el rojo de su impermeable conferían a aquella tarde lluviosa unos tonos alegres inesperados. Era de estatura mediana y tenía el aspecto de ser deportista. Podía pasar por una mujer mucho más joven aunque, si uno se fijaba bien, podía advertir que sus caderas eran más anchas que las de una adolescente.
—Venga —le dijo—. Tenemos que registrar su entrada.
—¿Hay algún problema porque haya llegado antes?
—No, no pasa nada —respondió ella—. Su cabaña ya está lista.
Dane asintió y la siguió al interior de la casa por la puerta trasera. A la derecha vio un jardín y dos cabañas protegidas por los árboles. Dane dedujo que la más grande de las dos sería la suya. Allí pasaría los siguientes tres meses. No veía el momento de poder ocultarse del mundo dentro de aquellas cuatro paredes.
Cuando entraron en la casa, la mujer agitó el paraguas para quitarle el agua que goteaba y lo cerró. Entonces vio que tenía el pelo largo y tupido como el de una yegua. Su tono oscuro hacía destacar la palidez de su rostro y le recordó los retratos que había visto en su niñez en casa de su abuela.
—No hace falta que se quite las botas —le dijo—. Basta con que se las limpie en el felpudo.
La mujer dejó el paraguas y le guió hasta la cocina grande. En cuanto entró, olió el penetrante aroma de galletas que estaban haciéndose en el horno. En una bandeja había unas que ya estaban hechas.
—¿Le gustan las galletas de avena? —le preguntó ella.
—No me disgustan —respondió él, que era incapaz de recordar la última vez que había comido algo casero.
—Coma las que quiera —dijo ella sonriendo—. A mi hijo le gustan mucho. Dice que son mejores que los bollos de chocolate. Viniendo de un crío que está a punto de entrar en la pubertad, es todo un triunfo.
—Gracias —dijo Dane tomando una galleta sin quitarse los guantes, oliéndola por unos segundos y metiéndola en un bolsillo interior de su cazadora.
«Tiene un hijo», pensó mientras ella desaparecía por una puerta que daba a un salón.
No había pensado en esa posibilidad cuando había hecho la reserva. Había imaginado que los propietarios serían una pareja de ancianos cuyos hijos ya se habrían independizado. No había esperado encontrarse con una mujer como aquélla, y mucho menos con críos preadolescentes corriendo todo el día.
Al observar más atentamente la cocina se dio cuenta de que no parecía haber nada que hiciera pensar en la presencia de un hombre en aquella casa. Sólo había un par de chaquetas pequeñas y algunos zapatos de mujer.
¿Estaría separada? ¿Divorciada? ¿Quizá sería viuda?
—¿Dane? —le preguntó ella asomando la cabeza por la puerta.
Ignorando que lo había llamado por su nombre, Dane la siguió hasta un pequeño despacho donde había un escritorio y una ventana que daba al exterior. En las paredes había fotografías de los alrededores, un mapa del pueblo más cercano, Burnt Bend, y otro de Firewood Island. Sobre el escritorio había una fotografía de un hombre ataviado con ropa de pescador sonriendo a la cámara y pasándole el brazo a un niño. ¿Serían su marido y su hijo?
—No me recuerdas, ¿verdad? —le preguntó ella.
—¿Debería? —preguntó él—. ¿Fuimos al colegio juntos? —añadió, ya que él había crecido en aquella zona.
—Soy la hermana de Lee Tait. Solías venir a casa de mi madre cuando estabas en el instituto.
Dane la miró mientras rebuscaba en el pasado.
Y, entonces, lo recordó. ¿Podía ser aquella mujer de ojos oscuros la pequeña hermana de Lee Tait?
—¿Eres Kaitlin?
—Kat —le corrigió ella—. A los dieciséis años, no tenía más remedio que soportar aquel diminutivo. Pero ahora…
Dane no dijo nada, sólo la miró, y ella sonrió y le extendió una pluma estilográfica.
—Tienes que poner el número de tu carné de conducir en el impreso —continuó ella—. En cuanto terminemos con estas formalidades te enseñaré tu cabaña.
Dane se inclinó para escribir la información que le había pedido intentando no mirarla.
—Tu llave —dijo ella cuando hubo terminado—. Si quieres comer con nosotros, el desayuno es a la ocho, excepto los domingos, que es a las nueve. El almuerzo y la cena corren de tu cuenta, aunque solemos merendar algo sobre las cuatro. Puedes usar el salón de invitados. En el resto de la casa los huéspedes no pueden entrar.
—¿La cabaña tiene cocina? —preguntó Dane.
—Sí, por supuesto —respondió ella.
Dane se imaginó la cocina llena de huéspedes riendo y charlando animadamente. Era una suerte que estuvieran en pleno invierno, así tenía una excusa para quedarse en la cabaña y no ver a nadie.
—Te llevaré hasta la cabaña —dijo Kat dirigiéndose de nuevo a la puerta de atrás, donde tomó el paraguas.
En cuanto salieron al exterior, el gélido viento borró el dulce olor de las galletas recién horneadas. Dane lo agradeció. No quería tener en su cabeza nada que le recordara a ella.
Avanzaron por un pequeño sendero y pasaron cerca de otra bandera, algo más pequeña que la que daba la bienvenida a los huéspedes en la fachada principal.
Kat O’Brien era una patriota.
No veía el momento de quedarse solo en la cabaña.
Dane oyó en el interior de su cabeza el ruido de una explosión, miles de cristales quebrándose en mil pedazos, los cuerpos de sus compañeros yaciendo desmembrados en el suelo, los gritos de Zaakir, las llamas consumiendo…
Llegaron a la cabaña, y se agarró al poste del porche para resistir aquella familiar punzada de desesperación retorciéndose en su garganta.
«No, todavía no», se dijo. «No mientras ella esté delante».
—¿Dane? —preguntó ella dándose la vuelta y bajando las escaleras de la cabaña—. ¿Estás bien?
—Me he resbalado —mintió.
—Sí, me encargaré de arreglarlo —dijo ella.
—No hace falta —replicó él avergonzado—. Sólo estoy un poco cansado —añadió viendo cómo lo miraba con el ceño fruncido y la lluvia golpeando con furia su paraguas—. No pasa nada. Y disculpa por haber llegado un día antes —dijo introduciendo la llave en la cerradura.
La culpabilidad constreñía su pecho, pero el pasado que había compartido con ella y su hermana, antes de abandonar Firewood Island para alistarse en el ejército, le llevó a despedirse de ella educadamente.
—Hasta luego, Kaitlin.
—No voy a ninguna parte.
La miró por unos instantes. Tenía derecho a saber que era un lobo solitario, que la vida le había cambiado, que Irak le había cambiado, que había visto cosas en la guerra que ella nunca podría comprender. Pero debía demostrarle que no estaba loco del todo para aliviar el nerviosismo que podía percibir en sus ojos.
«No tengas miedo de mí», quería decirle. «Yo no soy de esa clase de hombres».
—Bueno… Si necesitas algo…
—Sí, ya sé dónde encontrarte —dijo él.
—Disfruta todo lo que puedas —le deseó sonriendo.
Dane la observó mientras regresaba de nuevo a la casa preguntándose qué pensaría ella de él si le dijera que el verbo disfrutar ya no formaba parte de su vocabulario.
DOS días después, el cartel de No molestar seguía colgado de la puerta de la cabaña de Dane Rainhart.
Kat estaba fregando los platos del desayuno mientras veía el letrero luminoso amarillo y blanco que informaba de la presencia de su negocio. Había llevado a Blake hasta la parada del autobús como todas las mañanas, y, como siempre, se había retirado hasta la valla que rodeaba la casa en el momento en que habían oído el autobús acercándose.
Al cumplir los diez años, Blake le había pedido que le dejara solo cuando llegara el autobús para que sus amigos no le vieran con ella, pero no había querido renunciar a que le acompañara hasta la parada. De modo que habían convenido en que ella regresaría a la casa antes de que llegara. Lo que hacía normalmente era quedarse agazapada junto a la valla para comprobar que subía sin problemas.
Aquella mañana, como tantas otras veces, se había echado a llorar. Muy pronto, aquella rutina también desaparecería.
Nada permanecía para siempre. Los niños se hacían mayores. Los maridos morían antes de tiempo. Los amigos de la adolescencia se convertían en hombres fríos y solitarios.
Mientras terminaba de fregar los platos, decidió que aquella mañana iría a su cabaña. Tanto si le gustaba como si no, debía entrar a limpiar y cambiar las sábanas. Había respetado su intimidad durante dos días, pero no estaba dispuesta a cambiar su forma de trabajar, y ella nunca dejaba de entrar cada día en las cabañas de sus huéspedes para asearlas.
Mientras limpiaba su casa, se preparó mentalmente.
«Dane ya no es la misma persona de hace veinte años. Y yo tampoco».
A las diez de la mañana, tomó sábanas y toallas limpias, las puso en una cesta, se calzó las botas y salió al jardín respirando profundamente.
Olía a tierra mojada y a hojas caídas. El cielo estaba cubierto de nubes, aunque un tímido sol asomaba entre ellas.
No había ninguna de señal vida en la cabaña. La moto de Dane permanecía en el mismo sitio donde la había dejado al llegar.
¿Qué habría estado haciendo allí dentro durante dos días?
«Eso no es asunto tuyo», se dijo.
Llamó a la puerta y esperó. Pasaron quince segundos, y nadie abrió.
Volvió a llamar, con el mismo resultado.
Estaba a punto de llamar por tercera vez cuando la puerta se abrió y apareció Dane. El interior estaba en penumbra.
—Buenos días —dijo Kat forzando una sonrisa.
La presencia de él la perturbó. Estaba todo vestido de negro, y la miraba de una forma…
Sin decir nada, miró la cesta para llamar su atención.
—Gracias, pero sé arreglármelas solo —dijo él.
—El precio incluye servicio de limpieza —replicó ella—. No tardaré más de diez minutos, y prometo no molestarte.
Pero Dane seguía allí de pie, impidiéndole entrar.
—Vale, vamos a hacer otra cosa. Te dejaré la cesta y, cuando hayas hecho la limpieza, me dejas la ropa sucia en la puerta. Yo vendré por ella más tarde, ¿de acuerdo? Ah, por cierto… —añadió señalando un plato que había puesto sobre la cesta—. Te he traído galletas recién hechas.
Los ojos de Dane brillaron de una forma extraña.
Kat se estremeció.
«Ya está bien», se dijo. «Ya no eres una quinceañera, y él tampoco».
—Gracias —dijo él tomando la cesta, y Kate se fijó que llevaba guantes en las manos.
¿Para qué se pondría alguien guantes dentro de una casa?
—¿Funciona bien la calefacción? —le preguntó—. Si hay algún problema, puedo…
—No, la calefacción funciona perfectamente —respondió él—. Gracias por las sábanas y por las galletas.
Dane tomó el pomo para cerrar la puerta.
—Si me necesitas para algo…
—No —dijo él—. Ya ha hecho suficiente, señora O’Brien —añadió, y cerró la puerta.
Kat se quedó allí sin moverse. Todo estaba en silencio. No se oía un solo ruido en el interior.
Se había convertido en un hombre muy raro. Llevaba guantes dentro de casa. Guantes negros.
Un pensamiento oscuro pasó por su mente. ¿Y si consumía drogas? ¿Sería un delincuente? ¿Se estaría escondiendo de alguien? ¿Por qué no había ido a casa de sus padres, al otro lado de la isla? ¿O al apartamento de su hermana en el pueblo?
Se le ocurrían muchas posibles explicaciones al extraño comportamiento de Dane, pero ninguna de ellas parecía encajar. Su rostro emanaba una profunda tristeza.
Entró en la casa e intentó seguir con sus labores diarias, pero no podía dejar de pensar en él.
¿Por qué sería tan infeliz? ¿Por qué se preocupaba por él?
Kat miró la cabaña por la ventana. Parecía abandonada, aislada, solitaria. Igual que había estado ella desde la muerte de su marido.
El martes siguiente, el cartel en la puerta de la cabaña de Dane había desaparecido. ¿Se habría ausentado, o era una invitación?
En la semana que había pasado allí, había ido en dos ocasiones más a su cabaña para llevarle sábanas limpias y tomar las sucias con la esperanza de poder averiguar algo más de él, aunque no lo había conseguido.
Animada por la ausencia del cartel, Kat se puso un abrigo azul y salió al exterior. Habían empezado a salir algunas flores, como siempre ocurría cuando el invierno empezaba a declinar. Se inclinó y cortó dos de ellas para después meterlas en un bolsillo del abrigo. El cielo estaba libre de nubes y las temperaturas habían subido.
Llamó dos veces a la puerta, pero nadie abrió.
¿Qué demonios estaba haciendo llevándole flores a un hombre? ¿Y si era alérgico? ¿Y si odiaba las flores?
Antes de que pudiera cambiar de opinión, vio que la puerta no estaba cerrada y la empujó un poco.
—¿Hola? —preguntó en voz baja—. Soy yo, Kat. Te he traído algo…
Pero nadie respondió.
—¿Dane?
Empujó la puerta. El interior de la cabaña estaba vacío. Dio un paso adelante y se detuvo para observar.
Su invitado parecía un hombre muy ordenado. No había una sola prenda de ropa a la vista, ni platos sobre la mesa, ni una mota de polvo en el suelo. En una esquina, una hilera de zapatos estaba ordenada como si se tratara de un desfile militar.