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Luigi Pirandello, uno de los más grandes escritores del siglo XX, dejó un legado literario de profunda complejidad e introspección, abordando con maestría las sutilezas de la condición humana. Su obra transita entre lo real y lo imaginario, revelando personajes cuyas identidades, frecuentemente fragmentadas, reflejan las incertidumbres y contradicciones del ser. En esta recopilación, hemos seleccionado algunos de sus cuentos más emblemáticos, que ilustran su estilo único, marcado por el humor sutil, la ironía y la exploración de los límites entre la verdad y la ilusión. Pirandello nos invita a reflexionar sobre las convenciones sociales y los dilemas individuales, mientras nos presenta figuras que, en su aparente simplicidad, revelan profundidades sorprendentes.
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Seitenzahl: 239
Luigi Pirandello
LOS MEJORES CUENTOS DE PIRANDELLO
PRESENTACIÓN
LOS MEJORES CUENTOS DE PIRANDELLO
El otro hijo
Piénsatelo, Giacomino
Berecche y la guerra
Cuando se ha entendido el juego
El tren ha silbado
La señora Frola y el señor Ponza, su yerno
La tinaja
La tragedia de un personaje
Limones de Sicilia
Una voz
Luigi Pirandello
1867-1936
Luigi Pirandello fue un dramaturgo, novelista y escritor italiano, ampliamente reconocido como una de las figuras más influyentes en la literatura y el teatro del siglo XX. Nacido en Agrigento, Sicilia, Pirandello es conocido por su exploración de temas como la identidad, la locura, y la percepción de la realidad. Ganador del Premio Nobel de Literatura en 1934, su obra revolucionó el teatro moderno, particularmente con su enfoque en la relación entre la verdad subjetiva y la realidad objetiva.
Infancia y Educación
Pirandello nació en una familia de clase alta en Sicilia. Desde joven, mostró interés por la literatura, lo que lo llevó a estudiar Filología en la Universidad de Roma y luego en Bonn, donde completó su doctorado en 1891. A lo largo de su vida, Pirandello fue testigo de varias crisis personales y políticas, incluidas las dificultades económicas de su familia y los problemas de salud mental de su esposa, factores que influyeron profundamente en su obra literaria.
Carrera y Contribuciones
La obra de Pirandello a menudo examina la fragilidad de la identidad y la naturaleza cambiante de la verdad. Entre sus novelas más destacadas se encuentra El difunto Matías Pascal (1904), donde el protagonista, tras ser dado por muerto, decide empezar una nueva vida bajo una identidad diferente, solo para descubrir que la libertad total puede ser igualmente opresiva.
Sin embargo, fue en el teatro donde Pirandello dejó su huella más duradera. Su obra más famosa, Seis personajes en busca de un autor (1921), rompió con las convenciones teatrales tradicionales al presentar personajes ficticios que interrumpen una representación teatral, buscando a un autor que pueda terminar sus historias. Este enfoque innovador sobre la autorreferencialidad y la creación artística introdujo el "teatro dentro del teatro," un concepto que revolucionó el drama contemporáneo.
Impacto y Legado
Pirandello fue pionero en introducir temas existenciales en el teatro, desafiando las concepciones tradicionales sobre la identidad y la realidad. Su estilo a menudo es descrito como “pirandelliano,” caracterizado por situaciones en las que los personajes confrontan verdades contradictorias o revelan aspectos ocultos de sí mismos. Este enfoque influyó en dramaturgos posteriores como Samuel Beckett y Jean Genet.
Además de su éxito en el teatro, las novelas y cuentos de Pirandello también fueron muy apreciados por su aguda observación psicológica y su capacidad para reflejar la angustia interna de sus personajes. Sus obras a menudo examinan cómo las personas intentan mantener un equilibrio entre sus máscaras sociales y su verdadero yo, un tema central en su famosa novela Uno, ninguno y cien mil (1926), donde el protagonista se enfrenta a la fragmentación de su identidad.
Muerte y Legado
Luigi Pirandello falleció en 1936 a los 69 años, dejando un legado inmenso tanto en la literatura como en el teatro. Su obra, que explora los límites de la percepción humana y la identidad, sigue siendo estudiada y representada en todo el mundo. Hoy en día, Pirandello es considerado uno de los grandes maestros de la literatura moderna, y sus contribuciones han dejado una marca indeleble en el teatro y la narrativa del siglo XX.
El impacto de Pirandello se extiende más allá de las fronteras de Italia. Su exploración de los conflictos internos del ser humano y las complejidades de la verdad subjetiva continúa resonando en el teatro contemporáneo, consolidando su lugar como uno de los dramaturgos y escritores más innovadores de su época.
Sobre la obra
Luigi Pirandello, uno de los más grandes escritores del siglo XX, dejó un legado literario de profunda complejidad e introspección, abordando con maestría las sutilezas de la condición humana. Su obra transita entre lo real y lo imaginario, revelando personajes cuyas identidades, frecuentemente fragmentadas, reflejan las incertidumbres y contradicciones del ser.
En esta recopilación, hemos seleccionado algunos de sus cuentos más emblemáticos, que ilustran su estilo único, marcado por el humor sutil, la ironía y la exploración de los límites entre la verdad y la ilusión. Pirandello nos invita a reflexionar sobre las convenciones sociales y los dilemas individuales, mientras nos presenta figuras que, en su aparente simplicidad, revelan profundidades sorprendentes.
— ¿Ninfarosa está en casa?
— Sí. Llame a la puerta.
La vieja Maragrazia llamó, y luego se sentó, muy despacio, sobre el sucio escalón de entrada.
Aquel escalón, como muchos otros de las casas de Farnia, era su silla natural. Allí sentada, dormía o lloraba, en silencio. Alguien, al pasar, le lanzaba al regazo una moneda o un pedazo de pan; ella apenas se despertaba del sueño o del llanto; besaba la moneda o el pan; se persignaba y volvía a llorar o a dormir.
Parecía una masa de andrajos grasientos y pesados, siempre los mismos, en verano y en invierno, rotos, hechos pingajos, descoloridos y preñados de sudor fétido y de toda la suciedad de las calles. El rostro amarillento de Maragrazia era una red densa de arrugas, donde los párpados sangraban, abiertos, quemados por el llanto continuo; pero, entre aquellas arrugas y aquella sangre y aquellas lágrimas, los ojos claros parecían como lejanos, pertenecientes a una infancia sin memoria. A menudo, una mosca voraz se pegaba a aquellos ojos, pero Maragrazia estaba tan hundida y absorta en su pena, que ni la advertía; no la echaba. Los pocos pelos, áridos y repartidos por la cabeza, le terminaban en dos pequeños nudos, colgantes sobre los oídos, cuyos lóbulos estaban estirados por el peso de los pendientes de juventud. Desde la barbilla hasta la garganta la floja papada estaba recorrida por un surco negro, que se hundía en el pecho hueco.
Las vecinas, sentadas a la puerta, ya no le hacían caso. Permanecían casi todo el día allí, remendando ropa, seleccionando legumbres, cosiendo, en suma: todas estaban ocupadas con algún trabajo; conversaban delante de sus casas bajas, que recibían luz de la puerta; casas y establos al mismo tiempo, con el suelo empedrado como el de la calle; el comedero, donde algún asno o alguna mula daban coces, atormentados por las moscas; el techo alto, monumental; y luego un largo arcón negro, de abeto o de haya, que parecía un ataúd; y dos o tres sillas de esparto; la artesa y, alrededor, aperos de labranza. En las paredes sucias y fuliginosas, como único adorno, había unas estampas muy pobres, que querían ser representaciones de los santos del pueblo. Por la calle, apestada por el humo y el hedor de los establos, corrían niños quemados por el sol, algunos desnudos, otros vestidos solo con una camisa, desgastada y sucia; las gallinas daban vueltas y los cerditos gredosos gruñían, olisqueando con el hocico entre la basura.
Aquel día se hablaba del nuevo grupo de emigrantes que a la mañana siguiente saldría para América.
— Saro Scoma parte — decía una —. Deja a su mujer con tres hijos.
— Vito Scordía — añadía otra —, deja cinco hijos y a la mujer embarazada.
— ¿Es cierto que Càrmine Ronca — preguntaba una tercera — se lleva a su hijo de doce años, que iba a trabajar en la azufrera? Oh, Santa María, al menos podría dejar el niño a su mujer. ¿Ahora cómo hará aquella pobre cristiana para encontrar ayuda?
— ¡Qué llanto, qué llanto — gritaba lamentosamente una cuarta mujer, más distante —, toda la noche en casa de Nunzia Ligreci! ¡Su hijo Nico, que acaba de volver del servicio militar, también quiere partir!
Escuchando estas conversaciones, la vieja Maragrazia se tapaba la boca con el chal para no estallar en sollozos. Pero la vehemencia del dolor emanaba de sus ojos sanguíneos, en lágrimas sin fin.
Hacía catorce años que sus dos hijos se habían ido a América; le habían prometido volver en cuatro o cinco años, pero habían hecho fortuna — especialmente uno, el mayor — y se habían olvidado de la vieja madre. Cada vez que un nuevo grupo de emigrantes se iba de Farnia, ella acudía a casa de Ninfarosa para que le escribiera una carta, que alguno de los parientes tenía que entregar — por caridad — a uno de sus hijos. Luego, por un largo trecho de la calle polvorienta, seguía al grupo que, cargado de sacos y fardos, se dirigía a la estación ferroviaria de la ciudad vecina, entre las madres, las esposas, las hermanas que lloraban y gritaban, desesperadas; y, caminando, miraba fijamente los ojos de este o de aquel joven emigrante, que simulaba una alegría evidente para ahogar la emoción y confundir a los parientes que lo acompañaban.
— Vieja loca — le gritaba alguien —. ¿Por qué me mira así? ¿Quiere sacarme los ojos?
— ¡No, guapo, te los envidio! — le contestaba la vieja —. Porque tú verás a mis hijos. Diles cómo me has dejado; que no me encontrarán, si tardan.
Mientras tanto, las comadres del vecindario seguían nombrando a los hombres que se irían al día siguiente. De pronto, un viejo de barba y pelo lanosos, que hasta el momento se había quedado escuchando en silencio, tumbado boca arriba y fumando la pipa al fondo de la calle, levantó la cabeza apoyada en una albarda de asno y, poniéndose las rocosas manos sobre el pecho, dijo:
— Si yo fuera rey — y escupió —, si yo fuera rey, no haría llegar ni una carta a Farnia desde allí.
— ¡Viva Jaco Spina! — exclamó entonces una de las vecinas —. ¿Y cómo harían las pobres madres y las esposas, sin noticias y sin ayuda?
— ¡Sí! ¡Envían muchas! — masculló el viejo, y escupió de nuevo —. Las madres harán de sirvientas y las esposas caducarán. ¿Por qué en sus cartas no hablan de los problemas que encuentran allí? Dicen solamente lo bueno, y cada carta es para nuestros jóvenes ignorantes como una clueca: — pío pío pío — ¡los llama y se los lleva a todos! ¿Dónde están los brazos para trabajar nuestras tierras? En Farnia solo quedamos nosotros: viejos, mujeres y niños. Tengo una tierra y la veo sufrir. ¿Qué puedo hacer con un solo par de brazos? ¡Y siguen yéndose! Lluvia en el rostro y viento en la espalda, digo yo. ¡Que se rompan el cuello, esos malditos!
En este punto Ninfarosa abrió la puerta, y pareció que en aquella callecita surgiera el sol.
Morena y con los colores subidos, con los ojos negros y brillantes, los labios encendidos, el cuerpo sólido y esbelto, exhalaba una fiereza alegre. Llevaba en el pecho generoso un gran pañuelo de algodón rojo, con lunas amarillas, y grandes aros de oro en las orejas. El pelo corvino, brillante y ondulado, peinado hacia atrás sin raya, se le anudaba voluminosamente en la nuca, alrededor de un alfiler de plata. En la barbilla redonda, un hoyuelo agudo le confería una gracia maliciosa y provocadora.
Viuda de su primer marido, después de apenas dos años de matrimonio, había sido abandonada también por el segundo, que se había ido a América cinco años antes. Por la noche — nadie tenía que saberlo —, por la puerta trasera de la casa, donde se encontraba el huerto, alguien (un pez gordo del pueblo) iba a visitarla. Por eso las vecinas, honestas y rectas, no la veían con buenos ojos, aunque la envidiaran en secreto. No la soportaban, además, porque en el pueblo se decía que, para vengarse del abandono del segundo marido, había escrito muchas cartas a los emigrantes a América, calumniando y difamando a algunas pobres mujeres.
— ¿Quién predica así? — dijo, bajando a la calle —. ¡Ah, Jaco Spina! ¡Es mejor, tío Jaco, que en Farnia solo quedemos nosotros! Nosotras, las mujeres, trabajaremos la tierra.
— Vosotras, las mujeres — masculló de nuevo el viejo, con voz acatarrada —, sois buenas para una cosa sola.
Y escupió.
— ¿Para qué, tío Jaco? Dígalo bien alto.
— Para llorar y para otra cosa.
— ¡Entonces para dos, alegremente! Pero yo no lloro, ¿lo ve?
— Eh, lo sé, hija. ¡Tampoco lloraste cuando tu primer marido murió!
— ¿Si yo hubiera muerto antes — contestó, lista, Ninfarosa —, él no se habría casado de nuevo? ¡Entonces! ¿Ve quién llora aquí por todos nosotros? Maragrazia.
— Eso depende de cómo se mire — sentenció Jaco Spina, tumbándose de nuevo boca arriba —, porque la vieja tiene tanta agua dentro que puede tirarla, y la tira también por los ojos.
Las vecinas se rieron. Maragrazia se reanimó y exclamó:
— He perdido a dos hijos, preciosos como el sol, ¿y quiere que no llore?
— ¡Guapos, de verdad! Y para llorarlos — dijo Ninfarosa —. Nadan en la abundancia y a usted la dejan morir aquí, hecha una mendiga.
— Ellos son los hijos y yo soy la madre — replicó la vieja —. ¿Cómo pueden comprender mi pena?
— ¡Ah! Yo no entiendo tantas lágrimas y tanta pena — continuó Ninfarosa —, cuando usted misma, por lo que dicen, hizo que se escaparan como desesperados.
— ¿Yo? — exclamó Maragrazia, golpeándose el pecho con un puño y levantándose, pasmada —. ¿Yo? ¿Quién te lo ha dicho?
— Quien sea, lo ha dicho.
— ¡Es una infamia! ¿Yo? ¿A mis hijos? Yo, que…
— ¡Déjela! — la interrumpió una de las vecinas —. ¿No ve que bromea?
Ninfarosa prolongó su risa, meneando las caderas con desenfado; luego, para compensar a la vieja por la broma cruel, le preguntó con voz cariñosa:
— ¿Qué quiere, abuelita?
Maragrazia se puso la mano temblorosa en el pecho y sacó un papelito arrugado y un sobre; los mostró ambos a Ninfarosa y, con aire suplicante, le dijo:
— Si no te importa hacerme la caridad de siempre…
— ¿Otra vez una carta?
— Si no te importa…
Ninfarosa resopló; pero luego, sabiendo que no se la sacaría de encima, la invitó a entrar.
Su casa no era como las del vecindario. La amplia habitación, un poco oscura cuando la puerta estaba cerrada (porque recibía luz solo de la ventana de hierro que se abría en la misma puerta), estaba enjalbegada, enladrillada, limpia y ordenada, con una cama de hierro, un armario, una cómoda con la repisa de mármol, una mesa contrachapada de nogal: muebles modestos, pero se entendía que Ninfarosa no hubiera podido pagarse sola el lujo de comprarlos, con sus inciertas ganancias de modista rural.
Cogió la pluma y el tintero, puso el papelito arrugado sobre la repisa de la cómoda y se dispuso a escribir, allí, de pie.
— ¡Dígame, rápido!
— Queridos hijos — empezó a dictar la vieja.
— Ya no tengo ojos para llorar… — continuó Ninfarosa, con un suspiro de cansancio.
Y la vieja:
— Porque mis ojos están quemados por el deseo de veros, al menos por última vez…
— ¡Siga, siga! — la incitó Ninfarosa —. Esto se lo habré escrito, como poco, unas treinta veces.
— Pues escribe. Es la verdad, mi corazón, ¿no lo ves? Por tanto, escribe: Queridos hijos…
— ¿Desde el principio?
— No. Ahora otra cosa. He pensando en ello toda la noche. Escucha: Queridos hijos, vuestra pobre y vieja madre os promete y os jura… así, os promete y os jura, ante Dios, que si volvéis a Farnia, os cederá en vida su casa.
Ninfarosa estalló en una carcajada:
— ¿La casa también? ¿Qué quiere que hagan, si ya son ricos, con aquellos cuatro muros de adobe y caña que se caen si se sopla encima de ellos?
— Tú escribe — repitió la vieja, obstinada —. Valen más cuatro piedras en la patria, que un reino entero afuera. Escribe, escribe.
— Lo he escrito. ¿Qué más quiere añadir?
— Esto: que vuestra pobre madre, queridos hijos, ahora que el invierno llama a las puertas, tiembla por el frío; quisiera comprarse un vestido y no puede; si quisiérais hacerle la caridad de enviarle al menos cinco liras, para…
— ¡Basta, basta, basta! — dijo Ninfarosa, doblando el papelito y poniéndolo en el sobre —. Ya lo he escrito. Es suficiente.
— ¿También lo de las cinco liras? — preguntó la vieja, invadida por una furia inesperada.
— Todo, también lo de las cinco liras. Sí, señora.
— ¿Lo has escrito bien… todo?
— ¡Le digo que sí!
— Paciencia… ten un poco de paciencia con esta pobre vieja, hija mía — dijo Maragrazia —. ¿Qué quieres hacer? Estoy medio tonta. Dios te pague la caridad, y también la bella madre Santísima.
Cogió la carta y se la puso en el pecho. Había pensado en dársela al hijo de Nunzia Ligreci, que iba a Rosario de Santa Fe, donde estaban sus hijos; y se puso en camino para llevársela.
Al llegar la noche las mujeres habían entrado en sus casas y casi todas las puertas se habían cerrado. Por las calles angostas no pasaba ni un alma. El farolero andaba por el pueblo con la escalera al hombro, para encender las ralas farolas a petróleo, que volvían aún más tristes, con su escasa luz llorosa, la vista incierta y el silencio de aquellas calles abandonadas.
La vieja Maragrazia caminaba encorvada, apretándose con una mano — sobre el pecho — la carta para sus hijos, como para comunicarle a aquel pedazo de papel su calor maternal. Con la otra se rascaba la espalda o la cabeza. A cada nueva carta, se despertaba de nuevo poderosa la esperanza de que, con aquella, conseguiría al fin conmover a sus hijos y llamarlos de vuelta. Claro, leyendo sus palabras, impregnadas de todas las lágrimas vertidas por ellos durante catorce años, sus hijos lindos, sus hijos dulces no sabrían resistir.
Pero esta vez, en verdad, no estaba muy satisfecha de la carta que llevaba en el pecho. Le parecía que Ninfarosa la había escrito con demasiada prisa, y no estaba segura de que hubiera añadido justamente la última parte, la de las cinco liras para el vestidito. ¡Cinco liras! ¿Qué daño podían causarle a sus hijos, ya ricos, cinco liras para vestir la carne de su vieja madre muerta de frío?
A través de las puertas cerradas de las casas se oían, mientras tanto, los gritos de madres que lloraban por la inminente partida de sus hijos.
— ¡Oh, hijos! ¡Hijos! — gemía entonces Maragrazia, para sus adentros, apretándose más fuerte la carta contra el pecho —. ¿Con qué corazón podéis partir? Prometéis volver, y luego no volvéis jamás… ¡Ah, pobres viejas, no tenéis que creer en sus promesas! Vuestros hijos, como los míos, no volverán nunca… no volverán…
De pronto se detuvo bajo una farola, tras oír un ruido de pasos por la calle. ¿Quién era?
Ah, era el nuevo médico partidario, aquel joven que había llegado hacía poco, pero que pronto — por lo que decían — se iría, no porque hubiera dado una prueba negativa de sus capacidades, sino porque los señores del pueblo no lo tenían en buena consideración. En cambio, todos los pobres lo habían querido enseguida. Parecía un chico joven por su apariencia; sin embargo, era viejo de juicio y docto: cuando hablaba dejaba a todos con la boca abierta. Decían que también quería irse a América. Pero ya no tenía madre: ¡estaba solo!
— Señor doctor — le rogó Maragrazia —, ¿quisiera hacerme una caridad?
El joven doctor se detuvo bajo la farola, trastornado. Pensaba, andando, y no se había percatado de la presencia de la vieja.
— ¿Quién es? Ah, usted…
Recordó que varias veces había visto aquella masa de andrajos delante de las puertas de las casas.
— ¿Quisiera hacerme la caridad — repitió Maragrazia — de leerme esta carta que tengo que enviar a mis hijos?
— Si consigo ver… — dijo el doctor, que era miope, arreglándose las gafas en la nariz.
Maragrazia sacó la carta del pecho, se la dio y se quedó a la espera de que él empezara a leer las palabras dictadas a Ninfarosa: Queridos hijos… ¿Qué? El médico, o no veía o no conseguía descifrar la letra, se acercaba el papelito a los ojos, lo alejaba para verlo mejor a la luz de la farola, lo inclinaba hacia un lado, hacia el otro… Finalmente dijo:
— ¿Qué es?
— ¿No se lee? — preguntó tímidamente Maragrazia.
El doctor se puso a reír.
— Pero aquí no hay nada escrito — dijo —. Cuatro borrones, hechos con la pluma, en zigzag. Mire.
— ¿Cómo? — exclamó la vieja, asombrada.
— Sí, mire. Nada. No hay nada escrito.
— ¿Será posible? — dijo la vieja —. ¿Cómo? ¡Si se la he dictado yo a Ninfarosa, palabra por palabra! Y la he visto que escribía…
— Habrá fingido — dijo el doctor, encogiéndose de hombros.
Maragrazia se quedó de piedra; luego se golpeó el pecho con el puño:
— ¡Ah, qué desgraciada! — prorrumpió —. ¿Y por qué me ha engañado así? ¡Ah, por eso, entonces, mis hijos no contestan! ¡Nada! Nunca ha escrito nada de lo que le dictaba para mis hijos… ¡Por eso! ¿Entonces mis hijos no saben nada de mi estado? ¿Que estoy muriendo por ellos? Y yo los culpaba, doctor, mientras era ella, esa desgraciada, que siempre se ha burlado de mí… ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! ¿Y cómo se puede traicionar así a una pobre madre, a una pobre vieja como yo? ¡Oh, oh, qué cosa! Oh…
El joven doctor, conmovido e indignado, primero intentó calmarla un poco. Hizo que le dijera quién era aquella Ninfarosa, dónde vivía, para echarle una bronca al día siguiente, como merecía. Pero la vieja todavía se preocupaba por justificar a sus lejanos hijos por el largo silencio, atormentada por el remordimiento de haberlos culpado durante tantos años del abandono, segurísima ahora de que hubieran vuelto volando si una sola de aquellas muchas cartas, que había creído enviarles, hubiera sido escrita de verdad y les hubiera llegado.
Para truncar aquella escena, el doctor tuvo que prometer que a la mañana siguiente escribiría él una larga carta para los hijos de Maragrazia:
— ¡Vamos, vamos, no se desespere así! Mañana vendrá a verme. ¡Ahora, a dormir! Váyase a dormir.
¿Qué dormir? Un par de horas después, el doctor, volviendo a pasar por aquella calle, la encontró todavía allí, llorando, inconsolable, acurrucada debajo de la farola. La riñó, hizo que se levantara, le dijo que se fuera a su casa enseguida, porque ya era de noche.
— ¿Dónde vive?
— Ah, señor doctor… Tengo una casa, aquí abajo, a la salida del pueblo. Le había dicho a aquella infame que le escribiera a mis hijos que se la cedería en vida, si querían volver. Se ha reído, ¡la muy desvergonzada!, porque son cuatro muros de adobe y caña. Pero yo…
— Está bien, está bien — la interrumpió de nuevo el doctor —. ¡Váyase a dormir! Mañana escribiremos también sobre el tema de la casa. Vamos, la acompaño.
— ¡Que Dios lo bendiga, señor doctor! ¿Qué dice? ¿Acompañarme, señor? Vaya usted delante, vaya; yo soy vieja y camino despacio.
El doctor le dio las buenas noches y se encaminó hacia su casa. Maragrazia lo siguió, a distancia; luego, cuando llegó al portón donde lo vio entrar, se detuvo, se subió el chal sobre la cabeza, se envolvió bien y se sentó en el escalón delante de la puerta, para pasar allí toda la noche, a la espera.
Al amanecer dormía, cuando el doctor (que era madrugador) salió para las primeras visitas. El portón tenía un solo batiente, de modo que al abrirlo casi se tropieza con la vieja durmiente, que estaba apoyada en él.
— ¡Es usted! ¿Se ha hecho daño?
— Señor… perdóneme — balbuceó Maragrazia, ayudándose con ambas manos, envueltas en el chal, para levantarse.
— ¿Ha pasado la noche aquí?
— Sí, señor… No es nada, estoy acostumbrada — se excusó la vieja —. ¿Qué quiere, señorito mío? No sé quedarme tranquila… ¡No sé quedarme tranquila por la traición de aquella depravada! ¡Quisiera matarla, señor doctor! Podría decirme que le molestaba escribir, se lo hubiera pedido a otra persona; se lo hubiera pedido a usted, que es tan bueno…
— Sí, espere un poco aquí — dijo el doctor —. Ahora iré a ver a esa buena mujer. Luego escribiremos la carta. Espere.
Y fue con prisa a la dirección que la vieja le había indicado la noche anterior. Por casualidad, ocurrió que le preguntó precisamente a Ninfarosa, que se encontraba en la calle, la dirección de la mujer con quien quería hablar.
— Aquí estoy, señor doctor, soy yo — le contestó Ninfarosa riendo y sonrojándose y lo invitó a entrar.
Varias veces había visto por la calle a aquel joven médico de aspecto casi infantil, y como siempre estaba sana, no hubiera sabido fingir que se encontraba mal para llamarlo. Ahora se mostró contenta, aunque sorprendida, de que él hubiera venido a hablar con ella por iniciativa propia. Apenas supo de qué se trataba y lo vio turbado y severo, se inclinó, atrevida, hacia él, con el rostro dolido por el desagrado que él sentía, sin razón, ¡vamos!, y apenas pudo, intentando no cometer la grosería de interrumpirlo, dijo:
— Perdone, señor doctor — entornando sus hermosos ojos negros —. ¿Usted se aflige en serio por aquella vieja loca? Aquí en el pueblo la conocen todos y ya nadie le hace caso. Pregunte a quien quiera, y todos le dirán que está loca, totalmente loca, desde hace catorce años, ¿sabe? Desde que sus hijos se fueron a América. No quiere admitir que se han olvidado de ella (es la verdad) y se obstina en escribir, escribir… Para contentarla, ¿entiende?, yo finjo que le escribo la carta; luego los emigrantes fingen cogerla para entregarla. Y ella, pobrecita, se ilusiona. Pero si todos hiciésemos como ella, en este momento, mi señor doctor, el mundo se acabaría. Mire, yo también que le hablo he sido abandonada por mi marido… ¡Sí, señor! ¿Y sabe aquel caballero a qué se ha atrevido? ¡A enviarme un retrato suyo y de su nueva mujer! Puedo enseñárselo… Están ambos con las cabezas inclinadas, una apoyada en la otra, y las manos entrelazas así, ¿me permite? Deme la mano… ¡así! Y ríen, ríen dirigiéndose a quien los mira: a mí, quiero decir. ¡Ah, señor doctor, toda la piedad se dedica a quien se va; y para quien se queda no hay nada! Al principio yo también lloré, ya se sabe; pero luego he hecho de tripas corazón y ahora… ¡ahora intento vivir y también divertirme, cuando puedo, visto que el mundo es así!
Turbado por la amabilidad provocadora, por la simpatía que aquella mujer hermosa le demostraba, el joven doctor bajó la mirada y dijo:
— Porque usted, tal vez, tiene alguna razón para vivir. Aquella pobrecita, en cambio…
— ¡Qué! ¿Aquella? — contestó, vivaz, Ninfarosa —. Ella también tendría razones para vivir, sentada, si quisiera, pero no quiere.
— ¿Cómo? — preguntó el doctor, levantando la mirada, soprendido.
Ninfarosa, al ver aquel hermoso rostro tan extraviado, estalló en una carcajada, descubriendo los dientes fuertes y blancos, que conferían a su sonrisa la belleza espléndida de la salud.
— ¡Sí! — dijo —. ¡No quiere, señor doctor! Tiene otro hijo, aquí, el menor, que la quisiera consigo y no permitiría que le faltara nada.
— ¿Otro hijo? ¿Ella?
— Sí, señor. Se llama Rocco Trupìa. No quiere saber nada de él.
— ¿Y por qué?
— Porque está loca, ¿no se lo he dicho? Llora día y noche por aquellos dos que la han abandonado y no quiere aceptar ni un pedazo de pan de aquel otro, que le ruega con toda su alma. De los extraños, sí lo acepta.
Como no quería mostrarse otra vez sorprendido, para esconder su turbación creciente, el doctor frunció el ceño y dijo:
— Tal vez ese hijo la haya tratado mal.
— No creo — dijo Ninfarosa —. Es feo, sí: siempre enfurruñado, pero no es malo. ¡Y gran trabajador! Trabajo, mujer e hijos: no conoce otra cosa. Si quiere quitarse la curiosidad, no tiene que caminar mucho. Mire, prosiguiendo por esta calle, apenas a un cuarto de milla, saliendo del pueblo, encontrará a la derecha la que llaman la casa de la columna. Vive allí. Ha alquilado un hermoso molino que le rinde muy bien. Vaya a hablar con él y verá que es como yo le digo.
El doctor se levantó. Bien dispuesto por aquella conversación, atraído por la dulce mañana de septiembre, y curioso acerca del caso de aquella vieja, dijo:
— Voy, sin duda.
Ninfarosa se llevó las manos detrás de la nuca para arreglarse el pelo alrededor del alfiler de plata, y mirando al doctor con los ojos sonrientes, prometedores:
— Buen paseo, entonces — dijo —. ¡Y estoy a su disposición!
Superada la cuesta, el doctor se detuvo para retomar aliento. Había unas pocas casas más a ambos lados y el pueblo terminaba; la calleja se metía en el camino provincial, que corría, recto y polvoriento, durante más de una milla sobre el vasto altiplano, entre los campos: tierras de pan, en su mayoría, ahora amarillas de rastrojos. Un magnífico pino mediterráneo surgía a la izquierda, como un paraguas gigantesco, destino de los señores de Farnia en sus acostumbrados paseos vespertinos. Al fondo una larga cordillera de montañas azules limitaba el altiplano; densas nubes candentes y algodonosas estaban detrás de ellas, como al acecho: alguna se despegaba, vagaba lenta por el cielo, pasaba sobre Monte Mirotta, que surgía detrás de Farnia. A aquel paso, la montaña se oscurecía como envuelta por una sombra profunda, morada, y se alumbraba enseguida. La quietud silenciosa de la mañana era rota, de vez en cuando, por los disparos de los cazadores al paso de las tórtolas o a la primera entrada de las alondras; un largo y furibundo ladrido de los perros guardianes seguía a aquellos disparos.
El doctor avanzaba con buen paso por la calle, mirando las tierras áridas a un lado y al otro, que esperaban las primeras lluvias para ser trabajadas. Pero faltaban brazos y todos aquellos campos exhalaban una sensación profunda de tristeza y de abandono.