Los nubitas y otros cuentos - Miguel Ángel Villar Pinto - E-Book

Los nubitas y otros cuentos E-Book

Miguel Ángel Villar Pinto

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Beschreibung

¡Bestseller en 23 países! ¡Miles de ejemplares vendidos!

«Un título y autor imprescindibles», UNAL (Universidad Nacional de Colombia).

● Recomendado por Better Read (Australia).
● Utilizado en la enseñanza de español por sistemas educativos americanos.
● Incluido en bibliotecas de Canadá, Colombia y Estados Unidos.

Hay seres que viven en los nubes, allí donde siempre brilla el sol; ogros que aprendieron a camuflar su verdadera forma para ocultar sus maldades; duendes padrinos, al igual que hadas madrinas; una isla secreta y mágica, que nunca está en el mismo lugar; seres antiguos que caminan por la Tierra; y trenes que llevan a sus pasajeros a donde realmente quieren ir. Porque la magia y la fantasía, diga lo que se diga, sigue perviviendo aún en nuestros días.

Comparado por sus cuentos con maestros del género como Andersen o los hermanos Grimm, Los nubitas y otros cuentos es la quinta colección de cuentos de Miguel Ángel Villar Pinto. Incluye siete cuentos maravillosos: «Los nubitas», «La gatita Linda», «El rey de los ogros», «El duende padrino», «La isla secreta», «Robertinho» y «El tren Tilín».

TÍTULOS DE LA SERIE CUENTOS MARAVILLOSOS:
1. Cuentos maravillosos: Tres cuentos maravillosos
2. Los bosques perdidos
3. El bazar de los sueños
4. Los nubitas y otros cuentos
5. Leyendas de Arabia

RECOPILACIONES:
1. Cuentos infantiles de ayer y de hoy. Incluye «Pulgarcito en la gran ciudad», «Blancanieves y los siete influencers», «El flautista de Hamelín», «La Sirenita», «El hombre feliz», «Caperucita Roja», «La foto nueva del emperador», «Pinocho», «Cenicienta», «Alí Babá y los cuarenta hackers» y «Aladino y el móvil maravilloso».
2. Cuentos para niños (y no tan niños). Incluye Cuentos maravillosos: Tres cuentos maravillosos, Los bosques perdidos, El bazar de los sueños, Leyendas de Arabia y Los nubitas y otros cuentos.

AUTOR

Miguel Ángel Villar Pinto (España, 1977) es escritor de literatura infantil y juvenil, narrativa y ensayo. Con millones de lectores en todo el mundo, sus obras han sido bestsellers internacionales, utilizadas por diversas instituciones como lectura obligatoria en la enseñanza, citadas en diccionarios como referencias literarias e incluidas en el patrimonio cultural europeo e iberoamericano.

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LOS NUBITAS

Y OTROS CUENTOS

Miguel Ángel Villar Pinto

© Texto: Miguel Ángel Villar Pinto

© Portada: Pinturero

© De esta edición: Miguel Ángel Villar Pinto

Segunda edición: Independently published, 2019

Primera edición: Independently published, 2018

Más información: villarpinto.com

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de su titular, salvo excepción prevista en la ley.»

ÍNDICE

 

Los nubitas 

La gatita Linda 

El rey de los ogros 

El duende padrino 

La isla secreta 

Robertinho 

El tren Tilín 

A Marisa Tavera, porque hay recuerdos que vencen al tiempo. Y a su hija, Luciana, con muchísimo cariño.

Los nubitas

Aunque nadie lo sabe, en lo más alto de las nubes, allí donde eternamente brilla el sol, viven unos seres diminutos llamados nubitas. Son muy juguetones y cambian continuamente de apariencia, incluso a veces de tamaño, aunque siempre mantienen su color blanco, sus dos ojos azules como gotas de agua pura y dulce, y su textura de algodón, suave y esponjosa.

Su entretenimiento favorito es dar forma a las nubes y, por eso, quienes miran para ellas casi siempre ven figuras, unas veces extrañas, otras familiares. Y es que a los nubitas les encanta esculpir en el cielo aquello que les llama la atención, y eso puede ser un submarino, un barco o un avión, pero también otras muchas cosas que ellos ven y nosotros no.

Cuando se hacen mayores, se vuelven cautelosos, pues saben que deben estar atentos para cambiar de nubes; si ellas desaparecen, ellos también, así que están constantemente moviéndose de un lado a otro, viajando sobre las montañas blancas del cielo. Pero al igual que sucede en el mundo, los más pequeños nubitas acostumbran ser traviesos y despistados, propensos a correr más aventuras y peligros de los necesarios. Así ha sido siempre.

Y siempre ha habido también unos que lo son más que otros, pero ninguno tanto como Tifoncillo. Quien haya visto la figura de una nube deshacerse en un momento, de seguro habrá contemplado alguna de sus travesuras. ¡Era como si un torbellino y un vendaval fueran juntos de la mano a dar un paseo! ¡Había que andar con mil ojos cuando estaba cerca!

Pero también en ocasiones ocurre que, por muchos que sean los que estén vigilando, algo pasa inadvertido. Así sucedió aquel día, en el que las nubes sobre las que estaban, fueron sacudidas de repente por un viento muy cálido, mucho más de lo habitual, y empezaron a desvanecerse demasiado rápido. Tifoncillo, como era costumbre en él, no hizo caso de las llamadas de su madre nubita.

«Si voy, no me va a dejar seguir jugando», pensó. Y se alejó más aún. Cuando se dio cuenta de lo que sucedía en realidad, gran parte de la nube había desaparecido ya; solo quedaba una pequeña isla blanca en medio del cielo azul.

Normalmente, su mamá siempre estaba cerca cuando la necesitaba, pero ahora no. De inmediato, Tifoncillo comprendió que el cielo era algo más que un lugar de recreo. Por primera vez, supo que estaba en peligro. Por primera vez, tuvo miedo.

Se echó a llorar al tiempo que la nube desaparecía del todo, y cayó y cayó, desde tanta altura que los bosques parecían briznas de hierba, las montañas piedrecillas y las ciudades granos de arena. Y mientras gritaba el nombre de su madre, esperando que viniera a rescatarlo, el mismo viento que había deshecho la nube, lo alejaba cada vez más de ella, de sus amigos y de los nubitas. Y aquello que había visto siempre desde las alturas, estaba cada vez más y más cerca.

Los bosques ya eran bosques; las montañas, montañas; y las ciudades, ciudades, cuando Tifoncillo supo lo que iba a pasar. Cerró los ojos, gritó por última vez el nombre de su mamá y, de repente, en un instante, todo fue silencio y oscuridad.

Justo en ese momento, una niña que iba camino de casa tras salir del colegio, dobló la esquina de la calle y se encontró con él, en medio de la acera. Nada más verlo, se sorprendió. ¿Qué era aquello? Aparentaba ser una gran bola de nieve, aunque mucho más pomposa, como si fuera un ovillo de algodón. Pero parecía que tenía ojos y… ¿respiraba? Se aproximó un poco más a él. Sin embargo, a pesar de su curiosidad, seguía siendo algo muy extraño, así que mantuvo la distancia, lo justo para comprobar si estaba en lo cierto.

—¡Sí que respira! —exclamó Luciana, pues así se llamaba la niña.

Y en esto, Tifoncillo abrió los ojos, con lentitud, como si se despertara de un sueño; pero al ver a la niña junto a él, se llevó tal impresión que sus ojos se volvieron tan grandes como los de una lechuza. Ninguno de los dos se atrevió a moverse. Estaban totalmente paralizados mientras se observaban fijamente el uno al otro. Ambos se preguntaban exactamente lo mismo: «¿Qué eres tú?».

Pero en cuanto Tifoncillo oyó el sonido de un coche, se asustó más todavía. Miró a su alrededor y sintió pánico. Todo era tan diferente al mundo de los nubitas…

Fue entonces cuando Luciana, viendo que él estaba más asustado que ella, dejó de tener miedo. «En realidad, es un bichito muy mono, como un peluche», pensó, y sintió por él ternura. No sabía de dónde venía, pero a juzgar por cómo estaba mirándolo todo, era evidente que nunca debía haber visto una ciudad, tal vez ni siquiera a una niña.

«Y está sufriendo», notó Luciana. Así que, dejó atrás toda precaución y se aproximó a él despacio mientras intentaba tranquilizarlo entonando su más suave y cariñosa voz:

—No tengas miedo. No te haré daño. Yo cuidaré de ti.

Sin embargo, Tifoncillo, que no entendía nada, pues desconocía el lenguaje de los humanos, tan pronto vio que se le acercaba, quiso escapar. Pero Luciana estuvo atenta y se lo impidió.

—Tranquilo, bonito, tranquilo. No pasa nada.

Tifoncillo se revolvió para zafarse de su regazo, pero aunque lo intentó con todas sus fuerzas, no lo consiguió. La niña abrió la mochila y lo metió dentro. Durante un buen rato, ya camino de casa, Luciana tuvo la impresión de que llevaba una lavadora centrifugando a cuestas, pero poco a poco se fue calmando.

—Ahora tienes que estarte muy quietecito, ¿sí? —le susurró al llegar al portal—. Sino mamá se dará cuenta, y no me dejará que te tenga en casa. Sé bueno, ¿vale?

Luciana llamó, pero el sonido asustó a Tifoncillo. La mochila volvía a ser una lavadora a pleno rendimiento...

—Ssshhh, no, no, tranquilo, solo es el timbre —intentó calmarlo, pero como no lo lograba, entreabrió la cremallera. Al instante, Tifoncillo se quedó quieto, tan asustado que sus ojos resaltaban como dos estrellas en la noche. Oyó abrirse la puerta.

—¿Luciana, qué haces ahí agachada? —le preguntó su madre.

—Nada, mamá —respondió ella rápidamente al tiempo que entraba en casa corriendo—. Creí que me había olvidado un libro, pero no…

—¡Pero, hija! ¿Ni siquiera un «hola»? —le dijo su madre al verla tan apresurada.

—Es que… es que me estoy haciendo pis.

Y sin más, fue directa a su habitación.

—¿Dónde te voy a esconder? —dijo Luciana mientras se sacaba la mochila.

—¡No tardes en venir a comer! —le gritó su madre desde la cocina.

—¡Ya voy! —le contestó, y luego para sí—: Tengo que darme prisa o vendrá a buscarme… ¡Ya sé! ¡En el armario!

Y allá se fue Tifoncillo, sin tener tiempo ni de parpadear, de un sitio a otro. Antes de que fuera consciente de lo que había pasado, una puerta se cerró ante él para volverse a abrir casi al momento.

—No alborotes —le dijo Luciana—. ¡Volveré pronto!

Y la puerta se cerró de nuevo.

Aunque Tifoncillo parecía haberle hecho caso en lo de no alborotar, nunca había comido Luciana tan rápido como aquel día. Sin embargo, ya cuando estaba terminando, se oyó un gran estruendo. Venía de su habitación.

Su madre miró extrañada en aquella dirección. «¡Oh, no! —pensó—. ¡Se va a dar cuenta! ¡Rápido, di algo!».

—Creo que se han caído los libros. Dejé la mochila mal colocada…

—Luciana, ¿cuántas veces te he dicho que tienes que ser ordenada?

—Ahora lo recojo todo, mamá.

Y se levantó como si tuviera un resorte en la silla.

—¿Pero qué te pasa hoy, hija?

Luciana se encogió de hombros justo antes de correr hacia la habitación. Abrió la puerta del armario y, en cuanto vio a Tifoncillo, se echó a reír. Lo había desordenado todo, pero ¡estaba tan gracioso dentro de aquella camisetita rosa!

—En cuanto mamá se vaya, te probaré todos mis vestiditos. ¡Ya verás qué divertido!

Y así fue. Al poco, Luciana se quedó sola en casa mientras su madre iba a trabajar, y Tifoncillo se convirtió en modelo, aunque él movía sus ojos para todas partes confundido, sin entender lo que estaba sucediendo, lo cual le parecía muy divertido a Luciana.

—¿A que es bonito? Te queda muy bien —le decía.

Y de este modo, entre vestido y vestido, y algún intento de escapada fallida por parte de Tifoncillo en la que ponía la habitación patas arriba, la niña y el pequeño nubita pasaron su primera tarde juntos.

Sin embargo, cuanto más oscurecía el día, más preocupada se sentía Luciana; temía la hora de la cena. ¿Cuánto tiempo podría ocultarle a su madre lo que tenía escondido en el armario? Para su alegría, no sería aquella noche cuando lo descubriría. Después de cenar, Luciana fue a darle las buenas noches a Tifoncillo. Entreabrió la puerta del armario y le dijo:

—Duerme bien, y sé bueno, ¿sí?

Y movió la mano en señal de despedida hasta el día siguiente. Así lo haría siempre mientras Tifoncillo estuviera con ella. Él, por su parte, parpadeó más rápido de lo normal tres veces. También esto sería una costumbre en él. Luciana no sabía en realidad por qué lo hacía, pero le gustaba pensar que de esa forma también le deseaba a ella buenas noches.

Y así llegó la mañana, y de nuevo la preocupación por Tifoncillo. El desayuno, junto a la comida y la cena, eran los momentos en los que la madre de Luciana estaba en casa, en los que podría descubrir el secreto oculto tras la puerta del armario. Si pudiera conseguir que no sucediera nada a esas horas…

Pensando en ello, se le ocurrió una idea. Desde su ventana, podría dejarlo en el jardín dentro de una maleta. Apenas se oiría nada si hacía ruido, y aquella parte de la casa no se veía desde la entrada. Y así se despertó Tifoncillo, viendo cómo pasaba de un armario a una maleta. La primera vez se rebeló, y la segunda, y la tercera, pero juzgando que era inútil luchar contra Luciana, al final terminó por dejarse llevar.

De esta forma, niña y nubita pasaron muchos días juntos, convirtiéndose Tifoncillo para Luciana en su mejor amiga o amigo, pues no tenía muy claro cómo llamarlo. A Luciana esto le parecía una ventaja, ya que así, cuando quería jugar con las muñecas, trataba a Tifoncillo como una niña; y cuando le interesaba, lo hacía pasar por un niño.

A veces, a Tifoncillo se le daba por hacer de las suyas, escapando de ella y desordenando a la vez toda la habitación, pero hasta eso resultaba casi siempre divertido.

Sin embargo, con el tiempo, se fueron conociendo muy bien el uno al otro, y Luciana se dio cuenta de algo significativo en el comportamiento de Tifoncillo, y es que cuando hacía sol, se ponía triste, y cuando estaba nublado, contento. Todo lo contrario que ella. Más de una vez se quedaban mirándose el uno al otro, intentando comprender el porqué.

Pero no fue hasta un día, en el que las nubes estaban muy bajas, cuando Luciana creyó entenderlo. Nunca había visto a Tifoncillo tan nervioso. Era difícil de creer, pero estaba yendo de un lado a otro de la habitación, desordenándolo todo a tal velocidad que Luciana era incapaz de seguirlo con la mirada. Y, en cambio, cuando llegaba a la ventana, se quedaba inmóvil, con la vista fija en las nubes.

—Es una locura, pero ¿y si fueras un trozo de nube? —le dijo Luciana. Tifoncillo miró para ella solo un instante para luego volver a prestar atención a lo que pasaba fuera, a través del cristal—. Parecer lo pareces. ¿Y si…?

A pesar de que Tifoncillo se resistió a apartarse de la ventana primero, y después a entrar en la mochila —su trabajo le costó a Luciana meterlo allí, como hacía tiempo que no le ocurría—, finalmente lo consiguió, aunque no paraba quieto. Era evidente que quería salir como fuera.

—Si no me equivoco, te voy a echar mucho de menos —dijo Luciana cerrando la cremallera. Una lágrima corrió por su mejilla mientras salía de la habitación y luego de casa con un chubasquero.

A diez minutos, subiendo una larga cuesta, se encontraba un mirador desde el que podía contemplarse toda la ciudad. Era el lugar más alto de la región, y ese día las nubes pasaban prácticamente a su altura. Hasta allí fue Luciana, corriendo bajo la lluvia, pensando en que tal vez hubiera encontrado el modo de que Tifoncillo no volviera a estar nunca más triste.

En cuanto llegó allí, abrió la mochila, le dio un beso y, cogiéndolo entre sus manos, estiró los brazos a la espera de que una nube pasara entre ellos, lo cual ocurrió casi al instante. Luciana pudo ver entonces a los nubitas. Al igual que Tifoncillo, estaban todos muy contentos, especialmente una entre ellos. Luciana intuyó que era su mamá, y soltando las manos, vio cómo se reunía con ella para luego desaparecer en medio de las nubes.

Luciana regresó a casa muy triste. Iba a echar mucho de menos a Tifoncillo. Sin embargo, aunque pensó que nunca más volvería a verlo, lo cierto es que, a partir de aquel día, la mamá de Luciana decía que era mágica; siempre que iban de vacaciones hacía sol. Y lo más curioso de esto es que si había nubes, al poco de llegar, estas desaparecían tomando antes la forma del rostro sonriente de Luciana, mientras ella saludaba al cielo diciendo:

—¡¡¡Buenas noches, Tifoncillo!!!

Y su rostro, esculpido en las nubes, siempre el último en desvanecerse, parpadeaba tres veces.

La gatita Linda

Cuando la gatita Linda nació, todos coincidieron en que era la más bonita de la camada. Tenía un precioso y fino pelo aterciopelado, una mirada tierna y encantadora, y se movía con unos pasos mimosos que despertaban una gran sonrisa en aquellos que la contemplaban.

Creció entre grandes cariños, simpatías y afectos, acostumbrándose muy pronto a ellos, pues los consideraba una respuesta natural a su belleza, como así era, efectivamente. Parecía que nadie fuera capaz de negarle nada. Todos la tenían en alta estima y la obsequiaban con detalles para agradarla.

Y así creció la gatita Linda, creyendo que cualquier cosa que quisiera la podría conseguir. Razones para pensar lo contrario no tenía.

Contaba con muchas amigas y otros tantos admiradores; a medida que se iba haciendo mayor, iba descubriendo que su figura esbelta y agraciada le resultaba muy atractiva a estos últimos y, desde entonces, se preocupó por estar siempre lo más guapa posible, no tanto con la intención de conquistar a alguno, sino más bien con la de permanecer en el centro de atención. Sus amigas la envidaban por ello, y los gatitos la halagaban con palabras, sonrisas o miradas. Esto era, sin duda, lo que más le gustaba, y quería que nunca cambiara.

Se volvió entonces muy coqueta, y empezó a considerar su propiedad más valiosa a su armario, pues este le permitía escoger la ropa que más la favorecía según el día, el mes y la estación del año.

Y así, con el tiempo, sus admiradores se convirtieron en pretendientes.

—Si te casas conmigo —le dijo un poeta—, tus días resplandecerán como el sol en verano y tu felicidad será igual a tu encanto.

—Sé mi esposa —le dijo un magnate— y trabajaré cuanto haga falta para que todos tus deseos se cumplan.

—Dame tu pata —le dijo un príncipe—, y estarás en lo más alto del mundo. Riqueza, fama, todo cuanto quieras, lo tendrás.

Sin embargo, antes siquiera de que pudiera pensarlo, la gatita Linda tuvo un accidente, tan grave que perdió cinco de las numerosas vidas que tienen los gatos, y también gran parte de su hermosura. Estaba muy triste y, desconsolada, no salía de su habitación.

—¿Por qué lloras? —le preguntó un gorrión, posado en el alféizar.

—Porque ya no soy linda y, por eso, quienes me amaban, me han olvidado. Todo pude haber tenido y, ahora, nada tendré. ¡Soy muy desgraciada!

—No comprendo —dijo el ave con sinceridad— la relación entre una cosa y otra. A los gorriones, nadie nos considera bonitos y, sin embargo, amamos y somos amados, y también conseguimos todo aquello que queramos.

—Eso es porque tú eres un pájaro y yo una gata. Son vidas muy distintas.

—No lo creo. Más bien pienso que a nosotros no nos preocupa la opinión de los demás y, por eso, nos centramos en buscar y encontrar nuestra propia felicidad. Si eso dependiera de otros, sería mucho más difícil de lograr; las valoraciones ajenas pueden variar tanto como el viento, y ser tan efímeras como una gota cayendo.

—Tienes suerte de ser un gorrión.

—No es cuestión de suerte —le contestó antes de emprender el vuelo—, sino de elección. No dejes que nadie te impida ser feliz, ¡ni siquiera tú misma, gatita!

Mientras lo veía alejarse, piando junto a otros como él, la gatita Linda se preguntó si, realmente, sería tal y como le acababa de decir, si podría llegar a contemplar el mundo de la misma forma, de idéntica manera.

—Si pudiera volar... seguro que lo vería todo de otro modo.

Y aunque, de primeras, le pareció una tontería, se dijo en aquel momento que eso haría. Y así fue como, años después, la gatita Linda disfrutaba de cada día haciendo algo que le encantaba hacer: se había convertido en piloto, llevando a cientos de pasajeros de un lugar a otro.

Por encima de las nubes, el sol resplandecía siempre como en verano; todos sus deseos se cumplían, pues acabó por comprender que «no es más rico quien más tiene, sino quien menos necesita». Y, en lo más alto del mundo, también había encontrado el amor.

—Mi gorrión —le decía, con cariño, a su copiloto.

Él era un gato, así que no entendía por qué lo llamaba de esa forma; tardó un tiempo en saberlo, después de muchos vuelos y poco antes de irse a vivir juntos, aunque siempre le gustó el modo en el que se lo decía, y más aún al conocer su significado.

El rey de los ogros

Hace tiempo que los seres malvados aprendieron a camuflarse para no ser encontrados, y a adoptar distintas formas para no ser nombrados.

Es por eso por lo que, hoy día, muchos ogros viven entre nosotros sin que lo sepamos. Ya no sirven las advertencias de antaño, por las cuales los malos eran feos y los buenos guapos, o que unos vivían en cuevas y los otros en palacios. Tal vez ya no sirven ahora, ni sirvieron nunca tampoco: los seres bondadosos han sabido siempre que las apariencias engañan, y que los más grandes peligros son, en realidad, los inesperados.

Y así es como, el rey de los ogros, el de más ruin y oscuro corazón, se hacía pasar por un joven rico y encantador. Vivía a las afueras de la ciudad, en una espléndida mansión, con todo lujo de comodidades.

Hacía una vida aparentemente normal, trataba a las personas con amabilidad, y cortejaba a las mujeres con una habilidad sin igual. En verdad, si alguien lo preguntara, nadie diría que no era una buena persona. De hecho, incluso alguna podría decir que era un «príncipe azul».

Sin embargo, de puertas adentro, el rey de los ogros recuperaba su auténtica forma y esencia. Había cautivado a un ruiseñor, único entre las aves más hermosas, no solo por su belleza, sino también por una extraordinaria propiedad mágica: sus lágrimas eran de oro.

Y así lo llamaba el cruel ogro, «Lágrimas de Oro», a quien mantenía preso en aquella casa, haciéndolo sufrir y torturándolo constantemente para acrecentar la riqueza que había acaudalado, a lo largo de años y años, procurando dolor y tristeza al ruiseñor; un tesoro de lágrimas, angustias y padecimientos.

Sin embargo, cierto día, un policía decidió pasear por aquel paraje aislado, ya que le recordaba a su tierra, de la que llevaba mucho tiempo alejado; la añoraba. Y, en esto, oyó los gemidos del ruiseñor; conmovido por ellos, acudió en su auxilio. ¡Cuál no sería su sorpresa cuando entró en la mansión y vio al ogro golpeando al ruiseñor!

—¡Detente! —gritó.

Pero el rey de los ogros, riéndose, le contestó:

—¡Sal de aquí si en algo aprecias tu vida!

El policía, en respuesta a la amenaza, desenfundó su arma diciendo:

—Al contrario que él, puedo defenderme, y ¡ten por seguro que lo haré!

El rey de los ogros soltó una carcajada, tras la cual se abalanzó contra él decidido a matarlo; no iba a permitir que lo arrestara, menos aún que se supiera quién era en realidad. Sin dejarle otra opción, tuvo que disparar, y fue así como el ogro recibió el castigo a sus crueldades.

En cambio, el policía, que apiadándose del ruiseñor, lo cuidó y le dio cariño, descubrió que no solo sus lágrimas, fruto ahora de la felicidad, eran de oro, sino que también su maravilloso canto prolongaba la vida. Y así, tuvo no uno, sino tres tesoros: riqueza, salud, y el amor recíproco del ruiseñor, todo ello en su hogar, al que juntos regresaron.

El duende padrino

 

 

 

Hace no mucho tiempo sino muy poco, todos los seres mágicos se reunieron en un lugar apartado, en una isla encantada que ellos llaman Brandán. Los hombres habían dejado de creer en ellos, y algunos lo consideraban una suerte:

—Al fin viviremos tranquilos —decían.

Sin embargo, había otros, desde siempre unidos a los niños, que tenían una opinión muy distinta, en especial las hadas madrinas y los duendes padrinos.

—Aún nos siguen necesitando —dijeron ellas.

—Su mundo será más sombrío sin nosotros —señalaron ellos.

Pero, salvo estas excepciones, lo cierto es que, la mayoría, preferían alejarse y así iban a hacerlo.

—Lo mismo que sucedía antes —comentó un elemental de tierra—, sigue sucediendo ahora. Los humanos no aprenden, no cambian, siguen cometiendo los mismos errores. Ayudarlos no da resultado. Es mejor aceptarlo.

Casi todos coincidían con sus palabras, así que se fueron marchando hasta que solo quedaron unos pocos. La alegría por el reencuentro se tornó en tristeza ante la soledad; pero, como la magia de las hadas y los duendes se vuelve más poderosa cuanto mayor es el desánimo, pronto se vio incrementada. Supieron entonces que iban a ser capaces de hacer cosas mucho más increíbles y extraordinarias que nunca antes.