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Las memorias son procesos subjetivos e intersubjetivos, anclados en experiencias y marcos institucionales. Con sus recuerdos, silencios y olvidos, son siempre plurales y, en general, se contraponen o entran en conflicto unas con otras. En Los trabajos de la memoria, Elizabeth Jelin explora algunas herramientas para analizar los sentidos del pasado a través de una rigurosa investigación sobre las memorias de la represión política en el Cono Sur entre las décadas de 1960 y 1980. Si bien se centra en las experiencias de las dictaduras de América Latina, su indagación excede lo regional: se trata de la búsqueda de un marco conceptual para pensar e interpretar las luchas sociales por las memorias que permita incorporar una mirada más amplia en el tiempo y en el espacio. Veinte años después de su publicación original, las relaciones entre lo privado y lo público, entre las memorias individuales y las sociales, entre lo ocurrido —como historia— y sus sentidos —como memoria— siguen siendo un reto para la investigación en ciencias sociales. El desafío histórico reside en la construcción de un compromiso cívico con el pasado que sea más democrático y más inclusivo. Así lo expresa la autora en el prólogo a esta nueva edición: "Mi expectativa es que aporte al debate académico y cívico, comparativo y transnacional. También, que ayude a dilucidar las conexiones entre las memorias individuales y sociales, por un lado, y la construcción de un orden social que respete los derechos y las responsabilidades y permita plasmar las aspiraciones humanas de ciudadanía igualitaria, por el otro".
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Elizabeth Jelin
Los trabajos de la memoria
Las memorias son procesos subjetivos e intersubjetivos, anclados en experiencias y marcos institucionales. Con sus recuerdos, silencios y olvidos, son siempre plurales y, en general, se contraponen o entran en conflicto unas con otras.
En Los trabajos de la memoria, Elizabeth Jelin explora algunas herramientas para analizar los sentidos del pasado a través de una rigurosa investigación sobre las memorias de la represión política en el Cono Sur entre las décadas de 1960 y 1980. Si bien se centra en las experiencias de las dictaduras de América Latina, su indagación excede lo regional: se trata de la búsqueda de un marco conceptual para pensar e interpretar las luchas sociales por las memorias que permita incorporar una mirada más amplia en el tiempo y en el espacio.
Veinte años después de su publicación original, las relaciones entre lo privado y lo público, entre las memorias individuales y las sociales, entre lo ocurrido —como historia— y sus sentidos —como memoria— siguen siendo un reto para la investigación en ciencias sociales. El desafío histórico reside en la construcción de un compromiso cívico con el pasado que sea más democrático y más inclusivo. Así lo expresa la autora en el prólogo a esta nueva edición: “Mi expectativa es que aporte al debate académico y cívico, comparativo y transnacional. También, que ayude a dilucidar las conexiones entre las memorias individuales y sociales, por un lado, y la construcción de un orden social que respete los derechos y las responsabilidades y permita plasmar las aspiraciones humanas de ciudadanía igualitaria, por el otro”.
Es socióloga por la Universidad de Buenos Aires y doctora por la Universidad de Texas. Es investigadora superior del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), con sede en el Instituto de Desarrollo Económico y Social (IDES), institución que preside. Sus investigaciones están centradas en los derechos humanos y la ciudadanía, la familia y el género, las memorias de la represión política y los movimientos sociales.
Fue miembro de la Comisión Mundial de Cultura y Desarrollo (Naciones Unidas y UNESCO), del Directorio Académico del Wissenschaftskolleg (Berlín), del Social Science Research Council (Nueva York), del Instituto de Investigaciones de las Naciones Unidas para el Desarrollo Social (Ginebra), de la Asociación Internacional de Sociología (Madrid), y del Directorio de la Agencia Nacional de Promoción Científica y Tecnológica (Buenos Aires), entre otras instituciones. También fue profesora e investigadora visitante en numerosas universidades como Princeton, Chicago, Oxford, Ámsterdam, Florida y Texas. Ha recibido el Premio Konex (2006), el Premio Houssay a la Trayectoria en Investigación en Ciencias Sociales (2013), y el doctorado honoris causa de la Université Paris Nanterre (2014).
Entre sus libros, se cuentan: Familia y unidad doméstica: mundo público y vida privada (1984); Podría ser yo. Los sectores populares urbanos en imagen y palabra (con Pablo Vila, 1987); La lucha por el pasado. Cómo construimos la memoria social (2017); Las tramas del tiempo. Familia, género, memorias, derechos y movimientos sociales (2020), y Cómo será el pasado. Una conversación sobre el giro memorial (con Ricardo Vinyes, 2021).
El Fondo de Cultura Económica ha publicado Pan y afectos. La transformación de las familias (2010).
Dedico este libro a la memoria de mis padres, de quienes aprendí —en su “memoria obstinada”, con sus silencios, repeticiones y huecos— el valor de lo humano.
ESTE libro es parte de un diálogo. No pretende dar una versión acabada y final de un tema, sino reflejar un momento de balance de la trayectoria para abrir preguntas para el trabajo posterior. En este diálogo que lleva varios años y que, espero, continúe en el futuro, Susana G. Kaufman ocupa un lugar especial. Como interlocutora permanente, con su capacidad de interrogar e interrogarse, de aprender y enseñar, me ha “abierto la cabeza” y la sensibilidad a la multiplicidad de dimensiones y a la complejidad de la memoria, el silencio, el duelo y los niveles en que se manifiesta.
No se puede querer que Auschwitz retorne eternamente porque, en verdad, nunca ha dejado de suceder, se está repitiendo siempre.
Giorgio Agamben, Lo que queda de Auschwitz
SEGUIR las noticias centrales de los países del Cono Sur —Argentina, Uruguay, Chile, Paraguay y Brasil, pero también Perú— durante la segunda década del siglo XXI puede asemejarse, en algún sentido, a transitar por un túnel del tiempo. Además de las obvias problemáticas económicas, políticas y policiales de coyuntura, las noticias centrales incluyen una serie de temas que indican la persistencia de un pasado que “no quiere pasar”: las conmemoraciones de los golpes de Estado (los cuarenta años del golpe en Chile, Uruguay y Argentina; los cincuenta en Brasil); los juicios que se vienen realizando en los diversos países; las nuevas comisiones de verdad, como la de Brasil y la de Paraguay; la recuperación de la identidad de algún niño o niña (adulto/a ahora) secuestrado durante la dictadura militar en Argentina; la continuidad de las políticas de reparación económica a víctimas; la declasificación de más y más documentos del Departamento de Estado de Estados Unidos; los museos y memoriales, así como la proliferación de iniciativas artísticas de todo tipo, que tematizan aspectos diversos de la violencia política, el terrorismo de Estado y la militancia política de la época.
Las cuestiones ligadas con ese pasado aparecen en el plano institucional y en distintas instancias y niveles del Estado: el Ejecutivo, el aparato judicial, las legislaturas nacionales y provinciales, las comisiones especiales, las Fuerzas Armadas y las policiales. El núcleo de la institucionalidad republicana se ve impelido a encarar cuestiones ligadas a dar cuenta de un pasado que data de varias décadas atrás. El regreso de estas noticias a las primeras páginas ocurre después de algunos años de silencio institucional, de intentos (fallidos, por lo que parece) de construir un futuro democrático sin mirar al pasado. Porque, como dice el título tan apropiado de la película de Patricio Guzmán, La memoria obstinada, la memoria ES obstinada, no se resigna a quedar en el pasado, insiste en su presencia.
En el plano societal y cultural hubo menos silencios. Los movimientos de derechos humanos en los distintos países han tenido una presencia significativa, ligando las demandas de saldar cuentas con el pasado (las demandas de “verdad y justicia”) con los principios fundacionales de la institucionalidad democrática. Los afectados directos de la represión cargan con su sufrimiento y dolor, y lo traducen en acciones públicas de distinto carácter. La creación artística, en el cine, la narrativa, las artes plásticas, el teatro, la danza o la música, incorpora y trabaja sobre ese pasado y su legado.
Este libro intenta explorar algunas herramientas para pensar y analizar las presencias y los sentidos del pasado. Lo voy a hacer en distintos niveles y planos, en lo político-institucional y en lo cultural, en lo simbólico y en lo personal, en lo histórico y en lo social, a partir de tres premisas centrales. Primero, entender las memorias como procesos subjetivos, anclados en experiencias y en marcas simbólicas y materiales. Segundo, reconocer las memorias como objetos de disputas, conflictos y luchas, lo cual apunta a prestar atención al rol activo y productor de sentido de los y las participantes de esas luchas, enmarcados en relaciones de poder. Tercero, “historizar” las memorias, o sea, reconocer que existen cambios históricos en el sentido del pasado, así como en el lugar asignado a esas memorias en diferentes sociedades, climas culturales, espacios de luchas políticas e ideológicas.
Para esto, no propongo un itinerario lineal, coherente y único. En todo caso, se trata de un texto que explora distintas perspectivas, distintos puntos de entrada al tema. Algunos, de carácter conceptual, que ayudan a puntualizar abordajes analíticos; otros, desde perspectivas más concretas que “atraviesan” cualquier estudio sobre memorias. La esperanza es que estas múltiples entradas sean convergentes y permitan dilucidar el tema, tan elusivo, de las memorias. El texto puede parecer descentrado, deshilachado a veces. Su objeto de estudio lo es. Pero hay un núcleo de problemas y las hilachas tienen una trama de la que salen y a la que se vinculan. Además, el objetivo no es ofrecer un texto “definitivo” o “definitorio” del campo de estudio, sino problematizar, abrir preguntas y reflexiones que impulsen más trabajos, más diálogos, más avances. Este abordaje implica, necesariamente, que habrá huecos y temas no desarrollados o subdesarrollados. Para mencionar solo uno de ellos, el texto no se adentra en el análisis de la etnicidad, tanto en lo que se refiere al lugar de la memoria en la construcción de comunidades étnicas —en lo vinculado a las diferencias interétnicas o interculturales en la conceptualización de la temporalidad y del lugar del pasado—, como en cuanto a la centralidad de la dimensión étnica en procesos históricos específicos de violencia y represión (pensemos en Perú o Guatemala). Queda abierto el camino para el trabajo futuro y el de otros/as colegas investigadores/as más conocedores del tema.
La discusión sobre memoria raras veces puede ser hecha desde afuera, sin comprometer a quien lo hace, sin incorporar la subjetividad del/a investigador/a, su propia experiencia, sus creencias y emociones. Incorpora también sus compromisos políticos y cívicos. En mi caso, esto incluye una fuerte creencia en que la convivencia humana —aun entre grupos diversos y en conflicto— es posible y deseable, aunque sin duda difícil. Además, que la reflexión y el análisis crítico son herramientas que pueden y deben ser ofrecidas a los actores sociales, especialmente a los más débiles y excluidos, ya que constituyen insumos para su proceso de reflexión y su empoderamiento.
La urgencia de trabajar sobre las memorias no es una inquietud aislada de un contexto político y cultural específico. Aunque intentemos reflexiones de carácter general, lo hacemos desde un lugar particular: la preocupación por las huellas de las dictaduras que gobernaron en el Cono Sur de América Latina entre los años sesenta y la década del ochenta, y por lo elaborado en los procesos posdictatoriales en los años noventa y en el nuevo siglo.
En verdad, los procesos de democratización que suceden a los regímenes dictatoriales militares no son sencillos ni fáciles. Una vez instalados los mecanismos democráticos en el nivel de los procedimientos formales, el desafío se traslada a su desarrollo y profundización. Las confrontaciones comienzan a darse, entonces, con relación al contenido de la democracia. Los países de la región enfrentaron enormes dificultades en todos los campos: la vigencia de los derechos económicos y sociales fue restringida de manera creciente por el apego al mercado y a programas políticos de corte neoliberal; la violencia policial ha sido y sigue siendo permanente, sistemática y reiterativa; los derechos civiles más elementales están amenazados cotidianamente; las minorías enfrentan discriminaciones institucionales sistemáticas. A pesar del tiempo transcurrido desde los momentos de transición, los obstáculos de todo tipo para la real vigencia de un “Estado de derecho” están a la vista. Esto plantea la pregunta sobre cuáles son las continuidades y las rupturas que han ocurrido entre los regímenes dictatoriales y los regímenes constitucionales que los sucedieron, en términos de la vida cotidiana de distintos grupos sociales y en términos de las luchas sociales y políticas que se desenvuelven en el presente.
Tanto en el momento de la transición como dos décadas después, algunos/as creyeron y creen que la represión y los abusos fueron fenómenos del pasado dictatorial. Otros/as centran su atención en las formas en que la desigualdad y los mecanismos de la dominación en el presente reproducen y recuerdan el pasado. Sin embargo, el pasado dictatorial ha sido una parte central y constante de los conflictos de cada presente. El conflicto social y político sobre cómo procesar el pasado represivo reciente permanece, y por momentos se agudiza. Desde la perspectiva de quienes se esforzaron por obtener justicia para las víctimas de violaciones a los derechos humanos, los logros han sido muy limitados. A pesar de las protestas de las víctimas y sus defensores/as, en casi toda la región se promulgaron leyes que convalidaron amnistías a los violadores. Ha llevado un par de décadas comenzar a revertir esta situación legal —como ocurrió con la sentencia de inconstitucionalidad de la Corte Suprema de Justicia de la Nación Argentina en 2005 y los intentos de revertir la ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado en Uruguay en 2011—. En estos contextos, para el reclamo de una parte de la sociedad, el “Nunca más” involucra tanto un esclarecimiento completo de lo acontecido bajo las dictaduras como el correspondiente castigo a los responsables de las violaciones de derechos. Otros/as observadores/as y actores/as, preocupados/as más que nada por la estabilidad de las instituciones democráticas, están menos dispuestos/as a reabrir las experiencias dolorosas de la represión autoritaria, ponen el énfasis en la construcción de un futuro democrático y sostienen que se puede hacer sin volver a visitar el pasado. Desde esta postura, se promueven políticas de olvido o de “reconciliación”. Finalmente, hay quienes están dispuestos/as a visitar el pasado para aplaudir y glorificar el “orden y progreso” que, en su visión, produjeron las dictaduras. Se trata de luchas en cada coyuntura, en cada presente, ligadas a escenarios y disputas políticos del momento. Algunos actores pueden plantearlas como continuación de las mismas luchas políticas del pasado, pero en verdad, en escenarios cambiados y con otros actores, la transformación del sentido de ese pasado es inevitable. Aun mantener las mismas banderas implica dar nuevos sentidos a ese pasado que se quiere “conservar”.1
En todos los casos, transcurrido un cierto tiempo —que permite establecer un mínimo de distancia entre el pasado y el presente—, las interpretaciones alternativas (incluso rivales) de ese pasado reciente y de su memoria comienzan a ocupar un lugar central en los debates culturales y políticos. Constituyen un tema público ineludible en la difícil tarea de forjar sociedades democráticas. Esas memorias y esas interpretaciones son también elementos clave en los procesos de (re)construcción de identidades individuales y colectivas en sociedades que emergen de períodos de violencia y trauma.
Cabe establecer un hecho básico. En cualquier momento y lugar, es imposible encontrar una memoria, una visión y una interpretación única del pasado, compartida por toda una sociedad. Pueden encontrarse momentos o períodos históricos en los que el consenso sea mayor, en los que un “libreto único” del pasado sea más aceptado o aun hegemónico. Normalmente, ese libreto es lo que cuentan los vencedores de conflictos y batallas históricas. Siempre habrá otras historias, otras memorias e interpretaciones alternativas y subterráneas en la resistencia, en el mundo privado, en las “catacumbas”.2 Hay una lucha política activa acerca del sentido de lo ocurrido, pero también acerca del sentido de la memoria misma. El espacio de la memoria es, entonces, un espacio de lucha política, y no pocas veces esta es concebida en términos de la lucha “contra el olvido”: recordar para no repetir. Las consignas pueden en este punto ser algo tramposas. La “memoria contra el olvido” o “contra el silencio” esconde lo que en realidad es una oposición entre distintas memorias rivales (cada una de ellas con sus propios olvidos). Es en verdad “memoria contra memoria”.
Este libro tiene una doble estructura. Por un lado, cada capítulo está centrado en un tema o cuestión, en un ordenamiento que no sigue una línea única, lógica o deductiva, aunque sí argumental —reproduce mi propia manera de interrogar y avanzar y, en ese sentido, se puede decir que hay un orden lineal—. Por otro lado, el desarrollo de los temas se parece más a una espiral, ya que en diversos capítulos se retoman y se revisitan temas planteados y cuestiones insinuadas en capítulos anteriores. Son “vueltas de tuerca” que permiten, creo, adentrarse más, penetrar en profundidad y densidad. La intención, lo reitero, es que, a partir de lo expuesto, cada lectora y cada lector pueda formular sus propias preguntas, que le permitan avanzar en el trabajo reflexivo sobre sus propias memorias y su compromiso público.
Dos advertencias adicionales. Primero, el libro se nutre de desarrollos y contribuciones que provienen de una multiplicidad de disciplinas: la sociología, la historia, la antropología, la política, la crítica cultural, la psicología, el psicoanálisis. No obstante, no pretende ser un híbrido multidisciplinario. Su enfoque se centra en los actores sociales y políticos, en su ubicación en escenarios públicos, en sus confrontaciones y luchas, alianzas e identificaciones con otros actores. En el análisis, se usan conceptos e hipótesis que las distintas disciplinas pueden ofrecer para enriquecer la comprensión de los trabajos de memoria que esos actores llevan a cabo.
En segundo lugar, si bien el texto está enraizado en las experiencias de las dictaduras recientes en el Cono Sur de América Latina, su pretensión va más allá de lo regional: aspira a contribuir a la reflexión analítica y la elaboración de preguntas que puedan impulsar una investigación comparativa más amplia en el tiempo y en el espacio. Los ejemplos, casos e ilustraciones que se presentan provienen de distintas experiencias de “situaciones límite” sobre las que hay investigación, las del Cono Sur, pero también de la Shoah, Japón o la Guerra Civil española.
El orden de exposición es relativamente sencillo. Después de plantear el contexto actual de la preocupación por las memorias, el capítulo II
VIVIMOS en una era de coleccionistas. Registramos y guardamos todo: las fotos de la infancia y los recuerdos de la abuela en el plano privado-familiar, las colecciones de recortes y notas propias referidos a temas o períodos que nos interesan, los archivos oficiales y privados de todo tipo. Y si no los guardamos, es porque existe y crece ese archivo global que es internet. Hay un culto al pasado que se expresa en el consumo y mercantilización de diversas modas “retro”, en el boom de los anticuarios y la novela histórica. En el espacio público, los archivos crecen, las fechas de conmemoración se multiplican, las demandas de placas recordatorias y monumentos son permanentes.1 Y los medios masivos de comunicación estructuran y organizan esa presencia del pasado en todos los ámbitos de la vida contemporánea.
Esta explosión de la memoria en el mundo occidental contemporáneo llega a constituir una “cultura de la memoria” (Huyssen, 2000: 16) que coexiste y se refuerza con la valoración de lo efímero, el ritmo rápido, la fragilidad y la transitoriedad de los hechos de la vida. Las personas, los grupos familiares, las comunidades y las naciones narran sus pasados, para sí mismos y para otros y otras, que parecen estar dispuestas/os a visitar esos pasados, a escuchar y mirar sus íconos y rastros, a preguntar e indagar. Esta “cultura de la memoria” es en parte una respuesta o reacción al cambio rápido y a una vida sin anclajes o raíces. La memoria tiene, entonces, un papel altamente significativo como mecanismo cultural para fortalecer el sentido de pertenencia a grupos o comunidades. A menudo, en especial en el caso de grupos oprimidos, silenciados o discriminados, la referencia a un pasado común permite construir sentimientos de autovaloración y mayor confianza en uno/a mismo/a y en el grupo.
El debate cultural se mueve entre distintas interpretaciones y posturas. Quienes destacan el lugar de la memoria como compensación a la aceleración de la vida contemporánea y como fuente de seguridad frente al temor u horror del olvido (expresado con un dejo de nostalgia por Pierre Nora [1996], al lamentarse por la desaparición de los milieux de memoire y su remplazo por los lieux) parecerían ubicarse en el lado opuesto de aquellos que se lamentan por esos pasados que no pasan, por las aparentes “fijaciones”, retornos y presencias permanentes de pasados dolorosos, conflictivos, que resisten y reaparecen, sin permitir el olvido o la ampliación de la mirada (Todorov, 1998).
Ambos procesos, el temor al olvido y la presencia del pasado, son simultáneos, aunque en clara tensión entre ellos. En el mundo occidental, el movimiento memorialista y los discursos sobre la memoria fueron estimulados por los debates sobre la Segunda Guerra Mundial y el exterminio nazi, intensificados desde comienzos de los años ochenta.2 Esto ha llevado a críticos culturales como Andreas Huyssen (2000: 15) a plantear la “globalización del discurso del Holocausto” que “pierde su calidad de índice del acontecimiento histórico específico y comienza a funcionar como una metáfora de otras historias traumáticas y de su memoria”.
Más allá del clima de época y la expansión de una “cultura de la memoria”, en términos más generales, familiares o comunitarios, la memoria y el olvido, la conmemoración y el recuerdo se tornan cruciales cuando se vinculan a acontecimientos traumáticos de carácter político y a situaciones de represión y aniquilación, o cuando se trata de profundas catástrofes sociales3 y situaciones de sufrimiento colectivo.
En lo individual, la marca de lo traumático interviene de manera central en lo que el sujeto puede y no puede recordar, silenciar, olvidar o elaborar. En un sentido político, las “cuentas con el pasado” en términos de responsabilidades, reconocimientos y justicia institucional se combinan con urgencias éticas y demandas morales, no fáciles de resolver por la conflictividad política en los escenarios donde se plantean y por la destrucción de los lazos sociales inherente a las situaciones de catástrofe social.
Los debates acerca de la memoria de períodos represivos y de violencia política son planteados con frecuencia en relación con la necesidad de construir órdenes democráticos en los que los derechos humanos estén garantizados para toda la población, independientemente de su clase, “raza”, género, orientación ideológica, religión o etnicidad. Los actores partícipes de estos debates vinculan sus proyectos democratizadores y sus orientaciones hacia el futuro con la memoria de ese pasado.
A menudo, los actores que luchan por definir y nombrar lo que tuvo lugar durante períodos de guerra, violencia política o terrorismo de Estado, así como quienes intentan honrar y homenajear a las víctimas e identificar a los responsables, visualizan su accionar como si fueran pasos necesarios para ayudar a que los horrores del pasado no se vuelvan a repetir —“nunca más”—. El Cono Sur de América Latina es un escenario donde esta vinculación se establece con mucha fuerza. Algo parecido sucedió con algunos actores ligados a la memoria de la Shoah y de las purgas estalinistas en la Unión Soviética. En otros lugares del mundo, desde Japón y Camboya a África del Sur y Guatemala, los procesos de rememoración pueden tener otros sentidos éticos y políticos.
El planteo anterior ubica directamente el sentido del pasado en un presente y en función de un futuro deseado. Si agregamos a esto la existencia de múltiples subjetividades y horizontes temporales, queda bien claro que la complejidad está instalada en el tema. ¿De qué temporalidades estamos hablando?
Una primera manera de concebir el tiempo es lineal, de modo cronológico. Pasado, presente y futuro se ordenan en ese espacio de manera clara, diríamos “natural”, en un tiempo físico o astronómico. Las unidades de tiempo son equivalentes y divisibles: un siglo, una década, un año o un minuto. Sin embargo, al introducir los procesos históricos y la subjetividad humana, de inmediato surgen las complicaciones. Porque, como dice Reinhart Koselleck (1993: 14), “el tiempo histórico, si es que el concepto tiene un sentido propio, está vinculado a unidades políticas y sociales de acción, a hombres concretos que actúan y sufren, a sus instituciones y organizaciones”. Y al estudiar a esos hombres (¡y también mujeres!) concretos, los sentidos de la temporalidad se establecen de otra manera: el presente contiene y construye la experiencia pasada y las expectativas futuras. La experiencia es un “pasado presente, cuyos acontecimientos han sido incorporados y pueden ser recordados” (Koselleck, 1993: 338).
Las experiencias están también moldeadas por el “horizonte de expectativas”, que hace referencia a una temporalidad futura. La expectativa “es futuro hecho presente, apunta al todavía-no, a lo no experimentado, a lo que solo se puede descubrir” (Koselleck, 1993: 338). Y en ese punto de intersección complejo, en ese presente donde el pasado es el espacio de la experiencia y el futuro es el horizonte de expectativas, es donde se produce la acción humana, “en el espacio vivo de la cultura” (Ricœur, 1999: 22).
Ubicar temporalmente a la memoria significa hacer referencia al “espacio de la experiencia” en el presente. El recuerdo del pasado está integrado, pero de manera dinámica, ya que las experiencias incorporadas en un momento dado pueden modificarse en períodos posteriores. “Los acontecimientos de 1933 sucedieron definitivamente, pero las experiencias basadas en ellos pueden modificarse con el paso del tiempo. Las experiencias se superponen, se impregnan unas de otras” (Koselleck, 1993: 341).
Hay un elemento adicional en esta complejidad. La experiencia humana incorpora vivencias propias, pero también las de otros y otras ajenas que le han sido transmitidas. El pasado, entonces, puede condensarse o expandirse, según cómo esas experiencias pasadas sean incorporadas.
Estamos hablando, así, de procesos de significación y resignificación subjetivos, donde los sujetos de la acción se mueven y orientan (o se desorientan y se pierden) entre “futuros pasados” (Koselleck, 1993), “futuros perdidos” (Huyssen, 2000) y “pasados que no pasan” (Conan y Rousso, 1994), en un presente que se tiene que acercar y alejar de manera simultánea de esos pasados recogidos en los espacios de experiencia y de los futuros incorporados en horizontes de expectativas. Esos sentidos se construyen y cambian en relación y en diálogo con otros, que pueden compartir y confrontar las experiencias y expectativas de cada uno, individual y grupalmente. Nuevos procesos históricos, nuevas coyunturas y escenarios sociales y políticos, además, no pueden dejar de producir modificaciones en los marcos interpretativos para la comprensión de la experiencia pasada y la construcción de expectativas futuras. Multiplicidad de tiempos, multiplicidad de sentidos, y la constante transformación y el cambio en actores y procesos históricos: estas son algunas de las dimensiones de la complejidad.
El título de este libro alude a la memoria como trabajo. ¿Por qué hablar de “trabajos” de la memoria? El trabajo como rasgo distintivo de la condición humana pone a la persona y a la sociedad en un lugar activo y productivo. Uno es agente de transformación, y en el proceso se transforma a sí mismo y al mundo. La actividad agrega valor. Referirse entonces a que la memoria implica “trabajo” es incorporarla al quehacer que genera y transforma el mundo social.
Hablar de “trabajos” de memoria requiere establecer algunas distinciones analíticas. Sin duda, ciertos hechos vividos en el pasado tienen efectos en tiempos posteriores, independientemente de la voluntad, la conciencia, la agencia o la estrategia de los actores. Esto se manifiesta desde los planos más “objetivos” y sociales, como haber perdido una guerra y estar subordinados a poderes extranjeros, hasta los procesos más personales e inconscientes ligados a traumas y huecos. Su presencia puede irrumpir, penetrar, invadir el presente como un sinsentido, como huellas mnésicas (Ricœur, 2000), como silencios, como compulsiones o repeticiones. En estas situaciones, la memoria del pasado invade, pero no es objeto de trabajo. La contracara de esta presencia sin agencia es la de los seres humanos activos en los procesos de transformación simbólica y de elaboración de sentidos del pasado. Seres humanos que “trabajan” sobre y con las memorias del pasado.
Los hechos del pasado y la ligazón del sujeto con ese pasado, especialmente en casos traumáticos, pueden implicar una fijación, un permanente retorno: la compulsión a la repetición, la actuación (acting-out), la imposibilidad de separarse del objeto perdido. La repetición implica un pasaje al acto. No se vive la distancia con el pasado, que reaparece y se mete, como un intruso, en el presente. Observadores y testigos secundarios también pueden ser partícipes de esta actuación o repetición a partir de procesos de identificación con las víctimas. Hay en esta situación un doble peligro: el de un “exceso de pasado” en la repetición ritualizada y en la compulsión que lleva al acto, y el de un olvido selectivo, instrumentalizado y manipulado.
Para salir de esta situación se requiere “trabajar”, elaborar, incorporar memorias y recuerdos en lugar de re-vivir y actuar. En el plano psicoanalítico, el tema refiere al trabajo de duelo. El trabajo del duelo implica un “proceso intrapsíquico, consecutivo a la pérdida de un objeto de fijación, y por medio del cual el sujeto logra desprenderse progresivamente de dicho objeto” (Laplanche y Pontalis, 1981: 435). En ese proceso, la energía psíquica del sujeto pasa de estar “acaparada por su dolor y sus recuerdos” a recobrar su libertad y su desinhibición. Este trabajo lleva tiempo, “se ejecuta pieza por pieza con un gasto de tiempo y de energía” (Freud, 1976: 243). Implica poder olvidar y transformar los afectos y sentimientos, quebrando la fijación en el otro y en el dolor, aceptando “la satisfacción que comporta el permanecer con vida”.4 Hay un tiempo de duelo, y “el trabajo de duelo se revela costosamente como un ejercicio liberador en la medida en que consiste en un trabajo de recuerdo” (Ricœur, 1999: 36).
La actuación y la repetición pueden ser confrontadas con el “trabajo elaborativo” (working-through). La noción freudiana de trabajo elaborativo, concebida en un contexto terapéutico, consiste en el “proceso en virtud del cual el analizado integra una interpretación y supera las resistencias que esta suscita. […] Especie de trabajo psíquico que permite al sujeto aceptar ciertos elementos reprimidos y librarse del dominio de los mecanismos repetitivos” (Laplanche y Pontalis, 1981: 436). El trabajo elaborativo es ciertamente una repetición, pero modificada por la interpretación y, por ello, susceptible de favorecer el trabajo del sujeto frente a sus mecanismos repetitivos.
Esta noción puede ser aplicada y extendida fuera del contexto terapéutico. En el trabajo elaborativo, dice Dominick LaCapra (2001: 144), “la persona trata de ganar una distancia crítica sobre un problema y distinguir entre pasado, presente y futuro. […] Puede haber otras posibilidades, pero es a través de la elaboración que se adquiere la posibilidad de ser un agente ético y político”.
En el plano individual, actuación y elaboración constituyen fuerzas y tendencias coexistentes, que tienen que lidiar con el peligro de que el trabajo de elaboración no despierte un sentimiento de traición y de ruptura de la fidelidad hacia lo perdido. Llevadas al plano ético y político, hay fuerzas que enfatizan la fijación en la actuación y la repetición. Citemos en extenso una reflexión de LaCapra:
En la crítica reciente (con la cual en parte estoy de acuerdo), hubo quizá demasiada tendencia a quedar fijados en la actuación, en la compulsión a la repetición, viéndolas como maneras de prevenir cierres, armonizaciones o nociones simplistas de cura, pero también, y en el mismo movimiento, como modos de eliminar u oscurecer cualquier otra respuesta posible, identificando simplemente toda elaboración como cierre, totalización, cura total, dominio total. El resultado es un tipo paralizante de lógica de “todo o nada”, que genera un doble encierro: o la totalización y el cierre que hay que resistir, o actuar la compulsión a la repetición, sin otras alternativas. Dentro de este marco de referencia tan restrictivo, la política se convierte a menudo en una cuestión de esperanza vacía de futuro, una apertura hacia una utopía vacua sobre la que no se puede decir nada. Y esta visión a menudo se engarza con una política apocalíptica o quizá con una política de la esperanza utópica, que lleva a una postergación indefinida del cambio institucional (LaCapra, 2001: 145).
En el plano colectivo, entonces, el desafío es superar las repeticiones, superar los olvidos y los abusos políticos, tomar distancia y al mismo tiempo promover el debate y la reflexión activa sobre ese pasado y su sentido para el presente/futuro. Tzvetan Todorov (1998), preocupado por los abusos de memoria provocados por mandatos morales de recordar, que implican en general repeticiones más que elaboraciones, y que podrían igualmente extenderse a silencios y olvidos, busca la salida en el intento de abandonar el acento en el pasado para ponerlo en el futuro. Esto implica un pasaje trabajoso para la subjetividad: la toma de distancia del pasado, “aprender a recordar”. Al mismo tiempo, implica repensar la relación entre memoria y política, y entre memoria y justicia.
1 Pierre Nora, figura clave en la apertura de la reflexión y la investigación contemporáneas sobre la memoria, señala que “la memoria moderna es, sobre todo, archivística. Descansa enteramente en la materialidad de la huella, en la inmediatez del registro, en la visibilidad de la imagen” (Nora, 1996: 8; también Gillis, 1994). Todas las traducciones de citas de textos publicados en otros idiomas me pertenecen.
2 Intensificación que tuvo que ver, entre otras cosas, con la serie de “cuadragésimos y quincuagésimos aniversarios de fuerte carga política y vasta cobertura mediática: el ascenso al poder de Hitler en 1933 y la infame quema de libros, recordados en 1983; la Kristallnacht, la Noche de los Cristales, el pogrom organizado contra los judíos alemanes en 1938 conmemorado públicamente en 1988; […] el fin de la Segunda Guerra en 1945 evocado en 1985 […] y también en 1995 con toda una serie de eventos internacionales en Europa y en Japón. En su mayoría, ‘aniversarios alemanes’” (Huyssen, 2000: 14).
3 Tomo la noción de “catástrofe social” de René Kaës, quien la elabora con relación a la noción de “catástrofe psíquica”: “Una catástrofe psíquica se produce cuando las modalidades habituales empleadas para tratar la negatividad inherente a la experiencia traumática se muestran insuficientes, especialmente cuando no pueden ser utilizadas por el sujeto debido a cualidades particulares de la relación entre realidad traumática interna y medio ambiente” (Kaës, 1991: 142). Una catástrofe social implica “el aniquilamiento (o la perversión) de los sistemas imaginarios y simbólicos predispuestos en las instituciones sociales y transgeneracionales. Enunciados fundamentales que regulan las representaciones compartidas, las prohibiciones, los contratos estructurantes, los lugares y funciones intersubjetivos. […] Las situaciones de catástrofe social provocan efectos de ruptura en el trabajo psíquico de ligadura, de representación y de articulación. […] Mientras que, como Freud lo subrayó, las catástrofes naturales solidarizan el cuerpo social, las catástrofes sociales lo desagregan y dividen” (Kaës, 1991: 144 y 145).
4 Sigmund Freud (1976) analiza el duelo en contraste con la melancolía. En esta, la pérdida puede ser imaginaria y el yo se identifica con el objeto perdido. De ahí la pérdida de respeto por el propio yo.