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Después del éxito internacional de La perra de tres patas de la señora Petrovna, nos llega una novela conmovedora acerca de las inesperadas segundas oportunidades que aparecen en el otoño de la vida. Gor tiene una vida muy ocupada. Debe ensayar un espéctaculo de magia, está esperándole una nueva ayudante y necesita urgentemente desbrozar su dacha. Pero se distrae con el vuelo de una mosca. ¿Será cosa de la edad? Tolya ha salido de una larga enfermedad, pero sus recuerdos se han evaporado. Retirado en un sanatorio con la vista de un pino como único entretenimiento, recibe encantado la propuesta del joven doctor Vlad de estudiar su caso. Con un entusiasta oyente a su lado y la ayuda de deliciosos dulces caseros de contrabando, recupera recuerdos de su infancia que van a revelar oscuros secretos… Los viejos primos de Azov es una tierna y maravillosa historia de dos hombres que, en el otoño de sus vidas, tienen la oportunidad de aprender que los recuerdos pueden sanarte, además de perseguirte. Un autor tiene que ser muy ingenioso para hacerte reír y llorar al mismo tiempo. Daily Mail Pintoresco, divertido, excéntrico. The Times
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Seitenzahl: 570
Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
Los viejos primos de Azov
Título original: Two Cousins of Azov
© 2017, Andrea Bennett
© 2018, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.
Publicado por HarperCollins Publishers Limited, UK
© De la traducción del inglés, Isabel Murillo Fort
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers Limited, UK.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.
Diseño de cubierta: Calderónstudio
ISBN: 978-84-9139-219-4
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Dedicatoria
Agradecimientos
El huevo desaparecido
Bocadillo de polilla
Tolya habla
Un estudio sobre la bisección
Un movimiento entre los árboles
El Palacio de la Juventud
El acróbata de Sveta
Fuego descontrolado
Eneldo y rosquillas
El amor no se guarda en conserva
La princesa
Colores y lápices
Me llamo Sveta
Zoya pregunta a los espíritus
Desconfianza
La incubadora de ideas
Súper Rush
Entre sábanas de color rosa
La auxiliar amable
Una triste troika
Vigor y Vitalidad
Helado
Luz de luna
Llenos de barro hasta las orejas
Zelenka por todas partes
Albina a la caza
Pastillas de broma
Día de visitas
Un lugar azotado por el viento
Una niña que desaparece
El adonis roto
¡Cucú!
Un largo viaje
Pryaniki a la hora del té
Medidas especiales
No está muerto
El gran espectáculo
Un Año Nuevo con un rayo de esperanza
Para mamá y papá
Me gustaría expresar mi gratitud a Mary Woodrow, Ady Coles, Lucy Du Plessis, Tim Parlett y Liz Moore por sus útiles comentarios a los diversos borradores del libro. Un agradecimiento muy especial para Cassie Browne y Charlotte Cray de Borough Press por sus sabios consejos, su paciencia y sus palabras de ánimo cuando todo parecía un poco confuso. Gracias también a The Prime Writers por la parte que les corresponde en el apoyo mutuo que nos hemos brindado.
Y como siempre, mil gracias a Mick James, por su ojo crítico, sus buenas ideas y sus cariñosos abrazos.
Y gracias a Louis y Archie, por ser Louis y Archie.
Quince días después del incidente del conejo, Gor estaba junto a la mesa de la cocina, rascándose la cabeza con un lápiz mordisqueado, a la espera de que el agua rompiera a hervir para echarle el huevo que iba a prepararse para comer. Tenía delante el crucigrama por terminar y, aunque el gato blanco y esponjoso estaba a sus pies, ignoraba casi por completo su presencia. El huevo, frío aún, se acurrucaba en su mano. Gor estaba distraído, mirando por la ventana sin ver, sus pensamientos lúgubres reflejados en una mirada turbia. Se oían los ladridos de un perro. Los graznidos de un cuervo. Se estremeció, uniendo las cejas en un gesto inquisitivo. ¿Y si fuera a buscar un jersey?
Era eso: el otoño empezaba a pulular a su alrededor con las maletas todavía por deshacer, era como si su cepillo de dientes se hubiera instalado ya en la repisa de cristal del lavabo. La luz natural que bañaba las zapatillas de lona tenía una palidez poco saludable. Aspiró hondo: el olor a tierra mojada por la lluvia se filtraba a través de las paredes. Solo faltaría un resfriado. Se estaba dejando. El lápiz cayó al suelo y Gor salió de la cocina. Desenterraría las zapatillas de otoño unas semanas antes de lo habitual y la sensación de tener los pies más calentitos le daría una pizca de consuelo.
El otoño le traía sin cuidado. No era nada sentimental con las estaciones, ni las echaba de menos ni ansiaba su regreso. Cada vez amanecía más tarde y era como si los días se agotasen, como si oscureciera antes de que a los pájaros les hubiera dado tiempo a terminar su canción. Todo lo cual causaba estragos en el suministro de bombillas, aunque rara vez causaba estragos en sus nervios. El otoño era un tema rápido y sucio, que en cuestión de semanas transformaba el polvo del verano en una porquería gélida. La alquimia basaba su secreto en una caída de temperatura de tres grados y unos milímetros adicionales de lluvia. Pero el ciclo de la vida era así. Librarse por fin del calor del verano estaba bien, murmuró Gor para sus adentros. La humedad había sido sofocante, sobre todo por las noches.
A veces, cuando el bochorno del verano lo tenía dando vueltas en la cama sin poder pegar ojo, había tenido una sensación de lo más extraña, como si estuviera en el lugar equivocado y fuera el tipo de criatura equivocado. Percibía un sentido distinto, nada que ver con el oído, el gusto o el olfato, sino más bien un recuerdo físico, impreso en los huesos. Era casi como si tuviera alas; las notaba desplegarse en la espalda, moverse arriba y abajo sin esfuerzo mientras sobrevolaba la tierra. Intuía que tendría que haber sido algo distinto a lo que ahora era. Y esa sensación le encogía el estómago, como una promesa olvidada mucho tiempo atrás: sí, eso tiene que ser bueno; sí, tiene que ser cierto. Anhelaba anidar en un lugar elevado y rocoso, totalmente árido.
Tal vez fueran sus raíces armenias que tiraban finalmente de él hacia los paisajes de sus antepasados. Al fin y al cabo, su domicilio actual, la ciudad de Azov, en el sur de Rusia, no era su hábitat natural. Era un lugar que sudaba o temblaba de frío, enclavado en unas ventosas marismas de agua salobre, allí donde el caudaloso río Don desembocaba en el mar de Azov, de aguas poco profundas. Desde lo alto de las viejas murallas, y mientras Azov hervía bajo una nube de mosquitos, podías ver a lo lejos el brillo y el movimiento del agua bajo un cielo de color intenso. Armenia no tenía nada que ver con el mar; se asentaba noble y remota, gloriosa y resplandeciente en su aislamiento, las montañas formaban barricadas que la flanqueaban por ambos lados y, con su sinuosa espalda arqueada hacia el cielo, se extendía veteada por carreteras polvorientas que serpenteaban hasta alcanzar el firmamento.
Se sentó en el recibidor, revolvió la caja de los zapatos hasta que dio con las zapatillas de otoño. Tenían el exterior de cuero pulido, con el brillo característico que otorga el paso del tiempo, y el interior listo para envolverle los talones con su suave lana de oveja.
Tal vez un día volvería a la tierra de sus antepasados, mejor dicho, de la mitad de ellos, y se sentaría en una montaña armenia. Con su mirada de grafito, señalaría, en un valle pedregoso, el punto exacto donde plantar un árbol. En una parcela de terreno llano, junto a ese árbol, construiría una casa armenia, con paredes altas de color marrón y elegantes ventanas rematadas con arco de medio punto. Plantaría viñedos y cultivaría un suelo tan difícil como aquel para extraerle una amplia variedad de frutos, exprimiría la tierra.
Aunque, pensándolo mejor, tal vez no. Había visitado el país en una única ocasión, en su juventud, para conocer a parientes lejanos y ver qué se estaba perdiendo. Por lo que recordaba, había disfrutado con el viaje, pero nunca lo había repetido a pesar de sus intenciones. La vida se había puesto seria y sus prioridades habían cambiado. Su carrera profesional en el banco, por ejemplo. Había prosperado rápidamente, echando unas raíces que lo habían mantenido firmemente arraigado en el suelo local. Además, ahora, la mayoría de los que había conocido entonces ya ni siquiera estaría en este mundo: lo más probable es que estuvieran enterrados bajo los árboles del valle, descansando en aquella tierra seca y arenosa. En su caso, empezaba a ser tarde para construir una casa y aprender un nuevo idioma.
Suspiró y volvió a la cocina, las cifras resaltadas en negrita del calendario de pared le llamaron por un instante la atención, sonriéndole con suficiencia mientras Pericles se paseaba entre sus tobillos. Una tímida «X» marcaba aquel primer viernes de septiembre, cuando había dado el paso y tomado las riendas de su destino. Una «X» de trazo más intenso señalaba el día, dos semanas después, en el que todo había salido tan mal. Plantado delante del calendario, se acarició su barba de chivo y, frunciendo el entrecejo, cogió un lápiz para dibujar otra «X», cuatro días más tarde. La fecha del incidente del conejo. El día que conoció a Sveta.
Se estremeció, a pesar de las zapatillas de lana de oveja, y cayó entonces en la cuenta de que había olvidado por completo tanto el crucigrama como el huevo. No soportaba los huevos que quedaban secos. Se disponía a retirar el huevo del cazo cuando se quedó de repente paralizado, boquiabierto. El cazo estaba vacío, el agua hervía alegremente, sin rastro alguno de huevo. ¡Pero si acababa de meter allí el huevo hacia un momento, antes de salir al recibidor! ¡Si había oído cómo el agua echaba de nuevo a hervir! Estaba seguro de que las puntas de los dedos, que habían estado en contacto con su superficie dura y lisa, seguían todavía frías. Miró a su alrededor, sintiéndose como un imbécil: ¿dónde se habría metido? Pericles abrió un ojo y observó a su amo explorar el horno, la vitrina, la despensa, la caja vacía de las galletas, todos los armarios: nada. No había huevo. Gor dirigió la mirada hacia las luces del techo, luego hacia el suelo, no buscando, sino examinándolos. Permaneció inmóvil, dudando de sí mismo, y fijó entonces la vista en el cazo de agua hirviendo, que pareció responderle con una risita y un guiño.
¿Qué estaba pasando? Las cosas no desaparecían así porque sí. Tenía que haber una explicación lógica. Abrió la puerta de la nevera: sí, la caja de los huevos estaba allí, y estaba también el espacio vacío dejado por el huevo que había sacado hacía exactamente seis minutos, o un poco más, pensándolo bien. El huevo del jueves no estaba. Cerró la nevera con más fuerza de la necesaria y apagó el fuego del cazo. Daba igual.
Lo último que podía permitirse era la pérdida de un nutritivo huevo. A la porra con todo: tomaría té y una rebanada de pan con mantequilla. Al fin y al cabo, había sobrevivido antes sin huevos, y con apenas nada, de hecho, aunque había que reconocer que de eso hacía ya mucho tiempo, cuando estuvo en Siberia. Estaba a punto de sentarse frente a su exiguo almuerzo cuando el teléfono, con su agudo y repetitivo sonido, le obligó a cambiar de planes. Dudó un momento, rebanada con mantequilla en mano, preguntándose quién podría ser. Seguía sonando. Salió corriendo al recibidor.
—¡Buenos días! —pronunció con seriedad, y su voz profunda rebotó contra las paredes.
El tono del bajo recibió la respuesta de una contralto algo chirriante.
—¡Hola, Gor! Soy… Sveta.
—Ah, sí. —Hizo una mueca y tragó saliva, y se relajó un momento apoyándose en la pared—. ¿En qué puedo ayudarle?
—Sé que tenemos un ensayo en breve en su casa, si no me equivoco. —A pesar de la pregunta implícita, no hizo la más mínima pausa—. Pero llamo para decirle que Albina, mi hija, ¿recuerda que se la mencioné? Pues resulta que no se encuentra muy bien y he tenido que quedármela en casa porque no puede ir al colegio. No puedo dejarla sola, evidentemente. —El pecho de Gor empezó a respirar con inaudible alivio cuando asimiló la idea de que Sveta estaba a punto de cancelar el ensayo—. Pero me preguntaba si… —continuó, empleando un tono más íntimo—. No me gustaría nada perderme este ensayo, justo ahora que acabamos de empezar, así que me preguntaba si le parecería bien venir a mi casa y hacerlo aquí. Albina se portará muy bien. Me lo ha prometido.
Gor unió por un instante sus negras cejas y se mordió el interior de la mejilla, sorprendido, y a la vez decepcionado, a decir verdad, por la determinación de Sveta.
—Si no hay otra alternativa, Sveta, habrá que hacer lo que podamos. Puedo ir a su casa, si es absolutamente necesario; es decir, si cree que debería ir.
La mujer no detectó su falta de entusiasmo, y le dio las gracias por mostrarse tan flexible antes de colgar con el tintineo de una risa forzada.
Gor había tomado nota de la dirección en el primer trozo de papel que había encontrado, el extracto bancario del Rostov Regional Magic Circle. Ojalá nunca hubiera llegado a tesorero. Se mordió de nuevo la mejilla y regresó a la cocina, para limpiar, y para ponerse nervioso pensando.
Los trucos enrevesados y la caja de magia, que habían sido su diversión favorita, no presentaban ya ningún atractivo. Se sentía cansado, carente de inspiración; preocupado, quizá. Ambicionaba tener tiempo para él, para tocar el piano y para reflexionar sobre los problemas de su falta de memoria, sobre la peculiaridad de la vida, sobre su pujante toma de consciencia, y sobre los montones de dudas que lo rodeaban, que se acumulaban hasta alcanzar el techo y ocultaban a menudo la luz del sol.
No dormía. Cuando se pasaba las manos por el pelo, notaba que a veces le temblaban. Últimamente habían estado sucediendo cosas extrañas, y no solo lo de aquel huevo estúpido o lo del horripilante conejo. Una tarde con el piano de media cola tal vez le diera la paz que necesitaba para aclararse las ideas. Una tarde con Sveta no, a buen seguro.
Cuando llegó al umbral de la puerta, canturreando para sus adentros, vio un movimiento en la ventana que le llamó la atención. Levantó la cabeza en un gesto automático, esperando encontrarse con un ala de paloma o un trozo de papel volando a merced del viento. Pasmado, vislumbró los perfiles de una cara, sus facciones empañadas por el vaho adherido al cristal frío, pero un semblante humano, sin duda alguna, allí, mirando, cuatro plantas más arriba. Se quedó paralizado, estupefacto al ver que la cara se difuminaba entre las nubes, y echó entonces a correr hacia la ventana. Las bisagras rechinaron cuando empujó el marco y estiró la cabeza para inspeccionar el exterior. No había nada que ver: ningún ser humano, ningún pájaro, nada excepto una extensión vacía de cielo y, abajo, el patio de suelo desigual. Se oyeron los ladridos de un perro y luego un portazo. Un escuálido abedul plateado dejó caer un montón de hojas al suelo. Gor siguió allí, respirando trabajosamente el aire frío y húmedo, viendo disiparse el vapor que despedía su cuerpo y a la espera de que el ritmo de la respiración recuperase la normalidad. Cuando lo consiguió, se restregó con una mano huesuda las cavidades de sus grandes ojos oscuros y cerró la ventana.
Entró en su habitación y se quedó frente al espejo un buen rato. ¿Estaría enfermo? ¿Estaría perdiendo la cabeza? A simple vista, era el de siempre: su cara no mostraba ningún signo de demencia ni de confusión. Aunque, pensándolo bien, ¿qué aspecto tendrían esas cosas?
Extendió las manos ante él: eran sólidas, fuertes, preparadas para el trabajo. Era alto y bien plantado. Recordaba todo lo que había hecho a lo largo del día hasta aquel momento, y sabía perfectamente qué día era, qué año era, dónde estaba y qué hacía. Observó con un mohín su imagen reflejada en el espejo. Lo que debería hacer ya, reconoció, era cargar el coche con todos los artilugios e ir a casa de Sveta.
No podía hacerle nada: tenía que seguir adelante como si todo fuera normal. Se encogió de hombros y se puso el jersey.
En cuanto Gor tuvo cargado el coche con todo el atrezo básico –un coche que era pequeño como una caja de cerillas–, el corto recorrido hasta casa de Sveta no presentó ningún problema. Puso la radio y disfrutó con el sonido sordo que emitían los sólidos botones negros mientras iba cambiando de emisora en busca de algo suave, reconfortante y sin locutores. Acabó dejándolo en Rachmaninov, y las notas burbujearon en su sangre como si fueran oxígeno mientras esquivaba baches y saludaba con un gesto brusco al quiosquero de la esquina, un hombre cuyo nombre desconocía pero que era un elemento fijo de su vida diaria. Más tarde se pararía a comprarle un periódico e intercambiaría con él gestos de asentimiento y avezados meneos de cabeza; lo sabía. Pasó por la plaza principal, llena a rebosar de gente y actividad, y saludó con la mano al guardia que mantenía el orden en los cruces. Después de atravesar el puente de hierro sobre el río Don, se dirigió hacia la parte más nueva de la ciudad y aumentó la velocidad cuando la calle, aunque no el asfalto, se ensanchó. Trazó sin dificultad un par de giros a derecha e izquierda, pasó por delante de un campamento de puestos ambulantes y perros greñudos y embarrados, y acometió la complicada tarea de localizar el bulevar, el grupo urbanístico, el edificio y el número de piso de Sveta.
A pesar de Rachmaninov y del recorrido por calles anchas y espaciosas, sus pensamientos seguían anclados en su nueva ayudante. No estaba del todo seguro de que fuera a encajarle. Gor llevaba varios años sin practicar la magia, pero la experiencia acumulada era importante: tenía el porte adecuado y un carácter apropiado para ello; podía ser misterioso e infundir confianza. En caso necesario, era capaz de arrastrar al público hacia un viaje que lo dejaba confuso y perplejo. A su entender, era un maestro, aunque muy oxidado. Pero esa tal Sveta: ¿podría llegar a ser un contrapunto efectivo? Si se reían de ellos cuando salieran a escena, no conseguiría más bolos, y si el resultado no era bueno, no le pagarían el trabajo. Lo cual sería un problema. De hecho, pensó, moviendo apesadumbrado la cabeza en un gesto dedicado únicamente a sí mismo, el dinero era el quid de la cuestión.
Una tubería, cerca del arcén, despidió una nube de humo y Sveta se esfumó de sus pensamientos para quedar sustituida por el recuerdo del cazo vacío y la cara empañada por el vapor. ¿Había sido real o una alucinación? ¿Tan mal estaba de los nervios? A lo mejor ni él ni Sveta valían para los escenarios. A lo mejor tendría que dejar correr su plan. ¿Sería realmente capaz de confundir y dejar perpleja a la gente, de dominar a un público que había pagado por verlo si ni siquiera conseguía hervir un huevo? ¿Estaba seguro de que a la gente de hoy en día le gustaba la magia? ¿Con su música pop, sus empresas privadas y sus excursiones al extranjero? Se rascó la barbilla e hizo un gesto de asentimiento cuando vislumbró el edificio, permitiéndose un rápido «rum-pum-pum-pa» para acompañar a Rachmaninov y levantarse un poco el ánimo.
Cuando Sveta abrió la puerta del Piso 8, Edificio 4, Grupo 6 de Turgenev Bulevar, Gor se quedó sorprendido al ver que el apartamento estaba completamente a oscuras. Tenía un aspecto desaliñado en comparación a cuando la había visto hacía unas semanas, con el cabello rubio ahuecado y encrespado alrededor de unas mejillas que recordaban las de un hámster y el maquillaje corrido. Se quedaron mirándose, él dándole los buenos días con una inclinación de cabeza y ella aparentemente paralizada.
—Buenos… —empezó a decir Gor, que fue acallado de inmediato con un «chsss» que le caló en los huesos—. ¿Qué pasa, Sveta? ¿Algún problema? —preguntó en voz baja, aún en el umbral de la puerta.
—¡Más bajo, Gor! Ya le he dicho que mi hija está enferma. Necesita silencio absoluto. Es… es una niña muy nerviosa, y sufre, ¿entendido?
Gor no entendía nada, y frunció el entrecejo.
—Tengo que sacar las cosas del coche. Haré un poco de ruido, seguro, pero iré con mucho cuidado y…
—¡No! ¡No se le ocurra meter en mi casa la caja de magia! ¡No, no, eso sería demasiado! ¡Tanto ruido y tanta agitación! Debemos ensayar como si la tuviéramos, pero sin ella. Nada de artilugios, gracias.
—¿Fingir que está ahí, Sveta? No me convence. Tal vez tendríamos que tener una charla.
Levantó las cejas. Pero Sveta siguió en la puerta, cambiando con incomodidad el peso del cuerpo de un pie hinchado y en zapatillas al otro, sin invitarlo a pasar. El olor cálido del apartamento se infiltró en las narices de Gor: limpia muebles y algo comestible, salsa de carne, quizá.
Tosió para aclararse la garganta antes de volver a hablar.
—¿Puedo?
—Oh, sí, claro, claro, pase, ¡qué tonta soy! —Se apartó de la puerta y encendió la luz. Una descuidada lámpara de techo proyectó un hilillo de luz rosada en el estrecho vestíbulo—. Quítese los zapatos, por favor. Veamos, aquí están, unas zapatillas… ¡de hombre!
Sveta, con un rostro tan radiante que Gor empezó a sentirse incómodo, le hizo entrega de un par de zapatillas de gamuza de color azul marino con el interior forrado de lana de aspecto mugriento. Tuvo la impresión de que, a pesar de que no tenían mucho polvo y no se habían convertido en un nido de arañas, llevaban mucho tiempo esperando la llegada de unos pies adecuados. Algo tenían aquellas zapatillas que le hizo pensar en una de las características de los barcos de placer atracados en el río: abandono.
Sveta le indicó que tomara asiento en la banqueta que había junto a la mesa del teléfono para descalzarse, y se quedó a su lado, observando cómo lo hacía. Miraba repetidamente hacia una habitación que había al final del pasillo, que tenía la puerta entreabierta. Imaginó Gor que la hija debía de ocupar esa ala de la casa, y que debía de estar sufriendo: era evidente que su madre estaba ansiosa. Tal vez tendría que haberle llevado algo de vino.
Cuando se estaba calzando la segunda zapatilla, oyó un revoloteo, seguido por el silbido que producen las alas al agitarse en el aire. Un chillido aviar en el fondo del apartamento, seguido por lo que parecía una ristra de palabrotas, le llevó a levantar la cabeza. Sveta rio con nerviosismo y se tapó la boca con la mano cerrada en un puño, presionándose la barbilla, que era pequeña y algo hundida. Se volvió hacia él.
—Es Kopek, nuestro periquito. Albina lo adora y está enseñándole a hablar. Creo que Albina tiene una relación muy especial con los animales, una afinidad, creo que lo llaman —le confió con orgullo.
Gor enarcó una ceja, pero no dijo nada. Daba la impresión de que a aquel pájaro le dolía algo. Los chillidos continuaron, cada vez más fuertes y más insistentes, y luego empezaron a intercalarse con una serie de golpes sordos que hicieron temblar incluso la luz. Gor y Sveta se miraron. La sonrisa de ella se esfumó, suspiró e hizo un mohín.
—Un momento —dijo, dirigiendo un solo dedo hacia la cara de él antes de echar a correr por el pasillo, cruzar la puerta del final y cerrarla a sus espaldas.
—Faltaría más —murmuró Gor para sus adentros.
Se acercó a la librería mientras esperaba y, meneando la cabeza de vez en cuando, buscó títulos que le resultaran familiares. Detrás de la puerta del final del pasillo se seguían oyendo sonidos, seguidos por una tempestad de siseos pidiendo silencio. Levantó los hombros hacia arriba, en un intento de alcanzarse los oídos, cuando el desgraciado pájaro volvió a chillar. Soltó el libro que tenía en la mano –La madre, de Máximo Gorky– y se levantó de un brinco varios centímetros del suelo cuando la misteriosa puerta se abrió de repente y una niña-diablo irrumpió aullando en el pasillo. Una cara redonda y sonrosada enmarcaba unos ojos como canicas que asomaban bajo mechones de pelo recogidos en dos coletas mediante un par de pompones deshilachados que se agitaban con violencia. Reía. O lloraba. Imposible saberlo. Y corría… hacia él.
El graznido que emitía la niña se metamorfoseó en un prolongado «¡ahhhh!» de terror cuando el pie se le quedó enganchado con la alfombra del pasillo y empezó a caerse. En aquel instante, mientras intentaba recuperar el equilibrio, le recordó a Gor un osezno sorprendido por la trampa de un cazador: el cuerpo aún inmaduro totalmente descontrolado, las distintas partes agitándose en torno a las caderas, las patas delanteras y traseras enormes y tontorronas, aunque también amenazantes. Fue en el último momento, justo antes del impacto, cuando Gor se dio cuenta de que en la mano derecha sujetaba un pajarito de colores vivos que tenía el pico abierto para articular un mudo e interminable grito de espanto. Levantó las manos.
Escuchó el impacto antes de sentirlo. Cuando cayó hacia la estantería y la niña se derrumbó sobre él como un árbol en el bosque, el aire salió silbando de sus pulmones. Por unos instantes, se quedó sumido en la negrura porque un amasijo de pelo, que olía a salsa de carne, limpiamuebles y pompones, se apoderó de su cara. Notó dolor en la espalda y una presión en el pecho. Siguieron unos segundos de silencio absoluto, luego un estruendo, como si hubiera caído una bomba en el edificio. La niña empezó a llorar, a toser y a farfullar para levantarse, sin soltar en ningún momento el pajarito que seguía atrapado en su mano.
—¡Kopeka! ¡Mi Kopekito! ¡Está mueeeeertoooo! —bramó.
—Oh, malysh, tranquila, serénate, vamos a ver si te ha pasado a ti algo. —Sveta se agachó junto a su hija para intentar liberarla del amasijo que se había formado entre la alfombra, la librería y Gor, y empezó a tirar sin éxito de su brazo—. Te tengo dicho que no corras por casa, ¿verdad?
—¡Está mueeeeertoooo! ¡Tú me has hecho matarlo!
—No, no, veo que le brillan los ojos. ¡Mira! Solo está aturdido. Anda, levántate y miremos cómo está nuestro pobre invitado. ¿Está herido?
—¡Te odio!
—Tranquila, tranquila, pequeñita. Mamá no tenía ninguna intención de hacer que tropezaras.
—¡Pero lo has hechooooo!
—Lo único que quiero es que te comportes…
—Óiganme… no puedo respirar.
Gor interrumpió una discusión que se estaba volviendo acalorada. La niña que le estaba aplastando el pecho miró furiosa a su madre y lloriqueó acto seguido al fijar la vista en el pájaro inmóvil que tenía en la mano. Siguieron discutiendo. Notó que le subía por la garganta una oleada de pánico y agitó los brazos.
—¡Socorro! —fue lo único que logró decir.
Albina se quedó mirándolo, sorbió los mocos por detrás de sus manos temblorosas y cambió el peso del cuerpo hacia un lado.
Y cuando lo hizo, el pájaro hizo un discurso, con una voz aguda y ácida. Gor levantó tanto las cejas que le llegaron hasta el nacimiento del pelo y Sveta se quedó boquiabierta. Albina sonrió, se secó la nariz con la manga y observó la bola que tenía en las manos.
—¡Está vivo, mamá! —exclamó, y se acercó a la cara al desventurado Kopek para acariciar con la nariz sus plumas de color azul eléctrico.
—¡Oh! ¡Qué maravilla! Ya te he dicho que estaba bien. Pero ve con cuidado con el pico, pequeñita. Ya sabes lo que pasó la última vez —le advirtió Sveta—. Y ahora, a levantarte.
—Ese pájaro… ¿verdad que ese pájaro ha dicho…?
—Ya le he comentado que tiene afinidad con los animales —dijo Sveta, radiante.
Levantó a la niña del suelo cogiéndola por debajo de las axilas y luego tiró de Gor con una luminosa sonrisa.
—Gor, le presento a mi hija, Albina. Albina, saluda al señor Papasyan. —La niña miró a Gor con hosquedad—. Albina no se encuentra hoy muy bien, ¿verdad, nenita? —prosiguió Sveta—. Por eso necesita ir a descansar en silencio a su habitación. Pero querías saludar al invitado de mamá, ¿a qué sí, cariño? Gor es mago. Y vamos a ensayar. ¿Verdad que no te importa?
Albina no dijo nada, pero miró a Gor a través de sus pestañas y se mordió el labio.
El pájaro emitió un chasquido gutural.
—Voy a guardarlo —dijo Albina, levantando la cabeza con una sonrisa—, y luego puedo ayudaros.
Como era de esperar, el ensayo que siguió no estuvo en absoluto a la altura. Sin atrezo, sin escenario, y con ambos distraídos por los sucesos del día, ninguno de los dos estaba de humor para practicar la magia. Lo que hicieron entonces fue discutir posibles programas para su espectáculo y el abanico de trucos de ilusionismo que podían ofrecer, cómo se colocarían y cómo moverían brazos y piernas. Con suspiros de preocupación, Gor repasó la exigua lista de reservas recibidas hasta el momento. Sveta sugirió nombres de locales tenebrosos en deprimentes ciudades de los alrededores a los que tal vez podrían convencer para representar su espectáculo. Cuando empezó a parlotear sobre organizar un espectáculo de variedades propio, Gor se puso a toser, ahogando con el sonido las palabras de ella.
Observó la mirada borrosa de Sveta y le preguntó qué margen de beneficios había estimado.
—Bueno… la verdad es que no he llegado tan lejos.
Gor movió la cabeza en un comprensivo gesto de asentimiento y Albina rio con disimulo tapándose la boca con la mano.
La niña, que se negaba a abandonar la estancia, estaba siendo una distracción continua para Sveta. De hecho, se negaba a separarse de Gor y lo siguió la tarde entera por todas partes a medio paso de distancia de él; fue detrás de él cuando entró en la cocina, se pegó a su lado en el sofá e insistió incluso en enseñarle dónde estaba el cuarto de baño cuando él preguntó al respecto. Gor había respirado hondo y corrido el pestillo mientras ella esperaba en el pasillo a que saliera.
—¿Qué tipo de vestuario utilizará?
Acompañó la pregunta con una expresión de perplejidad.
—Debería tener un vestuario adecuado, ¿no? Las ayudantes tienen que lucir siempre muy bien. Un cuerpo con lentejuelas, estaba pensando, con plumas en el hombro, y una falda de tul, con medias de rejilla debajo. Y una diadema con plumas. Es lo tradicional, ¿no?
Sveta rio roncamente y Gor carraspeó y apartó la vista… para tropezarse directamente con la mirada inquisitiva de Albina.
—¿Tiene pensado utilizar a Kopek en el espectáculo, señor Papasyan? —preguntó, deslizando una y otra vez los pies por la funda de nailon que cubría el sofá, un ruidito que le provocaba a Gor una dentera terrible.
—No, Albina, no creo que sea muy buena idea.
—Los magos utilizan conejos, ¿no? —preguntó, y a continuación dijo—: ¡Ay! ¡Mamá, acabo de engancharme la uña en la funda del sofá!
Gor se estremeció al ver que empezaba a tocársela.
—Sí, algunos sí. Pero yo nunca he utilizado animales en mis espectáculos de magia. Considero que los animales no son ni necesarios ni ventajosos cuando de lo que se trata es de confundir y desconcertar a la mente humana.
—Pero son monos. Kopek quedaría monísimo con un sombrero de copa o una varita mágica. Podría sujetarla con el pico. Vamos, señor Papasyan, podría utilizarlo.
—No, no, Albina, de verdad, no es necesario.
—Mamá, dile al señor Papasyan que utilice a Kopek.
—Sí, Gor, es muy buena idea, ¿no le parece? —Sveta lo miró sonriente y cogió un mechón de pelo rubio encrespado para retorcerlo coquetamente—. Al fin y al cabo, a la gente le gustan los animales…
—No, Sveta, eso es innegociable. Ese… pájaro no puede jugar ningún papel en mi…
—¡En nuestro! —exclamó Albina, interrumpiéndolo.
—En mi espectáculo de magia. Y no se hable más del tema.
Sveta hizo un mohín y empezó a tirar de los puños del jersey. Albina miró fijamente a Gor unos segundos y rio entre dientes.
—¿Verdad que piensa que Kopek estaba diciendo palabrotas?
—Sí, Albina, estaba diciendo palabrotas.
—¡No, ahí es donde se equivoca! Es un pájaro muy inteligente. Estaba hablando en japonés.
—Albina, de verdad, me parece que nuestro invitado…
—¡Calla, mamá! Deja que se lo explique al señor Papasyan. —Albina miró fijamente a su madre y esta evitó la mirada, bajando la vista hacia las manos, entretenidas ahora con una pelusilla de la falda—. ¡Kopek estaba hablando en japonés! Es muy bueno en kárate. Y yo también.
—Cierto —dijo Sveta con una sonrisa y levantando la cabeza para mirar a Gor con un gesto de asentimiento.
—Soy cinturón amarillo. El fu kyu[1] es un ejercicio de kárate.
—¡Lo es! —afirmó Sveta, sonriendo de nuevo—. Albina lo aprendió en el colegio.
—Así que tiene usted una mente sucia, señor Papasyan —dijo la niña, mirando a Gor por el rabillo del ojo.
Gor se la imaginó causando estragos en un gallinero.
—No saques estas conclusiones, Albina —dijo Sveta, sonriendo con afectación.
—¿Es usted millonario, señor Papasyan? —ceceó entonces la niña—, porque dice mamá que no lo es, pero el señor Golubchik, el de la panadería, dice que usted antes tenía un banco…
—¡Albina! —gritó su madre—. ¡Nada de cotilleos!
—¡Señoras mías! —dijo Gor, cerrando los ojos y bajando la vista—. Ha sido una tarde muy interesante, pero me temo que debo marcharme. No creo que podamos hacer mucho más por hoy.
Estaba decidido a no dejarse arrastrar por una niña de doce años, o lo que quisiera que fuese aquella niña, hacia una conversación estúpida sobre movimientos de kárate o sobre sus finanzas.
—Pero Gor, no puedo permitir que se marche ya —dijo Sveta—. Llevamos toda la tarde con la planificación y aún no le he ofrecido nada. Permita que le prepare un té y un bocadillo antes de que se marche. ¡Insisto!
Pensándolo bien, Gor no tuvo más remedio que llegar a la conclusión de que estaba hambriento, sobre todo porque no había disfrutado de su huevo a la hora de comer, de modo que, agradecido, dejó que Sveta se fuera a la cocina a prepararle algo. Y fue un alivio cuando Albina, después de pasarse unos minutos más mirándolo, se marchó a ayudar a su madre. Dio entonces una vuelta por la estancia y abrió y cerró brevemente las cortinas moradas que ocultaban la visión del bloque vecino.
Sveta volvió con una bandejita con una taza de té, un bocadillo de pan de centeno con queso y perejil y un platito pintado de forma oval con caramelos.
—Adelante, Gor. Albina y yo comeremos más tarde.
Las dos tomaron asiento en el sofá delante del sillón donde estaba sentado él dispuestas a ver cómo comía. El té estaba perfecto.
—¡Aaah! —dijo Gor, cuando el calor le llegó al estómago—. ¡Está estupendo, Sveta!
—Gracias. Es georgiano. Digan lo que digan de los georgianos, la verdad es que en lo que al té se refiere, saben lo que se hacen.
—¡Cierto! Y con los guisos también —añadió Gor—. ¡La cocina georgiana es magnífica!
Le dio un mordisco al bocadillo. Las semillas de cilantro que cubrían la corteza del pan le incorporaban aroma a limón a la acidez del centeno oscuro. De pronto, se dio cuenta de que estaba muerto de hambre y masticó con rapidez.
—Eso sí que no lo sé, la verdad. No como mucho fuera. Nos apañamos cocinando en casa. Nos gustan las chuletas y la col hervida, con eso nunca fallas.
—Sí, por supuesto. Las chuletas son una buena comida. No era mi intención…
Le dio otro mordisco al bocadillo y masticó. Fue entonces cuando notó algo raro que le obligó a ralentizar la masticación. Notó alguna cosa que no era ni queso, ni perejil, ni pan. Algo con una textura extraña, algo que al masticar le recordó un poco el papel, un poco tal vez un pelo, algo un poco pastoso, todo a la vez. La mandíbula dejó de moverse, los dientes se cerraron y lo que fuera se quedó allí, sin tragar. Algún sentido interno estaba impidiendo que la lengua proyectase el bolo alimenticio hacia la garganta para iniciar la siguiente fase. Le vinieron arcadas y miró fijamente el bocadillo.
—A Albina le gusta la ukha, la sopa de pescado —estaba diciendo Sveta.
—Me gustan las cabezas —añadió la niña.
Gor separó las dos rebanadas de pan de centeno para examinar el contenido.
—Sí, las cabezas de pescado, te gustan, ¿verdad?
—Los ojos y los sesos son la parte más sabrosa —dijo Albina, sonriendo.
Gor frunció el entrecejo. Aplastados entre el queso y el perejil había los restos de una polilla peluda, enorme y de color marrón. Tenía las alas abiertas y ocupaba prácticamente toda la superficie del pan. Quedaba solo la mitad de su cuerpo moteado.
—Contienen muchas vitaminas, ¿verdad? —dijo riendo Sveta, que captó la mirada de Gor cuando este levantó la vista, pálido y con la boca llena aún de mejunje de queso, polilla y perejil.
Albina lo estudió también con atención y su rostro se contorsionó.
—¿Pasa algo? —preguntó Sveta.
Su rostro seguía esbozando una sonrisa, pero la frente se le arrugó en un gesto de preocupación. Gor, con ojos lagrimosos, inspeccionó rápidamente la estancia en busca de algún lugar donde librarse de tan indeseable bocado. No había nada: ni servilletas, ni macetas. Y las dos seguían mirándolo. No le quedaba otro remedio. Movió la lengua hasta capturar el pedazo de polilla y lo tragó con férrea determinación.
—No —chirrió cuando estuvo seguro de que aquello no volvía a subir, y tosió para aclararse la garganta antes de beber un agradecido trago de té dulce y caliente—. Bueno, en realidad sí. Tengo que irme.
Se estremeció solo de pensar en la polilla entrando en el estómago, pero, tambaleándose, se levantó y salió corriendo del salón, dejando la bandeja en la cocina oscura por el camino.
—¡No, por favor, díganos qué sucede! —le imploró Sveta, sinceramente preocupada.
Gor se sentó en la banqueta para sacarse de encima las pantuflas azul marino y calzarse sus confortables botas marrones.
—No… no sé, Sveta, a lo mejor es una tontería, pero todo es… no sé, es todo tan extraño… Reconozco que estoy un poco asustado —dijo, levantando la vista para mirarla.
—¿Pero por qué? —replicó ella, que había posado una mano en el hombro de Gor.
—En el bocadillo había una polilla enorme.
—¿Una polilla? Oh… ¡vaya! —exclamó Sveta—. Pero no tiene de qué asustarse, Gor…
—¡Y no es la primera cosa rara que pasa, se lo aseguro! Hubo lo del conejo…
—¡Oh, sí, lo del conejo fue espantoso!
—¿Qué conejo? —preguntó gritando Albina.
—Y las llamadas telefónicas… a todas horas del día y de la noche. ¡Infinitas llamadas telefónicas en las que nadie dice nada! También llamadas a la puerta, y luego no hay nadie. Y esta mañana me ha desaparecido un huevo del cazo, mientras estaba hirviendo…
—¿Desaparecido? ¡Eso es magia! ¡Es… sobrenatural!
—¡Sí! ¡No! Y eso no es todo. No me creerá… pero había una cara en la ventana. ¡Una cara!
—¡Pero si vive usted en un cuarto! —exclamó Sveta.
—¡Exactamente!
—¡Horripilante! —intervino Albina.
—Sí —reconoció Gor—. Lo encuentro todo un poco… un poco horripilante, como bien dice —dijo, frunciendo el entrecejo.
—¿Y quién era?
—Nadie —respondió Gor, hablando entre dientes—. Allí no había nadie. Miré… y nada de nada.
—Tendríamos que mirar ese bocadillo, mamá —ordenó Albina—. Creo que tendríamos que… asegurarnos.
La niña marchó corriendo a la cocina y regresó instantes después sosteniendo a una distancia considerable de su cuerpo la desordenada bandeja. Los tres estudiaron los restos de comida.
—Pero si estaba aquí. ¡La he visto!
Gor tocó con cuidado el pan, el queso y el perejil con su fino dedo índice y separó los elementos en busca del intruso alado. No había nada.
—¡Estaba aquí! —exclamó con voz vacilante, y miró los ojos azules y reconfortantes de Sveta—. ¿Qué me está pasando? ¿Cree que estoy… enfermo?
Sveta hizo un mohín.
—¿Cuánto tiempo lleva con esto?
—Unas dos semanas. Desde que nos conocimos, de hecho.
—¿Ah sí?
—Oooh, mamá, ¿y qué puede significar todo esto?
—Calla, Albina. Me parece que puedo ayudarle, Gor. Tengo una amiga, bueno, más bien es una conocida. Podría hacer algo… para solucionar todo esto.
—¿Sí? —inquirió Gor, sorprendido y aliviado—. ¿Es médico, quizá?
—No —respondió Sveta—. Mucho más útil que eso. Es médium.
—Ah —dijo Gor sin levantar mucho la voz, y bajo la vista.
—¡Fu kyu! —chilló Kopek desde donde estaba posado en la cocina.
[1] La confusión viene por un juego de palabras intraducible: el ejercicio de kárate, fu kyu, se pronuncia en inglés igual que la expresión malsonante «fuck you», que admite múltiples traducciones desde un leve «Vete a la mierda» hasta otras más fuertes. (N. de la T.)
La bola amarilla del sol parecía una yema de huevo en el cielo lechoso, no emanaba calor, no rezumaba luz, estaba simplemente suspendida allí. Anatoly Borisovich, o Tolya, para abreviar, tragó una masa sustanciosa de saliva. Huevo y leche, como su baba le preparaba cuando era una mañana especial, mucho tiempo atrás, cuando era pequeño y rubio, cuando era capaz de cautivar a los cuervos para que bajaran de los árboles y a los caracoles para que salieran de los cubos. Cuando era joven. Batió sus pensamientos, revolvió el sol-huevo, con deseo de sacar de allí algo comestible, algo nutritivo, algo bueno. Refunfuñó al darse cuenta de que estaba hambriento.
¿Cuántos pares de ojos de aquel pasillo estarían fijándose en aquel sol?, se preguntó, ¿cuántos de sus compañeros pacientes (¿acaso eran eso?) respirarían aún, a la espera de unas tortitas y de un poco de leche, de unas gachas y de la muerte? Sabía que había otros pacientes. A veces los oía. No había salido de su habitación, y no recordaba ni cómo había llegado hasta allí ni qué había al otro lado de la puerta, pero sabía que había más gente. Giró la cabeza y su pelo gris enmarañado hizo crujir la almohada almidonada. Vio entonces que se abría la puerta, que el verde del pasillo recién pintado se filtraba en la habitación. Entró un hombre joven de aspecto atlético y se quedó a los pies de la cama, inquieto, con un papel y un bolígrafo pegados al pecho. Le dio la sensación de que el joven le hablaba. ¿Sería real?
Eso de que le hablaran resultaba muy extraño. Hacía bastante tiempo que nadie lo hacía. Anatoly Borisovich se restregó los ojos. Sí, era evidente que la boca del joven se movía, que su mandíbula bien esculpida saltaba arriba y abajo, que sus dientes titilaban. Se oían muchas palabras, un revoltijo de sonidos. Decidió escuchar y se esforzó por sintonizar. Reconocía los picos y los descensos de los grupos de letras, los sonidos de las sílabas, pero era como si las palabras chocaran entre ellas, como si hicieran carreras, como si cargaran las unas contra las otras, como si jugaran a saltar a la pídola, incluso. Arrugó la nariz.
El joven se quedó quieto. Reinó el silencio. Anatoly Borisovich se pasó la lengua por los labios y su ojo izquierdo se sacudió con un tic.
—¿En qué piensa? —preguntó el joven. Anatoly Borisovich sorbió por la nariz, satisfecho. Acababa de encontrar el final del ovillo, el principio y el fin de la frase. La cosa mejoraba—. ¿Es algo que le gustaría comentar?
Anatoly Borisovich dudó. No había entendido nada de lo que había dicho el chico. Y por mucho que quisiese hablar, no conseguía dominar la lengua: se movía con timidez en el interior de la boca y se escondía tras las encías. Al final, logró esbozar una sonrisa, arrugar los ojos y emitir un pequeño gruñido.
El joven volvió a hablar, más despacio esta vez.
—Es muy sencillo. Cuénteme cosas sobre su demencia… sobre su olvido, quiero decir, sobre su pérdida de memoria y cómo fue que acabó usted aquí… ¿Cuándo fue eso? —Repasó las notas que llevaba—. ¿El jueves ocho de septiembre? Hace casi un mes. Analizaré la información que me dé, emitiré un diagnóstico y encontraremos la manera de reducir su confusión, y sus miedos. Y se sentirá mejor. Y es posible que, en un momento u otro, pueda volver a casa. Sufrió usted algún tipo de problema físico grave, ¿verdad? E imagino que también un cataclismo mental. Cuando llegó aquí estaba delirando.
Anatoly Borisovich asintió y movió la boca, preparándose para hablar, pero el chico, al intuir una recepción positiva, se apresuró a seguir.
—Su expediente es escueto, pero me parece un sujeto potencialmente interesante… y cualquier cosa que pueda contarme resultará muy útil. Soy estudiante de medicina y estoy cursando un módulo de gerontología. Será mi caso de estudio. —Estrujó el cuaderno que llevaba en la mano—. Tengo que tenerlo acabado para finales de octubre, así que… —Miró al anciano a los ojos—. No se trata solo de decrepitud, ¿verdad? ¿Hubo algún suceso… dramático?
Anatoly Borisovich intentó hablar, pero el chico continuó.
—¿Está dispuesto a tomar parte? Espere un momento, ¿podría girar la cabeza hacia la luz, por favor? —El joven hizo una pausa y entrecerró los ojos—. Me gustaría preguntarle sobre esas cicatrices. Las cicatrices podrían ser un buen comienzo. Según me han explicado, los traumatismos nunca se limitan tan solo a la superficie de la piel. —Anatoly Borisovich asintió. El peso de la perspicacia de su visitante le llevó a echar hacia abajo las comisuras de la boca. El chico continuó—. A lo mejor podría formularle preguntas y usted me responde con un «sí» o un «no», si le cuesta decir más.
Por fin el chico dejó de hablar. Anatoly Borisovich cogió aire y empujó unas cuantas palabras hacia el exterior.
—¿Su nombre? ¿Cómo se llama? —El sonido se arrastró por las cuerdas vocales secas.
—Vlad —respondió el joven, pasándole un vaso de agua que llevaba una eternidad en la mesita de noche.
—¿Vlad? —Bebió un poco y tosió—. ¿Y qué tipo de nombre es ese?
El joven sonrió y jugueteó con el bolígrafo, pero no hizo el más mínimo intento de responder.
—Me refiero —el anciano bebió un poco más de agua—, a si se trata de una abreviatura de Vladimir, de Vladislav o de qué. No puedo hablar con usted… si no lo conozco.
Hablaba despacio, moviendo las manos en el aire como si quisiera subrayar sus palabras. De haber tenido Vlad un poco de imaginación, habría equiparado a Anatoly Borisovich con un prestidigitador.
—Vladimir —respondió el joven con una sonrisa de superioridad.
—Bien. —Anatoly Borisovich suspiró con tanta intensidad que se sacudió incluso—. ¿Quiere escuchar mi historia? Nunca la he contado. ¿Se imagina? —Vio que el joven iba a replicar, de modo que prosiguió con rapidez, cogiendo el ritmo—. A decir verdad, la he olvidado. Se perdió por alguna parte, entre los árboles, hace muchos años. Pero ha ido regresando mientras permanecía aquí tumbado, sin ver a nadie, sin ser nadie. —Su voz era casi inaudible, suave y seca como el susurro de la hierba a finales de verano—. He olvidado mi presente, pero recuerdo mi pasado. Vaya, vaya… Y ya que me lo pide tan amablemente… se lo contaré. ¡Aunque me resulta extraño oír palabras pronunciadas con mi propia voz! ¡Imagínese! —Sus ojos se iluminaron con perplejidad, unos ojos que brillaban con intensidad desmesurada—. ¿Sabía usted cómo sonaba mi voz? Seguro que no. Es la primera persona que muestra cierto… interés. Me dan de comer, me lavan, me pinchan… pero nadie habla, nadie escucha. —Se incorporó un poco en la cama y le indicó con un gesto a Vlad que le colocara otra almohada—. ¿Qué día es hoy?
—Martes.
—Explíquese un poco más —dijo Anatoly Borisovich, arrugando la cara y mirando a Vlad.
—Cuatro de octubre. 1994.
—¡Ah! Ya estamos en otoño. —Bebió otro trago de agua y chasqueó los labios. El tono de voz subió—. Nunca me preguntan cómo estoy, ¿sabe? Se limitan a mirar ese gráfico y a preguntarme si necesito ir al baño —prosiguió—. ¡Me tienen por un orinal! —Disfrutó como un niño pronunciando aquella palabra y la risa que ascendió por su garganta sonó como el aire cuando sale silbando de un neumático viejo.
Vlad sonrió y se rascó la cabeza, cubierta con pelo castaño y rizado. Anatoly Borisovich se fijó en el movimiento del bíceps bajo el tejido de un jersey que tenía pinta de ser extranjero.
—Eso lo arreglaremos. ¿Le apetecería tal vez un té? Si quiere puedo pedirle a una auxiliar que se lo traiga.
—¡Ah! ¡Té! ¡Sí! —Los ojos del anciano brillaron, como si el té fuera un hijo al que hacía mucho tiempo que no veía.
Unos minutos más tarde, con la ayuda del perfumado lubricante, las palabras empezaron a rodar con más rapidez por su lengua.
—¡Gracias, gracias! —Removió los varios terrones de azúcar que había echado en el té—. ¿Es un pino eso de ahí fuera? ¿Detrás de la valla? —Bebió un sorbito y hundió las mejillas, que parecían hojas de col—. Tengo los ojos cansados ya de mirar. He mirado con intensidad tantas cosas, tantos lugares. Pero eso no logro verlo bien, ¿sabe? A veces está más cerca, otras más lejos. Una noche estaba en la ventana. Me parece que es un árbol. Tiene que serlo, ¿verdad? Y si no es un árbol, pues… —El anciano titubeó y se calló. Miró a Vlad con los ojos muy abiertos—. ¿No hay ningún bosque?
Vlad acercó la silla de la habitación a la cama del anciano. El papel y el bolígrafo cayeron al suelo.
—No hay ningún bosque, Anatoly Borisovich. Yo no sé de árboles, soy médico. Podría ser un pino. —Miró por la ventana—. Diría que sí que es un árbol. —El anciano sonrió, animándolo—. Pero no hay ningún bosque, sino mucha agua. Estamos junto al mar.
—¿Junto al mar? ¿En serio?
—Por supuesto, está a unos pocos kilómetros de aquí, en dirección oeste. —Vlad señaló el horizonte gris—. Por ahí: el mar de Azov.
—¡Ah! ¡Sí! Eso me suena… quizá. ¿Queda lejos Rostov?
—No muy lejos. Estamos más o menos a medio camino entre Azov y Rostov. Es usted de Rostov, ¿no?
—No. —El anciano negó con la cabeza—. De Rostov no.
—Ah. Veo que ha recuperado usted la voz, hable pues, Anatoly Borisovich. Cuénteme qué le pasó. Cuánto más me explique, más detallado será mi caso de estudio, y más útil será para usted. Dispongo de mucho tiempo: mi turno ya ha acabado, oficialmente, de modo que tengo toda la tarde libre, más o menos. ¿Recuerda cómo lo trajeron hasta aquí?
El chico sonrió, y sus labios carnosos se retiraron para mostrar la cara limpia de unos dientes blancos y bien colocados. El anciano fijó en ellos la mirada unos instantes: eran afilados, enormes, de aspecto fuerte, como los de un caballo. Recorrió con la lengua los bultos y las oquedades de sus gastadas encías.
—No. Nada de nada.
—Vaya, ¿qué le parece, entonces, si empezamos un poco más atrás?
Anatoly Borisovich bebió otro poquito de té y lo sorbió con alegría.
—Perfecto. Nací en Siberia…
—A lo mejor no tan lejos…
—En un pueblecito no muy alejado de Krasnoyarsk. ¿Conoce Krasnoyarsk?
El anciano se quedó a la espera y miró fijamente a Vlad con una mirada que exigía una respuesta. El joven se lo pensó un momento.
—Sí, claro, hay una presa. Espere, ¿ha visto…? —Hurgó en los bolsillos y extrajo un billete nuevo doblado perfectamente por la mitad—. ¿Lo ve? Sale en el reverso de los nuevos billetes de diez mil. La presa. —Se lo enseñó al anciano.
—¿Un billete de diez mil rublos? ¿Es usted millonario, Vlad? —dijo con incredulidad Anatoly Borisovich.
—Todavía no, pero espero serlo. —Esbozó una sonrisa—. Pero ahora en serio, diez mil rublos no son nada, equivale a unos dos dólares estadounidenses. Una muestra más de la inflación de Yeltsin… ¡ahora todos somos millonarios!
Vlad le guiñó el ojo mientras doblaba de nuevo el billete y lo guardaba con cuidado en el bolsillo.
—¿Dos dólares? ¿Millonarios? —El anciano se quedó boquiabierto y dejó ver la lengua, blanca y arrugada—. ¿Y para qué queremos nosotros dólares estadounidenses, eh? Tenemos salud y tenemos la Unión Soviética, quiero decir que tenemos… ¿cómo la llaman ahora?
Vlad se encogió de hombros y se agachó para recoger el bolígrafo y el cuaderno.
—¿El qué? Pero sigamos con su historial. Nació usted en Siberia. —Se inclinó hacia delante y movió la barbilla en dirección al anciano—. ¿Recuerda su infancia?
—Sí que recuerdo cuando era niño. Recuerdo estar en el bosque, que todo el mundo tenía que trabajar. En el bosque, con los árboles. ¡Trabajo duro! Todo el mundo tenía una cuota. O cumplías con tu cuota o te recortaban la paga. Aquello era trabajo a destajo. Mi padre superaba con creces sus cuotas. Siempre. ¡Era un auténtico héroe! Lo pusieron al mando de una cuadrilla, durante un tiempo. No lo veíamos nunca.
El anciano dejó vagar la mirada mientras su cerebro retrocedía en busca de su padre.
—Un frío gélido constantemente, imagino. ¿Y qué me cuenta sobre los gulags, sobre los prisioneros políticos? ¿Los vio? Eso que cuenta debió de ser más o menos hacia los años treinta.
El interrogatorio de Vlad le pareció al anciano una vulgaridad. Él quería pensar en su padre, en su baba y en los pinos. No quería pensar en los campos de trabajo. Frunció el ceño.
—Tal vez tenga miles de rublos, Vlad, pero sabe muy poco de las personas. Escúcheme bien. —Tosió y bebió un poco más de té—. Fui un niño. Fui feliz. No sabía nada sobre campos de trabajo. ¡El camarada Stalin era nuestro amigo, nuestro protector! —Le brillaban los ojos—. No era más que un pueblecito, unas cuantas chozas con cerdos y pollos, gente que trabajaba duro, borrachos perezosos. Hacía frío, en invierno. Pero Krasnoyarsk está en el sur: teníamos verano, claro que sí, caliente, húmedo y con un montón de mosquitos. Mosquitos tan malos que volvían locas a las vacas… o eso contaban las historias. La gente contaba muchas historias. —Se restregó los ojos—. Las historias salían del bosque… salían de la corteza de los árboles, ¡para devorarte el cerebro como un ejército de hormigas! —Se interrumpió y sonrió—. Permítame que le cuente una historia.
—¿Es relevante? —replicó con resignación Vlad.
Sabía que tendría que estar indagando en busca de hechos, trabajando tal vez mediante un formulario estructurado de preguntas y respuestas sobre las semanas previas al ingreso de aquel hombre. Sabía también que Polly habría salido ya del trabajo y estaría esperándolo en casa. Que probablemente habría sexo –sexo eufórico, sudoroso, resbaladizo– si estaba de buen humor. Y que si llegaba tarde, probablemente no lo estaría. Miró el reloj Tag Heuer que llevaba en la muñeca.
—¡Ha dicho que me escucharía, Vlad! ¡Escúcheme, por favor!
El anciano quería divagar, retroceder. Tal vez sería bueno para hacer un poco de análisis práctico. Tal vez, incluso, podría plasmarlo como una «conversación curativa». Dependía de lo que dijera, evidentemente, pero… Había imaginado que el anciano le soltaría alguna historia sobre una caída o sobre un episodio de tuberculosis, sobre un exceso de vodka o sobre una vieja herida de guerra… Aunque quizá no estaría mal intentar un punto de psicoanálisis. Una historia era una historia. Y, la verdad, era que siempre le habían gustado las buenas historias. Aunque no tanto como el sexo.
—Sí, por supuesto, adelante, Anatoly Borisovich.
—Érase una vez, en un bosque muy remoto, vivía un muchacho de ojos verdes, sonrisa pícara y un tupé en la cabeza. Un muchacho sencillo e inteligente llamado Tolya.
—¿Usted?
—¡Muy agudo! Un chico llamado Tolya, sencillo e inteligente, que vivía con su abuela, a quien llamaba Baba, un perro llamado Lev y su papá. En el este, muy lejos, allí por donde campan los osos y se mecen los pinos. Donde las sierras muerden los árboles día sí, día no, y donde los niños aprenden sobre la vida…
Vlad acercó la punta del bolígrafo al papel, preparándose para tomar nota.
Tolya enlazó las manos alrededor del cuenco de caldo para que el calor se filtrara a través de sus dedos doloridos y mugrientos y alcanzara los huesos. Estaba sentado en un extremo del banco de madera con la espalda apoyada en la pared, balanceando los pies bajo la mesa. La lámpara estaba encendida, pero tenía la mirada perdida en la negrura que se extendía más allá de la ventana que había a su lado. El aliento empañaba el cristal. No ver era peor que ver. Dejó el cuenco en la mesa y limpió el vaho con la manga. Observó por el agujero que acababa de crear y apartó la lámpara para vislumbrar mejor el exterior.
Durante unos instantes no hubo allí más que oscuridad y el sonido del viento abriéndose paso entre el cielo y los árboles. Entonces vio que se movía alguna cosa, cerca del pozo. Se estiró hacia la ventana y los pies casi tocaron el suelo con el esfuerzo. Conteniendo la respiración, observó el rectángulo negro. No había nada que se materializase en forma. Soltó lentamente el aire y volvió a sentarse para apurar lo que quedaba de caldo. Estaba rico, salado y caliente, se sentía a gusto con el cuenco entre las manos. Observó su reflejo en el fondo, una nariz grandota y ojos de bichillo. Rio entre dientes: Tolya el monstruo, ¡RARRRRR! ¡El rey del bosque! Rugió y casi se atraganta, y se vio obligado a escupir de nuevo el caldo en el cuenco y a sacudir los granos de cebada que se le habían quedado pegados a la barbilla. Se secó la cara con la manga. Cuando volvió la cabeza, vio de nuevo el movimiento por el rabillo del ojo, en el patio pero más lejos: algo que se agitaba, tal vez a ras de suelo, tal vez en las ramas de los pinos que se sacudían como brazos de gigante cuando soplaba el viento. No era una figura, sino un titileo. Un aleteo, quizá. Se estremeció y movió con energía las piernas bajo la mesa para no perder la valentía.
—¡Marchamos… marchamos… marchamos hacia la victoria! —cantó con voz poco firme, aguda, para mantenerse animado, decidido a resistir hasta que regresara Baba. Montaría guardia y no tendría miedo. Por mucho que tener miedo fuera una de sus emociones favoritas. Aunque no mucho miedo.
—¿Dónde habrá ido, eh, chico? No tengas miedo, no hay de qué tener miedo. —Le habló a Lev empleando un tono reconfortante. Lev no tenía miedo, Lev nunca tenía miedo. Estaba estirado debajo de la mesa descansando los huesos, soñando con conejos. Tolya se rascó las orejas—. Enseguida volverá. O volverá papá. Y nos traerá salchichas. Seguro que sí. Y queso. Y a lo mejor un cuaderno para dibujar, lo ha dicho. Mmm… Marchamos, marchamos, marchamos hacia la…
La canción acabó en un chillido. Se había oído un golpe en la ventana. Se había tumbado en el banco boca abajo para acariciar al perro que seguía debajo de la mesa y se había olvidado de seguir montando guardia. Y ahora no se atrevía a levantar la cabeza, no se atrevía a mirar. En el patio había algo monstruoso. El corazón le latía con fuerza. ¡Otra vez! Unos golpes en la ventana, débiles pero insistentes, como si unos dedos helados intentaran taladrar el cristal, y si ahora se incorporaba…
—Lev… ¡Lev! —La voz salió forzada de las tensas cuerdas vocales y el cuerpo se le quedó rígido, como si hubiera quedado abandonado en la gélida intemperie—. Lev… ven aquí, chico.
El perro levantó la vista, adormilado, sorprendido por la actitud del niño. Lamió la mano vacía que se ofrecía ante él y, con un gruñido, volvió a tumbarse.
—¡Lev! ¡Escucha! Ahí fuera hay algo. Lo oigo. ¡Y quiere entrar! —Tolya seguía estirado en el banco e impulsó la cabeza y los hombros hacia abajo para saltar al suelo. Se tumbó junto al perro—. Viene a por nosotros… tenemos que ser valientes… tenemos que cerrar los ojos y cruzar los dedos. Es lo que se suele hacer en estos casos. Me lo han contado los niños del colegio. Me lo ha dicho también mi primo. Y tenemos que pedirle al camarada Stalin…
Cuando la puerta se abrió y entró en la casita una bocanada de aire frío, Tolya se golpeó la cabeza con la parte inferior de la mesa. Se agazapó. Lev meneó el rabo.
—¡Tolya! —Una voz como un pistoletazo—. ¡Ven a ayudarme, hijo! Voy muy cargada. ¡Vamos, cariño, sal a ayudar a Baba!
Lev levantó del suelo sus cansados huesos, caminó tranquilamente hacia la voz de su ama y sacó la lengua cuando esta le acarició la oreja con una mano enrojecida.
—Lev, viejo granuja, ¿qué quieres ahora de mí, eh? ¿Y qué has hecho con mi nieto?