Mañana azul - Pierce Brown - E-Book

Mañana azul E-Book

Pierce Brown

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Beschreibung

HONOR VENGANZA REVOLUCIÓN Arriesgándolo todo para hundir la Sociedad dorada, Darrow ha sobrevivido a las despiadadas rivalidades entre los guerreros más poderosos. Ha logrado ascender y ha aguardado pacientemente el momento de desencadenar la revolución que acabará con la jerarquía desde dentro. Por fin ha llegado la hora… TRAICIONADO POR SUS ALIADOS. ABANDONADO A LA OSCURIDAD. UNA VOZ SE ALZARÁ POR LA JUSTICIA. Para vencer, necesitará persuadir a los que están sumidos en la oscuridad para que rompan sus cadenas y reclamen un destino que se les ha negado durante mucho tiempo. Un destino demasiado glorioso para renunciar a él. CUANDO LA LIBERTAD ESTÁ A TU ALCANCE LA ESPERANZA SE CONVIERTE EN TU ENEMIGO.

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Título original: Morning Star

© Pierce Brown, 2016.

© de la traducción: Ana Isabel Sánchez, 2017.

© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2017. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

REF.: ODBO041

ISBN: 9788427211780

Composición digital: Newcomlab, S.L.L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Índice

Dramatis personae

Mapa

Primera parte. Espinas

1. Solo la oscuridad

2. Prisionero L17L6363

3. Picadura de serpiente

4. Celda 2187

5. Plan C

6. Victimas

7. Abejorros

8. Hogar

9. La ciudad de Ares

10. La guerra

11. Mi pueblo

12. Los Julii

Segunda parte. Rabia

13. Aulladores

14. La Luna vampírica

15. La caza

16. Amante

17. Matar dorados

18. Abismo

19. Presión

20. Disidencia

21. Quicksilver

22. El peso de Ares

23. La marea

24. Hic sunt leones

25. Éxodo

26. El hielo

27. La bahía de las carcajadas

28. Banquete

29. Cazadores

30. El silencio

31. La reina pálida

32. En tierra de nadie

33. Dioses y hombres

34. Matadioses

Tercera parte. Gloria

35. La luz

36. Bazofia

37. La última águila

38. La cuenta

39. El corazón

40. Mar amarillo

41. Los señores de las Lunas

42. El poeta

43. Vivirlo de nuevo

44. Los afortunados

45. La batalla de Ilión

46. Sondeainfiernos

47. Infierno

48. Emperador

49. Coloso

Cuarta parte. Estrellas

50. Truenos y relámpagos

51. Pandora

52. Dientes

53. Silencio

54. El trasgo y el dorado

55. La innoble casa Barca

56. A tiempo

57. Luna

58. Luz agonizante

59. El León de Marte

60. Fauces del Dragón

61. El rojo

62. Omnis vir lupus

63. Silencio

64. Ave

65. El valle

Epílogo

Agradecimientos

A MI HERMANA, QUE ME ENSEÑÓ A ESCUCHAR

DRAMATIS PERSONAE

Dorados

OCTAVIA AU LUNE: soberana reinante de la Sociedad.

LISANDRO AU LUNE: nieto de Octavia, heredero de la Casa de Lune.

ADRIO AU AUGUSTO/CHACAL: archigobernador de Marte, hermano gemelo de Virginia.

VIRGINIA AU AUGUSTO/MUSTANG: hermana gemela de Adrio.

MAGNUS AU GRIMMUS/EL SEÑOR DE LA CENIZA: archiemperador de la soberana, padre de Aja.

AJA AU GRIMMUS: el Caballero Proteico, jefa de guardaespaldas de la soberana.

CASIO AU BELONA: el Caballero de la Mañana, guardaespaldas de la soberana.

ROQUE AU FABII: emperador de la Armada de la Espada.

ANTONIA AU SEVERO-JULII: hermanastra de Victra, hija de Agripina.

VICTRA AU JULII: hermanastra de Antonia, hija de Agripina.

KAVAX AU TELEMANUS: cabeza de la Casa de Telemanus, padre de Daxo.

DAXO AU TELEMANUS: heredero e hijo de Kavax, hermano de Pax.

RÓMULO AU RAA: cabeza de la Casa de Raa, archigobernador de Ío.

LILATH AU FARAN: compañera del Chacal, líder de los Montahuesos.

CYRIANA AU TANUS/CARDO: antiguo Aullador, ahora uno de los tenientes de los Montahuesos.

VIXUS AU SARNA: antiguo miembro de la Casa de Marte, teniente de los Montahuesos.

Colores medios e inferiores

TRIGG TI NAKAMURA: legionario, hermano de Holiday, gris.

HOLIDAY TI NAKAMURA: legionaria, hermana de Trigg, gris.

REGULUS AG SOL/QUICKSILVER: el hombre más rico de la Sociedad, plateado.

ALIA GORRIÓN DE NIEVE: reina de los valquirios, madre de Ragnar y Sefi, obsidiana.

SEFI LA SILENCIOSA: caudillo de los valquirios, hija de Alia, hermana de Ragnar.

ORIÓN XE AQUARII: capitana de barco, azul.

Hijos de Ares

DARROW DE LICO: antiguo lancero de la Casa de Augusto, rojo.

SEVRO AU BARCA/TRASGO: Aullador, dorado.

RAGNAR VOLARUS: nuevo miembro de los Aulladores, obsidiano.

DANCER: teniente de Ares, rojo.

MICKEY: tallista, violeta.

Me elevo hacia la oscuridad, lejos del jardín que han regado con la sangre de mis amigos. El dorado que asesinó a mi esposa yace muerto a mi lado sobre la fría cubierta de metal, y han sido las manos de su propio hijo las que le han quitado la vida.

El viento otoñal me fustiga el pelo. El barco ruge bajo mis pies. A lo lejos, las llamas de fricción desgarran la noche con un naranja deslumbrante. Los Telemanus que descienden desde la órbita para rescatarme. Será mejor que no lo hagan. Será mejor que permitan que la negrura se quede conmigo y que dejen que los buitres se disputen mi cuerpo paralizado.

Las voces de mis enemigos retumban a mi espalda. Demonios altísimos con caras de ángeles. El más pequeño de ellos se agacha. Me acaricia la cabeza mientras contempla a su padre muerto.

—Así es como termina siempre la historia —me dice—. Ni con tus gritos. Ni con tu rabia. Sino con tu silencio.

Roque, mi traidor, está sentado en una esquina. Era mi amigo. Tiene un corazón demasiado blando para su color. Ahora vuelve la cabeza y veo sus lágrimas. Pero no las derrama por mí. Las vierte por él. Por lo que ha perdido. Por aquellos que yo le he arrebatado.

—No hay Ares que te salve. Ni Mustang que te ame. Estás solo, Darrow. —La mirada del Chacal es distante y serena—. Como yo. —Alza una máscara negra, sin agujeros para los ojos y con una mordaza y me la pone en la cara para impedirme la vista—. Así es como termina todo.

Para quebrarme a mí, ha masacrado a quienes quiero.

Pero hay esperanza en los que aún viven. En Sevro. En Ragnar y Dancer. Pienso en todo mi pueblo, sometido en la oscuridad. En todos los colores de todos los mundos, engrilletados y encadenados para que los dorados puedan gobernar. Y siento que las llamas de la rabia invaden el agujero negro que el Chacal me ha tallado en el alma. No estoy solo. No soy su víctima.

Así pues, que me haga lo que le venga en gana. Yo soy el Segador.

Yo sé sufrir.

Yo sé lo que es la oscuridad.

No es así como termina todo.

PRIMERA PARTE

ESPINAS

Per aspera ad astra

1

SOLO LA OSCURIDAD

En lo más profundo de la oscuridad, lejos del calor, el sol y las lunas, permanezco tumbado, tan inmóvil como la piedra que me rodea y aprisiona mi encogido cuerpo en un útero espantoso. No puedo ponerme de pie. No puedo estirarme. Tan solo puedo ovillarme como un marchito fósil del hombre que una vez fui. Tengo las manos esposadas a la espalda. Desnudo sobre la roca helada.

A solas con las tinieblas.

Parece que han pasado meses, años, milenios desde la última vez que desdoblé las rodillas, desde que tuve la columna en una posición distinta a la de un garfio. El dolor es locura. Las articulaciones se me anquilosan como el hierro oxidado. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que vi a mis amigos dorados desangrándose sobre la hierba? ¿Desde que sentí el suave beso de Roque en la mejilla cuando me partió el corazón?

El tiempo no es un río.

Aquí no.

En esta tumba, el tiempo es la roca. Es la oscuridad, permanente e inflexible, y su única medida son los péndulos gemelos de la vida: la respiración y los latidos de mi corazón.

Inspirar. Pum... pum. Pum... pum.

Espirar. Pum... pum. Pum... pum.

Inspirar. Pum... pum. Pum... pum.

Y se repite eternamente. Hasta... ¿Hasta cuándo? ¿Hasta que muera de viejo? ¿Hasta que me reviente el cráneo contra la piedra? ¿Hasta que me arranque los tubos que los amarillos me han ensartado en el bajo vientre para forzar los nutrientes hacia mi interior y los excrementos hacia el exterior?

«¿O hasta que te vuelvas loco?».

—No.

Aprieto los dientes.

«Síííí».

—Es solo la oscuridad.

Cojo aire. Me calmo. Rozo las paredes siguiendo mi patrón relajante. Espalda, dedos, coxis, talones, dedos de los pies, rodillas, cabeza. Repito. Una docena de veces. Cien. ¿Por qué no asegurarse? Que sean mil.

Sí. Estoy solo.

Podría haber pensado que existen destinos peores que este, pero ahora sé que no es así. El hombre no es una isla. Necesitamos a quienes nos aman. Necesitamos a quienes nos odian. Necesitamos que otros nos amarren a la vida, que nos den una razón para vivir, para sentir. Y yo tan solo tengo las tinieblas. A veces grito. A veces me río durante la noche, durante el día. ¿Quién sabe cuándo? Me río para pasar el rato, para consumir las calorías que el Chacal me da y que hacen que mi cuerpo se estremezca hasta dormirse.

También sollozo. Tarareo. Silbo.

Escucho las voces de arriba. Que me llegan desde el interminable mar de oscuridad. Y de asistirlas se encarga el enloquecedor estrépito de cadenas y huesos que hace vibrar las paredes de mi prisión. Tan cerca y sin embargo a mil kilómetros de distancia, como si justo al otro lado de la oscuridad existiera un universo entero y yo no pudiera verlo, no pudiera tocarlo, saborearlo, sentirlo o perforar ese velo para volver a pertenecer al mundo una vez más. Estoy encarcelado en la soledad.

Ahora oigo las voces. Las cadenas y los huesos que se mueven despacio por mi prisión.

¿Son mías las voces?

Me entra la risa ante tal ocurrencia.

Maldigo.

Conspiro. «Asesinar».

«Masacrar. Arrancar. Desgarrar. Quemar».

Suplico. Alucino. Negocio.

Gimoteo plegarias a Eo, feliz de que ella se haya ahorrado un destino como este.

«No te escucha».

Canto baladas infantiles y recito La tierra moribunda, El farolero, el Ramayana, La Odisea en griego y en latín y luego en lenguas muertas como el árabe, el inglés, el chino y el alemán, sacados de los recuerdos de los volcados de datos que Matteo me hizo cuando yo era poco más que un crío. Buscando fuerzas en el argivo que tan solo deseaba encontrar el camino de vuelta a casa.

«Te olvidas de lo que hizo».

Odiseo fue un héroe. Derribó las murallas de Troya con su caballo de madera. Igual que yo derribé a los ejércitos de los Belona en la Lluvia de Hierro sobre Marte.

«Y entonces...».

—No —replico—. Silencio.

«... sus hombres entraron en Troya. Encontraron madres. Encontraron hijos. ¿Adivinas lo que hicieron?».

—¡Cállate!

«Ya sabes lo que hicieron. Hueso. Sudor. Carne. Ceniza. Llanto. Sangre».

Las tinieblas se carcajean jubilosas.

«Segador, Segador, Segador... Todas las hazañas que perduran están pintadas con sangre».

¿Estoy dormido? ¿Estoy despierto? He perdido el norte. Todo sangra junto, me ahoga en visiones y susurros y sonidos. Una y otra vez, sujeto los frágiles tobillitos de Eo. Le rompo la cara a Julian. Oigo a Pax, y a Quinn, y a Tacto, y a Lorn, y a Victra exhalar su último aliento. Tanto dolor. ¿Y para qué? Para fallar a mi esposa. Para fallar a mi pueblo.

«Y fallar a Ares. Fallar a tus amigos».

¿Cuántos me quedarán?

¿Sevro? ¿Ragnar?

¿Mustang?

«Mustang. ¿Y si sabe que estás aquí...? ¿Y si no le importa? ¿Y por qué iba a importarle? Tú que cometiste traición. Tú que mentiste. Tú que utilizaste su mente. Su cuerpo. Su sangre. Le mostraste tu verdadero rostro y huyó. ¿Y si fue ella? ¿Y si te traicionó ella? ¿Podrías amarla, en ese caso?».

—¡Cállate! —me grito a mí mismo, a la oscuridad.

No pienses en ella. No pienses en ella.

«¿Y por qué no? La echas de menos».

La oscuridad engendra una visión de Mustang, como tantas otras antes de esta: una chica alejándose de mí a caballo por un campo verde, volviéndose sobre su silla y riéndose para que la siga. Su pelo ondea al viento como lo haría el heno estival que escapa revoloteando del remolque de un granjero.

«Tienes ansias de ella. La amas. La chica dorada. Olvídate de la zorra roja».

—No. —Me golpeo la cabeza contra la piedra—. Es solo la oscuridad —susurro.

Solo la oscuridad que juega con mi mente. Pero aun así intento olvidar a Mustang, a Eo. No hay mundo más allá de este lugar. No puedo extrañar lo que no existe.

La sangre cálida de las viejas costras que acabo de volver a abrirme me resbala por la frente. Me corre por la nariz. Estiro la lengua y tanteo la pared helada con ella hasta que doy con las gotas. Paladeo la sal, el hierro marciano. Despacio. Despacio. Dejo que la sensación novedosa se alargue. Que el sabor persista y me recuerde que soy un hombre. Un rojo de Lico. Un sondeainfiernos.

«No. No lo eres. No eres nada. Tu esposa te abandonó y te robó a tu hijo. Tu puta te dio la espalda. No eras lo bastante bueno para ella. Eras demasiado orgulloso. Demasiado estúpido. Demasiado cruel. Ahora, te han olvidado».

¿Es así?

La última vez que vi a la chica dorada, estaba arrodillado junto a Ragnar en los túneles de Lico, pidiéndole a Mustang que traicionara a su propia gente y viviese para más. Sabía que, si ella decidía unirse a nosotros, el sueño de Eo florecería. Tendríamos un mundo mejor al alcance de los dedos. Pero Mustang se marchó. ¿Sería capaz de olvidarme? ¿La habrá abandonado su amor por mí?

«Únicamente amaba tu máscara».

—Es solo la oscuridad. Solo la oscuridad. Solo la oscuridad —farfullo cada vez más rápido.

Yo no debería estar aquí.

Debería estar muerto. Después de la muerte de Lorn, iban a entregarme a Octavia para que sus tallistas pudieran diseccionarme y descubrir los secretos de cómo me convertí en dorado. Para ver si era posible que hubiera otros como yo. Pero el Chacal hizo un trato. Me reservó para sí. Me torturó en su hacienda de Ática preguntándome por los Hijos de Ares, por Lico y por mi familia. Jamás me dijo cómo había descubierto mi secreto. Le supliqué que acabara con mi vida.

Al final, me dio estas piedras.

«Cuando se ha perdido todo, el honor reclama la muerte —me dijo una vez Roque—. Es un final noble». Pero ¿qué iba a saber de la muerte un poeta rico? Los pobres conocen la muerte. Los esclavos conocen la muerte. Sin embargo, a pesar de que la ansío, también la temo. Porque cuanto más veo de este mundo cruel, menos creo en que termine en una especie de agradable ficción.

El valle no es real.

Es una mentira que los padres y las madres cuentan a sus hijos famélicos para darles un motivo para el horror. Pero no lo hay. Eo ya no está. No llegó a verme luchar por su sueño. No le importó mi destino en el Instituto o si quise a Mustang, porque el día en que murió, se convirtió en nada. No existe otra cosa que no sea este mundo. Es nuestro principio y nuestro final. Nuestra única oportunidad de ser felices antes del fin.

«Sí. Pero tú no tienes por qué acabar. Puedes escapar de este lugar —me susurra la oscuridad—. Di las palabras. Dilas. Sabes cómo hacerlo».

Tiene razón. Claro que sé.

—Lo único que tienes que decir es «No puedo más» y todo esto terminará —me dijo el Chacal hace mucho tiempo, antes de bajarme a este infierno—. Te meteré en una preciosa hacienda para el resto de tus días y te enviaré rosas cálidas y hermosas y comida suficiente para que engordes más que el Señor de la Ceniza. Pero esas palabras conllevan un precio».

«Merece la pena pagarlo. Sálvate a ti mismo. Nadie más va a hacerlo».

—Ese precio, querido Segador, es tu familia.

La familia que él se llevó por la fuerza de Lico sirviéndose de sus lurchers y que ahora tiene encerrada en la cárcel de las entrañas de su fortaleza de Ática. Nunca me ha permitido verlos. Nunca me ha permitido decirles que los quiero y que lamento no haber sido lo bastante fuerte para protegerlos.

—Alimentaré con ellos a los prisioneros de esta fortaleza —me dijo—. A estos hombres y mujeres que tú opinas que deberían gobernar en lugar de los dorados. Una vez que veas el animal que hay en el hombre, sabrás que yo tengo razón y tú te equivocas. Los dorados deben gobernar.

«Deja que acabe con ellos —dice la oscuridad—. Es un sacrificio práctico. Sabio».

—No... no lo permitiré...

«Tu madre querría que vivieras».

No a ese precio.

«¿Qué hombre podría comprender el amor de una madre? Vive. Por ella. Por Eo».

¿Sería eso lo que querría? ¿Tiene razón la oscuridad? Al fin y al cabo, soy importante. Eso dijo Eo. Y Ares también lo dijo, me escogió. A mí de entre todos los rojos. Puedo romper las cadenas. Puedo vivir para más. Escapar de esta prisión no es un acto egoísta por mi parte. Desde un punto de vista global, es desinteresado.

«Sí. Totalmente desinteresado...».

Mi madre me suplicaría que hiciera este sacrificio. Kieran lo entendería. Y también mi hermana. Puedo salvar a nuestro pueblo. El sueño de Eo debe hacerse realidad a cualquier coste. Perseverar es mi responsabilidad. Es mi derecho.

«Pronuncia esas palabras».

Estampo una vez más la cabeza contra la piedra y le grito a la oscuridad que se largue. No puede engañarme. No puede acabar conmigo.

«¿No lo sabías? Todos los hombres se quiebran».

Su aguda carcajada se mofa de mí y se prolonga eternamente.

Y sé que está en lo cierto. Todos los hombres se quiebran. Yo ya lo hice cuando el Chacal me torturó. Le dije que provenía de Lico. Dónde podía encontrar a mi familia. Pero hay una forma de salir de aquí para honrar lo que soy. Lo que Eo amaba. Para acallar las voces.

—Roque, tenías razón —susurro—. Tenías razón.

Solo quiero estar en casa. Estar fuera de aquí. Pero es imposible. Lo único que queda, la única salida honorable para mí, es la muerte. Antes de que traicione aún más parte de lo que soy.

La muerte es la salida.

«No seas idiota. Para. Para».

Me golpeo la cabeza contra la pared con más fuerza que antes. No para castigarme, sino para matarme. Para terminar conmigo mismo. Si no hay un final agradable tras este mundo, entonces me bastará con la nada. Pero si existe un valle tras este plano, lo encontraré. Voy para allá, Eo. Por fin estoy de camino.

—Te quiero.

«No. No. No. No. No».

Vuelvo a despedazarme el cráneo contra la roca. El calor se derrama por mi rostro. Chispas de dolor bailan en la negrura. La oscuridad me grita, pero yo no me detengo.

Si este es el final, me precipitaré hacia él con furia.

Pero cuando echo la cabeza hacia atrás para asestar un último y tremendo golpe, la existencia cruje. Retumba como un terremoto. No es la oscuridad. Es algo que hay más allá. Algo que hay en la propia piedra, que se torna cada vez más estruendoso y chirriante sobre mi cabeza hasta que las tinieblas se resquebrajan y una implacable espada de luz lanza una cuchillada.

2

PRISIONERO L17L6363

El techo se abre. La luz me quema los ojos. Los cierro con todas mis fuerzas mientras el suelo de mi celda se levanta hasta que, con un clic, se detiene y quedo expuesto sobre una superficie de piedra lisa. Estiro las piernas y ahogo un grito, a punto de desmayarme a causa del dolor. Las articulaciones me crujen. Los tendones contraídos se desentumecen. Lucho por volver a abrir los ojos bajo la luz iracunda. Se me llenan de lágrimas. Es tan brillante que tan solo soy capaz de atisbar destellos blanqueados del mundo que me rodea.

Fragmentos de voces extrañas me envuelven.

—Adrio, ¿qué es esto?

—¿... ha estado ahí dentro todo este tiempo?

—Qué peste...

Estoy tumbado sobre la piedra. Se extiende a mi alrededor por ambos lados. Negra, con ondas azules y moradas, como el caparazón de un escarabajo de Creonia. ¿Un sueño? No. Veo tazas. Platillos. Un carrito de café. Es una mesa. Esa ha sido mi cárcel. No una especie de abismo abominable. Solo un bloque de mármol de un metro de ancho y doce de largo con el centro hueco. Han cenado encima de mí todas las noches, a escasos centímetros. Sus voces eran los susurros lejanos que oía en la oscuridad. El repiquetear de sus cubiertos y platos mi única compañía.

—Bárbaro...

Ahora me acuerdo. Esta es la mesa sobre la que se sentó el Chacal cuando lo visité tras recuperarme de las heridas que recibí durante la Lluvia de Hierro. ¿Estaría ya entonces planeando mi encarcelamiento? Me habían puesto una capucha cuando me metieron aquí dentro. Creía que estaba en las entrañas de su fortaleza. Pero no. Treinta centímetros de piedra separaban sus banquetes de mi infierno.

Aparto la vista de la bandeja de café que descansa a mi lado. Alguien me mira con fijeza. Varias personas. No soy capaz de verlos a través de las lágrimas y la sangre que tengo en los ojos. Me retuerzo y me hago un ovillo como un topo ciego al que desentierran por primera vez. Estoy demasiado abrumado y aterrorizado para recordar el orgullo o el odio. Pero sé que él me está mirando. El Chacal. Una cara infantil en un cuerpo esbelto, con el pelo del color de la arena peinado hacia un lado. Se aclara la garganta.

—Mis distinguidos invitados. Permitan que les presente al prisionero L17L6363.

Su rostro es el cielo y el infierno a un tiempo.

Ver a otro hombre...

Saber que no estoy solo...

Pero luego recordar lo que me ha hecho... me desgarra el alma.

Otras voces culebrean y restallan, ensordecedoras en su estrépito. Y, a pesar de estar ovillado, siento algo más allá de su ruido. Algo natural, delicado y amable. Algo que la oscuridad me había convencido de que jamás volvería a sentir. Entra suavemente a través de una ventana abierta y me besa la piel.

Una brisa invernal traspasa el hedor sustancioso y húmedo de mi mugre y me hace pensar que, en algún lugar, hay un niño corriendo entre la nieve y los árboles, acariciando las cortezas y las agujas de los pinos y llenándose el pelo de resina. Es un recuerdo que sé que nunca ha sido, pero siento que debería. Esa es la vida que habría querido. El hijo que podría haber tenido.

Lloro. Menos por mí que por ese crío que piensa que vive en un mundo bueno, donde su padre y su madre son tan grandes y fuertes como las montañas. Ojalá yo pudiera volver a ser así de inocente. Ojalá supiera que este momento no es un truco. Pero lo es. El Chacal no da si no es para quitar. Pronto la luz será un recuerdo y la oscuridad volverá. Mantengo los ojos cerrados con fuerza, escucho las gotas de sangre de mi cara que caen sobre la piedra y aguardo el giro inesperado.

—Demonios, Augusto. ¿Era realmente necesario? —ronronea una ejecutora felina. Una voz ronca, embadurnada con esa cadencia de la Luna que se aprende en los tribunales de la Montaña Palatina, donde todos se sienten menos impresionados por las cosas que cualquier otra persona—. Huele a muerte.

—A sudor fermentado y a la piel muerta que hay bajo los grilletes magnéticos. ¿Ves la costra amarillenta que tiene en los antebrazos, Aja? —señala el Chacal—. Aun así, está muy sano y a punto para tus tallistas. Dentro de lo que cabe.

—Tú lo conoces mejor que yo —dice Aja dirigiéndose a otra persona—. Asegúrate de que es él y no un impostor.

—¿Dudas de mi palabra? —pregunta el Chacal—. Me siento dolido.

Me estremezco al notar que alguien se acerca.

—Por favor. Para sentirte dolido tendrías que tener corazón, archigobernador. Y tienes muchos dones, pero me temo que ese órgano brilla por su total ausencia en tu persona.

—Me halagas demasiado.

Oigo cucharas que repiquetean contra la porcelana. Gargantas que se aclaran. Ansío taparme los oídos. Demasiado ruido. Demasiada información.

—Ahora sí que se ve el rojo que lleva dentro.

Es una voz fría, refinada y femenina del norte de Marte. Más brusca que el acento de la Luna.

—¡Exacto, Antonia! —contesta el Chacal—. Tenía curiosidad por ver cómo terminaba. Un miembro del género áureo jamás podría degradarse tanto como la criatura que tenemos ante nosotros. ¿Sabéis? Me pidió que lo matara antes de que lo metiese ahí. Empezó a rogármelo sollozando. Lo más irónico es que podría haberse suicidado en cualquier momento. Pero no lo ha hecho porque alguna parte de él disfrutaba de ese agujero. Claro, hace tiempo que los rojos se adaptaron a la oscuridad. Como los gusanos. Esa raza de oxidados no tiene orgullo. Ahí abajo se sentía como en casa. Más cómodo de lo que jamás lo estuvo entre nosotros.

Ahora recuerdo el odio.

Abro los ojos para que se enteren de que los veo. De que los oigo. Sin embargo, cuando separo los párpados no es mi enemigo quien atrae mi mirada, sino el panorama invernal que se extiende más allá de las ventanas, detrás de los dorados. Seis de los siete picos montañosos de Ática relucen bajo la luz matutina. Los edificios de metal y cristal coronan rocas y nieve y se precipitan hacia el cielo azul. Hay puentes que unen las cimas como si fueran puntos de sutura. Cae una nieve ligera. Un espejismo borroso para mis miopes ojos de cueva.

—¿Darrow?

Conozco esa voz. Vuelvo la cabeza ligeramente para ver una de sus manos callosas sobre el borde de la mesa. Doy un respingo para tratar de alejarme, pensando que va a golpearme. No lo hace. Pero el dedo corazón de esa mano lleva el águila dorada de los Belona. La familia que yo destruí. La otra mano pertenece al brazo que corté en la Luna la última vez que nos batimos en duelo, al que Zanzíbar el tallista tuvo que reconstruir. Dos de los anillos de cabeza de lobo de la Casa de Marte rodean esos dedos. Uno es mío. Otro suyo. Y cada uno de ellos ha costado la vida de un joven dorado.

—¿Me reconoces? —pregunta.

Alzo la cabeza para mirarlo a la cara. Puede que yo esté destrozado, pero por Casio au Belona no han pasado ni la guerra ni el tiempo. Es mucho más bello de lo que un recuerdo podría permitir jamás y rebosa vida. Más de dos metros de altura. Ataviado con la capa blanca y dorada del Caballero de la Mañana, con el pelo rizado tan lustroso como la estela de una estrella fugaz. Está recién afeitado y tiene la nariz ligeramente torcida debido a una rotura reciente. Cuando lo miro a los ojos, hago todo lo que puedo para no estallar en sollozos. Me mira de una manera triste, casi tierna. Debo de ser un verdadero despojo de mí mismo para merecer la compasión de un hombre al que he hecho tanto daño.

—Casio —murmuro sin más intención que la de pronunciar su nombre. La de hablar con otro ser humano. Que se me oiga.

—¿Y? —pregunta Aja au Grimmus desde detrás de Casio.

La más violenta de las Furias de la soberana luce la misma armadura que llevaba puesta cuando la vi por primera vez en el chapitel de la Ciudadela la noche en que Mustang me rescató y Aja apaleó a Quinn hasta matarla. Está rasguñada. Deteriorada por las batallas. El miedo sobrepasa mi odio y, una vez más, aparto la mirada de esa mujer de piel oscura.

—Está vivo a pesar de todo —dice Casio en voz baja. Se vuelve hacia el Chacal—. ¿Qué le has hecho? Esas cicatrices...

—Yo diría que es obvio —contesta el Chacal—. He deshecho al Segador.

Finalmente, bajo la mirada hacia mi cuerpo, más allá de la barba astrosa, para ver a qué se refiere. Soy un cadáver. Esquelético y pálido. Mis costillas se clavan en una piel más fina que la capa que se forma sobre la leche recalentada. Mis rodillas sobresalen en unas piernas larguiruchas. Tengo las uñas de los pies largas y curvadas. Las cicatrices de las torturas del Chacal me manchan la carne. Se me han marchitado los músculos. Y los tubos que me mantenían con vida en las sombras brotan de mi vientre, cordones umbilicales negros y fibrosos que aún me mantienen anclado al suelo de mi celda.

—¿Cuánto tiempo ha estado ahí dentro? —inquiere Casio.

—Tres meses de interrogatorio y luego nueve de aislamiento.

—Nueve...

—Como debe ser. La guerra no debería hacernos abandonar las metáforas. Al fin y al cabo, no somos salvajes, ¿eh, Belona?

—Has ofendido la sensibilidad de Casio, Adrio —dice Antonia desde su posición cercana al Chacal.

Esa mujer es una manzana envenenada. Reluciente, apetecible y prometedora, pero podrida y cancerosa por dentro. Fue ella quien mató a mi amiga Lea en el Instituto. Le metió una bala en la cabeza a su propia madre, y luego otras dos a su hermana Victra en la columna. Ahora se ha aliado con el Chacal, un tipo que la crucificó en el Instituto. Qué mundo este. Detrás de Antonia está la tez oscura de Cardo, antaño una Aulladora y ahora uno de los miembros de los Montahuesos del Chacal, a juzgar por el banderín con una cabeza de pájaro que lleva en el pecho. No me mira a mí, sino al suelo. Su capitana es Lilath, la de la cabeza rapada, que se sienta a la derecha del Chacal. Es su asesina personal favorita desde el Instituto.

—Disculpadme si no logro entender el propósito de torturar a un enemigo caído —replica Casio—. Especialmente cuando ya ha facilitado toda la información que posee.

—¿El propósito? —El Chacal lo mira con fijeza y tranquilidad mientras se lo explica—: El propósito es el castigo, buen hombre. Esta... cosa fingió ser uno de los nuestros. Que era nuestro igual, Casio. Incluso superior. Se burló de nosotros. Se acostó con mi hermana. Se rio en nuestras caras y nos tomó por idiotas hasta que lo descubrimos. Debe saber que no perdió por casualidad, sino por inevitabilidad. Los rojos siempre han sido unas criaturillas astutas. Y él, amigos míos, es la personificación de lo que los de su color desean ser, de lo que serán si se lo permitimos. Así que he dejado que el tiempo y la oscuridad lo reconvirtieran en lo que realmente es. Un Homo flammeus, si utilizamos el nuevo sistema de clasificación que le propuse al Consejo. Apenas distinto de un Homo sapiens en la cronología evolutiva. El resto no era más que una máscara.

—Querrás decir que te tomó por idiota cuando tu padre prefirió a un rojo tallado antes que a su heredero legítimo —apunta Casio—. De eso se trata todo esto, Chacal. De la petulante deshonra de un chaval rechazado y no deseado.

El Chacal da un respingo al oír sus palabras. El tono de su joven compañero molesta también a Aja.

—Darrow le quitó la vida a Julian —interviene Antonia—. Luego masacró a tu familia. Casio, envió a asesinos para ejecutar a los niños de tu sangre que se ocultaban en el monte Olimpo. Cualquiera se preguntaría qué pensaría tu madre de la lástima que sientes.

Casio los ignora y señala con la cabeza a los rosas que rodean la habitación.

—Traedle una manta al prisionero.

Ellos no se mueven.

—Vaya modales. ¿Incluso tú, Cardo?

Ella no contesta.

Con un bufido de desprecio, Casio se quita la capa blanca y la tiende sobre mi cuerpo tembloroso. Durante un segundo, nadie habla, puesto que todos están tan asombrados como yo por su gesto.

—Gracias —digo con voz ronca.

Pero él aparta la mirada de mi rostro demacrado. La compasión no es perdón, y la gratitud no es absolución.

Lilath suelta una risa desdeñosa sin levantar la vista de su cuenco de huevos de colibrí pasados por agua. Los sorbe ruidosamente como si fueran caramelos.

—Llega un momento en que el honor se convierte en un defecto de carácter, Caballero de la Mañana. —Sentada junto al Chacal, la joven calva mira a Aja con unos ojos como los de las anguilas de los mares cavernosos de Venus. Se traga otro huevo—. El viejo Arcos lo aprendió por las malas.

Aja, Furia de modales impecables, no contesta. Pero un silencio mortal acecha en el interior de la mujer, un silencio que me recuerda a los momentos previos al asesinato de Quinn. Lorn la enseñó a luchar con la hoja. No le gustará que se burlen del nombre de su maestro. Lilath devora otro huevo con glotonería, sacrificando sus modales en favor de la ofensa.

La animosidad reina entre estos aliados, algo habitual en los de su raza. Pero en este caso parece tratarse de una nueva y absoluta división entre los viejos dorados y la estirpe más moderna del Chacal.

—Aquí todos somos amigos —interviene él en tono alegre—. Vigila tus modales, Lilath. Lorn era un dorado de hierro que simplemente eligió el bando equivocado. Bueno, Aja, siento curiosidad. Ahora que se ha acabado mi turno con el Segador, ¿sigues pensando en diseccionarlo?

—En efecto —contesta ella.

Parece que en realidad no debería haberle dado las gracias a Casio. Su honor no es verdadero. Es tan solo higiénico.

—Zanzíbar se muere de ganas de descubrir cómo lo hicieron. Tiene sus teorías, pero está ansioso por abrir el espécimen. Albergábamos la esperanza de capturar al tallista que logró la hazaña, pero creemos que falleció en un ataque con misiles en Kato, provincia de Alcidalia.

—O eso es lo que quieren que creáis —apostilla Antonia.

—Lo tuviste una vez aquí, ¿no es así? —pregunta Aja mordaz.

El Chacal asiente.

—Se llama Mickey. Perdió su licencia después de tallar un nacimiento áureo no autorizado. La familia trataba de evitar que su hijo tuviera que someterse a la Intemperie. En cualquier caso, después se especializó en modificaciones aéreas y acuáticas para el placer en el mercado negro. Tenía un taller en Yorkton antes de que los Hijos lo reclutaran para un trabajo especial. Darrow lo ayudó a escapar cuando lo detuve. En mi opinión, aún está vivo. Mis agentes lo sitúan en Tinos.

Aja y Casio intercambian una mirada.

—Si tienes una pista sobre Tinos, tienes que compartirla ahora mismo con nosotros —le espeta Casio.

—Todavía no tengo nada definitivo. Tinos está... bien escondido. Y aún tenemos que capturar a uno de sus capitanes de barco... con vida. —El Chacal toma un sorbo de café—. Pero las investigaciones siguen su curso, y seréis los primeros en saberlo si se desprende algo de ellas. Sin embargo, creo que a mis Montahuesos les encantaría ser los primeros en ocuparse de los Aulladores. ¿No es así, Lilath?

Intento no estremecerme al oír ese nombre. Pero resulta complicado. Están vivos. Al menos algunos de ellos. Y han elegido a los Hijos de Ares y no a los dorados...

—Sí, señor —contesta Lilath escudriñando mi reacción—. Disfrutaríamos de una buena caza. Luchar contra la Legión Roja y los demás insurgentes es un aburrimiento, hasta para los grises.

—De todas maneras, la soberana nos necesita en casa, Casio —dice Aja y luego, dirigiéndose al Chacal, añade—: Partiremos en cuanto mi Decimotercera haya levantado el campamento en la cuenca del Golán. Seguramente al amanecer.

—¿Te llevas tus legiones de vuelta a la Luna?

—Solo la Decimotercera. El resto se quedarán bajo tu supervisión.

El Chacal se queda sorprendido.

—¿Bajo mi supervisión?

—A modo de préstamo hasta que este... Amanecer se extinga por completo. —Prácticamente escupe la palabra «Amanecer», que es nueva para mis oídos—. Es una muestra de la confianza de la soberana. Ya sabes que está satisfecha con los progresos que has hecho aquí.

—A pesar de tus métodos —añade Casio, que se gana una mirada de fastidio por parte de Aja.

—Bueno, pues si vais a marcharos por la mañana, está claro que esta noche deberíais cenar conmigo. Tenía intención de comentaros ciertas... políticas referidas a los rebeldes del Confín.

El Chacal habla con imprecisión porque yo lo estoy escuchando. La información es su arma. Sugerir que mis amigos me han traicionado. No revelar jamás quién de ellos lo hizo. Dejar caer pistas e indicios durante mi tortura, antes de enviarme a la oscuridad. Un gris que le dice que su hermana lo está esperando en su salón. Sus dedos con olor a té chai con leche, la bebida favorita de su hermana. ¿Sabe ella que estoy aquí? ¿Se ha sentado a esta mesa? El Chacal sigue parloteando. Me cuesta seguir el ritmo de las voces. Hay muchas cosas por descifrar. Demasiadas.

—... haré que mis hombres aseen a Darrow para sus viajes y después de nuestra charla celebraremos un banquete de proporciones trimalcianas. Sé que a los Volox y los Corialus les encantaría volver a veros. Ha pasado demasiado tiempo desde la última vez que disfruté de una compañía tan augusta como la de dos Caballeros Olímpicos. Estáis muy a menudo en el campo de batalla, dando vueltas por las provincias, cazando en túneles, mares y guetos. ¿Cuánto hace que no disfrutáis de una buena cena sin tener que preocuparos por una redada nocturna o un terrorista suicida?

—Bastante —admite Aja—. Aprovechamos la hospitalidad de los hermanos Rath cuando pasamos por Tesalónica. Estaban ansiosos por demostrar su lealtad después de su... comportamiento durante la Lluvia del León. Fue... inquietante.

El Chacal se echa a reír.

—Me temo que mi cena será soporífera por comparación. Últimamente aquí no ha habido más que políticos y soldados. Esta condenada guerra ha obstaculizado mucho mi agenda social, como podréis imaginar.

—¿Seguro que no tiene nada que ver con tu reputación como anfitrión? —pregunta Casio—. ¿O con tus costumbres alimentarias?

Aja suspira tratando de ocultar una sonrisa.

—Tus modales, Belona.

—No temas... La enemistad de nuestras casas es difícil de olvidar, Casio. Pero en momentos como estos debemos encontrar un terreno común. Por el bien de los dorados. —El Chacal sonríe, aunque por dentro sé que imagina cortarles las cabezas a ambos con un cuchillo sin afilar—. En cualquier caso, todos tenemos nuestras anécdotas de patio de colegio. No me avergüenzo de nada.

—Había otra cosa de la que queríamos hablarte —dice Aja.

Ahora le toca a Antonia dejar escapar un suspiro.

—Te dije que sería así. ¿Qué quiere ahora nuestra soberana?

—Tiene que ver con lo que Casio ha mencionado antes.

—Mis métodos —confirma el Chacal.

—Sí.

—Creía que la soberana estaba satisfecha con el esfuerzo pacificador.

—Y lo está, pero...

—Pidió orden. Se lo he proporcionado. El helio-3 continúa fluyendo con tan solo un decrecimiento del 3,2 por ciento en la producción. Al Amanecer comienza a faltarle el aire; pronto descubriremos a Ares y Tinos y todo esto quedará a nuestras espaldas. Fabii es quien se está...

Aja lo interrumpe.

—Es sobre el escuadrón de la muerte.

—Ah.

—Y los protocolos de liquidación que has establecido en las minas rebeldes. Está preocupada por si la severidad de tus métodos contra los rojos inferiores crea un contragolpe comparable a los reveses de la antigua propaganda. Ha habido atentados en la Montaña Palatina. Golpes en los latifundios de la Tierra. Incluso protestas ante la verja de la mismísima Ciudadela. El espíritu del levantamiento está vivo. Pero fracturado. Y así debe continuar.

—Dudo que veamos muchas más protestas una vez que envíen a los obsidianos —dice Antonia con suficiencia.

—Aun así...

—No hay ningún peligro de que mis tácticas lleguen a ser de conocimiento público. Se han castrado las habilidades de los Hijos para propagar su mensaje —asegura el Chacal—. Ahora soy yo quien lo controla, Aja. La gente sabe que esta guerra ya está perdida. Jamás verán una imagen de los cuerpos. Jamás verán una mina liquidada. Pero sí seguirán viendo ataques de rojos contra objetivos civiles. A niños de los colores medios y superiores muertos en los colegios. El público está con nosotros...

—¿Y si en algún momento pudieran ver lo que estás haciendo? —pregunta Casio.

El Chacal no contesta de inmediato. En lugar de eso, le hace señas a una rosa apenas vestida para que se acerque desde los sofás del salón adyacente. La chica, poco mayor de lo que lo era Eo, se coloca a su lado y clava la mirada en el suelo dócilmente. Tiene los ojos de color rosa cuarzo, el cabello de un lila plateado que le cae trenzado hasta el final de la espalda desnuda. La criaron para proporcionar placer a estos monstruos y me da miedo saber lo que esos ojos tan suaves han llegado a ver. De pronto, mi dolor parece una minucia. La locura de mi mente muy callada. El Chacal le acaricia la cara a la muchacha y, aún mirándome, le mete los dedos en la boca y le separa los dientes. Mueve la cabeza de la chica con el muñón para que yo pueda verla, y de nuevo para que Aja y Casio puedan verla.

No tiene lengua.

—Yo mismo se lo hice cuando la capturamos hace ocho meses. Intentó asesinar a uno de mis Montahuesos en un club de Perlas de Agea. Me odia. No hay nada que desee más en este mundo que verme pudriéndome en la tierra. —Le suelta la cara, se saca el arma de mano de la funda y se la pone a la joven en los dedos—. Dispárame en la cabeza, Calíope. Por todas las humillaciones a las que os he sometido a ti y a tu pueblo. Venga. Yo te arranqué la lengua. Recuerdas muy bien lo que te hice en la biblioteca. Pasará una vez más, y otra, y otra, y otra. —Vuelve a ponerle la mano en la cara y le estruja la frágil mandíbula—. Y otra. Aprieta el gatillo, zorra. ¡Apriétalo!

La rosa tiembla de miedo y tira el arma al suelo, se deja caer de rodillas y se abraza a los pies del Chacal. Él se yergue benevolente y amoroso sobre ella, acariciándole la cabeza con la mano.

—Ya está, ya está, Calíope. Lo has hecho bien. Lo has hecho muy bien. —El Chacal se vuelve hacia Aja—. Para el público, la miel siempre es mejor que el vinagre. Pero para los que combaten con torturas, con veneno, con sabotajes en las alcantarillas y terror en las calles y nos mordisquean como cucarachas en la noche, el miedo es el único método. —Busca mis ojos con los suyos—. El miedo y la exterminación.

3

PICADURA DE SERPIENTE

La sangre se acumula donde el zumbido del metal me pellizca el cuero cabelludo. Los mechones rubios y sucios se amontonan sobre el hormigón mientras el gris termina de raparme con una máquina de afeitar. Sus compatriotas lo llaman Danto. Me gira la cabeza hacia uno y otro lado para asegurarse de que lo ha rasurado todo antes de asestarme una buena palmada en coronilla.

—¿Qué te parecería darte un baño, dominus? —me pregunta—. A Grimmus le gusta que sus prisioneros huelan bien, como las personas civilizadas, ¿entiendes?

Le da unos golpecitos al bozal que me pusieron en la cara después de que intentara morder a uno de ellos cuando me sacaron a rastras de la mesa del Chacal. Me movieron con un collar eléctrico en torno al cuello y con los brazos aún sujetos a la espalda, un escuadrón de una docena de lurchers muy duros que me remolcaron tras ellos por los pasillos como si fuera una bolsa de basura.

Otro gris me levanta de la silla agarrándome por el collar mientras Danto se dispone a coger una manguera de la pared. Son al menos una cabeza más bajos que yo, pero compactos y robustos. Llevan vidas difíciles: persiguen bastidores en el cinturón, acosan a asesinos del sindicato en las profundidades de la Luna, cazan a los Hijos de Ares en las minas...

Odio que me toquen. Todos los gestos y ruidos que hacen. Es demasiado. Demasiado brusco. Demasiado duro. Todo lo que hacen duele. Empujarme de un lado a otro. Abofetearme de vez en cuando. Hago todo lo que puedo por mantener las lágrimas a raya, pero no sé cómo compartimentarlo todo.

Los doce soldados se agrupan y me observan mientras Danto me apunta con la manguera. Hay tres obsidianos entre ellos. La mayor parte de escuadrones de lurchers cuentan con alguno. El agua me golpea como una coz de caballo en el pecho. Me arranca la piel. Doy vueltas sobre el suelo de hormigón deslizándome por la habitación hasta que quedo acorralado en una esquina. Me golpeo la cabeza contra la pared. Un enjambre de estrellas me nubla la vista. Trago agua. Estoy a punto de ahogarme, así que me encorvo para protegerme la cara, porque aún tengo las manos sujetas a la espalda.

Cuando terminan, continúo jadeando y tosiendo dentro del bozal, tratando de recuperar el aliento. Me quitan las esposas y me meten los brazos y las piernas en un mono de presidiario de color negro antes de volver a atarme las manos. También hay una capucha que dentro de poco me pondrán sobre la cabeza para privarme de la poca humanidad que me queda. Me empujan una vez más hacia la silla. Sujetan mis ataduras al respaldo para que no pueda moverme. Todo es redundante. Vigilan cada gesto. Me custodian como lo que era, no como lo que soy. Los miro con los ojos entornados, la visión empañada y miope. Me caen gotas de agua de las pestañas. Intento sorberme la nariz, pero la tengo completamente congestionada por la sangre coagulada, desde los agujeros hasta la cavidad nasal. Me la rompieron al ponerme el bozal.

Estamos en una sala de procesamiento del Consejo de Control de Calidad, que supervisa las funciones administrativas de la cárcel que hay bajo la fortaleza del Chacal. El edificio tiene la forma de caja de hormigón de todas las instalaciones del gobierno. La iluminación venenosa hace que en este lugar todo el mundo parezca un cadáver andante con unos poros del tamaño de cráteres de meteoritos. Aparte de los grises, los obsidianos y un único médico amarillo, hay una silla, una camilla y una manguera. Pero las manchas de fluidos que salpican la alcantarilla metálica del suelo y los arañazos en la silla de metal son el rostro y el alma de esta habitación. El fin de las vidas comienza aquí.

Casio jamás entraría en un agujero así. Pocos dorados lo necesitarían o querrían, a no ser que se equivoquen de enemigos. Es el interior de un reloj, donde los mecanismos zumban y rechinan. ¿Cómo podría ser alguien valiente en un lugar tan inhumano como este?

—Es una locura, ¿verdad? —pregunta Danto a los hombres que tiene detrás. Vuelve a mirarme—. No había visto una escoria tan rara en toda mi vida.

—El tallista debió de ponerle cien kilos más —dice otro.

—Más. ¿Lo visteis alguna vez vestido con su armadura? Era un condenado monstruo.

Danto le da un golpe a mi bozal con un dedo tatuado.

—Seguro que eso de nacer dos veces dolió bastante. Eso hay que respetarlo. El dolor es el lenguaje universal. ¿No es así, roñoso?

Como no respondo, se acerca a mí y me machaca el pie descalzo con una bota de tacón metálico. La uña del dedo gordo se desprende por completo. El dolor y la sangre brotan del lecho expuesto de la uña. Ahogo un grito y se me cae la cabeza hacia un lado.

—¿No es así? —repite.

Las lágrimas me ruedan por las mejillas, no por el dolor, sino por la naturalidad de su crueldad. Hace que me sienta muy pequeño. ¿Por qué le cuesta tan poco hacerme tanto daño? Casi hace que eche de menos la caja.

—No es más que un mono con traje —asegura otro—. Déjalo en paz. No sabía ni lo que estaba haciendo.

—¿Que no lo sabía? —pregunta Danto—. Mentira. Le gustaba ser el amo. Le gustaba tener poder sobre nosotros.

Danto se agacha para poder mirarme a los ojos. Intento apartar la vista, pues me da miedo que vuelva a hacerme daño, pero él me agarra la cabeza y me separa los párpados con los pulgares para obligarme a verlo.

—Dos de mis hermanas murieron en esa Lluvia tuya, roñoso. Perdí muchos amigos, ¿te enteras?

Me golpea un lado de la cabeza con algo metálico. Veo puntos. Siento que derramo más sangre. A su espalda, su centurión comprueba su terminal de datos.

—Te gustaría que a mis hijos les pasara lo mismo, ¿verdad?

Danto me escruta los ojos en busca de una respuesta. No tengo ninguna que vaya a satisfacerlo.

Como los demás, Danto es un legionario veterano, áspero como la tapadera oxidada de una cloaca. Su equipo de combate es negro, pero tiene unos dragones morados que se enredan formando una fina filigrana y está cargado de aparatos tecnológicos. Lleva implantes ópticos en los ojos para tener visión térmica y leer mapas de batalla. Bajo la piel, tendrá más tecnología engastada para ayudarlo a cazar dorados y obsidianos. El tatuaje de un «XIII» rodeado por un dragón marino en movimiento emborrona los cuellos de todos estos soldados. En la base del numeral, aparecen pequeños montones de ceniza. Son miembros de la Legión XIII Dracones, la legión de pretorianos favorita del Señor de la Ceniza y ahora de su hija, Aja. Los civiles los llamarían dragones, sin más. Mustang odiaba a estos fanáticos. Forman todo un ejército independiente de treinta mil hombres elegidos por Aja para ser la mano de la soberana fuera de la Luna.

Me odian.

Odian a los colores inferiores con un racismo tan profundo que ni siquiera los dorados pueden igualarlo.

—Danto, si lo que quieres es que chille, apunta a las orejas —sugiere una de los grises.

La mujer está en la puerta y mueve arriba y abajo una mandíbula que parece un cascanueces mientras mastica un chicle. Luce una cresta de color ceniciento y lleva el resto del pelo rapado. En su voz se detecta el acento de algún dialecto proveniente de la Tierra. Se apoya contra el metal junto a un gris bostezante y con una nariz delicada, más propia de un rosa que de un soldado.

—Si los golpeas con la mano ahuecada, puedes reventarle el tímpano a causa de la presión.

—Gracias, Holi.

—Para eso estamos.

Danto ahueca la mano.

—¿Así?

Me golpea en la cabeza.

—Un poco más curvada.

El centurión chasquea los dedos.

—Danto. Grimmus lo quiere de una pieza. Apártate y deja que el médico le eche un vistazo.

Dejo escapar un suspiro de alivio ante la prórroga.

El orondo médico amarillo se acerca con andares de pato para examinarme con unos ojos ocres y saltones. Las luces pálidas del techo hacen que la calva le brille como una manzana encerada. Me pasa el bioscopio sobre el pecho y observa la imagen a través de los pequeños implantes digitales que lleva en los ojos.

—¿Y bien, doctor? —pregunta el centurión.

—Extraordinario —susurra el amarillo al cabo de un instante—. La densidad ósea y los órganos están bastante bien a pesar de la dieta baja en calorías. Los músculos se le han atrofiado, tal como hemos observado en otros experimentos en el laboratorio, pero no tanto como el tejido áureo natural.

—¿Estás diciendo que es mejor que los dorados? —inquiere de nuevo el centurión.

—Yo no he dicho eso —replica el médico.

—Relájate. No hay cámaras, doctor. Esto es una sala de procesamiento. ¿Cuál es el veredicto?

—La cosa puede viajar.

—¿La cosa? —consigo repetir con un gruñido profundo y sobrenatural tras mi bozal.

El amarillo da un paso atrás, asombrado de que aún pueda hablar.

—¿Y la sedación a largo plazo? Hay tres semanas hasta la Luna desde esta órbita.

—No habrá ningún problema. —El médico me lanza una mirada de miedo—. Pero yo subiría la dosis unos diez miligramos al día, capitán, solo para asegurarnos. La cosa tiene un sistema circulatorio anormalmente fuerte.

—De acuerdo. —El capitán hace un gesto con la cabeza en dirección a la gris—. Te toca, Holi. Mételo en la cama. Luego cogeremos la camilla y nos largaremos. Estamos en paz, doctor. Ya puede volver a su pequeño mundo de cafés y seda. Nosotros nos ocuparemos de...

Pop. La mitad delantera de la frente del centurión se cae. Algo metálico golpea la pared. Me quedo mirando al centurión con fijeza, incapaz de deducir por qué ha desaparecido su cara. Pop. Pop. Pop. Pop. Como si alguien chasqueara los nudillos. Una niebla roja se proyecta hacia el aire desde las cabezas de los dragones más cercanos. Me rocía la cara. Agacho la cabeza. A sus espaldas, la mujer de la mandíbula de cascanueces camina tranquilamente entre sus filas, disparándoles a quemarropa en la nuca. Los demás empuñan sus rifles como pueden, incapaces siquiera de proferir una maldición antes de que un segundo gris les pegue dos tiros rápidos a otros cinco soldados desde su posición junto a la puerta. Y todo con una vieja arma de balas de pólvora. Con el silenciador en el cañón, para que sea frío y silencioso. Los obsidianos son los primeros en caer al suelo, destilando rojo.

—Despejado —dice la mujer.

—Dos más —contesta el hombre.

Dispara al médico amarillo que gatea hacia la puerta tratando de escapar. Luego le pone una bota sobre el pecho a Danto. El gris lo mira con fijeza, sangrando bajo la mandíbula.

—Trigg..., ¿por qué?

—Ares te manda recuerdos, hijo de puta.

El gris dispara a Danto justo debajo del borde de su casco táctico, entre los ojos, y hace girar la pistola de balas en la mano. Finalmente, sopla el humo que se desprende del extremo antes de envainarla en una funda que lleva en la pierna.

—Despejado.

Muevo los labios tras el bozal, tratando de formar un pensamiento coherente.

—¿Quiénes... sois?

La mujer gris aparta un cadáver de su camino.

—Me llamo Holiday ti Nakamura. Ese es Trigg, mi hermano pequeño. —La chica enarca una ceja llena de cicatrices. Tiene la cara arrasada de pecas. La nariz aplastada y casi plana. Los ojos grises y estrechos—. La pregunta es, ¿quién eres tú?

—¿Que quién soy yo? —mascullo.

—Vinimos a por el Segador. Pero si ese eres tú, creo que deberían devolvernos el dinero. —De repente, me guiña un ojo—. Estoy de broma, señor.

—Holiday, déjalo ya. —Trigg la aparta a un lado con gesto protector—. ¿No ves que está traumatizado? —El chico se acerca con cuidado, con las manos extendidas y voz tranquilizadora—. Estás a salvo, señor. Hemos venido a rescatarte.

Sus palabras son más espesas, menos pulidas que las de Holiday. Me estremezco cuando da otro paso al frente. Examino sus manos en busca de un arma. Va a hacerme daño.

—Solo voy a desatarte, eso es todo. Es lo que quieres, ¿verdad?

Es mentira. Un truco del Chacal. Trigg tiene el tatuaje del «XIII». Son pretorianos, no Hijos de Ares. Mentirosos. Asesinos.

—No te quitaré las esposas si no es lo que quieres.

No. No, ha matado a los guardias. Ha venido a ayudar. Tiene que haber venido a ayudar. Le hago un gesto cauteloso con la cabeza y el chico se coloca a mi espalda. No confío en él. Casi me imagino una aguja que se clava. Un giro inesperado. Pero lo único que siento es alivio como recompensa por el riesgo que he corrido. Las esposas se abren. Me crujen las articulaciones de los hombros y, con un gemido, me pongo las manos delante del cuerpo por primera vez desde hace nueve meses. El dolor hace que me tiemblen. Las uñas me han crecido mucho y están mugrientas. Pero estas manos vuelven a ser mías. Me pongo en pie para escapar y me desplomo contra el suelo.

—Oye, oye... —dice Holiday, que me levanta de nuevo hasta la silla—. Tómatelo con calma, héroe. Tienes una atrofia muscular de caballo. Vas a necesitar un cambio de aceite.

Trigg me rodea de nuevo para mirarme a la cara. Tiene una sonrisa torcida, un rostro abierto e infantil, ni por asomo tan intimidante como el de su hermana a pesar de las dos lágrimas doradas tatuadas que le gotean del ojo derecho. Su mirada es la de un sabueso fiel. Con delicadeza, me quita el bozal de la cara y, entonces, se acuerda de algo y da un respingo.

—Tengo algo para ti, señor.

—Ahora no, Trigg. —Holiday echa un vistazo en dirección a la puerta—. Ahora nos falta tiempo.

—Lo necesita —insiste Trigg en voz baja, pero espera hasta que Holiday le hace un gesto de asentimiento para sacar un fardo de cuero de su mochila. Me lo tiende—. Es tuyo, señor. Cógelo. —Percibe mis recelos—. Eh, no te he mentido respecto a lo de quitarte las esposas, ¿no?

—No...

Estiro las manos y me deposita la bolsa de cuero. Con dedos temblorosos, retiro la cuerda que mantiene el fardo atado y siento el poder incluso antes de ver el brillo mortífero. Casi dejo caer la bolsa de cuero, tan asustado de ella como lo estuvieron mis ojos de la claridad.

Es mi filo. El que me regaló Mustang. El que ya he perdido dos veces. Una vez ante Karnus, y de nuevo en mi Triunfo con el Chacal. Es blanco y suave como el primer diente de un niño. Deslizo las manos sobre el metal frío y por su empuñadura de piel de becerro manchada por la sal. Su tacto despierta en mi interior recuerdos melancólicos de una fuerza perdida hace tiempo, de una calidez olvidada hace tiempo. El olor a avellanas vuelve hasta mí y me transporta a las salas de entrenamiento de Lorn, donde él me enseñaba mientras su nieta favorita aprendía repostería en la cocina adyacente.

El filo culebrea en el aire, tan bello, tan engañoso en su promesa de poder... La hoja me diría que soy un dios, como se lo ha dicho a las generaciones de hombres que me han precedido, pero ahora ya conozco la mentira que reside en esas palabras. El terrible precio que ha hecho pagar a los hombres por orgullo.

Me aterra volver a empuñarlo.

Y rechina como la llamada de apareamiento de una víbora cuando se transforma en una falce curvada. La última vez que lo vi estaba vacío, liso. Pero ahora está atestado de imágenes grabadas en el metal blanco. Viro la hoja para poder ver mejor la forma tallada justo encima del puño. Me quedo mirándola boquiabierto. Eo me devuelve la mirada. Una imagen de mi esposa grabada en el metal. El artista la ha plasmado no en el patíbulo, no en el momento que la definirá para siempre ante los demás, sino en un momento íntimo, como la chica que yo amaba. Está agachada, con el pelo alborotado sobre los hombros, cogiendo un hemanto del suelo, mirando hacia arriba, a punto de esbozar una sonrisa. Y encima de Eo está mi padre besando a mi madre en la puerta de nuestra casa. Y hacia la punta de la hoja, Leanna, Loran y yo con máscaras del Octobernacht persiguiendo a Kieran por un túnel. Es mi infancia.

Quienquiera que haya realizado este trabajo me conoce.

—Los dorados graban sus hazañas en sus espadas. Las mierdas grandiosas y violentas que han hecho. Pero Ares pensó que preferirías ver a la gente que quieres —dice Holiday en voz baja desde detrás de Trigg.

La gris vuelve a echar una ojeada a la puerta.

—Ares está muerto. —Examino sus rostros y veo en ellos la mentira. Veo la maldad de sus ojos—. Os ha enviado el Chacal. Es un truco. Una trampa. Para que os lleve a la base de los Hijos. —Tenso la mano en torno a la empuñadura del filo—. Para usarme. Estáis mintiendo.

Holiday da un paso atrás para alejarse de mí, cautelosa ahora que tengo un filo en la mano. Pero la acusación ha destrozado a Trigg.

—¿Mintiéndote? ¿A ti? Moriríamos por ti, señor. Habríamos muerto por Perséfone... Eo. —Le cuesta encontrar las palabras adecuadas y me da la sensación de que está acostumbrado a dejar que sea su hermana la que hable—. Hay un ejército esperándote fuera de estas paredes, ¿lo entiendes? Un ejército a la espera de que su... su alma vuelva a él. —Se inclina hacia delante, implorante, mientras Holiday vuelve la vista hacia la puerta—. Somos de Pacífica del Sur, el último rincón de la Tierra. Creía que moriría allí vigilando silos de trigo. Pero estoy aquí. En Marte. Y nuestro único trabajo es llevarte a casa...

—He conocido a mejores mentirosos que tú —le espeto.

—A la mierda.

Holiday comienza a manipular su terminal de datos. Trigg trata de detenerla.

—Ares dijo que era solo para emergencias. Si piratean la señal...

—Míralo. Esto es una emergencia.

Holiday se quita el terminal y me lo lanza. Está realizando una llamada a otro dispositivo. La pantalla parpadea en azul, a la espera de que contesten al otro lado. Cuando le doy la vuelta en la mano, el holograma de un casco con afiladas llamas solares florece de repente en el aire, tan pequeño como mi puño apretado. Unos ojos rojos refulgen amenazadores desde el casco.

—¿Fitchner?