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El protagonista de esta última novela de Andreu Martín, un chico bien de la Barcelona de finales de los años 60, pretende rebelarse contra su entorno: un mundo hostil e incomprensible que él no ha elegido para vivir y que los adultos son incapaces de cambiar. Para ello, lo primero que debe hacer es romper con la vida que ha llevado y enfrentarse a la figura del padre.Éste es el punto de partida de su aventura personal -con su primer año de universidad, su primer contacto con la política, los problemas familiares o el amor-, donde descubrirá a los demás y a sí mismo con la única arma disponible para superar todas las pruebas que se le presentan: la mentira. Y serán estas auténticas mentiras las que, curiosamente, construyan y desvelen su propia verdad.'Mentiras de verdad' es también un veraz retrato de una época, una cultura y una situación política determinadas escrito con una la fuerza y la intriga de los mejores libros de Andreu Martín.-
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Andreu Martín
Translated by Inés Martín Farrero
Saga
Mentiras de verdad
Translated by Inés Martín Farrero
Original title: Veritats a mitges
Original language: Catalan
Copyright © 2000, 2021 Andreu Martín and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726962482
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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Habían llamado al timbre y, como si adivinase lo que iba a pasar, fue a abrir la puerta mi padre.
Mi madre estaba en el comedor, poniendo la mesa, se oía el tintineo de los cubiertos y los platos. Luis, instalado frente al televisor, hipnotizado por el «Telediario» en blanco y negro, gris y mentiroso, que decía, como siempre, que todo iba bien y que nuestro país era la envidia del mundo.
Yo salía del váter y, desde el oscuro pasillo, medio escondida por la ancha humanidad de mi padre, vi en el rellano a la chica teñida de rubio, de labios carnosos y ojos demasiado grandes, tan expectantes y desesperados, con un vestido amarillo muy corto y medias de color fucsia.
El sonido de la cisterna me impidió oír lo que ella decía. –¿Quién es? –preguntó mi madre, sin ningún interés por la respuesta.
–Nadie –dijo mi padre.
¿Quién era?
Nadie.
Y el movimiento furtivo de mi padre escurriéndose hacia fuera, hacia la escalera, y cerrando la puerta sin querer, catacrac, supongo que sólo quería dejarla entreabierta y, catacrac, la puerta se cerró.
Yo me había quedado sin respiración. Desconcertado.
Podría haber pensado que era una nueva vecina que venía a pedir sal, o una compañera del banco que tenía que solucionar algún trámite urgente, o alguien que se hubiera equivocado de puerta.
Pero no pensé en nada de eso.
Lo que pensé es que mi padre tenía una amante. Una amante joven, muy joven, de mi edad, vestida con ropa barata y de dudoso gusto y con una actitud patética, angustiada, como si viniese a suplicarle algo.
Por ejemplo: «Por favor, no me abandones, te necesito», o «Me habías prometido que dejarías a tu mujer y a tus hijos para venirte a vivir conmigo».
O algo por el estilo.
Me quedé allí plantado, sin soltar la manilla de la puerta del váter, con el corazón palpitando violentamente en mi garganta.
Hacía, mucho tiempo que no experimentaba un sobresalto tan fuerte como aquél.
Era la época del anhelo de independencia, de una rebeldía agresiva que ahora, a mis cincuenta años, veo inevitable e incluso imprescindible en todo adolescente. Quedaba lejos la infancia, cuando tus padres te decían lo que debías o no debías hacer y tú obedecías (o no) y ellos te premiaban (o castigaban) y todo era así de sencillo y cómodo. También habían pasado los tiempos en que la familia era un estorbo soportable si aprendías a ignorarla. Tiempos felices compartiendo juegos y travesuras con los amigos, refunfuñando cuando te llamaban para cenar o te obligaban a ir a dormir. Y si te reñían, con hacerles un corte de manga cuando no te veían, te quedabas tan contento.
Hasta hacía muy poco, había vivido al dictado de mis padres (padres dictadores) y fue aquel año 67, mi primer año de universidad, cuando llegó el momento de hacerme mayor, de decidir por mí mismo. No fue mía la elección. Simplemente, ocurrió así.
Ahora, con la distancia del tiempo, advierto que estaba dominado por el miedo. De pronto, constataba que dentro de nada llegaría el momento de correr por mi cuenta, de tomar decisiones, de asumir responsabilidades, de aceptar un papel protagonista en este mundo complicado, injusto, incomprensible, inadmisible, en el que me habían metido sin mi consentimiento. Soldados americanos aniquilando Vietnam con napalm, la fulgurante Guerra de los Seis Días, los niños famélicos de Biafra, las injusticias raciales en Estados Unidos y en Sudáfrica, ¿qué podía hacer yo, inmerso en todo aquello? No quería que existiese, no me gustaba, ¡pero me sentía impotente para evitarlo!
El único modo que tenía para estar seguro de que las decisiones que tomaba eran mías, mías y de nadie más, era negarme a vivir al dictado, pasando precisamente por el camino que me desaconsejaban, «¡si me estrello, me estrello, pero habrá sido por mi propia decisión!», diciendo a mis padres «no, no quiero» y, sobre todo, dejando muy claro que «yo no pienso como vosotros (sea lo que sea lo que vosotros penséis)».
Mis padres (mi padre) no lo entendían, ya no recordaban que a ellos les había pasado lo mismo y atribuían mis impertinencias a mi mala fe (bueno, las mías y las de Luis, porque mi hermano pequeño se sumó a mi revolución).
En casa, se había declarado la guerra. A las horas de comer y de cenar, si hablábamos, discutíamos. Nunca nos poníamos de acuerdo en nada. Mi padre nos aconsejaba que no nos metiéramos en política y nosotros le tildábamos de cobarde, de burgués y de reaccionario aunque, de verdad, de verdad, no sabíamos muy bien a qué nos referíamos. Mi padre remachaba que yo era un hippy y me menospreciaba por llevar el pelo largo, y aseguraba que Luis terminaría siendo un delincuente porque era muy mal estudiante y algún que otro domingo por la noche había vuelto de excursión con una ceja o un labio partido y señales de golpes en la cara.
Tanto Luis como yo, cada uno a su manera, él con su mala leche y yo cabizbajo, encogido y resentido, nos sentíamos rechazados y queríamos huir de aquella casa en la que no se nos comprendía.
El verano anterior había sido el primero que Luis y yo nos habíamos negado a pasarlo con la familia en Senillás, como habíamos hecho toda la vida. Senillás era un pueblo minúsculo, sin otra diversión que llevar las vacas a pastar o acarrear estiércol a lomos de un burro, sin cines, sin fiestas y, sobre todo, sin chicas. Y con nuestros padres demasiado cerca, demasiado encima. Luis y yo (cada uno por su lado, eso sí) queríamos libertad para ir a la playa y a las boîtes, para hacer el gamberro lejos de la tutela paterna, para ligar. Esta reivindicación fue motivo de largas polémicas y negociaciones.
–¡Si queréis ir de vacaciones por vuestra cuenta, os las pagáis vosotros! –gritaba mi padre.
Hasta hacía muy poco, nuestro padre nos parecía anodino, indiferente y lejano y, ahora, se había convertido en un ser colérico, tiránico y arbitrario. Luis y yo nos preguntábamos qué le estaría sucediendo. Mi madre (a la que, de pronto, veíamos como una pasmada sin opinión, atemorizada e inexistente) le justificaba diciendo que tenía muchos problemas en el trabajo.
(Ahora pienso que no hacía bien: en realidad y solapadamente, tomaba partido por nosotros y nos daba la razón permitiendo que pensásemos que las salidas de tono de mi padre requerían una explicación que no tenía nada que ver con nuestra rebeldía, nuestras protestas y nuestra insolencia.)
Ymira por dónde, aquel lunes por la noche, al salir del váter, descubrí la causa de la irritabilidad de mi padre.
Tenía una amante.
Una muchachita jovencísima, con un vestido muy corto de color amarillo y medias de punto de color fucsia.
Mi padre nos la había querido ocultar con aquella salida furtiva al rellano, pero yo le había sorprendido.
Ypasaron dos minutos, tres minutos, y yo, plantado en el pasillo, ya me imaginaba que mi madre, picada por la curiosidad, acabaría saliendo al recibidor para comprobar lo que sucedía, y al abrir la puerta del piso se encontraría con el pastel (¿mi padre abrazando a la chica?).
Ytambién me imaginaba a mi padre en el rellano, forcejeando con la puerta, porque había salido en mangas de camisa y solía llevar las llaves en la americana. ¿Cómo se las arreglaría para volver a entrar sin llamar al timbre?
Por fin, di dos pasos, abrí y me encontré con la mirada atónita y desolada de mi progenitor, que empezaba a plantearse la explicación que le daría a mi madre si ella le volvía a preguntar, cara a cara y sin escapatoria, quién nos había venido a ver a esas horas.
Me sonrió como diciendo «Qué tontería, la puerta se ha cerrado sola». Yo no sé cómo le debía de estar escrutando porque enseguida dirigió la mirada hacia otro lado, hacia cualquier rincón del recibidor, se le borró la sonrisa y entró en el comedor cabizbajo, intranquilo, e incluso me atrevería a decir que sudoroso y tembloroso.
–¿Quién era? –repitió mi madre.
–Nadie. La portera.
«La portera», dijo.
Se esforzaba en eludirme. No sabía si yo había llegado a ver a la chica. No podía estar seguro.
Yo, en cambio, no le quitaba los ojos de encima.
Tomamos el primer plato. No recuerdo qué comimos, claro, han pasado más de treinta años, pero creo que no hubiese sido capaz de decir lo que me había servido mi madre ni tan sólo cinco minutos después de que se llevase los platos a la cocina.
Empezaba «Esta es su vida» y la mirábamos en silencio y con mucha atención, como si la biografía del marqués de Lozoya nos pareciese apasionante.
–Es pronto –comentó entonces mi padre, como por casualidad, echando una ojeada al reloj–. Voy a salir un rato a jugar la partida.
No era extraño que saliese después de cenar. Lo extraño era que lo anunciase de aquella manera. Corrientemente, se levantaba de la mesa después del postre, se ponía la chaqueta mientras decía «hasta luego, no me esperéis» y salía.
Mi corazón latía a toda velocidad. Tenía que esforzarme para disimular los nervios.
–Podemos salir juntos –dije, imprudente, imbécil–. Yo también voy a salir. Tengo que ir a buscar unos apuntes.
–¡Tú qué coño vas a salir a estas horas! –replicó mi padre.
–Yo también –dijo Luis, por si colaba.
–¡Que no, hombre, que no! –la irritación de mi padre era excesiva, sus gritos eran exagerados, o a mí me lo parecía porque sabía que nos estaba ocultando algo–. ¡Vosotros no tenéis que ir a ninguna parte, que mañana hay que madrugar!
–No tengo clase hasta las once. Y, además, necesito los apuntes.
–Yo también –se apuntaba Luis, por si acaso.
–¡Tú te callas! –le grité.
–¡Que no sales, te he dicho! –me gritó mi padre–. ¡Y se acabó!
Me callé mientras tomaba el segundo plato contemplando cómo el marqués de Lozoya se abrazaba emocionado a alguna persona a la que no veía desde la infancia.
Mi padre casi no probó la carne (no creo que fuese pescado porque mi madre, los lunes, nunca ponía pescado).
–¿No te gusta? –le preguntó ella, solícita.
–No tengo apetito. ¡Es que estos dos me sacan de quicio! –estos dos éramos nosotros.
Luego, se levantó y, siempre rehuyendo mi mirada, tomó la chaqueta del perchero, dijo «Adiós» y salió.
Y yo detrás de él.
–¿Adónde vas? –preguntó mi madre.
–Ya te lo he dicho. A buscar unos apuntes. Si no los tengo, mañana no vale la pena que vaya a la uni.
No le di oportunidad de réplica. La dejé discutiendo con Luis; «¡Oye, si él sale, yo también!», «¡No! ¡Tú, no!», «¡No hay derecho!».
Mi padre bajaba en el ascensor. Yo, por la escalera, procurando no hacer ruido. Él llegó primero al vestíbulo. Oí sus firmes pisadas hasta el portal, el cric-crac de abrir y el pam de cerrar.
Acabé de bajar saltando los escalones de cuatro en cuatro.
Al salir a la calle miré a ambos lados. Hacia la calle Urgel y hacia la plaza del Pedró. Mi padre no estaba a la vista. Lo que me hacía suponer que había ido hacia la derecha y había doblado la esquina. Si no, hubiese visto cómo se alejaba.
Corrí hacia aquella esquina. Calle de San Clemente abajo.
Allí estaba. No se dirigía hacia el bar donde habitualmente jugaba al dominó.
Bajamos por la calle de las Carretas. Nos adentramos en un barrio de adoquines húmedos, de olores penetrantes y nauseabundos, de sábanas tendidas en los balcones formando un techo sobre la acera. Calles por las que nunca se aventuraría a transitar mi madre.
El día anterior había llovido y la atmósfera se había enfriado. Hacía más frío del que suponía. No llevaba ropa de abrigo, tan sólo tenía el jersey sobre la camisa.
Si yo tuviese una amante joven y quisiera verla cerca de casa a escondidas, habría hecho lo mismo. La habría citado en un bar así de piojoso de los alrededores.
Mi padre entró en un bar piojoso.
Pude espiarles desde la otra acera, a través de unos cristales sucios, entre los rótulos que anunciaban patatas bravas y calamares a la plancha.
Yo tiritaba, me castañeteaban los dientes, golpeaba los pies contra el suelo. Las manos en los bolsillos.
La clientela del bar estaba compuesta por hombres desdentados y tripudos que bebían cerveza y se reían muy atentos a un televisor colocado a la altura del techo. Nadie se fijó en el hombre desgarbado y encorvado que se acercó a la rubia teñida de las medias fucsia. Aquellos ojos demasiado grandes.
Vi cómo mi padre se sentaba, cómo pedía algo de beber, una copa de coñac que le sirvieron a continuación.
Vi cómo hablaban apasionadamente, el grandullón y la adolescente, cómo unían sus manos.
Ella lloraba, él se cambiaba de silla y se sentaba junto a ella para poder abrazarla.
Yo me imaginaba la banda sonora: «No te vayas, no me dejes, no me abandones, te quiero tanto...».
Y mi padre: «Yo también te quiero, pero no puedo plantar a mi familia».
Mi padre la había engañado. Se la había pegado a mi madre y ahora engañaba a esa pobre chica.
«Soy demasiado mayor para ti, encontrarás otro hombre...»
Ella no dejaba de llorar.
De buena gana, hubiese entrado en el bar piojoso y le hubiese partido la cara a ese crápula que jugaba con los sentimientos de una criatura tan bonita y tan desamparada.
Fue el día en que la imagen que tenía de mi padre se derrumbó. En mi interior, le insulté. Decidí que aquello confirmaba mis sospechas. Burgués y reaccionario. No sé si entonces se utilizaba la palabra «machista» con la contundencia de poco tiempo después pero, si era así, seguro que escupí esa palabra con desprecio envenenado.
No sé si empecé a odiar a mi padre porque engañaba a mi madre o porque la engañaba con una chica tan joven y atractiva.
Supongo que necesitaba odiar a mi padre y aproveché la primera oportunidad que se me presentó.
Salir del colegio de los Escolapios y entrar en la universidad así, de golpe, sin anestesia, tenía que ser traumático. Del control más absoluto a la libertad, en cuestión de meses. Una especie de caída al vacío. Veía inminente el momento de irme de casa, la hora del adiós, y supongo que se me hacía más fácil despedirme de personas odiadas que de personas queridas.
Por eso digo que necesitaba odiar a mi padre.
A partir de la noche en que vi a Rita por primera vez, todo cuanto hacía mi padre, ya fuesen estallidos de ira o detalles insignificantes e inocuos, incluso frases amables y rituales, todo me irritaba profundamente.
Empezando por su fingimiento cuando llegó a casa, poco más tarde que yo, y oí que le decía a mi madre que volvía tan pronto porque en el bar no había encontrado a ninguno de sus compañeros de dominó. Se había tomado un coñac y había vuelto dando un paseo, que le había servido para despejarse un poco y estirar las piernas.
Yo había llegado sin apuntes, claro, pero mi madre no se dio cuenta porque estaba en la cocina fregando los platos. Luis estaba encerrado en su cuarto, supongo que ojeando alguna de aquellas revistas francesas que me dejaba de vez en cuando y que nos parecían tan escandalosas.
Con el oído atento al tabique que me separaba del dormitorio conyugal, yo fingía que me concentraba en la lectura de un libro policíaco.
(En el diario que escribía por entonces –¡por supuesto que lo escribía! Todos los chicos que íbamos a colegios de curas y habíamos leído El diario de Daniel, de Michel Quoist, llevábamos nuestro diario, que nos hacía sentirnos más espirituales mientras hablábamos disimuladamente de nuestros deseos sexuales–... Bueno, pues en el diario, que me permite reconstruir aquellos hechos con una cierta fidelidad, consta que aquellos días estaba leyendo Los culpables tienen miedo, de James Hadley Chase.)
Quería saber si mi madre se chivaba de que yo había salido detrás de mi padre. No se chivó y eso me confirmó que le tenía miedo, que la actitud de mi padre daba lugar a una relación sin comunicación, basada en la mentira y en verdades a medias, y eso reafirmó el odio que sentía contra él.
Mentiroso, mezquino, desconsiderado, traidor.
Facha y burgués.
No sé si al día siguiente la dinámica de la casa empeoró, pero a mí me dio esa impresión.
Por la mañana, durante el desayuno, todo eran malas caras. A mediodía, mientras comíamos, mis padres discutieron por la compra de un tresillo. A la hora de la cena, puesto que no había otro motivo de divergencia, salió, como siempre, el tema de Luis y sus estudios. Eso quería decir gritos, enfrentamientos, tensión.
Desde mi nueva óptica, el único culpable de tanta violencia era mi padre.
El tresillo: meses y meses hablando de que había que comprar un tresillo antes de Navidad. Los dos sillones que teníamos estaban catastróficamente hundidos y daba vergüenza, si venían visitas, que alguien pudiera sentarse en ellos, porque, indefectiblemente, quedaba con las rodillas a la altura de la barbilla. Primero se trataba de comprar dos sillones sustitutorios, luego, metidos en gastos, de comprar también un sofá, el tresillo completo que no puede faltar en una casa como Dios manda.
Hasta entonces, el más interesado por esta compra había sido mi padre. De pronto, aquel mediodía, cuando mi madre le preguntó si el sábado siguiente irían a comprar el tresillo, se encontró con una negativa inesperada, ciega y sorda.
–Que no, que no tenemos dinero.
–¿Pero cómo que no tenemos dinero, si estamos ahorrando desde hace qué sé yo cuánto tiempo...?
–¡Quiero comprar otro tresillo, otro más caro que el que habíamos previsto! Puestos a gastar, es mejor comprar uno bueno y no el primero que encontremos. Ahora no es posible. Además, este mes he cobrado menos de lo que esperaba y tendremos que estirar el dinero hasta fin de mes...
Protesta de mi madre y bronca de mi padre, que, por sorpresa, desvió la atención hacia Luis y hacia mí:
–Si éstos no hubiesen hundido los sillones saltando encima, podríamos haber seguido utilizando los que tenemos, ¡que eran estupendos! ¡Fuisteis vosotros los que los dejasteis en este estado!
–¿Y qué quieres decir con eso? –saltó Luis, que tenía la lengua muy suelta–: ¿Que tenemos que pagar nosotros el tresillo nuevo?
–¡Tendríais que pagarlo vosotros, sí, señor!
Una trifulca idiota, la discusión del absurdo. Mira que si ahora Luis y yo tuviésemos que pagar todo lo que habíamos roto desde que nacimos... Todos los platos, los vasos, los adornos de la casa, los juguetes, los cuadernos...
Yo asistía al litigio de lejos, sin prestar atención a lo que decían, pensando que mi padre estaba nervioso y en falso a causa de aquella vida privada que nos ocultaba, y que estallaba de cualquier modo, porque sí, sólo para desfogarse con nosotros.
Sin venir a cuento, empezó a decirle a mi madre que ni se le ocurriera pedirle dinero al abuelo (el padre de mi madre, el Patriarca) y que, si de él dependiera, ni la herencia aceptaría cuando se muriera.
Entonces, con toda la razón del mundo, intervino mi madre preguntándole a qué venía aquel despropósito. Nunca le había pedido dinero a su padre ni pensaba pedírselo.
–Disculpadme –dije, dispuesto a comerme la manzana por el camino–, pero hoy tengo clase a primera hora.
Y me escabullí antes de que me salpicaran con sus improperios.
Por la noche, el tema de la discordia fue Luis.
Todo empezó porque se sentó a la mesa con las uñas sucias.
Durante el día trabajaba como aprendiz en una tienda de comestibles, despachando y llevando los pedidos, y por la noche estudiaba para oficial mecánico en la Escuela Industrial. Acabó siendo un buen mecánico de coches y motos. Años después, llegó a correr las 24 horas de Montjüic con una Ossa que hacía un ruido infernal. Por eso, era lógico que tuviese las manos sucias. Es verdad que se las podría haber lavado antes de sentarse a la mesa, pero lo que en realidad pesaba sobre la familia aquellos días, el auténtico motivo de las riñas era lo que ahora llamaríamos fracaso escolar. Tarde o temprano, mi padre acababa echándole a Luis en cara que no hubiese sido capaz de hacer quinto y sexto de bachiller, y la reválida y el preu, como yo. Cuando tocábamos (tocaban) ese tema, siempre acababa surgiendo la palabra delincuente, la navaja de muelles que le habían encontrado en su mesilla de noche, y las señales de golpes y la ceja partida que lucía un día a su vuelta de escalar el Pedraforca.
–¡Una caída!
–¡Eso no es una caída! ¡Eso es que te has peleado con alguien!
Luis y yo habíamos entrado al mismo tiempo en el grupo de exploradores de la parroquia. Cuando yo tenía catorce años sufrí un accidente practicando espeleología (me rompí las dos piernas al caer a una sima y aún así tuve suerte), y por esta causa dejé el mundo del excursionismo. Él, en cambio, continuó.
En aquella época, al volver de excursión los domingos por la noche, una multitud de exploradores de marcada tendencia catalanista y antifranquista se agolpaba en la plaza de San Jaime para bailar sardanas. Allí también iban grupos de falangistas o chicos de la OJE (Organización de Juventudes Españolas) para armar follón. A más de uno de mis amigos le habían sacudido en la subida de la calle del Obispo y creo que a Luis también le había tocado recibir más de una vez. Pero Luis era de los que plantaban cara. Aún hoy sigue siendo un poco camorrista. Si en un atasco de tráfico alguien le amonesta o increpa tocando el claxon, Luis es de los que se bajan del coche y se encara con el otro para pedirle explicaciones. Por eso, con unos cuantos amigos más, Luis acabó yendo los domingos por la noche a la plaza de San Jaime con la única intención de enfrentarse a los falangistas como él creía que se merecían. Y acabó por cogerle el gustillo. Utilizaban los mosquetones de escalada como si fuesen puños americanos: la cosa era realmente dura. Mientras en el centro de la plaza se bailaban sardanas en apacible armonía, en los accesos a la calle Libretería o a la calle de la Ciudad muy a menudo corría la sangre.
Poco después de los acontecimientos que estoy contando, cuando Luis aún no tenía veinte años, un fin de semana se fue de excursión al Tagamanent y tardó una semana en volver. Llamó a casa para tranquilizarnos diciendo que había conocido a una chica y que estaba viviendo con ella, que no nos preocupásemos. Fue un descalabro familiar. Sin embargo, la verdad, que yo conocí porque amigos comunes me vinieron a buscar pidiendo ayuda, fue que, en plena acampada, les habían atacado los falangistas y habían tenido un enfrentamiento terrible durante el cual a Luis le habían dado un navajazo. Nada grave al final, pero Luis no quería volver a casa hasta que no estuviera más recuperado y pudiera andar con normalidad.
Luis era Rolling, vaya.
Y yo era Beatle.
Todos temíamos que mi hermano acabase mal, ésa es la verdad. Pero mi madre y yo lo sufríamos en silencio, y aconsejábamos a Luis a solas, con prudencia y en voz baja; mi padre, en cambio, organizaba un escándalo y lo echaba todo a perder.
Como Luis tenía los dedos ennegrecidos de grasa de montar y desmontar motores en la Escuela Industrial, pues ya era un marrano que no tenía respeto ni por la familia ni por nadie y debía de ir con otros marranos como él, gamberros que vete tú a saber lo que hacían, que un día acabarían todos en la cárcel, y como Luis no se sabía callar, ya teníamos servida la gresca de cada día.
Yo, en cambio, era (soy) muy diferente a Luis. Callado, tímido, retraído y siempre parapetado detrás de algún libro. Ahora, en la distancia, me identifico con aquel padre furtivo y abrumado por los secretos que tanto llegué a odiar.
Aquel día, concretamente, entre plato y plato, me levanté de la mesa para ir al váter y, al pasar por el recibidor al volver, vi la americana de mi padre y no pude resistir la tentación de rebuscar en los bolsillos.
No era la primera vez que lo hacía: me confieso algo cleptómano. No pedía por miedo a que me lo negasen. Sabía que a mis padres no les sobraba el dinero. Los sábados me daban la paga, pero el domingo por la noche ya me la había gastado, me parecía una miseria, y yo necesitaba dinero para ir al cine o salir con mis amigos. Si pedía más, mi padre me diría que nanay, de modo que, de vez en cuando, metía la mano en los bolsillos de su americana, o en el cajón de su mesilla de noche, o en la quesera donde, a veces, mi madre dejaba los cambios, para ver qué arramplaba.
Era ésta una mala costumbre que arrastraba desde pequeño, por lo que sé. Desde que me habían mandado a comprar por primera vez, siempre había sisado algo, quedándome con el cambio o cogiendo alguna moneda de encima del aparador...
Tendría cinco o seis años cuando a mi madre le llamó la atención el tintineo que se oía cuando yo corría alegremente de un lado a otro de la casa. Me llamó y no tuvo que rebuscar mucho para encontrarme los bolsillos tan llenos de calderilla recogida de aquí y de allá que se me caían los pantalones. En otra ocasión, fui a casa de un compañero del colegio y, cuando mis padres me llamaron para irnos a casa, salí de su cuarto cargado con todos los juguetes que abarcaban mis bracitos. Todos se rieron mucho, y yo me moría de vergüenza.
Aquel día, no obstante, el primer día de mi vida de odio profundo, esas rapiñas no tenían sólo el objeto de enriquecerme un poco, sino más bien y por encima de todo el de castigar al energúmeno que estaba abroncando a mi hermano Luis en el comedor.
Reaccioné como si dentro de aquel bolsillo hubiera una serpiente.
No había una serpiente pero sí un fajo de billetes tan grande que me provocó un ligero vahído.
No lo conté porque no tuve valor ni para tocarlo, pero nunca había visto juntos tantos billetes de mil. Recordé la discusión del tresillo de aquel mediodía. La mezquindad tan irracional de mi padre, la oposición irracional, inexplicable, el «ordeno y mando», el «no porque no, porque lo digo yo».
Una mentira más, una nueva traición en la que seguro que estaba implicada la rubia teñida de labios carnosos y ojos demasiado grandes.
En aquel momento sufrí un ataque de rabia, un arrebato de los que, en otras circunstancias, te conducen a realizar un disparate, a agarrar a alguien por las solapas, a golpear, a aullar como un animal sin saber lo que dices.
Volví a la mesa y, callado y ausente, esperé a que se amainara la tormenta.
La polémica acabó de una manera un tanto abrupta; mi padre se levantó y nos anunció que se iba a jugar la partida.
Repetí la persecución del día anterior sin arriesgarme a pedir permiso. Cuando oí que el ascensor empezaba a bajar, abrí la puerta, y grité «¡Ahora vuelvo!» y me lancé escaleras abajo, de puntillas, temiendo que mi madre se asomase al rellano para preguntarme «¿Pero qué es eso de salir a estas horas?».
No lo hizo, porque me parece que estaba demasiado ocupada consolando (o apaciguando) al exaltado Luis.