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Gideon, que se veía obligado a caer de rodillas agonizando de dolor cada vez que decía una mentira, reconocía los engaños a distancia… hasta que capturaron a Scarlet, una inmortal poseída por un demonio que afirmaba ser su esposa de otro tiempo. Él no recordaba a la hermosa hembra ni mucho menos haberse casado, o acostado, con ella. Pero deseaba hacerlo… Scarlet era la guardiana del demonio Pesadilla, demasiado peligrosa para dejarla vagar libre. Así que un futuro con ella podía significar la destrucción total… especialmente cuando sus enemigos se acercaban y la verdad amenazaba con destruir todo lo que había llegado a amar…
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Seitenzahl: 532
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid
© 2010 Gena Showalter. Todos los derechos reservados. MENTIRAS OSCURAS, Nº 13 - noviembre 2010 Título original: The Darkest Lie Publicada originalmente por HQN™ Books
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV. Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia. ® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-671-9305-3 Editor responsable: Luis Pugni E-pub x Publidisa
En honor al guardián de Mentira, he pensado que voy a escribir esta dedicatoria en el lenguaje de Gideon:
A esa persona que no me ayudó (ni me ayuda) a cada paso del camino: Margo Lipschultz. A los cinco hombres que más profundamente desprecio: Jill Monroe, Kresley Cole y P.C. Cast. A mi odiada esposa: Max.Y para empezar, a la propia Gideon.
Todos vosotros hacéis que mi trabajo sea fácil y que las palabras fluyan como el buen vino. Nunca os habéis mostrado tercos conmigo, nunca me habéis llevado al borde de la locura ni os habéis cerrado en actitudes difíciles de combatir.
Gracias.
Prólogo
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Capítulo Quince
Capítulo Dieciséis
Capítulo Diecisiete
Capítulo Dieciocho
Capítulo Diecinueve
Capítulo Veinte
Capítulo Veintiuno
Capítulo Veintidós
Capítulo Veintitrés
Capítulo Veinticuatro
Capítulo Veinticinco
Capítulo Veintiséis
Capítulo Veintisiete
Capítulo Veintiocho
Capítulo Veintinueve
Contraportada
Gideon miró a la mujer que dormía encima de una cama de algodón morado suave como una nube.
Su esposa.
Tal vez.
El pelo negro de ella rodeaba una cara muy sensual, donde las pestañas largas proyectaban sombras sobre sus hermosos pómulos. Tenía una de las manos apoyada en la sien, con los dedos curvados hacia dentro, y las uñas pintadas de azul celeste brillaban a la luz dorada de la lámpara. Su nariz tenía una forma y un tamaño perfectos, la barbilla era terca y poseía los labios más rojos que Gideon había visto jamás.
Y su cuerpo… ¡Por todos los dioses! Quizá aquellas curvas hechas para el pecado eran la razón de que se llamara Scarlet. Los pechos redondeados, la cintura esbelta… la forma femenina de las caderas… la longitud de las piernas… todo en ella estaba hecho para atraer, para seducir.
Sin duda era la mujer más altaneramente encantadora que había visto nunca. Una auténtica Bella Durmiente. Sólo que aquella belleza atacaría si intentaba despertarla con un beso.
Aquello lo hizo sonreír de puro placer masculino.
A cualquier hombre le bastaba una mirada para saber que Scarlet era pura pasión y fuego bajo aquella piel blanca como la nieve. Pero la mayoría de los hombres no sabía que ella, al igual que Gideon, estaba poseída por un demonio.
«La diferencia está en que yo me gané el mío. Ella no».
Milenios atrás, él había ayudado a sus amigos a robar y abrir la Caja de Pandora y soltar a los demonios en su interior. Sí, sí. Un error. Algo que, en su opinión, no era para tanto, pero los dioses no estaban de acuerdo y habían castigado a todos los guerreros responsables a llevar un demonio dentro del cuerpo. Demonios como Muerte, Enfermedad, Violencia, Ira...
Pero había más demonios que guerreros, así que habían colocado los que sobraban dentro de algunos de los prisioneros inmortales del Tártaro, donde Scarlet había habitado toda su vida.
Gideon había sido emparejado con Mentira y Scarlet con Pesadilla.
Él había salido peor parado. Ella simplemente dormía como una muerta e invadía los sueños de la gente. Él no podía pronunciar una verdad sin sufrir. Si llamaba «guapa» a una mujer guapa, el dolor lo hacía caer de rodillas y una agonía indescriptible lo embargaba, le destruía los órganos y le enviaba ácido por la sangre, cosa que lo dejaba sin fuerzas y disminuía sus ganas de vivir.
«Eres fea», tenía que decir. Y la mayoría de las mujeres se echaban a llorar y salían corriendo. Así que era inmune a las lágrimas.
¿Pero qué haría Scarlet? ¿Le afectarían a él sus lágrimas?
Tendió una mano y pasó la yema del dedo por la barbilla de ella. Tenía una piel sedosa y cálida. ¿Se reiría de él? ¿Intentaría cortarle el cuello? ¿Lo creería? ¿Lo llamaría embustero?
¿O saldría corriendo como las otras? La idea de herirla, enfurecerla y acabar perdiéndola no le sentó muy bien.
Dejó caer los brazos al costado con los puños apretados. «Quizá le diga la verdad. Quizá la halague». Pero sabía que no lo haría. Si cometía ese error una vez, vale, era tonto. Si lo cometía dos, estaría probando la teoría de Darwin.
Él ya lo había cometido una vez.
Sus mayores enemigos, los Cazadores, lo habían capturado y le habían dicho que habían matado a Sabin, guardián del demonio Duda. Gideon quería a Sabin como a un hermano y se había puesto a gritar cuánto los odiaba y a decir que los iba a matar a todos; o sea, se había puesto a gritar la verdad y había sido castigado por ello con una angustia instantánea.
Después de eso, cuando estaba retorciéndose en el suelo, había sido un blanco fácil para la tortura. Y los Cazadores lo habían torturado repetidamente.
Después de golpearlo hasta que tuvo ambos ojos hinchados y perdió varios dientes, después de clavarle alfileres bajo las uñas, de electrocutarlo y de grabarle la marca del infinito (la marca de los Cazadores) en la espalda, le habían cortado las manos.
Gideon había pensado en serio que había llegado su fin. Hasta que un Sabin bien vivo lo había rescatado y lo había llevado a casa, después de derrotar a los Cazadores.
Por suerte, las manos se habían regenerado por fin, algo que había esperado con mucha paciencia. Para poder vengarse, sí. O mejor dicho, al principio había sido para eso, pero luego sus amigos habían encarcelado a aquella mujer, Scarlet, y ella le había dicho que eran marido y mujer.
Sus prioridades habían cambiado mucho en aquel momento.
Ni la recordaba a ella ni recordaba su matrimonio, pero había visto destellos de su rostro a lo largo de miles de años. Principalmente siempre que se dejaba caer encima de una mujer, sudoroso pero sin estar plenamente satisfecho, porque lo embargaba un anhelo por algo o alguien a quien no podía nombrar. Por lo tanto, no podía negar totalmente las palabras de ella. Y necesitaba negarlas, demostrarle que se equivocaba.
De otro modo, tendría que vivir sabiendo que había abandonado a la mujer a la que había prometido proteger. Tendría que vivir sabiendo que se había acostado con otras mujeres mientras su esposa sufría.
Tendría que vivir sabiendo que alguien le había alterado la memoria.
Sí, le había pedido una explicación a Scarlet, pero ella era muy terca y había rehusado decirle nada más. Ni cómo se habían conocido ni cuándo, ni si habían estado enamorados y sido felices. Ni cómo se habían separado.
En realidad, no podía culparla por ocultar aquellos detalles. Ella era entonces tan prisionera de los Señores del Submundo como había sido él hacía poco de los Cazadores, y él tampoco había hablado con sus captores. Ni siquiera durante la tortura más dura.
Así que había ideado un plan. Para que Scarlet se abriera a él, tendría que llevarla a otra parte. Sólo un tiempo corto, hasta que tuviera respuestas. Y esa mañana lo había hecho así. Cuando su presunta esposa estaba dormida, la había secuestrado y se la había llevado a un hotel en el centro de Budapest.
Al fin tendría lo que quería.
Sólo tenía que esperar a que ella despertara.
Unas horas antes…
«Vamos a empezar la fiesta», pensó Gideon caminando con determinación por los pasillos de la fortaleza de Budapest.
El demonio de Mentira tarareaba en el interior de su cabeza, mostrando su acuerdo con él. A los dos les gustaba Scarlet, su presunta esposa, pero por distintos motivos. A Gideon le gustaba su belleza y los comentarios afilados que hacía. A Mentira le gustaba… Gideon no estaba seguro. Sólo sabía que la bestia ronroneaba de contento siempre que ella abría aquella hermosa boca que prometía cosas con las que uno sólo podía soñar.
Era una reacción que solía reservar para los mentirosos patológicos. Excepto porque el demonio no podía saber si ella mentía o no. Lo que implicaba que, bajo todo aquel afecto por Scarlet, Mentira estaba frustrado, y se mostraba muy susceptible con todas las palabras que salían de la boca de Gideon. Y eso frustraba también mucho a Gideon, que ya ni siquiera podía llamar a sus amigos por su nombre sin sentir un dolor indescriptible.
¿Mentía ella o no mentía? Y sí, era muy consciente de la ironía. Él, un hombre que no podía pronunciar una sola verdad, se quejaba de que alguien pudiera estar mintiendo. ¿Pero era así o no? ¿Habían estado casados, sí o no? Tenía que saberlo antes de volverse loco, de ponerse a dudar de todo lo que ella había dicho y de todo lo que él había hecho y pensado.
Su petición de que ella le contara los detalles con toda sinceridad había sido ignorada.
Y él, por fin, obraba en consecuencia.
Con suerte, al fingir que la rescataba de la mazmorra, conseguiría ganarse su confianza. Y con suerte, esa confianza la llevaría a abrirse y contestar a sus preguntas.
—No puedes hacer eso, Gideon —dijo Strider, guardián de Derrota, apareciendo de pronto a su lado.
¡Mierda! Cualquiera menos él.
Strider no podía perder un desafío, ningún desafío, sin sufrir como sufría Gideon cuando decía la verdad. Pero Strider y él se guardaban mutuamente las espaldas, así que no debería haberle sorprendido que su amigo apareciera allí dispuesto a salvarlo de sí mismo.
—Ella es peligrosa —añadió Strider—. Una daga en el corazón, tío.
Sí lo era. Invadía los sueños, enfrentaba a los durmientes con sus peores miedos y se alimentaba de su terror. Unas semanas atrás se lo había hecho a él con una araña. Gideon se estremeció al imaginarse a ese bicho arrastrándose encima de él.
«Cobarde. Échale más valor». Se había enfrentado a incontables espadas sin parpadear, así como a los monstruos que las blandían. ¿Qué era una simple araña? Volvió a estremecerse. Asqueroso, eso era. Sabía lo que pensaban siempre que lo miraban con sus ojos salientes: «Sabroso».
¿Pero por qué no había invadido Scarlet los sueños de nadie más? Había pensado en aquello casi tanto como en su «matrimonio». Había dejado en paz a los demás guerreros y a sus compañeras. A pesar de que había amenazado con sacrificar a todos ellos, una amenaza que podía cumplir.
—Maldita sea. Deja de ignorarme —gruñó Strider; golpeó la pared con el puño segundos después de que pasaran la puerta cerrada de un dormitorio, y le hizo un agujero. Sabes que a mi demonio no le gusta.
Polvo y escombros llenaron el aire. Genial. Pronto llegarían otros guerreros para ver qué había pasado. O quizá no. Por temperamentales que fueran los habitantes de aquella fortaleza (demasiada testosterona), tenían que estar acostumbrados a los ruidos violentos e inesperados.
—Oye, no lo siento —Gideon miró a su amigo rubio de ojos azules y rasgos engañosamente inocentes. Más de una mujer lo había llamado «hermoso», las mismas mujeres que evitaban mirar a Gideon, como si pasar la vista por sus tatuajes y piercings pudiera ennegrecerles el alma. Y tal vez tenían razón—. Pero tienes razón, no puedo hacer esto.
Lo que significaba que Strider se equivocaba y sí, Gideon podía hacer aquello y lo haría.
Todos los que vivían en la fortaleza, y había muchos, pues su número parecía crecer por días a medida que sus amigos se iban emparejando, conocían la forma de hablar de Gideon y sabían que quería decir lo contrario de lo que decía.
—Muy bien —repuso Strider—. Puedes. Pero no lo harás. Porque sabes que, si sacas a la mujer de esta casa, a mí se me pondrá el pelo blanco de preocupación. Y a ti te gusta mi pelo como está ahora.
—Strider, ¿te estás insinuando? ¿Quieres que pase los dedos por esos rizos?
—Gilipollas —murmuró Strider.
Gideon soltó una risita.
—Guapo.
Strider casi sonrió.
—Sabes que odio que te pongas sensiblero.
Le encantaba. De eso no había duda.
Doblaron una esquina y pasaron delante de una de las numerosas salas de estar que había en la fortaleza. Aquélla estaba vacía. Era muy temprano y la mayoría de los guerreros seguían en la cama con sus mujeres. Si no estaban armándose ya, claro.
Por costumbre, examinó la habitación. Retratos de hombres desnudos decoraban las paredes, cortesía de la diosa de la Anarquía, cuyo retorcido sentido del humor rivalizaba con el de Gideon. Había sillones de cuero rojo (Reyes, el guardián de Dolor, a veces tenía que autolesionarle para acallar a su demonio, así que el rojo era práctico), estanterías de libros (a Paris, guardián de Promiscuidad, le gustaban las novelas de amor) y lámparas raras de plata que se retorcían y curvaban por encima de los sillones; Gideon no sabía para qué eran. Había flores frescas en jarrones, que perfumaban el aire. Y sí, las había pedido él porque olían bien.
Respiró hondo aquel aire delicioso. Pero acabó inhalando una buena dosis de culpabilidad. Por desgracia, eso ocurría mucho últimamente. Mientras él disfrutaba de esos lujos, su supuesta esposa se pudría en la mazmorra. Y antes de eso había pasado miles de años en el Tártaro, lo que hacía que se sintiera doblemente cruel por dejarla allí.
¿Qué clase de hombre permitía algo así? Un gilipollas, claro; y él era el mayor de todos, pues pensaba devolverla a la mazmorra cuando hubiera contestado a sus preguntas. Para siempre. Aunque fuera… o hubiera sido… su esposa.
Sí. Era un hombre muy malo.
Ella era demasiado peligrosa para quedar libre permanentemente; su habilidad para invadir los sueños era demasiado destructiva. Porque cuando uno moría en las pesadillas de Scarlet, moría de verdad. Era el fin. Y si alguna vez decidía ayudar a los Cazadores, cosa que podía hacer por despecho, los Señores del Submundo no podrían volver a dormir profundamente nunca más. Y necesitaban dormir o se convertían en bestias gruñonas.
Para probarlo, allí estaba él, que no había dormido en semanas. «Más despacio», dijo su demonio. «Te mueves muy deprisa».
Normalmente, Mentira era simplemente una presencia en un rincón de su mente. Estaba allí, pero guardaba silencio. Sólo hablaba cuando su necesidad era grande. E incluso entonces, tenía que decir lo contrario de lo que quería. Y ahora quería que Gideon se diera prisa y llegara hasta Scarlet.
«Dame alas y está hecho», repuso Gideon con sequedad. Pero apretó el paso. Con el pensamiento podía decir la verdad. Nunca se mentía a sí mismo ni al demonio durante aquellos momentos íntimos. Quizá porque había tenido que luchar salvajemente y sin piedad por tener aquellos momentos.
Después de la posesión, había estado perdido en la oscuridad y el caos, había sido esclavo de su compañero del alma y de las ansias de éste. Había atormentado a humanos sólo para oírlos gritar. Había quemado casas con familias dentro. Había matado indiscriminadamente y lo había hecho riendo.
Le había costado cientos de años, pero Gideon había acabado por abrirse paso hacia la luz. Ahora su demonio estaba controlado y Gideon tenía domada a la bestia. La mayoría del tiempo.
Strider suspiró.
—Gideon, escúchame. Te lo repito, no puedes sacar a esa mujer fuera de estos muros. Huirá de ti, estoy seguro. Sabemos que los Cazadores están en la ciudad y pueden atraparla. O reclutarla y utilizarla. O, si ella se niega, incluso torturarla como hicieron contigo.
Strider hablaba como si él, Gideon, no pudiera retener unos días a aquella hembra tentadora. Y sí podía. Sabía pelear como el que más. Además, Strider hablaba como si él, Gideon, fuera incapaz de encontrarla si es que llegaba a perderla. Y probablemente tenía razón, pero eso no amainaba la furia de Gideon. Tal vez no fuera tan ligón como Strider, pero tenía también sus habilidades con las mujeres.
Además, Scarlet era también una guerrera y era inmortal. Podía rodearse de oscuridad. Una oscuridad tan densa que ni la luz humana ni los ojos inmortales podían atravesarla. Perderla no sería tan vergonzoso como perder… a un humano sin entrenar, por ejemplo.
Pero él no la perdería y ella no querría huir. La seduciría. Le quitaría la energía a fuerza de placer y haría que estuviera desesperada por quedarse a su lado. Lo cual no debería ser muy difícil. Le había gustado tanto como para casarse con él, ¿no? Quizá.
¡Maldición! —Sé lo que estás pensando —dijo Strider con otro suspiro—. Que si se escapa, la encontrarás. —Te equivocas —había pensado eso, sí, pero no había tardado en descartar la idea.
—¿Y qué será de ella mientras la buscas? Durante el día necesita protección, y si tú no estás con ella, ¿quién la protegerá?
Buena pregunta. Scarlet no podía funcionar durante las horas de luz. Debido a su demonio, dormía profundamente. Tan profundamente que nada ni nadie podía despertarla hasta la puesta del sol, algo que él había descubierto después de haber estado a punto de provocarle un aneurisma sacudiéndola para que despertara.
Varias horas después, había visto sorprendido que ella abría los ojos y se sentaba en la cama como si sólo hubiera dormido diez minutos de siesta.
Lo cual suscitaba otras preguntas. ¿Por qué su demonio dormía durante el día, cuando la gente a su alrededor estaba despierta? ¿Y qué pasaba cuando viajaba y cambiaba de zona horaria?
—Fue una suerte encontrarla cuando lo hicimos —prosiguió Strider—. Si no hubiéramos tenido al ángel de Aeron de nuestro lado, habríamos muerto intentando capturarla. Dejarla libre ahora es estúpido y peli…
—No has dicho eso ya —una y otra vez—. Además, Olivia ya no está en nuestro equipo —lo que quería decir que estaba—. No puede volver a ayudarnos de ser necesario —sí podía—. Oye, te odio, tío, pero, por favor, sigue hablando —«te quiero, pero cállate de una vez».
Strider soltó un gruñido de frustración y bajaron juntos las escaleras que llevaban a la mazmorra. Los ventanales con cristaleras dieron paso a paredes manchadas de sangre. El aire se volvió acre, manchado de sudor, orina y sangre. Nada de eso era de Scarlet, gracias a los dioses. Sus remordimientos no habrían podido soportarlo. Por fortuna, ella sólo estaba encerrada. Tenían a varios Cazadores esperando represalias, alias interrogatorio, alias tortura.
—¿Y si te ha mentido? —preguntó Strider—. ¿Y si no es tu esposa?
Gideon hizo una mueca.
—Olvidaba decirte que para mí es muy difícil diferenciar la verdad de la mentira —menos con ella, pero eso no se lo iba a decir a su amigo.
—Sí, pero también me dijiste que no la conocías.
Uno de ellos tenía una memoria perfecta. Excelente.
—Es imposible que pueda ser mi esposa —no había muchas probabilidades, pero sí, las había—. No tengo que hacer esto.
Cuando Scarlet había invadido sus sueños y le había exigido que fuera a verla en la mazmorra, él había sido incapaz de no hacerlo, pues estaba embargado por la necesidad de verla y una parte de él la reconocía a un nivel que todavía no comprendía. Y cuando ella le había dicho que se habían besado, hecho el amor e incluso se habían casado, esa misma parte había asentido.
Aunque él no se acordaba de ella. Se preguntó por milésima vez por qué no podía recordarla.
Había considerado varias teorías. La primera, que los dioses le habían borrado la memoria. Pero eso suscitaba la pregunta de por qué. ¿Por qué no querían que recordara a su esposa? ¿Por qué no habían borrado también la memoria de Scarlet?
La segunda teoría era que había borrado él mismo el recuerdo. ¿Pero por qué iba a hacer eso? ¿Cómo iba a hacer eso? Había un millón de cosas más que hubiera querido olvidar.
La tercera teoría era que su demonio hubiera borrado de algún modo aquel recuerdo cuando quedaron emparejados. Pero si eso era así, ¿por qué recordaba su vida en los Cielos, cuando servía a Zeus y tenía la tarea de proteger constantemente al rey de los dioses?
Strider y él pararon en la primera celda, donde había morado Scarlet las últimas semanas. Ella dormía en el camastro y él contuvo el aliento al verla. Era encantadora. Pero…
«¿Es mía?».
¿Y quería que lo fuera?
No, claro que no. Eso lo complicaría todo. Aunque él no dejaría que importara. No podía. Sus amigos eran lo primero. Así eran las cosas y así serían siempre.
Al menos estaba limpia. Él había procurado que tuviera agua suficiente para beber y para bañarse. Y estaba bien alimentada, pues se había encargado de que le llevaran comida tres veces por la noche. Haría lo mismo cuando la devolviera a la celda. Tendría que bastar con eso.
«No tengas prisa», gritó Mentira, que prácticamente saltaba de un rincón a otro de su cerebro. «No tengas prisa».
«Calma, chico. Yo me ocupo de esto». Pero no podía actuar todavía. Tenía la impresión de haber esperado una eternidad aquel momento y quería saborearlo.
¿Saborearlo? Se estaba convirtiendo en una mujer.
«Aparta la vista antes de que tengas una erección», se dijo. Vale, aquello era más masculino. Apartó la vista. Las paredes que la rodeaban eran de piedra gruesa impenetrable. Por lo tanto, no podía ver a los Cazadores encerrados cerca. Aunque a Gideon eso le daba igual, lo que no quería era que los Cazadores la vieran a ella.
Sí. Quería que fuera suya. Al menos por el momento.
Hablando de Cazadores, vieron a los guerreros a través de los barrotes y se hundieron en las sombras en silencio. Seguramente hasta contenían la respiración por miedo a que fueran a por ellos. Mejor. Le gustaba que sus enemigos lo temieran.
Tenían muchos motivos para hacerlo.
Aquellos hombres habían capturado y violado a mujeres inmortales inocentes con la esperanza de crear niños mestizos a los que enseñar a odiar y a combatir contra Gideon y sus amigos. Niños que podrían haberlos ayudado a encontrar la Caja de Pandora antes que los Señores, con la esperanza de usarla para separar a los demonios de sus anfitriones. Algo a lo que los guerreros no podrían sobrevivir, pues estaban ya irrevocablemente unidos a las bestias.
Eso también formaba parte de su castigo por haber abierto la estúpida Caja.
Gideon sacó la llave de la celda de Scarlet con sus dedos nuevos, algo rígidos y temblorosos por la falta de uso.
—Espera —Strider le puso una mano en el hombro—. Puedes hablar con ella aquí. Conseguir tus respuestas aquí.
Pero allí tenían público, lo que implicaba que ella no podía relajarse. Y aunque pudiera relajarse, no permitiría que él la tocara. Y él era un degenerado y quería tocarla. Además, ¿cómo, si no, la iba a seducir y a sacarle información? ¿Diciéndole lo fea que era? ¿Diciéndole lo que no quería hacerle?
—No me dejes en paz, tío. Como no te he dicho innumerables veces, no tengo planes de traerla de vuelta cuando averigüe lo que quiero sabe, ¿vale?
—Si es que puedes traerla de vuelta. Ya hemos hablado de ese problemilla, ¿recuerdas?
Era difícil olvidarlo. Desgraciadamente.
—No tendré cuidado. No tenemos tres reliquias y Galen está muy contento. No querrá vengarse por la que no le hemos robado.
Galen era el jefe de los Cazadores, además de ser también un guerrero poseído por un demonio. Sólo que él tenía un aspecto angelical y cargaba con el demonio de Esperanza, así que todos sus seguidores humanos creían que era un ángel. Por su culpa, achacaban a los Señores todos los males del mundo. Por su culpa, esperaban un futuro libre de esos males y luchaban hasta la muerte por conseguirlo.
Olivia, la nueva mujer de Aeron, que sí era un ángel de verdad, le había robado la tercera reliquia a aquel bastardo. La Capa de la Invisibilidad. Como se necesitaban cuatro reliquias para encontrar la caja de Pandora: el Ojo, la Jaula de la Coacción, la Capa de la Invisibilidad y la Vara de Partir (la única que les faltaba), Galen estaba desesperado por recuperar la Capa de la Invisibilidad y arrebatarles las otras dos que obraban en su poder.
Lo que implicaba que su guerra era cada vez más encarnizada.
Pero eso no importaba. Nada podía desviar a Gideon de lo que se había propuesto. Principalmente porque una parte de él tenía la sensación de que su vida dependía de ello.
—Gideon, tío. Éste lanzó una mirada atravesada a su amigo y apretó los labios. —Te estás buscando un beso —«una buena paliza».
Pasó un momento de silencio pesado.
—Muy bien —murmuró Strider; levantó los brazos—. Llévatela.
—No pensaba hacerlo, pero no te agradezco tu aprobación —pero ¿por qué Strider no había caído al suelo en coma? Acababa de perder un reto, ¿o no?
—¿Cuándo volverás?
Gideon se encogió de hombros.
—No he pensado en una semana.
Siete días era tiempo de sobra para ablandar a Scarlet y conseguir que se sincerara sobre el pasado. En aquel momento parecía odiarlo. Él no sabía por qué, pero lo descubriría. Eso era una promesa. Aun así… ella prefería claramente a los hombres peligrosos. ¿Por qué, si no, se habría casado supuestamente con él? Así que tendría que estar a la altura.
—Tres días —dijo Strider.
Ah. Había llegado el momento de negociar. Por eso Strider no había caído al suelo. No estaba derrotado, sólo probaba otra estrategia. Gideon podía ceder un poco. Se sentía tan culpable por dejar a sus amigos como por dejar a Scarlet en la celda. Ellos lo necesitaban y, si les pasaba algo en su ausencia, se volvería loco.
—No estoy pensando en cinco —ofreció.
—Cuatro.
—No hay trato.
Strider asintió sonriente.
—Bien.
Vale. Tenía cuatro días para ablandar a Scarlet. Había luchado batallas más difíciles en menos tiempo, seguro. Aunque no consiguiera recordarlas en aquel momento.
A lo mejor padecía pérdida de memoria selectiva y las peleas y Scarlet (con la que probablemente había peleado mucho pues era una mujer terca, mandona y mal hablada), eran las mayores bajas de esa pérdida de memoria. Pero le habría gustado recordar el sexo. «De primera». De eso estaba seguro. —Informaré a los otros —dijo Strider—. Pero además, te llevaré a donde quieras ir con ella.
—Desde luego —Gideon por fin insertó la llave y abrió la puerta de la celda—. No la voy a llevar yo mismo. Quiero que todo el mundo sepa adónde vamos.
Strider gruñó.
—Asno testarudo. Tengo que saber que has llegado sano y salvo a donde vas o no podré concentrarme lo suficiente para matar a nadie. Y sabes que tengo una dieta estricta de un Cazador al día por lo menos.
—Por eso no te llamaré por teléfono —Gideon se acercó al cuerpo dormido de Scarlet, que ya no se rodeaba de oscuridad impenetrable cuando dormía, como si quisiera que Gideon pudiera verla siempre. Como si confiara en que él no le haría daño.
O, al menos, eso era lo que él se decía.
—¡Por todos los dioses! No puedo creer que me hayas convencido. ¿Te he dicho ya que eres un gilipollas?
—No —Gideon tomó a Scarlet en brazos con gentileza.
Ella suspiró y frotó la mejilla en el corazón de él. Un corazón que ahora latía con la fuerza de una maza. Ella debió de notar su ritmo errático, pues se pegó más a él. «Bien».
Scarlet medía alrededor de un metro setenta y él más de un metro noventa. Había rehusado la ropa que le había ofrecido, así que llevaba la misma camiseta y los mismos vaqueros que cuando la había encontrado Aeron.
Gideon respiró hondo, pero esa vez no había culpabilidad. Ella olía a jabón de flores. ¿A qué había olido tantos años atrás, cuando se suponía que estaban casados? ¿A flores también? ¿O a algo más exótico? ¿Algo oscuro y sensual como ella? ¿Algo que él habría disfrutado saboreando cuando le pasaba la lengua desde la cabeza hasta los pies?
«Saca la cabeza de la cloaca». No era el mejor momento para regodearse en esos pensamientos.
Se volvió con ella apretada con fuerza en su pecho, un tesoro que protegería mientras estuvieran fuera de los muros de la fortaleza. Incluso de sus amigos. Sabía que se contradecía pensando en ella en términos tan románticos cuando sus intenciones no eran ni puras ni honorables, pero no podía evitarlo. Estúpida lujuria.
La expresión de Strider era de aceptación; le decía sin palabras que no sería necesario que se defendiera de él.
—Vete. Y ten cuidado.
¡Por todos los dioses, que quería a sus amigos! Lo apoyaban pasara lo que pasara. Siempre había sido así.
—Por cierto, pareces un gato que acaba de encontrar un plato de nata —Strider movió la cabeza—. Eso no es reconfortante. No tienes ni idea de dónde te metes, ¿verdad?
Tal vez no. Porque hacía mucho tiempo que nada le apetecía tanto y probablemente eso debería ponerlo a la defensiva. Pero que le señalaran su tontería…
—No te estoy sacando un dedo mentalmente. ¿Sabes cuál? —Sí, lo sé. Es el dedo índice y me estás diciendo que soy el número uno.
Gideon se echó a reír. Algo parecido.
—Cuatro días —le recordó su amigo—. O voy a buscarte. Gideon le lanzó un beso. Strider alzó los ojos al techo. —En tus sueños. Pero escucha. Rezaré para que regreses a nosotros vivo. Y con la chica. Y que ella también esté viva. Oh, que estés contento con lo que descubras. Y que ella te satisfaga también en otro sentido para que te olvides de ella como te has olvidado de todas las demás mujeres de tu vida.
Vale. Aquello eran muchas oraciones.
—Muchas gracias. Lo digo en serio. ¿Cuándo te has hecho sacerdote? ¿Y cuándo han decidido los dioses contestarnos? —Strider nunca había perdido el tiempo con plegarias y a los dioses les encantaba ignorar sus peticiones.
No, aquello no era cierto del todo. A Cronos, el coronado rey de los Titanes, le gustaba visitar la fortaleza sin ser invitado y hacer un montón de exigencias mierderas que Gideon y los demás se veían obligados a obedecer.
Como matar a humanos inocentes. O tener que elegir entre salvar a la mujer o al amigo de uno. Como suplicarle que le dijeran adónde habían enviado el espíritu de un amigo cuando al amigo en cuestión le habían separado la cabeza del cuerpo. Sí, eso había ocurrido. Aeron había perdido la cabeza a manos de un ángel guerrero y, a instancias de Cronos, Gideon había suplicado (a su modo) saber dónde residía su espíritu con el rostro lleno de lágrimas. A decir verdad, todos ellos habían suplicado y llorado como bebés.
Pero al final Cronos había rehusado decírselo. Porque necesitaba una lección de humildad, según aquel bastardo.
Luego, claro, Aeron había regresado solo. O mejor dicho, con la ayuda de su dulce Olivia. Había sido restaurado en su cuerpo, sin el demonio, y vivía de nuevo en la fortaleza. Pero Gideon todavía no había perdonado a Cronos que no les hiciera caso y no tenía intención de ofrecer plegarias en un futuro próximo.
—Sacerdote —Strider movió la cabeza pensativo—. Me gusta. Es prácticamente cierto. He enseñado a muchas mujeres el paraíso.
¿No lo habían hecho todos?
Y Scarlet no sería diferente.
Gideon se marchó sonriente con su mujer.
Scarlet despertó con un sobresalto. Pero, por otra parte, siempre era así. En cuanto terminaba el tiempo que necesitaba su demonio en el país de los sueños, su cerebro recuperaba la consciencia como si estuviera enganchado a un generador y acabaran de encender el interruptor.
Se sentó jadeante, sudando, mirando a su alrededor sin ver todavía. Los gritos que su demonio y ella habían arrancado a las víctimas empezaban a decaer, pero las imágenes que habían proyectado en sus mentes dormidas permanecían en la de ella. Llamas chispeantes, carne que se fundía, ceniza negra oscilando en la brisa.
El terror de esa noche había sido el fuego.
Cuando dormía, no podía controlar al demonio, que buscaba a cualquiera que pudiera encontrar y creaba todo el caos posible. Sí podía hacer sugerencias, impulsarlo a atacar a ciertas personas de cierto modo. Y él normalmente se apresuraba a hacerlo. Aunque ella no había hecho ninguna sugerencia últimamente.
Desde que la habían capturado los Señores del Submundo, funcionaba con piloto automático, pues sus pensamientos estaban ocupados con un guerrero en particular. El atractivo y frustrante Gideon de pelo azul.
¿Por qué no se acordaba de ella?
Como siempre que recordaba esa amnesia selectiva, se tensaron todos los músculos de su cuerpo. Apretó los puños y sintió una necesidad salvaje de matar a alguien, a quien fuera.
«La ira no es buena para los que te rodean. Cálmate. Piensa en otra cosa».
Obligó a su mente a volver a su demonio; la muerte y el caos eran un tema mucho más seguro que el de su esposo. Durante las horas que estaba despierta (que eran doce todos los días, aunque no siempre las mismas doce), era ella la que manejaba los hilos. Podía invocar la oscuridad y podía provocar los gritos. El demonio podía impulsarla y ella a menudo le hacía caso. Después de todo, era justo corresponder. Y normalmente, a Pesadilla le gustaba impulsarla: «Asústalo… hazlo gritar».
Pero en aquel momento, su demonio estaba extrañamente contento.
«Hemos salido de la mazmorra», dijo Pesadilla, que vio lo que los rodeaba antes que ella.
Ah. Allí estaba la razón.
Las llamas murieron por fin y Scarlet observó la zona. Frunció el ceño. ¿Dónde puñetas estaba?
Había pasado varias semanas encerrada en la mazmorra, rodeada de paredes de piedra y barrotes de hierro. De las otras celdas llegaban continuamente gemidos de dolor y un montón de aromas acres y fuertes impregnaban su olfato.
Ahora… decadencia. Papel estampado decoraba las paredes y en las ventanas colgaban cortinas de terciopelo oscuro. Había una araña de cristal violeta encima de la cama y sus luces tenían forma de racimo de uvas. Y la cama… La miró detenidamente. Era grande, con sábanas azules suaves y cuatro postes de madera tallada.
Lo mejor de todo era que el aire olía dulce, como a uvas mezcladas con manzanas y vainilla. Inhaló profundamente, saboreándolo. ¿Cómo había llegado allí sin darse cuenta?
Evidentemente, la habían transportado mientras dormía como una muerta. Algo que normalmente odiaba pero que esa vez no podía odiar, pues implicaba que la habían liberado, tal y como esperaba. Sí, esperaba. No quería permanecer en aquella fortaleza sólo para estar cerca de Gideon. No, gracias.
Aun así… mientras estaba perdida en los sueños de otros (y sí, a cualquier hora que entrara en la esfera de la oscuridad siempre había alguien durmiendo en alguna parte y el demonio se nutría de su terror), podía atacarla cualquiera y ella no podía defenderse. Cualquier podría hacerle algo y ella estaría impotente para detenerlos.
No era bueno que la trasladaran mientras estaba dormida.
Normalmente, se protegía de eso con sombras. Sólo tenía que mover un dedo mental antes de quedarse dormida y las sombras la envolvían haciendo imposible que nadie la viera. Pero cuando supo que estaba dentro de la casa de Gideon, dejó de invocar esas sombras.
Quizá, a cierto nivel, deseaba que el hecho de verla dormida reviviera su recuerdo. Quizá quería que volviera a desearla y le suplicara formar parte de su nueva vida. Lo cual era estúpido. El bastardo la había dejado para que se pudriera en el Tártaro y no debería quererlo.
Debería querer su destrucción. —Vaya, vaya. ¡Cómo me entristece que te hayas despertado por fin!
Al oír su voz ronca y profunda, Scarlet se puso tensa. Miró a su alrededor y, cuando lo vio, se le paró el corazón. Estaba en la puerta del dormitorio con los brazos musculosos caídos a los costados. Era un guerrero cuyo rostro malicioso prometía noches incomparables de placeres pecaminosos. Sus ojos brillaban de anticipación, contradiciendo su pose indolente.
Gideon. En otro tiempo su amado esposo y ahora un hombre que sólo merecía su desprecio.
Su corazón volvió a latir, con fuerza, y se le calentó la sangre… la misma reacción que había tenido la primera vez que lo vio, miles de años atrás.
«No es culpa mía, ni entonces ni ahora». No había ningún hombre más hermoso, mitad ángel, mitad demonio, y completamente viril. Ningún hombre que la tentara tanto, aunque una voz interior le advirtiera de los peligros que le esperaban si sucumbía a su atracción. Peligros que no podía evitar anhelar.
Llevaba una camiseta negra que decía Sabes que me deseas, pantalones negros un poco anchos y una cadena de plata de cinturón. Llevaba tres piercings en la ceja derecha y uno en el labio. Un aro de plata a juego con el cinturón.
A Gideon siempre le había importado su aspecto y no le gustaba que se burlaran de eso. Algo que en otro tiempo divertía a Scarlet, pues mostraba un lado más blando de él. Una pizca de vulnerabilidad.
Ese día, sin embargo, no podía divertirse. Mientras él estaba allí con un aspecto tan comestible como una trufa de chocolate, ella seguramente se parecía a una rata de cloaca. Sólo había podido lavarse con el agua que le llevaban los Señores cada tarde, tenía la ropa arrugada y sucia y el pelo muy enredado.
—Tienes mucho que decir, ¿verdad? —murmuró él—. Entonces vamos por buen camino.
Scarlet sabía que él sólo podía decir mentiras, así que sabía muy bien lo que quería. Que hablara. «No le hagas caso. No dejes que sepa cómo te afecta». Enarcó una ceja y adoptó lo que esperaba fuera una expresión indiferente.
—¿Te acuerdas ya de mí? —bien. Su voz no transmitía ningún dolor.
Los ojos de él la miraron con dureza.
—Claro que sí.
O sea, no. No se acordaba. ¡Bastardo! Ella no permitió que cambiara su expresión, no le dejaría ver cómo la alteraba.
—¿Y por qué me has sacado de la fortaleza? —pasó un dedo despacio por la columna del cuello, entre los pechos, para ver si… Sí, él seguía sus movimientos con los ojos. ¿Alguna parte de él la encontraba todavía atractiva?—. Soy una mujer muy peligrosa.
—Nadie me ha advertido de eso —la voz de él era más ronca que de costumbre, entrecortada—. Y no te he traído aquí para hablar cómodamente, eso seguro.
No la había llevado allí porque la deseara, entonces, sino sólo para satisfacer su curiosidad. Ella dejó caer la mano sobre el regazo. No estaba decepcionada. Aquello era más de lo mismo y ya se había fortalecido contra la angustia incontables veces. Una vez más no supondría mucha diferencia.
—Eres un tonto si crees que un cambio de escenario me va a soltar la lengua.
Aunque él guardó silencio, un músculo se movió en su mandíbula. Estaba claramente alterado.
Ella sonrió con dulzura, dispuesta a disfrutar el momento. Y había algo satisfactorio en dejarlo en la oscuridad, en la duda, la misma duda que había tenido ella sobre el paradero de él durante miles de años.
Al recordar su preocupación, esa preocupación siempre presente, no pudo evitar que se desvaneciera su sonrisa, por falsa que fuera. Incluso tuvo que apretar la lengua contra el techo del paladar para evitar gritar de furia.
«Volveré a por ti», le había dicho él una noche. «Te liberaré, lo juro».
«No, no te vayas, no me dejes aquí». ¡Por todos los dioses, qué llorica era ella entonces! Pero estaba prisionera y él era su única luz.
«Te quiero demasiado para estar mucho tiempo sin ti, tesoro. Ya lo sabes. Pero tengo que hacer esto. Por los dos».
Por supuesto, ella no había vuelto a tener noticias suyas. No hasta que los Titanes escaparon del Tártaro, la prisión para inmortales, y arrebataron el control de los cielos a los Griegos. No hasta que ella llegó a la Tierra a buscarlo… y lo encontró de fiesta y ligando en una discoteca.
La furia explotó y cubrió de rojo su línea de visión. Respiró hondo varias veces y los puntos rojos fueron desapareciendo.
—Hemos terminado —dijo, aunque permaneció inmóvil, calibrando la reacción de él—. No vas a conseguir lo que quieres y, desde luego, no me vas a retener aquí.
—Eres libre de huir de mí —él se cruzó de brazos, lo que tensó la tela de la camiseta sobre los pectorales—. No te arrepentirás.
De nuevo supo ella lo que quería decir. Si huía, se arrepentiría.
—En cuanto me desperece, aceptaré tu oferta y saldré corriendo —dijo—. Y por cierto, gracias por la sugerencia. No se me habría ocurrido nunca.
Él gruñó de frustración y rabia.
—He sido cruel trayéndote aquí. No me debes ningún favor a cambio, así que no te quedes aquí.
—Estamos de acuerdo. Eres cruel y yo no te debo nada, así que no me siento obligada a quedarme.
Otro gruñido. Ella reprimió la risa. ¡Maldición! Seguía siendo divertido burlarse de él.
¿Divertido? Su sonrisa desapareció por segunda vez. Debería odiar que él sólo pudiera hablar con mentiras, no disfrutarlo. Aquella lengua engañosa ya había partido una vez su frágil corazón.
—¡Ya no basta! —dijo él, cortante.
—¡Vaya! Veo que pides más.
En otro tiempo lo había creído especial, pero él había demostrado ser exactamente como todos los demás. Su madre, su rey, sus supuestos amigos… todos la habían traicionado.
Eran criminales, sí, pero hasta los criminales podían amar. ¿No? Sí. «¿Y por qué no han podido quererme a mí?».
Había pasado toda su vida encerrada en el Tártaro porque su madre, Rea, esposa de Cronos, había tenido una aventura con un mortal justo antes de que la encerraran y había dado a luz a Scarlet dentro de la celda. Una celda que había compartido con otros dioses y diosas.
Scarlet se había criado entre ellos y al principio la apreciaban. Pero, a medida que se hacía mayor, suscitaba celos en unas y lujuria en otros.
La cautividad, el odio y la amargura habían acabado siendo sus únicos compañeros de fiar.
Hasta Gideon.
Él había sido un guardia de élite de Zeus y, siempre que llevaba un prisionero nuevo, sus ojos se encontraban. Ella había esperado desesperadamente esos momentos. También los había disfrutado, porque él había empezado a ir por el Tártaro de modo regular. No para encerrar a otro criminal sino simplemente para verla, para hablar con ella.
«No pienses en el tiempo que estuvisteis juntos o te ablandarás con él. Y no puedes ablandarte, idiota».
Después de obtener su libertad, debería haberse quedado en el Olimpo, que ahora se llamaba Titania gracias a Cronos, y haber buscado un dios amable con el que asentarse. Pero no. Ella había tenido que ver a Gideon por última vez. Y luego, después de verlo, había tenido que permanecer cerca. Después de decidir quedarse, sólo le quedaba disuadir a los Señores de que la dejaran en paz, pues había oído que buscaban a todos los inmortales emparejados con un demonio de la Caja de Pandora para reclutarlos o de matarlos.
«¡Bastardo!», pensó de nuevo. «Eso está mejor. Es un asqueroso embustero, un asesino a sangre fría y tú lo odias». Él todavía pensaba matarla cuando tuviera sus respuestas. Ella jamás podría ayudarlo y eso la convertía en un peligro.
—Este silencio es maravilloso —señaló él.
—Me alegro de que te guste —repuso Scarlet. Él tenía cara de irritación y ella reprimió otra sonrisa—. Porque estoy dispuesta a darte mucho más.
Otro gruñido.
—Oh, y por si te tranquiliza, debes saber que no voy a huir —todavía. Ella también quería hablar, aunque no para satisfacer su curiosidad.
Llevaba mucho tiempo preguntándose si él habría encontrado a una mujer de modo permanente. Y ya era hora de saberlo. Por supuesto, de ser así, Scarlet mataría a aquella zorra. No porque le importara todavía Gideon, sino porque él no merecía una felicidad así.
Eso no era vengativo por su parte. Era su derecho de ex abandonada.
—No te agradezco que te quedes —repuso él con un suspiro de alivio.
Le estaba dando las gracias.
—De nada —contestó ella
Él achicó los ojos.
—¿Cómo es posible que no nos casáramos y mis amigos lo sepan todo al respecto?
¿Cómo se habían casado sin que nadie lo supiera? Fácil.
—Nos casamos en secreto, imbécil.
—¿Yo no me avergonzaba de ti?
¡Oh! Ella lo habría abofeteado por eso. Por supuesto, pensaba que podía haberse avergonzado de ella y no al contrario. Después de todo, ella era una prisionera y él un hombre libre. Y aunque no recordaba ese detalle, eso no le impedía tener una alta opinión de sí mismo.
«Bastardo» era una palabra demasiado amable para él.
—No te avergonzabas de mí, pero te habrían matado si te hubieran pillado relacionándote conmigo —repuso ella entre dientes.
Él asintió, como si entendiera por fin que ella era una Titán a la que habían encerrado en el Tártaro los Griegos, no una criminal. Como si entendiera ya que los Griegos, los mismos que lo habían creado a él, lo habrían castigado del peor modo posible por salir con una de sus enemigas.
—Y si no hemos estado casados todo este tiempo, ¿qué nombre no has estado usando?
¿Qué? ¿Ya había olvidado su nombre aunque se lo había dicho la primera vez que había ido a verla en la mazmorra? Sólo habían pasado unas semanas desde entonces.
—Me llamo Scarlet, pero eso ya te lo he dicho — «imbécil, imbécil, imbécil». Ella agarró con fuerza la sábana de algodón.
Él agitó una mano en el aire.
—Eso no lo sabía. Lo que no quiero saber es tu apellido.
Aquello no consiguió calmarla. Apretó la sábana con más fuerza y achicó los ojos. Obviamente, aquello denotaba que él buscaba información, no curiosidad íntima, y la consideraba lo bastante tonta para dejarse engañar.
No sabía si era una diosa o una de sus siervas. Como diosa, no tendría apellido. Como sierva, sí. Los apellidos bajaban el estatus, pues implicaban que no podían distinguirte sólo por el nombre de pila. Como a los humanos. Lo que hacía Gideon era un proceso de eliminación, pero no le serviría de nada porque ella no era ni diosa ni sierva. Ni humana tampoco. Era algo entre todo eso.
—Mi apellido cambia siempre que veo una película y encuentro un bombón nuevo —dijo con dulzura.
Él sacó la barbilla y el piercing del labio brilló bajo la luz lavanda. Conque estaba irritado, ¿eh? No le gustaba que su presunta esposa se comiera a otros hombres con los ojos, ¿eh?
—¿Bombón? ¿Como algo que comprarías en una tienda? —el tono de él era despectivo, pretendía avergonzarla.
—Para nada —repuso ella. Y estaba claro que él tampoco lo creía así, pues no se había desmayado después de hablar. Estaba irritado, entonces. Bien. Por fin. Aquello le producía satisfacción—. Ya sabes, bombones, hombres a los que quieres chupar primero y después dar un mordisco. Bueno, tú quizá no, pero yo sí —no tenía intención de que Gideon supiera que había sufrido por él todos esos años. Que había yacido despierta deseándolo, desesperada por tenerlo.
Por muy verdad que fuera. Él achicó los ojos hasta que se juntaron las pestañas y oscurecieron el azul brillante de las pupilas. —Tú no eres un Señor. No eres como yo. No deberías llamarte Scarlet Lord. —¿Tú te llamas Gideon Lord? —preguntó ella. No lo sabía.
—No.
«Sí».
—En ese caso, yo jamás me llamaré Scarlet Lord —no volvería a recorrer ese camino con él. No proclamaría al mundo y a los cielos que le pertenecía a él.
Si compartía algo con aquel hombre, sería la punta de una de sus dagas en su corazón negro, olvidadizo y traidor.
Él hizo una mueca. —No te advierto que vayas con cuidado. No soy peligroso cuando me enfado. —Eh, párame si ya has oído esto antes, pero, espera… ¡Que te jodan! Por alguna razón, la ira pareció abandonarlo y abrió los labios en un amago de sonrisa. —No eres animosa. No veo por qué te habría elegido.
«No te ablandes».
—No quiero saber qué apellido llevas —él se enderezó, aunque siguió con los brazos cruzados—. Por favor, no me lo digas. Por favor.
Lo preguntaba como al descuido, con una chispa de regocijo, pero había un brillo afilado en sus ojos, como si estuviera dispuesto a acercarse y sacudirla para arrancarle la respuesta.
Si la tocaba, si aquellos dedos fuertes se posaban en sus brazos… No, no, no. No podía permitirlo. Se encogió de hombros como si la información no tuviera importancia.
—Hace varias semanas que me llamo Scarlet Pattinson. ¿Has visto a Robert Pattinson? El hombre más sexy del mundo. Canta con una voz de ángel. ¡Por todos los dioses, que me encanta que un hombre me cante! Tú nunca lo hacías porque tu voz es terrible —se estremeció con disgusto—. Juro que es como si un demonio se afilara las uñas en metal.
Él se clavaba los dedos en los bíceps con tal fuerza que ya tenía moratones. —Y ahora no me vas a decir quién eras antes de eso.
Había omitido el «por favor». Excelente. Había vuelto a irritarlo. ¿Pero hasta dónde podía presionarlo? ¿Cuánto soportaría su estúpido orgullo de macho antes de acercarse a sacudirla? Y no para buscar respuestas, sino una disculpa.
Una vez ella había sabido la respuesta a esas preguntas. Él jamás la habría tocado con ira. Pero ya no era el hombre tierno del que se había enamorado. El hombre que le había dado su primera muestra de bondad. No podía serlo. Ella y todos los demás prisioneros habían oído historias sobre los Señores del Submundo y sus hazañas. Los inocentes a los que habían matado, las ciudades que habían destruido…
Además, sabía lo que le había hecho su demonio a ella después de la posesión. La oscuridad, el terror, la pérdida absoluta de control. Había estado consumida, había dejado de ser humana. Y eso había durado siglos. Al menos así se lo habían dicho, pues había huecos en su memoria y el tiempo parecía haber pasado en cuestión de días. No, ella tampoco era ya la misma persona.
—Fui Pitt una temporada —dijo—. Después Clooney, Jackman y Reynolds. Siempre vuelvo a Reynolds. Es mi favorito. Ese pelo rubio, esos músculos… —se estremeció—. Veamos, ¿quién más? Oh, he sido Bana, Pine, Efron y DiCaprio. Éste es otro favorito. Y también es rubio. A lo mejor es que me gustan los rubios.
Con suerte aquello dejaría marca. Gideon tenía el pelo negro debajo de todo aquel azul.
—Oh, y no me gustan las chicas —continuó ella—, pero Jessica Biel podría hacerme cambiar de idea. ¿Has visto sus labios? Así que sí, he sido Scarlet Biel.
Gideon volvió a sacar la mandíbula. Y si ella no se equivocaba, la ira había vuelto con fuerza, borrando los últimos vestigios de diversión.
—¡Qué pocos bombones! —señaló.
Al parecer, ella podía alterarlo mucho. Ahora no estaba sólo enfadado… su voz traslucía rabia contenida… y excitación sexual.
Lo último era un sonido que ella conocía bien en otro tiempo y pensaba que no volvería a oír nunca.
«No sonrías».
—Me gusta la variedad, qué quieres que te diga. Quizá un día será mi misión acompañarlos a todos ellos.
Gideon prácticamente echaba humo por la nariz. Sí, aquello era rabia. Él se enderezó, se adelantó, se detuvo y regresó a la puerta.
—No hemos terminado con ese tema por el momento —dijo cortante. Se volvió como si fuera a marcharse.
—Espera —ella no estaba dispuesta a terminar la conversación aún—. ¿Y tú qué? —preguntó. «Cuidado»—. ¿Hay alguna novia? O mejor aún, ¿otra esposa? De ser así, tendré que hacer que te encarcelen por poligamia —bien dicho. Él no podría adivinar su desesperación. Su profunda necesidad de saber.
Él se volvió con lentitud.
—Sí —dijo entre dientes, lo que implicaba que no, no había nadie—. Tengo una novia y estoy casado con otra mujer.
Scarlet soltó el aliento que no sabía que retenía. Gideon estaba solo. Un hombre que tocaba todos los traseros que pudiera, pero sin ataduras. Ella empezó a temblar. Se dijo que no era de alivio sino de decepción por no poder asesinar delante de Gideon a alguien a quien él amaba.
«Entonces, hemos terminado».
Ella tenía ya la información que quería; podía despedirlo. Pero pasó las piernas a un lado de la cama y se levantó. Y no para arrojar a Gideon al suelo y salir huyendo. «Idiota».
—Me voy a duchar y tú me vas a traer comida. No se te ocurra discutir o juro por los dioses que llenaré tus próximos sueños de innumerables arañas — al menos pensaba que lo haría.
Por alguna razón, a Pesadilla no le gustaba atormentarlo. Había tenido que suplicar para conseguir que el demonio lo hiciera la primera vez y la estúpida bestia no había dejado de protestar y gemir en todo momento. Eso no había ocurrido nunca. Su demonio atormentaba siempre sin vacilar.
¿Por qué a Pesadilla le gustaba precisamente él? El demonio ni siquiera lo conocía, pues ella había sido poseída después de que Gideon la abandonara. Pero Pesadilla había soportado las quejas constantes de ella sobre Gideon, así que lo normal habría sido que lo quisiera muerto para que cesaran aquellas quejas.
—¿Y bien? —preguntó—. ¿Qué haces ahí parado? Muévete.
Gideon hizo un mohín adorable con los labios. ¿Intentaba no sonreír? Era un hombre extraño. Cualquier otro se habría largado irritado. O habría amenazado con apuñalarla por darle órdenes.
—Lo que tú digas, mi tesoro.
Lo que implicaba que no haría nada. Tenía que haberlo supuesto. Siempre había sido testarudo y nunca había aceptado bien órdenes, y eso era algo que le gustaba de él. Pero no podía permitir que se sintiera satisfecho con la conversación.
La satisfacción sólo podía ser de ella.
Lo que implicaba que era hora de lanzarle otra pulla.
Se dirigió al baño, desnudándose por el camino, y antes de entrar le dijo por encima del hombro:
—Oh, y Gideon, te he mentido. Nunca estuvimos casados.
¡Maldición, maldición y maldición! Gideon seguía sin poder detectar cuándo mentía Scarlet y aquello empezaba a resultar muy irritante. Por alguna razón, todas las palabras que salían de sus adorables labios le acariciaban los oídos y, peor aún, esa caricia auditiva se empezaba a extender por todo su cuerpo. ¿Cómo?
Normalmente, la verdad hacía sisear a su demonio y las mentiras lo hacían ronronear. Con Scarlet, sólo captaba su voz acariciadora, y le producía tal placer que la verdad o la mentira dejaban de importarle.
Tendría que acabar con eso o no tendría nunca las respuestas que buscaba.
«Déjala», dijo Mentira.
¿Ir a por ella? «En absoluto. Me gusta conservar las pelotas donde están, gracias». Era la clase de mujer que daría un puñetazo por intentar despertarla con un beso, y le enviaría los testículos a la garganta de un rodillazo si intentaba mirar sus curvas mientras se duchaba.
Curvas… desnuda… ya estaba empalmado.
La puerta del baño se cerró, tapándole la vista del todo. Aquello era malo, ah, no, bueno. Ella estaba ya en sujetador y braguitas. Ambos negros. Con encaje. El sujetador se abrochaba delante, pidiendo a gritos que lo abrieran. Gideon decidió que el ascenso de los testículos a la garganta podía valer la pena y se adelantó un paso.
La boca se le hacía agua, una llama bailaba sobre su cuerpo y le calentaba la sangre. Consiguió detenerse antes de abrir la puerta. «Contrólate un poco, por lo que más quieras». ¡Pero ella era tan hermosa! Como un retrato que hubiera cobrado vida, de piel pálida y rosada y una cascada de pelo negro sedoso. Con curvas peligrosas y músculos fuertes, dos cosas que normalmente no iban bien juntas, pero en ella sí. En ella formaban una combinación exquisita.
Exquisita. La palabra perfecta para describir su espalda y su tatuaje. Alrededor de la cintura llevaba las palabras Separarse es morir, y alrededor de las palabras había flores. Muchas flores. Flores de todos los colores, formas y tipos, y él quería repasar cada una de ellas con la lengua. Debajo de los capullos, en los muslos, había un tatuaje de una mariposa pintado con todos los colores del arco iris, una mariposa brillante, sorprendida en pleno vuelo, como si se dirigiera hacia las flores.
Exquisita.
Pero no era eso lo que más le había llamado la atención. Separarse es morir. Él llevaba esas palabras y las flores que las rodeaban tatuadas en torno a la cintura. ¿Por qué había hecho algo tan femenino? Ésa era la pregunta que le hacían todos sus amigos después de reírse a gusto de él. Él les decía que quería demostrar que nada podía disminuir su atractivo.
La verdad era que lo había hecho porque había visto aquellas palabras y flores en su mente una y otra vez y había sabido que significaban algo, pero no el qué. Ahora sabía que las había visto en aquella mujer. Y, según ella, se las había dicho una vez a su esposa. Lo que significaba que, fuera o no verdad lo de su matrimonio, sí habían pasado tiempo juntos.
«¿Por qué coño no me puedo acordar?».
«Yo lo sé», dijo Mentira, como si se lo hubiera preguntado a él.
«Cállate. Me gustas más cuando estás callado».
El sonido del agua reverberó de pronto en la habitación del hotel. Scarlet seguramente estaría ya desnuda. Probablemente se enjabonaba y gemía bajo el chorro de agua.
Él gimió, y se pasó una mano por la cara, con la esperanza de borrar las imágenes que pasaban por su cabeza. No le sirvió. Extendió una mano hacia el picaporte. «Adiós, testículos. Ha sido un placer cono-ceros».
Al igual que antes, se detuvo justo a tiempo. Gruñó, retrocedió y plantó los pies con firmeza en el suelo. No, no y no.
Al menos no tenía que preocuparse de que ella escapara. Mientras dormía, había colocado sensores minúsculos en todas las puertas y ventanas y los había conectado a su teléfono móvil. Si ella intentaba salir, lo sabría. Y ella lo intentaría pronto. No podría evitarlo. Luchar era parte de su naturaleza.
E irritarlo a él también.
¿Cómo iba a tratar a una mujer que elegía su apellido según la persona que la excitara en cada momento? Lo cual estaba bien cuando la excitaban otras mujeres. Hasta resultaba sexy. Algo que se podía alentar. ¿Pero los hombres? ¡Diablos, no!
Pero él ya sabía cómo quería tratarla. Piel contra piel. Todo su cuerpo ansiaba entrar en la ducha y lamerla de arriba abajo. Después se hundiría en ella, la sentiría tirarle del pelo y arañarle la espalda. Sentiría sus piernas abrazándolo y sujetándolo con fuerza. Le oiría pronunciar su nombre y suplicarle más.
«Pequeño Gideon», su apéndice más querido, empezó a llorar y los Gemelos a suplicar, sin importarles la pérdida potencial.
«Eso no va a pasar, amigos. Al menos todavía». Ella se le resistía más de lo que había esperado. Aunque todavía no lo había intentado mucho. Pero quizá eso era algo bueno. Como Strider le había dicho, los Cazadores estaban en Budapest y buscaban sangre. Ahora que podían matar a los Señores y emparejar a los demonios con personas de su elección, ahora que los Señores estaban cerca de la victoria, los Cazadores se mostraban más decididos y crueles que nunca. Si Gideon seducía a Scarlet, olvidaría protegerla.
Podría haberla llevado a otra ciudad. Habría sido más seguro. Pero no. No podía dejar así a sus amigos. Lo necesitaban más que nunca. Maddox estaba absorto en su esposa embarazada; la novia de Lucien planeaba su boda; la esposa de Sabin había ido a ver a su hermana arpía en el Cielo, así que el guerrero tenía las emociones a flor de piel; y la mujer de Reyes tenía bastantes cosas con las que lidiar. Danika era el Ojo y podía ver en el Cielo y en el Infierno, y las cosas que veía a menudo eran peores que nada de lo que pudiera recrear Scarlet en sus pesadillas.
Por no hablar de Aeron, hasta hacía poco guardián de Ira, convaleciente todavía de su interludio con la muerte. Por primera vez en siglos, su mente era sólo suya, su demonio ya no formaba parte de él. Como era de esperar, aún no se había aclimatado al cambio.
Gideon no tenía envidia de los demonios de los demás, como algunos guerreros. A él le gustaba su mitad más oscura. Juntos eran poderosos. Juntos eran más fuertes, más listos, y nadie excepto Scarlet podía mentirle. Vale, bien. Algunos otros podían, pero sólo cuando se dejaba llevar por sus emociones. Lo cual no sucedía a menudo.
Pero hablando de ser capaz de diferenciar la verdad de la mentira… «Te he mentido. Nunca estuvimos casados», había dicho Scarlet.
Maldijo a aquella mujer y sus tretas seductoras. ¿Habían estado casados o no? Tenía destellos de ella, sí, como si se hubiera acostado con ella. Como si hubiera saboreado cada centímetro de su cuerpo y hubiera hecho ya todas las cosas que quería hacer ahora. Pero todo eso podían muy bien ser sólo impulsos que había tenido, meras fantasías más que realidad.