Metafísica de la pereza - Juan Evaristo Valls Boix - E-Book

Metafísica de la pereza E-Book

Juan Evaristo Valls Boix

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Beschreibung

Si en 1867 Marx señalaba en El capital que el trabajo era una necesidad natural del ser humano, en 1883 su yerno Paul Lafargue se apresuró en vindicar un derecho a la pereza. Desde entonces, el trabajo ha constituido tanto la forma de vida como la dominación generalizada en las sociedades capitalistas, sin dejar siquiera una pausa para preguntarse si acaso la existencia continuaba más allá de la fábrica. «Hago películas para ocupar mi tiempo», escribió más tarde Marguerite Duras. «Si tuviera la fuerza de no hacer nada, no haría nada. Como no tengo la fuerza de no ocuparme de nada, hago películas», sentenció. Este ensayo recorre las tentativas de artistas y escritores que han criticado la ideología de la productividad y han defendido a ultranza la ociosidad y la pereza como forma de resistencia al gobierno de nuestras vidas. Desde sus obras, la inacción y la inoperancia constituyen la forma más alta de disidencia, en un cruce entre estética y política que no entiende de revoluciones, pero sí de la felicidad de los tiempos muertos. Un libro exquisito al alcance de todo lector que aspira a componer una teoría general de la vagancia. «De Britney Spears a Søren Kierkegaard, pasando por Simone Weil, Anne Carson o Judith Butler, la Metafísica de la pereza es un extraordinario diagnóstico de nuestro tiempo. Una vez empecé a leerlo ya no pude abandonar su prosa provocadora y radical». Joan-Carles Mèlich

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Metafísica de la pereza

© Del autor: Juan Evaristo Valls Boix, 2021

© De la imagen de cubierta: María Medem

Montaje de cubierta: Camila González S.

Primera edición, febrero de 2022

Derechos reservados para todas las ediciones en castellano

© Ned ediciones, 2022

Preimpresión: Moelmo

eISBN: 978-84-18273-75-9

La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares delcopyrightestá prohibida bajo el amparo de la legislación vigente.

Ned Edicioneswww.nedediciones.com

Para Evaristo, de Electrodomésticos Aitona

¿Qué conseguiré? El estado más rico: el anterior a la Creación.

Stanisław Lem, Magnitud imaginaria

Índice

Nota del editor

Exordio

Fundamentación de la metafísica de la pereza

Cansancio

Incompetencia

Vacación

Interludio 1. Maisons de week-ends imaginaires

Decreación

Sueños

Interludio 2. Gonzalez-Torres, una imagen de la playa

Huelga decir()

Fiesta

Gratitud

Bibliografía

Nota del editor

Me encanta nadar, aunque nunca he conocido las técnicas de la natación. Bien pronto, los domingos, cuando la luz todavía no es amarilla, recorro la ciudad hasta bajar a la playa. Allí encuentro silencio, algunos lectores y paseantes con sus perros. Los más de ellos celebran su senectud. El resto aspira a celebrarla algún día.

Me desnudaba la última vez que acudí mientras perdía la vista en el mar. Un nadador solitario se complacía tumbado sobre el agua, mecido por las olas. Me sumergí y avancé hacia él a brazadas, con toda la lentitud que supe, con agua salada en la boca y en las orejas. Su calva octogenaria brillaba incandescente, sus ojos estaban cerrados, su rostro entremojado lucía una sonrisa leve, y pensé que así deben reír los durmientes, los estoicos, quienes han abandonado la gravedad o se han reconciliado con el olvido. Decir que estaba muerto, aunque fuera cierto, era un modo grosero de faltar a la verdad: los muertos se hunden con todo el peso de la vida que abandonan, este cuerpo flotaba en la superficie, tan lleno de aire, tan vacuo y tan gracioso, que por un momento quise trocar mis músculos entumecidos por la placidez de sus brazos, liberados al fin de la tensión y la fatiga. Desabroché la boya que llevaba atada a la cintura, la apreté a la mía, dejé al nadador vagando. Me retiré sin avisar a nadie.

He guardado como un extraño tesoro aquella boya fluorescente, y la miro de cuando en cuando en las noches de insomnio. Reluce imperturbable en el sillón en que me entregaba a la lectura, cuando aún tenía tiempo, los días en que podía pasarme horas enteras mirando a la pared y al polvo que iba cayendo sobre los muebles. Ahora soy adicto al teléfono, miro vídeos de cocina sobre recetas hipercalóricas, duermo con el ordenador sobre el vientre, veo series de asesinatos, deportistas y adolescentes. Todo eso en mi tiempo libre, cuando solo necesito estar disponible y revisar los mensajes cada pocos minutos. El resto del tiempo estoy trabajando en alguna oficina, pero he dejado de comprender la diferencia entre ambos tiempos, entre la libertad del tiempo y el tiempo que resta. A veces pienso que la vida está en otra parte. Nunca recibo más de dos o tres mensajes, suele ser mi madre, o una newsletter con noticias sobre la educación por competencias en el siglo xxi. En esos momentos, en que no entiendo nada, miro la extrañísima luz que desprende el material sintético de la boya. Imagino que levanto la cabeza del teléfono para mirarlo por hastío, y porque el material de la boya, según informa la marca que la fabrica, es de «alta visibilidad», para localizar a kilómetros algún cuerpo flotante, feliz o exhausto, a punto de hundirse en las fauces del océano o de elevarse, extrañamente, hacia ninguna parte.

Supe después por una vieja amiga que esas boyas son también mochilas en que el nadador guarda sus enseres personales para llevarlos consigo mientras nada y despreocuparse ante posibles hurtos. Comprendí entonces una paradoja que me había acompañado sin saberlo todas esas semanas de contemplación insomne: la boya de mi difunto amigo, que se hinchaba aún con el aire de sus pulmones y la saliva de su garganta, pesaba más que cualquier bolsa de oxígeno. Corrí agitado por las calles de vuelta a casa, celebrando la intriga y la perturbadora virtud de la ignorancia, que me había reservado para más tarde un botín, una historia, el tiempo regalado de algo que nos llama y a la vez se esconde. Solté los enganches, abrí la cremallera, saqué un bulto insulso envuelto en plástico. Ni llaves, ni cartera, ni la medicación habitual de un octogenario. Creo que aquel señor jubilado se había preparado para la despedida, porque había elegido llevarse consigo al último baño, envuelto en el aire caliente de sus pulsiones, moviéndose en la cavidad vacua de la boya, un conjunto de papeles manuscritos. No eran un testamento, pero sí la palabra de un muerto, al que sentí el placer irrefrenable de hacer hablar, ahora que ningún compromiso con la realidad podía amenazarle.

He leído durante las últimas semanas aquellos papeles. Aunque desordenados e inconexos, todos ellos cantan con igual parsimonia las delicias de la inacción. «Si queremos conquistar el horizonte, comencemos por alcanzar la horizontalidad», se lee en un apunte al margen. «Y si no queréis conquistar el horizonte, podéis permanecer tumbados haciendo el vago y sin esperar nada, y todo quedará resuelto», concluye con terquedad. Reconozco ahora —después, siempre después— que no había nada más obvio que un nadador escribiendo sobre la nada, que la natación es un simulacro discreto para recrearse en la ausencia de obra, tan peligrosa, tan temible, tan deseada. La lectura de este tratado fragmentario no me ha cambiado la vida, solo un libro de psicología aplicada podría hacerlo, pero me ha permitido desinflar la boya del difunto y guardarla en el armario, para así sentarme en el sillón y contemplar la devastación de una vida, la mía, que en su agitación y su estrés protocolario se ha tornado indiscernible de todos sus contrarios. He querido editarlo para prodigar la riqueza que uno encuentra en las cosas abandonadas, usadas y viejas.

Lectora, me disculparás por esta palabrería sin propósito. Saber hablar significa nunca poder hablar suficiente, decía un sabio, y yo trato de aprender a hablar, como aprendía a nadar, sin conocer las técnicas. Aquel manuscrito que ahondaba en la dilación y la incompetencia lo tienes ahora contigo, el fruto enigmático de la nada. He permitido que un profesor de Humanidades que conozco desde hace tiempo lo publique con su nombre, necesitaba puntos para constatar su importancia. Él me ha dejado firmar esta nota como editor, imagino que por gratitud, aunque él me ha explicado la conveniencia de incluir un sutil recurso de metaficción para excitar las opiniones y armar ruido. Si al final aspiro a quedarme flotando en medio de las olas con una calva deslumbrante y una sonrisa de durmiente, poco importa quién hable y quién firme. Después de todo, queda solo el vacío, y la playa, y algún cuerpo extraño agitado por el azar. Más me complace la desposesión que la propiedad.

Te dejo, pues, con esta pequeña ruina, que encontré nadando. Si te cansas de ella, siempre puedes abandonarla en una boya, para que otro flote con ella.

Tuyo y distante,

Víctor Ludens

Exordio

Escribo para los emprendedores, para los que persiguen sus sueños y quieren superarse, para los que van más allá y lo tuitean. Para aquellos que alcanzan metas, que quieren mejorar cada día, dar una versión más alta de sí mismos y batir récords, cumplir objetivos y culminar su vida, entusiastas, con el brillante premio de ser un absoluto competente en todo, o en especializarse. Escribo para instagrammers y youtubers, para oficinistas y smartworkers, deportistas e investigadores becados por el ministerio, para todos aquellos gustosos de vender el cuerpo, de explotar su imagen, de invertir su tiempo en una start-up, en una cita, en una serie. Escribo para todos vosotros, Symparanecromenoi, para todos los muertos en vida, deleitados en el gran banquete de la devastación de uno mismo, privados de todo, enamorados del trabajo, conmovidos por la carroña. Todos los que creéis en la dicha y la autorrealización y la plenitud, vosotros los runners de la existencia, todos los que vivís de modo aforístico y segregado, entregados a la intensidad de vuestra carrera de fondo, que jamás acaba, que os agita y estimula como la más alucinada de las pesadillas. Soy uno de los vuestros.

No he conocido desdicha más alta y más justa que la de mi marca personal, y a ella lo he sacrificado todo. Escribo en honor de ese fuego voraz que todo lo engulle, en honor de esa caldera insaciable que alimentamos con lo poco que somos para mantener el tren en marcha hacia la más sádica de las nadas. Escribo en su honor porque quiero apagarlo, porque estoy consumido, porque hoy la revolución no es ya ni el tren de alta velocidad que motiva y desespera la Historia, ni la palanca de freno que ha de accionarse para una violenta e inmediata interrupción de todo el orden de lo viviente. Hoy, muertos en vida, la revolución —si hay tal cosa— es un manso detenerse, una mínima placidez, una quietud tan lenta que confunde el movimiento con su ausencia. Hoy, moribundos, que la excitación es la norma, hoy, ese día sin término en que vivimos sin parar, el único gesto rebelde es el de no hacer nada. Aquello que no podemos imaginar y para lo que hemos perdido hasta las palabras que lo nombran.

Esa pobreza de experiencia es testimonio de la flaqueza de nuestro deseo, de lo mal que deseamos. Pues nosotros, workoholics, que destapamos la felicidad cada mañana, nosotros los creativos y los victoriosos, ansiosos y cafeínicos, hiperestimulados y hedonistas, alucinados por emprender y ser nuestros propios jefes; nosotros, que cantamos lo ilimitado y lo excelente, que somos éxito y capital humano, activos esenciales para esta empresa y cualquier otra; nosotros que recitamos Just Do It, y Don’t limit your challenges, y JustCan’t Get Enough: excelentes, excelsos, extraacadémicos; sobresalientes, sublimes, sobresaturados; políglotas y originales, resolutivos e innovadores, expertos y con iniciativa; máximos en todo; nosotros los excesivos, sobrecualificados, empleados por vocación; nosotros los enfermos de productividad, comunidad coworking de difuntos, prometedores y emergentes, óptimos y eficaces como una motosierra; nosotros, los que deseamos, somos indeseables para nosotros mismos; nosotros mismos somos insoportables para nosotros mismos: esto tiene un buen fundamento. No nos hemos amado nunca: ¿cómo iba a suceder que un día nos encontrásemos?

Tengo un presentimiento (n.º 39), y es que no tenemos fuerzas para rendirnos. Obsesos y estresados por el triunfo, hemos olvidado las estrategias del fracaso, hemos perdido el saber de la derrota y las artes de la renuncia, y resulta ya imposible detenerse. Nada nos hace más frágiles que esta incapacidad para la resistencia, conjugada con la absoluta sumisión al éxito y a la eficacia. Incapaces de decir no y de abrazar la ruina que nunca dejaremos de ser, sumamente intrincado se vuelve saber decir sí algún día a lo que en la vida no se mide y no se gana, que es lo único que puede amarse, por imperdible, más allá de la economía de la deuda y la victoria. Todo lo que queda al otro lado de los méritos y los mitos, de la perfección y las metas, ¿cuándo lo abrazaremos? Esa inmanencia alegre y deliciosa que solo en la quietud se alcanza, que solo degustamos en el reconocimiento de que no hay nada que hacer ni conquistar, de que el tiempo que aquí nos queda es prosaico y no está consagrado a ningún fin último, ¿cuándo la saborearemos? Es una locura, la vida es ausencia de obra, pero en amor se trata de locura y de ausencia. La vida huelga, y pese a ello seguimos aquí nosotros en la decadente fábrica de la infelicidad, engullendo identidades y propósitos magníficos, cualquier cosa con tal de no asumir el mayor de los riesgos: mirar de frente a esa carencia, que es deseo y vulnerabilidad. No hacer absolutamente nada.

Con el afán de divagar y visitar los márgenes del mundo, allí donde todavía es habitable, he compuesto la siguiente metafísica de la pereza. Me he preocupado por no ser original y le he robado el título a Georg Simmel, esperando que su profético gusto por lo infraordinario me ampare y me proteja del éxito. No hay conjunción más contradictoria que la de un empresario de sí mismo escribiendo sobre la inoperancia, me dicen algunos. Se ríen, y con razón, cuando anuncio, en mi hiperactividad, una larga oda a la indolencia y un ensayo fatigado sobre la vagancia. Les respondo que no podría ser de otro modo, pues no es la escritura un territorio de constatación, ni un acta notarial. Antes bien, tiene la escritura algo de aventura —por eso la quiero—, y de una larga espera en que nunca sucede nada, y por ello mismo puede cambiar algo. Es un lujo y un despilfarro, pues no sirve a nada ni a nadie, y por ello Barthes la tildó de intransitiva: sin objeto ni función, no encuentro nada más improductivo, que además de ser intransitivo, es intrascendente e intransigente.

La escritura es esa renuncia a decir algo y aun así seguir la perorata, una prolijidad sin obra que en sus devaneos se parece a un paseo largo en las tardes de cielo raso, a un cangrejo de plástico, a unas vacaciones de uno mismo, a un comienzo mínimo, insistente y risueño. Se puede ser otro en la escritura, y devenir clandestino y hasta desaparecer. No nace del sentido el escribir, ni del presuntuoso gesto universal del libro, sino de la contradicción, y como celebración de la contradicción. Amo lo que no tengo, escribo lo que no soy. Es esa otra especie de verdad la que acontece en la escritura: una fiesta, una pereza cósmica, sin una realidad anterior que la comprometa ni una realidad posterior que se exija como su producto. Escribo y el mundo se para y pienso que ya es bastante. Dejar de ser, dejar de hacer. Escribir podría consistir en aprender a decir: ahora me rindo y eso es todo.

Symparanecromenoi, zombis de la vida, ¡tumbaos de una vez! Precarios de todas las naciones, ¡dejadlo ya! ¡Dejad de trabajar! ¡Dejad de enviar mails y programar alarmas! ¡Deteneos, insensatos! ¡Parad! O de lo contrario, el triunfo más grandilocuente se cernirá sobre vosotros y os aplastará con la tremenda furia de sus promesas.

Fundamentación de la metafísica de la pereza

B.: ¿Es necedad amar? R.: No es gran prudencia.

B.: Metafísico estáis. R.: Es que no como.

B.: Quejaos del escudero. R.: No es bastante.

Del diálogo entre Babieca y Rocinante, en El Quijote

Un día de febrero de 2007, Britney Spears cogió el coche y se fue a la peluquería. Quería abandonarlo todo, pero para eso tenía primero que destruir su imagen, hacerse otro rostro. Despojarse de su melena era la mejor estrategia —pensaba mientras ajustaba el retrovisor— para acabar con el vasto reinado de su nombre. Su carrera había comenzado en The Mickey Mouse Club, cuando todavía era una chica de once años que cantaba en el coro de una iglesia en Kent­wood, Louisiana, el pueblo de dos mil habitantes en que nació. Cuando su imagen como niña dejó de ser lucrativa, llegó el momento de rentabilizar su sexualidad incipiente de colegiala católica. Le desabotonaron la camisa del uniforme, le acortaron la falda, multiplicaron su imagen para hacerla aparecer en las habitaciones de todos esos adolescentes noventeros que necesitaban darle un rostro a su confuso objeto de deseo: también a ellos su soledad les estaba matando.

La presencia de Britney, caliente y cándida, rubia y bronceada, arrasaba con la fuerza de un ídolo cuantas portadas, pósteres, modas y merchandisings encontraba a su paso. La envergadura de su presencia solo era comparable con la velocidad de su agotamiento: portada de la Rolling Stone en 1999, encantadora de pitones en la MTV en 2001, cowboy Denim Denim a juego con su novio Justin Timberlake, Britney estaba en todas partes y no había nada que Britney no tocara. Y que algo fuera tocado por Britney, insidiosa brujería fetichista, suponía un encantamiento, un fuego sexual que hacía bailar el valor de todos los valores. La embriaguez de su capital personal crecía, exorbitado, más allá de los límites que contienen una vida. De camino a la peluquería, Britney cruzaba los semáforos unos segundos antes de que cambiaran de color.

La princesa del pop era una slave 4 U. Su fantasma, de juventud invencible, reinaba imperturbable en el imperio global del deseo. Todas sus canciones se alimentan de su vida y de su cuerpo hasta no dejar ni las raspas. Britney se casó en Las Vegas para anular el compromiso en cincuenta horas, se volvió a casar y filmó un reality para lanzar la carrera de rapero de su segundo marido, ingresó en un centro de rehabilitación para contener su consumo de drogas y alcohol. Lo abandonó en 24 horas. Asediada por una invasión constante, todo en su intimidad se desmoronaba, pero importaba más bien poco, porque la basura y la miseria también eran Britney, otro pedazo suyo que todo el mundo quería. Todo cuanto ella pudiera ser se volvía capitalizable, siempre había un deseo que se satisfacía con la imagen mutante de Britney: Britney sexy, Britney gorda, Britney flaca, Britney pop, Britney loca, Britney católica, Britney escándalo. Su silueta femenina era el significante vacío que corría, imparable, en el circuito hiperconectado de la industria libidinal: gimme more, gimme, gimme, more. Antes de girar la esquina para alcanzar el hair salon, Britney se acuerda de que tiene que poner una lavadora, después de todo.

Mientras conducía aquel día de febrero de camino a la peluquería, resonaba en su cabeza la misma pregunta que Blanchot se formulara en La conversación infinita: ¿cómo haremos para desaparecer? Raparse la cabeza, incluso cuando la peluquera se negó a hacerlo, y atacar a los paparazzi al volver a casa con un paraguas verde y largo como su alma, rabiar de ira, de euforia y de impotencia no bastó para liquidar la obscena presencia de su imagen. Su rebeldía se convirtió de nuevo en espectáculo, y su melena alcanzó el millón de euros en las subastas de eBay, hasta que la web canceló la puja por no poder probar su autenticidad. Después de ser internada en diversos centros psiquiátricos, perder la custodia de sus hijos y el control sobre su patrimonio, sometida a la tutela legal de su padre, sus fans más sinceros seguían deseando en las redes que volviera a aparecer pronto, que la liberaran de una vez. Y sin embargo aquí liberarse y aparecer se habían vuelto opuestos radicales. Lo que Britney Spears había perdido era la clandestinidad.

El viernes 12 de noviembre de 2021 una jueza dictaminó que Britney ya no necesitaba ninguna tutela. Quién sabe si tal sentencia será la oportunidad para, al fin, volverse del todo anónima y anodina. Desde 2007, su afán por desaparecer se ha convertido en el rasgo paradigmático de una sensibilidad generacional, la sensibilidad de todos aquellos condenados a levantar su vida sobre el consumo de sus cuerpos.

Hay una canción de Britney que no puedo dejar de escuchar. Es «Work Bitch». Ideal para bailar, ir al gimnasio o pedir becas, su letra invoca insistentemente un vínculo entre trabajo y deseo, el mismo nudo que asfixió a una muchacha de Kentwood que dejó de existir por no poder desaparecer:

You want a hot body? You want a Bugatti?

You want a Maserati? You better work, bitch

You want a Lamborghini? Sippin’ martinis?

Look hot in a bikini? You better work, bitch

You wanna live fancy? Live in a big mansion?

Party in France? You better work, bitch,

you better work, bitch, you better work, bitch

Los verbos «to want» y «to work» se reenvían el uno al otro, siendo el segundo la única respuesta concebible para el primero, y este vínculo no solo responde a un prejuicio habitual del sentido común («success is not given, it’s earned», etcétera), sino que también muestra, como un síntoma de nuestra cultura —que es la de Britney—, la genuina interiorización de una lógica de la productividad que reconoce que, para ser alguien, para valer algo, uno ha de realizarse: el trabajo, como producción de mérito, se torna la fuente de todas las formas de valor de la subjetividad, de modo que esta nada es, de nada sirve y para nada vale, si no emprende la larga gesta de trabajarse. Como Deleuze y Guattari criticaron en su Mil mesetas, el ser se constituye a partir de una carencia, una negatividad ontológica («want») que ha de ser colmada o satisfecha a partir de una producción («work»).

Esta es la gran enseñanza que obtuve de mis paseos por el supermercado mientras Britney me contaba su vida, de mis tardes de horas extra en la oficina y mis días de fitness, antes de encamarme largamente y mirar por la ventana: que era miserable a no ser que contara con un plan para ser o hacer algo, y que más me valía ir moviendo el culo. Mi integridad como ciudadano, como bomba sexual, como padre de la familia que no tengo, como amigo y amante, dependía de mi eficiencia, y de todo lo que trabajara en mi optimización, a cada momento y en cualquier lugar. Si quería un cuerpo caliente y un Masserati, y cientos de Martinis y un contrato laboral de mil euros, además de una gran mansión y un piercing en la oreja izquierda, y la versión Premium de Spotify y una cuenta pirateada HBO; si quería todas esas cosas, y también si no las quería, si no quería nada de nada porque estoy cansado de todo, igualmente me convenía trabajarme, actuar y actualizar, agitar mi cuerpo y, sobre todo, hacerlo mejor que el resto, realizarme mejor que el resto. O no hacerlo mejor, sino creativamente mejor: mover el cuerpo como nadie lo había movido nunca, para no competir en movimiento, sino en la originalidad del movimiento. No bastaba con trabajar, ni con hacerlo al máximo —así no se consigue un Lamborghini—. No era cuestión de cumplir con el deber, sino de avivar sin término la llama de lo inigualable. La creatividad, y no la norma, era la condena.

En estos términos, la operatividad se ha convertido en la estructura genuina de nuestro mundo contemporáneo, y Britney Spears en su profeta. Cualquier registro de nuestras vidas está moldeado por esta íntima lógica que combina creación, competencia y productividad: el capital humano es sexual, intelectual, emocional, físico, metafísico, automovilístico y astrofísico. La tonada de Britney Spears comprende la aceptación generalizada de la explotación como autoexplotación y autoalienación, y así legitima una economía de la violencia que conforma el sujeto y está en juego microfísicamente día tras día, noche tras noche. Este mundo Want-Work en que la plenitud de la vida se conquista con la apoteosis de la sumisión, ese mundo tan nuestro y tan bello en que la subordinación se torna indiscernible de una idea de libertad, es quizá lo que inspiró a Giorgio Agamben a escribir que «el problema ontológico-político fundamental es hoy no la obra, sino la inoperancia» (2017: 474).

Es por ello que, alertados por la mala nueva de Britney, se vuelve urgente ir más allá de un simple elogio popular de la ociosidad y de una ética zanguanga de andar por casa para exponer una moral de la vagancia como filosofía pura de la siesta, esto es, como metafísica de las costumbres de la holganza. Pero si en este brete de la razón pura práctica la pregunta esencial ya no es «¿Qué debo hacer?», sino «¿Qué puedo no hacer?»; ya no «¿Qué es el hombre?», sino «¿Qué puede no ser el hombre?», la metafísica de la pereza que aquí nos proponemos fundamentar con grandilocuencia glitch y ánimo festivo no puede ser pura, ni universal, ni emprenderse con independencia de toda antropología particular. Si una metafísica de la pereza ha de liberarnos de lo que somos, y ha de constituir un programa de la deserción que nos brinde modos lúcidos y erráticos de articular una política de la resistencia a los imperativos laboriosos, la emancipación de la competitividad generalizada y la torpeza del baile, tal metafísica perezosa habrá de ser impura, híbrida, singular y situadísima. Se desarrollará en el sofá o en la playa, en columpios o en parques.

Esta metafísica ha de ser como la maquinilla con la que Britney se rapó la cabeza para tocarse las ideas. Si el amor se hace, la pereza se deshace; si el amor todo lo puede, la pereza todo puede no hacerlo. En la metafísica de la pereza, nuestras capacidades no están al servicio del trabajo o de la victoria, sino del abandono y la rendición. Reconoce, con Simmel y en nombre de Britney, que «aspirar a la pereza es lo que guía toda evolución superior» (2007: 100), y que es un prejuicio grosero de la razón entregarse a la operatividad y tratar de colmar un vacío y saturar un espacio en blanco que, siendo constitutivos de la vida, permanecerán siempre abiertos y ridículos, como una bragueta con la cremallera estropeada.