11,99 €
La paulatina instalación en nuestras sociedades occidentales de un régimen del inconsciente colonial, cisheteropatriarcal y capitalista impone un pensamiento único y hace de la alteridad un objeto de explotación o violencia. Suely Rolnik es una de las filósofas iberoamericanas más relevantes de la actualidad. Su escritura, inspirada por la obra de Deleuze y Guattari y por la práctica artística de Lygia Clark, ha perseguido durante años el propósito de pensar cómo podemos convertirnos en algo distinto de lo que somos. Es decir, cómo transformarnos para abandonar nuestra identidad narcisista y crear una forma de vida que reconozca y cuide de la presencia de los otros. Las sociedades occidentales se instalan hoy en un régimen del inconsciente colonial, racial, cisheteropatriarcal y capitalista, que impone un pensamiento único y hace de la alteridad un objeto de interés, explotación o violencia. Suely Rolnik, en cambio, nos incita a descolonizar el inconsciente: no solo a pensar de otro modo, sino a desear de otro modo. Porque solo con una nueva política del deseo podremos liberar nuestra potencia creativa de su secuestro neoliberal y así hacer germinar un futuro diferente.
Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:
Seitenzahl: 239
Suely Rolnik
Descolonizar el inconsciente
Herder
Edición digital: José Toribio Barba
© 2023, Juan Evaristo Valls Boix
© 2024, Herder Editorial, S.L., Barcelona
ISBN EPUB: 978-84-254-5140-9
1.ª edición digital, 2024
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com)
Herder
herdereditorial.com
PASSARINHO
I. EN EL PRINCIPIO ERA EL AFECTO
II. EL INCONSCIENTE COLONIAL-RACIAL-CISHETEROPATRIARCAL-CAPITALÍSTICO
III. SUBJETIVIDAD FLEXIBLE
IV. LA LECCIÓN DE LAS ARAÑAS
V. «CUANDO TOMA CUERPO LO QUE ESTÁ POR VENIR» Una conversación con Suely Rolnik
EPÍLOGO: «UN PSICOANÁLISIS DESCOLONIZADOR ROLNIK DESDE VALLS BOIX», por Ricardo Espinoza Lolas
GRATITUD
BIBLIOGRAFÍA
APÉNDICES
Semblanza biográfica de Suely Rolnik
Obras de Suely Rolnik
INFORMACIÓN ADICIONAL
As coisas que procuro
não têm nome.
A minha fala de amor
não tem segredo.Perguntam-me se quero
a vida ou a morte.
E me perguntam sempre
coisas duras.Tive casa e jardim.
E rosas no canteiro.
E nunca perguntei
ao jardineiro
o porquê do jasmim
—sua brancura, o cheiro.Queiram-me assim.
Tenho sorrido apenas.
E o mais certo é sorrir
quando se tem amor
dentro do peito.Hilda Hilst, «17», Roteiro do silêncio
Las cosas que yo busco
son sin nombre.
En mi habla de amor
no hay secretos.Preguntan qué prefiero
si la vida o la muerte.
Y me preguntan siempre
cosas duras.Tuve casa y jardín.
Rosas en mi terreno.
Y nunca he preguntado
al jardinero
el porqué del jazmín:
—su blancura, su olor.Quiéranme así.
He sonreído apenas.
Y sonreír es lo mejorr
cuando se tiene amor
dentro de sí.Hilda Hilst, «17», Roteiro do silêncio1
1 Hilda Hilst, «17», Libreto del silencio, incluido en Hilda Hilst, Pequeños funerales / Pequenos funerais, trad. de Max Hidalgo Nácher, Bogotá, Ediciones Vestigio, 2022, pp. 39-40.
Bate as asas, passarinho
Que eu quero voar
Me leva na janela da menina
Que eu quero amar
Me leva na janela da menina
Que eu quero cantar
Cantar como um passarinhoGal Costa, «Passarinho»1
§1
Un pájaro no es un animal vertebrado. No es un animal ovíparo de respiración pulmonar, no tiene la sangre a temperatura constante ni está dotado de un pico córneo que adquiere las más diversas formas según su hábitat y alimentación. Un pájaro no tiene el cuerpo cubierto de plumas ni cuenta con dos patas y dos alas con las que, en la mayoría de los casos, vuela para desplazarse entre árboles o entre territorios. La etología de los pájaros no comprende comportamientos como la anidación, las migraciones, el apareamiento o la tendencia a la asociación en grupos. La comunicación entre pájaros no se compone de un abanico de señales visuales y auditivas, como silbidos, llamadas y cantos.
En ocasiones confundimos un pájaro con su forma, igual que reducimos a menudo el cuerpo a sus órganos o creemos que una imagen es un objeto o un ser vivo. Son muchos los fantasmas que convocamos para mantener el equilibrio, para sostenernos mientras vivimos o para dejar de pensar y sentirnos a salvo. Pero igual que nadie sabe lo que puede un cuerpo, nadie sabe lo que es un pájaro. Porque un pájaro no es algo que tenemos delante y percibimos con prismáticos o escuchamos los domingos cuando amanece en el parque. Un pájaro no es; un pájaro no es solo un conjunto de percepciones que podamos clasificar, para diferenciar su forma de la del pez o la del reptil.
Un pájaro, quizá, es también una fuerza, algo que pasa, o que nos pasa, un modo de relacionarnos con el mundo. Como si el pájaro fuera el ensamblaje entre aire y plumas, o música y recuerdos, el ensamblaje entre hojas verdes y velocidad y elevación, la combinación singular de un grito y una zambullida; como si pudiera ser pájaro también quien se alza, o lo que se desplaza sin hacer ruido, o quien aguarda el momento oportuno, la corriente de viento exacta, para levantarse y marchar. Como si un pájaro pudiera ser rebeldía, o un impulso por liberarse, o también un afán de armonía, o un desafío minúsculo a la gravedad y sus leyes. Un pájaro, así considerado, es una red singular de afectos. Sus alas no son nada sin el aire. Su pico pierde su propósito sin la cáscara que parte o los crustáceos que acuna entre el limo. Por eso es relevante no confundirlo ni reducirlo a sus fantasmas, porque si el pájaro es lo que se alza y se eleva, o lo que se hunde y se sumerge, es precisamente aquella fuerza que quiebra una superficie o rompe un límite, aquella fuerza que desmonta el fantasma. Un pájaro bate las alas y vuela cada vez que, perdidos en nuestros nombres, sentimos nostalgia de nuestro cuerpo y queremos recuperarlo.
El propósito de recuperar un cuerpo, el afán de volver al cuerpo, nada tiene que ver con la identidad, pues un pájaro no es una forma. Un pájaro es una vocación de diferencia, y sentimos nostalgia del cuerpo cuando queremos aprender algo que él sabe y que nosotros hemos olvidado. Si el cuerpo sabe de algo, como el pájaro sabe de atravesar el aire, es de atravesar las formas. Sentimos nostalgia del cuerpo cuando necesitamos salir de nosotros mismos, vivir de otro modo, transformarnos.
Sin saberlo, he esperado toda mi vida hasta este preciso instante, hasta esta brisa sutil pero cierta, para irme de aquí. Irme volando, como un pájaro.
§2
El 22 de noviembre de 1968, The Beatles publicó su White Album. Una de las canciones con que Paul McCartney contribuyó al disco fue Blackbird, que refiere a los mirlos comunes que cantan al alba en Londres y que resonaban también cerca de la granja escocesa donde compuso la canción. El tema es una versión libre de la Bourrée en mi menor de Johann Sebastian Bach, que Paul solía tocar junto con John Lennon en algunas fiestas adolescentes para presumir de sus habilidades con la guitarra. Surge también de la fascinación de ambos músicos por el contrapunto, por los sutiles equilibrios armónicos que aparecen entre las distintas voces melódicas cuando sus notas coinciden y forman acordes inesperados para quien escucha. Paul y John supieron ver el pájaro que aleteaba en aquella bourré, una danza francesa del siglo XVII.
En algunas mitologías, como la celta, el canto del mirlo señala el momento oportuno para trascender de un mundo a otro, como su propia melodía atraviesa el umbral de luz entre la noche y el día. El mirlo canta cuando muere la noche, como entonaba McCartney, e incita a quien lo escucha a despertarse y a salir de su ensueño. Parece que todos los cuerpos, cuando duermen, aguardan con la atención más honda las primeras notas del canto del mirlo para animarse y deshacer su letargo. Por eso, quizá, un mirlo no es un mirlo, sino la potencia para trascender o abandonarse. Su canto excita una fuerza latente en el momento exacto en que dos melodías coinciden para generar un sonido nuevo. Y por eso Blackbird no habla de mirlos, sino de las mujeres que formaron parte de Little Rock Nine, el grupo de estudiantes negros que en 1957 ingresó en el Little Rock Central High School, un instituto de Arkansas exclusivo para población blanca, tras la decisión histórica de la Corte Suprema en el caso Brown versus Board of Education el 17 de mayo de 1954. Habían esperado toda su vida ese momento, la brisa propicia para levantarse.
El blanco de la portada del álbum The Beatles, diseñado por Richard Hamilton, fue una evocación recurrente a finales de la década de 1960. Sea la pantalla en blanco de Persona de Bergman, el poema Blanco de Octavio Paz, la portada blanca del álbum Branco de Caetano Veloso de 1969 o el libro Notations de John Cage, que el artista Hélio Oiticica empleará en su obra Cosmococas, el blanco aspiraba a evocar todos los esfuerzos por rebasar la representación y los formalismos del arte para alcanzar así un estado más allá de sus sujeciones y requerimientos. En ese sentido, el blanco es un viaje hacia lo concreto, una trascendencia material a la intimidad sublime de la carne allí donde los cuerpos se liberan de sus formas. El canto del mirlo cuando rompe el alba contiene esa misma exigencia: la exigencia de escuchar el cuerpo; alcanzar un «estado de arte sin arte», como diría Lygia Clark.2
§3
Como un modo de darle relieve y movimiento a sus pinturas, Lygia Clark produjo a lo largo de la década de 1960 una serie de esculturas que denominó Bichos. Los bichos son estructuras metálicas compuestas por piezas cuadradas, triangulares o circulares que se combinan y articulan mediante pequeñas bisagras. Son estructuras inestables, sin derecho ni revés, que el espectador puede manipular y que inauguran algo así como una experiencia estética de la relación con el mundo que no es meramente visual, ni táctil tan solo: interpela íntegramente a quien los confronta para desestabilizar su certidumbre física y su orientación en el mundo. Los bichos metálicos que pueblan las salas del museo no tienen forma definitiva, sino que contienen en su cuerpo ambiguo una multiplicidad potencial de disposiciones que despiertan en el espacio el recuerdo de posibilidades olvidadas. En su equilibrio precario, como a punto de desmoronarse, los bichos invitan a la experiencia frágil y fugaz del cambio. Si se muestran en todo momento al borde de perder la forma y deshacerse en un haz de superficies es para mostrar que la figura que adoptan no es más que una posibilidad, una cristalización efímera de la fuerza del metal. Basta una vibración de sus alas y los bichos se esfuman hacia arriba o se desmontan hacia el suelo.
O dentro é o fora (1963) es una de estas criaturas. «Lo que me mueve en la escultura», decía de ella Lygia Clark, «es que transforma la percepción que tengo de mí misma, de mi cuerpo. Me transforma y me vuelvo informe, elástica. Sus pulmones son míos». La fluidez que conecta el adentro y el afuera tanto en el título de la pieza como en la escultura invita a reconocer los límites que separan unos cuerpos de otros como meras inflexiones, tan solo como un modo de conectar lo distinto, también como un pasaje. Los límites, como las formas, son solo umbrales que esperan a ser atravesados. Tanto tiempo hemos estado separados de nuestro cuerpo, tanto tiempo ha sido para nosotros apenas un soporte o un instrumento, que apenas somos capaces de escuchar todo lo que sabe, el legado de su experiencia. Los bichos de Lygia Clark aspiran a disolver esa separación, a devolvernos una potencia allí donde no quedaba más que una forma.
Cuando expuso estas esculturas en la Technische Hochschule de Stuttgart en febrero de 1964, Lygia Clark le escribió a Hélio Oiticica en una carta: «Bases diminutas, los Bichos parecían apoyados en un pie, como hacen los pájaros».3
§4
No se trata de que cada uno escape «personalmente», sino de provocar una fuga, como cuando se revienta una cañería o cuando se abre un absceso. Gilles Deleuze, «Entrevista sobre El Anti-Edipo».
Tamia pide a sus alumnos que entonen alguna canción que se sepan de memoria. La propuesta, inesperada, se basa en sus investigaciones sobre música contemporánea erudita, y en la confianza que Tamia deposita en la memoria del cuerpo, en todos esos ritmos y sonidos que nuestro cuerpo guarda mucho antes y durante mucho después de que nosotros los comprendamos o los olvidemos. Tamia imparte sus clases de canto en París. Es sábado, un sábado de 1978.
Suely [S.] es brasileña, pero no ha hablado su lengua desde que llegó a París, a principios de la década de 1970. Ni siquiera ha querido escucharla: ha preferido instalarse en el francés, evitar el contacto con brasileños, vivir en una lengua nueva que le ofrece caminos que no podría recorrer en su propio idioma. S. se ha apartado del portugués brasileño por la violencia que han impregnado sus palabras y hasta su sonido. Si huyó de São Paulo casi diez años atrás y se exilió en París, fue por esa misma violencia: fue apresada por un comando policial durante la dictadura de Humberto de Alencar Castelo Branco y estuvo en prisión por sus vínculos con la contracultura tras la aprobación del Acto Institucional n.º 5, que suspendía el habeas corpus en el país. Al salir de la cárcel decidió marcharse de Brasil: el único modo que tenía de protegerse de esa violencia que, como un veneno, había infectado su lengua y dejado heridas en la memoria de su cuerpo, era separándose de todo aquello. En el francés no solo ha encontrado un nuevo medio en que habitar el mundo, sino también un armazón, una coraza que cubre el trauma e impide que el dolor acabe con su voluntad de vivir.
S. es alumna de Tamia, y el sábado por la tarde acude a su clase sin pensar en nada de esto. La lengua francesa ha sido el instrumento que ha contenido y guardado el equilibro de su cuerpo agonizante durante años, protegiendo a S. con su coraza: como una escayola que inmoviliza un brazo o una pierna, con la esperanza de que algún día los huesos rotos se suelden. «Una de las estrategias usadas para protegerse de este veneno», reflexionaría S. muchos años después, «es anestesiar en el circuito afectivo las marcas del trauma. Entonces, estas son aisladas bajo el manto del olvido, evitando así que su veneno contamine el resto, de modo que se pueda seguir viviendo».4 S. puede seguir viviendo y cantando, pero no en brasileño, como una pierna escayolada puede, quizá, seguir caminando, pero no flexionar la rodilla, ni saltar o bailar: cada movimiento se sostiene en sus privaciones. «Gran parte de la vibratilidad del cuerpo es la que termina quedando anestesiada, lo cual tiene como uno de sus efectos más nefastos separar el habla de los estados sensibles», se lamenta S.5 El francés no es una lengua entonces: es una armazón y un camino, es una lanza y un escudo, es un mundo con sus mapas y sus viajes. Es decir, es una lengua, una lengua nueva que se levanta sobre las ruinas de la antigua.
La herida de la energía vital no se presenta tanto en el contenido de las palabras, sino en el timbre de la voz, en cómo suenan y se articulan. Es quizá por eso que, cuando es su turno y S. ha de improvisar en la clase de Tamia, ocurre algo: es la memoria del cuerpo y no el recuerdo consciente, un timbre muy antiguo y no palabras nuevas, lo que llena la garganta de S., que muda su lengua. S. entona unas estrofas de Passarinho, una canción que Gal Costa había publicado unos cinco años antes en su álbum India. Allí suena su voz dulce y sensual, delicada pero fuerte, decidida pero tierna, la voz que S. busca en su propio cuerpo cuando canta.
La voz de la canción urge a quien la escucha a cantar como un pájaro, un pájaro que canta temprano en la mañana, cuando rompe el alba. Y esta urgencia viene de un deseo poderoso, un deseo que se afirma de tres modos: Quero voar, quero amar, quero cantar. Y ese triple deseo, un deseo amor-canto-vuelo, se encarna en la canción como una transformación: la voz de Gal gana en ritmo e intensidad hasta que su expresión pierde la articulación humana y las palabras se desprenden de su forma para ser pura fuerza, pura voz, puro timbre. La voz de Gal se alza en amor-canto-vuelo y se despega del suelo y de la armonía para imitar, para ser el gorjeo de un mirlo que canta al alba. S. piensa estas cosas cuando canta. O no las piensa, pero todas le pasan. Todas le pasan cuando el brasileño brota de su garganta y sale por su boca como una fuerza antigua y extraña, una fuerza o una lengua íntima, pero olvidada durante muchos años. La experiencia contracultural había sido muy fuerte en Brasil, y la canción trajo de vuelta a S. aquella calidad intensiva inscrita en la memoria de su cuerpo.
La voz de la canción exhorta a quien la escucha a cantar como un pájaro. Pero quien primero escucha es el sujeto que canta, el sujeto que atiende a las vibraciones de su cuerpo, por encima o por debajo de las convenciones y los códigos sociales que le permiten decir «Yo». Y en ese sentido, la exhortación a cantar se sostiene en un deseo del yo, un deseo del yo de salir de sí mismo, de alterarse, de desplegar una fuerza que no se contiene en la forma del sujeto: canta, que quiero volar, le pide —pero ¿a quién?—; canta, que quiero amar; canta, que quiero cantar. El yo quiere deshacerse, su forma limita su potencia, y por ello urge a la boca y a la garganta a cantar como un pájaro. Para S. esto tiene lugar en el desplazamiento del francés al brasileño, en el modo en que el canto perfora el armazón y abre una grieta por la que, tras años encerrado en la distancia del exilio europeo, se fuga aquella lengua con todos sus afectos. Así lo cuenta ella:
A medida que voy cantando, una vibración semejante toma cuenta de mi propia voz, cada vez más firme y cristalina. Soy invadida por un extrañamiento: primero, la sensación de que este timbre me pertenece desde siempre y que, a pesar de haber sido silenciado tanto tiempo, es como si nunca hubiese dejado de expresarlo; después, a medida que fluye, su vibración a pesar de ser tan suave parece perforar mi cuerpo que, de repente, se muestra como petrificado: siento el blanco del jardinero y de la remera —que estoy vistiendo— como una piel/yeso compacta que envuelve mi cuerpo; y también que esta especie de caparazón estaría allí desde hace mucho tiempo, sin que yo jamás me hubiese dado cuenta. Lo curioso es que el endurecimiento del cuerpo se revela en el momento en que el filo de voz lo perfora, como si de algún modo voz y piel estuviesen imbricados. ¿Será que el cuerpo se endurece junto con la desaparición del timbre? Sea como fuere, el yeso ahora se convertía en un estorbo, del cual tenía que librarme lo más rápido posible. En ese instante decidí volver a Brasil […]. Lo que el canto anunciaba en mi cuerpo en aquella tarde de sábado es que la herida en el deseo causada por la dictadura cicatrizó lo suficiente como para permitirme regresar a Brasil si yo quisiese.6
Aquel sábado, un gusto por vivir se impuso sobre el dolor y la muerte, y el afán del cuerpo por seguir viviendo venció sobre la forma petrificada de un yo herido. No sabía hacia dónde, pero allí le llevarían sus alas; no sabía cómo ni en qué dirección, pero solo cantando llegaría, solo en el viaje de una voz a otra y de una lengua a otra. Esta voluntad de vivir solo se expresa como voluntad de transformación, como un deseo que, primero, es deseo por el deseo del otro. Aquel día de sábado, el yeso semántico que había sido la condición de supervivencia de S. se había agrietado, y el timbre amoroso de Gal y de los pájaros recuperaba para S. el derecho a existir, y a existir más allá de los límites del yeso y las privaciones que le imponía. El canto, reserva de memoria de los afectos, «expresó la metabolización de los efectos del trauma».7 Aquella tarde se celebró una rebelión minúscula pero decisiva contra el fascismo.
Cuando caía la noche, después de la clase de Tamia, S. no entendía nada de todo aquello. Solamente diez años después sería capaz de comprender. Dos modos hay de responder a la violencia: o dejarse morir y mantener la forma, o desafiar la forma para afirmar una vida excesiva, una vida más allá de la vida conocida, una vida nueva y más intensa, todavía incógnita, que se expresa y pide paso. Tal y como los distingue Deleuze, «el grito de muerte de María, planísimo, a ras del agua, y el grito de muerte de Lulú, vertical y celeste. ¿No estará toda la música comprendida entre estos dos gritos?».8 Dos modos hay; solo el segundo nos vale. Y esa afirmación de la vida tiene lugar tan solo a través de su alteración, de la indagación del otro lado de las cosas —el otro lado, siempre el otro, el único lugar donde está la vida, donde esta se instituye como un exceso estructural a todas las formas—.
§5
Es por ello que la afirmación de la vida es siempre afirmación de alteridad. Jacques Derrida llamaba «invención» a esta afirmación: inventar es in-venire, hacer venir al otro, llamarle y aguardarlo con ánimo atentísimo. Gilles Deleuze llamó «creación» a esta experiencia. Por mínima que sea, cualquier posición del deseo contra la opresión y las formas establecidas aspira a cuestionar en su totalidad los sistemas capitalistas y fascistas. Por eso la creación, como observaba Deleuze, tiene un vínculo íntimo con la resistencia. Como si la afirmación de la fuerza de la vida y el rechazo de las formas que se le imponen fueran una y la misma cosa. Como si crear y resistir fueran un solo modo, una única modulación con que la vida tiene lugar en un devenir constante hacia la alteridad.
Años después, y sirviéndose de las palabras de una carta de Deleuze, S. llamó «gracia» a la capacidad de dejarse contaminar por el misterioso poder de regeneración de la fuerza vital. Ese poder donde afirmar y resistir, decir «no» y decir «sí», se vuelven indiscernibles en la absoluta inmanencia de un cuerpo entregado al gusto de vivir.
Este ensayo tiene por vocación pensar la gracia.
1 «Bate las alas, pajarillo, / que yo quiero volar. / Llévame a la ventana de la chica / que yo quiero amar. / Llévame a la ventana de la chica / que yo quiero cantar. / Cantar como un pajarillo». (Traducción del autor).
2 L. Clark y H. Oiticica, Fantasmática del cuerpo. Cartas (1964-1974), Buenos Aires, Caja Negra, 2023, pp. 19-20.
3Ibid., p. 34.
4 S. Rolnik, «Deleuze, esquizoanalista», Cadernos de Subjetividade, vol. 4, n.º 1 y 2 (1995a), pp. 10-12.
5Ibid.
6Ibid., pp. 4-5.
7Ibid.
8 G. Deleuze y C. Parnet, Diálogos, trad. de José Vázquez, Valencia, Pre-Textos, 1980, p. 158. Deleuze se refiere a los gritos de las protagonistas de Wozzeck y Lulú, dos óperas de Alban Berg. Tal y como Rolnik relata en «Deleuze, esquizoanalista», Deleuze le propuso en la década de 1960 estudiar estas dos escenas. «Solamente diez años después, ya más preparada para conectarme con los afectos de la violencia», me contó Rolnik en un comentario del manuscrito: «pude darme cuenta del sentido de la sugerencia que me había hecho Deleuze: comparar esos dos gritos había sido un acto analítico que tuvo sus efectos après coup».
All your lifeYou were only waiting for this moment to arise. The Beatles, «Blackbird», The White Album Pureza é um mito. Hélio Oiticica, Tropicália, penetraveis PN2 (1967)
En 1967, la artista Lygia Clark diseñó un par de trajes que cubrían el cuerpo entero, de la cabeza a los pies, como si fueran máscaras sensoriales. Quienes los vestían, y con ellos puestos se tocaban hasta abrazarse, podían tener la experiencia del cuerpo del otro en una pérdida progresiva de sus cualidades de sujeto: sus nombres, sus profesiones, sus géneros, sus identidades todas se desvanecían. Con el abandono de sus formas, quienes se fundían en el abrazo alcanzaban un punto en que eran solo fuerzas para el otro, pura intensidad afectiva que se manifestaba como una presencia viva que latía en la carne. Parecía en ese abrazo que un cuerpo no era consciente de sí mismo, no se descubría a sí mismo hasta que otro cuerpo lo tocaba. Como si solo a través del otro tuviera sentido decir algo así como «mi» cuerpo, algo así como «este es mi cuerpo»: este soy yo porque eres tú. Soy porque me tocas. O eu é o tu permitía abrir un espacio para reconocer la interdependencia que nos constituye.
Los títulos de algunas de las obras de Lygia Clark son ecuaciones: O eu é o tu,O dentro é o fora, A casa é o corpo. Cada ecuación se presenta como una revelación o como un hallazgo que la artista nos regala: estamos hechos de extrañeza, no somos sino atravesados por el otro. La pureza, como dijera Oiticica, es un mito: la identidad es un mito, nuestro nombre es un mito, nuestra forma es un mito. Y si todo eso es un mito, ¿qué hay? ¿Qué hay cuando estas presuntas verdades se desenmascaran, como hace Clark con sus títulos de ecuación, y se revelan como relatos que solo trataban de asimilar o de ocultar las diferencias? ¿Qué queda después, qué queda después de todo? Después de todo, queda siempre el afecto. Al principio y al final, siempre el afecto.
Decir que en el principio es el afecto es recordar que nunca hemos estado solos. También es una forma de pensar la mezcla, lo heterogéneo y heterónomo, la extranjería y sus contaminaciones, como una condición vital insoslayable. Decir que «en el principio fue el afecto» es una forma de impugnar la idea de principio: reconocer que primero viene el afecto supone asumir que no hay principio, que siempre hemos estado sin principio, es decir, que nos encontramos en medio, en medio de todas las cosas. Y estar en medio de todas las cosas, sin principio ni príncipes, es estar en relación. No somos sino en relación, no somos sino con el otro, desde el otro, a través del otro. No somos sino afectos del otro.
Esta es quizá una de las preocupaciones centrales del pensamiento de Suely Rolnik: pensar los afectos y pensar desde los afectos. Con ello se propone hacer un desplazamiento de los modos en que la subjetividad se ha comprendido en el pensamiento hegemónico de las sociedades occidentales desde la Modernidad, para concebir un modo de estar en el mundo menos violento y una vida colectiva basada en la interrelación con otros seres y en la apertura al cambio y a la transformación constante. En una reflexión que se sostiene sobre el pensamiento de Spinoza y el legado de Deleuze y Guattari, Rolnik define el afecto con estas palabras:
Los afectos no tienen imágenes, ni palabras, ni gestos: en definitiva, no tienen lenguaje. Y sin embargo son reales o, dicho con precisión, son las emociones de lo real, «emociones vitales» (nada que ver con las «emociones psicológicas»). Ellos consisten en los efectos de las fuerzas que agitan el cuerpo vivo de un determinado mundo en los cuerpos vivos que lo componen. En suma, son la presencia del otro (persona, paisaje, atmósfera política, obra de arte, texto, etcétera) en nuestros cuerpos, son una presencia viva que los fecunda; quedamos habitados por una especie de cuerpo extraño que nos deja en estado de inquietud. No logramos acceder a él en nuestra experiencia como «sujetos»; pero existe otra esfera de la experiencia subjetiva, propia de nuestra condición viviente, en la cual este acceso es posible: un «fuera-del-sujeto».2
Esta comprensión del afecto que inaugura una escena vital más allá del sujeto implica otra concepción de la vida y del deseo, y en especial una concepción distinta del poder. Estas tres concepciones alternativas —vida, deseo, poder— no solo arman una nueva escena que excede las coordenadas de lo individual, sino que constituyen un modo nuevo de hacer política, un modo que, siguiendo a Guattari, Suely Rolnik denomina micropolítica.
Por decirlo con Foucault, la micropolítica es una política de nosotros mismos, un modo de aproximarse a la vida colectiva y de estudiar el despliegue de la economía del deseo en el campo social:3