Mi adorable enemigo - Diana Palmer - E-Book
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Mi adorable enemigo E-Book

Diana Palmer

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Beschreibung

Una escapada al rancho… Teddi Whitehall deseaba escapar de su ajetreada vida en Nueva York, y para ello nada mejor que un verano en Canadá con la familia de su mejor amiga… hasta que conoció al arrogante ranchero Kingston Devereaux. Teddi sabía que para King no era más que una chica bonita y frívola, y que la verdad no iba a hacerlo cambiar de opinión. Enamorarse de un hombre que la despreciaba ya era bastante malo. ¿Por qué, además, tenía que ser el hermano de su mejor amiga?

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 1983 Diana Palmer

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Mi adorable enemigo, n.º 1469 - julio 2014

Título original: Darling Enemy

Publicada originalmente por Silhouette® Books

Publicada en español en 2004

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-4618-0

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

Era una gloriosa mañana de junio, y Teddi Whitehall estaba asomada a la ventana de su dormitorio en la residencia de estudiantes con los codos apoyados en el alféizar y una mirada soñadora en los ojos.

Los edificios del campus universitario eran de estilo gótico, y parecían sacados de otro siglo, pero eran las vastas extensiones verdes lo que más le gustaba a la joven. ¡Era un cambio tan grande comparado con el sofisticado apartamento de Nueva York donde tendría que pasar sus vacaciones...!

Temía el momento en que tendría que subirse al avión y dejar de ver por un mes su querida universidad de Connecticut, y a su amiga y compañera de cuarto, Jenna Devereaux. El aire de la mañana era algo fresco, a pesar de ser verano, y la bata de franela que tenía puesta sobre el pijama apenas la abrigaba. Era una suerte que Jenna ya hubiera bajado, pensó, porque si hubiera estado allí en ese momento, la habría reprendido por su impulsividad al abrir la ventana de par en par.

Jenna no era nada impulsiva. En ese aspecto era igual a su hermano mayor. Teddi se estremeció ligeramente. Tal era la reacción que le provocaba el sólo pensar en Kingston Devereaux. Habían chocado desde el primer momento en que se conocieron. Y es que, por mucho que las demás chicas de la residencia suspiraran por el alto ranchero, Teddi únicamente sentía deseos de salir huyendo cuando lo veía aparecer.

A lo largo de los cinco años que Jenna y ella llevaban siendo amigas, Kingston le había dejado muy claro que no le tenía simpatía precisamente. Y todo, ¿por qué? Por culpa de la impresión errónea que tenía de ella, y contra la cual Teddi no podía luchar. Nada de lo que pudiera decirle cambiaría las cosas. Su opinión de ella era tan injusta como el modo en que la trataba, y aquello había hecho que hubiera acabado temiendo las visitas al rancho Devereaux en Canadá.

El día anterior habían terminado las clases, y Teddi tenía el presentimiento de que una vez más su amiga iba a invitarla a pasar las vacaciones de verano con ella y su familia. Kingston Devereaux volaría en su avioneta desde Calgary hasta Connecticut para recoger a su hermana... y, como las últimas veces, ella buscaría una excusa para no ir.

Dejó escapar un pesado suspiro. Por lo menos Jenna tenía una madre, un hermano, y un hogar esperándola. Ella no tenía a nadie, excepto a su tía Dillie, hermana de su difunto padre, que en aquellos momentos estaba en la Riviera con su último amante, así que su apartamento de Nueva York, donde iba Teddi durante las vacaciones, estaría más vacío que nunca.

Al menos tenía el consuelo de que con la llegada del verano, la agencia de modelos para la que trabajaba desde los quince años tendría algunas ofertas para ella. Siempre había considerado una inmensa suerte el tener una buena figura y unas facciones armoniosas, ya que así al menos tenía un modo de pagarse los estudios y sus gastos personales. En la agencia estaban encantados con ella. De hecho, si tenían alguna queja, era que opinaban que estaba desperdiciando grandes oportunidades al no dedicarse a ello por entero.

Teddi se apartó de la ventana y la cerró. Su pertenencia al mundo de la moda era lo que hacía que Kingston la despreciase como la despreciaba. Tenía la opinión de que todas las modelos eran unas descarriadas, y el hecho de que su tía Dillie fuera conocida por sus sonados idilios no ayudaba demasiado. Era un hombre anticuado y estrecho de mente en lo respectivo a la permisividad de la sociedad moderna. Él podía permitirse tener un romance, pero le parecía que una mujer soltera que hiciera lo mismo no podía considerarse decente.

Teddi nunca olvidaría el día que Jenna se lo había presentado. Ellas se habían conocido a los quince años en un internado al que sus padres las habían mandado, y desde entonces se habían hecho amigas íntimas. Teddi había esperado que la familia de Jenna fuese tan abierta y cariñosa como ella, y precisamente por eso se había llevado un shock aún mayor el día que Kingston se había presentado en el internado para recoger a su hermana y llevarla al rancho de la familia en las afueras de Calgary para pasar allí las Navidades. El ranchero la había mirado de arriba abajo, de un modo que la había violentado, y había recibido con expresión torva el alegre anuncio de su hermana de que la había invitado a ir con ellos.

Teddi se quitó la bata, arrojándola sobre la cama, y con ella los recuerdos de aquel día, y se cambió, poniéndose un traje pantalón beige que le había mandado su tía por Semana Santa, uno de los muchos regalos con los que parecía querer suplir su falta de cariño y afecto. Teddi se cepilló el corto y oscuro cabello, pero, tras dudar un instante, dejó donde estaba su estuche de maquillaje. Tenía la suerte de tener la piel aceitunada, unos labios color fresa que no necesitaban de pintalabios, y unas pestañas que, aun sin rimel, lucían larguísimas, espesas y oscuras. Se puso los zapatos y bajó las escaleras en busca de Jenna, preguntándose dónde habría ido con tanta prisa.

Llegó al rellano del piso inferior, pero al ir a pasar por la sala común, para dirigirse al vestíbulo, se detuvo en seco en la puerta. Jenna estaba sentada en un rincón, y casi la tapaba un hombre alto y rubio, de espaldas a Teddi. Estaban discutiendo tan acaloradamente, que ninguno de los dos advirtió su llegada.

—...y yo he dicho que ni hablar —le estaba diciendo Kingston en un tono firme, que no admitía discusión—; no voy a permitir que vuelva a poner patas arriba el rancho como hizo en Semana Santa. ¿Crees que los hombres pueden trabajar con ella paseándose por ahí? No hacían más que mirarla...

—Eso no es culpa suya —replicó Jenna irritada, saliendo en defensa de su amiga—. Además, Teddi no es la clase de persona que tú crees que es, no se parece en nada a su tía...

—Porque no es rica como ella, quieres decir —masculló él sarcástico—. Pero seguro que pronto le encuentra remedio, en cuanto encuentre a un tonto con la cartera llena de billetes —se metió las manos en los bolsillos—. Pues que se le vaya olvidando lo de pasar el verano mirando a mis hombres con ojitos tiernos... o a mí, ya que estamos —añadió con una risa áspera.

Teddi se puso roja como una amapola. Durante las vacaciones de Semana Santa en el rancho Devereaux había cometido una estupidez que todavía no había logrado borrar de su mente, y parecía que él tampoco.

—¡No digas tonterías, King! —exclamó Jenna patidifusa—. A Teddi le das verdadero pavor. ¿Por qué razón querría...?

—Oh, sí, ¿por qué razón querría tratar de seducirme? —repitió él en tono burlón—. ¿Acaso no te fijaste en como me miraba cuando estuvo en el rancho en Semana Santa? Una Semana Santa que, por cierto, habría preferido pasar tranquilamente sin extraños, a solas con mi familia —añadió con crueldad—. Nuestra madre tendría que haber tenido otra hija para que te hiciera compañía, ¡así quizá no irías por ahí recogiendo a chicas desamparadas!

Teddi palideció. Se quedó muy quieta, como un animalillo herido, con los ojos vidriados por el dolor. Kingston se giró justo en ese momento y la vio. La expresión en su rostro fue casi cómica.

—¡Oh!, Teddi... —gimió Jenna espantada, al comprender que lo había oído todo. Se puso de pie y balbució—: King no quería...

Teddi se irguió orgullosa.

—Estaba... estaba buscándote por si querías venir a desayunar conmigo —le dijo suavemente—. Estaré en el comedor.

—King no iba a venir hasta esta tarde, y se ha presentado aquí de improviso —dijo su amiga atropelladamente—. Estábamos hablando de las vacaciones y...

—Seguro que te divertirás mucho —la cortó Teddi, forzando una sonrisa—. Estaré en el comedor —repitió, dirigiéndose hacia la puerta que daba al vestíbulo.

—¡Espera, Teddi! —le rogó Jenna—. Quiero que vengas a pasar las vacaciones conmigo... —le dijo, lanzándole una mirada desafiante a su hermano.

Teddi, que se había detenido y se había vuelto hacia ellos, le respondió quedamente:

—No, gracias.

—Pero si King ni siquiera estará en el rancho la mayor parte del tiempo... —insistió su amiga.

Teddi miró al taciturno ranchero, que estaba allí de pie, sin decir nada, y con la mandíbula apretada.

—Lo siento, Jenna, pero estoy cansada de tener que pasar las vacaciones soportando el que tu hermano me trate como si tuviese una enfermedad contagiosa. Yo prefiero pasar el verano en Nueva York, y él estará encantado de teneros a tu madre y a ti para él solo —añadió con toda la intención.

—Teddi... —balbució Jenna.

—Además, tengo varias ofertas de trabajo de la agencia en perspectiva —añadió, lanzando una mirada asesina a Kingston y dándoles la espalda—. ¿Por qué querría pasar el verano en un rancho, cuando puedo seducir a la mitad de los hombres de Nueva York mientras hago una fortuna? —el labio inferior le temblaba mientras hablaba, pero ni Jenna ni su hermano podían verlo—. Gracias de todos modos, Jenna. No es culpa tuya que tu hermano sea un esnob insufrible.

Y, con esa nota desafiante, abandonó la sala común, atravesó el vestíbulo y salió fuera de la residencia, a la luz del sol, con las lágrimas agolpándose en sus ojos.

Mientras avanzaba aturdida por el camino empedrado, no pudo contener por más tiempo el deseo de llorar, y las lágrimas rodaron una tras otra por sus mejillas. ¿Cómo podía ser tan cruel?, ¿cómo? ¡Estúpido machista prejuicioso! ¡Y pensar que había sugerido que si iba al rancho intentaría seducirlo...! ¡Como si pudiera haber sobre la faz de la tierra una mujer tan idiota como para querer tener una relación con un hombre tan arrogante...!

Se secó las lágrimas con el dorso de la mano, furiosa consigo misma por su propia debilidad. Escribiría a Jenna, eso no podía impedírselo Kingston, y volverían a estar juntas en la universidad cuando llegara el otoño.

Pasó junto a dos compañeros de clase, que estaban charlando sentados en el césped, y estaba esbozando una débil sonrisa a modo de saludo, cuando una mano la agarró del brazo y la hizo girarse, arrastrándola bajo la sombra de un roble cercano.

—¿Huyendo de nuevo? —la increpó King, mirándola fijamente—. No es una reacción muy madura que digamos.

—Se llama instinto de supervivencia; me pones tan furiosa que se me olvida que debo comportarme como una señorita... —le espetó ella, secándose una lágrima con fiereza—. Oh, perdona, ya no me acordaba de que, según la elevada opinión que tienes de mí, ni siquiera merezco ese título —añadió con sarcasmo.

Kingston no contestó a eso.

—Jenna está en la residencia, llorando a lágrima viva —le dijo con aspereza—, y yo no he hecho cientos de kilómetros para disgustarla.

—Disgustar a la gente es algo que siempre se te ha dado bien —le respondió Teddi, apartando la vista—. No has hecho otra cosa más que atacarme durante estos cinco años —le recordó—. Y, para tu información —añadió acalorada—, si te miraba cuando iba al rancho era por aprehensión, porque estaba preguntándome cuándo saltarías, no porque tuviera intención de seducirte.

—¿De veras? Pues la impresión que a mí me dio la última vez que estuviste allí, por Semana Santa, fue muy distinta —apuntó él. Una sonrisa insolente se dibujó en sus labios al ver que la joven enrojecía.

Teddi, que no quería recordar el modo en que había hecho el ridículo, lo miró airada y le dio la espalda, cruzándose de brazos.

—Dime, ¿cuánto tiempo te ha llevado perfeccionar esa pose de inocencia? —le preguntó King, poniéndose frente a ella.

—Oh, años —le contestó Teddi sarcástica.

King alzó la barbilla y la miró con arrogancia.

—Pues tal vez con otros te funcione, pero no conmigo. No me creo que hayas llegado hasta donde has llegado en el mundo de la moda sin haber hecho ciertas... «concesiones». Jamás me convencerás de lo contrario.

—¿Por qué iba a molestarme siquiera en intentarlo? —replicó ella—. Al fin y al cabo tú nunca te equivocas, ¿verdad?

—Raras veces —farfulló él sin ninguna modestia—, y hasta ahora todavía no me he equivocado con ninguna mujer —añadió.

—Pues conmigo te equivocas, y no sabes nada de los trabajos que hago como modelo —le espetó Teddi.

—Sé más de lo que crees —la corrigió él—, porque tenemos un conocido común.

Teddi dejó pasar esa enigmática respuesta, y volvió al camino, diciéndose que ya le había concedido demasiado tiempo.

—Es de muy mala educación marcharse sin despedirse —la pinchó King, yendo tras ella.

—Oh, vaya, usted perdone, señor Devereaux —dijo Teddi, riéndose con ironía—. Pues adiós. Aún no he desayunado, y estoy segura de que en el comedor encontraré a alguien a quien mi presencia no le resulte tan indigna. Porque, aunque no lo creas, hay gente que no me ve sólo como una portada de revista que anda y habla.

—Pobres inocentes...

Teddi le lanzó una mirada airada.

—Piensa lo que quieras. No me importa.

Pero no era cierto. Por supuesto que le importaba. De hecho, aunque nunca lo había conseguido, siempre había tratado de llevarse bien con él, siempre le había dado otra oportunidad. Sólo después del vergonzoso incidente de Semana Santa había decidido que aquello no tenía remedio.

—Al menos podríamos desayunar los tres juntos —le dijo King inesperadamente, como intentando aplacarla—: Jenna, tú y yo.

—Gracias, pero no —respondió ella—. No creo que pudiera comer preguntándome si espolvorearás arsénico sobre mis huevos revueltos cuando me despiste.

King no pudo evitar echarse a reír.

—Dios... eres incapaz de enterrar el hacha de guerra, ¿verdad? ¿Te defiendes siempre con esa ferocidad?

Teddi se encogió de hombros sin mirarlo.

—He tenido que luchar la mayor parte de mi vida para salir adelante.

—Oh, claro, lo olvidaba... la pobre huerfanita... —farfulló él sin poder reprimirse.

La joven le lanzó una mirada de desprecio.

—Quería a mis padres —le espetó dolida—. No tienes sentimientos.

King tuvo la decencia de mostrarse incómodo consigo mismo, pero sólo un instante.

—Tal vez haya sido un golpe bajo, pero tú acabas de devolvérmelo, haciendo que me sienta como un canalla.

—¿Qué esperabas, que pusiera la otra mejilla? —respondió ella sin vacilar—. No soy una mártir.

—Ya veo —murmuró él—. En ese caso, la próxima vez tendré que asegurarme de estar preparado para contraatacar.

—Haces que suene como si esto fuera un juego para ti —gruñó Teddi contrariada.

—Oh, no, dejó de serlo hace tiempo... —replicó King con la vista al frente, fija en el edificio del comedor— en Semana Santa, para ser más exactos.

Teddi se sonrojó ligeramente, odiándolo por recordarle lo que «casi» había ocurrido.

—Debería haberte tomado allí mismo, en el establo, en vez de apartarte —le dijo King con voz ronca.

Ella se cruzó de hombros, y miró hacia otro lado.

—Estaba... pensando en otra persona —mintió para salvar su maltrecho orgullo.

Las facciones de King se endurecieron.

—Y los dos sabemos en quién, ¿no es cierto?

Teddi no comprendió a qué se refería, pero estaba demasiado irritada como para preguntarle, y en ese momento sólo pensaba en perderlo de vista. Se detuvo a unos metros del comedor y lo miró desafiante.

—No pienso seguir con esta conversación.

King se acercó a ella, y Teddi se tensó visiblemente, atrayendo las miradas curiosas de los estudiantes que entraban y salían del comedor.

—Están mirándonos —murmuró nerviosa.

—¿Acaso te preocupa que piensen que hay algo entre nosotros? —la picó él con una insolencia pasmosa.

La mano de Teddi se precipitó hacia la curtida mejilla del ranchero, pero él le agarró la muñeca antes de que pudiera alcanzarla.

King chasqueó la lengua burlonamente, como si su reacción lo divirtiese.

—Qué temperamento... —murmuró—. Deberías vigilarlo. Sólo lograrás atraer aún más la atención de la gente.

—Como si acaso te importara lo que la gente pueda pensar de ti... —masculló Teddi—. Debe ser estupendo tener dinero y poder suficientes como para que esas cosas te den igual.

King escudriñó su rostro detenidamente antes de volver a hablar.

—Dime, Teddi, ¿para qué quieres una licenciatura universitaria?, ¿acaso estás tratando de demostrar algo? Di, ¿de qué te servirá en tu carrera como modelo?

Teddi tiró de su mano, en un intento de liberarse, pero él no se lo permitió.

—Mi trabajo como modelo es sólo temporal —respondió irritada, preguntándose por qué tenía que darle explicaciones—. Cuando termine mis estudios aquí en la universidad pienso buscar empleo como profesora.

—¿Cómo profesora? —repitió él muy sorprendido—. ¿Tú?

—Sí, yo. ¿Tan extraordinario te parece? —masculló ella—. Y haz el favor de soltarme de una vez —le dijo con aspereza.

Él desasió su muñeca, pero entrelazó sus dedos con los de Teddi y tiró de ella, empezando a caminar de nuevo. El contacto de la fuerte y cálida mano de King había dejado sin habla a la joven, que se dejó llevar, con las mejillas arreboladas y la vista en el empedrado.

—Vendrás al rancho con nosotros —le anunció King sin darle opción a protestar—. Lo último que necesitas es estar sola en ese maldito apartamento mientras esa atolondrada que tienes por tía va saltando de cama en cama por toda Europa, sin que nadie se ocupe de ti.

Teddi sabía muy bien que a Kingston no le gustaba su tía, ya que él nunca se había molestado en ocultárselo, y estaba segura de que esa desaprobación se había extendido automáticamente a ella.

—No tienes por qué fingir que te preocupas por lo que pueda ocurrirme —le dijo fríamente—. Hace un rato me ha quedado muy claro que no te importa en absoluto.

Los dedos de King apretaron los suyos.

—No quería que oyeras lo que le estaba diciendo antes a Jenna —le dijo, bajando la vista hacia ella—. A veces tengo que decirle ciertas cosas para mantener el asunto velado.

Teddi parpadeó confundida.

—No comprendo —murmuró.

King le sostuvo la mirada con una intensidad tal en sus ojos grises, que hizo sentir a la joven ligeramente temblorosa.

Él apretó la mandíbula.

—Nunca lo has hecho —masculló—. Me tienes demasiado miedo como para intentar comprender.

—¡Yo no te tengo ningún miedo! —replicó ella con los ojos relampagueantes.

—Ya lo creo que sí, y es porque sabes que yo lo querría todo o nada, ¿no es verdad?

Teddi sintió que le flaqueaban las piernas al alzar la mirada hacia él, todavía más confundida por sus palabras. Intentó soltar su mano de la de él, pero una vez más, King se lo impidió.

—No tienes por qué ponerte nerviosa —murmuró él, esbozando una sonrisa maliciosa—. El que tenga tu mano en la mía no significa nada, es sólo en defensa propia: así no puedes abofetearme como querías hacer antes —añadió, riéndose suavemente.

Aquel sonido, al que Teddi estaba tan poco acostumbrada a oír proviniendo de él, la fascinó, y sin darse cuenta se quedó mirándolo. Ella no era precisamente baja, pero King la superaba, y no sólo en altura, sino que también era robusto, como un jugador de rugby.

—¿Te gusta lo que ves? —inquirió él con insolencia.

—Estaba pensando que Jenna me había dicho que aunque hace años que vivís en Canadá, tú naciste en Australia —improvisó—. ¿Es cierto?

—Así es —asintió él—. Mi madre es canadiense, y cuando heredó de mi abuelo el rancho que tenemos, dejamos Australia. Jenna no había nacido todavía, y después, cuando ella aún era pequeña, yo pasaba la mayor parte del año viajando con nuestro padre de nuestra propiedad en Australia a la de Calgari, así que durante bastante tiempo mi madre y mi hermana fueron casi unas extrañas para mí.

—Tú tampoco pones demasiado de tu parte para que la gente se acerque a ti —apuntó Teddi sin poder reprimirse.

Habían llegado junto al edificio del comedor, y King se detuvo al lado de la puerta y se volvió hacia ella con una ceja enarcada.

—¿Cuánto quieres acercarte exactamente... a mi billetera? —inquirió sarcástico.

Teddi le lanzó una mirada furibunda.

—No me interesa tu dinero ni el de nadie —le espetó con altivez, tirando de su mano bruscamente, y logrando liberarse al fin—. Tengo todo lo que necesito.

—¿De veras? —contestó King—. Entonces, ¿por qué vives con tu tía?, ¿por qué tiene que mantenerte?

Con lo que ganaba con su trabajo, Teddi tenía bastante no sólo para pagarse la universidad, sino también para permitirse un modesto alquiler, pero no le veía el sentido cuando pasaba nueve meses en la residencia del campus, y prefería ahorrar ese dinero.

—Piensa lo que quieras —masculló—. Es lo que harás, diga lo que diga. No sabes nada de mí.

King bajó la vista a los suaves labios de la joven.

—Sé que bajo esa belleza exterior y ese orgullo, puedes ser un auténtico volcán cuando ansias los besos de un hombre.

Teddi notó que le ardían las mejillas, y sintió nuevos deseos de abofetearlo cuando, con un gesto burlón, él le abrió la puerta y la sostuvo para que pasara. Entró sin dignarse a mirarlo, como si no existiera y observó con alivio que Jenna estaba allí esperándolos, sentada sola en una mesa.