1,49 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 1,49 €
Desde el momento en el que sacó a una mujer inconsciente del agua, Trevor Marlowe supo que su vida no volvería a ser igual. Pero ni siquiera el célebre chef podría haber previsto la manera tan apasionada en la que se enamoraría de su bella y misteriosa sirena. Aunque ésta no pudiera decirle quién era…Ella no podía recordar nada de su vida antes de que un cautivador extraño la rescatara. Sólo sabía que aquel hombre amable y sexy que la llamaba Venus le hacía sentir como si fuera la mujer más especial del mundo. También le hizo creer que ambos tenían un futuro juntos… aunque ella no supiera nada acerca de su pasado.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 218
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid
© 2008 Marie Rydzynski-Ferrarella. Todos los de rechos reservados. NOVIA SIN NOMBRE, N.º 1870 - octubre 2010 Título original: The Bride with No Name Publicada originalmente por Silhouette® Books. Publicada en español en 2010
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV. Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia. ® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas por Harlequin Books S.A. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-671-9212-4 Editor responsable: Luis Pugni E-pub x Publidisa.
STABA solo en la playa. Era lo que había esperado. Pero a pesar del hecho de que era casi media noche y oficialmente otoño, como estaba en California del Sur, siempre cabía la posibilidad de encontrarse a una pareja de amantes disfrutando de la soledad.
O tal vez podría encontrarse a un vagabundo que buscaba dormir sin ser interrumpido en alguno de los bancos que había alrededor de Laguna Beach.
Aquel lugar, desde el que se divisaba una arquitectura pseudo mediterránea, ofrecía un ambiente muy relajado, razón por la cual, cuando él, Trevor Marlowe, se había decidido finalmente a abrir su propio restaurante, lo había hecho en aquella zona.
Las ventanas del restaurante Kate’s Kitchen daban al mar. En ocasiones pensaba que sus clientes acudían al local tanto por las vistas sobre el Pacífico como por la comida. Pero Kate, su madrastra se había apresurado a dejarle las cosas claras. Le había dicho que la cocina del local era excelente y, teniendo en cuenta que él había llegado a adorar el arte culinario y a crear magia con éste, las palabras de su madrastra le habían parecido de mucha importancia.
Aunque en aquel momento, mientras esbozaba una sonrisa, pensó que Kate no era capaz de decir nada malo. A ella no le gustaba herir los sentimientos de la gente, no estaba en su naturaleza.
Kate Llewellyn Marlowe era amable. Amable, cariñosa y maternal. Pero con suficiente carácter como para evitar ser empalagosa. Lograba que las cosas a su alrededor marcharan bien. Había sido ella quien lo había animado a intentar conseguir su sueño, así como también la que le había dado dinero en las ocasiones en las que a él le había faltado, como cuando lo había necesitado para acudir a una excelente escuela de cocina en Italia. Y siempre le había apoyado mientras perfeccionaba su destreza.
Kate había resultado ser la mejor influencia que sus hermanos, su padre y él habían tenido en su vida. Odiaba preguntarse dónde estarían en aquel momento todos ellos si su atribulado padre no hubiera conocido a una Kate armada de títeres en una fiesta infantil. Según le habían contado, su padre había sentido de inmediato que aquélla era la mujer que podría manejar a su hiperactiva prole.
Sus hermanos y él habían sido muy traviesos, sobre todo debido al dolor por el fallecimiento de su madre. No sabía cómo habrían acabado Mike, Trent, Travis y él si Kate no hubiera llegado a sus vidas. Seguramente en una residencia de menores.
Pero, gracias a Dios, su madrastra había aparecido en escena y le había aportado a su familia amor, paciencia, comprensión… y sus marionetas.
Él creía firmemente que habrían estado perdidos sin ella. D todo aquello hacía ya más de veinte años. Aunque no le parecía que hubiera pasado tanto tiempo. Una gran ola le mojó los pies descalzos y sintió como la arena se deslizaba bajo sus plantas.
Pensó que lo mejor sería regresar… aunque no realizó ningún esfuerzo inmediato por darse la vuelta. Se permitió a sí mismo un par de minutos más. Realmente necesitaba relajarse. Había tenido que soportar una semana larga y difícil y el fin de semana ni siquiera había comenzado.
Pensó que el día siguiente no parecía demasiado prometedor. Sin que nadie se hubiera puesto enfermo, ya le faltaba personal. Y ello significaba que él tendría que hacer doble turno hasta que una agencia le enviara una sustituta para su chica de las ensaladas… término que le gustaba emplear para referirse a la camarera que preparaba las ensaladas. Frunció el ceño al recordar lo que había ocurrido.
Su camarera, Ava, había renunciado al trabajo. No lo había hecho porque hubiera tenido ningún problema con su tarea en sí, sino por su novio, un motorista que tenía todo el pecho tatuado, el cual había querido marcharse durante dos meses para hacer una ruta en moto.
Ava no había podido soportar la idea de estar tanto tiempo sin él. Por lo que, disculpándose profusamente aquella misma tarde, se había quitado el delantal y había renunciado al trabajo.
Trevor pensó que resolvería la situación. Siempre lo hacía. Kate le había dejado claro que podía lograr cualquier cosa si se centraba en ello.
Suspiró al percatarse de que en ocasiones era muy difícil vivir cumpliendo todas aquellas expectativas. Por eso mismo había decidido ir a dar un paseo por la playa tras haber cerrado el restaurante. Quería liberar un poco la ansiedad que lo tenía tan agobiado. Pero obviamente hacerlo no era tan fácil.
Entonces se dio cuenta de que se había quedado paralizado mirando el océano. La luna llena se reflejaba muy claramente en el agua. Había tanto silencio en aquel lugar que casi podía oír sus propios pensamientos.
Lo único que rompía ocasionalmente el sonido de las olas eran los grititos de las gaviotas. Pudo observar como éstas volaban por encima de su cabeza para buscar refugio tierra adentro.
Se aproximaba una tormenta.
Pensó que quizá por una vez el hombre del tiempo había acertado en sus previsiones. Recordaba haber oído que iba a llover en la costa al día siguiente. Aunque lo creería cuando lo viera. En aquel momento, la tan llamada temporada de lluvias parecía más un mito que una realidad.
El ambiente soleado era bueno para su negocio… aunque no para la tierra. Cuando llovía, la gente solía quedarse en sus casas y en ocasiones pedían comida por teléfono en vez de tomar el coche y salir a cenar a la playa. Aun así, él deseaba que lloviera. Por lo menos durante un poco de tiempo.
Continuó mirando al horizonte y frunció el ceño al ver una especie de barco que se delineaba en el océano. Intentó centrar la vista. Podía haber jurado haber visto algo largo y blanco en el agua.
Quizá fuera un yate.
O tal vez sólo su imaginación. Aunque, en realidad, no tenía mucha fuera de los límites de su cocina.
Pero el estrés podría estar haciéndole ver cosas que no estaban delante de él.
—Márchate ya y acuéstate, Trev. Mañana tienes un largo día por delante, ¿lo recuerdas? —dijo entre dientes—. No te imagines cosas que no están ahí.
Pensó que nadie con dos dedos de frente saldría a navegar con una tormenta avecinándose. Tenía que haber sido un efecto visual debido a la luz.
Aun así, se entretuvo por allí un poco más. Hundió los pies en la arena. Suponía que era una tontería, pero andar descalzo por la playa siempre le hacía sentir como un niño de nuevo. Entonces se recordó a sí mismo que había sido un pequeño que había tenido mucho que agradecer.
No comprendía por qué, pero aunque tenía una vida muy ocupada, seguía sintiendo que le faltaba algo esencial. Sentía como si debiera haber algo más en su existencia.
—Nunca estás satisfecho, ése es tu problema —se reprendió a sí mismo en voz alta.
No tenía la menor duda de que aquél habría sido el juicio de Travis si le hubiera confiado a su hermano la situación por la que estaba pasando. Travis era una de las dos personas con las que compartía no sólo la sangre, sino también la misma cara. Travis, Trent y él habían nacido con minutos de diferencia. Eran unos trillizos tan idénticos que durante los primeros años de sus vidas ni sus padres ni Mike, su hermano mayor, habían sido capaces de diferenciarlos.
Cuando crecieron, Trent, Travis y él habían sacado partido de su aspecto idéntico. Habían disfrutado al volver loca a la gente haciéndose pasar el uno por el otro.
Esbozando una nostálgica sonrisa, recordó que el ver a unos trillizos idénticos confundía a las personas. A sus hermanos y a él les había parecido muy divertido y habían abusado de la situación… hasta que su madre murió en un accidente de avión y todo su mundo se vino abajo.
Pero en aquel momento no quería pensar en aquello.
Se metió la mano que tenía libre en uno de los bolsillos del pantalón. En la otra llevaba sus zapatos. En realidad no quería pensar en nada, simplemente deseaba tener la mente en blanco y recargar energías.
El paseo marítimo entarimado, que acababa de ser reformado, estaba justo detrás de él. El coche en el que había ido a trabajar aquella misma mañana no estaba muy lejos de allí; se encontraba en el aparcamiento del restaurante. Comenzó a dirigirse hacia su vehículo para regresar a casa. Pero en aquel preciso momento algo captó su atención.
Algo que estaba más cerca que el yate que había creído ver con anterioridad.
Algo que estaba mucho más cerca y que era mucho menos impresionante.
No supo si la luna lo había iluminado, pero parecía que había algo flotando sobre las olas.
Definitivamente había algo en el agua.
Se dijo a sí mismo que probablemente fuera un trozo de madera o algas marinas.
O un tiburón.
Cuando era un niño, le había aterrorizado la película Tiburón y todas sus continuaciones. Le había asustado tanto que incluso había tenido que mentalizarse para lograr ducharse. Durante todo un año, había estado duchándose en menos de cinco minutos. Su padre había elogiado sus esfuerzos por el medio ambiente, pero Kate había sabido la verdadera causa, había sabido que su hijo tenía miedo de que el agua atrajera al depredador de los mares. Sin decirle nada directamente, había llevado a sus hermanos y a él de visita al acuario que había en Long Beach, con lo que finalmente había terminado con su fobia.
Pero, fuera lo que fuera lo que él tenía delante en aquel momento, había comenzado a salpicar agua. Pensó que los tiburones no salpicaban de aquella manera y se planteó si era una persona.
Entonces se preguntó a sí mismo qué demonios haría una persona en el mar a aquellas horas. No tenía sentido.
Pero, aunque no tuviera sentido, se percató de que sí que había alguien en el mar. Alguien que tenía problemas.
Se apresuró en dirigirse a la orilla. Dejó sus zapatos sobre la arena y se quitó la chaqueta, tras lo cual se acercó al agua.
—¡Oiga! —gritó lo más alto que pudo—. ¿Necesita ayuda? —añadió, aunque sabía que era una pregunta estúpida. Pero quería que la persona que estaba en el agua supiera que no estaba sola.
No obtuvo respuesta alguna y lo único que se oyó fueron las olas chocar contra la arena. Eso y otro grito de una gaviota.
Sin vacilar, se lanzó al mar e intentó con todas sus fuerzas mantener su orientación. Fácilmente podía desorientarse en la oscuridad.
El agua estaba más caliente de lo que había esperado, así como también tenía más corriente. Pero él era un buen nadador, gracias a las clases que sus hermanos y él habían recibido de pequeños. Podía recordar que, al principio, no había querido asistir.
Pero Kate había insistido y le había dicho que nunca se sabía cuándo le vendría bien saber nadar correctamente.
¡Cuánta razón había tenido!
Al echársele encima una ola, tuvo que forzarse en mantener la boca cerrada y en no permitir que lo arrastrara. Pensó que no podía recordar la última vez que había nadado. En su vida no había cabida para cosas como ésa. Había pasado los anteriores dos años luchando para sacar adelante su restaurante y los cinco anteriores en la universidad, así como también en la escuela de cocina.
Sólo trabajaba y no tenía tiempo para divertirse. Los únicos momentos en los que lo pasaba bien era cuando se reunía con sus padres y hermanos. Éstos insistían en que debía tomarse tiempo libre. Y lo hacía… tanto como podía. Pero mentalmente estaba siempre trabajando, estaba siempre planeando el siguiente menú, el siguiente banquete. Había alquilado su local para varias celebraciones y su reputación, afortunadamente, estaba extendiéndose de boca en boca.
—¡Ya casi estoy allí! —gritó.
Entonces llegó junto a la persona.
Era una mujer.
Observó como los párpados de ella se agitaban y como movía los ojos. Maldijo al percatarse de que estaba perdiendo el conocimiento. Se preguntó si estaría herida y cómo habría llegado al agua. Pensó que tal vez se había caído del yate que le había parecido ver hacía unos minutos.
Docenas de preguntas le invadieron la mente, preguntas para las que no tenía respuesta. Agarró a la mujer que tenía delante antes de que se ahogara.
Se planteó que quizá las cosas fueran mejor de aquella manera, ya que si ella estuviera consciente, tal vez comenzaría a agitar los brazos o a apoyarse en él para poder mantenerse a flote. De cualquier forma, los habría puesto en peligro a ambos.
Miró hacia la orilla, la cual parecía estar muy lejos. Le dio la vuelta a la mujer para que estuviera de espaldas al agua, la agarró por la cintura con una mano y utilizó la otra para nadar.
Llevar a aquella extraña era muy incómodo y avanzaba muy lentamente. Las olas parecían ir en su contra, parecían hacerle retroceder la mitad de la distancia que había avanzado.
Sintió como si estuviera luchando una batalla continua. Pero era una batalla que no podía ni siquiera pensar en perder. Su familia no sabría qué pensar si todo rastro de él se perdiera en el océano.
No podía hacerles eso.
Exhausto, intentó recuperar fuerzas concentrándose en la orilla y nada más. Tenía que llegar a ella. No tenía otra opción.
Sintió como le quemaban los pulmones y los brazos. Pero, sujetando con fuerza a la mujer, continuó adelante.
Cuando finalmente llegó a la orilla, tenía el corazón revolucionado y la cabeza aturdida. Sentía como si se hubiera tragado un tercio del agua del océano. Al tumbar a la mujer sobre la arena, se echó a su lado, completamente agotado. Intentó recuperar el aliento y lograr cierto equilibrio.
Mientras recuperaba un ritmo normal de respiración, se percató de que la extraña que tenía tumbada junto a él no emitía ningún ruido. No jadeaba, no tosía ni respiraba con dificultad.
Simplemente no respiraba.
Girando la cabeza hacia ella, observó que su pecho no se movía. Estaba tan rígida como un maniquí.
—¡Maldita sea! —exclamó.
Apresurándose a ponerse de rodillas, se forzó en mantenerse erguido y comenzó a practicarle la respiración boca a boca.
De nuevo, recordó a Kate y la bendijo por su capacidad de previsión, puesto que ésta había insistido en que todos, incluida ella misma, asistieran a clases de primeros auxilios porque, según había dicho, nunca se sabía cuándo podía resultar útil saber actuar en situaciones de emergencia.
Incluso había bromeado al decir que si alguna de las travesuras que hacían provocaba que se le parara el corazón, sabrían qué hacer para reanimarla.
Pero la respiración boca a boca no estaba funcionando con aquella mujer; no recuperaba la conciencia, no respiraba.
—Vamos, señorita. No he arriesgado mi vida para que usted se muera ahora. ¡Respire, maldita sea, respire!
En vez de rendirse, comenzó a realizarle un masaje cardiaco y continuó con la respiración boca a boca, aunque le estaba costando mucho, ya que él mismo estaba agotado.
Sólo habían pasado unos momentos, pero le pareció que llevaba una eternidad intentando reanimar a aquella mujer.
Y precisamente en el momento en el que su resistencia estaba flaqueando, ella abrió los ojos. En cuanto lo hizo, éstos reflejaron una mirada precavida.
Al reflexionar más tarde acerca de lo ocurrido, Trevor se percató de que debía haber supuesto que la mujer estaría confundida y asustada. Al abrir los ojos, la pobre había visto como un hombre le presionaba el pecho y como tenía la boca sobre la suya…
Tosiendo y escupiendo, la mujer se enderezó y lo apartó de su lado. Entonces comenzó a echarse para atrás.
—¿Qué demonios cree que está haciendo? —exigió saber con el enfado reflejado en los ojos.
—Salvándole la vida —contestó él. Todavía arrodillado, se echó hacia delante y le apartó a ella su pelirrojo pelo de la cara.
Indignada, asustada y completamente desorientada, la mujer le apartó la mano de malos modos. —Pues lo que parece es que está usted intentando abusar de mí —lo acusó.
Trevor pensó que casi se había ahogado al intentar salvarle la vida a aquella extraña. No esperaba que le mostrara un infinito agradecimiento, pero lo que sí que hubiera estado bien habría sido un poco de educación.
—Escuche —dijo, exasperado—. Vengo aquí cada noche en busca de cuerpos que floten sobre las olas para poder tocarlos y excitarme —continuó, levantándose. Entonces la miró fijamente a la cara—. Usted estaba ahogándose, señorita. Por si no lo comprende… le he salvado la vida —añadió en un tono sarcástico y frío—. En vez de una cuantiosa donación a mi organización benéfica favorita, sería suficiente si simplemente me diera las gracias.
Ella frunció el ceño mientras intentaba levantarse. Cuando él le ofreció una mano para ayudarla, frunció aún más el ceño. Deseaba ignorar aquel ofrecimiento, pero tuvo que admitir que estaba demasiado aturdida como para lograr levantarse sola.
—No intente nada más —refunfuñó, tomando la mano que le ofrecía ayuda.
Pero en cuanto estuvo de pie, comenzó a perder el equilibrio. Trevor logró agarrarla antes de que cayera al suelo y la abrazó contra su cuerpo.
En ese momento, un grito de desagrado murió en los labios de aquella mujer, la cual volvió a quedarse inconsciente.
Él suspiró y negó con la cabeza.
Tomándola en brazos, se acercó al banco de madera más cercano y dejó a la mujer en éste lo más delicadamente que pudo. Comenzó a frotarle las muñecas y los brazos para intentar que recuperara la circulación.
Ella tenía el vestido pegado al cuerpo. La tela estaba empapada y parecía casi transparente. Obviamente le ofrecía muy poca protección contra el cada vez más intenso viento… y a él le dejaba muy poco a la imaginación.
Aquella mujer tenía un cuerpo estupendo.
Trevor la dejó sola durante un momento y se apresuró a dirigirse hacia el lugar donde había dejado sus zapatos y chaqueta. Tomó ambas cosas y regresó junto a ella para taparla con su chaqueta. Comprobó el estado de su teléfono móvil, ya que lo había tenido metido en el bolsillo del pantalón durante su aventura acuática. Como había temido, estaba completamente mojado… y estropeado. No podía telefonear para pedir ayuda.
Comenzó a frotarle los brazos de nuevo. Pasados varios minutos, ella volvió a abrir los ojos por segunda vez. Él se preparó para otra mordaz confrontación pero, en aquella ocasión, la mujer parecía encontrarse demasiado débil. Lo que hizo fue llevarse una mano a la cabeza, como si ésta le doliera. Entonces se quedó
mirándolo.
—¿Nombre?
—Trevor Marlowe —contestó él—. Yo…
—No… —comenzó a decir entonces ella con la frustración reflejada en la voz— el mío.
REVOR se puso de cuclillas y observó a la mujer que acababa de rescatar. —¿Qué quiere decir con eso de «el mío»?
A ella le costó poder incorporarse. Pero, en aquella ocasión, él la forzó a tumbarse de nuevo delicada pero contundentemente. El enfado se reflejó en los ojos de la mujer, pero Trevor no se echó para atrás. Mantuvo las manos en sus hombros para obligarla a quedarse tumbada. De ninguna manera podía moverse y no tenía otra opción que rendirse.
—Le estaba preguntando mi nombre —contestó ella.
Él se apresuró en examinarle la frente en busca de alguna señal que indicara que había sufrido un fuerte golpe. Pero no tenía ningún enrojecimiento ni moratón que pudieran indicar la posible causa de aquella falta de memoria.
—¿No sabe cuál es su nombre? —le preguntó, mirándola con escepticismo.
La mujer se sintió muy exasperada y se preguntó si aquel hombre era idiota.
—No se lo preguntaría si lo supiera.
Trevor todavía no se creía aquello al cien por cien. Pensó que tal vez ella simplemente tenía un pésimo sentido del humor.
—Esto no será una broma, ¿verdad?
Conteniendo el miedo que se había apoderado de sus sentidos, la pelirroja logró responder. —¿Tengo aspecto de estar bromeando? —No lo sé —contestó Trevor con sinceridad—.
No la conozco.
El pánico invadió el cuerpo de aquella mujer. Pensó que el estar allí tumbada bajo el escrutinio de aquel hombre le robaba toda su fortaleza, por no mencionar que la despojaba de su capacidad de pensar. Agarró uno de los lados del banco y se enderezó.
Él había dicho algo que le ofrecía cierta esperanza. Por lo menos había aclarado algo para ella. —Así que es normal que no lo recuerde a usted, ¿verdad? —dijo.
Al observar como Trevor fruncía el ceño, supo que no estaba siendo muy clara. Pero todavía estaba muy aturdida.
—Me refiero a que no lo conozco, ¿no es así?
Él negó con la cabeza. Se acordaría si una mujer con el aspecto de aquélla hubiera pasado por delante suya.
—¿Qué es lo último que recuerda? —le preguntó él.
Ella cerró los ojos, como si al hacerlo fuera a lograr centrarse. Pero la expresión que reflejó su cara cuando por fin los abrió, dejó claro que no lo había logrado.
—Agua.
—Está bien —dijo él animosamente; obviamente aquello iba a requerir un poco de paciencia por su parte—. Antes de eso.
La mujer respiró profundamente. Trevor observó sus ojos. A la luz de la farola que había a la derecha del banco, éstos parecían ser de un intenso color verde. Y reflejaban mucha preocupación. Muchísima.
—Nada —contestó ella.
En ese momento él observó que los ojos de la mujer brillaban intensamente. Maldijo al ver que era debido a las lágrimas que los habían inundado. No sabía qué hacer frente a las lágrimas. Normalmente fingiría no haberlas visto, pero en aquella ocasión no podía, puesto que estaba mirándola fijamente a la cara. Si ella comenzaba a llorar, de ninguna manera podría fingir no percatarse de ello.
No sabía qué decir. —No recuerdo nada —continuó la mujer con el miedo reflejado en la voz. Trevor vio que ella estaba intentando no dejarse llevar por el pánico y que lo estaba pasando muy mal. —No, eso no es cierto —la contradijo de manera calmada y tranquilizadora. Pero sus palabras sólo parecieron conseguir avivar las llamas que amenazaban con descontrolarse.
—Mira, tú no estás dentro de esta cabeza… —espetó ella, tuteándolo— yo sí. Y no hay nada. Absolutamente nada —añadió, apretando los labios para intentar contener la histeria.
Pero él continuó hablando como si la mujer no hubiera dicho nada. Decidió a su vez tutearla.
—Recuerdas cómo se habla. Y, por la manera en la que lo haces, pareces ser de por aquí, de California.
—Estupendo. Eso me incluye en una lista de… ¿cuántos? ¿De cuarenta millones de personas? —Has recordado esa cifra —indicó Trevor—. Las cosas están volviendo a tu mente. Antes de que ella pudiera contradecirlo de manera sarcástica, se apresuró en darle una orden.
—Vuelve a cerrar los ojos y piensa.
—¿En qué? —exigió saber la mujer—. No recuerdo nada… aparte de la gente que vive en el sur de California —aclaró, enfadada.
—Creo que podemos descartar con toda seguridad que seas embajadora de buenas relaciones. Haz lo que te he dicho —insistió él—. Cierra los ojos para ver si recuerdas algo más.
Obviamente molesta, ella hizo lo que le había ordenado. —¿Algo nuevo? —preguntó Trevor al no decir nada la mujer. —Sí —contestó ella, abriendo los ojos—. Tengo hambre. Y frío.
Aquello no era lo que él había esperado oír.
—¿Otra cosa?
La mujer apretó los labios.
—Tengo que ir al cuarto de baño.
Trevor se habría reído en aquel momento… si no se hubiera sentido casi tan frustrado como ella. —Hay uno justo ahí —comentó, indicando un servicio público que había en la playa.
Aquel servicio público estaba a pocos metros del banco en el que estaban. En frente del servicio había dos duchas al aire libre, que habían sido construidas para que la gente pudiera quitarse la sal del cuerpo antes de salir de la playa. Pero ocasionalmente, durante las noches de verano, algunos indigentes utilizaban las duchas.
Cuando la mujer se levantó, él también lo hizo. La mirada de ella reflejó una abierta sospecha al detenerse y mirarlo fijamente.
—No vas a entrar conmigo en el cuarto de baño, ¿verdad?
—Sólo quiero asegurarme de que puedes mantener el equilibrio. Ya te has desmayado varias veces —le recordó Trevor.
Al ver que ella fruncía el ceño, supuso que en algún lugar dentro de su mente se encontraba una mujer a la que le gustaba su independencia. Pensó que incluso más que a la mayoría de las mujeres.
—¿Y ahora qué? —exigió saber ella al llegar al servicio público. Horrorizada, observó que éste no tenía puerta exterior.
—¿Perdona?
La mujer se dio la vuelta y bloqueó la entrada al servicio.