Nuevos sentimientos - Marie Ferrarella - E-Book
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Nuevos sentimientos E-Book

Marie Ferrarella

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Beschreibung

Estaba embarazada del hermano de aquel hombre... Al besar al hermano de su difunto esposo, la más sorprendida fue la propia Lori O'Neill. Quizá fueran las hormonas, revolucionadas por culpa del embarazo, pero lo cierto era que de pronto veía a Carson de un modo muy diferente. Carson no había dejado de ayudarla desde que había perdido a su esposo, pero a medida que se acercaba el momento del parto, Lori se daba cuenta de que quería algo más que un hombro sobre el que llorar. Quería confesarle lo que sentía por él... y cómo con sólo estar a su lado se le ponía la piel de gallina. Tenía una última oportunidad para darle a su hijo el padre perfecto, pero... ¿estaría Carson preparado para ser el marido de Lori?

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Marie Rydzynski-Ferrarella

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Nuevos sentimientos, n.º 2002 - agosto 2017

Título original: Beauty and the Baby

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-080-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

PARECES cansada –dijo Carson O’Neill. Su cuñada sonrió y Carson se fijó en los deliciosos hoyitos que se formaban en su barbilla. Él no era un hombre que se fijara en hoyitos. Cuando estaba trabajando, se fijaba en pocas cosas.

Pero, de una forma inconsciente, se fijaba mucho en Lori O’Neill desde que el azar y su difunto hermano, Kurt, la habían puesto en su camino.

Carson siempre había cuidado de los demás. No era algo que hubiera decidido hacer, ni siquiera era algo que admitiese querer hacer. Era, sencillamente, así. Como, por ejemplo, cuidar de su madre cuando su padre los había dejado. O de su hermano menor. O, más bien, intentar hacerlo.

O su trabajo como director del centro para jóvenes marginados San Agustín, un sitio en el que había muchos chicos y muy poco dinero, pero que, gracias a su esfuerzo, permanecía abierto.

Carson tomó una pelota de baloncesto que lo había golpeado en la pierna y se la lanzó al chico que se la pedía.

Él no buscaba responsabilidades, sencillamente las encontraba en el camino. Estaban allí, esperándolo.

Cuando su padre se marchó de casa su madre se derrumbó, de modo que, a los quince años, Carson se había convertido en el cabeza de familia.

No había sido nada fácil. Kurt era un desastre, aunque un desastre encantador, y él, que quería mucho a su hermano, había hecho todo lo posible por ayudarlo, incluso prestándole dinero en ocasiones. Muy a menudo, en realidad.

A pesar de los esfuerzos de Carson por encaminar su vida, Kurt se había matado en un accidente de motocicleta.

La muerte de su hermano, un año después de la de su madre, debería haberlo liberado del papel de patriarca, pero no había sido así. Tenía que pensar en Lori y le había parecido lo más lógico acoger a la esposa embarazada de su hermano.

Aunque Lori no se lo había pedido.

Ella era una mujer independiente y eso era precisamente lo que más le gustaba de ella. Pero también estaba embarazada y, tras la muerte de Kurt, había tenido que enfrentarse a un montón de deudas.

El refrán «las desgracias siempre vienen juntas» se le podía aplicar perfectamente. Un mes después de la muerte de Kurt, la empresa para la que trabajaba como diseñadora gráfica se había declarado en bancarrota y Carson había decidido echarle una mano.

Había hecho lo mismo al enterarse de que el centro para jóvenes marginados en el que Kurt y él habían pasado su adolescencia estaba a punto de cerrar sus puertas por falta de fondos.

Su ex mujer, Jaclyn, se había enfurecido cuando le había dicho que iba a dejar el bufete para dirigir el centro. Pero Carson había descubierto que ser abogado no le daba ninguna satisfacción. Sólo era un medio para conseguir un fin. Un fin que para Jaclyn era muy importante: dinero. Pero él necesitaba algo más. Algo que diera sentido a su vida.

El abrupto cambio no le había gustado nada. Jaclyn le había dicho que era un loco… y muchas cosas más. Carson no sabía que su esposa conociera tantas palabrotas hasta que las había usado contra él.

El último insulto lo había sorprendido: cándido.

Eso demostraba lo poco que lo conocía después de tantos años de matrimonio. Él era pragmático, no emocional. Encargarse del centro era algo que había que hacer, por muchas razones.

Además, él no era tonto ni exageradamente bondadoso. No tenía el corazón blando. De hecho, no sentía nada. Sobre todo, después de que Jaclyn lo dejara, llevándose a su hija de dos años. Su corazón latía, sencillamente, sin sentir nada.

Como el de Lori, pensó, mientras le indicaba que entrara en su oficina, que no tenía nada que ver con el lujoso despacho que había tenido una vez.

Normalmente, Lori parecía totalmente incansable, capaz de enfrentarse con todo lo que la vida le pusiera por delante. La única vez que la había visto triste había sido en el funeral de Kurt.

Pero incluso entonces había insistido en consolarlo a él. Aunque Carson no lo había permitido. Él era su propia persona, su propia fortaleza. Siempre había sido así. Él era quien era, un solitario. Carson sabía que no podría ser de otra forma aunque quisiera.

–¿Qué? –preguntó Lori, intentando leer la expresión de su cuñado.

Pero Carson siempre había sido inescrutable. Al contrario que Kurt. Era fácil saber lo que Kurt estaba pensando con sólo mirarlo a los ojos. Y, normalmente, intentaba esconder algo.

–Te he estado observando –dijo Carson–. Pareces cansada.

Lori negó con la cabeza.

–No, no estoy cansada. Sólo un poco abrumada por la energía de los chicos –contestó, señalando el patio, donde los chavales se reunían para jugar y para liberar toda la agresión, toda la tensión que causaba vivir en un barrio marginal.

Luego, suspirando, se dejó caer sobre la silla, intentando no pensar en el trabajo que le costaría levantarse.

Quizá sí estuviera cansada, pensó. Pero no quería que Carson lo notase.

Al otro lado de la puerta podía oír los gritos de los chicos. Chicos que, si no fuera por los esfuerzos de Carson O’Neill, no tendrían ningún otro sitio al que ir. No tendrían a nadie a quien contarle sus problemas.

Lori miró a su cuñado con afecto. Carson había dejado un lucrativo bufete para que otros pudieran tener la oportunidad de conseguir una vida decente.

Cualquiera de aquellos chicos podría haber sido Kurt o Carson en su adolescencia. Su marido le había contado detalles de su infancia que le habían dejado helado el corazón. La vida era dura entonces.

Los dos hermanos habían conseguido salir de la calle aunque, en cierto modo, Kurt nunca dejó de ser uno de esos chicos. Eso fue lo que lo mató.

Carson era completamente diferente. Era muy serio, comedido y responsable, Carson había elegido ir por el camino recto. Trabajaba mucho y, gracias a una beca deportiva y a su trabajo, se había pagado él mismo los estudios mientras cuidaba de su hermano y su madre.

Él pensaba que su destino era ser abogado y, nada más terminar la carrera, consiguió trabajo en un prestigioso bufete.

Hasta que, hacía tres años… treinta y ocho meses exactamente, su cuñado hizo el enorme sacrificio de dejar el bufete para dirigir el centro juvenil que había sido su salvación. Pero eso tenía un precio.

Carson había cargado con todo y, además, había perdido a su esposa.

Kurt estaba en contra de esa decisión. Según él, dejar el bufete era una estupidez. Llevaba toda la vida intentando salir de aquel barrio y ahora que lo había conseguido…

Kurt no lo entendía. Pero su marido no entendía de sacrificios. Él nunca había sido tan generoso.

Y Carson siguió adelante con su idea, a pesar de todo. A pesar de las protestas de su mujer y a pesar de que ésta se marchó, llevándose a su hija antes de pedir el divorcio.

Lori sabía que perder a su hija había sido un golpe muy duro, pero él nunca hablaba de ello. No le abría su corazón a nadie.

También se habría hecho cargo de ella si se lo hubiera permitido, pero Lori no lo había permitido. Ella era una mujer adulta, no una muñeca. Y tras la muerte de Kurt, había decidido seguir adelante con su vida. Había muchas madres solteras en el mundo, se decía, no sería la única.

Había aceptado el puesto en el centro cuando Carson le había asegurado que no se lo ofrecía por caridad. Era el tipo de trabajo solidario que le gustaba y eso, unido a las clases de parto sin dolor que daba dos veces por semana, la ayudaba a pagar las facturas. Y tendría que seguir así hasta que encontrase algo mejor.

Lori pensaba que, siendo positiva, todo tenía que salir bien.

–Estás embarazada. Quizá deberías descansar un poco –estaba diciendo su cuñado en ese momento–. Vete a casa, anda.

–No puedo. Rhonda no ha venido hoy.

Carson arrugó el ceño. Rhonda Adams era su ayudante. Y últimamente, Rhonda faltaba mucho al trabajo. Tendría que preguntarle qué pasaba. El problema era que encontrar a alguien que trabajase muchas horas por tan poco dinero no era precisamente fácil.

–Eso es asunto mío, no tuyo.

–Te equivocas, también es asunto mío –replicó Lori–. Lo será mientras tú me pagues todos los meses.

–No te pago yo, te paga la fundación –le recordó Carson. El dinero de la fundación y los donativos eran lo que mantenía abierto el centro, pero apenas llegaba para nada.

–Era una forma de hablar, letrado –sonrió Lori.

–No me llames así. Ya no soy abogado.

Quizá estuviera un poco antipático últimamente. Y no sabía por qué.

–Pues deja de hablar como si lo fueras.

–Lo digo en serio, Lori. No debes agotarte. Estás embarazada, aunque no lo parezca.

Carson la miró detenidamente de arriba abajo. Pequeña, rubia y de ojos azules, Lori era una chica tan delgada que el embarazo casi parecía un espejismo, como si la brisa hubiera entrado por la ventana levantando un poco su blusa.

Lori se llevó las manos al abdomen. Se había sentido embarazada desde el momento de la concepción. Lo había sabido de alguna forma; había sabido que había algo diferente, que no era como otras veces cuando hacía el amor con su marido.

Y, a pesar de las palabras de Carson, ella se sentía enorme.

–Gracias, pero yo me siento como si llevara un pavo relleno bajo la blusa.

–Pues me parece a mí que el pavo comía poco –bromeó Carson–. ¿De cuánto estás, de siete meses?

–De ocho –suspiró ella–. Pero, ¿quién está contando?

Ella estaba contando. Contaba los días, las horas que faltaban para el momento del parto, deseando tener algo más de tiempo. Quería prepararse para aquel momento colosal que cambiaría su vida.

Pero nadie adivinaría sus sentimientos, porque estaba decidida a mantener una fachada de seguridad. Tenía que hacerlo porque daba clases del método Lamaze en el hospital Blair dos veces por semana. Las mujeres que acudían a las clases necesitaban su apoyo… especialmente tres chicas solteras que se habían convertido en sus mejores amigas. El escuadrón de mamás, las solía llamar.

Lori sonrió para sí misma. Si ellas supieran los nervios que le entraban cada vez que pensaba en el parto, no habrían encontrado sus clases tan relajantes.

Echaba de menos a las chicas. Pero C.J., Joanna y Sherry ya habían tenido a sus niños y, curiosamente, también habían encontrado a tres hombres con los que compartir sus vidas.

Ella sólo tenía las deudas de Kurt.

«Deja de compadecerte», pensó. «También tienes a Carson».

Lori miró al hombre que era una versión más seria, más madura, de su difunto marido. Contar con la ayuda de su cuñado era fundamental para ella.

No se apoyaba en él, al menos no demasiado, pero saber que estaba a su lado era importante. Carson le había ofrecido el trabajo en el centro cuando su empresa quebró. Y también había conseguido las clases en el hospital gracias a él.

Entre eso y algún trabajo esporádico como diseñadora gráfica, lograba llegar a fin de mes. Y, sobre todo, la ayudaba a pasar los días.

Kurt nunca había sido un hombre en el que se pudiera apoyar, pero lo había querido mucho. Y le había perdonado mucho, sobre todo su incapacidad para madurar y portarse como una persona responsable. Y también alguna infidelidad que otra. Pero no le perdonaba que hubiera muerto tan joven.

Seguía lidiando con ello.

Kurt no tenía por qué haber retado a la muerte, haberse arriesgado sólo para demostrarse a sí mismo que estaba por encima de todo. Iba a ser padre y no tenía derecho a hacer eso.

Lori dejó escapar un suspiro. Así era Kurt, encantador, pero irresponsable.

–¿Ocho? –repitió Carson.

Ella levantó la mirada. Carson se había olvidado. Pero, claro, tenía muchas cosas en la cabeza además de su embarazo. Como buscar fondos para el centro, por ejemplo.

–¿De tanto tiempo?

–Lo dices como si fuera una enfermedad terminal.

–No, es que no me había dado cuenta… –de repente, se le ocurrió una idea–. Puedo conseguir que te den la baja por enfermedad…

–No estoy enferma –lo interrumpió Lori.

–Ya lo sé, pero la baja por maternidad no empieza hasta que des a luz.

–Pues me quedaré hasta que dé a luz.

–No deberías venir a trabajar, Lori. Tienes que cuidarte.

Carson no entendía por qué no quería descansar un poco. Cuando Jaclyn estaba embarazada, había insistido en contratar a una mujer para que limpiara la casa. Y cuando nació Sandy, Hannah se había quedado para cuidar de la niña.

Jaclyn siempre había dicho que ella era demasiado delicada como para limpiar la casa y cuidar de una niña. Y Carson no había dicho nada porque la quería y porque era su mujer.

Y porque estaba loco por su hija.

En realidad, Hannah había cuidado de Sandy mejor que Jaclyn y a él no le importaba pagar por eso. Nada era suficientemente bueno para su hija.

–Me estoy cuidando –insistió Lori. Estaba acostumbrada a cuidar de sí misma. Lo llevaba haciendo desde los veinte años. Y cuando conoció a Kurt, también tuvo que cuidar de él.

–Pero deberías estar en casa…

–Si me quedo en casa me volveré loca. ¿No lo sabes, letrado? El trabajo es terapéutico. Y hablando de trabajo, tengo que volver al patio. Se supone que estoy haciendo de árbitro en un partido de baloncesto.

Lori se apoyó en los brazos de la silla para levantarse. El movimiento fue un poco brusco, un poco repentino, y empezó a darle vueltas la cabeza.

Las paredes se convirtieron en un borrón… Lori intentó desesperadamente controlarlo, pero tenía la frente cubierta de sudor y se le nublaba la vista.

Y luego, nada.

Después, lo primero que sintió fue que alguien la sujetaba. Y calor, mucho calor.

Tenía los ojos cerrados y tuvo que hacer un esfuerzo para abrirlos. Al hacerlo, se encontró mirando los ojos azules de Carson. Eran más oscuros que los de Kurt. Y mucho más serios.

Lori intentó bromear:

–¿No te dijo tu madre que si arrugas el ceño se te quedará esa cara para siempre?

–Mi madre me dijo pocas cosas –contestó él.

Le había dado un susto de muerte desmayándose así. No sabía qué pensar, qué hacer. Alguien debería repartir libros de instrucciones sobre las mujeres. Incluso una enciclopedia entera.

Carson la llevó hasta el sofá de piel marrón y la dejó sobre él con todo cuidado.

–¿Quieres que llame al médico?

–No, lo que quiero es que dejes de mirarme como si estuviera a punto de explotar.