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Cuando un paciente suyo murió de manera misteriosa, la doctora Ripley Davis comenzó a buscar respuestas... Pero entonces apareció Zachary Cage, agente de seguridad en cuestiones de radiación, y le lanzó un sinfín de acusaciones. Ripley no disponía de tiempo para demostrarle su inocencia a aquel atractivo hombre. Lo único que la preocupaba era salvar a sus pacientes y mantenerse con vida.
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Seitenzahl: 298
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2004 Dr. Jessica S. Andersen
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Objetivo principal, n.º 187 - junio 2018
Título original: Intensive Care
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com
I.S.B.N.: 978-84-9188-232-9
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Acerca de la autora
Personajes
Dedicatoria
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Si te ha gustado este libro…
Aunque ha trabajado en una amplia variedad de profesiones, desde limpiar jaulas de leones marinos a clonar genes del glaucoma, del derecho de patentes a la doma de caballos, Jessica alcanza la felicidad máxima cuando combina todos estos intereses con el mayor de todos: la literatura. En la actualidad, es feliz porque se dedica por completo a escribir sus novelas desde la granja que posee en Connecticut y que comparte con un pequeño zoológico y un héroe llamado Brian.
Ripley Davis: Hará todo lo que sea necesario para cuidar de sus pacientes y mantener abierto el departamento en el que trabaja, aunque para ello tenga que formar equipo con el tipo de hombre del que ha prometido mantenerse alejada.
Zachary Cage: Su trabajo consiste en proteger a los pacientes de médicos sin escrúpulos como los que mataron a su esposa. ¿Aprenderá a confiar en Ripley antes de que ella se convierta en la próxima víctima del asesino en serie del hospital Boston General?
Leo Gabney: El director del Boston General está dispuesto a cualquier cosa con tal de ganar el premio al mejor hospital del año. Cualquier cosa.
Howard Davis: El padre de Ripley dirigió el hospital en otro tiempo. ¿De parte de quién está ahora?
Belle: La voluntaria del hospital adora a sus pacientes, pero quizá su comportamiento angelical tenga un lado oscuro…
Whistler:El ayudante de Cage tiene la formación y los conocimientos necesarios para asesinar a los pacientes inyectándoles un líquido radiactivo mezclado con adrenalina.
Tansy Whitmore: Algo preocupa a la amiga y compañera de Ripley, pero se niega a hablar de ello.
George Dixon: Cage lo ha sustituido como jefe de Protección Radiológica, pero seguramente siga teniendo un papel importante en el hospital. Importante e incluso siniestro…
A Melissa Jeglinski, por creer en mis historias y ayudarme a crecer como escritora.
Ripley Davis atravesó las puertas que separaban el departamento de radioterapia y oncología y frunció el ceño al ver el inesperado informe de defunción que tenía en la mano. Lo había leído diez veces desde el día anterior y seguía sin tener ningún sentido.
Ida Mae Harris no debería haber muerto.
El fracaso se le había echado encima como una pesada carga que apenas le permitía subir las escaleras de caracol que conducían al vestíbulo, pero su agenda no le dejaba lugar para un momento de descanso. Apenas tenía tiempo para sacar un café de la máquina antes de tener que asistir a otra reunión de «emergencia» del servicio de Protección Radiológica, y ya era la segunda en un mes. Había llegado a sus oídos la noticia de que habían sustituido al nazi que dirigía el departamento, pero no tenía demasiadas esperanzas en el nuevo responsable. Los rumores decían que el nuevo, Zachary Cage, odiaba a los médicos.
Estupendo, eso era justo lo que Ripley necesitaba.
No tenía tiempo para aquella reunión, ni para un experto en seguridad empeñado en paralizar todo el servicio de radioterapia para inspeccionarlo. Ripley llevaba ya algún tiempo luchando por mantenerlo abierto después de los últimos recortes presupuestarios. Pero el Servicio de Oncología Radioterápica era su vida, y los pacientes su familia. La administración no podía cerrarlo, no podía.
Mientras apretaba el informe con frustración, Ripley tuvo que admitir ante sí misma que claro que podían hacerlo, a menos que pudiera explicar la muerte de Ida Mae durante la investigación. La casi septuagenaria abuelita estaba a punto de recibir el alta después de haber seguido el tratamiento a la perfección. No debería haber muerto.
¿Qué había ocurrido?
Ripley meneó la cabeza con la mirada perdida en la máquina de café y tratando de relajarse con el sonido del agua de la fuente del vestíbulo. Las cifras de supervivencia de su departamento eran de las mejores del país. Disponían de las técnicas más avanzadas y funcionaban de manera eficiente. Por eso le había resultado tan difícil utilizar la trillada explicación que había tenido que darle al esposo de Ida Mae: «estas cosas pasan a veces».
Ella no permitía que «esas cosas» les ocurrieran a unos pacientes por los que se desvivía. Tenía que averiguar por qué había fallecido Ida Mae.
Estaba en mitad del vestíbulo cuando oyó unos pasos a su espalda y automáticamente pensó que se trataba de una urgencia. Pero antes de que pudiera darse la vuelta y comprobar que se equivocaba, una mano fuerte y sudorosa le golpeó el hombro y oyó el grito de un hombre:
—¡Ha matado a mi mujer!
Ripley se tambaleó y cayó aterrorizada a los pies de su atacante, que desprendía un fuerte olor a whisky y sudor. Se quedó allí en estado de shock, paralizada.
—¡Usted la ha matado!
Trató de sentarse sobre las frías baldosas para poder mirarlo.
—¡Espera! Espera, yo no he matado a nadie, yo… —al reconocer el rostro de aquel hombre destrozado por el dolor, las palabras se secaron en su boca.
Era el marido de Ida Mae, que le había llevado flores a la paciente todos y cada uno de los días que había permanecido ingresada.
—Dijo que estaba bien. Se suponía que hoy volvería a casa —le recordó con una rosa de cristal en la mano—. La semana que viene es nuestro cincuenta aniversario. Le había comprado una flor.
Una lágrima recorrió su rostro al tiempo que sus manos rompían en dos pedazos la rosa de cristal. Apuntó a Ripley con el tallo de la flor, cuya punta lanzaba destellos que se reflejaban en los ojos de la doctora.
—Ahora Ida Mae está muerta. ¡Usted la ha matado!
Ripley se puso en pie a duras penas, ajena a las miradas de los que los rodeaban. Aturdida por el miedo y la frustración, se dio cuenta de que las manos temblorosas que tenía frente a sí eran las suyas.
«¡No!», habría querido gritar. «Yo no la maté. Mis pacientes son mi vida. Son mi familia. ¿Es que no lo comprende?»
Pero era obvio que aquel hombre no habría podido comprenderlo, así que trató de tranquilizarse.
—Señor Harris, es verdaderamente terrible que haya perdido a su esposa, pero esto no lo hará sentirse mejor.
Ripley lo había visto muy tranquilo cuando le había dado la noticia del fallecimiento de Ida Mae, pero era consciente de que el shock y la rabia que una noticia así producía en alguien podía retrasarse.
Otra lágrima recorrió el rostro del señor Harris hasta reunirse con la anterior, y Ripley tuvo que contener su propio llanto antes de hablar con voz suave y llena de comprensión:
—Deme ese cristal, señor Harris. Ida Mae no habría querido verle hacer algo así.
No. Era un error decir eso.
—¡Ida Mae no quería morir! —rugió el hombre al tiempo que movía el cristal hacia ella con una rapidez que hizo estallar el caos.
Se oyó el chillido de una mujer y las acuarelas que adornaban el vestíbulo cayeron al suelo estrepitosamente cuando apareció el hombre que se había escondido tras ellas. Ripley se tiró al suelo huyendo de la improvisada arma mientras el desconocido se abalanzaba sobre el señor Harris y acababa en la fuente junto a él, salpicando agua por todos lados.
Ripley se incorporó a tiempo para ver a su salvador propinarle un puñetazo al señor Harris y entonces todo se paralizó, el silencio se impuso en el lugar. Hasta la fuente pareció quedarse muda. Ella también se quedó muda mientras asimilaba dos cosas: estaba a salvo y era gracias a aquel magnífico desconocido.
Un hombre moreno de más de un metro noventa de altura jadeaba empapado en mitad de la fuente. La nariz recta y las cejas pobladas le daban un aspecto feroz aunque guapo. Con la distancia que la separaba de él, Ripley no habría sabido decir de qué color tenía los ojos. Parecían… completamente negros.
La tela mojada de su camisa hacía resaltar los bíceps que se escondían debajo y que se vieron aún con más claridad cuando agarró al señor Harris y lo puso en pie con una sola mano. Haciendo caso omiso a la multitud que se había congregado a su alrededor, salió del agua y sacó también al atacante para dejarlo después en manos de los dos policías que acababan de llegar, cuando la situación estaba ya bajo control.
Fue entonces cuando los ojos del desconocido se posaron sobre Ripley y sus miradas se unieron provocando una especie de descarga eléctrica. Ella sintió un temblor en los muslos y un dolor en el espacio que quedaba entre ellos. Pero no era miedo, ni mucho menos. Aquella sensación nada tenía que ver con el miedo.
Entonces comenzó a caminar hacia ella mientras los murmullos de la gente fueron convirtiéndose poco menos que en gritos; pero Ripley no era consciente de nada, sólo lo veía a él. Alto, moreno y empapado. Le tendió la mano, en la que brillaba un trozo de cristal.
—Yo me haré cargo de eso —la voz profunda y grave sacó a Ripley de su ensimismamiento.
No podía dejar de sentir la amenaza de las manos de Harris agarrándola, apretándola con la rabia provocada por el dolor. Tenía los nervios a flor de piel, pero sabía que no podía dejar que se apoderaran de ella. Debía comportarse como el médico que era. Ella era la doctora Ripley Davis, no una muchachita débil y cobarde. «Un Davis jamás hace una escena», las duras palabras de su padre resonaron en su mente y la furia que tan bien conocía la ayudó a recomponerse.
Ya se comportaría como una mujer asustada más tarde. Cuando nadie la viera.
Miró a los agentes que los rodeaban.
—No es necesario, no voy a presentar cargos —se metió el tallo de cristal en el bolsillo delantero de la bata y, al notar el ligero roce a través de la tela, prefirió no pensar en lo que habría podido pasar si Harris hubiera sido un poco más rápido con aquel trozo de cristal y el otro hombre hubiera sido un poco más lento al acudir en su ayuda. Lo mejor era olvidarse del nudo que tenía en el estómago y concentrarse en la política que tenía el hospital en ese tipo de incidentes, una política que imponía el director, Leo Gabney.
—¿Por qué demonios no va a hacerlo? —la voz del desconocido era tan dura y oscura como su aspecto, aunque se adivinaba un toque de suavidad. En un ataque de locura, Ripley no pudo evitar preguntarse qué se sentiría escuchando aquella voz nada más despertarse por la mañana.
Cómo sonaría pronunciando su nombre.
¿Cómo era posible que estuviera pensando algo así? Ella no necesitaba a ningún hombre. No necesitaba sexo. Su vida era la medicina, salvar vidas… y no necesitaba a ningún hombre para sentirse completa y realizada. Eso sería una debilidad, lo mismo que el amor. O como la necesidad de que la rescataran.
Debía de ser la adrenalina, decidió Ripley al ver al desconocido fruncir el ceño de un modo que le estremeció el corazón. No era más que eso, la adrenalina descargada por el miedo y el hecho de saber que aquel hombre acababa de salvarle la vida.
No recordaba la última vez que un hombre la había rescatado de nada.
—Lo que necesita el señor Harris es un poco de compasión, no que lo lleven a comisaría —declaró con voz temblorosa, sin apartar la mirada del viudo, que lloraba desconsoladamente cubriéndose el rostro con las manos. Apenas podía entender las palabras que decía entre tanto llanto:
—Ida Mae. Esa maldita llamada. La doctora Davis ha matado a Ida Mae.
Ripley cerró los ojos. «Estas cosas pasan», le había dicho por teléfono después de comunicarle que el corazón de su esposa había dejado de latir de pronto. Tonterías. La incredulidad que él había mostrado había herido a Ripley porque ella misma no había conseguido creer lo que decía. Ahora su llanto le desgarraba el alma.
Le había fallado a él y a su paciente. Al hospital. Y a sí misma.
—¡Pero podría haberla matado! —maldijo el desconocido sacándola de sus pensamientos—. ¿Qué clase de medidas de seguridad tienen ustedes aquí? Ese tipo es un loco. ¡Merece un castigo!
—Ya ha tenido suficiente castigo —rebatió Ripley—. Ha perdido a su esposa.
Aunque personalmente no creía en el triunfo del amor, tenía que admitir que parecía funcionar para algunas parejas. Desde luego a los Harris les había funcionado, pensó recordando la rosa de cristal que le había comprado a Ida Mae para celebrar su cincuenta aniversario. Ahora tendría que pasarlo solo.
El sentimiento de culpabilidad se le clavó en el corazón como una espina.
—Eso es una tontería y usted lo sabe —replicó el desconocido—. El dolor no da derecho a hacer daño a nadie.
—Déjelo —le sugirió uno de los policías—. Recibimos estas llamadas cada cierto tiempo. El Boston General nunca presenta cargos y nunca ha salido nadie herido. Nos guste o no, parece que su sistema funciona. Lo que sí necesito, es que me den sus nombres para realizar el informe.
Ripley dio su nombre y el departamento al que pertenecía y, al mencionar el servicio de radioterapia, le pareció notar que el desconocido apretaba la mandíbula, pero no dijo nada.
—Mi nombre es Zachary Cage. Esto es una pérdida de tiempo. Estoy empapado y llego tarde a una reunión —añadió antes de alejarse de allí inmediatamente, pero después de haberle lanzado a Ripley una última mirada.
Aquél era el nuevo jefe de Protección Radiológica. Ripley lo miró perpleja. Los rumores sobre su fiereza no se habían quedado cortos, pero nadie había mencionado lo guapísimo que era.
—Maldita sea —farfulló ella pasándose la mano por el cabello y comprobando al mismo tiempo que seguía temblando. El cuerpo entero le temblaba y estaba a punto de vomitar.
«Si vas a venirte abajo, hazlo en algún lugar donde nadie te vea», le dijo la voz de Howard Davis dentro de su cabeza. «Los Davis nunca deben mostrarse débiles en público. Nunca».
Estaba a punto de entrar en el aseo de señoras, cuando vio a una enfermera de urgencias poniéndole un sedante a Harris. En ese instante la voz del señor se impuso por encima del barullo del vestíbulo:
—¡La voz del teléfono dijo que la doctora Davis había matado a mi esposa! —y se desplomó al suelo inconsciente.
Ripley llegó al servicio tambaleándose, pero pasó mucho tiempo antes de que dejara de temblar.
—Lo que me faltaba. Otro médico tratando de salvar su propio pellejo. Qué típico. Bueno, ya nos encargaremos de eso —Cage sacó los pantalones de deporte de la bolsa del gimnasio y se los puso. Seguía teniendo las piernas húmedas y su hombro malo se resentía. Los cirujanos habían hecho todo lo que habían podido, pero sus ligamentos no eran lo bastante fuertes como para aguantar peleas acuáticas bajo el agua.
—¿Está bien, jefe? —preguntó Whistler al ver la cara de dolor de Cage, pero sin dejar de jugar al solitario en el ordenador.
—Sí, sí. Vamos, llegamos tarde a la reunión.
—¿Va a ir así vestido?
Cage se miró ataviado con tan deportiva indumentaria.
—No tengo otra elección, ¿verdad? El traje está completamente empapado. Vamos.
El ayudante nombrado por el hospital lo siguió obedientemente hacia la sala en la que iba a celebrarse la reunión convocada por el director, Leo Gabney.
—No entiendo por qué el hospital no presenta cargos contra ese tipo —protestó Cage por el pasillo—. Atacó a una de sus doctoras, por el amor de Dios —le había contado a Whistler una versión resumida del incidente sin que el técnico de rayos se hubiera inmutado siquiera. Claro que tampoco había reaccionado cuando Leo Gabney le había comunicado que Cage iba a sustituir a George Dixon como jefe de Protección Radiológica.
Los otros cinco miembros del equipo no habían sido tan amables. Dos habían resoplado, otro había mencionado la fallida demanda del hospital Albany Memorial y los otros dos ni siquiera habían levantado la vista de los naipes con los que habían estado jugando. En ese momento, Cage se había planteado la idea de despedirlos a todos.
Desde ese momento, el día había ido de mal en peor, hasta que había acabado abalanzándose sobre un tipo que trataba de atacar a una mujer con un cristal. Aunque sabía perfectamente cómo se sentía aquel viudo, no había excusa para el modo en el que se había portado con esa mujer.
Por mucho que fuera una doctora.
—Si el tipo se puso histérico por la repentina noticia de la muerte de su esposa, el hospital hará que se olvide todo —le dijo Whistler con una mirada de soslayo.
—¿Y eso por qué?
—La administración quiere evitar por todos los medios que los denuncien por negligencia. No sería bueno para el hospital y desde luego, perdería cualquier oportunidad de que le dieran el premio al hospital del año.
Cage se puso en tensión tratando de apartar los recuerdos que se le agolpaban en el cerebro.
—Qué vergüenza —despotricó—. Los médicos deberían saber lo que hacen antes de jugar con los pacientes.
Whistler se encogió de hombros antes de hablar.
—Eso no es lo que ocurre aquí. El Boston General tiene un historial impecable. La administración se encarga de que así sea, de un modo u otro —añadió abriendo la puerta de la sala de reuniones de radioterapia y oncología.
—Llega tarde —señaló Leo Gabney nada más verlo, el comentario perdió parte de la fuerza que pretendía tener porque el director apenas media un metro sesenta y cinco—. ¿Qué demonios lleva puesto?
—Es una larga historia —zanjó Cage pasando a su lado—. Pero debe saber que su servicio de seguridad es un desastre.
—Por suerte para usted, eso no es problema suyo. Enseguida se adaptará a cómo hacemos aquí las cosas —aseguró Gabney dirigiéndose al frente de la sala—. Empecemos con esto, la gente está impaciente.
Cage no tardó en darse cuenta de que se había quedado corto. Frente a él había cincuenta rostros que los miraban con una variada gama de expresiones que iban desde el aburrimiento a la más clara hostilidad, pasando por el enfado. Un par de conversaciones en la cafetería y un vistazo a algunos informes le habían demostrado que su antecesor no había sido muy apreciado en el hospital y, desde luego, tampoco había sido muy eficiente. Parecía que George Dixon había estado más interesado en las mujeres que en la seguridad del servicio de radiología… aunque dudaba mucho que las mujeres hubieran correspondido a tal interés.
Bueno, pensó Cage, el personal femenino del Boston General podía estar tranquilo con él, pues su única prioridad era el trabajo.
Pero mientras ajustaba la altura del micrófono, echó un vistazo a la sala y sintió una punzada en el pecho al encontrar el único rostro que reflejaba algo que no era hostilidad ni aburrimiento.
Ella estaba allí.
Entonces cayó en la cuenta de que no había dejado de pensar en aquella mujer desde el incidente del vestíbulo. Le había salvado la vida y ambos lo sabían. Sus venas volvían a descargar adrenalina en cuanto se fijaba en sus ojos.
La doctora Ripley Davis. Los datos de su historial no lo habían ayudado a prepararse para conocerla personalmente. Cage no había estado preparado para encontrarse con una mujer en lugar de un médico. Una sospechosa.
En un primer momento, sólo había visto a una bella mujer de pelo oscuro y rizado recogido en la nuca, dejando ver un cuello largo y elegante. Al encontrarse con sus ojos, el agua que lo había cubierto de pies a cabeza había dejado de estar fría, lo mismo que su cuerpo.
Hacía ya mucho tiempo que el sexo no formaba parte de su vocabulario; hasta la necesidad había acabado por desaparecer. Pero el deseo había revivido dentro de él al verla, del mismo modo que había comenzado a latir con fuerza al distinguirla entre los asistentes a la reunión.
La doctora Ripley Davis, del servicio de radiación y oncología. Cage no confiaba en el SOR, además ya había oído algunos rumores sobre el departamento. La investigación había comenzado y el hecho de que fuera tan bella no debía importar lo más mínimo.
No importaba, se corrigió con firmeza. Si ella era la responsable del material radiactivo que se suponía había encontrado Dixon en el cuarto de los productos de limpieza del SOR, Cage lo demostraría sin piedad alguna. No sentía la menor piedad por los médicos incompetentes, especialmente si pertenecían a oncología.
Cage apretó los dientes maldiciendo la reacción de su cuerpo al ver cómo sus labios se movían para darle las gracias. Le resultaba más sencillo enfrentarse a la animadversión de sus compañeros que a la sonrisa de Ripley Davis.
—¡Atención, por favor! —el director impuso inmediatamente el silencio en la sala—. Como ya saben, el premio al hospital del año se concede al final de esta semana y el Boston General aspira a conseguirlo y ganar la subvención de diez millones de dólares. Ese dinero serviría no sólo para solucionar los recientes problemas presupuestarios, sino también para crear la Unidad de Pediatría Gabney —el orador no obtuvo reacción alguna a tal anuncio, aunque él asintió como si lo aclamara una tremenda ovación—. A continuación y, continuando con mi compromiso de mejorar el Boston General, me gustaría presentarles a Zachary Cage, que va a sustituir a George Dixon como jefe del servicio de Protección Radiológica.
Aquel anunció sí provocó algunos murmullos que se acallaron en cuanto Zachary Cage se aclaró la garganta y se acercó al micrófono.
—Sé que ha habido algunas quejas sobre las multas impuestas sobre mi predecesor en el servicio y prometo estudiar bien todos los casos —por fin se veían gestos de aprobación e incluso varias sonrisas—. Pero… lo cierto es que la seguridad en materia nuclear y radiológica de este hospital es de broma. Todos lo sabemos. Mi intención es hacer que todos y cada uno de los médicos de este centro cumplan a rajatabla las directrices federales para salvaguardar la seguridad radiológica. No habrá excepciones. Cualquier departamento o unidad que no cumpla las normas será cerrado hasta que lo haga
Esa vez los murmullos eran de desaprobación y Cage vio a Leo fruncir el ceño, pero no se dejó amedrentar.
—Señoras y señores, la radioactividad no es un juguete, es un arma peligrosa.
El recuerdo de unas manchas rojas sobre la piel inmaculada le encogió el estómago. Miró unas notas que no necesitaba para continuar con lo que tenía que decir e hizo caso omiso de las manos alzadas, igual que trató de olvidarse de los ojos color chocolate clavados sobre él y pensó en otros azules y llenos de dolor.
Heather. Estaba haciendo todo aquello por Heather. No había podido salvarla, ni había podido castigar a los responsables de su muerte; pero todavía podía hacer que los hospitales fueran menos peligrosos para otras mujeres. Para las esposas de otros hombres. En su cabeza retumbó el grito de aquel viudo. «¡La doctora Davis ha matado a mi esposa!»
Cage se apoyó sobre el atril y se dispuso a hacer el anuncio final, el que seguramente resultaría más impopular.
—Voy a realizar una investigación exhaustiva del uso que se ha hecho de la radiación en este hospital en los últimos dos años, empezando por los laboratorios que han cometido las infracciones más recientes —levantó la vista y se quedó atrapado por su mirada. El bullicio enfadado se hizo casi inaudible al ver la expresión de sorpresa que había en el rostro de Ripley.
De sorpresa y de… ¿preocupación?
Tuvo que volver a mirar las notas para evitar el contacto visual.
—Mi equipo y yo comenzaremos mañana —hizo una pausa y volvió a encontrarse con aquellos ojos. Era como si estuviera hablando sólo para ella—. Empezaremos por el Servicio de Oncología Radioterápica.
En su rostro se reflejó el miedo. Tal evidencia hizo que Cage sintiera una incomprensible decepción. Ripley Davis tenía algo que ocultar.
Era como los demás.
Después de aquello, la reunión no tardó mucho en terminar, pero ella se marchó incluso antes del final. Cage la vio escabullirse entre las sillas mientras él contestaba a las preguntas y tuvo que reprimir el absurdo impulso de seguirla.
Le pasó el micrófono al director tan pronto como pudo y se dirigió a la puerta. En el pasillo no había ni rastro de ella, así que fue hasta el despacho de Protección Radiológica con la intención de leer de nuevo su informe personal. Era obvio que Ripley Davis había despertado su interés. Pero no por su aspecto, ni por el modo en el que se había enfrentado al incidente del vestíbulo, sino porque era una doctora miembro del SOR. Y porque George Dixon le había contado a mucha gente que había encontrado material radioactivo en un cuarto de la limpieza del Servicio de Oncología Radioterápica sin etiquetar, sin ningún tipo de protección… ni de autorización.
Era algo inaceptable.
El trabajo de Cage era ahora averiguar la procedencia de dicho material, el motivo por el que había acabado allí y cuál era su paradero ahora.
El despacho estaba vacío. Definitivamente, Dixon había dirigido aquel servicio de un modo bastante negligente.
—Esos técnicos tendrán que seguir las normas o acabarán buscándose un nuevo empleo —farfulló Cage en el silencio de la habitación vacía.
Abrió el archivador en el que había metido todos los informes que le habían facilitado en el departamento de personal y buscó hasta dar con el de «Davis, Ripley». Y se quedó helado.
Esa misma mañana, aquella carpeta había estado repleta de papeles entre los que había multitud de diplomas y distinciones de la doctora. Ya no.
Sacó la carpeta de la caja y la abrió.
Estaba vacía.
Ripley pasó la noche repasando una y otra vez los informes médicos de Ida Mae Harris hasta que se le nubló la vista; después se arrastró hasta la cama y durmió un par de horas durante las que su mente se llenó de imágenes de agua, ojos oscuros y su cuerpo percibió unas sensaciones muy poco familiares. El sonido del despertador supuso casi un alivio, pero la tensión del día anterior regresó en cuanto entró en su despacho del hospital Boston General.
Un libro que recordaba haber dejado abierto por el capítulo de complicaciones cardiacas estaba ahora cerrado. Su silla, que ella acostumbraba a dejar pegada a la mesa, estaba a más de medio metro del escritorio.
Miró a la puerta preguntándose si alguien habría estado allí. La había encontrado cerrada con llave, como siempre.
Seguía alterada por los acontecimientos del día anterior, eso era todo. El incidente con el señor Harris le había puesto los nervios a flor de piel y seguía preocupada por lo que había dicho. «La voz del teléfono dijo que la doctora Davis había matado a mi esposa». No entendía nada, la única explicación plausible que encontraba era que alguien hubiera llamado al señor Harris y le hubiera dicho que el Servicio de Oncología Radioterápica era responsable de la muerte de su esposa…
Eso significaría que podría tener que enfrentarse a una demanda por mala praxis, pero lo más grave era que también significaría que en su departamento había alguien en quien no se podía confiar.
—Llega tarde.
Ripley pegó un bote que la hizo golpearse con la silla. No era habitual que su mejor amiga, Tansy, apareciera así, de repente. Normalmente la guapa rubia entraba en el despacho con una energía contagiosa. Pero ese día no. Ripley la miró preocupada.
—¿Tienes el mismo aspecto que debo de tener yo? ¿Qué te ocurre?
—Nada importante —la sonrisa de Tansy apenas alcanzó para curvarle los labios. La noche en vela que debía de haber pasado se reflejaba en sus hombros cargados y en las ojeras que tenía —. ¿Y tú qué tal estás después de lo de ayer?
—Nerviosa y dolorida —respondió Ripley—. Y ya sé que Cage llega tarde.
La amenaza de investigación del Servicio de Protección Radiológica era otra de las causas de su nerviosismo. Si bien Ripley y sus técnicos eran muy escrupulosos con el uso de la radiación, se decía que Zachary Cage tenía una misión. Además, Leo Gabney llevaba ya algún tiempo buscando una excusa para cerrar el departamento y transferir a los costosos pacientes a algún otro centro de la ciudad, donde Ripley sabía que recibirían los cuidados adecuados.
Adecuados, pero no excepcionales. Aunque en un principio ella había aceptado el puesto para demostrarle a su padre que jamás trabajaría en su lujosa clínica privada, con el paso de los años el departamento se había convertido en el centro de su vida. Ripley sabía que seguramente sus compañeros y pacientes eran la única familia que tendría y no estaba dispuesta a permitir que la dirección o el nuevo Servicio de Protección Radiológica se la arrebataran.
—Hoy es la autopsia de Ida Mae Harris —anunció Tansy rompiendo el silencio con cierta reticencia.
Ésa era, en pocas palabras, su preocupación principal. Eso era todo lo que quedaba de la mujer de sesenta y ocho años que estaba deseando celebrar un aniversario que nunca alcanzaría.
—Lo sé.
—No van a encontrar nada que Gabney pueda echarnos en cara —aseguró su amiga abrazándola. Aunque pasaba mucho tiempo trabajando con una organización humanitaria que la llevaba a ejercer la medicina en las peores condiciones imaginables, Tansy trabajaba para el Servicio de Oncología Radioterápica siempre que estaba en la ciudad.
—Por una parte, me gustaría que encontraran algo. Al menos así tendríamos una explicación —admitió Ripley encogiéndose de hombros—. Siempre es mejor saber la respuesta que hacerse preguntas.
—Bueno, pasara lo que pasara, lo que está claro es que el departamento no cometió ningún error. Tú no hiciste nada mal.
Ni ella ni nadie del hospital, pero Tansy sabía que su amiga necesitaba oír aquellas palabras. Sólo Tansy sabía lo insegura que era a veces Ripley con su trabajo; aunque pareciera invencible, la aterraba jugar a ser Dios. Y cuánto sufría cuando perdía un paciente. Un amigo.
—Espero que tengas razón —Ripley cerró los ojos con fuerza—. Y espero que el Servicio de Protección Radiológica no nos dé problemas —le subió la temperatura al recordar aquellos ojos negros y las promesas que le habían hecho en sueños.
¿O había sido una pesadilla?
—¿A qué problemas te refieres? —dijo una voz profunda a su espalda provocándole un escalofrío como una descarga eléctrica.
Se dio media vuelta y allí estaba. Cage. Se maldijo a sí misma por no haberse dado cuenta de que había entrado en el despacho antes de darle tiempo a prepararse para verlo de nuevo.
No quería que supiera lo de la autopsia. No quería que se diera cuenta de que era incapaz de explicar el motivo de la muerte de Ida Mae. La experiencia le decía que siempre era mejor contarle lo menos posible al Servicio de Protección Radiológica. Y las reacciones que había experimentado en las últimas horas le decían que era mejor que se mantuviera alejada del actual jefe del SPR. Con el incierto futuro al que se enfrentaba su departamento, no podía permitirse mostrar ninguna debilidad en el terreno emocional.
Eso era algo que le había enseñado su padre.
El rostro de Cage no delataba nada, pero sus miradas volvieron a conectar del mismo modo que el día anterior. Era algo primitivo que brillaba en lo más profundo de aquellos ojos negros.
—Nadie nos ha presentado debidamente —dijo él tendiéndole la mano como si fuera un desafío—. Soy Cage, el nuevo Jefe del Servicio de Protección Radiológica.
Le estrechó la mano al tiempo que notaba cómo se le aceleraba el corazón.
—La doctora Davis —él le apretó la mano un poco más de lo normal antes de soltarla.
—Encantado —respondió, aunque la arruga de su frente daba a entender que no era eso lo que sentía.
—Aunque le agradezco enormemente lo que hizo ayer en el vestíbulo, he de admitir que no me emociona que vaya a hacernos una investigación. Tengo muchos pacientes que atender y las infracciones que usted mencionó ayer fueron la estrategia que utilizó Dixon para vengarse de mí por no querer salir con él —la voz de Ripley se encendió ligeramente, pero enseguida hizo un gesto para invitarlo a salir del despacho. Estaba demasiado cansada y malhumorada. Y muy tensa—. Olvídelo. Vamos, le enseñaré los detectores de radiación.
Trató de pasar por delante, pero él no se movió siquiera, con lo que acabó demasiado cerca, mirándolo a los ojos. En el estómago de Ripley surgió un estremecimiento que le recorrió el cuerpo entero. Eran los nervios, se dijo a sí misma.
«Deseo», susurró su inconsciente. «Deseo sexual».
Tardó varios segundos en darse cuenta de que él no la miraba, sino que tenía la mirada fija en los informes de Ida Mae que había sobre la mesa.
—¿Qué es eso? ¿Su informe del personal?
Ripley se giró inmediatamente y puso la mano sobre los papeles.
—Es información confidencial, señor Cage. No es de su incumbencia a no ser que sea usted médico.
En los ojos de Cage apareció un peligroso destello, pero dio un paso atrás y bajó la mirada.
—Le pido disculpas. La sigo, doctora Davis.
¿Por qué habría pensado que aquél era su informe de personal? Ripley no tenía la menor idea de la respuesta, igual que no tenía la menor idea de por qué de pronto le parecía que hacía muchísimo calor.
Con la tensión provocada por su proximidad, Ripley le enseñó los archivos de los índices de radiación.
—Está todo actualizado.
Sus dedos se rozaron cuando Cage agarró la carpeta.
—Claro que lo está —aunque su voz no lo delataba, Ripley tuvo la sensación de que se estaba burlando de ella—. No esperaba menos.
Sin dar mayor explicación, se dio media vuelta y se dirigió a las salas de radioterapia mientras Ripley lo observaba.
—¡Guau! —exclamó Tansy yendo hacia su compañera y mirando cómo Cage se movía.
—Sí —confirmó Ripley—. Es un cretino.
—Bueno, eso no era precisamente lo que yo quería decir —admitió la joven rubia con una traviesa sonrisa en los labios—. ¿Éste fue el que te salvó del marido de Ida Mae? —ambas siguieron observándolo mientras copiaba unos datos del acelerador lineal.