Pack Lorenzo Marone - Junio 2018 - Lorenzo Marone - E-Book

Pack Lorenzo Marone - Junio 2018 E-Book

Lorenzo Marone

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Beschreibung

La tentación de ser felices Cesare Annunziata podría definirse sin demasiados miramientos como un viejo y cínico tocapelotas. Con setenta y siete años, Cesare ha decidido pasar de todo y de todos. Los pocos balances que hace de su vida están marcados por una feroz ironía. Su existencia podría seguir su rumbo hasta su previsible y universal final entre vasos de vino con Marino, el viejecito neurótico de la segunda planta; las charlas no deseadas con Eleonora, la loca de los gatos del vecindario; y fogonazos de pasión carnal con Rossana, la enfermera madura que redondea sus ingresos con atenciones de pago a los viudos del barrio. Pero un día llega a su edificio la joven y enigmática Emma, casada con un individuo siniestro con el que no parece tener nada en común. Cesare no tarda en darse cuenta de que en esa pareja hay algo que no funciona. Los secretos que Cesare descubre sobre su vecina, pero sobre todo sobre sí mismo, conformarán la trama de esta novela formidable. Quizás me quede mañana Llamarse Luce no es nada fácil, sobre todo si tu carácter no es precisamente luminoso. Pero peor aún es apellidarse Di Notte, una de las bromas del calamidad de su padre. Si además vives en Nápoles e ir a trabajar en Vespa se convierte cada día en una aventura; si eres abogada, licenciada cum laude, pero en la oficina solo te encargas del papeleo; y si tu familia es un desastre… Es comprensible que se te inflen las narices. Como consuelo le quedan sus paseos con su perro Alleria y las charlas con su viejo vecino don Vittorio, un músico filósofo en silla de ruedas. Hasta que, un día, a Luce le asignan el juicio por la custodia de un menor. De pronto, en su vida aparecen un niño sabio muy especial, un artista callejero y trotamundos, y una golondrina que no parece tener ninguna intención de migrar. El juicio esconde muchas sombras, pero quizá sea la oportunidad para deshacer los nudos del pasado y para poner orden en la cabezota de Luce.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Pack Lorenzo Marone, n.º 14 - junio 2018

I.S.B.N.: 978-84-9139-314-6

Índice

Portada

Créditos

Índice

La tentación de ser felices

Dedicatoria

Una aclaración

Cesare Annunziata

Solo una cosa nos diferencia

La loca de los gatos

Dos figuras de circo

Hamburguesa de soja

Nací tierno y moriré gruñón

Lo no hecho

No se puede salvar a alguien si este no quiere

La primera de tres mujeres inalcanzables

Emma

Supermán con falda

Fracasé

La mente

Casa Talibán

Somos dos

Quisiera ser un Gormiti

La segunda de tres mujeres inalcanzables

Un trastero lleno de recuerdos

Un pitido en el oído

In vino veritas

A mi manera

Un flujo imparable

Como las nubes

La pecera

«El cinco de mayo» de memoria

La tercera de tres mujeres inalcanzables

Hipótesis no barajada

Me gusta

Notas

Quizás me quede mañana

Dedicatoria

Cita

Yo vivo aquí

Ganas de gritar

Culo inquieto

Al Señor se la traen al fresco los adornos

La 'freva'

El soldadito de mazapán

Nadie puede hacer nada por nadie

Nunca nada es como habíamos imaginado

Las monjas y los angelitos

El depósito de monedas de Tío Gilito

Los católicos de los domingos

Cuidados

Hija de puta

¿No serás lesbiana?

Esta noche tengo la sensación de ser feliz

Apuro

Bandolerismo

La cajita de los buenos recuerdos

Un ovillo de desilusiones

Costumbres

Melocotoncito

Un comprimido efervescente

Dos corazones en mi interior

Chispea

En una sillita

«Camorra» es una palabra que aquí no se usa

Abrazo podrido

Sábanas revueltas

Querido papá

Mejillones, lapas y almejones

En Tailandia hace demasiado calor

Personas especiales

Un conjunto de abandonos

Para Luce y Antonio

Cosas remendadas

Marcharse o quedarse

Viento del mar

Unas ganas locas de vivir

'My Funny Valentine'

El cielo azul y el sol de refilón

'Petite belle femme du sud'

'Play'

Agradecimientos

A las almas frágiles,

Una aclaración

Mi hijo es homosexual. Él lo sabe y yo lo sé, aunque nunca me lo haya confesado. No pasa nada, hay muchas personas que esperan a que sus padres mueran para disfrutar libremente de su sexualidad. Lo único es que conmigo no funcionará, ya que tengo intención de seguir rondando por este mundo durante un tiempo, al menos una decena de años más. Si Dante quiere emanciparse, se la tendrá que traer al fresco el aquí presente. No tengo la más mínima intención de morir por sus gustos sexuales.

Cesare Annunziata

El tictac del despertador es el único sonido que me acompaña. A esta hora la gente duerme.

Dicen que las primeras horas de la mañana son las mejores para dormir: el cerebro está en fase REM –que es en la que se sueña–, la respiración se vuelve irregular y los ojos se mueven rápidamente de un lado a otro. Un espectáculo para nada divertido, algo parecido a encontrarse delante de un endemoniado.

Yo nunca sueño. Por lo menos, no me acuerdo. Puede que sea porque duermo poco y me despierto temprano. O quizá porque soy viejo y cuando uno se hace viejo los sueños se agotan. El cerebro se ha pasado toda la vida elaborando las fantasías más estrambóticas, es normal que con el tiempo empiece a perder facultades. Nuestra vena creativa tiene su punto álgido en un momento determinado de nuestra existencia. Después inicia el descenso y, al final de nuestros días, ya no somos capaces ni de imaginar una escena de sexo. Sin embargo, cuando se es joven se empieza precisamente por ahí, por imaginarse increíbles noches de pasión con la showgirl de turno; con la compañera de pupitre; o incluso con la profesora, que, no se sabe muy bien por qué, parece deseosa de buscar refugio en los brazos de un mocoso con bigotillo y lleno de granos. Es verdad que la inventiva empieza antes, desde pequeños, pero creo que la masturbación juvenil tiene mucho que ver con la formación de la creatividad. Yo era muy creativo.

Decido abrir los ojos. Total, en este estado es imposible dormir. En la cama el cerebro hace viajes alucinantes. Por ejemplo: Me viene a la mente la casa de mis abuelos. Todavía puedo verla, visitarla, pasar de una habitación a otra, olfatear los aromas provenientes de la cocina, escuchar el chirriar de la puerta de la alacena del comedor o de los pajarillos que pían en el balcón. Ahora me detengo en la decoración, recuerdo el más mínimo de los detalles, hasta las figuritas de cerámica que decoraban los muebles. Si aprieto fuerte los párpados, consigo incluso verme a mí mismo reflejado en el espejo de la abuela, verme de niño.

Lo sé, había dicho que ya no sueño, pero me refería a soñar dormido. Sin embargo, cuando estoy en vela, todavía soy capaz de defenderme.

Miro con el rabillo del ojo el despertador y suelto una maldición bajo las sábanas. Pensaba que serían las cinco, pero son todavía las cuatro y cuarto de la mañana. Fuera es de noche, una alarma antirrobo suena intermitentemente, la humedad difumina los contornos y los gatos se acurrucan debajo de un coche.

El barrio duerme y yo doy vueltas en la cama.

Cambio de posición y me obligo a cerrar de nuevo los ojos. La verdad es que no consigo estar tumbado y quieto ni un minuto. Libero toda la energía acumulada durante el día, un poco como hace el mar en verano, que acumula el calor de la mañana para soltarlo por la noche. Mi abuela decía que cuando el cuerpo no está por la labor de descansar, lo mejor es estarse quieto. Después de un rato el cuerpo entiende que no es momento de juerga y se tranquiliza. Lo que pasa es que para llevar a cabo semejante empeño hay que tener paciencia y autocontrol, y desde hace algún tiempo a mí se me han agotado los dos.

Me doy cuenta de que estoy mirando fijamente un libro que hay encima de la mesilla de noche que tengo al lado. Ya he mirado en otras ocasiones su portada, pero aun así compruebo que se me han escapado algunos detalles. Me invade una sensación de estupor que, más tarde, consigo averiguar a qué se debe: puedo leer de cerca. Nadie a mi edad en el mundo entero puede hacerlo. La tecnología ha dado pasos de gigante en el último siglo, pero la presbicia continúa siendo uno de los grandes misterios para la ciencia. Me toco la cara con las manos y comprendo el porqué de tan imprevista y milagrosa curación: me he puesto las gafas, un gesto instintivo que hago ya sin pensar.

Llega el momento de levantarse. Voy al baño. No debería decirlo, pero como soy viejo hago lo que me da la gana. Pues eso, que hago pis sentado, como las mujeres. Y no porque las piernas no me sostengan, sino porque con mi manguera sería capaz de regar hasta los azulejos de la pared de enfrente. Hay poco que hacer al respecto, este chisme a partir de determinada edad cobra vida propia. Le sucede como a mí –y un poco como a todos los ancianos–, que pasa olímpicamente de los que quieren darle lecciones de vida y hace lo que le da la gana.

El que se queja de la vejez está loco o, siendo más precisos, ciego. Uno que no ve más allá de su nariz. Porque ante la vejez solo hay una alternativa, y esta no me parece la más deseable. De hecho, haber llegado hasta aquí ya me parece todo un logro. Aunque, como decía, lo más interesante es que puedes hacer lo que te da la gana. A nosotros, los ancianos, se nos permite hacer lo que queramos. Si un viejecito roba en un supermercado, se le mira con candor y compasión. Sin embargo, si es un chico joven el que roba, se le llama cuanto menos bribón. En resumen, a partir de determinada edad a uno se le abren las puertas a un mundo hasta ese momento inaccesible; un mundo poblado por gente amable, atenta y afectuosa. Pero lo más preciado que se consigue con la vejez es el respeto. La integridad moral, la solidaridad, la cultura y el talento no son nada al lado de la piel apergaminada, las manchas en la cabeza y las manos temblorosas. En cualquier caso, hoy día soy un hombre respetado, que, tenedlo por seguro, no es poca cosa. El respeto es un arma que permite al hombre alcanzar una meta para otros inaccesible, hacer con su vida lo que quiere.

Me llamo Cesare Annunziata, tengo setenta y siete años, y durante setenta y dos años y ciento once días he tirado mi vida a la basura. Después he entendido que había llegado el momento de sacar provecho de mi condición de anciano para conseguir algo mejor.

Solo una cosa nos diferencia

Esta mañana me ha llamado mi hija Sveva, la primogénita.

—¿Papá?

—Hola.

—Oye, necesito un favor… —No tendría que haber contestado. La experiencia sirve también para no cometer una y otra vez las mismas idioteces durante toda la vida. Yo no he aprendido nada del pasado y continúo impertérrito actuando por instinto—. ¿Podrías ir a buscar a Federico al colegio? Tengo una audiencia y llegaré tarde.

—¿No puede ir Diego?

—No, tiene cosas que hacer.

—Entiendo…

—Sabes que no te lo pediría si tuviese otra opción.

He educado bien a mis hijos, no me puedo quejar. No soy uno de esos abuelos que va a recoger a sus nietos. La imagen de esos pobres viejecillos que aparcan el coche fuera del colegio, por ejemplo, me da escalofríos. Sí, lo sé, hacen algo útil en lugar de apolillarse en el sillón; pero no puedo evitarlo, para mí un abuelo «civilizado» es como un carrete de fotos, una cabina de teléfonos, una ficha para los coches de choque o una cinta de vídeo: objetos de un tiempo que fue, pero que ya no tienen realmente un uso.

—Y luego, ¿dónde lo llevo?

—A tu casa. O puedes traerlo al estudio si prefieres. Sí, mejor así, tráemelo al estudio, por favor.

Ahora estoy delante del colegio esperando a mi nieto. Me levanto el cuello del abrigo y meto las manos en los bolsillos. He llegado pronto, una de las cosas que he aprendido según he ido cumpliendo años. Lo mismo que planificar el día a día. A ver, no es que tenga mucho que planificar, pero las pocas cosas que tengo prefiero tenerlas en orden.

La llamada de teléfono de Sveva ha trastocado mis planes. Tenía que ir a la peluquería, porque esta tarde tengo una cita romántica con Rossana. Es una prostituta. Sí, me voy de putas, ¿qué pasa? Todavía tengo mis antojos y no tengo nadie a mi lado a quien dar explicaciones. Pero bueno, he exagerado, no es que me vaya de putas, más que nada porque me resultaría un poco difícil ligar yendo en autobús. Me ha caducado el carné de conducir y no lo he renovado. Rossana es una vieja amiga a la que conozco desde hace tiempo, cuando iba de casa en casa poniendo inyecciones. Es así como acabó en mi salón. Venía todas las mañanas temprano, me pinchaba en el culo y se iba sin decir una palabra. Después empezó a quedarse un poco más para tomar café, hasta que terminé por convencerla de que se metiera entre mis sábanas. Si lo pienso hoy día, la verdad es que no fue muy difícil. No tardé mucho en darme cuenta de que no era mi sonrisa la que había dejado obnubilada a la seudoenfermera, cuando, con expresión seria, exclamó: «Eres simpático y guapo, ¡pero yo tengo un hijo al que ayudar!».

Siempre me han gustado las personas directas, así que desde entonces somos amigos. Ella debe de estar por debajo de los sesenta, aunque todavía conserva unas tetas enormes y un culo bien proporcionado. A mi edad tampoco necesito mucho más, uno se enamora de los defectos que convierten la escena en más creíble.

Llega Federico. Si toda esta gente que está a mi alrededor supiese que hace un minuto este viejo que ha venido a recoger a su nieto estaba pensando en el pecho de una prostituta, seguro que se escandalizarían y llamarían a los padres del niño. No entiendo por qué razón a un viejo no tendría que apetecerle follar.

Nos subimos en un taxi. Es solo la tercera vez que vengo a buscar a mi nieto al colegio, y ya le ha dicho a su madre que está contento de volver con el aquí presente. Dice que el otro abuelo le obliga a ir andando y que llega a casa todo sudado. Conmigo, sin embargo, vuelve en taxi. ¡Faltaría más! Tengo una pensión digna, ningún aniversario de matrimonio que celebrar y dos hijos adultos. Puedo gastarme el dinero en todos los taxis y Rossanas que quiera. Pero el taxista es un maleducado, como suele pasar. Insulta, hace sonar el claxon sin necesidad, acelera y frena de golpe, se enfada con los peatones y no para en los semáforos. Ya lo dije, una de las ventajas de la tercera edad es que puedes hacer lo que te da la gana; total, no va a haber una cuarta para arrepentirse. Así que decido castigar al hombre que intenta fastidiarme el día.

—Debería ir más despacio —exclamo. Él ni siquiera responde—. ¿Ha oído lo que le he dicho?

Silencio.

—De acuerdo, pare ahí y deme su permiso de conducir. —El taxista se gira y me mira sorprendido—: Soy un comandante de carabinieri jubilado. Usted está conduciendo de una manera inapropiada y peligrosa para la integridad física de sus pasajeros.

—Discúlpeme, comandante, es que hoy llevo un día un poco malo. Problemas en casa. Le prometo que ya voy más despacio.

Federico levanta la cabeza y me mira. Está a punto de abrir la boca, cuando le aprieto el brazo y le guiño un ojo.

—¿Qué clase de problemas? —le pregunto.

Mi interlocutor agacha la cabeza un segundo y luego da rienda suelta a su desbordada imaginación:

—Mi hija estaba a punto de casarse, pero al marido le han echado del trabajo.

—Entiendo.

Tengo que reconocer que como excusa es buena. Nada de enfermedades o muertes de algún familiar. Es más creíble. Cuando llegamos a casa de Sveva el taxista no acepta que le pague. Otro viaje gratis gracias a un napolitano maleducado. Federico me mira y se ríe, yo le respondo con otro guiño de ojo. Ya se ha acostumbrado a mis salidas, la última vez me hice pasar por policía fiscal. Lo hago porque me divierte, no para ahorrarme dinero. Y que conste que no tengo nada contra el gremio de los taxistas.

Todavía no ha llegado Sveva. Nos metemos en su habitación. Federico se tumba en un pequeño sofá y yo me siento detrás del escritorio sobre el que luce triunfante una foto suya con el marido y el hijo. Diego no me cae demasiado bien. A ver, es buen tipo, pero las personas demasiado buenas aburren, no hay nada que hacer al respecto. De hecho, creo que también Sveva se ha cansado, siempre de morros, siempre de acá para allá pensando en el trabajo. Todo lo contrario a como soy yo ahora, pero quizá muy parecida a como fui en su tiempo. Creo que es una mujer muy infeliz, aunque no hable de ello conmigo. A lo mejor sí que lo hacía con su madre. Yo soy incapaz de escuchar a los demás.

Dicen que para ser buena pareja no es necesario dar grandes consejos, basta con prestar atención y ser comprensivo. Las mujeres solamente piden eso. Yo no soy capaz, me caliento rápidamente, digo lo primero que se me pasa por la cabeza, y me pongo hecho un energúmeno si la interlocutora en cuestión no me escucha y hace lo que le da la gana. Este fue uno de los motivos de constante discusión con mi mujer Caterina. Ella solo quería alguien con quien poder desfogarse, mientras que yo a los dos minutos ya estaba ofreciéndole una solución. Menos mal que la vejez vino en mi ayuda y comprendí que, por mi propia salud, es mejor no escuchar los problemas familiares. Total, después no te dejan resolverlos.

La habitación tiene un bonito y amplio ventanal que da a una calle abarrotada de gente. Si enfrente hubiese un rascacielos en lugar de un edificio cutre hecho de toba, podría llegar a pensar que me encuentro en Nueva York. Lo único es que en la metrópoli americana no hay Quartieri Spagnoli con callejuelas que bajan desde la colina, edificios agrietados que se cuentan secretos a través de las cuerdas con ropa tendida, calles repletas de baches, y coches que invaden una minúscula acera colándose entre los pivotes y los edificios. En Nueva York las calles paralelas no esconden un mundo oculto entre sus sombras, allí el moho no crece en el rostro de la gente.

Mientras reflexiono sobre las diferencias entre la Gran Manzana y Nápoles, veo que Sveva baja de un SUV negro y se dirige al portal. Cuando está delante de la puerta se para, mete las llaves en el bolso, se da la vuelta y se mete de nuevo en el coche. Desde aquí arriba solo veo sus piernas enfundadas en unas medias oscuras. Se acerca al conductor, me imagino que para despedirse, y este le apoya la mano en el muslo. Acerco la silla al ventanal y me doy un cabezazo contra el cristal. Federico deja de jugar con su amigo robot y me mira. Le sonrío y vuelvo a la escena que se está consumando ante mis ojos. Sveva baja y entra en el edificio. El coche se marcha.

Miro a mi alrededor sin fijar realmente la vista. A lo mejor he sufrido una alucinación, a lo mejor era Diego. Aunque, pequeño detalle, Diego no tiene un todoterreno. A lo mejor era un compañero de trabajo que la ha acercado en coche. Pero ¿un compañero le pondría la mano en el muslo?

—Hola, papá.

—Hola.

—¡Aquí está mi tesoro! —grita, levantando a Federico por las axilas y llenándole de besos.

La escena me trae a la mente a su madre. También ella se comportaba así con sus hijos. Estaba demasiado presente, era demasiado cariñosa, demasiado presurosa e invasiva. A lo mejor es por eso por lo que Dante es gay. Quizá su hermana lo sepa.

—¿Dante es gay? —le pregunto.

Sveva se gira de golpe con Federico todavía en brazos. Deja al niño en el sofá y, con tono glacial, me responde:

—Perdona, pero ¿a mí qué me cuentas? ¿Por qué no se lo preguntas a él? —Es homosexual y ella lo sabe—. Además, ¿a qué viene eso ahora?

—Así, sin más. ¿Qué tal ha ido la audiencia?

Ella se pone aún más a la defensiva.

—¿Por qué?

—¿No te lo puedo preguntar?

—Nunca te ha interesado mi trabajo. ¿No eras tú el que decía que el Derecho arruinaría mi vida?

—Sí, lo pensaba entonces y lo pienso ahora. ¿Tú te has visto?

—Escucha, papá, hoy no tengo el día para uno de tus sermones. ¡Tengo muchas cosas que hacer!

La verdad es que mi hija se ha equivocado demasiadas veces: estudios, trabajo y, por último, marido. Con todos estos errores a la espalda no se puede sonreír y hacer como si no pasara nada. Claro, que tampoco es que yo haya dado siempre en el clavo, que he hecho un montón de tonterías, como casarme con Caterina y tener dos hijos. No lo digo por Dante y Sveva, por Dios. Lo digo porque no se deberían traer hijos a este mundo con una mujer a la que no se ama.

—¿Qué tal con Diego? —pregunto.

—Bien —contesta ella como si nada, quitando el suplemento de economía del periódico y dejándolo sobre el escritorio. En la portada se puede leer: Sarnataro contra comunidad de vecinos de via Roma.

No entiendo cómo alguien puede elegir por iniciativa propia pasarse el día discutiendo por chorradas; como si en la vida no hubiese ya demasiadas peleas, para añadir las de los demás. Y sin embargo a Sveva le gusta. O a lo mejor hace que le guste, como le pasaba a su madre. Caterina sabía sacar algo positivo de cada situación, mientras que yo, por el contrario, nunca me he molestado en buscar lo bello en lo feo.

—¿A qué vienen hoy todas estas preguntas?

—A nada, como nunca hablamos…

Pero ya está en el pasillo, con los tacones aporreando el parqué mientras va de una habitación a otra, y la voz inmersa en una rápida conversación con una colaboradora. Discuten sobre un pleito por un siniestro. ¡Otra vez, qué tostón!

Observo cómo mi nieto se entretiene con una especie de dragón y sonrío. En el fondo somos iguales, sin ninguna responsabilidad y con nada de lo que preocuparnos si no es de jugar. Federico juega con los dragones, yo con Rossana y con alguna que otra chorrada. Solo una cosa nos diferencia: él tiene toda la vida por delante y miles de proyectos que llevar a cabo, mientras que a mí me quedan pocos años y un montón de arrepentimientos.

La loca de los gatos

Nada más salir del ascensor me encuentro con Eleonora cargada con un gato que no había visto hasta entonces. La puerta de su casa está abierta y el hedor que sale de las habitaciones ha invadido ya el rellano. No entiendo cómo no se da cuenta, pero sobre todo no entiendo cómo puede pasarse la vida rodeada de ese tufo insoportable.

Eleonora es una de esas viejecitas que encuentras por la calle con un plato de cartón, agazapada entre dos coches. Su casa se ha convertido en un refugio para felinos con problemas. En realidad, los pocos que yo he visto me ha parecido que estaban estupendamente, pero como ella insiste en que se ve obligada a llevárselos a casa porque o bien están enfermos o bien heridos, prefiero no entrometerme. La prueba de ello es que, de vez en cuando, uno de sus gatos –se van turnando–, intenta escaparse para recuperar la libertad, alejándose del amor egoísta de su carcelera.

Algunas veces basta con poner un pie en el vestíbulo para comprender que unos pisos más arriba Eleonora tiene la puerta de su casa abierta. Y claro, a pesar de todos los descansillos en los que podría haberse alojado esta vieja viuda boba necesitada de amor, ha sido el mío el que ha tenido el honor de ser el elegido.

Todavía tengo expresión de asco en la cara, cuando ella me saluda con cariño.

—Hola, Eleonora —le respondo mientras busco las llaves en el abrigo.

Estoy intentando no respirar. Mi vida depende de la velocidad con la que sea capaz de sacar las llaves y meterme corriendo en casa. A mi edad cuento con pocos segundos en apnea. Por desgracia, ocurre lo que tenía la esperanza de que no ocurriese: Eleonora me habla y me veo obligado a tomar aire para responderle.

—Él es Gigio —dice sonriendo y enseñándome al felino que, por lo que parece, está tan incómodo como yo.

Arrugo la frente en un intento de no inhalar el efluvio fétido que invade mis fosas nasales, y respondo:

—¿Un nuevo inquilino?

—Sí —responde ella rápidamente—, es el último que ha llegado. Pobrecito, ¡lo atacó un perro y casi lo mata! Lo he salvado de una muerte segura.

Observo un momento el gato, que mira obnubilado hacia el horizonte, y yo me pregunto si ya estará maquinando su plan de fuga.

Un segundo después, una pareja de unos cincuenta años –ella con pelo teñido y labios operados, él calvo y con unas gafas de culo de botella que se le resbalan por la nariz– sale de casa de Eleonora y me saluda, antes de extender la mano a mi vecina. Esta última, sin embargo, no les devuelve el saludo ni el apretón.

Se ve que los dos se esfuerzan en sonreír y ser amables pero que, en realidad, están horrorizados por el espectáculo que acaban de contemplar. Se escabullen en el ascensor dedicándonos una última mirada llena de terror al descansillo y a mí, me imagino que preguntándose cómo hago para ser amigo de la loca de los gatos y, sobre todo, su vecino. La verdad es que el más sorprendido soy yo; ya que en todos estos años nunca había visto salir a nadie de casa de Eleonora Vitagliano, a no ser que fuera el marido, y de eso hace ya un siglo. Nunca, especialmente individuos jóvenes o con aspecto juvenil. Nunca nadie que no hiciese una mueca para protegerse de la peste. Aunque, en este sentido, la pareja no ha sido una excepción.

—¿Quiénes eran? —pregunto con curiosidad una vez que se han ido.

Que yo sepa, Eleonora no tiene a nadie que se ocupe de ella. No tiene hijos, el marido murió hace tiempo y nunca he visto a ningún otro familiar.

—¿Qué? —contesta.

Eleonora Vitagliano tiene más o menos mi misma edad y está sorda como una tapia, así que las pocas veces que me veo en la obligación de hablar con ella tengo que repetir todo y aumentar progresivamente mi tono de voz.

—Preguntaba que quiénes eran esos dos —repito.

—Ah —dice ella, dejando escapar el gato, que se cuela en casa y sale pitando por el pasillo—, eran unos señores que han venido a ver la casa.

—¿Por qué? ¿La vendes?

Eleonora me mira con expresión indecisa.

Tiene el pelo despeinado, el bigotillo blanco, y unas manos cerúleas que parecen garras, llenas de venas y castigadas por el reumatismo.

—¿Has decidido marcharte? —tengo que volver a repetir, alzando aún más la voz.

—No, no. ¿Adónde? Esta es mi casa, aquí es donde quiero morir. Imagínate si me voy. —La miro con curiosidad y ella continúa—. Es que mi sobrina, la hija de mi hermano…, ¿la conoces? —Digo que no con la cabeza—. Es el único familiar que me queda y, bueno, me está metiendo presión para que la venda. Dice que está pasando apuros; que tarde o temprano la casa será para ella; y que yo podría quedarme aquí, que no se vendería hasta después de mi muerte. Yo no he entendido nada, pero he dicho que sí porque no tengo tiempo para discutir con la familia. Total, nunca firmaré nada, y cuando viene alguien a ver la casa se la enseño toda manga por hombro.

No me cuesta nada creer lo que me está contando. Eleonora, aunque está muy mayor y le falta algún que otro tornillo, sabe hacerse respetar.

—Tu sobrina querrá vender la nuda propiedad —le digo, intentando explicarle lo que me acaba de contar —, los nuevos propietarios comprarían la casa ahora, pero no podrían venirse a vivir hasta después de tu muerte.

—Sí, ya, eso me había parecido entender. Pero imagínate si yo puedo vivir pensando que ahí fuera hay alguien que está todo el día detrás de mí, aparte de mi sobrina.

Sonrío con gusto, aunque el comportamiento de esta fantasmal sobrina no tenga nada de divertido. Si estuviese aquí, le diría un par de cositas.

—¿Y prefieres tener gente rondando por tu casa a decir la verdad a tu sobrina? —le pregunto, aunque un segundo después ya me he arrepentido. No tanto por lo obvio de la pregunta, sino porque estoy contribuyendo a alargar demasiado la conversación y a hacer que su puerta siga abierta. Harán falta días para ventilar el edificio. Por suerte, no he abierto todavía mi casa.

—Pues, Cesare, qué quieres que te diga, tienes razón; pero así es la vida, no quiero que se enfade conmigo. Vivo sola desde hace un montón de tiempo y no necesito a nadie, pero nunca se sabe lo que puede suceder mañana, si pudiera necesitarla de vez en cuando. Tú también estás solo, puedes entenderme —responde y se me queda mirando.

—Ya —me limito a contestar, si bien a una parte de mí le gustaría añadir algo más, mostrarse un poco más solidaria.

—En la vida hay que saber aceptar los compromisos —continúa Eleonora totalmente metida en la conversación—, y la vejez, querido Cesare, es un compromiso continuo.

—Ya —respondo como si no conociese otra palabra.

Durante setenta años he sido el maestro de los compromisos, mi querida loca de los gatos. Después he perdido todo y, paradójicamente, me he encontrado libre. La verdad es que no tenía nada que cambiar, esa ha sido mi gran suerte.

Esto es lo que tendría que haber respondido, pero la conversación podría tomar a saber qué derroteros, y se me está acabando el oxígeno. Por eso me despido de Eleonora y meto las llaves en la cerradura en el mismo instante en el que se abre la tercera puerta del descansillo. Una pareja ha alquilado el piso desde hace unos meses. Ella debe de tener unos treinta años, él un poco más. En cualquier caso, los dos son jóvenes y sin hijos, lo que hace que estén totalmente fuera de lugar en este edificio –lleno en su mayoría de viejos y familias–, y en el mundo. Apuesto a que los pobres se ven en la obligación de tener que estar dando explicaciones de por qué no tienen un nene en su vida; pregunta que, viendo su mirada inquisitiva, estoy seguro de que también le gustaría hacer a Eleonora.

—Buenos días —dice la chica, arrugando inmediatamente el entrecejo para defenderse del hedor.

Se me escapa una risita y la joven me dedica una mirada torva.

—Buenos días —me apresuro a decir, pero ella ya me ha dado la espalda.

—Buenos días —exclama también Eleonora, añadiendo inmediatamente—: Señora, aprovecho para decirle que si por casualidad ve un gato negro, es mío. Es que verá, estaba acostumbrado con los anteriores inquilinos a pasar a su casa por la cornisa, y no querría que ahora hiciera lo mismo.

—No he visto ningún gato, no se preocupe —responde la chica antes de meterse en el ascensor.

—Unos tipos raros —comenta Eleonora.

—¿Por qué?

—Pues no sé. Llevan aquí poco tiempo, pero nunca sonríen, siempre dicen «buenos días», «buenas tardes», sin pararse un rato a charlar.

—Bueno, son jóvenes, tendrán sus amigos. Lo importante es que no molesten. Por lo que a mí respecta, como si no me saludan, como si no tienen nombre —contesto, dedicándome de nuevo a mi cerradura.

—Él no sé, pero ella se llama Emma.

—Emma —repito, girándome de golpe.

—Sí, Emma. ¿Por qué?

—No, por nada. Bonito nombre.

—¿Cómo?

—Decía que bonito nombre.

—Ah, sí, no está mal.

—Bueno, Eleonora, me despido de ti —exclamo, abriendo la puerta—. Si necesitas algo, ya sabes dónde estoy.

—¿Cesare?

—¿Sí?

—¿Puedo llamarte si alguien más quiere ver la casa? El agente inmobiliario me llama cada medio minuto para darme consejos que yo no le pido.

Perfecto, quieres hacerte el amable, y de repente te encuentras enmarañado en asuntos que no te incumben.

—¿Y qué quiere?

—Qué quiere. Pues la otra tarde me dijo, sin andarse con muchos rodeos, que debería tener el piso más ordenado, ya que si no los potenciales compradores podrían desmotivarse. Claro, yo no podía decirle que ese era precisamente mi objetivo. —Sonríe.

—Ya, ¿y hoy por qué no estaba también él?

—Se había marchado antes, pero verás como en pocos días vuelve a pasarse por aquí. Si estuvieras tú, sería diferente… Con un hombre siempre es distinto. No se atrevería a decir ni pío sobre cómo está la casa. Porque si vuelve a hacerlo, me vería obligada a echarle, ¡y entonces a ver quién aguanta a mi sobrina!

—De acuerdo, llámame.

—Gracias.

Cierro la puerta detrás de mí y olfateo la entrada para asegurarme de que el hedor no haya entrado también en mi casa. Solo después me quito el abrigo y voy a la cocina mientras sacudo la cabeza con desaprobación. Me he debido de hacer muy viejo si permito que un simple nombre me arruine el día.

Incluso si Emma no es un nombre cualquiera.

Dos figuras de circo

Rossana se merecería una vida distinta. Quiero decir que debería ser más feliz, pero en lugar de eso creo que está tirando la toalla. A lo mejor es porque se pasa el día regalando alegría a sus clientes y luego le queda poca para ella. Las personas que hacen felices a los demás deberían recibir a cambio gratitud y respeto. También las putas, también Rossana. Si no existiera ella, yo sería peor persona, más nervioso, quizá más solitario y, sin duda, más reprimido.

En una relación normal de pareja cada uno hace su parte, ofrece al otro lo que puede, lo mucho o poco que tiene. Sin embargo, a Rossana nadie le da nada, si no es dinero. El problema es que con el dinero no se compra ni el cuidado ni la atención.

—Oye, ¿qué te parece si una noche salimos a cenar?

Frecuento a Rossana desde hace dos años y el sitio más alejado de la cama donde hemos intercambiado dos palabras ha sido la cocina. Conozco mucho mejor sus estrías que sus gustos culinarios; podría unir sus lunares como si se tratasen de los puntos de la Settimana Enigmistica[1]. Ni siquiera sé si tiene una hermana. Del hijo me habló una vez que me presenté en su casa con un prosecco que había comprado en un antro cercano. Ella hablaba y yo bebía, ella hablaba y yo miraba el techo. Nunca se me ha dado bien hablar.

—¿A cenar?

—Sí, en un restaurante.

—¿Qué pasa, señor Annunziata, me tienes que pedir algo?

Nadie se fía de mí, las cosas como son, ni siquiera mis hijos, ni siquiera una prostituta. Y la verdad es que no creo ser una persona con dobleces. Sí, vale, a lo mejor es como decía Caterina, que estoy demasiado centrado en mí mismo, pero eso no significa que me guste fastidiar al prójimo.

—¿Por qué no puedo invitarte a cenar sin que haya un motivo oculto?

—Mmm, te conozco desde hace demasiado tiempo. ¡Vete a tomar el pelo a otra persona!

No hay nada que hacer, me rindo. En los últimos años me he empeñado tanto en dar una imagen tan imperfecta de mí, que ahora no puedo volver atrás. Moriré siendo un cínico y un antipático.

—Podríamos ir a alguna tabernita a comer pescado y beber vino, a hablar un poco de nosotros. Nos conocemos desde hace mucho tiempo, pero aun así no sé nada de ti.

Rossana está de pie, de espaldas a mí. Yo todavía estoy en la cama, con un vaso de vino en la mano y la mirada fija en el culo de esta arpía. Tarda en ponerse las bragas. La propuesta ha debido de ser tan chocante, que le impide hacer algo tan sencillo como ponerse la ropa interior.

—Entonces, ¿qué te parece? ¿Te gusta el plan?

Por toda respuesta, se sienta en la cama y agacha la cabeza. Sigo viéndole la espalda, pero por desgracia ya no le veo el culo. Tenía razón yo, hay que tener cuidado con las palabras, como en los crucigramas, porque una equivocada puede organizar un caos.

—Vale, si no te apetece no pasa nada, yo no me ofendo en absoluto.

Rossana no se da la vuelta y el silencio invade la habitación, dejando que mi colon y sus mil rugidos se conviertan en los protagonistas de la escena. Finjo un ataque de tos para disimular el ruido; aunque, en realidad, si pudiese, me dejaría llevar y me tiraría un pedo que pondría rápidamente las cosas en su sitio. Apoyo el vaso vacío en la mesilla y me incorporo para sentarme. Creo que es evidente que he dicho algo que no debía, el problema es averiguar qué. La verdad es que he perdido mano con las mujeres. Caterina murió hace cinco años; mi última amante me recordará todavía con los pelos del pubis negros; y Rossana, bueno, no tuve que hacer demasiado esfuerzo para conquistarla. Es lo malo de cuando se va demasiado tiempo con una prostituta: te olvidas de los preámbulos, los preliminares, las buenas maneras y las cortesías; todo lo necesario para llevarte a la cama a una mujer «normal».

Me enciendo un cigarro y veo de reojo, antes de que la haga añicos con un gesto de rabia, que le está cayendo una lágrima por la mejilla. Caramba, la última mujer a la que vi llorar fue a esa compañera mía, cómo se llamaba, que me confesó que quería que lo nuestro fuera algo más serio. Le sequé los ojos y me largué corriendo. No, en realidad no fue la última, Caterina sí que fue la última. Lo único que ella no lloraba por mí, sino por su cuerpo enfermo. Y sin embargo tampoco entonces supe intervenir más que con gestos artificiales e inútiles. Algunas veces me despierto en mitad de la noche y me parece tenerla todavía a mi lado. Entonces le susurro a la fría pared lo que tendría que haberle dicho a ella: «No estás sola, yo estoy aquí». He dicho que no la quería, pero no hay día que no le pida perdón por lo que hice.

—Perdona —susurra Rossana.

Me acerco y le apoyo una mano en el hombro. La piel está fría y llena de granitos, aunque hace pocos minutos me parecía aterciopelada y perfumada como la de una virgen. En esos momentos soy capaz de ver lo que quiero.

—Es que hace tantos años que nadie me invita a cenar fuera.

—Oye, si te provoca este efecto, ¡retiro inmediatamente la propuesta!

Sonríe y se seca una lágrima con el dorso de la mano.

—Qué bobo, es que no me lo esperaba. Y en cualquier caso, no está siendo un periodo fácil.

Ya está, hemos llegado al quid de la cuestión. Ahora debería levantarme, ponerme los pantalones, darle el dinero y desaparecer. Ella es una prostituta, yo un cliente. Nuestra relación debería terminar aquí y los dos tan contentos. Pero con una mujer, incluso cuando le pagas, si te pasas demasiado tiempo en su cama las cosas se complican endiabladamente.

Así que me veo en la obligación de hacer la pregunta que ella espera en silencio:

—¿Ha pasado algo? ¿Quieres hablar?

—No, qué va, no te quiero molestar con mis problemas, que ya tendrás los tuyos. Además, tú aquí vienes para relajarte, no para escuchar más rollos.

Ya, vengo para relajarme, pago y no quiero escuchar problemas. Hasta ahí todo bien. Pero, no sé por qué, esta tarde las preocupaciones de Rossana despiertan mi curiosidad. Hace tanto tiempo que no escucho los problemas de los demás.

—Hagamos así —digo—, nos levantamos, vamos a la cocina, me preparas una tortilla francesa y hablamos.

Se gira y me enseña la cara toda embadurnada de maquillaje ahora corrido. Parece una máscara de carnaval, pero sin que haga reír. Tengo que dirigir la mirada a sus tetas colganderas para recordar el motivo por el que estoy en esta casa. Después levanto de nuevo la mirada y me encuentro con mi imagen reflejada en el espejo. Sentado en la cama, con la barriga descansando sobre el pubis, los brazos flácidos, los pectorales que parecen las orejas de un cocker y los pelos blancos en el tórax, doy asco. Sí, verdaderamente asco. Entonces me giro y mis ojos se encuentran con los de Rossana. Se ha dado cuenta de mi rápido movimiento ocular y sonríe.

—A lo mejor ha llegado el momento de quitar el espejo —comenta.

—Sí —respondo—, me da a mí que sí.

Cuando nos levantamos el espejo vuelve a reflejar la cama deshecha. Las dos figuras circenses han terminado, al menos por hoy, su triste espectáculo.

En bata y sin maquillar, Rossana no se llevaría a casa ni diez euros, aunque en el fondo basta una buena lencería para poner todo en orden.

—A tu edad deberías comer un poco mejor —dice.

—Sí, es verdad, pero cocinar es una de las pocas cosas que se hace por los demás, no por uno mismo.

Sonríe. Parece que cualquier cosa que diga le hace gracia. No creo ser una persona especialmente simpática, pero, sin embargo, ella me hace sentir sociable. Es una de sus virtudes, uno de sus puntos fuerte, aparte de las tetas, obviamente: Rossana te hace sentir un hombre mejor. A lo mejor finge, pero si así fuese, caray, qué buena actriz.

—Pero ¿tú tienes familia, hijos? ¡Nunca me lo has contado! Solo sé que habías estado casado.

Es el hecho de estar a la mesa lo que le ha dado valor para preguntármelo. Definitivamente, es mucho más íntimo compartir una cocina que una cama.

—Sí, tengo dos hijos —refunfuño mientras mastico el pan con el que acompaño la tortilla.

Mi respuesta es glacial, pero ella no se da por vencida.

—¿Dos chicos?

—¿No íbamos a hablar de tu problema?

—Vale, dejémoslo.

—Un chico y una chica. Aunque quizá debería decir dos chicas.

—¿En qué sentido?

—El chico es homosexual —respondo sin ningún tipo de contemplación, llevándome el vaso a la boca.

Esta vez Rossana no se limita a sonreír, se troncha de risa.

—¿Qué pasa?

—¡Hablas como si no fuera tu hijo!

—Y, perdona, ¿cómo debería hacerlo?

—¿Tiene pareja?

—En realidad, a mí me lo oculta.

Se levanta y coge el paquete de cigarrillos que hay en la repisa de encima del fregadero. Aprovecho y le digo que me dé uno, aunque no debería fumar porque hace tres años me dio un infarto. Una vida demasiado acelerada, me dijeron los médicos. Tabaco, alcohol, pocas horas de sueño y dieta inapropiada. Durante unos meses Sveva me tuvo a raya en su casa, y pobre de mí si la pifiaba. Después me cansé de hacer del hijo de mi hija y me volví a mi casa, donde retomé mi vida anterior. Al fin y al cabo, a mi edad un infarto no es lo peor que te puede pasar.

—Mi hijo ha perdido su trabajo —afirma Rossana después de un rato.

Doy una calada y veo cómo se desvanece el humo a través de la luz amarilla de la lamparita. La habitación es pequeña, los muebles tienen tropecientos años y los azulejos están mellados. En resumen, un ambiente deprimente. Eso sí, al menos parece limpio.

—Tiene una mujer y tres hijos que mantener, y no sabe qué hacer. Y no quiere mi dinero, ¡no quiere nada de mí! —Rossana es una mujer afable a pesar de su rostro agresivo, sus rasgos duros, sus ojos negros como los de un tiburón, su nariz aguileña y sus labios carnosos. Es precisamente este contraste el que la hace atractiva—. En realidad no me habla. Cuando voy a buscar a mis nietos él coge y se va. No me perdona lo que hago.

—¿Y por qué se lo dijiste?

—Lo descubrió él solo no hace mucho tiempo. Desde entonces no me quiere hablar.

—Pero ¿por qué? ¿Desde hace cuánto tiempo trabajas en esto?

—Desde hace treinta años, ¡un montón!

Madre mía, si hubiese cotizado, dentro de poco podría jubilarse. Intento no pensar en todos los hombres que han podido pasar por esta cocina en los últimos treinta años, y me concentro en sus palabras. Entre otras cosas porque, mientras ella habla, ya he puesto en marcha el cerebro para buscar una solución.

—El jefe le ha echado de un día para otro, sin ni siquiera darle el finiquito.

—¿Cómo es posible?

—Trabajaba en negro, ya sabes cómo funciona todo aquí.

Sí lo sé, sí, pero no me acostumbro. Ella vuelve a retomar la palabra y yo a echarme vino en el vaso. Ya no la escucho, se me acaba de ocurrir una idea.

—A lo mejor puedo hacer algo —la interrumpo.

Me mira con media sonrisa para ver si estoy de broma o si estoy hablando en serio.

—Tendrías que preguntar a tu hijo si tiene alguna prueba de que ha trabajado allí, si conoce a alguien que quisiera hacerle de testigo. A lo mejor se le podría meter un buen puro a ese tipo.

—¿De verdad? —responde ella, y se le iluminan los ojos.

—He dicho que a lo mejor…

—¿Cómo?

—Tú fíate. Dime cómo se llama su jefe e intenta encontrar alguna prueba de que tu hijo ha trabajado allí.

Alarga su mano hacia la mía, pero yo la retiro instintivamente antes de que el arrepentimiento haga acto de presencia. Mientras tanto Rossana ya ha vuelto a lo de antes.

—¿De qué trabajabas, de abogado?

Ahora soy yo el que se ríe.

—Por favor… Mi hija es abogada, ¡yo soy transformista!

—¿Transformista? ¿Y eso qué es?

—Un transformista es un experto en disfraces. Un camaleón.

Me mira con cara de extrañeza antes de añadir:

—Sea lo que sea, me resolverías un problema muy gordo. ¡Me paso todo el día pensando en ello!

—Bueno, yo no he dicho que la situación vaya a resolverse, pero hablaré con mi hija Sveva. ¡Caray, no hace otra cosa en la vida más que pelearse con los demás! Verás como tu hijo vuelve a tener trabajo o, por lo menos, lo que le corresponde.

Su mano se apoya sobre mi brazo. Esta vez no puedo apartarme, sería demasiado.

—¿Por qué haces esto por mí? ¿Por qué ayudas a mi hijo? ¿Por qué me invitas a cenar?

Demasiadas preguntas me ponen nervioso, sobre todo cuando desconozco la respuesta. No sé por qué me apetece ayudarla, pero de golpe me parece lo justo. Me levanto sin decir palabra y voy al dormitorio a buscar mi ropa. Ella se acerca a la puerta y, después de observarme durante un rato, me suelta otra pregunta:

—¿Todavía sigue en pie la propuesta?

—¿Cuál? —respondo, mientras busco con la mirada la ropa interior desperdigada por la habitación.

—La invitación a cenar.

En realidad ya no me apetece demasiado. Puede que sea porque acabo de engullir una tortilla de tres huevos o porque la mayor parte de las personas mayores a esta hora está roncando en la cama; pero cenar con Rossana y hablar de Dante y Sveva ya no me parece tan apasionante. Lo único es que ya es demasiado tarde para echarse atrás.

—Claro —contesto, agachándome con gran esfuerzo a coger los calcetines que están tirados en el suelo.

Rossana llega y me abraza por la espalda. El enorme peso de su pecho hace que me tambalee y, por un momento, temo terminar en el suelo con los huesos hechos añicos. Finalmente consigo incorporarme y recuperar el equilibrio.

Es la primera vez que me abraza, aunque, por otro lado, también es la primera vez que ceno en su casa y le hablo de mis hijos. La situación se me está escapando de las manos. Me giro con la esperanza de que lo pille, pero ella no se separa ni un milímetro. Nos quedamos abrazados, con la cara a pocos centímetros, como dos adolescentes sentados en un banco a la salida del instituto. Ella me mira a los ojos, yo a su pecho. Si levantara la mirada, lo normal sería besarla. Lo que pasa es que un viejo como yo no puede besar a una mujer. Todo tiene su límite.

Por suerte, Rossana tiene tablas, sabe cuándo ha llegado el momento de romper el hechizo. Se ha dado cuenta de que sigo mirándole el pecho y me suelta la mejor pregunta de toda la tarde:

—¿Qué, echamos otro?

Me lo pienso un momento y asiento muy serio. Realmente no creo que el chisme que tengo ahí abajo esté muy de acuerdo. Vale lo de entrenarse un poco, pero forzar demasiado la máquina no me parece tampoco justo. Aunque no se lo reconocería ni a Rossana, así que respondo:

—Vale, pero ¡primero coge una manta y tapa ese espejo!

Hamburguesa de soja

—Papá, abre, ¡soy yo!

Aprieto el botón del telefonillo y me quedo mirando la pared para ver si encuentro una respuesta a la pregunta que me ronda en la cabeza: ¿qué hace mi hijo aquí, a esta hora tan rara? Por suerte, cuando abro la puerta él ya está en el descansillo con dos bolsas de la compra en las manos.

—¡Anda! —le suelto—. ¿Qué haces tú por aquí?

Dante no responde, cierra la puerta del ascensor con el pie, sonríe y pasa a mi lado para entrar en casa, más concretamente en la cocina. Voy detrás de él sin saber por qué, en busca de una explicación. Deja las bolsas en la mesa y me vuelve a sonreír. Es en ese momento cuando me doy cuenta de su vestimenta. Lleva pantalones de pitillo color beis, una especie de botines negros tachonados y una camisa de color salmón o coral. Es decir, esa gama de colores que he visto llevar solo y exclusivamente a tías ancianas o como pintura de alguna de las figuritas de cerámica con las que estas mismas tías decoraban sus casas.

—Tenía que hacer un recado por esta zona y se me ha ocurrido que podía subirte algo del supermercado de aquí abajo. Así no tienes que cargar con las bolsas.

—Existe la entrega a domicilio. —Es la única frase que se me ocurre, pero en el momento mismo en que sale de mi boca ya me siento un capullo.

Por suerte, él no parece hacer mucho caso a mi poco simpática respuesta, se remanga la camisa y empieza a sacar la compra de las bolsas.

—Y bien, ¿qué tal todo? ¿Alguna novedad?

—Nada nuevo —refunfuño, mirando cómo llena la mesa de productos que, en su mayoría, no uso.

—No sabía muy bien lo que necesitabas, así que he cogido un poco de todo —continúa como si nada.

Si hay algo positivo en la relación con mi hijo es que con él no me veo en la obligación de fingir, puedo ser yo mismo, la persona arisca que siempre he sido. Dante, a pesar de mi clara sociopatía, tira adelante como si nada, sin inmutarse por lo que hago o digo en su presencia. Es como si se hubiese creado una coraza contra la cual resbalan o rebotan mis frases y gestos.

—¿Cómo está tu hermana? ¿Sabes algo de ella?

Esta vez me responde con un «no» seco que no da pie a otras preguntas. Ya tendría que saber que lo único que Dante no soporta es que le pregunte por su hermana. «¿Por qué me preguntas siempre por ella? ¡Coge el teléfono y llámala!». Esta suele ser su respuesta o, al menos, lo ha sido durante años. Sin embargo, últimamente Dante parece haberse resignado y me responde con un simple monosílabo. Ha entendido que cambiar las costumbres de un viejo es una ardua tarea. Siempre le he preguntado por Sveva y sería incapaz de no hacerlo. En realidad, no me interesa saber de mi hija, ella me llama con frecuencia. Es solo que no sé qué decir cuando le tengo delante, así que me sale hablar de Sveva. Ella siempre ha estado entre nosotros dos e, incluso cuando no está, se hace sentir su presencia.

—Te he cogido algunas cosas dietéticas, sal sin yodo, mayonesa de arroz… —continúa, apilando los botes.

—Tendré comida para un año —comento, mirando en silencio cómo termina la operación.

Al final se da la vuelta y exclama:

—¡Te veo en buena forma!

—Tú también estás en forma —me esfuerzo en contestar, intentando apartar la mirada de su camisa.

Por suerte, se acaba el tiempo del que dispone para visitar a su pobre y solitario padre.

—Bueno, pues yo me voy marchando. Hablamos esta tarde o mañana —dice, poniéndome la mano en la espalda.

Un padre ejemplar debería haberse acercado a su hijo y abrazarlo con fuerza para después decirle que está orgulloso de él. Pero, aparte de que estas escenas solo se ven en las películas americanas, yo soy lo más diferente que hay a un padre ejemplar; así que me quedo tieso como un palo hasta que él, al darse la vuelta, ve el paquete de cigarrillos. Su expresión cambia de golpe.

—¿Qué haces con eso? —pregunta.

—¿Con qué? —Finjo no haber entendido para hacer tiempo y buscar una excusa válida. Después del infarto, de hecho, no he vuelto a fumar delante de mis hijos precisamente para evitar la reprimenda que, estoy seguro, está a punto de caerme. A no ser que encuentre una buena excusa—. Son de Marino —digo de golpe —, de cuando viene a verme.

—¿Pero no me habías dicho que ya no salía nunca de casa?

Dante tiene un gran defecto: siempre se acuerda de todo lo que le cuentas.

—Sí, ya no sale a la calle, pero un piso lo puede subir.

Parece creerse mi sucia mentira, pero añade:

—Papá, por favor, no hagas tonterías, que ya no eres un niño.

—Anda, anda… —contesto, acompañándolo a la puerta.

—Oye, el sábado… —Está a punto de decir algo, cuando del ascensor que acaba de llegar sale Emma, la cual no parece alegrarse mucho de encontrarnos. Saluda rápidamente y se mete en su casa cerrando la puerta detrás de ella—. Qué guapa tu vecina —dice mi hijo inmediatamente después, dejándome perplejo. Es la primera vez que hace un comentario en mi presencia sobre una mujer. Por un pequeño instante casi dudo de su homosexualidad, pero después mi mirada se posa en su camisa coralina y comprendo que no hay lugar a dudas. De hecho, también un gay puede encontrar atractiva a una mujer. Y esta es, sin duda, atractiva. Aunque no parece muy simpática.

Hago una mueca para darle a entender que no me importa si mi vecina es simpática o no lo es. Entonces se despide de mí y se mete en el ascensor.

—Una última cosa —digo. Dante se para y me mira—. La próxima vez que me trates como a un viejo chocho al que hay que cuidar, ¡no te abro la puerta!

Suelta una carcajada y pulsa el botón.

Qué guapo es Dante cuando ríe. Y, por suerte, suele ocurrir a menudo.

Siempre he preferido a Sveva, aunque ahora mismo no sabría decir muy bien por qué.

Llamo al timbre y oigo cómo los tacones de Emma se acercan a la puerta. Después la mirilla se oscurece y entiendo que la chica está mirando mi cara, así que sonrío y exclamo:

—¡Hola! Soy Annunziata, su vecino.

Abre y me sonríe con amabilidad. Sin embargo, a pesar de sus modales, se ve que no está muy contenta con mi iniciativa. A lo mejor piensa que soy uno de esos viejos «tocapelotas» que están siempre reclamando la atención de los demás, que estoy intentando un acercamiento para después aprovecharme de su disponibilidad. Tranquila, querida, no tengo ninguna intención de entablar amistad contigo y con tu marido; no aguantaría que me invitarais a cenar, la deferencia y las miradas compasivas. Simplemente tengo que librarme de estas cosas, nada más. Después, por lo que a mí respecta, podremos volver al «buenos días» y al «buenas tardes».

Esto es lo que me gustaría decirle, pero, en lugar de eso, exclamo:

—Mi hijo me ha traído algunos productos dietéticos y biológicos que no uso. Ya sabe, en mis tiempos no existía este tipo de cosas —digo, extrayendo de la bolsa un paquete de hamburguesas de soja y sonriendo—. Siempre he comido hamburguesas de ternera y aquí sigo, así que no voy a empezar a preocuparme ahora por mi salud. He pensado que quizá a usted podrían servirle…

Esta vez Emma sonríe de corazón y coge el paquete que le ofrezco.

—Muy amable —comenta.

—Podría haber llamado a la puerta de Eleonora —añado, señalando con la cabeza la puerta cerrada que está a nuestro lado—, pero no creo que tampoco ella sepa cómo cocinar estos inventos del demonio.

Sonríe de nuevo. Tengo que reconocer que mi hijo, a pesar de todo, tiene ojo. La chica es realmente llamativa, con el pelo oscuro que le cae a lo largo de la espalda, el cuerpo menudo y proporcionado, ojos de oriental, y la boca carnosa. Además, tiene un defecto que hace su belleza más peculiar: un incisivo un poco roto que le da un toque agresivo y sensual. Si tuviese la mitad de años que tengo, quizá perdería un poco de tiempo en cortejarla.

—¿Aquel era su hijo? —me pregunta.

—Sí —respondo.

Después me la quedo mirando para ver si lo ha comprendido, si le ha bastado un simple vistazo para entender que Dante es gay.

—Tengo la sartén en el fuego —afirma Emma, haciendo que desaparezcan de mi mente pensamientos absurdos.

—Adelante, adelante —replico, acompañando mis palabras con un movimiento de mano.

Un segundo después vuelvo a estar solo en el descansillo. Con el rabillo del ojo percibo un movimiento a través de la mirilla de Eleonora. La señora Vitagliano estaba entregada a uno de sus pasatiempos preferidos: el espionaje.

—¡Malditos viejos —murmuro entre dientes mientras vuelvo a casa—, que continuáis mirando el mundo a través de una mirilla!

Me gusta no ser como ellos. Me hace sentir diferente y, sin duda, mejor.

Nací tierno y moriré gruñón

Tengo un pálpito: mi vecina Emma sufre malos tratos por parte de su pareja. O del marido. En resumen, del cabronazo con el que vive.

Soy viejo, y los viejos somos rutinarios, no nos gustan las novedades. Es por este motivo por el que pensamos que todo empeora en lugar de mejorar, que es lo que nos enseña el cuerpo según van pasando los años. Por eso, cuando llegó la pareja joven yo torcí el morro; creía que romperían mi paz, que organizarían banquetes, cenas, cumpleaños y yo qué sé cuántas cosas más. A su edad cualquier excusa es buena para organizar una fiesta, y cumplir años es una de las metas que hay que superar para llegar a la siguiente. A su edad todavía no han entendido que sí, que es importante lograr nuestros objetivos, pero que no hay prisa, que no hace falta batir ningún récord. Es mejor llegar a paso lento, disfrutar del paisaje, mantener el ritmo constante y la respiración acompasada durante todo el trayecto, y terminar la carrera lo más tarde posible. Porque, no sé si los jóvenes lo saben, pero una vez arrancada la cinta de llegada no hay nadie que te venga a condecorar el pecho con una medalla.

Y sin embargo me equivocaba: ni una fiesta ni una invitación ni un cumpleaños. La pareja que vive a mi lado está muda como un muerto. Nunca una voz más alta que otra o el volumen de la televisión demasiado alto o la apestosa bolsa de basura fuera de la puerta. Una pareja invisible, vamos.

Hasta hoy.

Antes de ellos hubo una familia formada por mujer, marido y tres niños pequeños: un infierno. Estas tres calamidades se pasaron tres años, los peores de mi vida, llorando ininterrumpidamente. Es una desgracia ser vecino de una familia que saca del horno un recién nacido cada año. Es como ser padre por segunda vez o, si tenemos en cuenta a Sveva y Dante, una tercera, una cuarta y una quinta vez. La verdadera catástrofe es que su habitación estaba pegada a la mía. Vivo en Vomero, un barrio en las colinas de Nápoles donde el aire es bastante limpio y en verano se está fresco. Solo hay un problema, un gran problema: mi edificio se construyó en los años sesenta, durante el boom económico, con poco esmero y mucha superficialidad. Es decir, las paredes sirven solo para separar, no para aislar. La vida es un continuo compartir con los vecinos: los llantos de los niños de al lado; el pipí y la cisterna de la vecina de arriba; un ataque de tos de Marino, el viejo –hay que decirlo– amigo que vive bajo mis pies. Aquí, si tienes el sueño ligero, hasta un pedo tirado dos pisos más arriba podría despertarte.