Padre soltero busca… - Marie Ferrarella - E-Book
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Padre soltero busca… E-Book

Marie Ferrarella

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Beschreibung

¿De superpoli… a superpapá? Jake Castro había llegado a Thunder Canyon… ¡con un bebé de siete meses en brazos! El condecorado agente de policía esperaba que aquella ciudad, donde vivía buena parte de su familia, fuera el lugar ideal para criar a su hija. Sin embargo, cuando el atractivo padre soltero contrató a Calista Clifton como niñera de la pequeña, los rumores comenzaron a desatarse. Las chispas comenzaron a saltar en cuanto Calista conoció al forastero. Todo parecía indicar que Jake no estaba aún preparado para asumir con garantías su nuevo papel de padre. Pero Calista iba a intentar hacer sus sueños realidad, convirtiéndose de niñera en esposa.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 Harlequin Books S.A. Todos los derechos reservados.

PADRE SOLTERO BUSCA…, Nº 68 - agosto 2012

Título original: The Baby Wore a Badge

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0758-7

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo 1

ESTABA abrumado, agobiado y desquiciado.

El agente de policía de Nueva Orleans, Jake Castro, se pasó la mano por su rebelde pelo rubio, tratando de aclararse las ideas y despejar la especie de niebla y confusión en que llevaba sumido esas últimas semanas, desde que su vida había tomado aquel giro dramático y había cambiado por completo.

Suspiró profundamente y miró el reloj de la mesilla de noche.

Cinco minutos. Eso era todo lo que quedaba.

Cinco minutos antes de que Marlie se pusiese a llorar desconsoladamente y despertase a toda la vecindad. A él, desde luego.

Se levantó de la cama, medio dormido, se dirigió a la cuna que había instalado en el otro extremo de su cuarto de soltero y se quedó mirando al bebé.

—Te compraré un cochecito si me dejas dormir solo veinticinco minutos más.

Pero su atractiva oferta pareció caer en saco roto. Marlie se puso a llorar aún con más fuerza.

Debía ser una niña muy íntegra que no se dejaba sobornar fácilmente.

Jake soltó un nuevo suspiro, ahora de resignación, se inclinó hacia la cuna y tomó en brazos a su pequeña hija de siete meses.

Marlie pareció calmarse. Jake solía mostrarse muy orgulloso del efecto sedante que ejercía sobre la pequeña, pero ahora estaba demasiado agotado para encontrar consuelo siquiera en eso. Estaba exhausto. Y llevaba así ya varios días.

—Yo no puedo aguantar más así, ¿sabes? —le dijo a la niña, mientras se dirigía con ella en brazos a la mecedora, que había comprado con la cuna, el día aquel en que empezó a ejercer de padre soltero.

A Marlie le gustaba más que la paseara por la habitación, pero Jake no estaba para paseos. Había tenido un día muy duro y había llegado a casa a una hora bastante más tarde de la habitual, cosa que no le había hecho ninguna gracia a la señora Rutherford, la mujer que había contratado para que se hiciese cargo de la niña cuando él no estaba.

Llevaba tres semanas superado por la situación. Aquello era superior a sus fuerzas. Muy a su pesar, tenía que reconocer que no podía hacer el papel del superpolicía Castro durante el día y luego el de superpadre por la noche. Necesitaba urgentemente dormir unas horas. De lo contrario, podría caer desfallecido en cualquier momento.

—Es culpa mía —dijo Jack mirando a su pequeña, como si ella pudiera comprenderle—. Si le hubiera dicho que no, nada de esto habría pasado. ¡Maldita sea!

Ajena a las palabras de su padre, Marlie comenzó a chuparse el dedo gordo con mucho entusiasmo, como si pensase que pudiera sacar de allí algo de sustancia si perseveraba lo suficiente.

—Pero, ¡qué diablos!, ¿a quién estoy tratando de engañar? —exclamó él, siguiendo su imaginaria conversación con su hija—. Tu madre era tan testaruda que no habría parado hasta encontrar a otro hombre que le hubiera dicho que sí. De eso no me cabe duda.

Sí, se dijo él, otro hombre que le donase el componente masculino que ella necesitaba para traer al mundo a aquella criatura de pulmones portentosos que sostenía ahora en sus brazos.

Él se había medio enamorado de Maggie O’Shea desde el mismo momento en que la vio entrar aquel día en la comisaría de policía y el teniente Franco le dijo que aquella mujer del uniforme azul iba a ser su compañera de patrulla. Maggie era una pelirroja tan vivaz y tan condenadamente hermosa que él se quedó prendado de ella con solo mirarla.

Habían tenido una buena relación, tanto en el trabajo como fuera de él. Habían hablado de su futuro, de sus metas y sus ambiciones. Fue entonces cuando descubrió que ella se había propuesto ser una agente de policía modelo a la vez que una madre ejemplar.

Estaba en camino de conseguir el primero de sus dos objetivos cuando su maldito reloj biológico comenzó a darle la lata. Y ella, a su vez, comenzó sutilmente a darle la lata a él, todos los días, de forma constante y sin descanso, hasta que él se rindió y se dio por vencido.

Por un momento, él llegó a pensar que lo harían del modo tradicional, como se había venido haciendo toda la vida. Pero Maggie fue muy directa y franca con él sobre ese aspecto. Le dijo que no quería nada de sentimentalismos ni escenas románticas. Y lo que era más, le dijo que no quería ningún tipo de contacto físico entre ellos.

—No es que no me sienta atraída por ti, Castro. Es solo que no me gustan las complicaciones.

Jake sonrió irónicamente, mirando a su niña y recordando aquellas palabras. Él sí que tenía ahora complicaciones.

Ella se había trazado un plan. Todo iba a ser muy limpio, antiséptico y profesional. Y una vez que el procedimiento hubiera cumplido su objetivo, él quedaría libre para seguir haciendo su vida. Ella no le iba a pedir nada más.

Pero las circunstancias iban a trastocar aquel plan.

Él había acabado aceptando darle un hijo por inseminación artificial y luego había estado a su lado en el hospital durante el parto. Porque en algún momento de aquel extraño acuerdo, él se había enamorado perdidamente de ella.

Y ella se había dado cuenta de ello. No había sido preciso que él se lo dijera, lo había leído en sus ojos y en su forma de hablarle. Por eso, ella, nada más reincorporarse al trabajo, había solicitado otro compañero de patrulla.

Eso había sido otro motivo de discordia entre ellos. Ella había vuelto a su puesto mucho antes de lo que él hubiera deseado. No debía haber dejado a Marlie con solo tres meses ni haberse expuesto a los riesgos que, como agente de policía, podía correr en cualquier momento.

Pero él no le había dicho nada. ¿Para qué? Sabía que ella no le escucharía.

Y a los tres meses de su reincorporación se produjo el fatal desenlace.

Jake recordó aquel día aciago en que escuchó la noticia a través de la radio de la policía y sintió como si una espada de doble filo le hubiera atravesado el vientre. Recordó cómo puso el coche patrulla a ciento sesenta por hora para llegar al hospital donde habían llevado a Maggie. Cuando llegó aún estaba con vida. La vida suficiente para arrancarle la promesa de que cuidaría de su hija. ¡Cómo iba a negarse cuando esa niña representaba lo único que le iba a quedar de ella!

Maggie murió, con una sonrisa en los labios, justo después de prometérselo.

Él estuvo apretándole la mano todo el tiempo tratando de infundirle la vida que se le escapaba. Pero todos sus esfuerzos y deseos fueron inútiles. Murió junto a él, dejándole un profundo sentimiento de culpabilidad. Fuera o no su compañero de patrulla, debería haber estado a su lado, cubriéndole las espaldas. Protegiéndola.

Pero no había estado y ella ahora estaba muerta y él estaba allí, tratando de volver a ser lo que había sido antes de que aquella trágica experiencia hubiera hecho tambalear los cimientos de su vida. Y tratando además de ser un padre.

En su opinión, estaba fracasando en ambos propósitos.

Marlie comenzó a quejarse de nuevo. Y cada vez con más fuerza. Tenía hambre.

Jack se levantó de la mecedora, con Marlie apoyada contra su pecho, y se dirigió a la cocina.

Tenía un cazo medio lleno de agua ya preparado para la ocasión. Solo tenía que meter dentro la botella de leche de fórmula y calentarla al baño maría.

Abrió el frigorífico. En la repisa de arriba, había una fila de botellas de leche junto a otra de botellines de cerveza. Parecían dos formaciones de soldaditos altos y bien adiestrados, pertenecientes a distintos ejércitos.

Apartó con la mano un par de botellines para alcanzar la leche.

—Esta era la marca favorita de tu madre —dijo él a Marlie—. Le gustaba relajarse un poco al final del día y tomarse uno o dos botellines por la noche. Antes de quedarse embarazada, por supuesto.

Jake, emocionado, cerró la puerta con un movimiento de cadera y trató de sobreponerse.

Tenía que dejar de pensar en ella si no quería acabar volviéndose loco. Estar recordando, en todo momento, cada detalle que tuviera alguna relación con ella, no iba a cambiar las cosas ni a devolverle la vida. Lo único que podía lograr era amargarse la suya.

Medio dormido, repitió como un autómata lo que ya había hecho muchas veces en las últimas semanas. Miró la botella que acababa de colocar en el cazo, esperando a que se calentara.

A los tres minutos, sacó la botella de leche y se echó una gota en el dorso de la mano para probarla. Estaba fría como el hielo.

¿Cómo podía ser posible? Echó una ojeada al fuego de la vitrocerámica. Estaba apagado.

No le quedaba ya ninguna duda. Necesitaba ayuda urgentemente.

Encendió la placa y puso el fuego pequeño a una temperatura media.

Decidió entonces aprovechar el tiempo para llamar a su hermana. Descolgó el teléfono inalámbrico que tenía en la pared de la derecha y marcó el número.

Escuchó hasta cinco tonos de llamada. Estaba a punto de colgar y volver a marcar cuando escuchó la voz somnolienta y apenas inteligible de su hermana Erin.

—Sí… Hola.

—Me doy por vencido —dijo Jake a modo de saludo—. Tenías razón. Necesito ayuda. Estoy agobiado. Esta situación me supera.

—¿Jake? —exclamó su hermana algo desconcertada.

Jake oyó entonces a través del teléfono una lejana voz masculina.

—¿Quién es, Erin?

—Creo que es Jake.

La voz de Erin sonaba amortiguada, como si hubiera tapado el teléfono con la palma de la mano y hubiera girado la cabeza para que él no la oyera.

—Sí, soy yo —respondió Jake—. ¿A cuántos hombres más conoces que estén agobiados y superados por su situación?

—Desde luego a ninguno capaz de despertarme a las dos de la madrugada —replicó ella.

—¡Maldi…! ¡Vaya por Dios! —exclamó Jake, corrigiéndose sobre la marcha, en deferencia a la pequeña que tenía en brazos—. Se me olvidó lo de la diferencia horaria. Siento haberte despertado. Te volveré a llamar por la mañana.

Él estaba llamando desde Nueva Orleans y su hermana vivía en Thunder Canyon, Montana.

—No, no —respondió Erin, ahora con voz más clara y firme—. No cuelgues.

No era fácil saber si esas dos últimas palabras eran un ruego o una orden. Erin conocía bien a su hermano mayor y sabía que si desaprovechaba la ocasión lo más probable era que no volviese a llamarla al día siguiente. Por su tono de voz, parecía estar en una situación desesperada y la había llamado en busca de ayuda. Jake era bastante testarudo a veces y costaba hacerle entrar en razón. Ella no podía permitirse el lujo de dejar pasar la oportunidad.

—Mi oferta sigue en pie, Jake. La niña y tú podéis venir y quedaros con Corey y conmigo todo el tiempo que queráis. Tenemos sitio de sobra en la casa para todos.

Jake sonrió amargamente. No porque despreciase la oferta sino porque entendía que aceptarla sería entrometerse en la vida de su hermana y su cuñado.

Corey era el marido de Erin. Se habían casado hacía poco en Thunder Canyon. Él había ido allí aquel fin de semana para asistir a su boda.

—No quiero que nuestra presencia en esa casa pueda perturbar la armonía de vuestro matrimonio.

—Tal vez tengas un punto de razón, pero como ya te he dicho, la casa es muy grande y podrías hacer tu vida privada al margen de nosotros si así lo quisieras. Además, me gustaría ayudarte cuidando a mi nueva sobrina.

—Tú también tienes una vida, Erin, y yo no tengo derecho a entrometerme en ella, por muy desesperado que esté.

Erin se dio cuenta de lo difícil que era tratar con su hermano. A pesar de que le había llamado pidiéndole ayuda, no resultaba nada fácil convencerle de que la aceptase. Pero ella estaba dispuesta a conseguirlo.

—La familia es lo primero —dijo ella—. Además, conozco a una niñera excelente que podría echarnos una mano de vez en cuando.

—¿Una niñera? —exclamó él, con cierto desdén—. ¿Te refieres a una de esas adolescentes a las que hay que pagar para que se pasen la tarde hablando por el móvil con sus amigas o conectadas al ordenador, chateando o twittereando?

—Se dice twitteando —le corrigió ella con una sonrisa cordial.

Aunque ella era la primera en reconocer lo inteligente que era su hermano, sabía también que estaba bastante pez en lo tocante a los artilugios electrónicos y a las nuevas tecnologías.

—Me da igual como se diga —replicó él con impaciencia—. No me gustan esas adolescentes. Y menos aún esas viejas que huelen a gato y se quedan dormidas en cuanto uno sale por la puerta. No, gracias.

—Calista Clifton no es una adolescente ni huele a gato, te lo puedo asegurar. Es una chica despierta y alegre. Pertenece a una familia numerosa y está habituada a cambiar pañales y a limpiar manchas de bebés. Te gustará, ya lo veras —afirmó Erin, no queriendo entrar, de momento, en más detalles sobre las virtudes de Calista, y luego añadió al no oír nada al otro lado de la línea —: ¿Hola? ¿Hola? Jake, ¿estás ahí?

La voz de su hermana lo despertó.

Jake se dio cuenta de que no veía nada. Se le habían caído los párpados. Se había quedado dormido del sueño acumulado que tenía. Abrió los ojos y sacudió la cabeza.

Se dio cuenta entonces de que el agua del cazo se había consumido casi por completo y también de que se le había caído el teléfono de la mano y estaba ahora sobre la mesa.

—Sí, sigo aquí. ¿Dónde iba a estar si no? —respondió él, como si nada hubiera pasado.

Apretó el teléfono entre la mejilla y el hombro para poder seguir sosteniendo a la niña y tener a la vez una mano libre con la que apagar el fuego y poner el cazo en otro quemador. Contuvo un grito de dolor al agarrar el mango metálico y abrasarse materialmente la palma de la mano. Respiró hondo, antes de contestar a su hermana.

—Está bien, me has convencido. Pediré un permiso y me iré unos días allí con la niña. Puedes ir hablando ya con esa tal Callista.

—Calista —le corrigió Erin.

—Sí, esa. Pero quiero tener una entrevista con ella antes de dejarla al cuidado de Marlie.

—Se hará como tú quieras, Jake —dijo ella con una sonrisa—. Para eso eres mi hermano mayor.

Calista Clifton no necesitaba realmente el dinero. Entre su contrato eventual en la oficina de su primo Bo Clifton, que acababa de ser elegido alcalde de Thunder Canyon, y su trabajo a tiempo parcial como dependienta del Tattered Saddle, la tienda local de antigüedades, su situación económica, aunque no pudiera decirse que fuera boyante, era razonablemente desahogada.

Con esos dos trabajos, no le sobraba el tiempo precisamente. Pero a ella le gustaban mucho los niños, especialmente los bebés. Y también le gustaba ayudar a la gente. Por eso no había podido decirle que no a su amiga Erin Traub, cuando ella le contó someramente la situación en que se encontraba su hermano mayor. Jake tenía un bebé y necesitaba ayuda.

Pero si le quedaba alguna duda, se despejó por completo cuando vio entrar al día siguiente a Jake Castro.

Había accedido a tener una entrevista con él y estaba sentada en el espacioso y luminoso cuarto de estar de la casa de Erin, cuando Jake apareció por la puerta con su niña de siete meses en brazos.

Tardó algunos segundos en ver al bebé, pues solo parecía tener ojos para contemplar embobada al hombre probablemente más atractivo que había visto en su vida.

Sintió un vacío extraño en el estómago y un ligero sudor en las manos. Era una sensación que no había vuelto a sentir desde que, a los dieciséis años, se quedó prendada del capitán del equipo de fútbol del instituto: un muchacho muy atlético y apuesto, pero con menos cerebro y sentimientos que un mosquito.

Viendo ahora a Jake abrazando tiernamente a la niña, no le pareció que él pudiera ser un hombre vacío e insensible como aquel falso ídolo de su adolescencia.

—No tendrás que venir muy a menudo —le dijo Jake, una vez que Erin los hubo presentado y se marchó del cuarto para dejarlos solos y que pudieran conversar con mayor libertad—. Tal vez una o dos veces por semana a lo sumo, pero…

Calista le miraba casi sin escucharle. No tenía ninguna necesidad de convencerla con palabras. Ella misma se había convencido desde el instante en que le había visto entrar por la puerta y había escuchado su profunda voz de barítono.

—Sí —le interrumpió ella con mucho entusiasmo.

La niña se puso a llorar. Jake se la cambió de brazo y contempló extrañado a la joven que su hermana había seleccionado. No había terminado de decirle lo que esperaba de su trabajo y ella se había apresurado a decirle que sí.

—¿Perdón?

—Sí —repitió Calista con el mismo entusiasmo y una radiante sonrisa.

—¿Sí?

Jake pensó que aún no habían entrado en los detalles económicos. Eso era algo que le incomodaba bastante porque no estaba acostumbrado a pedir nada a nadie, aunque fuera pagando. Pero aquella criatura de cinco kilos que tenía en los brazos iba a conseguir doblegar su orgullo. Iba a ser su Waterloo particular.

—Sí, puedo estar disponible para cuidar a su niña uno o dos días a la semana —dijo Calista sonriente—. O más a menudo, si surge la necesidad.

Apenas disponía de más tiempo libre, pero estaba dispuesta a sacarlo de donde fuese.

Se produjo entonces un silencio tenso. Ella se mordió el labio inferior, pensando que debía decir algo agradable en aquellas circunstancias.

—Bueno, esta criatura tan adorable debe ser Marlie, ¿verdad?

—Sí, en efecto —replicó él.

No era un nombre que le agradase demasiado. Él le habría puesto a su hija otro nombre menos extravagante, pero Maggie no le pidió nunca su opinión sobre ese aspecto. Le había dejado muy claro desde el primer momento lo que quería y lo que no quería de él.

—Marlie acaba de vomitarte un poco en el hombro —dijo ella—. Déjamela un momento.

Calista tomó a la niña en brazos, apartándola del lugar del delito.

Jake vio que tenía manchada la pechera y el hombro de la camisa. No se sorprendió demasiado. Estaba empezando ya a acostumbrarse. Marlie ya le había manchado casi todas las camisas que tenía.

Se mordió la lengua para no soltar una de sus maldiciones habituales. No le iba a resultar fácil dejar de decir aquellas palabras malsonantes delante de su hija. Pero estaba dispuesto a poner todo su empeño en conseguirlo.

Capítulo 2

CALISTA no necesitaba ser adivina para figurarse lo que el hombre de la camisa manchada que tenía delante estaba pensando. Cuando Erin la llamó para saber si podría dedicarse algunas tardes a cuidar a su sobrina, le puso también al tanto, en líneas generales, de la situación en que se hallaba su hermano Jake y de cómo había llegado a ella.

Aunque Erin no había querido darle más detalles, suponía que la madre de Marlie y él habían sido amantes. Y aunque su relación no debía haber sido muy estable, él era el padre legal de la niña y como tal responsable de su custodia.

Sintió que Jake iba a necesitar mucha ayuda para amoldarse a su nueva vida: levantarse a media noche para darle el biberón a la niña, cambiarle los pañales y aprender a limpiarse la camisa cuando Marlie se la manchase.

Podría empezar por esto último, se dijo ella.

—Si me das la camisa, te enseñaré cómo limpiarla. Es muy importante atajar las manchas a tiempo, antes de que se sequen.

Jake la miró fijamente, no muy seguro de comprender lo que le estaba diciendo.

Ella se dio cuenta por su expresión de que se sentía perdido en aquel campo. La mayoría de los hombres, incluidos sus hermanos, vivían completamente ajenos a ese tipo de cosas. Ellos se ponían su ropa limpia todas las mañanas sin preocuparse de más. Como si un duende invisible les lavase las camisas y los calcetines todas las noches con su varita mágica.

Jake se encogió de hombros y comenzó a desabrocharse la camisa.

Ella lo miró sorprendida mientras veía asomar su pecho musculoso por el centro de la camisa.

—¿Qué estás haciendo?

—Lo que tú me pediste —replicó él con cara de sorpresa—. Me dijiste que me quitara la camisa para quitarle la mancha lo antes posible, ¿no es así?

—Sí, en efecto —susurró ella en un hilo de voz, sin poder apartar los ojos de la visión que tenía delante.

Jake tenía unos antebrazos y unos bíceps atléticos y musculosos. Y un abdomen que parecía haber sido esculpido por el cincel de algún gran maestro renacentista. La última vez que había visto un torso equiparable había sido en una foto de una de las estatuas que se exhibían en el museo de escultura de Nueva York.

Jake se quitó la camisa manchada, se la dio a Calista y volvió a tomar a la niña en brazos. Mientras acurrucaba a Marlie sobre su pecho, ahora desnudo, no pudo evitar observar la expresión de turbación en el rostro de la joven. Ella lo miraba con cara de incredulidad y con los ojos como platos. Unos ojos preciosos, del color del chocolate fundido, pensó él.

—¿Ocurre algo?

Calista, confundida, parpadeó unos segundos y luego bajó la vista.

«Eres imbécil, te estás poniendo en evidencia», le reprochó una voz interior.

—No, nada —replicó ella con voz temblorosa—. Me alegro de que Marlie no te manchara también los pantalones vaqueros.

—Sí, yo también… Pero creí que me dijiste que había que quitar las manchas en seguida, antes de que se secaran.

Él no sabía nada sobre los posibles procedimientos que había que seguir en lo referente al lavado de la ropa. Siempre se había limitado a echar la ropa sucia en un cesto y a esperar a verla luego limpia encima de la cama al día siguiente. Ese era el único procedimiento que conocía. Y casi siempre le había funcionado.

Pero eso había sido antes de que Marlie hubiera entrado en su vida.

Calista se dio cuenta de que estaba mirándole de nuevo y desvió la vista, molesta consigo misma. Se estaba comportando como una colegiala y no como la joven de veintidós años, con un título universitario, que pretendía hacer algo importante en la vida.

—Sí, eso fue lo que dije —respondió ella, tratando de concentrar su atención en la camisa que tenía en las manos y no en él—. ¿Sabes si tu hermana tiene por ahí un poco de zumo de limón…? Aunque, tal vez, sea mejor que vaya a preguntárselo yo misma.

Eso le sirvió de excusa para salir precipitadamente del cuarto en busca de Erin. Necesitaba un par de minutos para recuperar el pulso del corazón que llevaba latiéndole de forma acelerada desde que él se había quitado la camisa y se había quedado con el torso desnudo.

Encontró a Erin en la puerta, disponiéndose a salir para reunirse con su marido. La hermana de Jake se detuvo al verla y miró con gesto de sorpresa la camisa que llevaba en la mano.

—Veo que Jake estaba más desesperado de lo que pensaba —dijo Erin con una sonrisa—. Está dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de conseguir que aceptes el trabajo.

Calista tardó en comprender que Erin estaba bromeando. Aún estaba bajo la impresión de la figura de Jake Castro, desnudo de cintura para arriba y con aquellos pantalones vaqueros ajustados que realzaban sus muslos y sus caderas de atleta.

—Muy graciosa. Por cierto, tengo que decirte que acabo de aceptar el trabajo.

—Estaba convencida de ello —dijo Erin, asintiendo con la cabeza y acompañando el gesto con una sonrisa enigmática, y luego añadió, arqueando las cejas, imaginando que Calista no habría ido a buscarla solo para decirle eso—: ¿Puedo ayudarte en algo?

Pero antes de que Calista pudiese decir una palabra, una voz profunda de barítono, que surgió detrás de ella, respondió a la pregunta en su nombre.

—Calista dice que puede quitarme esa mancha… La verdad es que se lo agradecería, es mi camisa favorita.

—¿Tienes un poco de zumo de limón? —dijo Calista, dirigiéndose a Erin—. Suele quitar las manchas más rebeldes si se deja la prenda en remojo un par de horas.

Erin desconocía ese tipo de trucos. Aún no estaba muy al tanto de las tareas domésticas.

—Bueno es saberlo. Creo que debe quedar algo en una botella que hay detrás de la puerta del frigorífico, junto a la leche desnatada.

—Iré a buscarla —dijo Calista muy solícita—. Si no queda nada, puedo llevarme la camisa a casa. Guardo siempre una botella de zumo de limón en el garaje.

Jake se extrañó que tuviera una cosa así junto al coche.

—¿Tantos casos tienes a diario de ropa manchada con vómitos de bebés? —comentó Jake en tono irónico.

—No solo sirve para eso. Es bueno también para todo tipo de manchas difíciles —respondió ella, dirigiéndose a la cocina—. No es que sea la panacea universal, pero casi, casi.

—¡Vaya! —exclamó él, admirando por un instante, por detrás, la preciosa melena castaño claro de Calista—. Todos los días se aprende algo nuevo.

Jake la siguió a la cocina. Ella podía sentir el aliento de él en la nuca y quiso contestar con algo ingenioso que le impresionara.

—Así es la vida: un proceso continuo y maravilloso de aprendizaje.

¡Dios mío! ¡Qué estupidez más grande acababa de decir!, se dijo ella nada más pronunciar esas palabras. Ahora, probablemente, él pensaría que era una especie de marisabidilla, mitad Mary Poppins y mitad freaky del pensamiento. O, tal vez, algo peor.

Erin se despidió de ellos desde la puerta de la calle. Pensó que si seguía escuchando todas esas cosas sobre manchas, camisas y zumos de limón, lo más probable es que llegase tarde a la cita con su marido.

—Bueno, te dejo con tus experimentos de química —dijo ella dirigiéndose a Calista—. Ya me contarás como te han salido. Hasta pronto.

—Hasta pronto —repitió Calista, asintiendo con la cabeza—. A menos que Jake cambie de opinión sobre mi capacidad para cuidar a la niña.

Tenía el presentimiento de que aquel hombre de pecho de acero sentía aversión por las mujeres que le miraban con ojos de gacela.

—¿Por qué iba a cambiar de opinión? —preguntó él, algo desconcertado—. El trabajo es tuyo. Yo no me quito la camisa así como así, delante de cualquiera —añadió con una sonrisa.

Jake se dio cuenta, para su sorpresa, de que estaba bromeando con ella. No había hecho nada parecido desde aquel fatídico día que escuchó la terrible noticia de que Maggie había caído abatida por un disparo de arma de fuego.

Recordó como se le había helado el aliento, a pesar del clima cálido y húmedo de Nueva Orleans en primavera. Y luego cómo había vivido después, durante semanas, alternando entre una rabia contenida y una sensación de letargo y hastío. Había llegado a pensar que eso de las bromas y las sonrisas era algo que había dejado ya atrás, algo que pertenecía definitivamente al pasado.

—Ya veo —replicó Calista, con un nudo en la garganta, tratando de disimular su turbación.

En el fondo, se dijo ella, los individuos no eran más que un amasijo de tejidos, piel, órganos y un alto porcentaje de agua, dispuestos de forma más o menos caprichosa para formar un todo.

En todo caso, los ingredientes de lo que Jake Castro estaba hecho debían ser de bastante mejor calidad de la normal.

Pero, ¿qué le estaba pasando? Era ya la segunda vez que se hacía esa reflexión. Ya no era una niña de doce años. Tenía veintidós. Era una mujer adulta y con un futuro prometedor en el gobierno local. No podía permitirse actuar con la fantasía de una colegiala solo porque el hombre que tenía a su lado pareciese no tener un solo gramo de grasa en el cuerpo.

—¡Aquí está el zumo de limón! —exclamó ella, al ver, en la repisa de detrás de la puerta del frigorífico, una pequeña botella de plástico verde con un limón pintado en la etiqueta.

Con la botella en la mano, miró por la cocina en busca de algún recipiente donde poder poner la camisa y llevar a cabo con ella su bautismo en zumo de limón.

Pero no encontró nada a primera vista.

—¿Sabes si tu hermana tiene alguna palancana de plástico que no esté utilizando o algún fregadero libre donde pueda poner la camisa a remojo unas horas?

La pregunta pilló a Jake por sorpresa. Miró la camisa y luego a ella.

—¿Vas a necesitar varias horas?

—Es posible —respondió Calista—. Pero no temas, no me voy a quedar aquí todo ese tiempo esperando. Solo necesito un lugar donde dejar la camisa remojando sin causar molestias.

Erin había insistido en que Jake se quedara en su casa, hasta que encontrase un lugar donde alojarse con la niña. Él, viendo la buena voluntad tanto de su hermana como de su cuñado había acabado aceptando gustoso. Tenía que reconocer que le sería más fácil buscar un sitio donde alojarse si disponía de un lugar que le sirviese de base de operaciones.

—Hay un cuarto de baño en la habitación de invitados donde estoy instalado. Si quieres, puedes dejar la camisa en el lavabo.

—Me parece una buena idea —replicó ella—. Vamos.

Jack se dirigió a la escalera con Marlie en los brazos. Calista le siguió.

La niña hizo entonces un extraño gorgoteo y, acto seguido, vomitó a su padre en el hombro.

—Bueno, he tenido suerte. Después de todo, esta vez no me ha manchado ninguna camisa.

Jake subió las escaleras con gesto de resignación, mientras Calista le seguía a pocos pasos sin quitarle ojo: aquel hombre era tan atractivo por delante como por detrás.

Volvió a sentir aquella sensación de vacío en la boca del estómago.

«Contrólate», se dijo ella para sí. «Ese hombre necesita a alguien que le ayude, no que esté babeando todo el día detrás de él. Para eso ya tiene bastante con su niña».

Cuando llegaron arriba al descansillo, Jake se dirigió a la segunda puerta a mano derecha. La casa era muy grande y contaba con cuatro habitaciones, pero Erin había querido ponerle en la más grande para que estuviese más cómodo con Marlie.