6,49 €
Pasión y diamantes Kelly Hunter Tristan Bennett era alto, atractivo y enigmático. Y Erin, joyera de profesión, no sabía si era un brillante o un diamante en bruto. Tristan disponía de una semana libre y accedió a acompañar a Erin a las minas australianas a comprar piedras preciosas. Una vez que Erin y Tristan emprendieron el viaje, la atracción que sentían el uno por el otro les traía locos. Conquistando al jefe Joss Wood Cuando el productor de cine Ryan Jackson besó a una hermosa desconocida no sabía que era su nueva empleada ni que se trataba de la hermana de su mejor amigo. La única forma de llevar a cabo su nueva producción era fingir una apasionada relación sentimental con la única mujer que estaba fuera de su alcance. Entonces, ¿por qué pensaba más en seducir a Jaci Brookes-Lyon que en salvar la película? Un cambio de planes Sarah M. Anderson Ocuparse de su sobrina huérfana era algo para lo que Nate Longmire no estaba preparado. Por suerte para él, la joven Trish Hunter había accedido a trabajar de niñera para él hasta que encontrase a alguien que la sustituyera. El problema era que, aunque él le había dado su palabra de que no habría sexo entre ellos, la atracción que sentía por ella era demasiado fuerte.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 516
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 481 - diciembre 2021
© 2006 Kelly Hunter
Pasión y diamantes
Título original: Priceless
© 2015 Joss Wood
Conquistando al jefe
Título original: Taking the Boss to Bed
© 2015 Sarah M. Anderson
Un cambio de planes
Título original: The Nanny Plan
Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2016, 2016 y 2017
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1375-966-1
Créditos
Índice
Pasión y diamantes
Uno
Dos
Tres
Cuatro
Cinco
Seis
Siete
Ocho
Nueve
Diez
Once
Conquistando al jefe
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Un cambio de planes
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Si te ha gustado este libro…
Erin Sinclair estaba acostumbrada al tráfico: tráfico en horas punta, atascos, tráfico en días lluviosos y, como ahora, tráfico de camino al aeropuerto. Sídney era una ciudad pintoresca y llena de vida, pero las calles, los lunes a las ocho de la mañana, estaban congestionadas.
Los taxistas lo sabían.
Sus pasajeros iban con retraso, pero había logrado llevarles a salidas internacionales en un tiempo récord. Le habían dado una buena propina. Ahora solo le faltaba conseguir más pasajeros de vuelta a la ciudad.
Se detuvo en la zona destinada a taxis de lujo, justo delante de la entrada de la terminal, y salió del taxi. Era el único que había en ese momento. No tendría que esperar mucho tiempo.
Como era requisito, iba vestida de negro: botas negras, pantalones negros y camiseta negra. La gorra de taxista la había dejado en el asiento del acompañante.
El hombre que salió de la terminal no iba de negro, pero le habría sentado muy bien. Llevaba botas con punteras de acero, pantalones cargo de color verde, camiseta gris y… debajo un cuerpo extraordinario.
Era un hombre de hombros anchos, caderas estrechas, sin grasa y musculoso. Tenía el cabello negro y de descuidado corte y un rostro próximo a la perfección. Se le veía cansado, pero no era un cansancio propio de un largo vuelo, sino algo más profundo. Iba muy serio. Mejor, porque una sonrisa de ese hombre podría deshacer a cualquier mujer.
Tras mirar a su alrededor, el hombre se dirigió hacia ella.
Inmediatamente, Erin abrió el maletero. Él ya se encontraba a su lado y, de cerca, vio que tenía los ojos de color caramelo. Sonrió al hombre y fue a agarrar el equipaje.
–Lo haré yo –dijo él con voz profunda y queda.
–¿Es porque soy mujer?
–Es porque pesa mucho –respondió mirándola con intensidad–. No es usted muy corpulenta.
Erin se apartó de un soplo un mechón castaño de los ojos. ¿Y qué si medía un metro sesenta y dos y tiraba a delgada?
Erin abrió la portezuela posterior del coche y esperó a que entrara. Él la miró, sin moverse, y sonrió; evidentemente, no estaba acostumbrado a esas cosas.
–¿Está seguro de que quiere un servicio de taxi de lujo? –le preguntó en tono burlón–. La parada de taxis normales está ahí mismo.
Él dirigió la mirada a la larga fila de taxis antes de clavar los ojos en ella una vez más.
–¿Tardo menos en llegar a la ciudad en un taxi de lujo?
–No, ni hablar.
La sonrisa de él se agrandó.
–La ventaja de ir en mi taxi es que puede leer tres periódicos diferentes y puedo pedirle un café.
–¿Un buen café?
–Un café excepcional.
–Solo y con dos cucharadas de azúcar –dijo, y se subió al taxi.
Erin cerró la puerta, rodeó el vehículo y se colocó al volante.
–¿Adónde vamos?
–A la calle Albano, Double Bay.
Un bonito lugar. Agarró el móvil, llamó para pedir un café y arrancó el coche.
–¿Periódico? –preguntó ella–. Tengo el Sídney Morning Herald, The Australian y Finantial Review.
–No.
–¿Música?
–No.
Tomó nota. Aunque el cliente no parecía inclinado a conversar, le dio otra oportunidad.
–¿De dónde viene?
–De Londres.
–¿Ha estado ahí mucho tiempo? –por el acento se había dado cuenta de que era australiano.
–Seis años.
–¿Seis años en Londres? ¿Seguidos? ¿No me extraña que parezca cansado?
–Pensándolo mejor, páseme un periódico –dijo él mirándola a los ojos por el espejo retrovisor.
Eso significaba que nada de charla.
–Muy bien.
Erin le pasó el Sídney Morning Herald sin abrir la boca. Quizá fuera un atleta de élite o un futbolista de regreso al hogar tras una desastrosa gira por Europa.
–¿Es usted futbolista?
–No.
–¿Poeta? –cabía esa posibilidad. Podría dar lecciones a Byron a la hora de parecer atractivo, inalcanzable y necesitado de consuelo.
–No –respondió él abriendo el periódico.
Mejor olvidarse de su taciturno pasajero y concentrarse en la conducción.
A los cinco minutos se detuvo delante del Café Sicilia, bajó la ventanilla y una joven camarera le dio al pasajero el café.
–El café ya lleva azúcar, pero le he puesto unos terrones de más por si acaso.
–Es usted un ángel –dijo él con voz suave y profunda, y la joven pestañeó repetidamente.
Erin subió la ventanilla. Su cliente no la había llamado ángel a pesar de haber sido ella quien le había pedido el café. Era un desagradecido. Sus miradas volvieron a cruzarse en el espejo retrovisor y le pareció ver una chispa de humor en los ojos de él.
–Los duendecillos no pueden ser ángeles –declaró él con solemnidad–. Son otra cosa.
–Me alegra saberlo –ese hombre tenía unos ojos espectaculares. Un rostro inolvidable…
De repente, el motor empezó a hacer un ruido extraño y Erin se vio obligada a desviarse para tomar una calle secundaria; ahí, el motor del Mercedes de lujo se paró.
–Nos hemos parado –dijo él.
–Bébase el café –respondió ella, y se puso a intentar poner el marcha el coche.
El motor se encendía, pero parecía un enfermo tosiendo.
–Podría ser un problema de la gasolina –comentó él.
–Podrían ser muchas cosas –Erin reflexionó un momento–. Voy a pedir otro taxi para que venga a recogerle y le lleve a su destino.
–No, no es necesario –respondió él–. Abra el capó para echar un vistazo.
–¿Es usted mecánico?
–No, pero entiendo de coches.
Erin abrió el capó, salió del vehículo y, al lado de él, contempló el inmaculado motor.
–¿Qué puede hacer sin herramientas?
–Echar un vistazo a los fusibles y las conexiones –respondió el pasajero al tiempo que iniciaba el examen con una seguridad que a ella le dio confianza. Tenía unas manos bonitas, manos que, simultáneamente, parecían fuertes y suaves. No llevaba anillo en el dedo ni ningún otro artículo de joyería.
–¿Se dedica usted a rescatar a gente? ¿Es bombero? ¿Trabaja en servicios de emergencia?
–¿Es que usted juzga a las personas solo por su oficio? –preguntó él mientras examinaba el motor.
–No solo por eso, también por los buenos modales y por su atractivo, pero las apariencias engañan.
–Ya.
–Y, por supuesto, también están los signos del zodiaco –añadió Erin con gesto pensativo.
–¿Quiere decir que juzga a una persona por el día en que nació? –preguntó él con incredulidad.
–Eh, juzgar a un hombre es algo muy difícil. Una chica necesita toda la ayuda posible.
–¿Como la astrología?
–Usted, por ejemplo, me parece que es un escorpión: voluble, intenso… –e increíble en la cama–. Pero podría equivocarme.
–Supongo que se equivoca con frecuencia.
Pero él no le había dicho que se había equivocado. Interesante.
–Es Escorpio, ¿verdad? Lo sabía.
Él la miró con exasperación.
–Eso no significa nada.
–No, pero sin ningún otro tipo de información, ayuda a juzgar a un hombre. Al menos, en teoría –Erin guardó silencio un momento–. Somos bastante compatibles.
–Difícil de creer –murmuró él burlonamente.
Erin contuvo una carcajada.
–Sí, con esa cara bonita como la suya, podría estar perdida.
Cuando él sonrió, a ella se le deshizo el seso.
–Se le ha fundido un fusible –declaró él al cabo de un momento.
–¿En serio?
–Sí. Por suerte, tiene uno de repuesto.
Se dispuso a cambiarlo y a ella no le quedó más remedio que quedarse mirándole e intentar no quedarse sin respiración.
–Pruebe a poner en marcha el coche.
–Bien –Erin se colocó al volante y arrancó el motor–. Funciona.
–No veo por qué le sorprende –comentó él cerrando el capó.
–No me sorprende. Le estoy muy agradecida. ¿Cree que va a pasar otra vez?
–Eso no se puede saber –respondió después de subirse al coche.
No era la respuesta que había esperado. No obstante, lo mejor era ponerse en marcha y ver qué pasaba. Si volvía a estropearse, tendría que llamar a la empresa.
La duendecillo chófer tenía razón, seis años fuera de casa era mucho tiempo, pensó Tristan Bennett mientras vaciaba la taza de un buen café, pero ya no caliente. Se había adaptado bastante bien a la vida londinense, con su trabajo y su piso, y ahora su hermana también estaba allí; pero nunca se había sentido en casa. Había ido a Londres y había viajado por toda Europa por motivos de trabajo, pero del juvenil entusiasmo del principio había pasado al cinismo y a una creciente sensación de futilidad. Y, después de la última investigación, se había sentido cansado, triste y con dudas de poder aguantar más.
Su hermana, Hallie, le había sugerido volver a Australia y tomarse un descanso. Australia era su hogar, el lugar perfecto para recuperar la paz interior. El único lugar.
Y ahí estaba. Acosado por pesadillas de las que no se podía deshacer y casi seguro de que esperaba demasiado de la vieja casa con sus propios recuerdos, tanto buenos como malos.
–Es esa de la derecha –dijo Tristan al acercarse a la casa de dos pisos forrada de madera rodeada de un porche.
La duendecillo asintió, se acercó al bordillo de la acera, paró el coche y apagó el motor.
–¿Le esperan? –preguntó ella frunciendo el ceño.
–No.
Su padre se había tomado un año sabático y estaba en Grecia, y sus hermanos estaban desperdigados por todo el mundo. Pero daba igual, no necesitaban estar ahí para que él sintiera su presencia. Estaba en casa.
–Conozco una buena empresa de limpieza, por si lo necesita –dijo ella.
La casa parecía algo descuidada, al igual que el jardín, pero nada que él no pudiera solucionar.
–Yo me encargaré de ello –respondió Tristan. Al fin y al cabo, no tenía ninguna otra cosa que hacer.
–No puede imaginar lo que eso significa para una mujer –comentó ella al tiempo que se volvía para mirarle. Y, al instante, sintió el impacto de esos ojos castaños y una sonrisa que prometía tanto pasión como alegría–. Se lo juro, mejor que la seducción. Y si encima cocina, soy toda suya. No será usted cocinero, ¿verdad?
–¿Otra vez con lo mismo? ¿Por qué tanta fijación con el trabajo de un hombre en vez de pensar en qué clase de persona es?
–¿No es lo mismo?
–No. Y no soy cocinero.
La expresión de ella era una mezcla de alivio y desilusión.
–Puede que sea mejor así –murmuró ella.
–Es posible –comentó Tristan, incapaz de contener del todo una sonrisa.
La duendecillo no era su tipo. Le había sorprendido, eso era todo. Sin embargo, el cuerpo parecía decirle que sí era su tipo.
Su cuerpo había pasado veintidós horas en un avión, ese era el problema.
–¿Cuánto le debo?
–Nada. Ha arreglado el coche.
–He cambiado un fusible –le corrigió él–. Ha sido un trayecto de media hora. Tengo que pagar algo.
–No –el teléfono de ella sonó y, a juzgar por su expresión, estaba ansiosa por responder la llamada–. ¿Le importaría que contestase? Será solo un momento. Mi hermano lleva toda la mañana intentando hablar conmigo y, por una cosa u otra, no hemos podido.
–Sí, conteste.
Ella le lanzó una rápida sonrisa y agarró el móvil.
–Hola.
–Erin, soy Rory.
Por fin. Erin abrió el capó del coche para que su pasajero pudiera sacar el equipaje y salió para ayudarle, pero él declinó la ayuda.
–¿Qué pasa?
–Se trata del viaje de la semana que viene para comprar piedras preciosas. No voy a poder ir.
–¿Qué? –ella alzó la voz–. ¿Por qué?
–Esta mañana nos han dicho que tenemos que ir a Sumatra dentro de tres días.
–Maldita sea, Rory. ¡Sabía que pasaría algo! ¿Por qué tienes que ir tú y por qué ahora? ¿Qué hay de las vacaciones que tenías reservadas desde hace dos meses? –Erin se paseó a lo largo del coche. Rory era un ingeniero del ejército completamente dedicado a su trabajo–. Déjalo, no contestes. ¿Se lo has dicho a mamá?
–No se trata de nada peligroso, Erin, solo estamos reconstruyendo una estructura.
–Lo que significa que no se lo has dicho.
Rory suspiró.
–Se lo diré esta noche durante la cena. Vendrás, ¿verdad?
–¡No! –exclamó ella, consciente de la falsedad de su negativa. Rory siempre las invitaba a cenar cuando le enviaban fuera a una misión, era una tradición familiar. Su padre, un contraalmirante, siempre les llevaba a cenar fuera cuando salía al extranjero en una misión–. Maldita sea, Rory, ya puedes elegir un restaurante caro para compensar por esta faena. Necesito tener lista la colección para dentro de un mes. ¡Necesito esas gemas!
–Lo siento, Erin. Si consigues que otra persona te acompañe, preferiblemente un eunuco con el instinto protector de un dóberman, te dejaré el coche.
–¿Y a quién crees tú que se lo puedo pedir?
–Sí, te comprendo –dijo Rory–. Está bien, puedes pedírselo también a una chica, pero una que sea capaz de cubrirte las espaldas.
–Podría ir sola.
–Solo si pudieras pagar con tarjeta y pedir que te enviaran las piedras por mensajería.
–No me hagas esto, Rory –su hermano sabía tan bien como ella que las mejores gemas solo se encontraban en las minas y que nadie usaba tarjetas ni envíos postales. Las transacciones se hacían en dinero efectivo y nada más–. ¿No podrías pedirle a alguien de tu regimiento que me acompañara?
–¡Por supuesto que no!
Erin suspiró.
–Vamos a cenar en Doyle´s, para que lo sepas –añadió Rory–. A las siete y media.
Estupendo. Erin lanzó un gruñido y cortó la comunicación. Su pasajero había sacado el equipaje y la miraba como si la conversación le hubiera divertido.
–¿Problemas? –murmuró él.
–Sí, pero estoy pensando en una solución. Dígame, ¿es usted un eunuco?
–Ni siquiera voy a preguntar a qué viene eso –respondió él.
–Necesito un acompañante para un viaje hacia el oeste. Es para comprar piedras preciosas. Y el acompañante tiene que ser… fuerte, como usted. Es para hacer de guardaespaldas y para proteger las gemas. Supongo que no le interesa, ¿verdad?
Él pareció sorprendido y, un momento después, severo.
–Debería tener más cuidado –dijo él–. ¿Qué diría su hermano si supiera que le ha pedido a un completo desconocido que la acompañe a ese viaje?
–Prefiero no pensarlo –la desesperación cambiaba el comportamiento de una mujer. No tenía ni idea de quién era ese hombre y tampoco por qué le había pedido que la acompañara en su viaje–. Tiene razón, ha sido una mala idea. Olvídelo.
–¿Cuánto le debo?
–Nada. Bueno, sí, contésteme a una pregunta.
–¿Quiere saber a qué me dedico?
–¿Qué le hace pensar eso? –le dieron ganas de reír al ver la expresión de él–. Dígame su nombre.
Se hizo un tenso silencio.
–Déjelo, no importa –Erin sacudió la cabeza–. Que tenga un buen día.
–Tristan –dijo él cuando Erin iba a meterse en el taxi–. Tristan Bennett.
Erin se le quedó mirando en silencio. Esos maravillosos ojos color caramelo la miraban con expresión reservada–
–Bueno, Tristan Bennett –dijo Erin por fin–. Bienvenido a casa.
Tristan no quería que la taxista se marchara, quizá por haber despertado su curiosidad o por retrasar cruzar la puerta que le llevaría de vuelta a su infancia.
–¿Para qué quiere las gemas? –preguntó él.
–Además de taxista, soy joyera –respondió Erin–. Hay un concurso de mucho prestigio dentro de un mes y quiero presentarme.
–¿Joyera? –jamás lo habría imaginado–. No lleva ninguna joya encima.
–La empresa no lo permite. Es por evitar robos.
–Está bien, si no consigue encontrar a nadie que la acompañe, avíseme, es posible que pueda ayudarla.
¿Qué había dicho? ¿Por qué le había ofrecido ayuda? No era un buen samaritano.
–Es usted un encanto –comentó ella observándole.
¿Un encanto?
–No, no lo soy.
–Está bien, como quiera –dijo ella–. Bueno, será mejor que me vaya. Tengo trabajo.
–No me ha dicho su nombre.
–Erin. Erin Sinclair.
Erin tardó cinco minutos en darse por vencida. Ni amigos, ni primos hermanos ni primos segundos, todos tenían cosas que hacer. Disponía solo de un mes para hacer las joyas, el tiempo se le estaba acabando y casi no le quedaban opciones. Casi.
Podía recurrir a Tristan Bennett.
Tristan Bennett era justo la persona que necesitaba: un tipo duro, protector e inclinado a mantener las distancias. Y había dicho que quizá pudiera ayudarla.
Había llegado el momento de averiguar si lo había dicho en serio.
Pensó en qué ponerse para ir a verle. Quería que su relación con él fuera una relación de trabajo, por lo que eligió unos pantalones color crema, sandalias sin tacón y una camisa, aunque la camisa era de color rosa vivo y escotada.
Se puso también uno de sus collares preferidos, de jade y platino. Era una experta en historia de joyería, conocía bien los materiales, los tipos de adornos y los diferentes métodos de hacer joyas. Sus diseños eran buenos, diferentes. En los momentos de optimismo, pensaba que tenía posibilidades de ganar el concurso, siempre y cuando contara con las gemas adecuadas, un buen diseño y una excelente ejecución.
Pero tenía que ir paso a paso.
Lo primero eran las gemas, y para conseguirlas necesitaba a Tristan Bennett.
El ciento noventa y uno de la calle Albany, con el césped cortado y el jardín arreglado, presentaba un aspecto diferente.
Después de tomar el sendero de la entrada y parar el coche fue cuando le vio. Tristan estaba subido a una escalera limpiando el canalón.
Cuando Tristan volvió la cabeza y la vio, cesó en su tarea.
–Erin Sinclair –dijo él cuando ella se acercó a la escalerilla y le sonrió.
–Has hecho un buen trabajo –comentó ella.
–Y tú has vuelto –respondió él.
–Eres un hombre difícil de olvidar –y con el que era fácil soñar.
–No has encontrado a nadie que pueda acompañarte en el viaje, ¿verdad?
–No –admitió ella mientras Tristan bajaba la escalerilla.
Era más alto de lo que recordaba y estaba más moreno. Se preguntó si todas las mujeres que le miraban se quedaban sin respiración, como ella.
Tristan se quitó los guantes de trabajo y a la vista quedaron las fuertes manos. Unas manos que, con seguridad, sabían acariciar el cuerpo de una mujer.
–Sigo necesitando un acompañante –anunció Erin–. ¿Te interesa? Gastos pagados, y podríamos llegar a un arreglo respecto a un pago por tu tiempo. No sería mucho, pero si estás buscando trabajo… En fin, todo ayuda.
–No necesito tu dinero –contestó él–. Gástatelo en tus gemas.
–¿No estás en paro?
–Tengo trabajo, pero estoy tomándome un tiempo de descanso.
¿Qué trabajo? Tristan no parecía querer hablar de sí mismo.
–No creo que el viaje dure más de cuatro o cinco días, todo depende de si tardo o no en encontrar lo que quiero. La primera parada, para los ópalos, será en Lightining Ridge. De ahí quiero ir a Inverell a por los zafiros.
–Puedo ir por unos días.
–¿En serio?
La sonrisa de Erin era como un rayo de sol. Esa chica era demasiado abierta, demasiado confiada. Lo contrario a él.
–El único problema es que no te conozco bien. Tengo que conocerte un poco mejor.
–¿Cómo? –preguntó Tristan, aplaudiendo el sentido común de Erin.
–¿Qué tal si te invito a cenar?
¿A cenar? Tristan la miró con incredulidad.
–¿Crees que puedes saber cómo es un hombre con solo irte a cenar con él?
–Sería en casa de mi madre.
–¿Tu qué? No, ni hablar. No, no, no –Tristan sacudió la cabeza–. No tengo intención de ir a cenar a casa de tu familia.
–Solo estará mi madre –respondió ella–. Bueno, quizá también mi abuela.
Dos madres.
–¡Ni hablar!
–No creerás que puedo pasar una semana entera por ahí con un hombre sin que mi familia sepa quién es, ¿no te parece?
–Deberías conocer a mi hermana –comentó él enigmáticamente–. ¿Y tu padre? ¿No podría ver a tu padre? O a tu hermano.
–Los dos están fuera del país. Además, se exceden en lo que a protegerme se refiere. Las madres son mucho más razonables. ¿Qué te parece esta noche a las siete?
–No.
–Entonces, ¿cuándo?
–¿Qué te parece si te doy mi carné de conducir? Se pueden averiguar muchas cosas sobre una persona con el carné de conducir.
–¿Como qué? ¿Que le está permitido conducir?
–Como su nombre y dirección y la fecha de nacimiento. Con esos datos, se pueden averiguar otras cosas.
–No eres un delincuente, ¿verdad?
–Todavía no.
Erin le lanzó una mirada limpia y pensativa, no tan inocente como le había hecho creer.
–Está bien, hagamos un trato. Un medio desayuno medio almuerzo el domingo, pero en casa de mi madre. Y, para ser justos, puedes pedirle a tu madre que te acompañe.
Tristan sacudió la cabeza.
–Mi madre murió hace mucho –cuando él tenía doce años.
No era algo que le gustara divulgar, no soportaba la compasión que la gente solía mostrar al enterarse. Tenía treinta años, y ya no necesitaba una madre.
–En ese caso, podrías invitar a tu hermana.
–Vive en Inglaterra.
Erin suspiró.
–¿No tienes una tía soltera de esas a las que les encanta contar anécdotas de la infancia de su sobrino?
–No, pero la cacatúa del vecino de al lado sabe quién soy. Podría acompañarme.
–Bien. Y, si quieres, pídele a tu vecino que te acompañe también.
–¿Es que no te fías de tu propia capacidad de juicio?
–Sí, y mi juicio me dice no fiarme de un hombre que no quiere conocer a mi madre.
Tenía sentido.
–Desayuno comida mañana por la mañana. Y se te permite fijar un tiempo límite. ¿Te parece bien media hora?
–Una madre solo y media hora –confirmó él–. Eso es el máximo.
–No hay problema –Erin sonrió cálidamente–. Vendré a recogerte a las diez.
–Dame la dirección e iré yo –el coche de su padre estaba en el garaje. Aunque… clavó los ojos en el Monaro aparcado en su propiedad. Eso sí que sería un placer–. ¿Es tuyo?
–No, es de mi hermano Rory –respondió ella caminando hacia la moto. Él la siguió–. Yo no tengo coche. Me dijo que me lo dejaba para el viaje, pero me parece que si los vendedores lo ven van a triplicar el precio de las gemas, así que he optado por llevar el Ford de mi madre. Ella se quedará con el Monaro.
–Voy a echarme a llorar.
–Llorarías si tuviera que pagar el combustible para ese coche.
–En eso te equivocas. Estamos hablando de una aceleración instantánea y una velocidad punta de ensueño. El precio del combustible es secundario.
–Hablas como mi hermano. Jamás entenderé esa fijación de los hombres por los coches rápidos.
–Esto te parece buena idea, ¿verdad? –le preguntó Erin a su madre a la mañana siguiente mientras dejaba un paquete de café y una tarta en el mostrador de la cocina. Llevaba dos años viviendo sola, pero iba a ver a su madre con regularidad–. En su momento, me lo pareció.
–Sí, me parece bien, cariño –Lillian Sinclair miró a su hija por encima de sus gafas de cerca de color morado, una gafas que escondían una aguda mirada–. ¿Cómo has dicho que se llama?
–Tristan Bennett.
–Hace años conocí a un Tristan, era coreógrafo. Un encanto.
–No creo que este sea coreógrafo. El nombre no le va.
–¿No? ¿Qué nombre crees tú que le iría?
–Lucifer.
–¡Vaya! –exclamó su madre arqueando las cejas.
–Es muy guapo –le pareció bien prevenir a su madre.
–¿Y malo?
–Espero que no –Erin titubeó–. El instinto me dice que es un buen hombre, pero también que tiene un lado oscuro.
–¿A qué se dedica?
–Ni idea.
–Deberías preguntárselo.
–Pienso hacerlo –Erin abrió el paquete de café–. Es muy… esquivo.
El timbre sonó. Eran las diez en punto.
–Y puntual –observó su madre–. Me gusta eso en un hombre.
–¿Cómo estoy?
–Bien. Dime, ¿quieres que abra yo la puerta?
–No, ya voy yo –respondió Erin con un suspiro, y se dirigió al vestíbulo.
Tristan iba vestido con una camisa blanca, aunque con las mangas subidas. El resto era lo que había supuesto: pantalones cargo, botas usadas…
A sus pies había una jaula con una cacatúa.
–Se llama Pat –dijo él–. Desgraciadamente, los vecinos tenían que ir a la iglesia.
–Entrad.
Tristan agarró la jaula y la siguió hasta la cocina. Allí, con resignación, vio a su madre echar un vistazo al pájaro y al hombre y enamorarse de los dos al instante. Después de las presentaciones, Tristan, con el pájaro al lado, se sentó a la mesa, Lillian se sentó frente a él mientras ella se dispuso a preparar el café.
–¿Tarta? –preguntó Erin.
–Sí, gracias.
Cortó un buen trozo de tarta para Tristan y al pájaro le dio pan integral con un poco de miel.
–Palabrotas no –dijo la cacatúa.
–No, en mi cocina, no –dijo Lillian sonriendo–. Bueno, Tristan, Erin me ha dicho que vivías en Londres.
–Sí.
Parecía incómodo, pensó Erin.
–Solo y con dos terrones de azúcar, ¿verdad? –preguntó mientras le servía un café.
–Sí, gracias.
–Come –Lillian indicó la tarta–. Se ve que necesitas alimentarte.
Tristan cortó con el tenedor un trozo de tarta y se lo metió en la boca.
–Está muy bueno –comentó él.
–Claro, lo he comprado en la tienda de la esquina –Tristan tenía ojeras–. Me parece que también necesitas dormir.
–Duermo bien –Tristan se acabó la tarta y agarró la taza de café–. Y también me alimento bien.
–Infierno –dijo Pat–. Purgatorio.
–Es católica –comentó Tristan.
–Se lo perdonamos –dijo Lillian–. ¿Qué es lo que te ha traído de vuelta a Australia?
Tristan se encogió de hombros.
–Me debían vacaciones y he decidido volver a casa.
–¿Cuánto tiempo te vas a quedar?
–Seis semanas.
Seis semanas eran muchas vacaciones. Sabía que preguntar a alguien cuál era su trabajo era de mala educación, pero tenía la sensación de que si no se lo preguntaba él no se lo iba a decir.
–¿En qué trabajas?
–Trabajo para la Interpol.
Erin se le quedó mirando boquiabierta.
–¿Un trabajo administrativo? –preguntó Erin tras una larga pausa.
–No.
–Maldición –dijo la cacatúa.
–Vamos, Pat, no es tan terrible –le dijo Lillian al pájaro–. Peor sería si fuera un oficial de la marina.
–Un policía de la Interpol –declaró Erin–. Tú.
–¿Algún problema?
–Solo para la mujer con la que te cases –respondió Erin mirándole fijamente.
Su madre la miraba a ella con expresión comprensiva. Tristan Bennett era policía, otro hombre con secretos y un trabajo que debería anteponer a su familia. ¿Por qué no se había dado cuenta? Tristan lo llevaba escrito en el rostro: fuerza, indiferencia, autoridad…
–Al menos estarás protegida en el viaje –le dijo su madre.
–¿Por qué te has hecho policía?
–Me gusta la justicia –respondió él con voz queda–. Y me gusta dar caza a los bribones.
–¿Lo consigues siempre?
–No, no siempre.
Tristan apartó la mirada, pero no antes de que Erin viera la frustración reflejada en sus ojos. Su madre le cortó otro trozo de tarta. Su madre llevaba veintiocho años casada con un militar, y su primer hijo había seguido los pasos del padre. La especialidad de Lillian Sinclair eran los guerreros con el alma maltrecha.
–Mira, ahí es donde tenemos que ir –Erin agarró un mapa de encima de un montón de papeles y lo abrió sobre la mesa. Ella también se daba maña para distraer a un soldado maltrecho–. Creo que podríamos tomar la carretera que va por el interior.
–En ese caso, atravesaréis el parque natural de Warrambungles –comentó su madre–. Podrías hacer escalada –Lillian miró a Tristan–. Debes tener la misma talla que Rory, kilo arriba o kilo abajo. Puedes utilizar su equipo.
–¿Te gusta escalar? –preguntó Tristan mirando a Erin.
–Es el deporte de la familia Sinclair. Llevo escalando desde que tengo uso de razón –no estaría de más meter en el coche el equipo de escalar por si acaso–. ¿Y tú?
–No.
–¿Te gustaría probar? Podemos ir al ritmo que tú quieras. Tú elijes.
–Un deporte maravilloso –dijo Lillian–. Es extraordinario para el cuerpo, te despeja la mente y las vistas son magníficas. No comprendo por qué no lo practica más gente. ¿Más tarta?
Media hora con Erin y su madre se le hizo corta. Lillian Sinclair tenía la habilidad de hacer que la gente se relajara en su presencia, a pesar de su insistencia en darle de comer.
También le había interrogado. Lillian había oído hablar de su padre en una galería de arte; su padre, como experto, había analizado unas piezas de cerámica china de la galería. Habían hablado de él un rato; como también de sus tres hermanos, todos ellos mayores que él; y de su hermana, la menor. Habían charlado sobre Londres y los jardines de Kensington, el Támesis y el barrio de Chelsea, en el que él tenía su piso. Y de escalar, el yoga, las ilustraciones de los libros infantiles y la necesidad de afilar los cuchillos de cocina.
No parecía una familia normal.
–¿Lo ves? –dijo Erin mientras le acompañaba al coche–. No ha estado tan mal.
–Soportable.
–No me engañas, sé que estar en la cocina de mi madre te ha gustado. Le pasa a todo el mundo. Lo que ocurre es que no quieres admitirlo.
Erin tenía razón, pero no iba a admitirlo.
–Bueno, ahora que ya me habéis hecho un repaso, ¿qué?
–Haz el equipaje para una semana y me pasaré a recogerte mañana por la mañana –dijo Erin mientras él colocaba a Pat en el asiento trasero–. A menos, por supuesto, que hayas decidido no acompañarme.
–Te acompañaré… a menos que hayas decidido que no quieres que lo haga.
–Sí, quiero.
Erin parecía pensativa y él creía saber el motivo.
–No te gusta mucho mi trabajo, ¿verdad?
–Estoy segura de que eres un buen profesional –respondió ella fríamente.
Erin olía a sol y a limones, su pequeño cuerpo parecía diminuto en comparación con el de ella. Sin embargo, Erin era puro acero.
–No has respondido a mi pregunta. Dime, ¿por qué no te gusta?
–Eso da igual –respondió ella sacudiendo la cabeza–. Solo me interesas como guardaespaldas. He decidido que no me interesas en ningún otro sentido.
–¿En serio?
–En serio. No eres mi tipo.
–¿Estás completamente segura de eso? –preguntó él en tono aterciopelado.
–Más o menos –Erin se recogió un mechón de pelo detrás de la oreja y asintió–: Sí, segura.
–Pues, por el contrario, yo creo que te gusto. Y tú, aunque no sé por qué, también me gustas. ¿Quieres que probemos mi teoría?
–No.
Pero las mejillas de Erin habían enrojecido y, cuando le acarició los labios con las yemas de los dedos, los abrió. Le puso una mano en la garganta, sintió su pulso errático y, con satisfacción, la vio parpadear al tiempo que su respiración se tornaba sonora.
–No te deseo.
–Ya lo veo –respondió él.
Tristan le puso una mano en la nuca y acercó la cabeza a la de ella. Erin no se acercó a él, pero tembló con el roce de sus labios. Una vez. Dos…
La tercera fue la definitiva.
Tristan había creído que controlaba la situación. Solo necesitaba saborearla para demostrarse a sí mismo que no era distinta a otras mujeres, ni más dulce; que eso había sido producto de su imaginación. Seguía sin perder el control cuando Erin le puso las manos en los hombros y él la atrajo hacia sí. Pero entonces sus cuerpos se encontraron, Erin abrió la boca para permitirle la entrada y la llama del deseo amenazó con consumirle.
Erin no era dulce.
Erin no se parecía a ninguna otra mujer.
Erin le hizo perder el control.
Temió ahogarse en su propio deseo. El resto del mundo dejó de importarle, solo existían para él esa mujer y la magia entre ambos.
Había besado a muchas mujeres en su vida, pero no así, nunca así.
La soltó bruscamente.
Erin tenía los labios hinchados y los ojos desmesuradamente abiertos. Se quedaron mirándose en silencio.
–Demonios –murmuró Tristan dando un paso atrás al tiempo que se metía las manos en los bolsillos para no abrazarla otra vez–. Tú tampoco eres mi tipo.
Erin volvió a la cocina de su madre sin que se le doblaran las piernas, eso era lo bueno. Lo malo era que su madre, con solo mirarla, sabía lo que había pasado entre Tristan Bennett y ella.
–Creo que acabo de tener una revelación –declaró Erin dejándose caer en una silla–. La tierra ha temblado, he visto fuegos artificiales y, casi con toda seguridad, he oído arpas en el cielo.
–¿Le ha pasado a Tristan lo mismo que a ti?
–No lo sé, se ha marchado corriendo.
–Me gusta ese hombre –declaró su madre.
–Debería llamarle y cancelar el viaje –dijo Erin–. Podría comprar las gemas en una subasta. Hay una el viernes.
–Buena idea –respondió Lillian.
–Es policía –Erin suspiró pesadamente.
–Policía de élite –le corrigió su madre.
–¿Y qué?
–El problema es que te importa demasiado el tipo de trabajo de un hombre.
El problema era que le había gustado desde el principio, al margen de su trabajo. Y ahora le gustaba todavía más, un desastre para una chica que quería un marido que volviera a casa todas las noches y no tuviera secretos para su familia.
–¿Tan terrible es querer un marido cuyo trabajo no le lleve por todo lo largo y ancho de este mundo en persecución de tipos malos?
–No, en absoluto –murmuró Lillian. No era la primera vez que tenían esa conversación–. Soy la primera en admitir que, a veces, es difícil de sobrellevar. Pero un apasionado defensor de la justicia no va a conformarse con cualquier trabajo, Erin.
–No quiero un apasionado defensor de la justicia.
–Cielo, lo llevas en la sangre. Dudo que te conformaras con otra cosa.
–En ese caso, me casaré con un médico. Al menos, se dedican a salvar vidas desde casa.
–Sí, claro, los médicos lo tienen muy fácil: dieciocho horas de trabajo al día, decisiones de vida o muerte, pacientes… Y sus esposas también lo tienen muy fácil. Y cuando van a una fiesta o cualquier otra actividad recreativa, jamás se ven interrumpidos por una urgencia. Y, al volver a casa, lo hacen a las seis de la tarde, alegres y dispuestos a preparar la cena.
–Está bien, puede que ese no haya sido un buen ejemplo.
–En la vida hay que compensar una cosa con otra, Erin. A ti también te apasiona tu trabajo. Cuando encuentres al hombre de tu vida, dará igual a lo que se dedique. En cuanto a Tristan Bennett, está soltero y dispuesto a ayudarte a conseguir lo que quieres. Es justo lo que necesitas. Y asegúrate de que come.
–¡Mamá, por favor! Es un adulto y comerá cuando tenga ganas –había algo más que le preocupaba de Tristan Bennett–. Creo que huye de algo. Creo que lo está pasando mal.
–Sí, yo también lo he notado –comentó su madre mirándola–. Pero se encuentra a gusto contigo.
Tristan disminuyó la velocidad al acercarse a una glorieta.
Su vida estaba patas arriba de repente y, mirase para donde mirase, nada parecía igual.
En realidad, le apetecía hacer ese viaje. Ópalos, zafiros, kilómetros y kilómetros de carretera en compañía de una hermosa, ingeniosa y sonriente mujer. Le apetecían unos días de recreo y se preguntó adónde conducirían después de haber encendido la chispa del deseo entre la duendecillo y él.
Pero su intención había sido divertirse, no esclavizarse. A ella no le gustaba su forma de ganarse la vida. Y, en ese momento, a él tampoco.
Vivía en Londres, en un piso de dos habitaciones en medio de una ciudad agobiante. Si dejaba su trabajo, dejaría Londres también. Podía ir a vivir a cualquier sitio y dedicarse a cualquier cosa. Podía incluso volver a casa.
Le aterrorizaba entregarse a una mujer y acabar perdiéndola. Eso era, lo reconocía. Un miedo escondido, apenas consciente e insuperable. Suponía que se debía a haber perdido a su madre y haber visto a su padre hundirse. Su padre se había recuperado, todos lo habían hecho, pero era indudable que la muerte de su esposa le había afectado enormemente. También había visto a Jake divorciarse a los seis meses de casarse con Jianna. La dulce y encantadora Jianna, a la que conocían desde pequeños, y se había quedado destrozado.
A Tristan le gustaban las mujeres cariñosas e inteligentes, las mujeres que sabían lo que querían de la vida y luchaban por conseguirlo. Le gustaba su compañía y le gustaba hacerles el amor, pero manteniendo las distancias.
Con Erin era diferente. Erin le despertaba algo profundo, algo potente, desconocido y tan fuerte como para ser capaz de declarar la guerra a un constante compañero suyo: el miedo.
No, todavía no era amor. Deseo quizá. Un deseo profundo. Pero no amor.
Erin no podía dormir. El beso de Tristan y saber a lo que se dedicaba le hicieron dar vueltas en la cama. No era el hombre para ella, al margen de lo que pensara su madre. Su madre se equivocaba. Tristan era demasiado intenso, demasiado desconcertante, demasiado de todo para ella.
Y besaba como un ángel.
Miró el reloj, aún no era media noche. Todavía estaba a tiempo de llamarle y decirle que ya no necesitaba que le acompañara al viaje. Era una mujer adulta e inteligente, mejor hacer el viaje sola y no arriesgarse a que Tristan Bennett le destrozara el corazón.
No, era demasiado tarde para llamarle. Además, no tenía su número de teléfono. Debía dormir. Se dio media vuelta en la cama y cerró los ojos.
Nada.
En dos minutos consiguió el número de teléfono de Tristan; mejor dicho, el número de teléfono de la casa del padre de Tristan. Marcó el número en el inalámbrico y, de pie al lado de la cama, esperó a que contestara. Hizo un esfuerzo por tranquilizarse. Lo único que tenía que hacer era decirle que había cancelado el viaje. Después, se dormiría.
Cinco toques de timbre. Seis…
–Bennett –respondió Tristan con voz ronca y adormilada.
Lo malo era que le había despertado, lo bueno que así Tristan podría levantarse tarde al día siguiente. Estaba segura de que se sentiría aliviado.
–Soy Erin –dijo ella paseándose por la habitación–. He cambiado de idea respecto al viaje, no me parece buena idea.
–Bien –murmuró él–. Buenas noches.
–¡Espera! ¿Es que no vas a preguntarme por qué he cambiado de idea?
–No.
–Lo que pasa es que no puedes besar a una chica y esperar que actúe como si nada. Creo que merezco una explicación.
–No hay explicaciones que valgan –respondió él–. Cosas de la vida.
–No tiene ninguna gracia.
–Te aseguro que no volverá a ocurrir.
–¡Por supuesto que no! Y respecto al viaje…
–¿Ya hemos dejado de hablar del beso?
–Sí, a menos que quieras decirme que el beso que nos hemos dado ha sido absolutamente perfecto y que casi no puedes comer, ni respirar, ni dormir.
–Lo he superado.
¿Y ahora qué? Ah, sí, el viaje. Dejó de pasearse y se sentó en la cama.
–Estoy pensando en suspender el viaje.
–¿Por el beso?
–No. Y ya hemos dejado de hablar del beso, ¿o se te ha olvidado?
–Perdona –ahora parecía algo más espabilado–. ¿Por qué quieres suspenderlo?
Por el beso. Por la posibilidad de más besos.
–Hay una subasta esta semana y he pensado que podría comprar las gemas ahí.
–Mentirosa –dijo Tristan.
–¿Cómo sabes que es mentira?
–Soy policía.
No se le había olvidado.
–¿Qué clase de policía? –preguntó, aunque no esperaba una respuesta directa. Solo quería ver qué decía él–. ¿En qué consiste tu trabajo exactamente?
–Investigo robo de coches a escala internacional.
–¿Sueles trabajar de incógnito?
–A veces.
–¿Puedes hablar de tu trabajo?
–No.
¡Menuda sorpresa! Quizá pudiera aguantar una semana con él; al fin y al cabo, Tristan no tenía intención de darle más besos. Y si mantenían las distancias, no le importaba ir con él. Posiblemente, se había precipitado respecto a suspender el viaje.
–Bueno, supongo que no estaría mal ir a Lightning Ridge a echar un vistazo a los ópalos.
Tristan suspiró sonoramente.
–¿Por qué no te lo piensas bien y me llamas por la mañana?
–Eso es lo que me gustaría, pero no consigo conciliar el sueño. Prefiero solucionarlo ahora y dormir luego.
–A mí también me gustaría dormir –comentó él.
No parecía inclinado a seducirla. Bien. Y ella no le estaba imaginando tumbado en la cama…
–Erin…
–¿Qué?
–Decídete de una vez.
Inconfundible, una orden. No le impresionaba. Estaba inmunizada a los soldados autoritarios.
–Vamos al viaje –lo había conseguido, había tomado una decisión.
–¿Estás segura?
–Me pasaré a recogerte mañana por la mañana a las ocho. Hasta mañana.
–Qué alivio –dijo él, y colgó.
* * *
Erin se despertó antes del amanecer. Preparó un almuerzo y metió el equipaje en el coche en tiempo récord, y solo un autocontrol a prueba de bomba le impidió presentarse en casa de Tristan dos horas antes de las ocho.
Le encantaba el inicio de un viaje, la posibilidad de descubrir cosas nuevas, quizá la piedra perfecta que pudiera inspirarle un diseño o una carretera de amplio horizonte, personas desconocidas, lugares escondidos… Se miró el reloj una vez más, las seis menos cuarto. ¿Estaría Tristan ya despierto?
Llegó a casa de Tristan a las siete y media. Llegaba con media hora de adelanto, pero no había podido evitarlo. Además, Tristan debía estar ya levantado.
La puerta tenía un viejo timbre de cobre, llamó. Después de medio minuto, oyó unos pasos. Cuando la puerta se abrió, vio a Tristan con solo unos vaqueros, el pelo mojado y revuelto y una toalla en la mano. Recién duchado y afeitado estaba muy guapo.
–Qué bien, estás casi listo –dijo ella, esforzándose por ignorar aquel torso digno de una escultura y salpicado de vello oscuro–. Y perdona, no es que quiera meterte prisa.
–Te has adelantado.
–Solo un poco.
Tristan se apartó para permitirle el paso. Vio el modelo antiguo de Ford de su madre y suspiró.
–Es un coche bastante cómodo –le aseguró ella.
–Lo sé, pero no puede compararse con el Monaro.
–Nos llevará adonde queremos ir –declaró ella con firmeza–. El Monaro llama demasiado la atención, y eso puede ocasionar muchos problemas.
–Lo sé –la sonrisa de Tristan era peligrosa–. ¿Por qué crees que nos gusta tanto?
Tristan cerró la puerta y echó a andar, dejándola sin más opción que seguirle.
Verle los músculos de la espalda mientras caminaba secándose el pelo la dejó atontada, así que decidió mirar a otro lado para distraerse.
Siguió a Tristan hasta un cuarto de estar. Tristan le había dicho que todos sus hermanos se habían independizado y que allí ya solo vivía su padre, pero la casa era acogedora y se notaba que ahí había vivido una familia. Vio un cinturón de kárate en una vitrina.
–¿Quién es el séptimo cinturón negro dan?
–Jake. Dirige una escuela de artes marciales en Singapur.
–¿Y los libros de aviones?
–Son de Pete. Ahora está en Grecia, pilotando aviones de recreo. Es un trabajo solo de temporada, de verano.
Al mirar una foto de un joven con el uniforme blanco de la marina, Tristan se adelantó a su pregunta:
–Ese es Luke. Es buceador de la marina. Te gustaría.
Erin enseñó los dientes.
–Cuánta testosterona –comentó ella con dulzura–. ¿Hay alguien de tu familia que tenga un trabajo normal?
–Hallie se dedica a la compra venta de objetos de arte chinos –respondió él–. Eso es bastante normal.
Sí, claro, normalísimo. Bueno, por lo menos había dejado de secarse el cabello. Pero ahora lo tenía revuelto, liso por algunos lados y en punta por otros, lo que le daba un aspecto de juvenil inocencia. Engañoso. Muy engañoso. Tristan no tenía nada de inocente. Ni tampoco era inocente su reacción a la casi desnudez de él. Y, a juzgar por el oscurecimiento de los ojos de Tristan y su inmovilidad, se había dado cuenta del efecto que había provocado en ella.
¡Qué espanto! Mejor respirar, pensó al tiempo que, rápidamente, desviaba la mirada hacia un póster de la película El rey y yo que colgaba de la pared, encima de la chimenea. Era lo único femenino de la habitación. Deborah Kerr enseñando a Yul Brynner a bailar el vals.
–¿El póster es de tu hermana?
–Sí, y los demás lo aguantamos por ella –respondió Tristan; al parecer, contento de la distracción–. Era la película preferida de Hallie.
La mujer que amansó a un orgulloso rey. Una chica criándose sin madre y rodeada de hombres. No le extrañaba que aquella película hubiera sido su preferida.
–Mi madre y yo volvimos a verla hace unos años –comentó ella suspirando–. Me encantó. Desde entonces, me vuelven loca los calvos. No te vendría mal un corte de pelo.
–No vas a convencerme de que me rape la cabeza.
–No, claro que no. Aunque…
–No.
En ese caso, si no se ponía una camisa por encima, iba a empezar a salivar.
–¿No crees que deberías vestirte ya?
–Lo haré, si dejas de hacerme preguntas –respondió él en tono sufrido.
Erin sonrió dulcemente.
–Te espero aquí.
Tristan casi había llegado a la puerta cuando ella abrió la boca una vez más.
–¿Quién colecciona coches de juguete?
–Réplicas en miniatura –le corrigió él con firmeza antes de desaparecer.
–Entendido –dijo Erin sin contener una amplia sonrisa.
Los coches de juguete eran de él.
Era como ir en coche con una alegre hada, pensó Tristan tres horas más tarde. Había probado con no hablar, con serias miradas, con conducir él… Nada. No había nada que contuviera la efervescencia de Erin. Su intención era llegar a Lightning Ridge por la noche, a novecientos kilómetros de Sídney. Ni siquiera habían cubierto la mitad del camino.
–¿Qué tal si jugamos a veo, veo? –preguntó ella.
–No.
–¿Y si paramos para comer?
–Todavía no es mediodía.
Erin suspiró.
–¿Quieres que volvamos a cambiar y conduzca yo?
Él llevaba conduciendo menos de una hora. Todavía no tocaba cambio de conductor.
–No. Pon un CD –se encontraban entre dos ciudades, hacía veinte kilómetros que no recibían ondas de radio.
–No me apetece oír música en estos momentos.
–¿Por qué no te duermes? –sugirió él esperanzado.
–Quizás después de comer. Ahora, ¿por qué no me cuentas algo de ti?
–¿No te parecía mejor no intimar demasiado? –preguntó él burlonamente.
Erin llevaba una camisa azul y pantalones grises, nada excepcional ni insinuante ni femenino; sin embargo, toda ella era femenina, delicada y sensual. Las pulseras acentuaban la delgadez de sus muñecas, los pendientes hacían que uno se fijara en la curva de su cuello.
¿Cómo iba a aguantar una semana así?
–Me resulta difícil seguir ese plan –respondió Erin con un suspiro–. He pensado que si te conociera mejor me resultarías menos interesante. Y, con un poco de suerte, hasta puede que me desagrades.
No era una mala idea, pensó Tristan. Lo mejor sería ayudarle un poco.
–¿Qué quieres saber de mí?
–Dime cómo es que acabaste trabajando en la Interpol.
–Tenían una plaza vacante en el departamento de coches robados. Querían a alguien que entendiera de coches y que pudiera trabajar de infiltrado. Yo cumplía los requisitos.
–¿Te gustaba ese trabajo?
–Me gustó durante un tiempo.
–¿Qué te hizo cambiar de parecer?
–Se hizo cada vez más peligroso y dejó de ser una especie de juego para mí –respondió Tristan con voz queda–. Maduré.
–Suena terrible –comentó Erin–. ¿No puedes decir algo positivo de tu trabajo?
–Sí. En una ocasión, trabajábamos para desmantelar un grupo que se dedicaba al robo de coches en Serbia. Era un negocio familiar. Pero aunque conocíamos a todos los implicados, no podíamos tocarles. El mayor de todos murió de un infarto, los hermanos se mataron entre sí en un intento por asumir el control del negocio y, al final, el resto de los mortales se vio libre de ellos.
–Vaya, gracias. A tus hijos les va a encantar que les cuentes este tipo de cosas cuando les acuestes.
–¿Qué hijos?
–Los tuyos. Tendrás hijos, ¿no?
–No he pensado en eso.
–¿Nunca?
–No.
–No eres un buen candidato para marido.
–Lo sé –declaró él con solemnidad–. Mis habilidades son de distinto tipo.
–No puedo imaginarme de qué tipo son.
–Sí, claro que puedes.
Erin se sonrojó, abrió la boca para hablar, le sorprendió mirándola y apartó los ojos.
Silencio. Por fin. Saboreó el momento. Le encantaba que un plan suyo diera resultados.
Se detuvieron a comer en Gulgong, volvieron a turnarse para conducir en Gilgandra y llegaron a Lightning Ridge justo cuando el sol se ocultaba tras una línea de tierra roja salpicada de arbustos. Nadie sabía exactamente el número de habitantes de aquel lugar, se rumoreaba que entre dos mil y veinte mil. Lightning Ridge estaba en mitad de la nada y lleno de excéntricos, mineros de ópalos, optimistas y buscadores de fortunas. Era el lugar perfecto para esconderse.
–¿Dónde vamos a hospedarnos? –preguntó él.
–No lo sé –Erin le sonrió–, pero este es un buen momento para decidirlo.
–Ya –respondió Tristan, preguntándose por qué le molestaba tanto que Erin estuviera dispuesta a lanzarse a un viaje sin meta fija.
Él siempre viajaba así. Trabajaba en la clandestinidad y debía ser flexible; además, le gustaba. Pero, por lo que él sabía, a las mujeres no les pasaba eso. A las mujeres les gustaba saber exactamente adónde iban y cuándo iban a llegar, tanto si se trataba de pasar fuera el fin de semana como de las relaciones.
–Vamos a probar ahí –Tristan indicó un motel un poco más adelante a la derecha.
–De acuerdo.
El motel tenía aire acondicionado, televisión vía satélite y precios normales.
–Puedo ofrecerles la unidad familiar, con dos dormitorios y cocina americana –dijo la recepcionista.
–¿Dos dormitorios separados?
–Sí.
–Nos gustaría verlo –dijo Tristan.
La mujer agarró una llave que colgaba de un gancho en la pared y la dejó encima del mostrador con gesto brusco.
–La última puerta a la izquierda.
A Erin le gustó la unidad familiar. Estaba limpia y era funcional, cómoda, y así no tenían que seguir buscando después de haber pasado el día en la carretera. Los dos dormitorios y el baño estaban arriba; la cocina y la zona de estar, abajo. De haber sido Rory su acompañante en aquel viaje no habría dudado un segundo en decidir quedarse ahí, pero no estaba con Rory, sino con Tristan y veía un problema de privacidad.
–¿Qué te parece? –preguntó ella tímidamente.
–Me parece bien –respondió él cautelosamente.
–De acuerdo, nos la quedamos –le dijo Erin a la recepcionista al tiempo que sacaba la tarjeta de pago.
Tristan, con el ceño fruncido, parecía a punto de protestar, pero ella le lanzó una mirada de advertencia. Estaba decidida a cubrir los gastos del viaje. Ya lo habían hablado.
–Dos noches –añadió Erin.
–Si se quedan tres noches les daré entradas para la piscina del pueblo.
¡La piscina del pueblo, menudo incentivo!
–Es posible que tres noches, aunque no es seguro –dijo Tristan sonriendo a la recepcionista.
La mujer se pasó una mano por el cabello coquetamente, ignorando el hecho de que, por edad, podía ser la madre de Tristan.
–Le avisaremos con tiempo –añadió él.
No tardaron mucho en llevar el equipaje a sus habitaciones. Tristan tenía una maleta pequeña con ruedas, Erin una mochila llena de ropa, una bolsa grande en la que llevaba la lupa de joyería, un cuaderno de dibujo y lápices de colores, y también una bolsa con comida. Tristan agarró su maleta y también la mochila de ella, dejándole solo su bolsa y la comida. Rory habría hecho lo mismo y ella habría aceptado su ayuda sin más, pero Rory era su hermano.
Que Tristan lo hiciera la dejó con las piernas temblando.
–¿Qué prefieres, la habitación con la cama grande o la que tiene dos camas pequeñas? –le preguntó Tristan desde el piso de arriba mientras ella dejaba la comida en al cocina americana.
–¿De qué color son las sábanas de la cama grande?
–Blancas.
Maldición.
–Todas las sábanas son blancas –dijo Tristan después de bajar a la cocina–. ¿Te importa mucho?
–No, no mucho.
No, claro que no le importaba de qué color eran las sábanas, cualquier color le sentaría bien a Tristan Bennett. Además, estaba la cuestión del tamaño. Tristan era mucho más grande que ella. Gloriosamente más grande. Respiró hondo, soltó el aire con un soplido y dejó de pensar en sábanas blancas, camas grandes y Tristan Bennett.
–Me quedo con la de las camas pequeñas –ya estaba, problema de camas resuelto. Y habitaciones cerradas a cal y canto–. ¿Qué prefieres, cenar aquí o salir a cenar fuera?
–Qué has traído de comida –preguntó él.
–Cosas para desayunar, algunas cosas para picar y un par de botellas de vino. Nada de lo que se pueda decir que es una cena, cena. Yo más bien me refería a si compramos comida preparada y la tomamos aquí o si salimos a cenar fuera. Depende de lo que te apetezca. Ah, y dejemos las cosas claras desde el principio, pago yo.
–No es necesario.
A Tristan no parecía gustarle que una mujer le mantuviera. Pero ella no estaba dispuesta a dejarle pagar; al menos, no así, de primeras.
–Considéralo como gastos de la empresa –dijo Erin–. Y en lo que se refiere a cenar, a mí me apetece una hamburguesa. ¿Y a ti?
–Una buena hamburguesa con salsa de barbacoa –dijo él–. Y, para que lo sepas, ningún contable me va a considerar gastos de la empresa.
Tristan sacó del monedero un billete de cincuenta dólares, lo puso encima del mostrador de la cocina y añadió:
–Tú te has encargado del desayuno y del almuerzo, la cena corre de mi cuenta. Y no admito discusión.
Había hablado con suavidad, pero su fría y directa mirada le advirtió que no le presionara.
–Está bien –respondió ella acompañando sus palabras con otra mirada fría y directa–. Pero para conseguir unas buenas hamburguesas con salsa de barbacoa necesitamos que alguien nos recomiende un sitio. Iré a hablar con la recepcionista, a ver qué dice.
La recepcionista, que se llamaba Delia, le ofreció más que consejos. Llamó a un local, pidió las hamburguesas y también que se las llevaran a sus habitaciones. Dos hamburguesas, una con doble ración de salsa barbacoa, y patatas fritas con salsa de pollo.
–¿Para quién son las patatas fritas? –preguntó Erin a la recepcionista.
–Para su marido. Se le ve con hambre.
Estupendo. Otra mujer decidida a darle de comer.
–No es mi marido –declaró ella–, solo mi compañero de viaje. Un chófer.
Delia lanzó una carcajada.
–Cariño, si ese hombre es un chófer, yo soy la reina de Saba –después de un momento, añadió–: Aunque, pensándolo bien, estaría guapísimo de uniforme.
Erin no quería imaginarle con un uniforme. Desgraciadamente, no pudo evitarlo.
–Tardarán veinte minutos en traerles la comida.
–No me importa esperar.
–¿Por qué le iba a importar entretenerse pensando en ese hombre con uniforme? –dijo Delia–. También puede distraerse pensando en lo bien que se lo pasaría quitándole el uniforme.
Cinco minutos después Erin estaba de vuelta en sus habitaciones. Le informó de que las hamburguesas estaban de camino y, mirándole con expresión extraña, declaró que no le interesaba en lo más mínimo el tipo de uniforme que llevaban los policías de Interpol.
–No tiene importancia –respondió él observándola mientras Erin, en un despliegue de actividad, empezó a trajinar por la cocina: colocó los platos en la mesa, rebuscó en los armarios y le dio una botella de vino blanco para que la abriera.
–¿Vamos a beber? –preguntó él.
–Yo sí –respondió Erin–. Necesito distraerme.
–¿Por qué?
–Por ti.
–¿Te importaría explicarte?
–No, de ninguna manera –declaró ella con firmeza al tiempo que, por fin, encontraba las copas, que dejó también encima de la mesa–. Sirve el vino.
Tristan llenó dos copas. Quizá Erin tuviera razón, posiblemente el vino le obnubilara la razón y pudiera pasar la noche sin cometer una estupidez, como dar rienda suelta a la atracción mutua de ambos. O… no.
–¿Y si el vino no consigue distraerte? –preguntó él–. ¿Y si hace que pienses más en lo que tratas de evitar?
–Mejor no pensarlo –respondió ella alzando su copa–. Por los ópalos que voy a comprar, por los extraordinarios diseños que voy a realizar, por lo famosa que me voy a hacer y por el control de los impulsos respecto a los hombres con uniforme.
–Yo no llevo uniforme –dijo Tristan.
–No necesitaba saber eso.
Tristan se encogió de hombros y contuvo una sonrisa.
–Por tu éxito –dijo él.
–Gracias.
Les llevaron la comida diez minutos después. Las hamburguesas estaban buenas, pero las patatas estaban mejor.
–Buena idea –comentó Tristan señalando las patatas fritas amontonadas en un plato del que los dos picaban.
–Ha sido idea de Delia –observó Erin–. Me ha dicho que tenías cara de pasar hambre.
–¿Quién es Delia?
–La recepcionista –Erin le miró con curiosidad–. A las mujeres les gusta darte de comer, ¿verdad? ¿A qué crees que se debe?
–Supongo que al instinto maternal –respondió Tristan–. Además, ya sabes, la mejor manera de conquistar a un hombre es con comida.
–¿Te ha conquistado Delia?
–Todavía no, pero es una buena candidata.
–¿Te hacía alguien la comida cuando estabas en Inglaterra?
Tristan sabía lo que Erin le estaba preguntando y le pareció un buen momento para decirle lo que opinaba al respecto.
–No todos los días.
–¿Con frecuencia?
–No, tampoco con frecuencia.
–Yo no tengo ganas de darte de comer –declaró ella con solemnidad.
–¿No tienes instinto maternal?
–No.
–Me alegro –dijo Tristan.
Erin sonrió.
–Cuando pienso en ti solo pienso en apasionado sexo y en perder el sentido. En fin, supongo que no soy la primera que te lo dice.
–¿No tienes instinto de supervivencia? –preguntó Tristan. Él también pensaba en eso, el cuerpo se le endureció al imaginarse desnudando a Erin y poseyéndola ahí mismo, en la cocina–. ¡Maldita sea, Erin!
Tristan cerró los ojos y trató de recordar por qué no quería acostarse con Erin Sinclair, ni en la cocina ni en ningún otro sitio.
Lo recordó: Erin era peligrosa. Tanto si lo que quería era arrebatarle el corazón como si no, Erin Sinclair era capaz de llegarle a lo más profundo de su ser, y por nada del mundo quería que le ocurriera eso. No, no podía correr ese riesgo. No iba a permitirlo.
–Bebe –le ordenó Tristan, dolorosamente consciente de que si Erin le presionaba, y mejor que no ocurriera, si Erin le lanzaba una invitación con la mirada, sería incapaz de contenerse.
–Buena idea –dijo ella. Y agarró la copa con manos ligeramente temblorosas–. Creo que necesitamos alguna otra distracción.
Tras esas palabras, Erin se levantó de la mesa y salió de la estancia. Al volver, tenía un cuaderno de dibujo en una mano y lápices de colores en la otra.
–¿Qué vas a hacer?
–Voy a hacerte un retrato.
–¿Por qué?
–Voy a objetivizarte.
A él le pareció razonable.
–¿Quién te enseñó a dibujar?
–Mi madre primero; después, fui a clases de dibujo. Para una diseñadora, es muy útil –movía el lápiz con soltura–. Pon expresión de preocupado.
–¿Qué?
–Que pongas expresión de preocupado. Piensa en cualquier cosa que te preocupe.