Pasión y seducción - Diana Palmer - E-Book
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Pasión y seducción E-Book

Diana Palmer

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Beschreibung

Estaba a punto de casarse, pero no con el hombre al que amaba. A la periodista Wynn Ascot le gustaba cubrir las noticias del pueblo, y comprendía que McCabe Foxe, corresponsal de guerra, tuviera que viajar por todo el mundo enfrentándose al peligro. Tras recibir una herida de bala, McCabe volvió a casa, demasiado cerca para la tranquilidad de Wynn. Él era para ella tan peligroso como excitante. Wynn estaba a punto de casarse con otro hombre, pero ahora tendría que buscar la verdad… en su propio corazón.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 1984 Diana Palmer

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Pasión y seducción, n.º 1475 - julio 2014

Título original: Roomful of Roses

Publicada originalmente por Silhouette® Books

Publicada en español en 2004

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-4619-7

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

Hacía un espléndido día de primavera en el condado de Creek, aunque algo caluroso. Wynn Ascot dejó su cámara y el resto del equipo en el asiento trasero de su Volkswagen, y se sacó el suéter antes de salir del coche y subir los escalones de la cafetería-restaurante de la señora Baker. En el techo había un ventilador, y la joven sintió su frescor nada más entrar. Verdaderamente se agradecía. La señora Baker estaba tras el mostrador, charlando con el viejo señor Sanders, pero alzó la vista en cuanto vio entrar a Wynn.

—Holgazaneando, ¿eh? —la picó la mujer de cabello entrecano.

Wynn sonrió y saludó al encorvado señor Sanders antes de contestar.

—¿Quién tiene ganas de encerrarse en una oficina delante del ordenador en un día tan maravilloso como éste? —le dijo a la dueña de la cafetería riéndose suavemente—. Me encubrirás, ¿verdad? —añadió con aire conspirador.

—Escribe un artículo sobre mi muchacho y te guardaré el secreto.

—¿Ha hecho Henry algo digno de mención?

—Esta mañana ha pescado un róbalo de siete kilos —respondió la señora Baker con orgullo de madre.

—De acuerdo, dile que lo traiga a mi oficina sobre las dos y le haré una foto con él para el periódico —accedió Wynn sentándose en uno de los altos taburetes—. ¿Me pones una limonada bien fría? Tengo la garganta seca.

—Bueno, ¿y qué noticia estás cubriendo hoy? —intervino el señor Sanders con una sonrisa—. ¿Algún incendio?, ¿un accidente?

Wynn tomó un sorbo del refresco que la señora Baker le acababa de colocar delante.

—Pues... John Darrow ha conseguido que los de la asociación ecologista le ayuden a diseñar un plan para hacer un estanque en su granja, para poder tener agua en el caso de que venga una sequía.

El señor Sanders asintió con la cabeza.

—Ed ha dicho que toda la lluvia que hemos tenido a principios del año sólo puede significar una cosa: que este verano habrá sequía —dijo citando a su vecino, un granjero de ochenta y dos años que tenía fama por sus exactas predicciones meteorológicas.

Wynn tomó otro sorbo de su bebida antes de contestar con buen humor:

—Espero que al menos por esta vez se equivoque. Eso sí que sería un notición. Creo que iré a sacarle una foto y a pedirle que me prediga el tiempo para el resto del verano.

—Oh, eso le encantaría, te lo aseguro —le dijo la señora Baker—. Además tiene nietos en Atlanta. Podría mandarles un ejemplar.

—Será lo primero que haga mañana —les prometió Wynn. Dejó escapar un suspiro y se apoyó en la barra—. ¿Por qué no me buscaría yo un trabajo de ocho horas como las personas sensatas, de esos que al final de la jornada puedes volver a casa, tirarte en el sillón, y olvidarte de todo?

—Porque sabes que lo detestarías —contestó la mujer riéndose—. ¿Cómo está tu tía Katy Maude?

—Oh, bien, bien, está en las montañas del norte de Georgia, visitando a su hermana Cattie —respondió Wynn con una sonrisa.

—Pues mándale saludos cuando hables con ella —le dijo la señora Baker—. Bueno, ¿y cuándo os casáis Andy y tú? Lucy Robbins anda diciendo por ahí que os casáis este verano.

La joven volvió a suspirar.

—No, estamos pensando en esperar hasta septiembre y tomarnos una semana libre para la luna de miel —dijo esbozando una sonrisa, e intentando imaginarse casada con Andrew Sloane.

Tenían una relación cómoda, sin sobresaltos, y él, sabiendo que era virgen, nunca había tratado de presionarla. De hecho, cada vez que quedaban era para salir a cenar, ir al cine o al teatro, alquilar una película... A menudo Wynn se preguntaba si cuando se casaran no sería exactamente igual. Bueno, tal vez Andy no fuera la persona más aventurera del mundo, pero así, al menos, no se iría como McCabe, a miles de kilómetros como corresponsal de guerra...

—¿Y cuándo os caséis, será McCabe el padrino? —le preguntó la señora Baker, como si estuviera leyendo sus pensamientos.

Sólo oír su nombre de labios de otra persona hacía que una cierta desazón invadiera a la joven. McCabe Foxe no era su tutor legal ni nada parecido, simplemente era el albacea testamentario designado por su padre, la persona que se encargaba de que recibiera cada mes su asignación hasta que cumpliera los veinticinco años o se casara. Pronto cumpliría los veinticuatro, y para entonces ya estaría casada con Andy, y McCabe, por fin, desaparecería de su vida, diluyéndose en el pasado.

—No lo creo —le contestó por fin a la señora Baker, forzando una sonrisa de circunstancias—. Ahora mismo está en Centroamérica, cubriendo las últimas refriegas... y acumulando material para su próxima novela de aventuras, sin duda —añadió con cierto retintín.

—¡Qué maravilla!, ¿verdad? —suspiró la mujer con ojos soñadores—. ¡Imagínate, llevar una vida tan emocionante...! ¡Y pensar que se ha convertido en un autor de éxito cuando hasta hace sólo un par de años vivía a unos pasos de ti! Parece que fue ayer cuando empezó a trabajar con tu padre para esa agencia de noticias.

Pensar en eso incomodaba a Wynn. No le gustaba recordar esos años.

—Tu padre era un periodista de primera —intervino el señor Sanders—. Todo el mundo recuerda sus reportajes.

Wynn sonrió con cariño.

—Todavía sigo echándolo muchísimo de menos. No sé qué habría hecho si mi tía no se hubiera hecho cargo de mí cuando murió en aquel tiroteo. Nunca me había sentido tan perdida.

—Y fue una suerte que tu padre dejara en su testamento a McCabe a cargo de tu herencia —dijo la señora Baker—. Tu madre te había dejado una propiedad bastante grande, y tú eras sólo una adolescente cuando tu padre murió.

Wynn apuró su bebida y dejó el vaso sobre el mostrador.

—En fin, creo que ya es hora de que vuelva con los demás esclavos —dijo haciendo una graciosa mueca y levantándose—. Hoy tenemos un día muy ajetreado, porque tenemos que mandar el periódico a la imprenta, y conociendo a Edward empezará a llamar a todo el condado para averiguar dónde me he metido. Nadie se escapa cuando hay que terminar la redacción de un número.

—Yo también tengo que irme —farfulló el señor Sanders poniéndose de pie—. La señora Jones se preocupa cuando me retraso. No sé cómo pude arrastrarme por las trincheras en Francia durante la guerra sin ella detrás para empujarme —añadió enarcando las cejas—. Esa mujer no me deja respirar.

—Deberías sentirte afortunado por tener a una empleada del hogar que se preocupa tanto por ti, viejo gruñón —lo regañó la señora Baker meneando el índice en su dirección.

—Supongo que tienes razón, Verdie —suspiró el hombre.

Wynn se rió.

—Mi tía Katy Maude también se preocupa en exceso por mí —les confesó—. Por eso me independicé en cuanto tuve edad. Aunque tampoco me dejó irme muy lejos: ¡me hizo alquilar la casa de al lado...!

—Pues a mí no me parece bien que una chica joven como tú viva sola —replicó la señora Baker frunciendo el ceño y adoptando el papel de gallina clueca—. Además, es absurdo: tu tía en una casa y tú en otra... Sería mucho más lógico que te...

Wynn, que se veía venir una retahíla de media hora, lanzó un rápido vistazo al reloj.

—¡Vaya!, no sabía que era tantarde —la interrumpió, dejando un cuarto de dólar sobre el mostrador, y esbozando una sonrisa a modo de disculpa—. Me encantaría quedarme a charlar, de verdad, pero si no me marcho ya, Edward me matará. ¡Hasta luego!, ¡adiós, señor Sanders!

Y salió de la cafetería, reprimiendo una sonrisilla maliciosa, antes de que la señora Baker pudiera detenerla.

Sin embargo, el buen humor de la joven se desvaneció cuando hubo arrancado su pequeño coche y se dirigía hacia Redvale por la monótona carretera, salpicada sólo por unas pocas granjas y almacenes. Pensar en McCabe la había dejado preocupada. Era completamente ridículo. ¿Por qué tenía que preocuparse? McCabe era mayorcito para saber los riesgos que corría. Además, ¿qué necesidad tenía de seguir trabajando como corresponsal de guerra? ¿No había conseguido ya bastante reconocimiento y suficiente dinero como para vivir tranquilo el resto de su vida? No, el periodismo era para él como el tabaco para quien no puede dejar de fumar. Pero ella era tan tonta que no podía dejar de preocuparse por él, aunque no quisiera admitirlo, y había llegado a dejar de ver los telediarios para no saber lo que estaba pasando en Centroamérica. No podía soportar el pensamiento de que lo hirieran.

Pero, ¿por qué?, ¿por qué tenía que preocuparse por él? Después de todo, nunca se habían llevado bien, y la última vez que habían hablado, la charla no había sido precisamente cordial. McCabe se había subido por las paredes cuando le dijo que iba a entrar a trabajar en el Courier, el periódico local de Redvale. Había sido una conversación telefónica, de las pocas veces que McCabe la había llamado, y la había amenazado, entre otras, con cortarle la asignación mensual si no desistía en su empeño.

Ella, por supuesto, le había dicho que adelante, que lo hiciera. Podía mantenerse por sí misma. A partir de ese momento el tono de la conversación había ido subiendo, y Wynn había acabado colgándole furiosa en medio de una frase, y se había negado a contestar cuando el teléfono empezó a sonar de nuevo. Una semana después, recibiría una áspera carta de él, en la que le decía que suponía que un trabajo de reportera en un periódico local no sería demasiado peligroso, pero prácticamente le prohibía que cubriera noticias que pudiesen hacer peligrar su integridad física, y la amenazaba con volver y sacarla a la fuerza de la oficina del periódico si no le hacía caso.

Wynn se recostó en el asiento y resopló. ¡Sería arrogante! ¿Cómo podía haberlo nombrado su padre albacea testamentario de todos sus bienes? Cierto que habían sido amigos, durante años, pero era tan ridículo que hubiese nombrado albacea a alguien que no era de la familia... Lo lógico habría sido nombrar a su tía, Katy Maude. De hecho, había sido su tía quien se había hecho cargo de ella cuando él había estado fuera del Estado o del país cubriendo alguna noticia.

¿Dónde estaría McCabe en ese momento?, se preguntó. Un par de días atrás, había oído en la cafetería de la señora Baker a dos hombres comentar una noticia sobre dos reporteros que habían muerto en Centroamérica. Se le habían puesto las manos frías y sudorosas y, sin poder reprimirse, se había vuelto y les había preguntado si sabían de qué nacionalidad eran. Franceses, le habían contestado, y ella se había ido a casa y había llorado de puro alivio. ¡Ridículo!, ¡era totalmente ridículo! Estaba comprometida, iba a casarse, y McCabe nunca había sido nada para ella excepto un dolor de cabeza.

Camino de la oficina del Courier, tenía que pasar forzosamente por delante de su casa, y le extrañó ver una ventana del piso de arriba entreabierta, y la cortina ondeando suavemente con la ligera brisa que se había levantado. ¡Que raro! No recordaba haberla dejado abierta... En fin, se dijo encogiéndose de hombros mentalmente. Con el jaleo que habían tenido los últimos días andaba con la cabeza en otro sitio, y además, tampoco parecía que fuera a llover, así que, ¿qué importaba?

Cuando llegó al edificio del Courier, se chocó con Kelly Davies en la entrada, un compañero del trabajo.

—¡Ah, hola, Kelly! —saludó al alto joven.

—¿«Hola, Kelly»? —repitió él cruzándose de brazos—. ¿Se puede saber dónde te habías metido? Ya casi ni me acordaba de que trabajas aquí. De hecho, creo que Edward tampoco debe acordarse, porque ya ha vuelto a mandarme cubrir otra de esas escabrosas noticias de sucesos.

—Vaya, lo siento —murmuró ella frunciendo las cejas—, ¿de qué se trata?

—Un accidente en la autopista —contestó Kelly—. Un muerto y tres heridos. La patrulla de policía acaba de llegar al lugar.

—¿Se sabe ya algún nombre?

Kelly meneó la cabeza.

—Espero que no sea nadie que conozca —murmuró con una débil sonrisa.

Wynn sabía a qué se refería. Era lo malo de trabajar como reportero en el periódico local de una pequeña ciudad. Dos de cada tres veces conocías a las víctimas, aunque sólo fuera de vista.

—¿Nos llamarás cuándo sepas algo más? —le preguntó.

—Llamaré antes de volver —le prometió él.

Se despidieron, y Wynn entró en el edificio. Edward Keene, su jefe, y dueño del periódico estaba de pie junto a Judy, la compositora, una chica morena sentada frente a un ordenador. Frunció las pobladas cejas blancas y entrecerró los ojos mientras examinaba la galerada que tenía en su mano.

—Bien, pero no te olvides de corregir esa línea —le dijo a Judy, para luego volverse hacia Wynn con una mirada furibunda—. ¿Sabes qué día es hoy? ¿Te das cuenta de que prácticamente estoy haciendo el periódico solo, y tratando de ayudar a Judy a hacer la copia para la lectura de pruebas y a encajar los anuncios, y...?

—Traigo fotos —le dijo ella con una sonrisa, sosteniendo en alto su cámara de fotos—. Buenas fotos. Rellenarán espacio.

—¿Fotos de qué? —gruñó Edward con los brazos en jarras—. ¿De ese estanque de John Darrow?

—Y del incendio de esa casa en la calle Harrow, y del nuevo puente que han hecho a la altura de la circunvalación de City Union.

Edward respiró aliviado y esbozó una media sonrisa

—Buena chica.

—Sabía que eso te tranquilizaría. Y con las fotos que traiga Kelly del accidente, ya tendremos por los menos cuatro para la portada, y dedicarle a cada noticia unas... ¿cuatro columnas?

—Por eso te contraté —murmuró Edward sonriendo más ampliamente y asintiendo con la cabeza—. Sí, creo que con eso bastará.

—Le llevaré el carrete a Jess para que lo revele —dijo Wynn.

—Bien —murmuró su jefe—. Ah, oye... cuando se lo hayas dado..., ven a mi despacho un momento, ¿de acuerdo?

A Wynn le pareció notar cierta vacilación en su voz y una expresión extraña en su rostro, pero asintió con la cabeza y se dirigió al cuarto oscuro. Era el día más ajetreado de la semana, el día en que tenían que acabar la edición semanal para mandarla a la imprenta. Todo el mundo en la oficina estaba raro ese día.

Le entregó el carrete a Jess con una sonrisa ante la cara de agobio de su compañero.

—Podríais tener un poco de compasión conmigo para variar. Me lo traéis todo a última hora —masculló éste.

—Te prometo que no volverá a pasar... —le dijo Wynn—, al menos en una semana.

Pero Jess no se rió, sino que le lanzó una mirada asesina.

—Bueno, sólo tienes que hacer tres fotograbados a media tinta, cada uno de cuatro columnas: uno del incendio, otro del nuevo puente, y otro del estanque.

—Genial, aquí estoy, con tres trabajos urgentes, uno de ellos para las dos de la tarde, y encima... —masculló mientras Wynn salía y lo dejaba hablando solo.

Cuando se asomó al despacho de Edward, éste se hallaba sentado frente a su escritorio, medio oculto entre un montón de papeles.

—Bueno, siéntate —le dijo el hombre con cierta impaciencia, señalándole una de las dos sillas con brazos que había frente a su escritorio. Se quitó las gafas y entrelazó las manos sobre la mesa.

—¿Qué pasa? ¿De qué quieres hablarme? —inquirió Wynn mirándolo insegura. Estaba empezando a preocuparse. Edward estaba verdaderamente... raro.

—Bien, verás... lo cierto es que...

—¿Es mi tía? ¿Le ha pasado algo? —le preguntó Wynn sobresaltada, sentándose al borde de la silla.

—No, no, nada de eso —se apresuró a tranquilizarla su jefe. Carraspeó, la miró un momento, y finalmente le soltó—: Diablos, podrías mantenerte al día de lo que pasa en Centroamérica, así no tendría que ser yo quien te diera la noticia de sopetón.

A Wynn se le fue el color del rostro, y se agarró con tal fuerza a los brazos de la silla, que los nudillos se le pusieron blancos.

—¡McCabe...! —musitó en un hilo de voz—. ¡Le ha pasado algo a McCabe...!

—Está bien, está vivo —le dijo Edward—. Le han herido pero no es grave.

Wynn suspiró aliviada y se recostó en el asiento. Los músculos de su cuerpo parecían haberse reblandecido con el susto.

—¿Le disparó un francotirador? —inquirió.

—Algo así —respondió Edward, sacando de debajo de los papeles un ejemplar de un diario de Atlanta, lo abrió por la sección de noticias internacionales, lo dobló, y se lo pasó.

Wynn escudriñó la hoja y leyó uno de los titulares que aparecían en el margen derecho: CORRESPONSAL DE GUERRA HERIDO. Al lado había una pequeña foto de McCabe, y Wynn entrecerró los ojos, tratando de comprobar si había cambiado mucho en aquellos años, pero la imagen era demasiado oscura y no se distinguían bien sus facciones. Leyó el texto bajo el titular, apenas una reseña, donde se decía que McCabe había resultado herido mientras cubría una noticia, y se especulaba acerca de la posibilidad de que el incidente estuviera relacionado con la muerte de los dos periodistas franceses a principios de esa semana. Añadía que McCabe había sufrido una paliza por parte de sus atacantes, que tenía un ligamento de la pierna roto, y secuelas por una contusión en la cabeza, pero estaba vivo.

—No dice dónde está ahora —murmuró.

—Um... Sí, bueno, me temía que te preguntarías eso... La verdad es que habría sido raro que no te lo preguntases... —balbució Edward.

Wynn se quedó mirándolo sin entender nada.

—Edward, ¿dónde está?

—¿No has visto...? Es decir, cuando has pasado con el coche por delante de tu casa... ¿no has visto...? —farfulló su jefe por toda respuesta.

Los ojos de Wynn se abrieron como platos.

—¡¿Está en mi casa?! —casi gritó—. ¿Qué está haciendo en mi casa?

—Recuperarse —le contestó Edward contrayendo el rostro—. Bueno, es que el motel estaba cerrado por reformas... No tenía otro lugar donde quedarse.

—¿Y por qué no contigo? —le espetó Wynn, que no podía dar crédito a lo que oía.

—No tengo ninguna habitación libre.

—¿Y qué? ¡Podía haber dormido en tu sofá!

—¿En su estado? No podría hacerle eso a un hombre herido.

—Me da igual que esté herido —le respondió ella furiosa—. No puede quedarse en mi casa. Mi tía estará de vuelta dentro de unas semanas y ha sufrido un amago de infarto hace poco. No le vienen bien las discusiones.

—Pero si yo nunca te he visto discutir con tu tía —repuso Edward.

—Con ella no, pero con McCabe discuto a todas horas. No hay una sola cosa en la que estemos de acuerdo. ¡Y Andy pondrá el grito en el cielo!

—Oh, por Andy no tienes que preocuparte —murmuró su jefe haciendo un gesto desdeñoso con la mano—. Andy es uno de esos tipos liberales. No le molestará en absoluto.

—¿Estamos hablando del mismo Andrew Sloane? —inquirió Wynn—. ¿De mi prometido, el que fue a la cadena de televisión local para quejarse de un anuncio de teatro en el Daily Bugle de Ashton en el que salía una mujer desnuda de cintura para arriba?

Edward se frotó la nuca.

—Hmm... Bueno, sí, tal vez tengas un pequeño problema con Andy.

—Pues arréglalo tú, ha sido idea tuya.

—No exactamente. Fue él quien lo sugirió —le explicó su jefe—. Me llamó para preguntarme si habíamos visto la noticia en el periódico, y claro, le dije que sí, y al saber en qué estado estaba... yo pensé que no te importaría... después de todo es tu tutor.

—¡No es mi tutor! ¡Sólo es el albacea de mi padre! ...Además de mi tormento, y mi peor enemigo, ¡y a ti no se te ha ocurrido otra cosa más que dejar que se meta en mi casa!

—Oh, vamos, Wynn, casi no puede andar. ¿Cómo iba a apañárselas solo?

—¿Que cómo...? —repitió ella exasperada—. Es corresponsal de guerra y puro nervio, ¡seguro que sería capaz de sobrevivir sin agua en el desierto! Además, ¿no vive su madre en Nueva York? ¿Por qué no se va con ella?

—Ha salido del país en cuanto se enteró de que volvía de Centroamérica —respondió su jefe riéndose—. Ya sabes cómo es Marie. Le aterra la idea de que ponga un pie por allí. En una semana despediría a los sirvientes y haría remodelar toda la casa.

—¡Es increíble! ¡Es su madre! Esa mujer siempre ha encontrado excusas para evitarlos a él y a su padre.

—Vamos, Wynn, está herido, ten compasión. No puedes ponerlo en la calle.

Ella frunció los labios.

—Tú no conoces a McCabe como yo —masculló.

—Además, quiere conocer a tu prometido —le dijo Edward, que ni siquiera estaba escuchándola—. Le preocupa tu futuro.

Wynn soltó una carcajada de incredulidad.

—Lo que quiere es dictar mi futuro, que es muy distinto —gruñó, poniéndose de pie—. Pues no voy a consentírselo.

—¿Adónde vas?

—A las trincheras —respondió ella—. ¿Dónde está mi escopeta?

—Pero el periódico...

—Ya lo leeré luego —farfulló Wynn saliendo de su despacho.

—¡«Nuestro» periódico! —casi rugió Edward mientras la seguía—. ¡El que no lograremos sacar mañana si no sales ahí fuera y te pones manos a trabajar!

—Hay tiempo. Estaré de vuelta en una hora. Además, ni siquiera he almorzado.

Edward levantó las manos.