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El jardín es escuela porque allí aprendemos a estar con otros, a salir de nosotros mismos. Los chicos van al jardín para ser verdaderamente escuchados y para habitar otras vidas a través de los relatos que allí se construyen. Van a preguntar y a preguntarse, a mirar y a mirarse, a través de la lente amorosa del juego. Van para abrirse a una conversación que los humaniza como infancias y que devuelve infancia a la humanidad toda. Van a hablar con sus propias palabras, porque en la sala (que es un aula) del jardín (que es una escuela) la palabra está abierta para hacerla propia. En este libro se recorren los sentidos escolares específicos del nivel inicial, para reafirmar todo aquello que este hace por ser una forma -especial, potente y singular- de escuela: dar tiempo, abrir la experiencia, insuflar vida a determinados objetos, contagiar cierto amor al mundo, invitar a "hacer juntos" reuniendo a los semejantes en el territorio de lo común, dar balbucear las distintas lenguas que nos habitan.
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Seitenzahl: 538
Veröffentlichungsjahr: 2020
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Daniel Brailovsky
Pedagogía del nivel inicial: mirar el mundo desde el jardín
Brailovsky, Daniel
Pedagogía del nivel inicial: mirar el mundo desde el jardín / Daniel Brailovsky. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Centro de Publicaciones Educativas y Material Didáctico, 2020.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-538-793-5
1. Pedagogía. 2. Educación Inicial. 3. Docentes de Nivel Inicial. I. Título.
CDD 372.218
Corrección de estilo: Liliana Szwarcer
Diseño de cubierta: Pablo Gastón Taborda
Diagramación de interior: Patricia Leguizamón
Ilustración de cubierta e interior: Laura Jaite
Los editores adhieren al enfoque que sostiene la necesidad de revisar y ajustar el lenguaje para evitar un uso sexista que invisibiliza tanto a las mujeres como a otros géneros. No obstante, a los fines de hacer más amable la lectura, dejan constancia de que, hasta encontrar una forma más satisfactoria, utilizarán el masculino para los plurales y para generalizar profesiones y ocupaciones, así como en todo otro caso que el texto lo requiera.
1º edición, noviembre de 2020
Edición en formato digital: diciembre de 2020
Ediciones Novedades Educativas
© del Centro de Publicaciones Educativas y Material Didáctico S.R.L.
Av. Corrientes 4345 (C1195AAC) Buenos Aires - Argentina Tel.: (54 11) 5278-2200
E-mail: [email protected]
ISBN 978-987-538-793-5
Conversión a formato digital: Libresque
No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446.
A las maestras y maestros de nivel inicial que, desde el confinamiento, han seguido haciendo escuela.
Y a Leia, espejo constante de estas escrituras, y de tanta travesía a lo largo de nuestras infancias.
Daniel Brailovsky. Doctor en Educación. Licenciado en Educación Inicial. Maestro de Nivel Inicial. Profesor de Educación Musical. Magíster en Educación. Profesor investigador en UNIPE. Integra el equipo docente del Diploma Superior en Pedagogías de las diferencias (FLACSO). Profesor universitario en grado y posgrado. Ha dictado materias teóricas y metodológicas en Universidad Nacional de Río Negro (UNRN), Universidad del Comahue (CURZA), Universidad Torcuato Di Tella y UAI, entre otras. Profesor de formación docente en el ISPEI Sara Eccleston, donde se desempeña actualmente como coordinador del Campo de Formación General. Investiga en el área de Pedagogía y Cultura Escolar. Formador y capacitador de docentes, coordina distintos proyectos web y ha incursionado en la didáctica del tango dictando el trayecto pedagógico de los Masters para Maestros de Tango en la Escuela Argentina de Tango. Ha realizado tareas de asesoramiento para organismos gubernamentales, no gubernamentales y para UNESCO. Participó en numerosos encuentros y congresos, y escribió artículos sobre temas de Nivel Inicial, Pedagogía y Didáctica, que fueron publicados en revistas de educación y en libros de los que participó como autor, coautor o compilador: La Didáctica en crisis (Noveduc, 2001), Dolor de escuela (Prometeo, 2006), Interés, motivación, deseo. La pedagogía que mira al alumno (Noveduc, 2007), Sentidos perdidos de la experiencia escolar (Noveduc, 2008), El juego y la clase: Ensayos críticos sobre la enseñanza post-tradicional (Noveduc, 2011), La escuela y las cosas. La experiencia escolar a través de los objetos (Homo Sapiens, 2012), Estrategias de escritura en la formación. La experiencia de enseñar escribiendo (Noveduc, 2014), Didáctica del Nivel Inicial en clave pedagógica (Noveduc, 2016), Pedagogía entre paréntesis (Noveduc, 2019). Ha recibido en dos oportunidades (2011, 2016) menciones de honor en el Premio Isay Klasse de la Fundación El Libro, que cada año destaca los mejores libros de educación. Ha creado y desarrolla junto a Ángela Menchón el proyecto www.nopuedonegarlemivoz.com.ar
[email protected] / [email protected]
daniel.m.brailovsky
@danibrai
Hace algunos años, en el libro Didáctica del nivel inicial en clave pedagógica (Noveduc, 2016) hice el ejercicio de pensar algunos asuntos de la agenda didáctica clásica del nivel inicial, echando mano de una cierta forma de reflexión pedagógica. El espíritu de ese trabajo era el de tratar esos temas despojándolos de todo sesgo técnico y abrirlos a dimensiones históricas, políticas y filosóficas de la educación. Es decir, pedagógicas. Entonces, hablaba de la enseñanza y la planificación, de las unidades didácticas, los proyectos y las secuencias, del juego-trabajo, de la evaluación, de los materiales, del juego, y procuraba entablar una discusión entre el “cómo se hace” y el “cuál es su sentido”. En la Introducción de aquel libro expresaba que la enseñanza en el nivel inicial no necesitaba ofrecer solo una lista ordenada de “cómohacerlos”, sino más bien entablar una conversación en el camino. Y decía también que la didáctica de nuestro nivel necesita seguir acercándose al terreno de la reflexión abierta, de la enseñanza creativa e imaginativa, y desprenderse de sus mitos, tabúes, mandatos y prohibiciones. Correrse del lugar místico que se le otorga a veces, cuando las propuestas teóricas y prácticas son interpretadas como verdades inamovibles, que el maestro debe absorber para estar “actualizado”. Esa urgencia –pensaba entonces– nos obstruye la posibilidad de constituir al pensamiento didáctico como un espacio con permisos, con muchas voces, en el que los autores sean cada vez menos parecidos a semidioses iluminados, y cada vez más interlocutores calificados que invitan a hacer pero también a pensar, a crear, a inventar y a experimentar. Desde entonces, este interés no ha hecho más que crecer. Me refiero al interés por pensar la educación infantil desde un ángulo en el que las prácticas sean el resultado de posicionamientos éticos, estéticos y políticos, además (e incluso antes que) de metodologías y procedimientos.
Con cierta continuidad y profundización de los planteos de ese libro, entonces, fue concebida esta Pedagogía del nivel inicial. Resistimos la tentación (bellamente simétrica) de ponerle como subtítulo “en clave didáctica”, porque en rigor no es la didáctica aquello de lo que se echa mano esta vez, sino cierta forma de mirar, una mirada sensible y más bien narrativa, que nos ha impulsado a nombrarlo con la imagen poética y pedagógica de “mirar el mundo desde el jardín”.
He escrito este libro tras varios años de viajar continuamente a distintas ciudades del país. A grandes capitales y a pequeñas localidades, convocado a veces por colectivos de docentes o por grupos de directoras o supervisoras que se organizaron para reunirnos y aprender juntos. Otras veces, fui invitado por las direcciones del nivel o a participar de la implementación de proyectos interesantes. Y también a eventos académicos, congresos, jornadas, defensas de tesis, etcétera. En cada ocasión, he podido ver y escuchar acerca de las tareas de docentes de nivel inicial, sus planteamientos, sus preocupaciones, sus atravesamientos, sus broncas, sus luchas. Y en el aislamiento por el COVID-19, esa mezcla de retraimiento forzado, esa interrupción violenta, entre videollamadas colectivas y clases virtuales, la escritura de este libro ha sido un viaje ella misma, y me ha devuelto constantemente los ecos de esas conversaciones. He vuelto con las palabras a cada encuentro y he tendido en estas páginas sus resonancias, simplemente para dar a leer, como quien enseña para dar a estudiar: a tientas, sin pretensiones, amorosamente.
No se hallarán aquí escrituras de altamar, de esas que salen ambiciosas a la conquista de verdades eternas, aunque a veces me he embarcado en las palabras para llegar a territorios desconocidos y, sobre todo, he seguido las huellas y las estelas que otras plumas han trazado sobre la superficie. Sí, en cambio, es posible encontrar en este libro escrituras de río, un poco amigas de lo místico, del devenir constante. Sí; creo que estas escrituras que les traigo son de río, porque acarrean historias lejanas, y si quien contempla el río es testigo del transcurrir del tiempo, del cambio (como en la imagen de Heráclito, esa de no bañarse dos veces en el mismo río), estas son escrituras fluviales porque son narrativas, siguen pistas inciertas. Son escrituras de paso que se desvían del cauce principal para explorar los meandros de los afluentes. Son escrituras de paisajes cambiantes, que ensayan más de lo que fundan, que recorren y contemplan más de lo que bautizan.
En algunos capítulos –por ejemplo, los titulados “Reír con niños” y “Pensar y conversar con niños”– he propiciado escrituras más bien lacustres, porque las cuestiones allí tratadas se han independizado un poco del resto del libro. Y, ya sabemos: un lago es la antítesis de una isla (un mojón de agua en medio de la tierra) pero, por la misma razón, en su simétrica oposición, se le parece. Es otra forma de reducto. Y si hay aquí escrituras lacustres es porque no se trata de una obra integral, sino del relato de varias historias reunidas y, aunque en muchos sentidos confluyen a un lugar común, también me he detenido largamente, y cada vez, en un territorio, una idea, un propósito. Para “darle vueltas al asunto”, como dice Jorge Larrosa.
Pero la escritura que más abunda en este libro, creo, es la escritura de arroyo. Corriente de paso, fugaz alivio de la sed, el arroyito existe y deja de existir conforme el capricho de las lluvias le da vida. Y digo que las escrituras de este libro entran en sintonía con los arroyos, porque en un punto son ligeras, un poco descaradas, como cuando se escribe en borrador; son amigas del salpicado lúdico de las palabras que se saben livianas, suaves, singulares. Además, ya sabemos: la escritura de mar es propia de las revistas científicas, la de río termina en mesas de saldos de librerías de viejo o en blogs subterráneos y a la de lago le toca ser descubierta en archivos ignotos. Las escrituras de arroyo, en cambio, se desparraman imparables en servilletas, notitas, blocs y márgenes borrosos. Y aunque esos soportes informales ya no estén, me encantaría que estas páginas fueran leídas con la actitud de quien recibe una cartita escrita con lápiz verde sobre una hoja cualquiera.
Pero eso ya no lo sabré: cada uno leerá a su modo, y encontrará en estas páginas algo diferente. Me pregunto, de todos modos: ¿cómo leerán? Es lo que se pregunta el autor cuando deja un manuscrito en la editorial. Quizás leerán como paseando, a puro disfrute. O como huyendo, tratando de salir lo antes posible del texto. Quizás como en el dentista, esperando que lo escrito no les duela tanto, o tratando de entrar, como rodeando una fortaleza, buscando alguna puerta o resquicio por el que ingresar a sus páginas. ¿Lo sentirán, de a ratos, como un texto impenetrable? ¿Leerán como frente al ropero, buscando algo que ponerse? ¿Buscarán abriendo los cajones del texto, para ver qué les queda, qué les gusta, qué descartan? ¿O leerán como en el taller mecánico, rebuscando repuestos, herramientas, piezas sueltas? A veces, me consta, se lee como en un teatro de esos con actores famosos, esperando el momento en el que hay que aplaudir. O incluso como en el templo, esperando revelaciones. Pero también se lee –como dice la canción de Drexler– como en un film de Éric Rohmer, sin esperar que algo pase. ¿Leerán la trama esperando el desenlace? ¿Leerán como exploradores, abriéndose paso a machetazo limpio por la selvática espesura del texto? ¿Lo atravesarán como en avioneta, sobrevolando el libro desde lejos? O quizás lean como viajeros en un país remoto: desde otra lengua, un poco fascinados y también un poco indefensos.
Sea como sea, deseo que sientan este libro como lo que es: una invitación amable a pensar juntos algunos rincones de la educación inicial.
Me quedan por decir tres cosas en esta Introducción. La primera es una aclaración sobre el género en el lenguaje. Soy, lo confieso, un ferviente defensor del lenguaje inclusivo, al que considero un gesto de resistencia que desafía las más rancias tradiciones patriarcales. Por ese motivo, lo uso para escribir actas en las reuniones institucionales, para expresarme en las asambleas políticas en las que participo con frecuencia e incluso para dirigirme a mis estudiantes jóvenes en algunas clases presenciales. De hecho, cuando se popularizó el empleo de la letra “e” para denominar el género abierto, me encontró ya con algunos años de inmersión en las luchas de género, pues venía de investigar la experiencia de los maestros jardineros varones (siendo yo uno) y estaba empapado de lecturas y debates al respecto. Por eso, tal vez, observé indignado la resistencia pacata de los defensores de la “buena lengua”, y redoblé su uso en toda ocasión pública, para poner en evidencia el conservadurismo de quienes creían que el lenguaje no puede ser alterado por “ideologías de género”. Aun así, debo decir que no me resulta cómodo utilizar el lenguaje inclusivo para escribir un texto ensayístico, reflexivo y por momentos literario. Creo que su empleo cabe cómodo en algunos lugares y estorba en otros. No porque haya ámbitos donde no quepan las reivindicaciones de género sino, simplemente, porque hay registros en los que su uso (que es un dislocamiento del código, que es disruptivo, que es una explícita interrupción) me impediría decir lo que quiero decir, tal como quiero decirlo. Por la misma razón, casi nadie lo usa (¿aún?) en la literatura ni en la conversación más íntima y cotidiana, donde no hay alguien a quien convencer, donde ya sabemos que estamos en confianza. Se me sabrá disculpar entonces –espero– por mi subordinación en estas páginas a algunas de las arbitrariedades formales de la lengua, cosa que espero compensar desde los contenidos.
Lo segundo que quisiera decir para introducir esta obra es que se trata de un trabajo triplemente polifónico. El primero de los sentidos de la polifonía es evidente: hay capítulos en los que las voces o las historias de algunas personas son recuperadas, y otros en las que otros y otras escriben secciones enteras, entre cuyas escrituras y la mía propia se produce un encuentro que refleja las conversaciones compartidas. El índice las anuncia como “en la escritura de…”. Allí están Jorge Larrosa, Carlos Skliar, Ángela Menchón, Florencia Sierra, Emiliano Samar, y también, de otros modos, Santiago González Bienes, Gabriel Brener, Moira Bernini, Julieta Álvarez Vigil, Milagros Foderá, Lucía Méndez, Sofía Roji y mi querido amigo –ya ausente– Marcelo Frasca, que trae su presencia a estas escrituras. El segundo sentido de la polifonía es el de la íntima conversación con algunas escrituras en particular, muy presentes en estas páginas como correlato de lecturas y conversaciones inspiradoras, con Carlos Skliar y Jorge Larrosa, especialmente, y con algunos libros que ellos han puesto en mis manos o que descaradamente he robado de sus bibliotecas. Y el tercer rasgo de comunidad en estas escrituras tiene que ver con el propio camino del libro: antes de ser un libro, este texto fue muchas cosas. Fue anotación furtiva en los márgenes, mensajito de WhatsApp, charla después de una película, mirada perdida en el cielo por la ventanilla de un avión, conversación inspirada en aulas y reuniones. Pero la que más contribuyó a su crecimiento fue sin duda su versión preliminar como material de enseñanza de una asignatura (Discusiones didácticas actuales en Educación Inicial) en el programa de la Licenciatura en Educación Inicial de la Universidad Nacional de Río Negro, donde el escribir y el conversar tuvieron lugar junto a Santiago González Bienes y a Rafael De Piano, Morena Patrizio y Alejandra Marín, con el acompañamiento e interlocución constante de Cecilia Ferrarino y todo un equipo de colegas. Agradezco entonces las lecturas ofrecidas y realizadas por todos ellos y por quienes me ayudaron a revisar partes del libro en distintos momentos o me acercaron a lecturas y materiales: Verónica Silva, Diego Díaz Pupatto, Verónica Bonatti, Natalia Jáuregui Lorda y Antonio Brailovsky, que han dejado sus huellas en estas páginas. También a mis colegas queridas/os del Eccleston, donde tanto aprendo cada día. Y, por supuesto, como siempre y como nunca, a Clara Miravalle, mi compañera de la vida, por su complicidad (otra vez) en esta aventura.
Finalmente, compartiré una infidencia sobre la trastienda del libro. Durante el proceso editorial, compartí con Carlos Skliar un conversatorio organizado por amigos de La Carlota, Córdoba. En ese espacio, titulado “Infancias de niñez, infancias de humanidad”, comenté algunas ideas que estaban creciendo en este texto. Una espectadora atenta y sensible, artista y educadora, decidió dibujar esas ideas. Y, a partir de ese encuentro de líneas, palabras y deseos, nacieron las obras de Laura Jaite que ilustran este libro. Mi agradecimiento también para ella.
Es mineral la línea del horizonte,/ nuestros nombres,/ esas cosas hechas de palabras.
João Cabral de Melo Neto
“Pura teoría”. Eso es lo que se le dice a quien se aleja de la vivencia del aula. Se le dice “Qué me venís a hablar vos de la enseñanza, desde tu escritorio lleno de libros, si no estás en la sala”, y también se dice que “Para entender, hay que poner el cuerpo”. Sin embargo, ya sabemos, la teoría está allí, sólida y consistente detrás de esas afirmaciones que la niegan. Quienes reniegan de ella y se suponen ateóricos cometen la misma falacia que quienes reniegan de la ideología y se proclaman objetivos o neutrales. Y hablar de una “pedagogía” del nivel inicial implica asumir cierta forma de pensar, escribir y jerarquizar las ideas en la que la teoría tiene un peso particular. Este libro comienza –necesita comenzar– con las preguntas “¿Qué es la teoría?” y “¿A qué llamamos teoría?”. Simplemente, porque hace propia una idea viva de la teoría que es preciso balbucear un poco antes de sumergirnos de lleno en los asuntos centrales. Y también porque la teoría es vapuleada por todos los costados. Es el viaje representativo que emprendemos en la biblioteca pero es, también, un lugar desde el que se piensa la educación que todos los días brindamos en el jardín. Es teoría pensar la educación que queremos y todavía no logramos, y es también teoría retomar la educación que tuvimos y nos dejó marcas.
Asimismo, la teoría es, muchas veces, un lugar que ocupamos con vehemencia y casi sin darnos cuenta. ¿Y de qué está hecho ese lugar? De lenguaje, claro. Y de una búsqueda permanente e inconclusa de lenguas que puedan pensar lo educativo. Y de la disputa entre distintas lenguas. Como señala Carlos Skliar:
Toda política de la lengua se sitúa justamente en ese plano de la expropiación de la experiencia del otro, en ese ordenamiento de lo que es inapropiable y en esa soberbia de querer desvelar aquello que tiene de misterioso, de indefinible, de innombrable (Skliar, 2005, p. 2).
La teoría es escenario de estas disputas, y a las producciones que van dejando las investigaciones, los ensayos y los debates usualmente las llamamos “teorías pedagógicas”. Esas escrituras no son, sin embargo, la expresión acabada de un saber unívoco, sino el escenario en el que estos saberes se construyen, se reúnen y se desencuentran. No solo porque respondan a distintas cosmovisiones o intereses, sino también porque –al menos, en Educación– conversar, pensar y escribir son los puntos de partida y de llegada de la teoría, y las conversaciones, pensamientos y escrituras tienen, por lo general, una tesitura abierta y porosa, que mira atentamente las aulas y las políticas.
En este marco, la intención en estas páginas iniciales es apenas la de sostener algunos apuntes sobre las geografías de ideas, reflexiones y preguntas que pueden pensarse desde la pedagogía en la frágil coyuntura de este presente que nos toca habitar, recorrer el abanico de sentidos que la idea de “teoría” contiene en el discurso pedagógico actual y pensarlo desde la educación infantil. Porque decir “teoría” puede significar una gran cantidad de cosas diferentes. En los siguientes apartados, ensayaré un intento de desmenuzar algunas de las certezas que reposan detrás de la palabra “teoría” en el universo pedagógico. Para ello, recorreremos siete hipótesis que dan vida a siete sentidos diferentes de lo teórico y nos acompañan en cada jornada en el jardín.1
Teoría y práctica se reúnen a veces en una suerte de cita a ciegas, en la que cada parte ha sido apalabrada para enlazarse a la otra. La teoría es, desde esta perspectiva, una especie de reverso leguleyo de la realidad, a la que se debe recurrir para constatar una necesaria coincidencia. Un estudiante del profesorado, impulsado por esta concepción de la teoría, observará entonces una situación de juego en la sala, agazapado en un rincón, esperando reconocer en la actividad de las chicas y chicos algo de la teoría que estudió. Celebrará el feliz avistaje de una zona de desarrollo próximo vigotskiana, y gritará jubiloso cada vez que reconozca a uno de esos engendros: ¡una asimilación, allí! ¡Y por allá, una acomodación! ¡Un esquema piagetiano, un andamiaje! Y los irá tachando de su lista, satisfecho. La teoría, en este caso, se confunde con el método: es una norma que la realidad debe cumplir, obediente.
Y la enseñanza, claro, se basa en la teoría con ímpetu metódico: ordena las acciones concretas. Porque en esta concepción de la teoría, lo teórico se parece a una guía o instructivo que, a modo de reglamento, dictamina los pasos a seguir en la sala, en el aula, en la escuela, en la gestión. Si hemos decidido que una enseñanza está basada en el enfoque de proyectos, por ejemplo, esto supondrá asumir el ajuste a una serie de regulaciones explícitamente trazadas por las teorías de los proyectos áulicos. Si así no fuera, quien asumiera el rol de supervisar (el director escolar, el profesor de prácticas, el analista furtivo) observarán que a este proyecto le faltan los tres pasos de todo proyecto: el 1, el 2 y el 3. Hace algunos años, por ejemplo, recuperaba en una conversación con Ruth Harf lo absurdo de la situación en la que una docente de nivel inicial estaba desahuciada porque no sabía si lo que quería hacer con su grupo (algo que estaba buenísimo) era una Unidad Didáctica o un Proyecto. ¿Importa? Solo si creemos que las teorías de la enseñanza desde las que se fabricaron las ideas de “unidad didáctica” y “proyecto” son vividas como reglamentos que hay que cumplir.
El antropólogo inglés Edmund Leach sostenía una premisa esencial de su disciplina: los sistemas sociales –y la escuela, en muchos sentidos, se organiza como uno y se relaciona a la vez con otros– no son una realidad natural. La realidad, desde este enfoque, puede parecer que está ordenada, solo si imponemos sobre los hechos una invención del pensamiento. Y lo dice de este modo:
Primero inventamos para nosotros un conjunto de categorías verbales elegantemente dispuestas para que constituyan un sistema ordenado, luego encajamos los hechos a las categorías verbales y ¡ele! de pronto se “ven” los hechos sistemáticamente ordenados. Pero en este caso, el sistema es un asunto de relaciones entre conceptos y no de relaciones “verdaderamente existentes” dentro de los datos fácticos brutos (Leach, 1976, p. 21).
Podría decirse, entonces, llevando la cuestión un poco al límite, que la teoría como reglamento no solo nos impone a nosotros un modo de mirar la realidad, sino que a veces hasta le exige a la propia realidad que se acomode a nuestras categorías.
Suele decirse que los reglamentos resultan útiles allí donde no existen acuerdos posibles, y las relaciones fallan. “A mis amigos, todo –dice el refrán–, y a mis enemigos, la ley”. Es cierto, por supuesto, que los reglamentos garantizan muchas veces el cumplimiento de los derechos, pero a la vez vuelven más rígida la interacción entre las personas. Es por eso que la concepción de la teoría como un reglamento comporta ciertos peligros: el principal es que las personas pierdan la posibilidad de pensar desde la teoría, por someterse con demasiado respeto a sus arbitrios. ¿Para qué pensar, si ya hay una teoría que lo consideró? Dejemos que la teoría lo piense todo por nosotros. Como señalaba Eisner en un texto de los años 80, al analizar el uso rígido de los objetivos educacionales: estas previsiones son capaces tanto de complicar como de ayudar a los fines de la enseñanza, en la medida en que una creencia no analizada puede dogmatizarse fácilmente (Eisner, 1985). Y otro problema de la teoría como reglamento que se obedece es que los libros terminan convirtiéndose en indiscutibles. En el siguiente punto, profundizaremos en esta idea.
La referencia a los libros científicos como alegoría de los textos sagrados no es nueva. Las ideas de Galileo que desafiaban las teorías aristotélicas fueron consideradas heréticas, porque las verdades que enfrentaba revestían cierto carácter religioso. Sin ir tan lejos, puede reconocerse un tono sacro en los usos bibliográficos, cuando algunos autores son citados casi como si se tratara de referencias bíblicas. La lectura literal y doctrinaria de los autores llamados clásicos ha devenido en la definición del autor como un semidiós iluminado cuyas palabras publicadas instalan verdades indiscutibles. Piaget dixit: es palabra de Piaget. Te adoramos, Piaget. Como en el soneto de Quevedo, el acto de leer se entiende como una conversación con los muertos.2 Y a los muertos, ante todo, se los respeta.
Esta idea de que los textos publicados y convertidos en “bibliografía” elevan su contenido a un estatus sacro se reconoce también en los rituales de la cita. Al respaldar afirmaciones en un texto pedagógico, la referencia bibliográfica aparece como evidencia, de un modo similar al que, en sus afirmaciones genéricas, el pastor trae a colación lecturas de los profetas o los apóstoles. En forma análoga, existen modos de asumir la teoría en que los conceptos y metáforas que las conforman se vuelven referencias con un valor de verdad otorgado por el proceso editorial y por la posición de los autores dentro de las comunidades académicas.
Digamos algo más sobre las citas, la “bibliografía” y las malditas normas APA con las que tan hartos nos tienen los burócratas de la teoría. En las citas académicas, se trae un fragmento de otra escritura con diversas finalidades. Muchas veces, no mucho más que para ostentar lecturas, es decir, para dar cuenta del conocimiento de esas obras que, si son una “lectura obligada” (y, más aún, si son una lectura original, inusual) se supone que enaltecen la posición del autor. Hay también –o puede haber– cierto sentido de “homenaje” en esas citas, cuando referir la obra es una señal de reconocimiento a su valor. Estos gestos de ostentación y homenaje, que subrayan la autoría (la del que cita y la del citado), se completan con el alarde de cofradía que traen muchas veces las citaciones, que al traer la voz de un autor consagrado señalan al que lo cita como miembro pleno de la tribu (la tribu de los foucaultianos, los bourdieuanos, los gramscianos, etcétera). La cita es, por definición, un gesto de mudanza para autoridades y leyes: el diccionario de la Real Academia Española la define como “Nota de ley, doctrina, autoridad o cualquier otro texto que se alega para prueba de lo que se dice o refiere”. Pero, más allá de estas resonancias un poco egocéntricas (o un poco autoritarias) de las citas, hay otras imágenes interesantes relacionadas con este ritual.
Cuando se cita un texto, de algún modo se está contando una historia de aprendizaje (“he leído, ahora escribo”) y se asume una posición profesoral: como dice Jorge Larrosa (2019), el profesor es el que ya ha leído; el estudiante, el que va a leer. Citar es, de alguna manera, releer, dando otro color a lo leído. Y, en otro sentido, también se habla de citas o referencias cuando un artista deja alguna pincelada referencial, a modo de guiño sutil: un verso intercalado en un poema, un compás alusivo en una canción. Y este sentido de la cita como guiño de complicidad es otro de sus usos pensables.
Pero, por sobre todo eso, está el endiosamiento de los autores y la doctrina acartonada de las citas. Y, como en todo proceso de sacralización, por supuesto, aparecen los fieles a cada doctrina y los irrenunciables embanderamientos. Foucaultianos, derridianos, gramscianos, piagetianos, lacanianos, freireanos y comenianos conviven con constructivistas, eficientistas, escolanovistas y tecnicistas. Como banderas de pertenencia, las teorías sacralizadas clasifican el pensamiento y a los que piensan. Los foucaultianos, entonces, verán panópticos a la vuelta de cada esquina; los gramscianos, hegemonías; los conductistas, respuestas condicionadas, y así sucesivamente. En fin, quizás a eso se refiere Carlos Skliar cuando describe su “conversación sin disfraces” con una profesora de filosofía, donde reconoce el deseo de “esquivar la pregunta acerca de ‘lo que pasa en la educación’ (en tanto interrogante que apunta y se dirige a una exterioridad) y atravesar juntos la pregunta acerca de “lo que nos pasa en la educación”, sin zancadillas, sin trucos de magia, sin armas de guerra, sin estridencias, sin fuegos de artificio” (Skliar, 2010, p. 138, el destacado me pertenece). Y es que la teoría sacralizada, en efecto, genera sectas poderosas con adeptos fanáticos que empuñan los conceptos como rifles y los apuntan contra los paganos.3
Una visión más pragmática de la teoría tiene que ver con su concepción como un conjunto de herramientas que pueden aplicarse a la solución concreta de ciertos problemas. La teoría, en este caso, es un insumo, un recurso del que echar mano cuando es preciso ordenar acciones, pensamientos, justificaciones, fundamentos, decisiones. Foucault resaltaba una visión de la teoría como “caja de herramientas” partiendo de la idea de que “no se trata de construir un sistema sino un instrumento (…) y esta búsqueda no puede hacerse más que poco a poco, a partir de una reflexión (necesariamente histórica en algunas de sus dimensiones) sobre situaciones dadas” (Foucault, 1985, p. 85). La idea de herramienta aparece allí como lo contrario del sistema totalizador. Se trata de tomar la teoría como una oportunidad para pensar (y no para pensar en general, sino para pensar mejor algo puntual), pero sin someterse a ella, sin comprar todo el paquete. Sin sacralizarla ni considerarla un reglamento.
A la vez, esta visión de la teoría instrumental que se aparta de las “grandes teorías” convive con una visión más aplicacionista, donde la idea de herramienta se destaca por su maleabilidad, por su uso más o menos práctico e inmediato, por su fácil disponibilidad. De este modo, pensar la teoría como instrumento, al mismo tiempo que es una búsqueda de pensamiento propio, no sometido, es también un intento por mecanizar las ideas. Es preguntarse: y esta idea, ¿para qué me sirve?, subrayando su utilidad. Llevada al extremo, esta manera de pensar también se opone al pensamiento. No se somete a grandes teorías, pero se vuelve utilitarista. Quiere resolver, no quiere pensar. Estas dos visiones que subyacen a la idea de la teoría como una herramienta, entonces, son más o menos opuestas, pues remiten a concepciones dicotómicas acerca del sujeto y su relación con las ideas.
Para los docentes, es muy habitual concebir las lecturas pedagógicas y las experiencias de formación como espacios para adquirir herramientas, entendidas muchas veces literalmente como herramientas metodológicas. Y tiene sentido: el oficio del maestro es demandante de intervención, y se trata de una demanda fuerte y constante, ante la que esta concepción de la teoría se presenta como una promesa de eficacia a la que es difícil resistirse. Cuando asistimos a capacitaciones docentes, muchas veces esperamos que se nos brinde eso: herramientas. Incluso se las promueve con esa promesa: el docente, se dice, debe capacitarse para adquirir herramientas. E insisto: no está nada mal. Pero veremos que la idea de “teoría” todavía puede crecer un poco más.
Intentemos partir de una escena escolar, bien del jardín. La pensé hace unos años, en un libro de didáctica (Brailovsky, 2016) y creo que es apropiada para ilustrar esta manera de pensar la teoría. Ubiquémonos en una sala de tres años. La maestra se dispone a servir el desayuno. Prepara el espacio, los chicos se sientan y un “ayudante” (un niño que ha sido designado por la docente) reparte los vasos. Cuando los chicos los reciben, algunos comienzan a golpearlos contra la mesa. El golpeteo seduce al resto, y enseguida todos repiten el gesto, rítmicamente. La maestra les dice: “No golpeen el vaso, chicos, que voy a servir el desayuno”. Siguen. “Basta, por favor…”. Siguen. “Más tarde tocaremos instrumentos musicales, pero ahora estamos desayunando y necesitamos hacer silencio…”.
Pero los chicos continúan golpeando, muy divertidos y sin prestar la menor atención a lo que la maestra les dice. Entonces, en ese momento, ella golpea con fuerza la mesa. Se produce un silencio absoluto. “No se pueden usar los vasos para golpear. ¡No son para eso!”, asegura. Y sirve la leche.
Probablemente, lo primero que nos aporta esta escena es una especie de dilema ético: ¿está bien o está mal lo que hizo la maestra? ¿Actuó correctamente? Y, naturalmente, la respuesta a esa pregunta es, como casi siempre, bivalente. Lo que hizo la maestra está bien o está mal, de acuerdo a cómo se la piense o se la fundamente. Está bien, por ejemplo, si se considera que toda libertad se basa en la imposición de un límite. El “no” –el “basta”– es una experiencia que funda el propio psiquismo. De un modo u otro, siempre hay un límite, y ese límite siempre será vivido con cierto desagrado por quien resulta limitado. Pero, en general, diríamos que, desde este punto de vista, no les haríamos ningún favor a los niños “edulcorando” siempre los límites con canciones o juegos. Hace falta interiorizar la Ley (que nos protege, que nos convierte en personas sociales) y eso solo se logra sometiéndose a ella, percibiéndola como justa y necesaria. Aunque tenga una apariencia violenta, la intervención de la maestra no hace otra cosa que garantizar el derecho a esa Ley justa que cuida a los niños. Y, para hacerlo, ante la fragilidad de la palabra, su golpe en la mesa puede verse como un acto de dulce firmeza dirigido a custodiar un orden necesario. Me gusta esta imagen: dulce firmeza. La aprendí de Celina, la directora de uno de los primeros jardines en los que trabajé. Sintetiza la posibilidad de que en el cuidado convivan la dulzura del que cuida (porque lo hace amorosamente) y la firmeza del que cuida (porque es más fuerte).
Por otro lado, podríamos decir que lo que hizo la maestra está mal, porque su acción (golpear la mesa) es idéntica a la acción que pretende sancionar (golpear la mesa) y, al ejecutarla como medio para imponer el límite, deja ver un mensaje contradictorio y autoritario: lo que prima es la fuerza del fuerte, la primacía de quien detenta el poder. Pero como el docente no debería ser un dictador poderoso sino un juez bondadoso y siempre dispuesto a escuchar y a contemplar opciones, desde esta perspectiva, esa intervención sería incorrecta.
¿Cuál es la diferencia entre una postura y la otra? La diferencia reside en lo que fundamenta cada argumento. Y eso (disculpen que lo diga crudamente) es teoría, pura y dura. Es concepto, es pensamiento puesto al servicio de respaldar la acción desde la perspectiva ética. Y, muchas veces, la teoría aparece de esta manera: empleada como un código de ética profesional, como una especie de deontología (palabra horrible que designaba una materia que debí cursar en el profesorado, allá lejos y hace tiempo). Incluso los nombres de las grandes teorías, las más “ideologizadas”, remiten muchas veces a un sustrato de esta naturaleza. “Lo que hace ese profesor es demasiado conductista”, se dirá, como mirando qué teorías se escurren de sus actos.
Teorizar con palabras –esto es, adjudicar a un término específico la densidad de unas connotaciones, unos sentidos, unas formas de relacionarse con la época, con otros términos, con las tradiciones– forma parte de esta constitución de la teoría en sustento ético. No solo –y no tanto– porque las teorías aborden cuestiones como el bien, el mal o la verdad, sino porque al darle a una palabra esas resonancias, se diferencia el sentido en el que se dicen las cosas, y se sugieren consecuencias y derivaciones. No es lo mismo decir “creatividad” después de leer a Freire, que decir “creatividad” después de leer (o de ver en YouTube) a Ken Robinson. No resulta igual decir “cultura” desde los estudios de la gramática escolar o la etnografía educativa (leyendo, por ejemplo, a Rockwell, a Dussel o a Pineau), que desde las teorías del liderazgo y la gestión. “Poder” no significa lo mismo en Michel Foucault que en Peter Drucker. Cuando la Psicología dice “niño”, no dice lo mismo que la Pedagogía. Y cuando la Didáctica habla de “aprendizaje”, definitivamente no se refiere a lo mismo –ni en los mismos términos ni por las mismas razones– que los estudios críticos de la learnificación de la escuela.
Cuando hablamos de cualquier asunto importante de nuestro oficio, nos acompañan algunas palabras en las que nos apoyamos, que nos respaldan, que nos justifican. Y a eso lo llamamos, también, teoría. Y esto se va poniendo cada vez más lindo, porque los siete modos de mirar la teoría que estamos recorriendo, ya lo habrán notado, comenzaron por el más lineal, y avanzan hacia los más complejos e interesantes. Agárrense, que entramos en la mejor parte.
Ya lo hemos dicho: los nombres que se dan a las cosas esconden batallas eternas y siempre cambiantes entre distintas visiones de la enseñanza en el jardín. Para quien tiene una idea estereotipada y banalizada de lo que se hace en el nivel inicial, esto puede parecer una exageración. ¿Qué grandes debates, dirían, se pueden dar en ese espacio? Sin embargo, quienes nos formamos en la educación infantil y transitamos sus instituciones sabemos que existe una batalla entre puntos de vista, intereses e ideologías. Así, “guardería” no es lo mismo que “jardín maternal”. Las canciones “funcionales” (para hacer una fila, para hacer silencio, para sentarse, etc.) pueden verse como “didácticas” o como “autoritarismo oculto”. Las “moralejas” de los cuentos pueden ser pensadas como “su parte educativa” o como un resabio conductista y antiliterario. Es decir: un mismo hecho puede verse de modo muy diferente según desde qué jergas se lo denomine.
Teorizar es nombrar. Es elegir con qué palabras hablaremos de lo que hacemos en el jardín. Estas palabras son puestas en circulación y son negociadas en cada conversación, en cada publicación, en cada acta, en cada discurso de fin de año. Entonces, teorizar no solo es nombrar, sino que es nombrar públicamente, a conciencia y tomando partido. Cuando hablamos de “la educación en la que creemos”, no solo nos damos a entender por el contenido del mensaje, sino también (y, quizás, fundamentalmente) por el vocabulario que elegimos. Convertirse en educador no es solo aprender algunas técnicas, algunos problemas, sino también hacer propia una lengua. Y en este punto, sucede que no hay una lengua única para hablar de la educación inicial, y la búsqueda de una lengua es una quimera constante detrás de la que caminamos sin cesar.
En este punto, me gustaría distinguir entre dos tesituras del lenguaje educativo bastante distintas entre sí: una lengua a la que podríamos llamar técnica, y otra lengua ético-crítica o, simplemente, reflexiva. Si nos detuviésemos a escuchar conversaciones entre docentes relativas a su tarea y su oficio, creo que podríamos reconocer fácilmente que conviven allí (al menos) dos grupos de palabras. Unas más técnicas, que pertenecen a una conversación acerca de cómo llevar a cabo la enseñanza (planificando, siguiendo tal o cual método, formulando objetivos, etc.) y otras más filosóficas o reflexivas, que pertenecen a una conversación acerca de cómo volver sobre lo que hacemos habitualmente para pensarlo mejor, para revisar sus efectos, para cuestionarnos las certezas en las que reposa ese quehacer consolidado.
Entre las típicas palabras “técnicas” podríamos señalar términos como contenido, evaluación, metodología, organización, gestión, planificación, unidad didáctica, secuencia, objetivos. Entre las palabras “reflexivas” se incluirían términos como: igualdad, discriminación, diversidad, inclusión, pensamiento crítico, compromiso, poder.
¿Puede verse adónde apunta esta distinción? Unas palabras son piezas de una ingeniería del hacer, las otras son alientos de una revisión crítica de ese mismo hacer. Palabras prácticas y palabras reflexivas. Palabras útiles al necesario buen funcionamiento de un sistema, y palabras rebeldes que lo interrogan y lo cuestionan. Palabras técnicas y palabras filosóficas. A las palabras del hacer, les pedimos que sean eficaces para acompañarnos en la tarea, que nos faciliten las cosas, que nos permitan resolver tareas y problemas cotidianos. De las otras, esperamos que nos mantengan atentos, que nos adviertan sobre las paradojas, los falsos semblantes. Que nos ayuden a leer entre líneas.4
Esta distinción abre dos discursos diferentes –muchas veces, enfrentados– que protagonizan un forcejeo por consolidar las bases del sentido común pedagógico. Jorge Larrosa señala cómo el “lenguaje de la técnica” y el “lenguaje de la crítica” ponen a tecnólogos y críticos en un lugar de soberanía para decirnos con qué palabras debemos hablar de la educación: de la educación que hay (la técnica) y de la que se supone que debe haber (la crítica) (Bárcena, Larrosa y Mèlich, 2006, p. 246). En el medio, dice, falta una lengua en la que podamos conversar honestamente, preguntarnos, interpelarnos.
Cuando se piensa desde las preocupaciones metodológicas, el lugar del docente se vive como un laboratorio donde se experimentan acciones y reacciones, estilos, formatos, tesituras posibles para el tiempo intenso y meditado que pasamos con los alumnos. El maestro es arquitecto de esa escena y la piensa al detalle: cómo ubicarse en el espacio, qué hacer al comienzo, cómo conmover, cómo hacer pensar, cómo invitar a leer y a estudiar, cómo notar si entendieron, si aprendieron. Para el enseñante, las palabras técnicas son herramientas que van cayendo en sus manos y pronto se hallará empleándolas, admitiéndolas en el discurso, eligiendo unas antes que otras, y dándoles el uso práctico y funcional que se supone deben tener.
Cuando se piensa desde las preocupaciones éticas y críticas, en cambio, el lugar del docente se convierte en un atelier filosófico, en un salón de espejos en el que volver a mirarse, una y otra vez, para atisbar el sentido profundo de la enseñanza, de la formación. El docente sabe que la enseñanza no puede reducirse a una técnica y que requiere de un buen anfitrión que la piense cada vez, como si fuera la primera.
Pronunciar los términos usuales, extrañarse de la comodidad con la que se instalan en nuestra voz, balbucear palabras nuevas, todo ello forma parte de aquello a lo que llamamos teoría.
Y ya vamos llegando al final del recorrido. La teoría entendida desde las concepciones anteriores (como reglamento, como escritura sagrada, como herramienta, como fundamentación y como vocabulario) se abre en un abanico de sentidos diferentes, pero todas las imágenes tienen en común cierta concepción de “verdad” por detrás de la teoría. Ya sea que se piense a la teoría como reglas ciertas, textos sabios, instrumentos útiles, argumentos irrebatibles o palabras adecuadas, siempre se trata de algo que está fuera de nosotros y que hay que usar, recibir, leer. Ese elemento afirmativo que deriva en normas, cánones, recursos o jergas no deja de formularse en forma más o menos asertiva. A esta altura propongo pensar a la teoría como pensamiento; eso conlleva una invitación a abandonar el tono imperativo e incursionar en una teoría que pregunta, que duda, que sospecha. La teoría como pensamiento no es algo que recibimos, sino que hacemos. Y hacer teoría desde este lugar de puro pensamiento (o de mero pensamiento) no utilitario, ni moral, ni puesto al servicio de prácticas de ningún tipo, es un acto de soberanía del pensamiento y, si acaso sirve para algo, es para ayudarnos a desnaturalizar la realidad cotidiana, para mantenernos atentos.
En este punto, la teoría es una gimnasia o entrenamiento intelectual que, si debe parecerse a algo, se parece bastante al juego. Los chicos y chicas no juegan para resolver un problema ni para beneficiarse con adquisiciones. No “juegan para…”. Juegan, y punto. Y la teoría como pensamiento es teoría, y punto. Ganas de jugar con las ideas que nos definen y nos constituyen. El jardín, por ser un espacio escolar, “convierte algo en objeto de estudio (en conocimiento por amor al conocimiento) y en objeto de práctica (en habilidad por amor a la habilidad)” (Simons y Masschelein, 2014, p. 66). Estudiar y practicar –sostendremos aquí– se reúnen en la idea de jugar, porque el estudio es el gesto de desarrollar cierto afecto, cierta afinidad, cierta mirada atenta hacia las cosas, y el juego es movimiento, atracción hacia lo bello, lo divertido, lo desafiante. La teoría entendida como pensamiento es un modo lúdico de pensarnos, porque ese “pensar por pensar” (como ese “jugar por jugar”) enfatiza la idea de que pensar vale la pena; que es algo que forma parte de nuestro ser y que no debe pensarse solo a la hora de resolver problemas. Pensar nos eleva por sobre nosotros mismos y nos dice algo acerca de lo que somos y de lo que somos capaces.
Retomando brevemente la idea de estudio, nos recuerda Larrosa que tiene una etimología interesante. Proviene del vocablo latino studium, que significa empeño, aplicación, celo, ansia, cuidado, desvelo y también afecto. La expresión studia habere alicuius, por ejemplo, quería decir “gozar del afecto de alguien”, y studio legendi podría traducirse como “dedicación a la lectura”. Por eso, el estudio es “una actividad libre y no definida por su utilidad”; los que estudian, lo hacen “para que puedan aplicarse con atención, disciplina, perseverancia y celo a ejercitarse en cosas que no están en la casa, ni en la televisión, ni en la plaza ni en el shopping: a cosas que valen la pena por sí mismas” (Larrosa, 2019, p. 134). La teoría como pensamiento se parece al estudio en este sentido de pensamiento guiado por el amor al mundo, por el empeño en entenderlo, y nos remite a las figuras arquetípicas de amantes del pensamiento, a los filósofos clásicos, a los científicos, a los poetas.
La última de las hipótesis que quisiera proponer es la de la teoría como una conversación que tiende a lo narrativo, a lo metafórico, a la búsqueda de una representación común y colectiva del pensamiento. Esta forma de pensar la teoría merece un lugar destacado, pues se inspira precisamente en el tipo de conocimiento que se construye en las salas del jardín. En un libro reciente (Brailovsky, 2019) he definido al encuentro del aula en términos conversacionales. Lo que produce el aula, decía allí, es que un grupo de personas desconocidas entre sí se vuelven íntimas por un rato y entablan una conversación profunda, abierta, guiada por el deseo de conversar (y no, por ejemplo, de persuadir o de tener razón) sobre ciertos asuntos que se ponen allí, en el centro del aula, para ser objetos de esa conversación. El aula es uno de los poquísimos lugares (si no acaso el único) en el que sucede tal cosa. La conversación que tiene lugar en una clase se distingue porque es un encuentro entre desconocidos que no buscan conocerse, ni celebrar su amistad en la charla, ni meramente pasar un buen rato: los convoca el propio fin de conversar, a sabiendas de que esa conversación los modifica, los afecta. Lo dice bellamente Carlos Skliar (2010), dialogando con un texto de Nuria Pérez de Lara: se trata de seguir donando a desconocidos, entre desconocidos, dando la bienvenida al desconocido, celebrando el recibimiento dado de un desconocido a otro desconocido.
Por ser un encuentro íntimo y público a la vez, atravesado de ritualidades y modos de estar que potencian esa posibilidad de conversar y donde lo que se celebra es el conocimiento, el saber, el ancho mundo alrededor, es tal vez la forma máxima de esta concepción final de la teoría como conversación. Cuando la teoría es un acto de conocimiento, cuando es acción compartida, es conversación. Y, en ese punto, siempre está oscilando entre contrastes: se conversa narrando un mundo a la vez oculto y a la vista (porque hay que interrogarlo para que se muestre), que está a la vez en calma y en peligro (porque la conversación revela del mundo sus lógicas implacables, tanto como sus contradicciones, sus abismos insospechados). Y, desde el aula, el mundo se vuelve un lugar que podrá ser habitado desde distintas posiciones y sensibilidades, porque es precisamente la conversación la que nos abre a esos mundos y a esas sensibilidades.
Tal vez resulte un poco esotérico pensar en estos términos la teoría, pero eso es porque nos han embrutecido demasiado con visiones absolutistas del pensar. No hay espacio más potente para pensar la educación que las propias aulas, las salas del jardín, a la luz de las escenas de conversación que los propios encuentros promueven. La teoría conversacional y narrativa es, además, un encuadre para el pensamiento que tal vez precede a (y es condición de) cualquier otro “uso” de la teoría. Pero para conversar se renuncia a esa utilidad, a ese uso, y se discurre gozosamente.
Cuando conversamos con los chicos y chicas en el intercambio de la sala, vivenciamos el germen de esta teoría viva. Conversar con el grupo, hacerlo con la escucha atenta, saber dar tiempo y lugar a las voces de los chicos, tomar lo que dicen y ayudarlo a crecer en su propia esencialidad, sin violentarlo, sin banalizarlo, sin tergiversarlo desde la autoridad adulta, es tal vez uno de los mayores desafíos de nuestro oficio.5
En este acto de pensar y poner en palabras, además, hay una corriente de investigación con maestros y maestras que se destaca y viene muy bien para concluir este recorrido. Me refiero a la documentación narrativa de prácticas escolares, “una modalidad de indagación y acción pedagógica orientada a reconstruir, tornar públicamente disponibles e interpretar los sentidos y significaciones que los docentes producen y ponen en juego cuando escriben, leen, reflexionan y conversan entre colegas acerca de sus propias experiencias educativas” (Suárez, 2007, p. 1).
Lo que hace esta corriente es “generar lecturas dinámicas y productivas sobre las experiencias y relaciones pedagógicas que se llevan a cabo en situaciones específicas” (ibíd.). Para eso, sus dispositivos de trabajo focalizan en la elaboración individual y colectiva de relatos pedagógicos y textos interpretativos por parte de docentes e investigadores, y también estimulan la configuración de “comunidades de atención mutua” (una bella imagen para pensar el encuentro escolar). Esta expresión la adoptan a partir de los trabajos de Clandinin y Connelly, autores que vienen trabajando estos asuntos desde hace décadas. Ellos toman, en uno de sus escritos, un bello pasaje del filósofo y antropólogo francés Paul Ricoeur que, me parece, sintetiza bastante bien esta idea de volver sobre la experiencia.
Mi experiencia no puede convertirse directamente en tu experiencia. Un evento que pertenece a una corriente de conciencia no puede transferirse como tal a otra corriente de conciencia. Sin embargo, aun así, algo se transfiere de ti a mí. Algo se transfiere de una esfera a otra. Este algo no es la experiencia como es vivida, sino su significado. Aquí está el milagro. La experiencia como cosa vivida permanece privada, pero su sentido, su significado, se hace público. La comunicación, de esta manera, es la superación de la no comunicabilidad radical de la experiencia vivida tal como se vive (Ricoeur, 1976).6
Ese resto, esa sensación que la experiencia nos deja, en el caso de los docentes es una fuente de ricos relatos, conversaciones, textos. Y tratar de recuperar, socializar, poner en diálogo todas estas huellas de la experiencia a través de la escritura es, tal vez, otra forma potente de mirar (y narrar) lo que sucede en la sala.
Notas
1. En este capítulo se retoman –y se releen desde el nivel inicial– categorías inicialmente trabajadas en Brailovsky, D. (2020). Siete vidas de la teoría pedagógica. En Reflexão e Ação. Revista do Programa de pos-graduaçao em Educaçao – Maestrado e Doutorado. S. Cruz do Sul, v. 28, N. 2, p. 224-234, junio. online.unisc.br
2. El Soneto desde la Torre de Juan Abad, de Francisco de Quevedo, dice: “Retirado en la paz de estos desiertos,/ con pocos, pero doctos libros juntos,/ vivo en conversación con los difuntos/y escucho con mis ojos a los muertos (…)”.
3. Puede añadirse que las teorías adoptadas con fanatismo también generan a veces cruzadas antiteóricas. Y entonces hay quienes terminan (o terminamos, pues debo reconocer que a veces paso por allí) escribiendo para criticar a los fanáticos de tal o cual teoría de una manera, a veces, igualmente fanática. Volveremos (unas páginas más adelante) sobre estas tensiones, cuando discutamos algunas seudoteorías muy populares en el nivel inicial, como aquellas de la “educación emocional” y las neurodidácticas.
4. Esta distinción fue planteada inicialmente en Brailovsky, D. (2019). Pedagogía entre paréntesis. Buenos Aires: Noveduc.
5. Esta idea se amplifica en el Capítulo 10 de este mismo volumen, “Pensar y conversar con niños”.
6. La traducción (del inglés) es del autor.
¿El próximo instante está hecho por mí? ¿O se hace solo? Lo hacemos juntos con la respiración.
Clarice Lispector