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No podía amarla, pero tampoco podía dejar de hacerlo Se suponía que solo debía disuadir a Vanessa Reynolds de seguir adelante con sus planes de convertirse en reina. Quizá aquella bella madre soltera pensaba que iba a casarse con el padre de Marcus Salvatora, pero el príncipe Marcus iba a hacer todo lo posible para evitarlo. Sin embargo, en cuanto conoció mejor a la encantadora estadounidense y a su pequeña, Marcus se vio inmerso en un mar de dudas. Aquella mujer no era ninguna cazafortunas y empezaba a creer que su hija y ella podrían hacerlo feliz. Para ello debía impedir que se marchase de su lado, aunque eso supusiera poner en peligro la relación con su padre.
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Seitenzahl: 169
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2012 Michelle Celmer. Todos los derechos reservados.
PROHIBIDO ENAMORARSE, N.º 1914 - mayo 2013
Título original: Princess in the Making
Publicada originalmente por Harlequin Enterprise, Ltd.
Publicada en español en 2013
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-3061-5
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
Desde el avión, la costa de Varieo, con su mar azul y sus playas de arena blanca, parecía el paraíso.
A sus veinticuatro años, Vanessa Reynolds había vivido en más continentes y en más ciudades de los que visitaba la mayoría de la gente en toda su vida; era lo normal, siendo hija de un militar. Pero esperaba que aquel pequeño principado de la costa mediterránea se convirtiese en su hogar para siempre.
–Ya estamos aquí, Mia –le susurró a su hija de seis meses, que después de pasar la mayor parte del larguísimo viaje entre sueños inquietos y gritos de pavor, había sucumbido por fin al agotamiento y dormía plácidamente en la silla de seguridad.
El avión descendió por fin hacia la pista privada donde los recibiría Gabriel, su… Resultaba un poco infantil llamarlo novio, teniendo en cuenta que tenía cincuenta y seis años, pero tampoco era exactamente su prometido. Por lo menos por el momento. Al preguntarle si quería casarse con él, ella no había dicho que sí, pero tampoco había dicho que no. Eso era lo que debía determinar aquella visita, si quería casarse con un hombre que no solo era treinta y dos años mayor que ella y vivía en la otra punta del mundo, sino que además era rey.
Miró por la ventana y, a medida que se acercaban, se ponía más nerviosa.
«Vanessa, ¿en qué te has metido esta vez?«.
Su padre le habría dicho que estaba cometiendo otro gran error. Su mejor amiga, Jessy, también había cuestionado su decisión.
Vanessa era perfectamente consciente de que estaba corriendo un riesgo. Esa clase de riesgos ya le había salido mal otras veces, pero Gabriel era todo un caballero y realmente se preocupaba por ella. Él jamás le robaría el coche y la dejaría abandonada en una cafetería en medio del desierto de Arizona. Nunca solicitaría una tarjeta de crédito a su nombre y se gastaría todo el dinero. No fingiría que sentía algo por ella solo para que le escribiera el trabajo de final de curso de Historia de los Estados Unidos y luego la dejaría por una animadora. Y desde luego, jamás desaparecería después de dejarla embarazada y sola.
Las ruedas del avión tocaron el suelo y Vanessa sintió que el corazón se le subía a la garganta. Sentía nervios, impaciencia, alivio y, por lo menos, una docena más de emociones.
El avión recorría la pista camino a la pequeña terminal privada propiedad de la familia real.
Gabriel no la veía como una mujer florero. Se habían hecho buenos amigos, confidentes. Él la amaba y ella no tenía la menor duda de que era un hombre de palabra. Solo había un pequeño problema, aunque lo respetaba profundamente y lo quería mucho como amigo, no podía decir que estuviese enamorada de él. Gabriel era consciente de ello, pero estaba seguro de que con el tiempo, las seis semanas que iba a durar aquella visita, Vanessa acabaría amándolo. No tenía ninguna duda de que juntos serían felices para siempre y no era un hombre que se tomara a la ligera la sagrada institución del matrimonio.
Había estado casado durante tres décadas con su primera mujer y, según decía, habrían seguido juntos otras tres si no se la hubiese llevado un cáncer hacía ocho meses.
En cuanto se detuvo el avión, Vanessa encendió el teléfono y le envió un mensaje a Jessy para que supiera que habían llegado bien. Después, desabrochó los cierres de seguridad de la sillita que le había comprado Gabriel a Mia y la abrazó con fuerza, sumergiéndose en su dulce aroma de bebé.
–Ya hemos llegado, Mia. Aquí empieza nuestra nueva vida.
Según su padre, Vanessa había transformado en arte la costumbre de cometer errores y tomar decisiones equivocadas, pero ahora todo era distinto. Ella era distinta, y todo gracias a su hija. Había sido duro enfrentarse sola a ocho meses de embarazo, durante los que le había aterrado la idea de traer al mundo a alguien que iba a depender completamente de ella. Había habido momentos en los que no había estado segura de poder hacerlo o de estar preparada para semejante responsabilidad, pero en cuanto había visto a Mia y la había tenido en sus brazos después de veintiséis horas de parto, se había enamorado locamente. Por primera vez en su vida, Vanessa había sentido que tenía una misión: debía cuidar de su hija y procurarle una existencia feliz. Esa era ahora su máxima prioridad.
Lo que más deseaba en el mundo era que Mia tuviese un hogar estable, con un padre y una madre, y casándose con Gabriel podría garantizarle a su hija oportunidades con las que ella jamás habría soñado. ¿No era motivo más que suficiente para casarse con un hombre que no… no la volvía loca? ¿No eran más importante el respeto y la amistad?
Al mirar por la ventana vio una limusina que acababa de detenerse a unos cien metros del avión.
Gabriel, pensó con una mezcla de alivio y emoción. Había ido a recibirla tal como le había prometido.
Agarró el bolso y a Mia y la azafata se hizo cargo de todo lo demás.
Allí estaba, empezando una nueva vida. Otra vez.
El piloto abrió la puerta del avión, dejando que entrara una bocanada de aire caliente cargado de olor a mar.
Salió del avión, el sol de la mañana brillaba con fuerza y el asfalto del suelo desprendía un calor asfixiante.
Se abrió la puerta de la limusina y a Vanessa se le aceleró el pulso al ver que asomaba un carísimo zapato, seguramente italiano, contuvo la respiración hasta ver al propietario de dicho calzado… momento en el que soltó el aire con profunda decepción. Aquel hombre tenía los mismos rasgos marcados, los mismos ojos de mirada profunda y expresiva que Gabriel, pero no era Gabriel.
Aunque no hubiese pasado horas leyendo cosas sobre el país, habría sabido instintivamente que el guapísimo caballero que iba en ese momento hacia ella era el príncipe Marcus Salvatora, el hijo de Gabriel. Era exacto a las fotos que había visto de él: oscuramente intenso y demasiado serio para tener solo veintiocho años. Vestido con unos pantalones grises y una camisa blanca que resaltaba el tono aceitunado de su piel y el negro de su cabello ondulado, parecía más un modelo que un heredero al trono.
Vanessa miró al interior del vehículo con la esperanza de ver alguien más, pero estaba vacío. Gabriel había prometido que iría a buscarla, pero no lo había hecho.
Se le llenaron los ojos de lágrimas. Necesitaba a Gabriel. Él tenía la habilidad de hacerle sentir que todo iba a ir bien.
«Nunca muestres debilidad». Eso era lo que le había repetido su padre desde que Vanessa tenía uso de razón. Así pues, respiró hondo, cuadró los hombros y saludó al príncipe con una sonrisa en los labios y una inclinación de cabeza.
–Señorita Reynolds –le dijo él al tiempo que le tendía la mano para saludarla.
Vanessa se cambió de lado a Mia, que sollozaba suavemente, para poder darle la mano a Marcus.
–Alteza, es un placer conocerlo por fin –dijo–. He oído hablar mucho de usted.
Marcus le estrechó la mano con firmeza y mirándola a los ojos fijamente. Estuvo tanto tiempo mirándola y con tal intensidad, que Vanessa empezó a preguntarse si pretendía retarla a un pulso, a un duelo o a algo parecido. Tuvo que resistirse al impulso de retirar la mano mientras empezaba a sudar bajo la blusa y cuando por fin la soltó, Vanessa notó un extraño hormigueo en la piel que él le había tocado.
«Es el calor», pensó. ¿Cómo podía tener ese aspecto tan pulcro y fresco mientras ella se derretía?
–Mi padre le envía sus más sinceras disculpas –la informó con una voz profunda y suave que se parecía mucho a la de su padre–. Ha tenido que salir del país inesperadamente. Por un asunto familiar.
¿Salir del país? Se le cayó el alma a los pies.
–¿Ha dicho cuándo vuelve?
–No, pero me pidió que le dijera que la llamaría.
¿Cómo había podido dejarla sola en un palacio lleno de desconocidos? Tenía un nudo en la garganta y unas ganas tremendas de llorar.
Si hubiese tenido pañales y leche suficientes para hacer el viaje de regreso a Estados Unidos, seguramente se habría planteado la posibilidad de volver a subirse al avión y volver a casa.
Mia se echó a llorar y Marcus enarcó una ceja.
–Esta es Mia, mi hija.
Al oír su nombre, la pequeña levantó la cabeza del hombro de Vanessa y miró a Marcus con unos enormes ojos azules llenos de curiosidad, y el cabello rubio pegado a las mejillas por culpa de las lágrimas. Normalmente tenía cierto miedo a los desconocidos, por lo que Vanessa se preparó para los gritos, pero en lugar de estallar de nuevo, le dedicó a Marcus una enorme sonrisa que dejó ver sus dos únicos dientes y con la que podría haberle derretido el corazón hasta al más impasible. Quizá como se parecía tanto a Gabriel, al que Mia adoraba, la niña confiaba en él de manera instintiva.
Como si fuera algo contagioso, Marcus no pudo resistirse a dedicarle una sonrisa. Vanessa sintió ese placentero vértigo que notaba una mujer cuando se sentía atraída por alguien. Algo que, lógicamente, la horrorizó e hizo que se sintiera culpable. ¿Qué clase de depravada se sentía atraída por su futuro hijo político?
Debía de estar más cansada de lo que pensaba porque estaba claro que no pensaba con claridad.
Al volver a mirarla a ella, Marcus dejó de sonreír.
–¿Vamos?
Vanessa asintió al tiempo que se aseguraba a sí misma que todo iba a ir bien, pero al entrar a la limusina, no pudo evitar preguntarse si no se estaría metiendo en algo que quizá no pudiera controlar.
Era incluso peor de lo que la había imaginado.
Sentado frente a ella, Marcus observó a su nueva rival, la mujer que se las había arreglado para cautivar a su padre solo ocho semanas después de la muerte de la reina.
Al principio, cuando su padre se lo había contado, Marcus había creído que había perdido la cabeza. Era demasiado joven y apenas la conocía. Pero ahora, viéndola cara a cara, no había duda de por qué el rey estaba tan fascinado con ella. Tenía el pelo de un rubio natural, la figura de una modelo y un rostro que podría haber inspirado a Leonardo da Vinci o a Tiziano.
Al verla salir del avión, con la mirada confusa y un bebé contra el pecho, había albergado la esperanza de que tuviera el cerebro tan hueco como algunas de esas rubias que aparecían en los realities estadounidenses, pero entonces la había mirado a los ojos y había visto la indudable inteligencia que había en ellos. Inteligencia y cierta desesperación.
Tenía un aspecto tan desaliñado y exhausto que, muy a su pesar, no pudo evitar sentir lástima por ella. Pero eso no cambiaba el hecho de que fuera el enemigo.
La niña siguió sollozando en su sillita y luego soltó un chillido tan agudo que hizo que le pitaran los oídos.
–Tranquila, mi amor –le dijo agarrando la manita a su hija, y luego miró a Marcus–. Lo siento mucho. Normalmente es muy tranquila.
Siempre le habían gustado los niños. Algún día tendría hijos puesto que, como único heredero, era responsabilidad suya perpetuar el legado de la familia Salvatora.
Claro que eso podría cambiar. Con una mujer tan joven, su padre podría tener más hijos.
La idea de que su padre tuviese hijos con otra mujer era como una patada en la boca del estómago.
La señorita Reynolds se agachó para sacar de una de sus bolsas un biberón con algo que parecía zumo y se lo dio a su hija. La pequeña se lo metió en la boca, lo chupó unos segundos, luego hizo un mohín y lo tiró, el biberón le dio a Marcus en el pie.
–Lo siento –volvió a decir mientras su hija se echaba a llorar de nuevo.
Él agarró el biberón y se lo dio.
Entonces ella sacó un juguete con el que tratar de entretenerla, pero después de mirarlo un rato, la niña lo tiró también y esa vez le dio a Marcus en la pierna. Tampoco funcionó un segundo juguete.
–Lo siento –repitió ella.
Marcus le dio los dos juguetes, tras lo cual se quedaron en silencio durante unos incómodos minutos, hasta que ella le dijo:
–¿Siempre es usted tan hablador?
No tenía nada que decirle a aquella mujer, pero, en cualquier caso, habría tenido que decírselo a gritos para que pudiera oírlo con los chillidos de su hija.
Al ver que él no respondía, ella siguió hablando con evidente nerviosismo.
–No sabe lo impaciente que estaba por llegar y poder conocerlo. Gabriel me ha hablado mucho de usted y de Varieo.
Marcus no compartía tal entusiasmo y no tenía intención de fingir que era así. Tampoco creía que ella fuese sincera. No hacía falta ser un genio para darse cuenta de por qué estaba allí, que lo que le había atraído de su padre era su dinero y su posición social.
Volvió a intentarlo con el biberón y esa vez la niña lo agarró, bebió durante un rato y entonces empezaron a cerrársele los ojos.
–No ha dormido bien durante el vuelo –le explicó, como si a él pudiera importarle–. Además todo esto es nuevo para ella. Supongo que va a necesitar un poco de tiempo para acostumbrarse a vivir en otra parte.
–¿El padre de la niña no ha puesto ninguna objeción a que usted se la llevara a otro país? –no pudo evitar preguntarle.
–Su padre me dejó cuando se enteró de que estaba embarazada y no he sabido nada de él desde entonces.
–¿Está usted divorciada?
Ella negó con la cabeza.
–No estábamos casados.
Estupendo. Otro punto negativo en su contra. Por si el divorcio no fuera lo bastante malo, su padre se había buscado una mujer que había tenido una hija sin estar casada. ¿En qué demonios estaba pensando? ¿Realmente creía que Marcus daría su aprobación a que entrara en la familia alguien así?
Se le debió de reflejar la desaprobación en la cara porque Vanessa lo miró a los ojos y le dijo:
–Alteza, yo no me avergüenzo de mi pasado. Aunque puede que las circunstancias no fueran ideales, Mia es lo mejor que me ha pasado nunca y por eso no me arrepiento de nada.
No tenía pelos en la lengua. Quizá no fuera la mejor característica para una futura reina, aunque no podía negar que su madre siempre había sido famosa por no tener el menor reparo en decir su opinión, algo de lo que habían aprendido muchas mujeres jóvenes del país. Sin embargo había una clara diferencia entre tener principios y ser irresponsable. Además, se le revolvía el estómago solo de pensar que aquella mujer pudiera pensar que estaría a la altura de la difunta reina o que albergara la esperanza de sustituirla.
Solo esperaba que su padre recuperara la cordura antes de que fuera demasiado tarde, antes de que hiciera la ridiculez de casarse con ella. Por mucho que deseara lavarse las manos y desentenderse de todo, le había prometido a su padre que se encargaría de recibirla y de ayudarla a instalarse. Y él era un hombre de palabra. Para él el honor no era solo una virtud, era una obligación. Era lo que le había enseñado su madre. Aunque todo tenía un límite.
–Su pasado –comenzó a decirle–, es algo que les concierne a mi padre y a usted.
–Pero es evidente que usted ya se ha formado una opinión al respecto. Quizá debería intentar conocerme mejor antes de juzgarme.
Marcus se inclinó hacia delante y la miró a los ojos, para que no hubiera la menor duda sobre su sinceridad.
–No tengo intención de perder el tiempo.
Ella ni siquiera se inmutó. Le mantuvo la mirada con un fuego en los ojos que daba a entender que no iba a dejarse intimidar, y él sintió… algo. Una emoción a medio camino entre el odio y el deseo. Lo que le horrorizó fue el deseo, que fue como una bofetada en la cara.
Y entonces Vanessa tuvo la audacia de sonreír, algo que le enfureció y le fascinó al mismo tiempo.
–Muy bien –dijo ella encogiéndose de hombros.
El gesto hacía pensar que o no le creía, o no le importaba lo que dijera.
A él le daba igual cuál de las cosas fuera. Toleraría su presencia por respeto a su padre, pero jamás la aceptaría.
Con una incomodidad que no estaba acostumbrado a sentir, sacó el teléfono móvil como si ella no estuviera allí. Por primera vez desde la muerte de su madre, su padre parecía feliz de verdad y eso era algo que Marcus nunca querría negarle. Pero solo porque pensaba que no iba a durar.
Con un poco de suerte su padre abriría los ojos y la enviaría de regreso al lugar del que había venido antes de que fuera demasiado tarde.
La visita a Varieo iba de mal en peor.
Mia dormía en el coche y Vanessa estaba sentada a su lado con el estómago atenazado por el temor. Parecía que Marcus ya se había formado una opinión sobre ella y no pensaba darle la menor oportunidad. La idea de estar sola con él hasta que regresase Gabriel la tensaba aún más.
Con un poco más de perspectiva, seguramente no había estado muy acertada al enfrentarse a él de manera tan directa. Siempre había sido una mujer de fuertes convicciones, pero, la mayoría de las veces, se las arreglaba para controlarse. Sin embargo la mirada de arrogancia que le había dedicado Marcus, el engreimiento que parecía supurarle por todos los poros, habían hecho que perdiera los nervios y, antes de que pudiera pararse a pensarlo, había abierto la boca y había soltado aquellas palabras.
Lo miró apenas un instante y comprobó que seguía concentrado en el teléfono. En una escala de uno a diez, tenía por lo menos un quince en lo que se refería al aspecto. Lástima que no tuviera una personalidad acorde a tanta belleza.
Hacía apenas diez minutos que lo conocía. ¿Acaso no estaba llegando a conclusiones apresuradas, y eso hacía que no fuera mejor que él.
Era cierto que se comportaba como un cretino, pero quizá tuviera una buena razón para hacerlo. Si su padre le comunicase que tenía intención de casarse con una mujer mucho más joven a la que ella ni siquiera conocía, probablemente ella también se mostraría desconfiada. Y si su padre fuese un rey millonario, sin duda cuestionaría los motivos que impulsaban a dicha mujer a querer casarse con él. Probablemente Marcus solo estaba preocupado por su padre, como lo estaría cualquier hijo. Y Vanessa no debía olvidar que además hacía menos de un año que había perdido a su madre y, por lo que le había dado a entender Gabriel, Marcus se había tomado muy mal su muerte. Era lógico que aún le doliera y que temiera que ella pretendiera ocupar el lugar de la reina, lo que no podía estar más lejos de la verdad.