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Axel Honneth reconstruye en su último libro la idea de "reconocimiento" a partir de los diversos significados que, desde los albores de la modernidad, ha adoptado esta noción en Europa. Con un ojo puesto en las tres poderosas tradiciones europeas de pensamiento –la francesa, la británica y la germana–, describe el autor las formas en que cada una de estas interpretaciones filosóficas –y sus respectivos desarrollos sociopolíticos– han experimentado los diversos desafíos políticos y sociales. Mientras que en Francia se asocia la idea de reconnaissance con el riesgo de perder el yo individual y en la cultura británica el proceso de recognition se considera una condición para un autocontrol normativo, la Anerkennung o "reconocimiento" significa, en el ámbito germánico, la forma de implementación de todo respeto genuino por las personas. Es sorprendente que ninguno de estos tres significados, cuyas raíces se remontan hasta el siglo XVII, haya perdido influencia en la actualidad. Hasta qué punto se complementan entre sí o se anulan es algo que pretende elucidar el presente estudio, que también aspira a aclarar nuestra autocomprensión político-cultural actual.
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Akal / Pensamiento crítico / 82
Axel Honneth
Reconocimiento
Una historia de las ideas europea
Traducción: Sandra Chaparro Martínez
Hoy en día reviste capital importancia, para las tradiciones democráticas occidentales, dilucidar los orígenes históricos y la evolución de aquellos conceptos que han marcado nuestra convivencia social y política. En el marco de esta magna labor intelectual, la idea de «reconocimiento» merece una reflexión retrospectiva, pues, en las últimas décadas, ha pasado a ser un elemento esencial de nuestra forma de entender la realidad política y cultural que nos rodea. Así, está presente en exigencias tan distintas como la igualdad de derechos entre los miembros de una comunidad, el reconocimiento incondicional de las peculiaridades del Otro o la valoración de las minorías culturales por medio de una «política de reconocimiento».
Partiendo de las diversas concepciones de reconocimiento que, desde los albores de la Modernidad, han ido cristalizando en las tres poderosas tradiciones europeas de pensamiento –la francesa, la británica y la germana–, Axel Honneth reconstruye magistralmente sus raíces histórico-filosóficas y explora hasta qué punto dichas concepciones se anulan entre sí o pueden resultar complementarias y contribuir, con ello, a una mejor comprensión político-cultural de nuestro presente.
«Honneth se sitúa junto a filósofos tales como Martha Nussbaum, Robert Pippin, Avishai Margalit o Judith Butler. Que sus libros encuentren una resonancia tan notable delata tanto su enjundia teórica como el talento que atesora como escritor.» Jürgen Habermas
Axel Honneth, filósofo y sociólogo alemán, es Jack C. Weinstein Professor de Humanidades en Columbia University (Nueva York). Durante dos décadas se ha desempeñado asimismo como director del célebre Instituto de Investigaciones Sociales adscrito a la Johann Wolfgang Goethe-Universität de Fráncfort del Meno.
Autor de dilatada trayectoria, que le ha hecho merecedor de prestigiosos galardones como el Premio Ernst Bloch (2015), el Premio Bruno Kreisky (2016) y la Ulysses Medal (2016) del University College (Dublín), entre sus últimas obras traducidas destacan títulos como La idea del socialismo. Una tentativa de actualización (2017), Patologías de la libertad (2016), El derecho de la libertad. Esbozo de una eticidad democrática (2014) o La sociedad del desprecio (2011).
Diseño de portada
RAG
Motivo de cubierta
Kazimir Malévich, Premonición complicada (Torso en una camisa amarilla), ca. 1931, San Petersburgo, Museo Estatal Ruso
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En este libro ha colaborado el Proyecto de investigación «Naturaleza humana y comunidad IV: El filósofo, la ciudad y el conflicto de las facultades, o la filosofía en la crisis de la humanidad europea del siglo XXI» (FFI2017-83155-P).
Título original
Anerkennung. Eine europäische Ideengeschichte
© Suhrkamp Verlag (Berlín), 2018
© Ediciones Akal, S. A., 2019
para lengua española
Sector Foresta, 1
28760 Tres Cantos
Madrid - España
Tel.: 918 061 996
Fax: 918 044 028
www.akal.com
ISBN: 978-84-460-4835-0
A Jürgen Habermas, con mi agradecimiento
OBSERVACIONES PRELIMINARES
He podido escribir este ensayo gracias al Cambridge Center for Political Thought, que, en mayo de 2017, tuvo la gentileza de invitarme a impartir las conferencias John Robert Seeley, organizadas cada dos años por la Universidad de Cambridge. Debo admitir que me intimidaba un poco la magnífica reputación de este centro, considerado, desde hace ya tiempo, un crisol de la historia de las ideas políticas. De manera que decidí ser cauto: hablaría de un tema relacionado con la historia de las ideas en el que, a la vez, gozara de cierta autoridad científica. Quería aventurarme en el campo de la historia de las ideas políticas de la mano de un tema filosófico en el que ya hubiera trabajado, y así se me ocurrió el asunto que podía tratar en las conferencias y en este ensayo. Decidí reconstruir lo que tanto la denominada Escuela de Cambridge como la tradición alemana de la «historia conceptual» consideran una serie de categorías clave de nuestra concepción de la política. Pensé que sería adecuado reconstruir estas categorías, con su complicada y conflictiva historia, para arrojar luz sobre el origen histórico de conceptos clave de la democracia. En lo que sigue, con los modestos medios de los que dispongo, partiré de un concepto de reconocimiento que últimamente ha ido ganando importancia. De manera que, en los cinco capítulos del presente volumen, buscaré en la historia del pensamiento las raíces de una idea que hoy damos por sentada, a saber, que las relaciones entre sujetos se caracterizan por una dependencia recíproca del aprecio o reconocimiento de los demás.
La dificultad de esta tarea es evidente teniendo en cuenta que la idea de reconocimiento evoca hoy asociaciones muy diversas en diferentes contextos. A veces se considera que esta necesidad de reconocimiento por parte de los demás es la fuente de la moderna moral igualitaria. En otras ocasiones se la entiende como una herramienta social que mantiene al individuo en la senda de las conductas socialmente ventajosas. También se ha señalado que, en otro contexto, esta dependencia está en el origen de un autoengaño fatal para el individuo, que no acaba de desarrollar su «auténtica» personalidad y cuya individualidad «real» se ve amenazada por el reconocimiento. Veremos que algunas de estas diferencias dependen de las peculiaridades semánticas que ostenta el concepto de reconocimiento en las diferentes culturas lingüísticas nacionales. En francés se usa la palabra reconaissance y en inglés recognition, pero en alemán no hablamos de Wieder- sino de An-Erkennung[1]. Existen asimismo diferencias relacionadas con las cadenas asociativas introducidas en el núcleo semántico del concepto por un uso cultural concreto. Debemos averiguar si al hablar del reconocimiento de una persona nos referimos a su reputación social o a algo que no tiene nada que ver con el prestigio público, sino que alude a un estrato más profundo. Optar por un sentido u otro supone una enorme diferencia a la hora de utilizar teóricamente el concepto. Cuando hablamos de «reconocimiento», resulta fundamental saber si está ligado a algún tipo de acto moral, si implica una muestra de respeto hacia otras personas o si denota más bien un proceso epistémico y se refiere al reconocimiento de situaciones objetivas. Todo lo anterior –las diferencias en la carga semántica de la expresión y las distintas cadenas asociativas surgidas en contextos locales– son cuestiones muy a tener en cuenta a la hora de reconstruir la historia moderna de la idea de reconocimiento.
Antes de acometer esta tarea quisiera agradecer a quienes, al honrarme con su invitación, me hicieron pensar en la posibilidad de investigar en el campo de la historia de las ideas. Quiero dar las gracias en primer lugar a John Robertson, quien, en calidad de director del Cambridge Center for Political Thought, me invitó a dar las conferencias Seeley en 2017. Su generosa hospitalidad me permitió disfrutar enormemente de la estancia, y sus agudos comentarios, fruto de un profundo conocimiento de la Ilustración europea, me ayudaron a completar mis ideas sobre la evolución intelectual de la idea de reconocimiento. Lo mismo cabe decir de John Dunn, Christopher Meckstroth y Michael Sonenscherer, cuyas sugerencias y críticas impidieron que llegara a conclusiones precipitadas e imprudentes; quiero expresarles mi más profunda gratitud. Michael Nance, quien disfrutó de una beca Humboldt en el Institut für Philosophie de la Goethe Universität de Fráncfort durante dos semestres, hizo excelentes comentarios sobre el cuarto capítulo, que aborda la idea de reconocimiento en el seno del idealismo alemán; estoy muy agradecido por su ayuda. Si las conferencias han acabado cuajando en el presente libro se debe a Elizabeth Friend-Smith, de Cambridge University Press, y a Eva Gilmer, de Suhrkamp Verlag, quienes lograron que entregara el manuscrito casi a tiempo ejerciendo una suave presión y formulando amistosos recordatorios. A Eva Gilmer debo agradecerle, además, lo que se ha convertido en una cálida costumbre: la revisión del manuscrito, que también en esta ocasión ha acometido con gran atención y meticulosidad.
[1] Cfr. Paul Ricoeur, Wege der Anerkennung, Ulrike Bokelmann y Barbara Heber-Schärer (trads.), Fráncfort del Meno, 2006, sobre todo pp. 19-42 [ed. cast.: Caminos del reconocimiento. Tres estudios, México, Fondo de Cultura Económica, 2006]; Heikki Ikäheimo, Anerkennung, Berlín/Boston, 2014, cap. 2.1. [El prefijo wieder- supone una repetición en el tiempo, la traducción de wiedererkennen sería «volver a conocer», mientras que anerkennen es reconocer en el sentido de aceptar o legitimar. (N. de la T.)]
CAPÍTULO I
Historia de las ideas e historia conceptual: reflexiones metodológicas previas
Como ya he señalado en las observaciones preliminares, para nuestra cultura democrática es importante dilucidar los orígenes históricos y la evolución de aquellos conceptos que han marcado nuestra convivencia social y política hasta el día de hoy. Sólo contemplándolos en el espejo de la historia podremos desvelar juntos por qué nos hemos convertido en quienes somos y qué exigencias normativas plantea la concepción dividida que tenemos de nosotros mismos. El concepto de «reconocimiento» merece una reflexión retrospectiva de este tipo porque, en las últimas décadas, ha pasado a ser un elemento esencial de nuestra forma de entender la realidad política y cultural que nos rodea. Está presente en exigencias tan distintas como la igualdad de derechos entre los miembros de una comunidad cooperativa[1], el reconocimiento incondicional de las peculiaridades del Otro[2] o la valoración de las minorías culturales por medio de una «política de reconocimiento»[3]. De manera que, cuando decimos que queremos reconstruir la historia moderna de la idea de reconocimiento, lo hacemos con la esperanza de poder arrojar algo de luz en el ámbito de los significados para así esclarecer, en la medida de lo posible, la forma en la que hoy nos entendemos a nosotros mismos desde el punto de vista político-cultural. Pero antes de volcarme en esta tarea quisiera decir algunas palabras sobre mi modo de proceder y los objetivos que me he fijado, ya que al emprender la aventura de buscar los orígenes de nuestra noción de reconocimiento actual cabe plantear exigencias y crear expectativas de diversa complejidad y sofisticación.
En mi intento de rastrear históricamente el concepto de reconocimiento debo fijarme dos límites claros por diversos motivos. Por un lado, no conviene dar la impresión de que, cuando pretendemos desvelar la génesis histórica de una idea tan central para nosotros hoy como es la del reconocimiento, se trata sólo de elucubrar en torno a este único término. Al contrario de lo que ocurre en el caso de otros conceptos cruciales de la actualidad, como, por ejemplo, «Estado», «libertad» o «soberanía», la idea que evoca hoy el «reconocimiento» no existió en nuestro pasado en forma de un único término fijo. En el pensamiento moderno se utilizaban diversas expresiones para referirse al hecho de que nos unen en todo momento diversas formas de reconocimiento. Jean-Jacques Rousseau usaba el término amour propre, acuñado por los moralistas franceses, para aludir a esta situación; Adam Smith hablaba del «observador externo» interiorizado y sólo Johann Gottlieb Fichte y Georg Wilhelm Friedrich Hegel empezaron a utilizar la categoría «reconocimiento» que hoy nos resulta familiar. De manera que no podremos completar la búsqueda de la génesis de la idea contemporánea de reconocimiento ni describir su historia rastreando este único concepto. Si nos centráramos exclusivamente en este término para hacer una reconstrucción histórica, obviaríamos derivas secundarias relevantes y dejaríamos fuera demasiadas fuentes y propuestas significativas. Lo cierto es que este experimento no puede basarse en una historia conceptual en sentido estricto; para hacer el seguimiento de la evolución de un pensamiento constitutivo y comprobar qué nuevos significados ha ido adquiriendo por medio de enmiendas o aportaciones enriquecedoras, hay que recurrir a algún tipo de historia de las ideas. Tendré que empezar por responder a la difícil pregunta de si hubo un impulso inicial, un primer estímulo.
Esta empresa de hacer «historia de las ideas» para estudiar el reconocimiento puede realizarse recurriendo a distintas metodologías. Es sabido que pensadores como Robin G. Collingwood, Quentin Skinner, Michel Foucault y Reinhart Koselleck, por mencionar sólo a algunos, han desarrollado ideas muy diferentes sobre lo que significa reconstruir históricamente los orígenes y la evolución de una idea concreta. Cuando señalo que quiero investigar la génesis de nuestra idea actual de reconocimiento, no me refiero a que vaya a volcarme en la historia de las ideas con todo lo que ofrece como disciplina. Tampoco puedo ni quiero acometer la agotadora tarea de responder a la delicada pregunta de qué relación histórica causal existe entre diversas versiones de una idea vaga y carente de contornos claros. Una «auténtica» investigación histórica requeriría, parafraseando a Michael Dummett, demostrar que ciertos pensadores realmente influyeron sobre las ideas de otros intelectuales. Dummett recomienda a quien quiera hacerlo que compruebe fechas de publicación y descifre diarios, correspondencia y hasta catálogos de biblioteca para determinar qué leyeron o pudieron haber leído personas concretas[4]. Mi formación académica no me capacita para realizar un análisis así. Nunca he llevado a cabo investigaciones basadas en catálogos bibliográficos ni tengo práctica en el rastreo histórico de influencias intelectuales. De manera que habremos de contentarnos con una «historia de las ideas» mucho menos exigente que la disciplina a la que suele denominarse así. Lo que me interesa en este ensayo es averiguar las distintas formas de evolución de una idea concreta (en este caso, la de reconocimiento) que «estaba en el aire»; me ha llamado la atención que acabara adoptando siempre, por la vía que fuera, significados novedosos e instructivos. Al final de mi reconstrucción histórica comprobaré si los descendientes inconexos de esta idea acaban encajando en una imagen unitaria o si no conforman más que fragmentos irreconciliables y carentes de un contexto común. En todo caso, aquí hablamos de la historia de la evolución argumentativa de una idea, no de la historia de la secuencia causal generada por la influencia que unos autores ejercen sobre otros. El lector no debe esperar, por lo tanto, que descubramos nuevas constelaciones intelectuales e influencias mutuas; en todo caso, obtendrá una visión diferente de un material de sobra conocido.
Existe un punto en el que espero ir más allá de los resultados ya obtenidos en los estudios sobre la historia de las ideas en la Modernidad. Me interesa especialmente responder a la pregunta de si las condiciones socioculturales de un país pueden influir en la idea de reconocimiento imperante revistiéndola de una coloración especial. Teniendo en cuenta la multiplicidad de significados dados en la Modernidad a la idea de que nos unen las muestras de reconocimiento, quisiera plantear la hipótesis de que las diferencias están relacionadas con las peculiaridades nacionales de la cultura de origen. Esta arriesgada tesis me obligará a abordar mis disquisiciones de una forma muy específica: no podré recurrir a autores concretos para después estudiar sus obras individualmente. Tendré que basarme en diversos autores de la misma nacionalidad y considerarlos representantes típicos de todo un colectivo que comparte determinadas convicciones teóricas y valores éticos. Es decir, tendré que limitarme a considerar obras individuales como ejemplos de una cultura común. Por lo tanto, nadie debe sorprenderse si, a partir de este momento, el hilo conductor de mi exposición sobre lo que se entiende por «reconocimiento» son las peculiaridades nacionales.
Soy consciente de que podría acabar en las arenas movedizas de una tradición que habla, de forma consciente o inconsciente, del «espíritu del pueblo» («Volksgeist») y aun del «alma» («Seele») de una nación. Y no deberíamos ser tan ingenuos, sobre todo siendo alemanes, como para revivir la idea de un espíritu «nacional» atribuible al conjunto del pueblo constituido en Estado (Staatsvolk). De manera que, en las páginas que siguen, no se hará mención alguna a «actitudes» colectivas, mentalidades nacionales o cosas parecidas. Cuando hablo de las peculiaridades nacionales en el ámbito semántico de la idea de reconocimiento, me refiero a que probablemente fueran las circunstancias socioculturales de un país concreto las que llevaron a una serie de pensadores autóctonos a establecer más o menos las mismas asociaciones en torno a esta idea. Mi hipótesis se basa en la pregunta, muy legítima, de si no se impondrán ciertos motivos, temáticas o estilos de pensamiento cuando existen circunstancias institucionales o sociales distintas a las presentes en otros países[5]. En este ensayo quisiera verificar mi sospecha de que fueron peculiaridades nacionales de la evolución histórica las que dotaron a la idea de reconocimiento de una tonalidad específica.
Es evidente que no soy el primero a quien se le ha ocurrido que, en el pensamiento francés, la idea de que necesitamos el reconocimiento de los demás nunca ha gustado mucho. Los representantes de esta tradición, que surge a más tardar con Jean-Jacques Rousseau y llega hasta Jean-Paul Sartre o Jacques Lacan, siempre han pensado que corremos el peligro de perder nuestra propia individualidad, de forma irrecuperable, por depender en exceso de la valoración y aprobación social. Al margen de la forma concreta en la que se haya desbrozado esta idea o de cómo se la justifique en cada caso, no puede ser casualidad que una serie de autores franceses vuelvan recurrentemente sobre el tema; tal parece que ciertas peculiaridades nacionales han tenido algo que ver con el asunto. De manera que empecé a reflexionar sobre qué características de la historia social y cultural francesa pudieran haber estado, desde el principio, detrás de esta connotación típicamente negativa de la idea de reconocimiento. Sin embargo, cuando se empieza a pensar así, uno se ve tentado a buscar también en otros países las relaciones existentes entre las circunstancias socioculturales y la idea nacional de reconocimiento. Una vez que se ha dado este paso intermedio, se puede formular la hipótesis de que han sido los horizontes de experiencia de las distintas culturas filosóficas los que han dotado al reconocimiento de significados muy diferentes a lo largo de su evolución en los últimos trescientos años.
Esto no explica por qué me he centrado sólo en tres países: Gran Bretaña, Alemania y Francia. Mi elección responde a motivos pragmáticos: en estos tres países se han estudiado con especial profundidad los cambios surgidos en el pensamiento político a comienzos de la Modernidad. Estamos mucho más familiarizados con los cambios y novedades en la autopercepción político-cultural producidos en estos países en los últimos cuatrocientos años, que con las novedades igualmente relevantes que se registraron en la misma época en otros países y espacios culturales del continente europeo. Otra de las razones que late tras esta decisión es el hecho de que estos tres países ocupan un lugar privilegiado en nuestra historia de las ideas, ya que todos aquellos autores que hemos pasado a considerar «clásicos» del pensamiento político proceden de allí salvo algunas honrosas excepciones, como Baruch de Spinoza y, quizá, Francisco Suárez. Los pensadores políticos que hoy llenan nuestros libros de historia suelen ser oriundos de las regiones de habla inglesa, francesa y alemana de Europa. Una de las preguntas relevantes, que surge en este contexto, es si esta clara prevalencia es un ejemplo del imperialismo teórico ejercido posteriormente por tres naciones poderosas o si obedece a una jerarquía real.
La formulación misma de esta pregunta demuestra que no puedo justificar mi decisión basándome exclusivamente en motivos pragmáticos. Si nos atuviéramos sólo a lo dicho hasta ahora, podría surgir la sospecha de que únicamente vamos a reproducir la perspectiva filosófica de las potencias hegemónicas en Europa. Para quitar hierro a estos recelos debemos aportar mejores argumentos, que no se basen en el estado de las investigaciones o en las convenciones propias de una única disciplina. En este caso puede ser de ayuda una reflexión que leí por primera vez en un ensayo de historia conceptual de Reinhart Koselleck, con la que me he vuelto a encontrar en otros estudios. Koselleck estaba convencido de que las derivas registradas en Francia, Alemania y Gran Bretaña en el siglo XVII eran ejemplos de tres formas de evolución diferentes de la sociedad burguesa de la Modernidad. Como demuestran las diferencias de significado entre citoyen, Bürger y middle classes, en estos países la burguesía entendió su papel y su situación histórica de manera diferente. Estas diferencias semánticas también habrían determinado las principales alternativas evolutivas del nuevo orden social[6]. Jerrold Seigel argumenta de forma parecida en un estudio muy documentado, Modernity and Social Life, en el que recurre a una gran riqueza de materiales para dilucidar la senda hacia la modernización emprendida por Francia, Alemania y Gran Bretaña. Parte de las diferentes formas en las que la burguesía de cada país interpretaba su papel histórico, y, al igual que Koselleck, cree que estos tres países no son tres casos cualesquiera, sino que se trata de los ejemplos paradigmáticos de evolución de la sociedad burguesa en la Europa moderna[7]. Partiendo de esta idea, quizá pueda elaborar un argumento que me permita justificar objetivamente haber elegido ejemplos de la evolución de la historia de las ideas en estos tres países sólo. Si Koselleck y Seigel tuvieran razón; si en los últimos siglos hubiera habido en Francia, Alemania y Gran Bretaña cambios sociales e ideológicos que posteriormente se convirtieron en modelos estructurales para el resto de Europa, mi decisión de analizar sólo estos tres países no sería exclusivamente pragmática. Se podría plantear la hipótesis de que es en las tonalidades y prioridades semánticas de las que se fue dotando al reconocimiento en cada uno de estos países, donde cabe encontrar las variaciones de significado que podía admitir el concepto en el horizonte cognitivo europeo. Sin embargo, hasta esta reflexión evoca cierta sensación de primacía, por lo que me gustaría reformularla con más cuidado. Si fuera cierto que las concepciones de la burguesía en Francia, Gran Bretaña y Alemania dieron lugar a las tres variantes de la evolución de la sociedad burguesa que resultaron ser paradigmáticas para el resto de Europa, realizando un análisis histórico de la evolución y de los matices adquiridos por la idea de reconocimiento en estos tres países podríamos agotar prácticamente su abanico de significados.
Esta idea de partida suscita la esperanza de que, al analizar los orígenes y la evolución de la idea de reconocimiento en la Modernidad europea, no estemos limitándonos a reproducir una perspectiva concreta. Es posible que también hayan surgido formas interesantes y esclarecedoras de la idea de reconocimiento en otras regiones lingüísticas de Europa, pero no tuvieron la fuerza suficiente como para plasmarse en connotaciones de significado vivas que sigan desplegando su eficacia hoy. Por razones que el lector entenderá en seguida, empezaré mi análisis en el mundo lingüístico francés, donde, por primera vez, echó fructíferas raíces para el pensamiento la idea de que dependemos unos de otros a causa de las relaciones de reconocimiento mutuo, lo que dio lugar a un concepto de intersubjetividad muy concreto y con un aire muy nacional.
[1] John Rawls, Gerechtigkeit als Fairness. Ein Neuentwurf, Joachim Schulte (trad.), Fráncfort del Meno, 2003, sobre todo, § 2 [ed. cast.: La justicia como equidad: una reformulación, Barcelona, Paidós, 2002].
[2] Judith Butler, Kritik der ethischen Gewalt. Adorno-Vorlesungen 2002, Reiner Ansén y Michael Adrian (trads.), Fráncfort del Meno, 2007.
[3] Charles Taylor, Multikulturalismus und die Politik der Anerkennung, Reinhard Kaiser (trad.), Fráncfort del Meno, 2009 [ed. cast.: El multiculturalismo y la «política del reconocimiento», México, Fondo de Cultura Económica, 2003].
[4] Michael Dummett, Ursprünge der analytischen Philosophie, Joachim Schulte (trad.), Fráncfort del Meno, 1988, p. 9.
[5] Cfr. al respecto mis reflexiones en «Zwischen den Generationen», Merkur 10 (2000), pp. 147-152.
[6] Reinhart Koselleck, «Drei bürgerliche Welten? Zur vergleichenden Semantik der bürgerlichen Gesellschaft in Deutschland, England und Frankreich», en idem,Begriffsgeschichten. Studien zur Semantik und Pragmatik der politischen und sozialen Sprache, Fráncfort del Meno, 2006, pp. 402-461 [ed. cast.: Historias de conceptos: estudios sobre semántica y pragmática del lenguaje político y social, Madrid, Trotta, 2012].
[7] Jerrold Seigel, Modernity and Bourgeois Life. Society, Politics, and Culture in England, France, and Germany since 1750, Cambridge et al., 2012.
CAPÍTULO II
De Rousseau a Sartre: reconocimiento y pérdida de sí
Hace tiempo que existe un debate latente y con muchas ramificaciones en torno a quién es el pensador de la Modernidad a quien cabe atribuir los inicios de la idea de reconocimiento. Hace treinta años los investigadores estaban bastante de acuerdo en que habían sido Fichte y Hegel quienes, al inventar el término, habían dado lugar a toda una teoría, pero las cosas han cambiado mucho desde entonces. Actualmente muchos proponen anticipar el momento del nacimiento de la idea de reconocimiento y buscan sus raíces en autores anteriores desde el punto de vista histórico y filosófico[1]. István Hont ha sido quien ha hecho las propuestas más atrevidas en esta carrera por descubrir el origen filosófico y la deriva de la idea de reconocimiento. En su libro Politics in Commercial Society defiende la teoría de que fue Thomas Hobbes, nada más y nada menos, quien subrayó la enorme importancia del reconocimiento para la vida en común. Lo nuevo y rompedor de este ensayo es la idea de que lo que nos impulsa a buscar la compañía de los demás y a vivir en sociedad no son nuestras necesidades «físicas», sino sobre todo la necesidad «psicológica» del ser humano de destacar y ser honrado[2]. Este intento de convertir a Hobbes en el antepasado de la teoría del reconocimiento parece bastante acertado, puesto que el autor del Leviatán destaca en varios de sus escritos el fuerte deseo que embarga al individuo de parecer honorable y excelente a sus congéneres. En el marco de su antropología política constata, con mayor claridad que sus predecesores y sus contemporáneos, que lo que lleva a los hombres a buscar el contacto de los demás es su deseo de destacar entre la multitud: el orgullo y afán de protagonismo[3]. Pero para proclamar a Hobbes padre original de toda la teoría del reconocimiento de la Edad Moderna, deberíamos poder demostrar que esta tendencia «psicológica» de los seres humanos forma parte del núcleo de su filosofía política. En mi opinión no podemos hacerlo: el contrato, al que Hobbes quisiera que se sumaran los sujetos, surge, según él, porque cada individuo ve tan amenazada su seguridad física en el estado de naturaleza que considera ventajoso el sometimiento colectivo a un gobernante capaz de garantizar la seguridad de todos. En opinión de Hobbes este monarca, entronizado gracias al cálculo estratégico de multitud de sujetos individuales, debe ocuparse de la estabilidad política y no de adoptar medidas para satisfacer a quienes aspiran al reconocimiento social[4]. Estas dos ideas decisivas expresadas en el Leviatán dificultan la atribución a Hobbes de la paternidad de la primera filosofía política que quiso dar el peso debido a nuestra necesidad de reconocimiento. Me parece mucho más convincente la teoría de que en la obra de este autor existe una brecha significativa entre sus ideas psicoantropológicas y sus escritos políticos, en los que apenas hallamos huella alguna de las primeras.
De manera que empezaré por otro lado e intentaré rastrear los orígenes de la teoría del reconocimiento en Rousseau y sus antecesores del moralismo francés del siglo XVII, pero quiero recalcar que la idea de que la necesidad de reconocimiento de los seres humanos está en su misma naturaleza ya «flotaba en el ambiente» en muchos países europeos de la época. Cuando el viejo orden social empezó a resquebrajarse tras los primeros, tímidos impulsos modernizadores del siglo XVII, también se volvieron quebradizas las relaciones sociales y se pudo cuestionar la pertenencia a una u otra clase social. A medida que perdía fuste la idea de que el orden social era algo dado y querido por Dios, el individuo empezó a preguntarse qué lugar ocupaba o quería ocupar en la sociedad y por qué razón. Se podría decir que lo que dotó de virulencia, en vastas zonas de Europa, a la cuestión del reconocimiento social fue el paso paulatino del viejo orden feudal estamental, con sus reglas de conducta específicas para cada grupo, a la moderna sociedad de clases. En aquella fase histórica, cuando dejó de estar claro cuál era el lugar del individuo en la sociedad y cómo debía comportarse, la idea de que nos relacionamos por medio de diversas formas de reconocimiento se convirtió en tema de la filosofía y la literatura. En Francia, el asunto no sólo fue cobrando importancia a lo largo de los siglos XVII y XVIII sino que adoptó asimismo un tono muy específico. Allí el tema giraba en torno a la pregunta de qué determinaría en el futuro la posición ocupada por el individuo en la sociedad. Surgió rápidamente una especie de «antropología negativa»[5], según la cual el sujeto siempre quería pasar por «mejor» de lo que era y tener mayor influencia de la que permitía su personalidad. Esto convirtió al reconocimiento en una empresa arriesgada, en la que uno nunca podía estar seguro de haber aprehendido el «auténtico» ser del otro. Mi teoría es que esta sospecha soterrada se sigue proyectando hoy, como una sombra siniestra, sobre el discurso francés del reconocimiento.
En Francia el concepto portador de las nuevas ideas sociales fue el amour propre. Antes de Rousseau, que desarrolló el término sistemáticamente para basar en él toda su teoría del reconocimiento, ya habían hecho uso de él los moralistas para cuestionar las antiguas concepciones sobre lo que constituía la esencia de los seres humanos. Fue el duque de La Rochefoucauld quien, teniendo en cuenta la llamativa tendencia de sus contemporáneos a presentarse en público bajo la mejor luz posible, decidió buscar las fuentes de una conducta tan fatua. La operación conceptual llevada a cabo por La Rochefoucauld se basaba en la reinterpretación laica de un binomio de opuestos formulado por san Agustín. El teólogo cristiano había contrapuesto al vicio de la superbia un amor a sí mismo socialmente sostenible, una virtud querida por Dios, pero el moralista francés se quedó sólo con el primer término del binomio, la soberbia o autocomplacencia, que, además, ya no consideraba una falta de ética, sino una pasión natural de los seres humanos[6]. Dio a ese impulso fijo el nombre de amour propre, un concepto difícil que debemos a una creativa traducción del joven Michel de Montaigne[7] y que sólo se solapa parcialmente con términos como «afán de notoriedad» o «vanidad». En todo caso, esta disposición es el eje y la piedra angular de las famosas Máximas o reflexiones morales de La Rochefoucauld, cuya nueva semántica despertó la sospecha de que toda conducta que hiciera gala de virtud, grandeza personal o excelencia moral era una farsa que reflejaba cualidades inexistentes. Lo que llevaba a los individuos a aparentar rasgos de carácter socialmente muy valorados era, en opinión de La Rochefoucauld, el amour propre, el «deseo impetuoso» (désir impétueux) de ser considerado excelente, o todo un ejemplo, por sus congéneres[8].
Lo que inquietaba a La Rochefoucauld de esta pasión natural de los seres humanos, hasta el punto de que le dedicó más de quinientos aforismos, no era sólo la incertidumbre cognitiva en la que nos sumía no poder estar seguros de quiénes son realmente nuestros compañeros de interacción. Lo que más le alarmaba era que el amour propre pudiera llevar al individuo, que vive fingiendo una excelencia que no posee, a olvidar quién es realmente y qué personalidad tiene. En la famosa máxima 119 se afirma de forma concisa: «Hasta tal punto nos acostumbramos a pasar por lo que no somos ante los demás, que al final también fingimos ante nosotros mismos»[9]. En opinión de La Rochefoucauld, el amour propre es un instinto humano básico que produce efectos tanto externos como internos, porque afecta a la relación que cada persona tiene consigo misma. Estar con nuestros congéneres nos incita a fingir determinados rasgos de carácter socialmente ejemplares; en nuestro fuero interno nos habitúa a la simulación hasta el punto de que olvidamos nuestro «auténtico» carácter. De ahí que La Rochefoucauld tuviera sus dudas sobre esta tentación de engañar, tanto a los demás como a uno mismo, y lo considerara un peligro propio de su época, pues la suma de ambos efectos nos podía robar toda posibilidad de disponer de nosotros mismos y de nuestra autonomía[10].
La Rochefoucauld no era un filósofo ni un erudito y sólo supo plasmar estas agudas observaciones en consejos graciosos o malévolos. Carece tanto de la perspectiva histórica teórica como de la precisión conceptual que le hubieran permitido convertir al amour propre