Salambó - Gustave Flaubert - E-Book

Salambó E-Book

Gustave Flaubert

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Beschreibung

La revuelta conocida como la Guerra de los Mercenarios del siglo III, tras la primera Guerra Púnica, es el momento que Gustave Flaubert elige para presentar una maravillosa novela histórica en la que lo cruel y lo violento conviven con el deseo que se presenta en voluptuosas sensaciones. Luego del éxito obtenido con Madame Bovary, el escritor francés emprende un viaje que culmina con una obra repleta de referencias a costumbres, vestiduras y armas bastante precisos y donde las traiciones, amores y actos heroicos son mostrados como parte de las batallas, sus pérdidas y los vacíos que ésta deja tras de sí.

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COLECCIÓN POPULAR

743
SALAMBÓ

TraducciónCAMILO RODRÍGUEZ, ÁLVARO RUIZ RODILLA y HERMENEGILDO GINER DE LOS RÍOS

GUSTAVE FLAUBERT

SALAMBÓ

Primera edición, 2020 [Primera edición en libro electrónico, 2020]

Diseño de portada: Rafael López Castro y Guillermo López Wirth

© 2020, Ricardo Chávez Castañeda

D. R. © 2020, Fondo de Cultura EconómicaCarretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

Comentarios: [email protected] Tel. 55-5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-6864-6 (ePub)ISBN 978-607-16-6865-3 (mobi)ISBN 978-607-16-6789-2 (rústico)

Hecho en México • Made in Mexico

ÍNDICE

I. El festín

II. En Sicca

III. Salambó

IV. Bajo las murallas de Cartago

V. Tanit

VI. Hannón

VII. Amílcar Barca

VIII. La batalla del Macar

IX. En campaña

X. La serpiente

XI. En la tienda

XII. El acueducto

XIII. Moloch

XIV. El desfiladero del Hacha

XV. Matho

I. EL FESTÍN

OCURRÍA en Megara, arrabal de Cartago, en los jardines de Amílcar.1

Los soldados que él había tenido bajo su mando en Sicilia se daban un gran festín para celebrar el día del aniversario de la batalla de Érice,2 y, como el amo estaba ausente y ellos eran muchos, comían y bebían a sus anchas.

Los capitanes, calzados con coturnos3 de bronce, se habían puesto en el camino central, bajo un velo púrpura con franjas doradas que se extendía desde la pared de la caballeriza hasta la primera terraza del palacio; los soldados rasos estaban tendidos bajo los árboles, donde se distinguían bastantes edificios de techo plano, lagares, almacenes, tiendas, panaderías y arsenales, con un patio para los elefantes, fosos para las fieras, una prisión para los esclavos.

Unas higueras rodeaban las cocinas; un bosque de sicomoros se prolongaba hasta la verde espesura, donde las granadas resplandecían entre los arbustos blancos de los algodoneros; viñas cargadas de racimos subían por el ramaje de los pinos; un campo de rosas se abría bajo los plátanos; de trecho en trecho, sobre las praderas, se balanceaban las azucenas; negra arena mezclada con polvo de coral se esparcía en los senderos; y, en el medio, de un lado a otro, la arboleda de cipreses formaba como una doble columnata de obeliscos verdes.

El palacio, construido con mármol númida4 jaspeado de amarillo, tenía al fondo cuatro pisos de terrazas superpuestas sobre amplias bases. Con su gran escalinata recta de madera de ébano que llevaba en los ángulos de cada escalón la proa de una galera capturada al enemigo, sus puertas rojas divididas por una cruz negra, sus rejas de bronce que lo protegían de los escorpiones por debajo y su enrejado de varillas doradas que tapaban las aberturas superiores, todo les parecía a los soldados, en su opulencia salvaje, tan solemne e impenetrable como el rostro de Amílcar.

El Consejo5 había elegido su casa para dar ese festín. Los convalecientes que dormían en el templo de Eschmún6 se ponían en marcha desde el amanecer y llegaban arrastrándose con sus muletas. A cada minuto, otros llegaban. Por todos los senderos afluían sin cesar, como torrentes que se precipitan en un lago. Se veía entre los árboles correr a los esclavos de las cocinas, despavoridos y medio desnudos; las gacelas huían balando por el pasto; el sol se ponía, y el perfume de los limoneros volvía aún más pesada la exhalación de aquella sudorosa muchedumbre.

Había allí hombres de todas las naciones, ligures, lusitanos, baleáricos, negros y prófugos de Roma. Junto al pesado dialecto dórico, se escuchaban resonar sílabas célticas que restallaban como carros de batalla, y las terminaciones jónicas chocaban con las consonantes del desierto, ásperas como aullidos de chacal. El griego se reconocía por su delgado talle, el egipcio por sus hombros altos y el cántabro por sus fuertes pantorrillas. Unos carios agitaban con orgullo las plumas de sus cascos, arqueros de Capadocia se habían pintado con jugos de hierbas cocidas flores en el cuerpo, y algunos lidios cenaban vestidos de mujer, con pantuflas y aretes. Otros, que se habían embadurnado fastuosamente con bermellón, parecían estatuas de coral.

Se recostaban en los cojines, comían acurrucados en torno a grandes bandejas, o bien, acostados boca abajo atrapaban pedazos de carne, se saciaban apoyados en los codos, en la pose pacífica de los leones cuando despedazan a su presa. Los últimos en llegar, de pie entre los árboles, miraban las mesas bajas medio ocultas por los tapices escarlata y esperaban su turno.

Las cocinas de Amílcar no eran suficientes, por lo que el Consejo había enviado esclavos, vajilla, camas; y en el centro del jardín, como en un campo de batalla cuando queman a los muertos, ardían grandes y claras hogueras donde rostizaban bueyes. Los panes espolvoreados de anís alternaban con grandes quesos, más pesados que discos, crateras llenas de vino y cántaros rebosantes de agua junto a canastas de filigrana de oro llenas de flores. La alegría de poder hartarse a gusto por fin dilataba todos los ojos; aquí y allá, las canciones comenzaban.

Al principio, les sirvieron aves en salsa verde, en platos de arcilla roja realzada con negros dibujos, y luego cuantas especies de mariscos se recogían en las costas púnicas, purés de harina de trigo, habas y cebada, y caracoles al comino sobre bandejas de ámbar amarillo.

Después las mesas se llenaron de carnes: antílopes con sus cuernos, pavorreales con sus plumas, borregos enteros cocidos al vino dulce, piernas de camellas y de búfalos, erizos al garo, cigarras fritas y lirones confitados. En gamellas de madera de Tamrapanni7 flotaban en azafrán pedazos grandes de grasa. Todo rebosaba de salmuera, trufas y asafétida. Las pirámides de frutas se derrumbaban sobre los pasteles de miel, y no habían olvidado algunos de esos perritos panzones de rosado pelaje que cebaban con orujo de aceitunas, manjar cartaginés que los demás pueblos abominaban. La sorpresa de los nuevos platos excitaba la voracidad de los estómagos. Los galos de largos cabellos recogidos en la coronilla se disputaban las sandías y los limones, que mordían con sus cáscaras. Los negros, que jamás habían visto langostas, se arañaban la cara con las pinzas rojas. Los griegos, rapados, más blancos que el mármol, tiraban hacia atrás los desperdicios de sus platos, mientras que los pastores del Brucio,8 vestidos con pieles de lobos, devoraban en silencio su porción.

La noche caía. Retiraron el velarium9 extendido sobre la arboleda de cipreses y trajeron antorchas.

Los resplandores vacilantes del petróleo que ardía en vasos de pórfido asustaron a los monos que estaban en las copas de los cedros, consagrados a observar la luna. Sus gritos pusieron alegres a los soldados.

Llamas oblongas temblaban sobre las corazas de bronce. Todo tipo de fulgores brotaban de las bandejas incrustadas de piedras preciosas. Las crateras, orladas de espejos convexos, multiplicaban la imagen alargada de las cosas; los soldados que se agolpaban alrededor se miraban embobados en ellas y se hacían muecas para provocarse la risa. Se lanzaban, por encima de las mesas, los escabeles de marfil y las espátulas de oro. Bebían a grandes tragos todos los vinos griegos en odres, también los vinos de Campania guardados en ánforas, los vinos de Cantabria que se llevan en toneles, y los vinos de azufaifa, cinamomo y loto. Había charcos de vino en el suelo resbaladizo. El humo de las carnes subía hasta el follaje mezclado con el vaho de los alientos. Se oía al mismo tiempo el chasquido de las mandíbulas, el ruido de los coros, las canciones, las copas, el estrépito de los vasos campanios10 que se rompían en mil pedazos, o el sonido límpido de una gran bandeja de plata.

A medida que aumentaba la ebriedad, recordaban cada vez más la injusticia de Cartago.

La República,11 agotada por la guerra, había dejado que se acumularan en la ciudad todas las bandas de mercenarios que volvían de ella. Giscón,12 su general, había tenido sin embargo la prudencia de despedirlos unos después de otros para facilitar el pago de su sueldo, y el Consejo creía que acabarían por consentir alguna rebaja. Pero hoy les reprochaban que no les pudieran pagar. Esta deuda se confundía en la mente del pueblo con los tres mil doscientos talentos euboicos exigidos por Lutecio13 y eran, como Roma, un enemigo para Cartago. Los mercenarios lo entendían, y por eso su indignación estallaba en amenazas y excesos. Finalmente pidieron reunirse para celebrar una de sus victorias y el partido de la paz accedió, vengándose así de Amílcar, que tanto había promovido la guerra. Ésta había terminado a pesar de todos sus esfuerzos, de modo que, desesperándose de Cartago, le había cedido a Giscón el mando de los mercenarios. El hecho de designar su palacio para reunir a los mercenarios era atraer hacia él algo del odio que se les profesaba. Además, los gastos serían excesivos y casi todos correrían a su cargo.

Orgullosos de haber doblegado a la República, los mercenarios creían que por fin regresarían a sus hogares con el sueldo de su sangre en la capucha del manto. Pero sus fatigas, recordadas entre los vapores de la ebriedad, les parecían prodigiosas y muy mal recompensadas. Se enseñaban unos a otros sus heridas y hablaban de sus combates, de sus viajes y de las cacerías en sus países. Imitaban el aullido de las fieras y sus saltos. Luego empezaron las inmundas apuestas; metían la cabeza en las ánforas y se quedaban bebiendo, como dromedarios sedientos. Un lusitano de gigantesca estatura que cargaba un hombre en cada brazo recorría las mesas echando fuego por las narices. Algunos lacedemonios que no se habían quitado las corazas saltaban pesadamente. Unos se movían como mujeres haciendo gestos obscenos; otros se desnudaban para combatir, entre las copas, como los gladiadores; y una compañía de griegos bailaba alrededor de un vaso en el que había unas ninfas pintadas, al son de un escudo de bronce que golpeaba un negro con un hueso de buey.

De pronto, escucharon un canto lastimero, un canto potente y dulce, que subía y bajaba por los aires como el aleteo de un pájaro herido.

Era la voz de los esclavos en la ergástula.14 Varios soldados, para ir a liberarlos, se levantaron de un salto y desaparecieron.

Volvieron, echando entre gritos y en el polvo a unos veinte hombres que se distinguían por la palidez de sus rostros. Un pequeño gorro de forma cónica y de fieltro negro cubría sus cabezas rapadas; todos llevaban sandalias de madera y hacían un ruido metálico, como de carros avanzando.

Llegaron a la arboleda de cipreses, donde se perdieron entre la muchedumbre que los interrogaba. Uno de ellos se mantuvo alejado, de pie. A través de los jirones de su túnica se le veían los hombros marcados por largas cicatrices. Cabizbajo, miraba desconfiado a su alrededor y entrecerraba un poco los párpados por el resplandor de las antorchas. Pero cuando vio que ninguno de los soldados lo quería atacar, un profundo suspiro se escapó de su pecho; balbuceaba, sonreía bajo las claras lágrimas que bañaban su rostro; luego agarró por las asas un cántaro lleno, lo levantó y extendiendo en el aire sus brazos de donde colgaban cadenas, y mirando el cielo y mientras sostenía la copa, dijo:

—¡Salud a ti primero, Baal-Eschmún15 liberador, que la gente de mi patria llama Esculapio! ¡Y a ustedes, genios de las fuentes, de la luz y de los bosques! ¡Y a ustedes, dioses escondidos bajo las montañas y en las cavernas de la tierra! ¡Y a ustedes, hombres fuertes de armaduras relucientes, que me han liberado!

Después dejó caer la copa y contó su historia. Se llamaba Spendius. Los cartagineses lo habían hecho prisionero en la batalla de las Eginusas,16 y como hablaba griego, ligur y púnico, dio nuevamente las gracias a los mercenarios; les besaba las manos; los felicitaba por el banquete, extrañado de no ver por ahí las copas de la legión sagrada. Aquellas copas, que llevaban una vid de esmeralda en cada una de sus seis facetas de oro, pertenecían a una milicia exclusivamente compuesta de jóvenes patricios, los de mayor estatura. Era un privilegio, casi un honor sacerdotal; por eso ninguno de los tesoros de la República era tan codiciado por los mercenarios. Detestaban a la Legión por ello, y había quienes arriesgaban sus vidas por el inconcebible placer de beber en ellas.

Entonces mandaron a buscar las copas. Estaban en el depósito de los Sisitas,17 compañías de comerciantes que comían juntos. Volvieron los esclavos diciendo que a esa hora todos los Sisitas dormían.

—¡Que los despierten! —respondieron los mercenarios.

Después de un segundo recado, les explicaron que estaban encerradas en un templo.

—¡Que lo abran! —replicaron.

Y cuando los esclavos, temblando, les confesaron que las copas estaban en manos del general Giscón, exclamaron:

—¡Que las traiga!

Pronto Giscón apareció al fondo del jardín con una escolta de la Legión sagrada. Su amplio manto negro, sujeto a su cabeza por una mitra de oro constelada de piedras preciosas y que colgaba a su alrededor y hasta los cascos de su caballo, se confundía, de lejos, con el color de la noche. No se distinguía más que su barba blanca, los resplandores de su tocado y el triple collar de largas placas azules que chocaban contra su pecho.

Cuando entró, los soldados lo saludaron con aclamaciones y gritando:

—¡Las copas! ¡Las copas!

Él comenzó declarando que, si se consideraba su valentía, las merecían. Aplaudiéndole, la muchedumbre aulló de júbilo.

¡Él, que había sido su comandante y que había vuelto con la última cohorte en la última galera, lo sabía muy bien!

—¡Es cierto! ¡Es cierto! —decían los soldados.

¡Sin embargo, continuó Giscón, la República había respetado su división por pueblos, sus costumbres, sus cultos; eran libres en Cartago! En cuanto a las copas de la Legión sagrada, eran una propiedad privada. De golpe, cerca de Spendius, un galo se abalanzó sobre las mesas y corrió directo hacia Giscón, al que amenazaba esgrimiendo dos espadas desenvainadas.

El general, sin interrumpirse, lo golpeó en la cabeza con su pesado bastón de marfil; el bárbaro cayó. Los galos aullaban, y su furor, que se comunicaba a los otros, amenazó con arrastrar a los legionarios. Giscón se encogió de hombros; pensó que su valentía sería inútil contra esas brutas y exasperadas bestias. Era mejor vengarse de ellos con alguna astucia; entonces le hizo una señal a sus soldados y se alejó lentamente. Luego, bajo la puerta, se dirigió a los mercenarios y les gritó que se arrepentirían.

Continuó el festín. Pero Giscón podía volver y, cercando el arrabal que colindaba con la fortaleza, aplastarlos contra las murallas. Entonces se sintieron solos pese a la muchedumbre; y la gran ciudad que dormía debajo, en la sombra, les dio miedo, con su hacinamiento de escaleras, sus altas casas negras y sus dioses indistintos, aún más feroces que su pueblo. A lo lejos, algunos fanales se deslizaron por el puerto, y había luz en el templo de Khamón.18 Entonces recordaron a Amílcar. ¿Dónde estaba? ¿Por qué los había abandonado luego de concertar la paz? Sus disensiones con el Consejo no eran, sin duda, más que un juego para perderlos. Concentraban su odio insaciable y sus maldiciones en él, incluso se exasperaban entre ellos por su propia cólera. En ese momento, se agruparon bajo los plátanos. Era para ver a un negro que se revolcaba golpeando el suelo con sus miembros, echando espuma por la boca con la mirada fija y el cuello retorcido. Alguien gritó que estaba envenenado. Entonces todos creyeron estarlo. Se lanzaron sobre los esclavos; un vértigo de destrucción se apoderó del ejército ebrio. Daban golpes al azar a su alrededor; rompían, mataban; algunos lanzaron antorchas en el follaje; otros, asomándose a la balaustrada de los leones, los masacraban a flechazos; los más arriesgados corrieron hacia los elefantes; querían cortarles las trompas y comer marfil.

Mientras tanto, los honderos baleáricos que habían doblado la esquina del palacio para saquear con mayor comodidad se detuvieron ante una alta barrera hecha de junco de la India. Cortaron con sus puñales las correas de la cerradura y se encontraron luego bajo la fachada que daba hacia Cartago, en otro jardín lleno de plantas podadas. Hileras de flores blancas, que se seguían una a una, describían en la tierra azulada largas parábolas, como torbellinos de estrellas. Los zarzales en espesas tinieblas exhalaban olores cálidos, dulzones. Había troncos de árboles embadurnados de cinabrio que parecían columnas ensangrentadas. En medio, doce pedestales de cuero sostenían cada uno una gran bola de cristal y resplandores rojizos llenaban confusamente estos globos huecos, como enormes pupilas que aún palpitaban. Los soldados se alumbraban con antorchas, tropezando a menudo en la pendiente del terreno labrado en profundidad.

Vieron un pequeño lago, dividido en varios estanques por murallas de piedras azules. El agua era tan límpida que el reflejo de las llamas de las antorchas temblaba hasta el fondo, sobre un lecho de piedras blancas y de polvo dorado. El agua empezó a borbotear, se deslizaron unas lentejuelas luminosas y grandes peces, que llevaban pedrerías en la boca, aparecieron en la superficie.

Los soldados, riendo a carcajadas, los agarraron por las agallas y los llevaron a sus mesas.

Eran los peces sagrados de la familia Barca. Todos descendían de esos pejesapos que habían fecundado el huevo místico donde se ocultaba la diosa.19 La idea de cometer un sacrilegio reanimó la glotonería de los mercenarios; enseguida prendieron fuego bajo recipientes de bronce y se divirtieron viendo cómo los hermosos peces se retorcían en el agua hirviendo.

La marejada de soldados se encrespó. Ya no tenían miedo. Volvían a beber. Los perfumes que les resbalaban de la frente mojaban con gruesas gotas sus túnicas rasgadas y, acodados sobre las mesas que parecían oscilar como navíos, paseaban la mirada en derredor con grandes ojos ebrios, para devorar con la vista lo que no podían saquear. Había quienes, andando entre los platos por encima de los manteles púrpura, rompían a patadas los escabeles de marfil y los frascos tirios de cristal. Las canciones se mezclaban con el estertor de los esclavos que agonizaban entre las copas rotas. Los mercenarios pedían vino, carne, oro. Gritaban para que les llevaran mujeres. Deliraban en cien lenguas distintas. Algunos creían estar en los baños, a causa del vaho que flotaba en torno a ellos, o bien, al ver el follaje, imaginaban estar de cacería y corrían tras sus compañeros como si fueran bestias salvajes. El incendio se propagaba de un árbol a otro, y los altos macizos de plantas, de donde escapaban largas espirales blancas, parecían volcanes que comienzan a humear. El clamor redoblaba; los leones heridos rugían en la sombra.

El palacio se alumbró de un solo golpe en la terraza más alta. La puerta del medio se abrió; y una mujer, la hija de Amílcar, vestida de negro, apareció en el umbral. Bajó la primera escalinata, que atravesaba oblicuamente el primer piso, luego la segunda y la tercera, y se detuvo en la última terraza, en lo alto de la escalera de las galeras. Inmóvil y con la cabeza baja, miraba a los soldados.

Detrás de ella, de cada lado, se mantenían dos largas filas de hombres pálidos, vestidos con túnicas blancas de franjas rojas que caían rectas hasta sus pies. No tenían barba, cabellos ni cejas. En sus manos, relucientes de anillos, llevaban enormes liras y cantaban con voz aguda un himno a la divinidad de Cartago. Eran los sacerdotes eunucos del templo de Tanit,20 a quienes Salambó llamaba frecuentemente a su palacio.

Al fin ella bajó por la escalinata de las galeras. Los sacerdotes la siguieron. Avanzó por la arboleda de cipreses y caminó lentamente entre las mesas de los capitanes, que retrocedían un poco al verla pasar.

Su cabellera, espolvoreada de arena violeta, y recogida en forma de torre a la usanza de las vírgenes cananeas, la hacía parecer más alta. Trenzas de perlas pegadas a sus sienes bajaban hasta las comisuras de sus labios, rosados como una granada entreabierta. Tenía en el pecho un collar de piedras luminosas ensambladas cuyo color abigarrado imitaba las escamas de una murena. Los brazos, cubiertos de diamantes, asomaban desnudos de su túnica sin mangas, constelada de flores rojas sobre un fondo negro. Llevaba en los tobillos una cadeneta de oro para regular su paso, y su gran manto púrpura oscuro, hecho de una estofa desconocida, se arrastraba tras ella, haciendo en cada uno de sus pasos como una larga oleada que la seguía.

De vez en cuando, los sacerdotes pulsaban en sus liras acordes casi ahogados, y en los intervalos se oía el tintineo de una cadenita de oro con el golpeteo acompasado de sus sandalias de papiro.

Nadie la reconocía aún. Se sabía solamente que estaba retirada en una vida de prácticas piadosas. Algunos soldados la habían visto de noche, en lo alto del palacio, arrodillada frente a las estrellas, entre los remolinos de los pebeteros encendidos. Era la luna la que la había dejado tan pálida, y algo de la divinidad la envolvía como un vapor sutil. Sus pupilas parecían mirar más allá de los espacios terrestres. Caminaba inclinando la cabeza y sostenía en su mano derecha una pequeña lira de ébano.

Los soldados la oyeron murmurar:

—¡Muertos! ¡Todos muertos! ¡Ya no vendrán, obedientes, a mi voz cuando, sentada al borde del lago, les echaba en la boca pepitas de sandía! ¡El misterio de Tanit se alentaba en el fondo de sus ojos, más límpidos que la ninfa de los ríos! —y los llamaba por sus nombres, que eran los nombres de los meses—: ¡Siv! ¡Sivan! ¡Tamuz! ¡Elul! ¡Tischri! ¡Schebar! ¡Oh, ten piedad de mí, diosa!

Los soldados, sin comprender lo que decía, se amontonaban a su alrededor; contemplaban embelesados su atavío. Les dirigió a todos una mirada de espanto y, luego, extendiendo los brazos y hundiendo la cabeza entre los hombros, repitió varias veces:

—¿Qué han hecho? ¿Qué han hecho? ¡Tenían para divertirse pan, carne, aceite y todo el malobatro21 de los graneros! ¡Ordené que les trajeran bueyes de Hecatómpilos22 y envié cazadores al desierto! —y su voz subía de tono, se le enrojecían las mejillas y añadió—: ¿Dónde creen que están? ¿En una ciudad conquistada o en el palacio de un amo? ¡Y qué amo! ¡El Sufete23 Amílcar, mi padre, servidor de los Baals! ¡Sus armas, rojas por la sangre de sus esclavos, se las arrebató él a Lutecio! ¿Conocen ustedes a alguien en sus patrias que sepa conducir mejor las batallas? ¡Miren entonces! ¡Miren en los palacios los trofeos de nuestras victorias! ¡Sigan incendiándolo todo, quémenlo! ¡Me llevaré conmigo al genio de mi casa, la serpiente negra que duerme allá arriba sobre las hojas de loto! Silbaré y me seguirá; y si subo a la galera, correrá hacia la estela de mi navío, sobre la espuma de las olas.

Las delgadas ventanas de su nariz palpitaban. Aplastaba sus uñas contra la pedrería de su pecho. Sus ojos languidecían y volvió a hablar:

—¡Ah, infeliz Cartago! ¡Desdichada ciudad! Ya no tienes para defenderte a aquellos hombres de antaño que iban más allá del océano para edificar templos en tus costas. Todos los países trabajaban a tu alrededor, y las llanuras del mar, aradas por tus remos, balanceaban tus cosechas.

Entonces se puso a cantar las aventuras de Melkart,24 dios de los sidonios y padre de su familia.

Narraba la ascensión a las montañas de Ersifonia,25 el viaje a Tartessos y la lucha con Masisabal26 para vengar a la reina de las serpientes:

—Él perseguía en el bosque al monstruo hembra, cuya cola ondulaba sobre las hojas secas como un arroyo de plata, y llegó a una pradera donde las mujeres, con grupa de dragón, estaban reunidas en torno a una gran hoguera, erguidas sobre sus colas. La luna, color de sangre, resplandecía en un círculo lívido, y sus lenguas color escarlata, hendidas como arpones de pescadores, se alargaban y se encorvaban hasta el borde de las llamas.

Luego Salambó, sin detenerse, contó cómo Melkart, después de haber vencido a Masisabal, puso en la proa del navío su cabeza cortada.

—Con cada oleada, la cabeza se sumergía bajo la espuma. Pero el sol la embalsamaba, haciéndola más dura que el oro; sin embargo, los ojos no cesaban de llorar, y las lágrimas, continuamente, caían en el agua.

Cantaba todo esto en un antiguo idioma cananeo que no entendían los bárbaros. Se preguntaban qué querían decir esos gestos espantosos con los que ella acompañaba su discurso, y subidos, en torno a ella sobre las mesas, sobre los lechos y en las ramas de los sicomoros, boquiabiertos y estirando el cuello, trataban de comprender aquellas vagas historias que surgían ante su imaginación, a través de la oscuridad de las teogonías, como fantasmas en las nubes.

Sólo los imberbes sacerdotes entendían a Salambó. Sus manos crispadas temblaban, tañendo las cuerdas de las liras, de las que, a ratos, arrancaban un acorde lúgubre, pues, débiles como ancianas, temblaban tanto de emoción mística como del miedo que les provocaban los hombres. Los bárbaros ni se preocupaban por ellos; seguían escuchando a la virgen cantar.

Ninguno la miraba como un joven jefe númida que estaba en las mesas de los capitanes, entre soldados de su nación. Su cinturón estaba tan erizado de dardos que abultaban su holgado manto, anudado en las sienes por un lazo de cuero. La tela flotaba sobre sus hombros, ensombrecía su rostro, y sólo se distinguían las dos llamas de sus ojos. Era una casualidad que él se encontrara en el festín —su padre lo llevó a vivir a casa de los Barca, según la costumbre de los reyes que enviaban a sus hijos a las grandes familias para preparar alianzas. Desde hacía seis meses Narr’Havas se alojaba allí, pero no había visto aún a Salambó, y, sentado en cuclillas, la barba baja hacia las astas de sus jabalinas, la contemplaba dilatando las fosas de su nariz como un leopardo agazapado entre bambúes.

Al otro lado de la mesa se encontraba un libio de altura colosal y de cabellos cortos, negros y rizados. Vestía solamente un sayo militar, cuyas placas de bronce desgarraban la púrpura del lecho. Un collar con una luna de plata se enredaba en los vellos del pecho. Salpicaduras de sangre manchaban su rostro y, apoyado en el codo izquierdo, abría la boca con una ancha sonrisa.

Salambó ya no cantaba el ritmo sagrado. Usaba simultáneamente todos los idiomas de los bárbaros, una delicadeza femenina para apaciguar su cólera. A los griegos les hablaba en griego, luego se giró hacia los ligures, los campanios, los negros, y todos, al escucharla, encontraban en su voz la dulzura de la patria. Embargada por los recuerdos de Cartago, cantaba ahora las antiguas batallas contra Roma, y ellos aplaudían. Se enardecía al fulgor de las espadas desnudas; gritaba, abría los brazos. Cayó su lira, ella enmudeció, y, oprimiendo su corazón con ambas manos, permaneció unos momentos con los párpados cerrados, saboreando el entusiasmo de aquellos hombres.

El libio Matho27 se inclinaba hacia ella. Involuntariamente, ella se acercó a él y, empujada por el reconocimiento de su orgullo, le sirvió en una copa de oro un buen chorro de vino para reconciliarse con el ejército.

—¡Bebe! —le dijo Salambó.

Matho tomó la copa y ya se disponía a llevársela a los labios, cuando un galo, el mismo al que Giscón había herido, le dio una palmada en el hombro, bromeando con aire jovial en la lengua de su país. Spendius, que estaba cerca, se ofreció a traducirle sus palabras.

—¡Habla! —dijo Matho.

—Los dioses te protegen, te vas a hacer rico. ¿Cuándo serán las bodas?

—¿Cuáles bodas?

—Las tuyas, pues en nuestra patria —dijo el galo—, cuando una mujer da de beber a un soldado significa que le ofrece su lecho.

No había acabado de decir esto cuando Narr’Havas, levantándose de un salto, sacó un dardo de su cintura y, apoyándose con el pie derecho en el borde de la mesa, lo lanzó contra Matho.

El dardo silbó entre las copas y, atravesando el brazo del libio, lo clavó en el mantel de la mesa con tal fuerza que la empuñadura temblaba en el aire.

Matho se lo arrancó rápidamente pero no tenía armas, estaba desnudo; al fin, levantando con ambos brazos la pesada mesa, la arrojó contra Narr’Havas en mitad de la turba que se aprestaba a separarlos. Los soldados y los númidas se aglomeraban de tal modo que no lograban sacar sus espadas.

Matho se abría paso embistiendo con la cabeza. Cuando la levantó, Narr’Havas había desaparecido. Lo buscó con la mirada. Salambó también se había ido.

Entonces volteó a ver hacia el palacio, observó a lo alto la puerta roja de la cruz negra que se cerraba. Se abalanzó hacia ella.

Se le vio correr entre las proas de las galeras, reaparecer luego a lo largo de las tres escaleras hasta la puerta roja que golpeó con todo su cuerpo. Jadeando, se apoyó contra la pared para no caer.

Un hombre lo había seguido y, a través de las tinieblas, ya que los resplandores del festín quedaban ocultos por el ángulo del palacio, reconoció a Spendius.

—¡Vete! —le dijo.

El esclavo, sin responder, desgarró con los dientes su túnica; luego, arrodillándose junto a Matho, le tomó delicadamente el brazo y lo palpó en la oscuridad para dar con la herida.

A la luz de un rayo de luna que resbalaba entre las nubes, Spendius vio, en medio del brazo, una llaga profunda. Lo vendó con un trozo de tela; pero Matho, irritado, decía:

—¡Déjame! ¡Déjame!

—¡No! —respondió el esclavo—. Tú me has liberado de la ergástula. ¡Te pertenezco! ¡Eres mi amo! ¡Mándame!

Matho, arrimado a las paredes, dio la vuelta a la terraza. Aguzaba el oído a cada paso, y, por entre los intervalos de las cañas doradas, sumergía la mirada en los silenciosos aposentos. Finalmente, se detuvo con desespero:

—¡Escucha! —le dijo el esclavo—. ¡No me desprecies por mi debilidad! ¡He vivido en el palacio! Yo puedo, como una víbora, colarme entre las murallas. ¡Ven! En la alcoba de los ancestros hay un lingote de oro bajo cada losa; un camino subterráneo conduce a sus tumbas.

—¡Y eso qué importa! —respondió Matho.

Spendius calló. Estaban en la terraza. Una enorme masa oscura se extendía ante ellos; los manchones de sombra parecían las olas gigantescas de un petrificado océano negro.

Pero una franja luminosa se elevó por el oriente. A la izquierda, en lo más profundo, los canales de Megara recortaban con sus blancas sinuosidades el verdor de los jardines. Los techos cónicos de los templos heptágonos, las escaleras, las terrazas y las murallas se perfilaban poco a poco en la claridad del alba; y en torno a la península cartaginesa se agitaba un cinturón de blanca espuma, mientras que el mar verde esmeralda parecía coagulado por el frescor de la mañana. A medida que el cielo rosado se iba ensanchando, las altas casas inclinadas en las pendientes se alzaban y se amontonaban como un rebaño de cabras negras que baja de las montañas. Las calles desiertas se alargaban; las palmeras, que sobresalían aquí y allá sobre las paredes, no se movían; los aljibes, rebosantes de agua, semejaban escudos de plata abandonados en los patios y el faro del promontorio de Hermaeum28 comenzaba a palidecer. En lo alto de la Acrópolis, en el bosque de cipreses, los caballos de Eschmún, al llegar el día, ponían sus cascos sobre el parapeto de mármol y relinchaban de cara al sol.

Surgió el sol. Spendius, levantando los brazos, pegó un grito.

Todo se agitaba en un desbordamiento rojizo, ya que el dios, como desangrándose, derramaba profusamente sobre Cartago la lluvia de oro de sus venas. Los espolones de las galeras resplandecían, el techo de Khamón parecía envuelto en llamas, y en el fondo de los templos, cuyas puertas empezaban a abrirse, brillaban vivos resplandores. Las ruedas de los pesados carros que llegaban del campo rechinaban en las losas de las calles. Dromedarios cargados de bagajes bajaban por las rampas. Los mercaderes instalaban en los cruces sus tenderetes. Alzaron el vuelo unas cigüeñas; palpitaban las velas blancas de las naves. Resonaba en el bosque de Tanit el tamboril de las cortesanas sagradas, y en la punta de las Mappales29 empezaban a humear los hornos donde se cocían ataúdes de arcilla.

Spendius se inclinó afuera de la terraza; sus dientes rechinaban y él repetía:

—¡Ah, sí…, sí…, mi amo! Ahora comprendo por qué desdeñabas hace poco el saqueo de la casa.

Matho pareció despertar al oír el silbido de su voz, sin comprender el sentido de sus palabras. Spendius continuó:

—¡Ah, cuántas riquezas! ¡Los hombres que las poseen no tienen ni siquiera hierro para defenderlas!

Y señalando con su mano derecha a algunos plebeyos que se arrastraban por la arena al otro lado del embarcadero para buscar pepitas de oro, le dijo:

—Mira, la República es como esos miserables: se inclina a la orilla de los océanos, hunde en todas las riberas sus brazos ávidos, y el rumor del oleaje ensordece de tal manera sus oídos que no escucha tras ella la pisada de un jefe.

Llevó a Matho al otro extremo de la terraza, y mostrándole el jardín donde resplandecían las espadas de los soldados, colgadas de los árboles, le dijo:

—¡Pero aquí hay hombres fuertes, exasperados por el odio! ¡Nada los liga a Cartago: ni sus familias, ni sus juramentos, ni sus dioses!

Matho seguía apoyado contra la pared; Spendius, acercándose, prosiguió en voz baja:

—¿Me entiendes, soldado? Nos pasearíamos vestidos de púrpura, como unos sátrapas. ¡Nos bañarían en perfumes y yo tendría esclavos! ¿No estás cansado de dormir en el suelo duro, de beber vinagre en los campamentos y esperar el sonido de la trompeta? Que ya descansarás más adelante, ¿no es eso? ¡Sí, cuando te quiten la coraza para arrojar tu cadáver a los buitres! O acaso cuando, apoyado en un báculo, ciego, cojo y viejo, vayas de puerta en puerta contando las hazañas de tu juventud a los niños y a los vendedores de salmuera. ¡Recuerda todas las injusticias de tus jefes! ¡Los campamentos en las nieves, las largas marchas bajo el sol, la tiranía de la disciplina y la eterna amenaza de la cruz! Después de tantas miserias te han dado un collar de honor, como se cuelga del pecho de los asnos una collera de cascabeles para aturdirlos en su marcha y que no sientan la fatiga. ¡Un hombre como tú, más valiente que Pirro! ¡Si tú quisieras! ¡Cuán feliz serías en los grandes y frescos salones, al son de las liras, acostado en un lecho de flores, acompañado de bufones y mujeres! ¡No me digas que semejante empresa es imposible! ¿Acaso los mercenarios no se apoderaron ya de Regio y de otros lugares poderosos de Italia? ¿Quién te lo impide? Amílcar está ausente, el pueblo odia a los ricos y Giscón no puede hacer nada con los cobardes que lo rodean. ¡Pero tú eres valiente y te obedecerán! ¡Ponte al frente de tus soldados! ¡Cartago es nuestra! ¡Apoderémonos de ella!

—¡No! —dijo Matho—. La maldición de Moloch pesa sobre mí. La he sentido en sus ojos, y hace poco acabo de ver en un templo un carnero negro que retrocedía —y mirando a su alrededor añadió—: ¿Dónde está ella?

Spendius se dio cuenta de la vivísima inquietud que dominaba a Matho y no se atrevió a seguirle hablando.

Detrás de ellos, los árboles seguían humeando; desde sus ramas ennegrecidas caían de vez en cuando esqueletos de monos medio quemados en mitad de los platos. Los soldados, ebrios, roncaban con la boca abierta al lado de los cadáveres, y los que no dormían inclinaban la cabeza, deslumbrados por el día. El suelo desaparecía bajo charcos rojos. Los elefantes balanceaban, entre las estacas de su encierro, sus trompas ensangrentadas. Sacos de trigo esparcidos por el suelo se veían en los graneros abiertos, y frente a la puerta se amontonaban los carros destruidos por los bárbaros. Los pavorreales, encaramados en los cedros, desplegaban las plumas y empezaban a chillar.

Sin embargo, la inmovilidad de Matho asombraba a Spendius. Estaba más pálido que antes y, acodado sobre el pretil de la azotea, sus pupilas parecían seguir algo en el horizonte. Spendius se asomó y acabó por descubrir lo que contemplaba. Un punto dorado brillaba a lo lejos, entre el polvo, en el camino de Útica;30 era el eje de la rueda de un carro tirado por dos mulas. Un esclavo corría por delante del timón, sujetándolas por las riendas. En el carro iban dos mujeres sentadas. Las crines de los animales formaban bucles entre las orejas, a la usanza persa, bajo la redecilla de perlas azules. Spendius las reconoció y reprimió un grito.

Una gran vela, por detrás, flotaba al viento.

1 Amílcar Barca (275-228 a.C.) fue un gran militar y estadista cartaginés, padre de los también célebres guerreros Aníbal, Asdrúbal y Magón. Enemigo acérrimo del Imperio romano, fue famoso por sus victorias y su destreza como comandante marítimo.

2 La batalla del monte Érice, entre 247 y 241 a.C. en Sicilia, se refiere a una serie de enfrentamientos sucedidos durante la primera guerra púnica que enfrentó a Cartago y al Imperio romano. A pesar de la superioridad militar y numérica de los romanos, el ejército de Amílcar no sufrió derrota alguna.

3 Calzado antiguo que usaban griegos y romanos. Sujetos por cintas de cuero, los coturnos subían hasta la pantorrilla y se utilizaban en el teatro. El bronce indicaba la nobleza de la guerra.

4 Grupo de tribus bereberes instaladas al norte de África en la antigua Numidia, territorio que actualmente pertenece a Argelia, parte de Túnez y Marruecos. Reconocidos por su recia caballería, comerciaban con los cartagineses, a quienes sirvieron varias veces como mercenarios, y tuvieron un papel preponderante durante las guerras púnicas.

5 O Consejo de los Antiguos: Grupo político imprescindible en la estructura de la sociedad cartaginesa. Conformado en su mayoría por ancianos oligarcas, cumplía un papel similar al del Senado romano en las decisiones del Estado. Por lo general, solía existir un conflicto de poder entre el máximo líder militar de Cartago (Amílcar, en este caso) y dicho Consejo.

6 Dios sanador, asimilado por los romanos a Esculapio, Eschmún era una de las tres divinidades principales de Cartago, junto a Khamón y Tanit.

7 Actual isla de Sri Lanka.

8 Actual isla de Calabria, Italia.

9 Toldo con el que se cubrían residencias, circos o mercados.

10 Vasos de cerámica de la antigua Grecia, producidos, del s. IV al I a.C., en la región ática (actual Campania, Italia).

11 La República de Cartago.

12 General cartaginés, gobernador de un pueblo de Sicilia durante la primera guerra púnica.

13 O, por su nombre en latín, Caius Lutatius Catulus: cónsul romano que luchó en la misma guerra.

14 Prisión donde se encerraba a los esclavos condenados a los trabajos más duros.

15 Además de a la divinidad, “Baal” designa también a un señor o a un amo.

16 Islas de la bahía de Cartago, cuya posesión ganaron los cartagineses a los romanos en 255 a.C.

17 Palabra de origen griego que alude a las reuniones y comidas de ciertos grupos sociales y religiosos exclusivos en Creta y luego en Esparta. Flaubert los describe como “clubes comerciales donde se elaboraban las leyes” y se elegían a las ciento una comisiones que nombraban a los ciento cuatro miembros del Consejo.

18 Una de las tres grandes divinidades protectoras de Cartago, dios solar de la vegetación y la fecundidad.

19 Venus. Según el mito, un huevo cayó del cielo en el río Éufrates.

20 Junto a Eschmún y Khamón, una de las tres grandes divinidades de Cartago, si no es que la más importante. Conocida también como la Rabbetna (es decir, “Nuestra Señora”) se asimilaba a la diosa de la naturaleza y, sobre todo, al astro lunar. Los hallazgos arqueológicos muestran una gran cantidad de representaciones de esta divinidad.

21 Árbol de Siria, Egipto e India, del que se extrae un ungüento y un perfume.

22 Ciudad de Libia (actual Tébessa, Argelia), que Hannón tomó hacia 247 a.C.

23 Magistrado supremo de Cartago. Solían ser dos y los nombraba el Consejo. Investidos con gran autoridad, los Sufetes tenían varias funciones: participar en la administración civil, presidir el Consejo y asistir, dirigir y templar todas sus deliberaciones. En ciertas ocasiones tomaban el mando militar de las tropas marinas y terrestres. Su magistratura llegaba a ser vitalicia.

24 Dios de origen fenicio, que en Cartago podía encarnar una de las formas de Moloch y semejante al Hércules griego.

25 Nombre hebreo que designa a los países del noroeste de África.

26 Personaje de la mitología fenicia que fue clavado en un árbol y decapitado por Melkart.

27 Personaje histórico, que Flaubert ficcionalizó a partir de las obras de Polibio y Michelet.

28 La punta norte del golfo de Túnez.

29 Se refiere a la punta sur del golfo de Túnez. En el libro se entiende como un promontorio. Las mappales, en sí, son cabañas de pescadores.

30 Ciudad al norte de Cartago.

II. EN SICCA

DOS DÍAS después, los mercenarios salieron de Cartago.

Les habían dado una moneda de oro, con la condición de que se fueran a acampar a Sicca y los habían acariciado con todo tipo de halagos.

—¡Ustedes son los salvadores de Cartago! Pero al quedarse la llenarían de hambre: se volvería insolvente. ¡Aléjense! La República estará muy agradecida por su condescendencia. Inmediatamente recaudaremos impuestos; su sueldo quedará completo y equiparemos galeras que los reconducirán a sus patrias.

No sabían qué responder a tanto discurso. Estos hombres, acostumbrados a la guerra, se aburrían en la estadía de una ciudad; no fue difícil convencerlos; y el pueblo subió a las murallas para verlos irse.

Desfilaron por la calle de Khamón y por la puerta de Cirta, mezclados, los arqueros con los hoplitas, los capitanes con los soldados, los lusitanos con los griegos. Marchaban a paso firme, haciendo sonar sobre las baldosas sus pesados coturnos. Sus armaduras estaban abolladas por las catapultas y sus rostros curtidos por el sol de las batallas. Gritos roncos parecían salir de sus espesas barbas; sus cotas de malla desgarradas golpeteaban en las empuñaduras de las espadas, y se percibían, entre los agujeros del bronce, sus miembros desnudos, pavorosos como máquinas de guerra. Picas, hachas, venablos, bonetes de fieltro y cascos de bronce, todo oscilaba a la vez en un solo movimiento. Llenaban la calle como si fueran a reventar los muros y esa larga aglomeración de soldados armados se esparcía entre las grandes casas de seis pisos, embadurnadas de betún. A través de las rejas de metal o de junco, las mujeres, cubierta la cabeza con un velo, miraban en silencio a los bárbaros pasar.

Las terrazas, las fortificaciones, las murallas desaparecían bajo la muchedumbre de los cartagineses, vestidos con ropas negras; las túnicas de los marineros hacían como manchas de sangre en esa sombría multitud; niños casi desnudos, cuya piel relucía bajo sus brazaletes de cobre, gesticulaban en el follaje de las columnas, o entre las ramas de una palmera. Algunos Antiguos se habían apostado en la plataforma de las torres, y no se sabía por qué, de plaza en plaza, había un personaje de barba larga, en una actitud perpleja. De lejos contra el fondo del cielo parecía vago como un fantasma e inmóvil como las piedras.

A todos los oprimía la misma inquietud; temían que los bárbaros, viéndose tan fuertes, tuvieran el capricho de quedarse en la ciudad. Pero se iban con tanta confianza que los cartagineses se envalentonaron y se mezclaron con la soldadesca. Los abrumaban con sermones y abrazos. Les echaban perfumes, flores y monedas de plata. Les daban amuletos contra las enfermedades, pero les habían escupido tres veces encima para atraer a la muerte, o los habían encerrado entre pelos de chacal que vuelven cobarde el corazón. Invocaban por lo alto los favores de Melkart y por lo bajo su maldición.

Luego vino el tropel de los bagajes, de las bestias de carga y de los rezagados. Algunos enfermos gemían sobre los dromedarios; otros se apoyaban, cojeando, sobre el trozo de una pica. Los borrachos cargaban odres, los voraces cachos de carne, pasteles, frutas, mantequilla en hojas de higuera, nieve en costales de tela. Se veían algunos con paraguas en la mano, con pericos al hombro. Hacían que los siguieran dogos, gacelas o panteras. Mujeres de raza libia, subidas en burros, injuriaban a las negras que habían abandonado los lupanares de Malqua por los soldados; muchas amamantaban niños colgados a su pecho con una tira de cuero. Las mulas, a las que aguijoneaban con la punta de las espadas, doblaban el lomo bajo el peso de las tiendas; y había una cantidad de criados y de portadores de agua, macilentos, amarillos por las fiebres y llenos de parásitos, escoria de la plebe cartaginesa, que se pegaban a los bárbaros.

Una vez que pasaron, se cerraron las puertas detrás de ellos; el pueblo no se bajó de los muros y el ejército se extendió pronto por todo lo ancho del istmo.

La tropa se dividía en masas desiguales. Luego las lanzas aparecieron como altas briznas de hierba, y finalmente todo se perdió en un reguero de polvo; los soldados, que se volteaban hacia Cartago, ya sólo distinguían sus largas murallas, recortando en los bordes del cielo sus almenas vacías.

Entonces los bárbaros escucharon un fuerte grito. Creyeron que algunos de ellos, los que se habían quedado en la ciudad (porque no sabían cuántos eran), se divertían saqueando un templo. Se regocijaron con esta idea, y siguieron su camino.

Estaban alegres por encontrarse, como antes, marchando todos juntos en pleno campo; y unos griegos cantaban la vieja canción de los mamertinos:

Con mi lanza y mi espada, labro y cosecho;¡soy yo el dueño de la casa!El hombre desarmado cae a mis piesy me llama Señor y Gran Rey.

Gritaban, brincaban, los más contentos empezaban historias; el tiempo de las miserias había acabado. Llegando a Túnez, algunos notaron que faltaba una tropa de honderos baleáricos; no estarían lejos, sin duda, y no volvieron a pensar en ellos.

Algunos fueron a alojarse en las casas, otros acamparon al pie de los muros y la gente de la ciudad fue a platicar con los soldados.

Durante toda la noche se vieron hogueras ardiendo en el horizonte, del lado de Cartago; esos resplandores, como gigantescas antorchas, se alargaban brillando sobre el lago inmóvil. Nadie, en el ejército, podía decir qué fiesta se celebraba.

Los bárbaros, al día siguiente, atravesaron un campo lleno de cultivos. Las haciendas de los patricios se alineaban unas tras otras a lo largo del camino; las acequias corrían por los bosques de palma; los olivos formaban largas líneas verdes; vapores rosados flotaban en las gargantas de las colinas; montañas azules se erguían por detrás. Soplaba un viento cálido. Camaleones reptaban por las amplias hojas de los cactus.

Los bárbaros aflojaron el paso.

Avanzaban en destacamentos aislados, o se arrastraban unos tras otros en largos intervalos. Comían uvas en las lindes de los viñedos. Se acostaban en la hierba y miraban con asombro los grandes cuernos de los bueyes artificialmente torcidos, las ovejas revestidas de pieles para proteger su lana, los surcos que se entrecruzaban formando rombos, y las rejas de los arados parecidas a las anclas de los navíos junto a los granados que se regaban con silphium.1 Esa opulencia de la tierra y esos inventos de la sabiduría los deslumbraban.

De noche se tendieron sobre las tiendas sin desplegarlas; y, al irse durmiendo de cara a las estrellas, extrañaban el festín de Amílcar.

A la mitad del día siguiente, hicieron alto en la orilla de un río, entre matas de adelfas. Tiraron rápido sus lanzas, sus escudos, sus cinturones. Se lavaban gritando, sacaban agua con sus cascos y otros bebían boca abajo, entre las bestias de carga, cuyo bagaje se caía.

Spendius, sentado en un dromedario robado en los parques de Amílcar, distinguió de lejos a Matho, que con el brazo suspendido sobre el pecho, descubierta la cabeza y el rostro bajo, dejaba beber a su mula, mientras miraba el agua correr. Se acercó a través del gentío, llamándolo:

—¡Amo! ¡Amo!

Matho le agradeció apenas sus bendiciones.

Sin cuidado, Spendius se puso a caminar tras él y, de vez en cuando, volvía sus ojos inquietos hacia Cartago.

Era hijo de un orador griego y de una prostituta de la Campania. Al principio se había enriquecido vendiendo mujeres; luego, arruinado por un naufragio, había estado en la guerra contra los romanos junto a los pastores del Samnio. Lo habían agarrado, se había escapado, lo habían vuelto a agarrar, y trabajó en las canteras, jadeó en las estufas, aulló en suplicios, pasó por bastantes amos, conoció todos los furores. Un día, por desesperación, se arrojó al mar desde lo alto de un trirreme en el que empujaba el remo. Unos marineros lo habían recogido moribundo, lo habían llevado a Cartago y encerrado en la ergástula de Megara. Como los tránsfugas debían ser devueltos a los romanos, aprovechó el desorden para huir con los soldados.

Durante todo el trayecto se quedó cerca de Matho; le llevaba de comer, lo ayudaba a bajar y extendía una alfombra, de noche, bajo su cabeza. Matho acabó por enternecerse con todas estas deferencias y poco a poco rompió su silencio.

Había nacido en el golfo de las Sirtes. Su padre lo había conducido a la peregrinación del templo de Amón.2 Luego había cazado elefantes en los bosques de los garamantes.3 Alistado al servicio de Cartago, lo habían nombrado tetrarca en la toma de Drépano. La República le debía cuatro caballos, veintitrés medines4 de trigo y el salario de un invierno. Le temía a los dioses y anhelaba morir en su patria.

Spendius le habló de sus viajes, de los pueblos y templos que había visitado; conocía muchas cosas: sabía hacer sandalias, venablos, redes, amansar fieras y cocer pescados.

A veces se interrumpía y sacaba del fondo de su garganta un grito ronco; la mula de Matho apretaba el paso; los otros se apuraban para seguirlos, y Spendius volvía a empezar, siempre agitado por su angustia. Se le calmó en la noche del cuarto día.

Caminaban lado a lado, a la derecha del ejército, por la ladera de una colina; la planicie, abajo, se prolongaba, perdida entre los vapores de la noche. Las líneas de soldados desfilaban por debajo de ellos haciendo ondulaciones en la sombra. A ratos pasaban por las prominencias que iluminaba la luna; entonces una estrella temblaba en la punta de las picas, los cascos espejeaban por un instante, todo desaparecía, hasta que empezaban otros centelleos, y así continuamente. A lo lejos, unos rebaños despiertos balaban, y algo con una dulzura infinita parecía abatirse sobre la tierra.

Spendius, con la cabeza inclinada y los ojos entrecerrados, aspiraba a bocanadas la frescura del viento; separaba los brazos moviendo los dedos para sentir mejor esa caricia que se le vertía por todo el cuerpo. Deseos de venganza volvían a él y lo transportaban. Se ponía la mano en la boca para contener los sollozos; y medio desfalleciente de ebriedad, abandonaba el ronzal de su dromedario, que avanzaba con largos pasos regulares. Matho había recaído en su tristeza; sus piernas colgaban hasta el suelo y las hierbas, rozando sus coturnos, producían un silbido continuo.

El camino se alargaba sin acabarse jamás. Al final de una llanura se llegaba siempre a un altiplano de forma redonda; luego se volvía a bajar a un valle, y las montañas que parecían tapar el horizonte, a medida que uno se acercaba a ellas, se desplazaban como deslizándose. A ratos, un riachuelo aparecía entre la vegetación de los tamarices, para perderse a la vuelta de las colinas. A veces, se levantaba un enorme peñasco, parecido a la proa de un navío o al pedestal de algún coloso desaparecido.

A intervalos regulares, encontraban pequeños templos de forma cuadrangular, que servían de estaciones a los peregrinos de camino a Sicca. Estaban cerrados como sepulcros. Los libios, para que les abrieran, tocaban a golpazos la puerta. Nadie adentro les contestaba.

Luego los sembradíos se hicieron más escasos. Entraban de repente en terrenos arenosos, erizados de matas espinosas. Rebaños de borregos pacían entre las piedras: una mujer, ceñida la cintura con un vellocino azul, los cuidaba. Huyó pegando gritos en cuanto vio entre las rocas las picas de los soldados.

Iban por una suerte de corredor flanqueado por dos hileras de montículos rojizos, cuando un olor nauseabundo vino a golpearles las narices y creyeron ver algo extraordinario en la copa de un algarrobo: una cabeza de león asomaba por encima de las hojas.

Corrieron hacia ahí. Era un león, atado a una cruz por los cuatro miembros como un criminal. El enorme hocico le caía sobre el pecho y sus patas anteriores, casi ocultas bajo su abundante melena, estaban ampliamente separadas como las alas de un pájaro. Las costillas, una por una, se marcaban bajo la piel tendida; las patas traseras, clavadas una sobre la otra, se levantaban un poco, y sangre negra, al correr entre el pelaje, había amasado estalactitas en la punta de la cola que colgaba recta a lo largo de la cruz. Los soldados se divirtieron en torno suyo; lo llamaban cónsul y ciudadano de Roma y le aventaron guijarros a los ojos, para espantarle las moscas.

Cien pasos más allá vieron dos más y, de pronto, apareció una larga fila de cruces cargando leones clavados. Algunos habían muerto hacía tanto tiempo que sólo quedaban sobre la madera restos de los esqueletos; otros, medio roídos, torcían el hocico haciendo una espantosa mueca; los había enormes; el árbol de la cruz se doblaba con su peso y se mecían en el viento, mientras que parvadas de cuervos revoloteaban en el aire sobre sus cabezas, sin detenerse jamás. Así se vengaban los campesinos cartagineses cuando agarraban alguna fiera; esperaban amedrentar a los demás con este ejemplo. Los bárbaros dejaron de reír y cayeron en un largo asombro. “¡Qué pueblo es éste —pensaban—, que se divierte crucificando leones!”

Iban, de hecho, sobre todo los hombres del norte, vagamente inquietos, alterados, enfermos ya. Las púas de los aloes les desgarraban las manos; enormes mosquitos les zumbaban en las orejas y la disentería empezó a hacer mella en el ejército. No llegar a Sicca los afligía. Tenían miedo de perderse y de alcanzar el desierto, el confín de las arenas y el espanto. Muchos no querían seguir avanzando. Otros retomaron el camino de Cartago.

Por fin, el séptimo día, tras haber seguido durante mucho tiempo la base de una montaña, giraron bruscamente a la derecha y entonces apareció una línea de murallas construida sobre rocas blancas y con las cuales se confundía. De pronto surgió la ciudad entera; velos azules, amarillos y blancos ondeaban en los muros, en el tinte rojizo de la tarde. Eran las sacerdotisas de Tanit, que acudían a recibir a los hombres.5 Se quedaban formadas a lo largo de la muralla, tocando unas panderetas, pulsando liras, sacudiendo crótalos, y los rayos del sol, que se ponía por detrás, en las montañas de Numidia, pasaban entre las cuerdas de las arpas por las que se extendían sus desnudos brazos. Los instrumentos, por intervalos, callaban de golpe, y un grito estridente estallaba, precipitado, furioso, continuo, especie de ladrido que ellas proferían golpeando con la lengua a ambos lados de la boca. Otras se quedaban acodadas, con el mentón en la mano, y, más inmóviles que esfinges, lanzaban penetrantes miradas con grandes ojos negros al ejército que subía.

Aunque Sicca fuera una ciudad sagrada no podía contener a tal muchedumbre; tan sólo el templo, con sus dependencias, ocupaba la mitad. Así que los bárbaros se establecieron a sus anchas en la llanura, los disciplinados en tropas regulares, y los otros, por naciones o según su antojo.

Los griegos alinearon en filas paralelas sus tiendas de pieles; los ibéricos dispusieron en círculos sus pabellones de tela; los galos se hicieron barracas de tablones; los libios, cabañas de piedras secas, y los negros cavaron fosas con las uñas para dormir en la arena. Muchos, sin saber dónde ponerse, erraban entre el bagaje, y de noche se acostaban en el piso en sus agujereados mantos.

El llano se extendía alrededor, rodeado de montañas. Aquí y allá una palmera se inclinaba en una colina de arena, pinos y encinas sombreaban los flancos de los precipicios. Algunas veces, la lluvia de una tormenta, como una larga faja, colgaba del cielo mientras el campo quedaba azul y sereno; luego un viento tibio cazaba torbellinos de polvo y un arroyo bajaba en cascadas desde las alturas de Sicca donde se erguía, con su techo de oro sobre columnas de bronce, el templo de la Venus cartaginesa, dominadora de la comarca. Parecía colmarla con su alma aquel paisaje. Por los accidentes del terreno, los cambios de temperatura y los juegos de luz, manifestaba la extravagancia de su fuerza y la belleza de su sonrisa eterna. Las montañas, en sus cúspides, tenían la forma de una media luna; otras parecían senos hinchados que alguna mujer tendía, y los bárbaros sentían el pesar de las fatigas en una postración llena de deleite.

Spendius, con el dinero del dromedario, se había comprado un esclavo. Todo el día dormía frente a la tienda de Matho. A menudo se despertaba creyendo oír en sueños el silbido de las correas del látigo; entonces palpaba las cicatrices de sus piernas heridas en donde había llevado tanto tiempo los hierros y volvía a dormirse.

Matho aceptaba su compañía; Spendius, con una larga espada sobre el muslo, lo escoltaba como un lictor;6 o bien Matho apoyaba descuidadamente el brazo en su hombro, porque Spendius era más bajo que él.

Una noche en que atravesaban las calles del campamento, notaron a unos hombres tapados con mantos blancos; entre ellos se encontraba Narr’Havas, el príncipe de los númidas. Matho se estremeció.

—¡Tu espada! —gritó—. ¡Lo voy a matar!

—¡Aún no! —dijo Spendius deteniéndolo. Ya Narr’Havas venía hacia él.

Se besó los pulgares en señal de alianza, disculpando la ira que había sentido con la ebriedad del festín; luego habló largamente en contra de Cartago, pero no dijo lo que lo traía entre los bárbaros.

—¿Era para traicionarlos a ellos, o bien a la República? —se preguntaba Spendius; y como contaba con aprovecharse de todos los desórdenes, agradecido sabía que Narr’Havas era capaz de las futuras perfidias que de él sospechaba.

El jefe de los númidas se quedó entre los mercenarios. Parecía quererse ganar el afecto de Matho. Le mandaba cabras cebadas, polvo de oro y plumas de avestruz. El libio, atónito por estos halagos, dudaba entre corresponderle o exasperarse. Pero Spendius lo apaciguaba, y Matho se dejaba gobernar por el esclavo —siempre irresoluto y con una invencible torpeza, como los que se han tomado algún brebaje del que deben morir—.

Una mañana en que salían los tres de cacería de leones, Narr’Havas ocultó un puñal en su manto. Spendius caminó continuamente detrás de él, y regresaron sin que hubiera sacado el arma.

Otra vez, Narr’Havas los llevó muy lejos, casi hasta los límites de su reino. Llegaron a una garganta estrecha; Narr’Havas sonrió declarando que ya no conocía el camino; Spendius lo volvió a encontrar.

Pero lo más frecuente era que Matho, melancólico como un augurio, se iba desde el alba a vagar por el campo. Se tendía en la arena y se quedaba inmóvil hasta la noche.

Consultó, uno tras otro, a todos los adivinos del ejército, a los que observan el andar de las serpientes, a los que leen en las estrellas, a los que soplan en las cenizas de los muertos. Ingirió gálbano, seselí7 y veneno de víbora que hiela el corazón; unas mujeres negras, cantando al claro de luna palabras bárbaras, le picaron la piel de la frente con estiletes de oro; se cargó de collares y amuletos; invocó uno tras otro a Baal-Khamón, a Moloch, a los siete Cabiros,8 a Tanit y a la Venus de los griegos. Grabó su nombre en una placa de cobre, y la enterró en la arena en el umbral de su tienda. Spendius lo escuchaba gemir y hablar a solas.

Una noche entró.

Matho, desnudo como un cadáver, estaba acostado boca abajo sobre una piel de león, el rostro entre las manos; una lámpara suspendida alumbraba sus armas, enganchadas al mástil de la tienda.

—¿Sufres? —le dijo el esclavo—. ¿Qué necesitas? ¡Contéstame! —y le sacudía los hombros llamándolo varias veces—: ¡Amo! ¡Amo!

Matho alzó hacia él unos ojos grandes y alterados.