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Rodrigo Ramírez es enviado de incógnito como trabajador itinerante a la granja del hermanastro de Gloryanne Barnes, en Jacobsville, donde planea desbaratar un nuevo cártel que opera al sur de la frontera. Gloryanne es lista, astuta e independiente, pero debido a su trabajo se ve amenazada por el mismo criminal al que Rodrigo está investigando. Ella se siente atraída hacia aquel enigmático trabajador, Rodrigo, un hombre que es mucho más de lo que parece, y que despierta en ella un deseo difícil de controlar. Pero los secretos están a punto de alterar sus vidas, para bien, para mal… o quizá para siempre. La inocencia de Gloryanne es una tentación demasiado fuerte para un hombre atormentado. Confuso y malparado en el amor, llevado por su peligroso trabajo y en busca de respuestas, Rodrigo no sabe si su temeraria proposición de matrimonio es sólo un medio para completar su misión, o algo más. Pero cuando el agridulce milagro de Gloryanne y la doble vida de Rodrigo chocan, estas dos personas que están aprendiendo a confiar deberán enfrentarse a la verdad y decidir si pueden darle una oportunidad a un futuro que ambos anhelan en secreto. Diana Palmer es una hábil narradora de historias que capta la esencia de lo que una novela romántica debe ser Affaire de Coeur
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Seitenzahl: 342
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2008 Diana Palmer. Todos los derechos reservados.
SECRETOS ENTRE LOS DOS, Nº 67 - octubre 2012
Título original: Fearless
Publicada originalmente por HQN™ Books
Publicado en español en 2009
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Romantic Stars son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-1108-9
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
In memoriam:
James M. Rea, abogado
Mi primer jefe
–No pienso ir –murmuró Gloryanne Barnes.
El detective Rick Márquez, alto y delgado, se quedó mirándola con severidad.
–De acuerdo, no vayas. No hay problema. Tenemos una bolsa para cadáveres de tu tamaño en la oficina del forense.
Glory le lanzó un trozo de papel arrugado a través del escritorio.
Él lo atrapó con una mano y arqueó una ceja.
–La agresión a un agente de la ley…
–No me recites la ley –respondió ella mientras se ponía en pie–. Yo puedo citar de memoria todos los precedentes legales.
Bordeó el escritorio lentamente; estaba más delgada que de costumbre, pero seguía resultando atractiva con aquel traje beis. La falda le llegaba hasta debajo de las rodillas, y llevaba unos zapatos de tacón alto que realzaban lo que se veía de sus piernas. Se sentó en el borde del escritorio. Tenía las mejillas ligeramente sonrojadas debido a la discusión, pero también a algo más preocupante. Su pelo era rubio y muy largo; lo llevaba suelto, de modo que le caía por la espalda hasta casi la cintura. Tenía los ojos de un color verde claro y una frente ancha, así como una boca perfecta bajo su nariz recta. Nunca usaba maquillaje, ni le hacía falta. Su complexión no tenía fallos, y sus labios eran de un rosado natural. No ganaría ningún concurso de belleza, pero era atractiva cuando sonreía. Aunque no sonreía mucho últimamente.
–No estaré más segura en Jacobsville de lo que lo estoy aquí –dijo ella, recurriendo al mismo argumento que había empleado en las últimas diez ocasiones.
–Sí lo estarás –insistió él–. Cash Grier es el jefe de policía. Eb Scott y sus compinches exmercenarios también viven ahí. Es un pueblo tan pequeño que reconocerían a un forastero inmediatamente.
Glory frunció el ceño. Sus ojos, enmarcados tras las gafas que llevaba ocasionalmente en sustitución de las lentillas por la vista cansada, parecían pensativos.
–Además… –Rick utilizó la carta de la suerte– tu médico dijo que…
–Eso no es asunto tuyo –lo interrumpió ella.
–¡Lo es si apareces muerta sobre tu mesa! –exclamó él, enojado por su testarudez–. ¡Eres la única testigo que tenemos de lo que dijo Fuentes! ¡Podría matarte para que no hablaras!
Glory apretó los labios.
–He recibido amenazas de muerte desde que salí de la universidad y acepté el puesto de ayudante del fiscal –respondió ella–. Va con el trabajo.
–La mayoría de la gente no habla literalmente cuando amenaza con matarte –dijo él–. Fuentes sí. ¿Tengo que recordarte lo que le pasó a tu compañero de trabajo, Doug Lerner, hace dos meses? Mejor aún, ¿quieres ver las fotos de la autopsia?
–No tienes ninguna foto de autopsias que no haya visto ya, detective Márquez –dijo ella tranquilamente, cruzando los brazos sobre sus pechos pequeños y firmes–. No me sorprendería.
Rick emitió un gruñido que expresaba su frustración. Se metió las manos en los bolsillos y le permitió ver durante un segundo la pistola automática del 45 que llevaba en el cinturón. Su pelo negro, casi tan largo como el suyo, estaba recogido a la altura de la nuca en una coleta. Tenía unos ojos negros azabache y una piel bronceada, por no mencionar su boca ancha y sensual. Era muy guapo.
–Jason dijo que me conseguiría un guardaespaldas –dijo ella cuando el silencio se volvió incómodo.
–Tu hermanastro tiene sus propios problemas –respondió él–. Y tu hermanastra, Gracie, no nos sería de ninguna ayuda. ¡Está tan atolondrada que apenas recuerda dónde vive la mitad del tiempo!
–Los Pendleton han sido buenos conmigo –los defendió–. Odiaban a mi madre, pero yo les gusto.
Casi todo el mundo había odiado a su madre, una persona antisocial que había maltratado físicamente a Glory desde su nacimiento. Su padre la había llevado a urgencias media docena de veces, alegando caídas y otros accidentes que dejaban hematomas muy sospechosos. Pero, cuando acabó con una cadera rota tras un brote de ira, por fin intervinieron las autoridades. Su madre fue acusada de maltrato infantil y Glory testificó en su contra.
Por entonces, Beverly Barnes ya tenía una aventura con Myron Pendleton y él era multimillonario. Le consiguió un equipo de abogados que convencieron al jurado de que el causante de las lesiones había sido el padre de Glory, y que esta había mentido por miedo a él. El resultado fue que a Beverly se le retiraron los cargos. El padre de Glory, Todd Barnes, fue arrestado, juzgado y condenado por maltrato infantil, a pesar de la desgarradora defensa que Glory hizo de él. Pero, aunque su madre había quedado exculpada, el juez no pareció convencido de que Glory pudiera estar a salvo con ella. Glory se trasladó a un hogar de acogida a los trece años, decisión que no agradó a su madre.
Cuando Beverly se casó con Myron Pendleton, por insistencia de este, intentó recuperar la custodia de Glory, pero el mismo juez que había llevado el caso contra el padre de Glory le negó la custodia a Beverly. Según dijo, así la niña estaría a salvo.
Lo que el tribunal no sabía era que Glory corría más peligro en el hogar de acogida donde había sido enviada, bajo la custodia de una pareja que apenas se ocupaba de los seis niños de los que era responsable. Solo les interesaba el dinero. Dos de los chicos mayores de la misma casa siempre intentaban acariciar a Glory, cuyos pechos habían comenzado a desarrollarse. El acoso se prolongó durante varias semanas y culminó en una agresión que la dejó magullada y traumatizada, así como temerosa de cualquier hombre. Glory se lo había dicho a sus padres de acogida, pero ellos contestaron que se lo estaba inventando. Furiosa, Glory marcó el número de emergencias y, cuando llegó la policía, salió corriendo frente a su madre de acogida y prácticamente se lanzó a los brazos de la mujer policía que había ido a comprobar su situación.
Llevaron a Glory a urgencias, donde un médico, horrorizado por lo que vio, le dio a la policía suficientes pruebas para acusar a los padres de acogida de negligencia; y a los dos adolescentes, de agresión e intento de sodomía.
Pero los padres de acogida lo negaron todo y dijeron que Glory había mentido al asegurar que su madre abusaba de ella. De modo que regresó a la misma casa, donde la situación se convirtió en una pesadilla. Los dos adolescentes querían venganza, al igual que los padres, pero por suerte estaban bajo detención temporal, esperando a que se celebrara la vista oral. Los padres, sin embargo, no, y estaban furiosos. De modo que Glory se mantuvo cerca de las dos niñas pequeñas, ambas de menos de cinco años, y de las que se había hecho responsable. Agradecía que necesitaran tantos cuidados. Eso la salvaba del castigo, al menos durante los primeros días de vuelta en la casa.
Jason Pendleton odiaba a su madrastra, Beverly. Pero sentía curiosidad por su hija, sobre todo después de que un amigo, que trabajaba como agente de la ley en Jacobsville, se pusiera en contacto con él para contarle lo que le había ocurrido a Glory. La misma semana que ella regresó al hogar de acogida, él envió a un investigador privado para comprobar su situación. Lo que descubrió le puso enfermo. Su hermana, Gracie, y él fueron en persona a la casa de acogida después de leer el informe policial detallado del investigador sobre el incidente; el cual, por supuesto, negaron los padres. Señalaron el intento de Glory de culpar a su madre por los abusos y que había acabado con su padre en prisión, donde fue asesinado por otro preso seis meses después.
El día que llegaron los Pendleton, los dos adolescentes que habían acosado a Glory regresaron al hogar de acogida a la espera de que se celebrara el juicio. Glory había estado huyendo de ellos todo el día. Ya le habían rasgado la blusa y causado varios hematomas. Una vez más, tenía miedo de llamar a la policía. Así que Jason la encontró escondida y llorando en el armario del dormitorio que compartía con las dos niñas pequeñas. Tenía moratones en los brazos y sangre en la boca. Cuando él entró, Glory se acobardó y comenzó a temblar de miedo.
Años más tarde, Glory aún recordaba la ternura con que la había tomado en brazos y se la había llevado de aquella casa. La colocó suavemente en el asiento trasero de su Jaguar, con Gracie, y después volvió a entrar en la casa. Su rostro bronceado parecía severo y constreñido cuando regresó. No dijo una sola palabra. Simplemente puso el coche en marcha y se llevó a Glory de allí.
A pesar de la rabia apenas contenida de su madre por tener a Glory en la misma casa donde ella vivía, le dieron a la niña su propia habitación, entre la de Gracie y la de Jason, y no le permitieron a la madre acercarse a ella. En una de sus peleas más sonadas, Jason había amenazado con pedirles a sus abogados que reabrieran el caso del maltrato infantil. A él no le cabía duda de que Glory estuviera diciendo la verdad sobre quién era el auténtico maltratador. Beverly había salido de la habitación hecha una furia y sin contestar a las amenazas de Jason. Pero dejó en paz a Glory.
Fue una época mágica para la niña, pues al fin pertenecía a una familia que la valoraba. Incluso Myron disfrutaba de su compañía.
Después de que Beverly muriera inesperadamente de una apoplejía cuando su hija tenía quince años, la vida de Glory comenzó a aproximarse a la normalidad. Pero el trauma de su infancia tuvo consecuencias que ningún miembro de su familia adoptiva había anticipado.
Su cadera rota, a pesar de dos operaciones y una placa de acero, nunca volvió a ser la misma. Tenía una cojera pronunciada que ningún fisioterapeuta podía curar. Y había algo más; en su familia había antecedentes de hipertensión, y Glory la había heredado. Nadie dijo que el estrés de su infancia hubiese desencadenado su predisposición genética hacia la enfermedad, pero Glory pensaba que así era. Durante el último año de instituto, comenzó a tomar medicación. Con sobrepeso, tímida, introvertida e incómoda con los chicos, se convirtió en el blanco de los abusadores. Las demás chicas se reían de ella. Llegaron incluso a colgar mensajes falsos sobre ella en Internet y una chica creó un club dedicado exclusivamente a ridiculizarla.
Jason Pendleton lo descubrió. Una de las chicas fue acusada de acoso y los padres de la otra amenazaron con demandar. El abuso cesó. En su mayor parte. Pero Glory acabó sintiéndose sola y fuera de lugar allá donde iba. Su salud, que nunca era buena, le hizo perder muchas clases durante aquella época. Perdió peso. Era una buena estudiante y sacó unas notas excelentes a pesar de todo aquello. Fue a la universidad y después a la escuela de Derecho con la ayuda de sus hermanastros; se graduó cum laude. Después comenzó a trabajar en la fiscalía de San Antonio. Cuatro años más tarde, ya era muy respetada y tenía un impresionante historial de condenas contra pandilleros y, más recientemente, contra traficantes de drogas. Su problema de peso había quedado en el pasado, gracias a un buen dietista.
Pero en su vida privada, estaba sola. No tenía amigos íntimos. No podía confiar en la gente, sobre todo en los hombres. Su infancia traumática la había predispuesto a sospechar de todos, en especial de los varones. Tenía amigos varones, pero nunca había tenido un amante. No lo deseaba. Nadie se acercaba lo suficiente a Glory Barnes como para hacerle daño.
Y ahora aquel testarudo detective de San Antonio estaba intentando obligarla a dejar su trabajo y a irse a un pequeño pueblo para esconderse del capo de la droga al que había condenado por distribuir cocaína.
Fuentes era el último de una larga lista de traficantes que habían cruzado la frontera para entrar en Texas, y había ampliado su territorio de acción con la ayuda de sus socios en las calles. Uno de ellos, con la promesa de Glory de que sería inmune, había testificado en el juicio y, a pesar de sus millones, el zar de la droga se había enfrentado a quince años en una prisión federal por distribución de cocaína. Un jurado indeciso lo había dejado en libertad.
Tras perder el caso, Glory estaba sentada en el vestíbulo cuando Fuentes salió de la sala del tribunal. No pudo resistirse a fanfarronear sobre su victoria. Se sentó a su lado y la amenazó. Tenía contactos por todo el mundo y podría hacer que mataran a cualquiera, incluso a policías. Según dijo, tan solo dos semanas antes había contratado a un asesino a sueldo para deshacerse de un sheriff local muy persistente. Glory sería la siguiente si no dejaba de investigarlo, aseguró con una sonrisa arrogante. Por desgracia para él, Glory llevaba puesto el micrófono que había utilizado durante el juicio. Su arresto se había producido al día siguiente.
Y su furia había llegado lejos. De hecho, alguien había disparado a Glory al salir del juzgado hacía dos días, y había estado a punto de alcanzarla en la cabeza. Ella se había girado para buscar su autobús en el momento en que el asaltante disparó. Había estado tan cerca que el detective Márquez estaba decidido a no dejarle correr el riesgo una segunda vez.
–Incluso aunque acabe conmigo, sigues teniendo la cinta –dijo ella.
–La defensa jurará que ha sido manipulada –murmuró él–. Por eso el abogado no la usó como prueba.
Glory maldijo en voz baja. Tenía un color más intenso que de costumbre.
Como si le hubieran leído el pensamiento, la puerta se abrió y entró Haynes con un vaso de agua y un bote de pastillas. Sy Haynes era la ayudante administrativa de Glory, una auxiliar jurídica con la lengua afilada y la autoridad de un sargento.
–No te has tomado la pastilla hoy –murmuró mientras abría el bote y le colocaba una a Glory en la mano–. Un episodio al mes es suficiente –añadió, refiriéndose a lo que el médico de Glory había determinado como posible ataque al corazón leve producido por la presión del juicio. Tras realizarle unas pruebas, habían detectado un problema que podría necesitar cirugía si Glory no se tomaba la medicina, continuaba con su dieta baja en grasas y adoptaba un estilo de vida menos estresante.
Márquez quería que se marchase de la ciudad y ella no quería irse. Pero lo que el médico le había dicho no era algo que quisiera compartir con Márquez o con Sy. Le había dicho que, si no salía de la ciudad y adoptaba un modo de vida más o menos sedentario, tendría un infarto severo y moriría en mitad del juzgado.
Glory se tragó la pastilla.
–Estas malditas píldoras llevan un diurético –dijo irritada–. Tengo que ir al cuarto de baño cada pocos minutos. ¿Cómo voy a llevar un caso si tengo que levantarme seis veces cada hora?
–Ponte un pañal –contestó Haynes, imperturbable.
Glory le dirigió una mirada de odio.
–El abogado no quiere que te mueras en el juzgado –insistió Márquez ahora que tenía refuerzos–. Puede que no vuelvan a elegirlo. Además, le gustas.
–Le gusto porque no tengo vida privada –contestó Glory–. Me llevo los documentos del caso a casa cada noche. Echaría de menos gritarle a la gente.
–Puedes gritarles a los trabajadores de la granja orgánica de los Pendleton en Jacobsville –le aseguró Márquez.
–Al menos sé algo sobre agricultura. Mi padre tenía un pequeño huerto… –Glory se cerró como una flor. Aún le dolía, después de todos esos años, recordar cómo se lo llevaron, vestido con un mono naranja mientras ella lloraba y le rogaba al juez que lo dejaran en libertad.
–Tu padre estaría orgulloso de ti –intervino Haynes–. Sobre todo ahora que has limpiado su nombre de los cargos de maltrato infantil.
–Pero eso no me lo devolverá –dijo ella, y entornó los ojos–. Pero al menos han encontrado al hombre que lo mató. Ya nunca saldrá de la cárcel. Si alguna vez se presenta frente al tribunal de la condicional, yo estaré allí sentada, con fotos de mi padre, en cada vista oral durante el resto de mi vida.
No lo dudaban. Glory era una mujer vengativa, a su manera tranquila.
–Vamos –dijo Márquez–. De todos modos necesitas un descanso. Jacobsville es un lugar tranquilo.
–Tranquilo –repitió ella–. Seguramente. El año pasado hubo un tiroteo en Jacobsville con unos traficantes que pasaban cientos de kilos de cocaína y secuestraron a un niño. Dos años antes de eso, los hombres del capo Manuel López fueron tiroteados en su propiedad de Jacobsville, donde sus guardaespaldas habían acumulado montones de marihuana.
–No han disparado a nadie en dos meses –le aseguró Márquez.
–¿Y si me reconoce algún traficante que quede suelto?
–No te buscarán en una granja. San Antonio es una ciudad grande, y tú eres una de tantas ayudantes del fiscal –señaló él–. Tu cara no es tan conocida ni siquiera aquí, y desde luego no en Jacobsville. Has cambiado mucho desde que ibas a la escuela allí. Incluso aunque alguien te recuerde, será por el pasado, no por el presente. Serás una delicada mujer de San Antonio con problemas de salud que cultiva verduras y fruta gracias a sus amigos, los Pen dleton –vaciló un instante–. Y una cosa más. No puedes admitir que estás emparentada con ellos, o ni siquiera que los conoces bien. Nadie en Jacobsville, salvo el jefe de policía, sabrá a qué te dedicas realmente. Te daremos una coartada que cualquier persona suspicaz pueda corroborar. Es infalible.
–¿No dijeron eso del Titanic?
–Si va, yo tengo que ir con ella –dijo Haynes con firmeza–. No se tomará la medicina si no se lo recuerdo cada día.
Antes de que Glory pudiera abrir la boca, Márquez negó con la cabeza.
–Ya va a ser suficientemente duro ayudar a Glory a encajar –le dijo a Haynes–. Si te lleva consigo, puede que el miembro de alguna banda, que no te habría reconocido a ti sola, identificara a la ayudante que va al juzgado con ella casi todos los días. Prácticamente todas las bandas están implicadas en el tráfico de drogas.
–Tiene razón –admitió Glory–. Me encantaría que vinieras conmigo, Haynes, pero es muy arriesgado.
Haynes pareció desdichada.
–Podría disfrazarme.
–No –dijo Márquez–. Eres de más utilidad aquí. Si alguno de los otros abogados descubre algo sobre Fuentes, podrás hacerme llegar la información a mí.
–Supongo que tienes razón –dijo Haynes, y miró a Glory con una sonrisa amarga–. Tendré que encontrar otro jefe mientras tú estás fuera.
–Jon Blackhawk, de la oficina del FBI, está buscando otra ayudante –sugirió Márquez.
Haynes lo miró con odio.
–Nunca conseguiría a otra en esta ciudad. No después de lo que le hizo a la última.
Márquez trató de mantenerse serio y dijo:
–Estoy seguro de que fue un terrible malentendido.
Glory no pudo evitar carcajearse.
–Menudo malentendido. Su ayudante pensaba que era muy atractivo y le invitó a cenar a su casa. Blackhawk tuvo que llamar a la policía y la denunció por acoso sexual.
Márquez soltó la carcajada que había estado aguantándose.
–Era una hermosa rubia con un cociente intelectual muy alto. Incluso su propia madre se la había recomendado para el puesto. Blackhawk telefoneó a su madre y le contó que su última ayudante había intentado seducirlo. Su madre le preguntó cómo. Y ahora está escandalizada por lo que hizo su hijo y tampoco le habla. La chica era la hija de su mejor amiga.
–Pero sí retiró la denuncia por acoso –señaló Glory.
–Sí, pero ella dejó el trabajo de todos modos y se conectó a Internet para contarles a todas las mujeres de San Antonio lo que Blackhawk le había hecho –dijo Márquez–. Apuesto a que le saldrán canas antes de conseguir una cita en esta ciudad.
–Le está bien empleado –murmuró Haynes.
–Oh, pero la cosa empeora –añadió Márquez con una sonrisa–. ¿Recordáis a Joceline Perry, que trabaja para Garon Grier y otro de los agentes locales del FBI? Pues le dieron el trabajo de Jon a ella.
–Oh, cielos –murmuró Haynes.
Joceline era algo así como una leyenda local entre los ayudantes administrativos. Era famosa por su agudeza y por negarse a realizar trabajos que consideraba que estuvieran por debajo de su posición. Haría que Jon Blackhawk se subiera por las paredes. Dios sabía lo que le haría después de que la otra secretaria se marchara.
–Pobre hombre –murmuró Glory, pero sonrió.
Haynes miró a Glory con preocupación.
–¿Qué vas a hacer en la granja? No se te ocurrirá salir al campo a arar, ¿verdad?
–Claro que no –le aseguró Glory–. Sé hacer conservas.
–¿Cómo? –preguntó Haynes.
–Sí –respondió Glory–. Meter frutas y verduras en tarros herméticos para que no se estropeen. Puedo preparar mermelada, jalea, encurtidos y todo tipo de cosas.
Márquez arqueó una ceja.
–Mi madre solía hacerlo, pero sus manos ya no son lo que eran. Es un arte.
–Una habilidad valiosa –dijo Glory.
–Tendrás que llevar vaqueros y un aspecto menos elegante –le dijo Márquez–. Nada de trajes en la granja.
–Viví en Jacobsville cuando era pequeña –le recordó Glory con una sonrisa forzada, sin molestarse en dar más detalles. Márquez era lo suficientemente mayor como para conocer su historia. Por supuesto, había mucha gente que no lo sabía, ni siquiera allí–. Encajaré.
–¿Entonces irás? –insistió Márquez.
Glory se echó hacia atrás sobre el escritorio. Llevaba las de perder. Probablemente tuvieran razón. San Antonio era una ciudad grande, pero ella llevaba dos años viviendo en el mismo edificio y todo el mundo que vivía allí la conocía. Sería fácil de encontrar si alguien preguntaba. Si la mataban, Fuentes quedaría en libertad y más gente sería asesinada en su búsqueda de riqueza.
Si su médico tenía razón, y era un buen médico, la mudanza en ese momento podría salvarle la vida, tal y como estaba. No podía admitir lo asustada que estaba por el diagnóstico. A nadie. Las chicas duras como ella no se quejaban de sus problemas.
–¿Y qué hay de Jason y Gracie? –preguntó de pronto.
–Jason ya ha contratado a un pequeño ejército de guardaespaldas –le aseguró Márquez–. Gracie y él estarán bien. Eres tú quien les preocupa. Todos estamos preocupados por ti.
Glory respiró profundamente y dijo:
–Supongo que un chaleco antibalas y una pistola no te convencerían para que me quedara aquí, ¿verdad?
–Fuentes tiene balas que penetran los chalecos, y nadie en su sano juicio te daría un arma.
–De acuerdo –dijo ella–. Iré. ¿Tengo que encargarme de la granja?
–No, Jason ha contratado a un administrador –contestó Márquez–. Un tipo extraño. No es de Texas. No sé dónde lo habrá encontrado Jason. Es… –estuvo a punto de decir que el administrador era una de las personas más desagradables y taciturnas que había conocido, a pesar de que a los empleados de la granja les gustaba. Pero tal vez no fuera el mejor momento para decirlo–. Es muy bueno dirigiendo a la gente –dijo en su lugar.
–Mientras no intente dirigirme a mí, supongo que no habrá problema –dijo ella.
–Él no sabrá nada sobre ti, salvo lo que le diga Jason –le aseguró él–. Jason no le habrá dicho por qué estás allí, y tú tampoco puedes hacerlo. Al parecer, el administrador también acaba de sufrir un duro golpe en la vida, y ha aceptado el trabajo para superarlo.
–Una granja agrícola –murmuró ella.
–Conozco un refugio de animales –respondió Márquez irónicamente–. Necesitan a alguien que dé de comer a los leones.
–Con mi suerte –dijo Glory–, intentarían alimentar a los leones conmigo. No, gracias.
–Es por tu propio bien –dijo Márquez–. Lo sabes.
–Sí –contestó ella con un suspiro–. Supongo que sí –se apartó del escritorio–. Toda mi vida me he visto obligada a huir de los problemas. Esperaba que al menos esta vez pudiera quedarme y luchar.
–Bonita frase –musitó Márquez–. ¿Quieres que te preste mi espada?
–Tu madre nunca debió darte esa espada escocesa –le dijo Glory–. Tuviste suerte de que convencieran al oficial de policía para que retirase los cargos.
Márquez pareció ofendido.
–Aquel tipo forzó la cerradura y se coló en mi apartamento. Cuando me desperté, estaba metiendo mi ordenador portátil en una bolsa para llevárselo.
–Tenías una pistola –señaló ella.
–Se me olvidó y esa noche la dejé en la guantera del coche. Pero la espada estaba colgada justo sobre el cabecero de la cama.
–Dicen que el ladrón saltó por la ventana cuando vio la espada –le dijo Glory a Haynes, que contestó con una sonrisa.
–Mi apartamento está en el bajo –les informó Márquez.
–Sí, pero perseguiste al ladrón por la calle sin… –Glory se aclaró la garganta–. Bueno, sin el uniforme.
–Me arrestaron por exhibicionismo –murmuró Márquez–. ¿Puedes creerlo?
–¡Claro que puedo! ¡Estabas desnudo! –respondió Glory.
–¡Cómo duermo no tiene nada que ver con el hecho de que aquel tipo me estaba robando! Al menos lo atrapé y lo inmovilicé cuando el coche patrulla me vio. Le dije al agente quién era yo, y me pidió ver mi placa.
Glory se llevó la mano a la boca e intentó contener la risa.
–¿Y le dijiste dónde estaba la placa? –preguntó Haynes.
–Le dije dónde podía metérsela si no arrestaba al ladrón –contestó Márquez–. En cualquier caso, llegó otro coche patrulla y se colocó tras él. Fue entonces cuando un agente me reconoció.
–Una mujer agente –le dijo Glory a Haynes con una sonrisa.
Márquez se sonrojó.
–La bolsa del ladrón me resultó de gran utilidad –murmuró–. Al menos pude regresar a mi apartamento. Pero la noticia se extendió y a la tarde siguiente yo era poco menos que una celebridad.
–Qué pena que no lo captara la cámara de seguridad del coche patrulla –dijo Haynes riéndose–. Podrían haberte sacado en la serie Cops.
–¡Me robaron! –exclamó Márquez.
–Bueno, al final no pudo quedarse con nada de lo que se llevó, ¿no es cierto? –preguntó Haynes.
–Cuando lo plaqué, se cayó sobre mi portátil nuevo –dijo Márquez–. Rompió el disco duro y perdí todos mis archivos.
–Supongo que nunca habrás oído hablar de una copia de seguridad, ¿verdad? –intervino Glory.
–¿Quién puede imaginar que puedan entrar a robar en el apartamento de un policía?
–Tiene sentido –admitió Haynes.
–Supongo.
Márquez miró el reloj y dijo:
–Tengo que estar en el juzgado esta tarde para testificar en un caso de homicidio. Puedo decirle a mi jefe que te vas a Jacobsville, ¿verdad?
–Sí –contestó Glory con un suspiro–. Me iré mañana por la mañana. ¿Necesito una carta de recomendación o algo?
–No. Jason le dirá al administrador que vas. Puedes quedarte en la casa que hay en la propiedad.
–¿Y dónde se hospeda el administrador? –preguntó ella.
–También en la casa –contestó él, y levantó una mano antes de darle tiempo a quejarse–. Antes de que digas nada, hay un ama de llaves que vive en la casa y cocina para él.
Eso la relajó, pero solo un poco. No le gustaban los hombres desconocidos, sobre todo de cerca. Decidió que, a pesar del calor veraniego, metería en la maleta un pijama de algodón bien grueso y una bata larga.
Jacobsville parecía mucho más pequeño de lo que recordaba. La calle principal seguía casi igual que cuando ella vivía allí. Estaba la farmacia donde su padre compraba las medicinas. Más allá el café que Bárbara, la madre de Márquez, había regentado desde tiempos inmemoriales. También estaban la ferretería, los ultramarinos y la boutique de ropa. Todo seguía igual. Solo la propia Glory había cambiado.
Cuando dobló la esquina y empezó a circular por la estrecha calle pavimentada que conducía a la granja de los Pendleton, comenzó a sentir náuseas. Lo había olvidado. La casa era la misma que había compartido con sus padres, hasta que el carácter temperamental de su madre había destrozado a la familia. Hasta ese momento, no había pensado en lo difícil que le resultaría vivir allí de nuevo.
El viejo árbol de pecanas del jardín seguía allí. Lo divisó antes de ver el buzón junto a la entrada. Años atrás, había colgado un columpio de aquel árbol.
La auténtica sorpresa resultó ser la casa. Los Pendleton debían de haber invertido mucho dinero en remodelarla, pues la vieja casa de madera de Glory se había convertido en una elegante casa victoriana de color blanco. Había un porche largo y ancho con un columpio, un sillón y varias mecedoras. Detrás de la casa había un gran almacén de acero donde los trabajadores guardaban las cajas llenas de maíz, guisantes, tomates y otros productos procedentes de los campos que rodeaban la casa; campos que parecían extenderse varios kilómetros.
Aparcó bajo otro árbol de pecanas y apagó el motor. Su pequeño sedán contenía casi todas sus pertenencias mundanas. Salvo los muebles, y ni siquiera había considerado la idea de llevarlos consigo. Iba a mantener su apartamento en San Antonio. Tenía el alquiler pagado durante seis meses, cortesía de su hermanastro. Se preguntó cuándo podría regresar a casa.
Abrió la puerta y salió del coche. Justo en ese momento vio a un hombre alto, de pelo negro y bigote, bajando los escalones de la entrada. Tenía una cara fuerte y un cuerpo atlético. Caminaba con tal elegancia que parecía deslizarse. Parecía extranjero.
Vio a Glory y su expresión tensa se volvió aún más reservada. Se acercó a ella con pasos rápidos y elegantes. A medida que se acercaba, Glory vio que sus ojos eran negros como el azabache. Sintió que era el tipo de hombre que una jamás desearía encontrarse en un callejón oscuro.
El hombre se detuvo frente a ella y contempló su coche destartalado, sus gafas, su pelo rubio revuelto y su ropa modesta.
–¿Puedo ayudarla? –le preguntó fríamente.
Glory se apoyó en la puerta del coche y dijo:
–Soy la envasadora.
–¿De qué? –preguntó él, aparentemente extrañado.
–¿Perdón? –respondió ella, más extrañada aún.
–¿Embajadora de qué?
–¿Me toma el pelo?
«Increíble», pensó. Hasta ese momento, no había imaginado que los ojos de un hombre pudieran brillar con tanta furia…
El hombre apretó la mandíbula.
–Señorita, no estoy de humor para juegos –dijo con un inglés fuertemente remarcado.
–¿Juegos? –dijo ella–. Es usted quien ha empezado. Estoy aquí para ayudar con el envasado. Jason Pendleton me ofreció el empleo.
–¿Cómo?
–Que me dio el trabajo –respondió ella, y frunció el ceño–. ¿Está usted sordo?
El hombre dio un paso hacia ella y Glory se pegó más a la puerta del coche.
–¿Jason Pendleton le ha ofrecido un trabajo aquí?
–Sí, así es –respondió Glory. Tal vez el humor no fuese el mejor recurso en aquella situación–. Dijo que necesitaban a alguien para envasar la fruta. Yo puedo preparar confituras y jaleas. Y también sé envasar verduras.
Era evidente que no le hacía gracia su presencia allí.
–Jason no me ha dicho nada.
–Me dijo que le llamaría esta noche. Está en Montana, en una feria de ganado.
–Sé dónde está.
A Glory le dolía la cadera, pero no quería mencionarlo. Ya estaba bastante irritado.
–¿Quiere que duerma en el coche? –le preguntó educadamente.
El hombre pareció darse cuenta de dónde estaban, como si hubiera perdido el hilo de pensamiento.
–Le diré a Consuelo que prepare una habitación para usted –dijo sin demasiado entusiasmo–. Ella es la que se ha estado encargando de las jaleas y las confituras.
Es una nueva gama de productos. Tenemos una planta procesadora para las verduras. Si lo de las frutas tiene éxito, lo añadiremos a la planta. Consuelo dice que la cocina es lo suficientemente grande para preparar muestras de los pro ductos.
–No me pondré en su camino –prometió ella.
–Entonces venga. Se la presentaré antes de marcharme.
Quiso preguntarle si iba a dejar el trabajo tan pronto solo para no tener que trabajar con ella. Era una pena que no tuviera sentido del humor.
Glory se dio la vuelta y sacó del coche su bastón con la cabeza de dragón roja. Tenía un paragüero lleno de bastones, de todos los estilos y colores. Si tenía que estar discapacitada, al menos podía llevarlo con elegancia.
Cerró la puerta del coche y se apoyó en el bastón.
La reacción del hombre fue inexplicable. Frunció el ceño.
Glory esperó a que hiciera algún comentario sobre su discapacidad.
Pero no lo hizo. Simplemente se dio la vuelta y comenzó a caminar hacia la casa. Glory reconoció aquella expresión. Era compasión. Apretó los dientes con fuerza. Si se ofrecía para ayudarla a subir los escalones, le daría un bastonazo en la rodilla.
Tampoco hizo eso. Pero sí le abrió la puerta malhumorado.
«Genial», se dijo a sí misma mientras entraba en el recibidor. «Supongo que a partir de ahora nos comunicaremos por signos».
El hombre la condujo a través de un salón con el suelo de madera, después por un pasillo con lo que parecían ser despensas a ambos lados, hasta llegar a una enorme cocina con electrodomésticos nuevos, una mesa grande con sillas, una superficie de trabajo y cortinas de encaje amarillo en todas las ventanas. El suelo era de linóleo con un dibujo de piedra. Los armarios eran de roble, espaciosos y fáciles de alcanzar. Había una encimera que iba desde el lavavajillas y el fregadero hasta los fogones. El frigorífico estaba apartado en una esquina. Como si hubiera ofendido a la cocinera y hubiera sido exiliado, pensó Glory.
Una mujer pequeña y morena, con el pelo recogido en una coleta que le caía por la espalda, atada por cuatro partes con lazos rosas, se volvió al oír los pasos. Tenía la cara redonda y los ojos oscuros y risueños.
–Consuelo –dijo el hombre–, esta es la nueva envasadora.
Consuelo arqueó las cejas.
–Le he dicho que soy la envasadora y me ha confundido con una embajadora –le dijo Glory a la mujer.
Consuelo tuvo que contener la risa.
–Esta es Consuelo Águila –dijo él–. Y esta es… –se quedó callado, porque no sabía quién era la recién llegada.
Glory esperó a que continuara. No estaba dispuesta a ayudarle.
–¿No le has preguntado cómo se llama? –preguntó Consuelo, y se dirigió a Glory con una gran sonrisa–. Eres bienvenida aquí. Me vendrá bien tu ayuda. ¿Cómo te llamas?
–Gloryanne –contestó ella–. Gloryanne Barnes.
–¿Quién te puso el nombre? –preguntó el hombre arqueando las cejas.
–Mi padre –contestó ella con solemnidad–. Pensaba que tener un hijo era una ocasión gloriosa.
Sintió curiosidad por su expresión. Parecía reticente a añadir más.
–¿Sabes quién es? –preguntó Consuelo, señalando al hombre.
Glory apretó los labios y negó con la cabeza.
–¿Ni siquiera te has presentado? –preguntó Consuelo.
–No va a trabajar conmigo –contestó él secamente.
–Sí, pero va a vivir en la casa…
–No me importa dormir en el coche –dijo Glory apresuradamente.
–No seas absurda –gruñó él–. Tengo que ir a la ferretería a comprar más estacas para las tomateras –le dijo a Consuelo–. Dale una habitación y dile cómo trabajamos aquí.
Glory abrió la boca para criticar su actitud, pero él se dio la vuelta y salió de la habitación sin decir nada más. La malla metálica de la puerta de entrada sonó con fuerza cuan do salió.
–Bueno, es un encanto, ¿verdad? –dijo Glory con una sonrisa–. Estoy deseando instalarme y convertir su vida en una desgracia.
Consuelo se rio.
–No es tan malo –dijo–. No sabemos por qué aceptó el puesto cuando el señor Wilkes renunció. El jefe, el señor Pendleton, que vive en San Antonio, nos dijo que Rodrigo había perdido a su familia recientemente y que estaba de luto. Vino aquí para rehacer su vida.
–Oh, Dios mío –dijo Glory–. Lo siento. No debería haber sido tan sarcástica con él.
–A él le da igual –dijo Consuelo–. Trabaja como un tigre. Nunca es cruel ni brusco con los hombres que trabajan en los campos. Es un hombre culto, creo, porque le encanta escuchar DVDs de ópera y de música clásica. Pero una vez, tuvimos a un trabajador que se metió en una pelea con otro hombre, y Rodrigo intervino. Nadie lo vio moverse, pero en un abrir y cerrar de ojos el agresor estaba tendido en el suelo con muchos hematomas. Los hombres no le dan razones a Rodrigo para ir tras ellos desde que ocurrió aquello. Es muy fuerte.
–¿Rodrigo? –Glory murmuró el nombre. Tenía cierta dignidad.
–Rodrigo Ramírez –contestó Consuelo–. Trabajaba en un rancho de ganado en Sonora, según dijo.
–¿Es de México?
–Creo que nació allí, pero no habla de su pasado.
–Su acento es muy ligero –musitó Glory–. Creo que habla español.
–Español, francés, danés, portugués, alemán, italiano y, entre todas las cosas, apache.
Glory estaba confusa.
–Con un talento así, ¿lleva una granja en Texas?
–Yo también hice esa observación –dijo Consuelo riéndose–. Me hizo pensar que había trabajado de traductor, pero no dijo dónde.
–Bueno –dijo Glory con una sonrisa–. Al menos este va a ser un trabajo interesante.
–¿Conoces al jefe, Jason Pendleton?
Glory asintió.
–Bueno, más o menos –rectificó rápidamente–. Tenía más relación con su hermana.
–Ah. Gracie –Consuelo volvió a reírse–. Una vez vino con él. Había un gato con una pata rota tendido junto a la carretera; un gato abandonado que solía venir por aquí. Gracie lo recogió, con la sangre y todo, e hizo que Jason la llevara al veterinario más cercano. Llevaba un vestido de seda que a mí me habría costado dos meses de sueldo, pero no le importó. Lo que importaba era el gato. Debería casarse. Cualquier hombre sería muy afortunado de tener una esposa como ella.
–No quiere casarse –dijo Glory–. El verdadero padre de Gracie era un auténtico diablo.
–Querrás decir el padre de Gracie y de Jason…
Glory negó con la cabeza.
–Jason y Gracie no están emparentados. El padre de Gracie murió cuando ella era una adolescente. Su madrastra se casó con el padre de Jason. Entonces la madrastra murió y el padre de Jason se casó de nuevo –no añadió que el padrastro de Gracie era también su padrastro. Era complicado.
Consuelo se quitó el delantal y dijo:
–Voy a mostrarte la habitación de invitados –se dio la vuelta y entonces reparó en el bastón, que estaba medio escondido tras la pierna de Glory–. Oh, deberías habérmelo dicho. No te habría tenido de pie mientras chismorreaba. Debe de dolerte.
–No me he dado cuenta. De verdad.
–Al menos la habitación está en el piso de abajo –dijo Consuelo. La condujo de vuelta hasta el salón y, desde allí, a través de una puerta que llevaba a otro vestíbulo. Allí había un cuarto de baño que daba a una pequeña habitación con papel azul en las paredes.
–Es preciosa –dijo Glory.
–Es pequeña –comentó Consuelo–. Rodrigo la eligió para él, pero le dije que él necesitaba más espacio. Tiene dos ordenadores y varios equipos de radio. Dice que es un hobby. Hay un pequeño escritorio en el estudio que él utiliza, pero prefiere su dormitorio cuando repasa las cuentas.
–¿Es antisocial?
–No se relaciona con mujeres –contestó Consuelo, y frunció el ceño–. Aunque una vez vino a verlo una hermosa rubia. Parecían muy cercanos. Se lo pregunté, pero ignoró la pregunta. No habla de sí mismo.
–Qué extraño.
–¿Tú no estás casada, o prometida?
Glory negó con la cabeza y dijo:
–Yo no quiero casarme. Nunca.
–¿No quieres tener hijos?
–No sé si debería intentar tenerlos –contestó Glory–. Tengo un… problema médico. Podría ser peligroso. Pero, dado que tampoco confío mucho en los hombres, probablemente sea lo mejor.
Consuelo no hizo más preguntas, pero su actitud hacia Glory fue dulce.
La granja era enorme. Tenía varios campos, cada uno con su cosecha, y las plantaciones estaban hechas de tal forma que siempre había algo listo para ser recolectado. En aquel momento estaban ocupándose de los árboles frutales. Melocotones y albaricoques, nectarinas y kiwis eran lo primero en ser recolectado. Los manzanos eran de una variedad que maduraba en otoño. Entremedias había frambuesas, moras y fresas.
–¡Voy a estar ocupada! –exclamó Glory cuando Consuelo señaló los diversos campos.
–Las dos lo estaremos. Estaba pensando en dejar este trabajo. Es demasiado para una sola mujer. Pero las dos creo que podremos hacerlo. Las confituras, las jaleas y los encurtidos nos proporcionarán buenos ingresos si se venden bien. Son populares entre los turistas. También suministramos a la floristería local, y se utilizan para las cestas de regalo. Tenemos una planta procesadora para las verduras orgánicas y una tienda online