Siempre es ahora - Javier Chiabrando - E-Book

Siempre es ahora E-Book

Javier Chiabrando

0,0

Beschreibung

Javier es músico y vive en Madrid acosado por el recuerdo borroso de una mujer y por un sueño donde golpea el portón de un cuartel. A cada recuerdo le recrudece la picazón de las dos heridas que tiene en la cabeza. Un día, mientras trabaja en un crucero, alguien lo reconoce pero lo llama con un nombre errado. ¿O no? Javier intenta seguir con su vida hasta que su esposa lo deja por su mejor amigo y ya no tiene más excusas. Entonces vuelve a Rosario para comprobar si esa mujer que sueña existe de verdad. Allí vaga sin rumbo. Decidido a regresar a Madrid es reconocido por la calle y el pasado se rearma ante sus ojos pero no de la forma esperada. Así se va escribiendo otro presente, grotesco pero real y donde "siempre es ahora", según repiten otros personajes. Ahora Javier debe lidiar con ese presente donde se destacan villeros que filosofan y citan a Borges, amigos borrachines que podrían tener la clave de ese pasado atomizado, un ominoso auto abandonado en un garaje, canciones que reflotan del olvido y mujeres despechadas, a veces con razón y a veces no. Chiabrando escribe una novela trágica y a la vez divertida, con el pasado como tema y el marco histórico de la violencia institucional que comienza a desperdigarse, casi gratuitamente, casi como una broma, en esa sociedad donde siempre es ahora.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 265

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Javier Chiabrando

Siempre es ahora

Novela

Baltasara Editora

Chiabrando, Javier

Siempre es ahora / Javier Chiabrando. - 1a ed . - Rosario : Baltasara Editora, 2024

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-3905-81-0

1. Novelas. I. Título.

CDD A863

Diseño Tapa: GJC

Ilustración tapa: © Elena Chiabrando

© Javier Chiabrando

© Baltasara Editora – Año 2021

2000 Rosario - Prov. de Santa Fe – República Argentina

Teléfono/Fax: +54 341 4210465

E-mail: [email protected]

www.baltasaraeditora.com

Libro de edición argentina. Impreso en Argentina.

Queda hecho el depósito que establece la ley 11.723.

No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma y por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446.

Esta obra resultó finalista en la

Convocatoria Editorial 2020 – Novela

del sello Baltasara Editora.

Rosario, Provincia de Santa Fe, Argentina, 28 de febrero de 2020.

“A las mujeres que se ha amado, como yo la amé

a ella, parece que siempre las hubieras visto

a la distancia de un beso”.

Irène Némirovsky en “El ardor en la sangre”.

“Que en el pecho de los desafinados

también late un corazón”.

Tom Jobim en “Desafinado”.

PRIMERA PARTE

1

En el sueño siempre hay un Ami 8, un portón, una pregunta y un cabo con nariz de sargento. Y yo, que estaciono el auto frente a un portón que es verde o azul, o de un verde que en los sueños se confunde con el azul, y golpeo el portón. Los golpes suenan a retreta, siempre. Se asoma el cabo con nariz de sargento.

—¿Acá anotan voluntarios para ir a las Malvinas? —digo.

Por muchas cosas que cambian en mi sueño, siempre hay un Ami 8 gris y un cabo con nariz de sargento. Y mis palabras, que son y suenan iguales: “¿Acá anotan voluntarios para ir a las Malvinas?”. El cabo me mira como si estuviera harto de ver tantos giles que quieren morir pudiendo vivir. Yo repito la frase, exactamente igual, palabra por palabra y énfasis idénticos.

—¿Acá anotan voluntarios para ir a las Malvinas?

El cabo abre la boca para hablar y habla. Nada oigo porque me distraigo con el bigote que se le mueve al ritmo de la boca. Me reiría por las veces que me morí de miedo y me desperté bañado en transpiración, pero me paraliza un grito.

No es el cabo el que grita. Es Leba. El grito es una palabra.

—¡Javier!

A pesar de haberlo soñado muchas veces, nunca logré escuchar lo que respondía el cabo. Se interponían ruidos de coches que tocaban bocina, un churrero que se aparecía a mi lado promocionando su mercancía (una vez los probé y le convidé uno al cabo que no aceptó y me cerró el portón en la cara, seguramente apurado por subirse a un tanque y recuperar las islas él solito). Pero la mayoría de las veces el sueño es una repetición infinita donde yo vuelvo a aparecer una y otra vez en el Ami 8, y luego de golpear el portón hago la misma pregunta que el cabo con nariz de sargento no llega a responder: “¿Acá anotan voluntarios para ir a las Malvinas?”.

Ahora, en mitad de mi sueño, Leba grita Javier, y después de gritar Javier, grita:

—¿Vos sos boludo o te hacés?

El cabo mira hacia los costados como si él también hubiera escuchado los gritos. Pero el cabo vive en el sueño y los gritos vienen de la realidad.

—¿Vos sos boludo o te hacés?

¿Si yo soy boludo o me hago?, me pregunta Leba a los gritos, como si fuera algo fácil de contestar.

—¡Javier! ¿Vos sos boludo o te hacés? —grita Leba.

Ya no es posible seguir durmiendo. Y menos soñando. Leba me grita como ella sola sabe gritar para decirme que se va de mi casa y de mi vida. Otro alarido. Sí, es Leba, irremediablemente, que desde la puerta del dormitorio me grita:

—¿Y a ti quién te entiende, chaval? —para rematarla con otro vigoroso—: ¿Vos sos boludo o te hacés?

Leba, valija en una mano, picaporte en la otra, sigue con sus reclamos de mujer herida. Reclama como si quisiera ajustar cuentas con todos los hombres que alguna vez desilusionaron a una mujer, desde Eva hasta hoy. Pero yo no tengo la culpa de que Ana Karenina se haya tirado bajo un tren, Leba. ¿O sí?

—¿Qué tiene que ver esa Ana con que yo me esté yendo de tu casa, boludo? —me pregunta.

De tan enojada que está, mezcla el castellano con el francés y el idioma de su tierra, una especie de percusión verbal que tienta a la risa de tan cacofónico que es. Apenas distingo que no todas las palabras son insultos.

—Divorcio. Di… vor… cio —silabea agudizando progresivamente hasta que la “o” suena a tren que parte, y yo me tengo que esforzar para no reír. Mi boca se curva de risa (para no reír), y ella cree que me estoy burlando y su furia se vuelve rabia. Ahora me acusa de cosas horribles. Si los vecinos la oyen van a pensar que soy peor de lo que creen que soy. Yo no me defiendo. Quiero que termine. Que Leba se quede o se vaya, pero que deje de gritarme así.

—No es necesario que me pidas el divorcio, Leba, porque no estamos casados —susurro en un intervalo de sus quejas.

Leba cierra la puerta del departamento donde vivimos juntos hasta hoy. En segundos saldrá a la calle y se subirá a un taxi que la llevará lejos de mí. La oigo en el piso de abajo; luego una pausa, quizá cambia la valija de mano o llora. Al silencio le siguen más pasos hasta que los ruidos se confunden con el ruido general del mundo (ascensor, toses, chicos, coches, sirenas, televisores).

Qué lejanos los días en que me rogaba que me casara con ella. “El amor no necesita certificados”, le dije entonces. “Pero yo sí necesito certificados para mi permiso de residencia en España”, me contestó ella. Al fin Pedro se ofreció a casarse con ella. Pedro, siempre disponible para pagar de su bolsillo una cuota de los males causados por los países ricos a los pobres. “Para conseguir los papeles es mejor que se case con un español de nacimiento”, argumentó Pedro, con razón. La ceremonia fue breve. La fiesta la pagó Pedro; pizza y cerveza en su casa. Como recuerdo le regalé una botella de Cristal que me costó una fortuna, casi tanto como la fiesta. ¿Leba quiere el divorcio? ¡Que se lo pida a Pedro y que Pedro me devuelva la botella de Cristal!

La puerta de calle se abre y se cierra. El ruido de las bisagras oxidadas entra por la ventana y algo vibra en el departamento cuando la puerta pega contra el marco. Dos ruidos que indican que te están dejando o que están volviendo a tu vida. Ahora me están dejando. Leba está a dos pasos de desaparecer de mi vida. Dos pasos es lo que la separa de la esquina. Hago un último intento por retenerla. Salto de la cama pero la sábana se me enreda en un pie. Pareciera que mi cuerpo no desea abandonar el sueño. Los ruidos de la calle me despiertan mejor que el mejor de los despertadores. Me asomo para decirle algo a Leba que logre paralizarla allí mismo, como si la vida pudiera ser por un instante una película de hadas, y luego yo bajando las escaleras, de dos en dos, de tres en tres, para retenerla a puro amor rosado mágico. Saco medio cuerpo por la ventana. Es la única forma de verla en la calle, donde está a dos segundos, a dos pasos, de desaparecer de mi vida. La pirueta la pone a tiro de piedra de mi declaración de amor tardía.

—¡Leba! —le grito con el mismo énfasis con que ella me gritara un rato antes.

El amor y el odio se confunden cuando generan reacciones semejantes. Ella gritó. Yo grito. Leba gira hacia el lugar desde donde le llega mi grito de amor. Al girar retrocede un paso y vuelve a estar fuera de mi vista. Me asomo un poco más. Ella retrocede otro paso, como si el sol le diera en la cara. No tengo más remedio que pasar una de las piernas por la ventana.

Menos mal que anoche me acosté con pijama, porque la gitana gorda y bigotuda que vive en el mismo piso está limpiando los vidrios y me ve. Esas eran las cosas que Leba no comprendía, que yo estuviera una semana encerrado en mi casa con el pijama puesto para tirarme a dormir cuando se me daba la gana. Si cada vez que me daba sueño tenía que sacarme la ropa de calle y ponerme el pijama lo único que lograba era desvelarme. Entonces, mientras estaba en casa, estaba con pijama. Y a pesar de eso podía pasarme dos días sin dormir. Otra opción era dormir con la ropa puesta, pero eso a Leba le hubiera gustado menos. Y tiene razón, la ropa se arruina y se arruga de tal forma que luego perece pijama. Mejor el verdadero pijama, que para eso fue inventado.

La gitana me saluda. No sé si es realmente gitana pero bigotes tiene.

—¿Está Leba allí? —le pregunto mientras le señalo hacia abajo, hacia donde supongo que está Leba, que ya no es visible a mis ojos. La gitana se asoma casi tanto como yo.

—Si tu mujer es la negra, sí, está allí mismo.

—Se llama Leba —le digo cuidando de mostrarme un poco ofendido.

—¿Leba? ¿Qué nombre es ése?

—Un nombre como cualquier otro. ¿Tú cómo te llamas?

—Lorelei.

—¿Lorelei, qué nombre es ése?

—En mi familia todas las mujeres se llaman Lorelei.

Desde otra ventana se asoma el viudo del C. Es un poco sordo y del Real; escucha los partidos a un volumen que logra que no se oigan los ruidos de las bisagras de la puerta de calle y el golpe contra el marco. El viudo dice que en su familia todos los hombres se llaman Antonio menos él, pero no dice cómo se llama. Leba está parada en medio de la vereda desde donde ahora sí me ve y la veo claramente. Estoy a punto de decirle que se quede, que no me abandone, que soy capaz de tirarme por la ventana si se va. Como respuesta Leba me muestra su dedo medio, gesto que evidentemente en África significa lo mismo que en todos lados. Luego me da esa espalda que tanto me conmovió cuando la conocí. Mitad guitarra, mitad tobogán. O violonchelo de ébano. Al principio le gustaba que yo le dijera “mi violonchelo de ébano”, hasta que un día me dijo que era un comentario racista, igual que “mi negrota”, “África mía”, “noche sin día”, “mi esclava”. Desde allí la llamé siempre Leba o señora.

Dos pasos vuelven a separar a Leba de mi vida, pero ella no necesita darlos porque aparece el auto de Pedro ronroneando. Pedro no levanta la cabeza y por eso no me ve en la ventana. El auto desaparece tan sigiloso como llegó, llevándose a Leba luego de rodear redondamente la plaza Elíptica. Me quedo mirando la calle y la puerta del bar más cercano, con su cartel de neón minúsculo que parece invitarme a tomar una copa. Me bajo de la ventana. La gitana se despide de mí y del viudo, cierra su ventana y corre las cortinas.

Yo trago saliva y giro para enfrentar el departamento vacío, situación inofensiva con dos copas entre corazón y espalda, pero no tanto si estás fresco como estoy ahora. Me rasco las heridas de la cabeza, que siempre me pican cuando estoy nervioso. El departamento se ve enorme. Nunca creí que Leba ocupara tanto lugar. Pero si todo lo que tenía le entró en dos valijas que ella misma cargó sin delicadeza alguna en el asiento trasero del auto de Pedro.

Cierro dos puertas, enciendo el televisor y me siento a leer ABC. Las únicas noticias que me interesan son las de fútbol y la que habla de una delegación de veteranos de Malvinas que anda por Madrid camino a Londres, donde se reunirán con veteranos ingleses para hablar del pasado; o sea de la guerra. Me pregunto si con los años el odio desaparece o se vuelve invencible. Qué raro debe ser mirar la cara del que pudo matarte sin que se te noten, ahora, porque siempre es ahora, las ganas de saltarle a la yugular. Busco el número de la embajada argentina en Madrid. Media docena de veces levanto el teléfono, marco y cuelgo. Al fin desisto, convencido de que lo que el diario cuenta sucedió el día anterior —¿cómo no?— y que esos héroes ya andan matando ingleses en pleno Covent Garden. Me pregunto si los conoceré, si me habré revolcado con ellos en trincheras llena de barro y mierda de oveja, o barro de mierda y mierda inglesa. Cierro el diario y allí me doy cuenta de que es de la semana pasada.

Enciendo el televisor y busco un partido de fútbol. Siempre hay un partido de fútbol para felicidad de los insomnes y los abandonados. ¿Quién juega? ¿Y a quién le importa? Voy a la cocina con la idea de prepararme un café y vuelvo sin café pero con la botella de 100 Pipers. Brindo por uno de los equipos y después por el otro. Cierro la puerta del baño y abro la del placard de la sala. Otro trago y la vuelvo a cerrar. Mido el largo de la sala con pasos uniformes. Vuelvo a medirlo otra vez pero sin pensar en el largo de los pasos. La primera vez fueron ocho; la segunda seis. Arrastro al lado del televisor la mesa ratona que no sirve más que para sostener la guía telefónica. Mido de nuevo la sala con los pasos de la primera vez. Ahora suman siete.

El departamento me resulta ridículamente grande. Otro trago de whisky y comienzo a restarle importancia, lo mismo que hacen los hinchas de Real Madrid con sus jugadores que apenas empataron sobre la hora. Nada garantiza que los próximos jugarán mejor. Nada garantiza que el futuro será más interesante. Ni siquiera pidiéndolo a los gritos. Me despierto a las cuatro de la mañana en el sillón donde miré el partido. Ventajas de vivir en pijama. Debería llamar a Leba para decirle que cuando tengo razón, tengo razón. En la televisión hay otro partido. Es el mismo. Me quedo un rato mirándolo de nuevo. Intento adivinar las jugadas que vienen. A veces acierto, otras no. La repetición es infalible: donde antes el jugador erraba, ahora vuelve a errar. Afuera, el cartel de neón del bar sigue activo pero el bar está cerrado.

Otra vez es ahora, irremediablemente. Ahora es cuando la plaza Elíptica alberga restos de civilización desperdigados como trofeos de una jornada de caza donde las presas son los pobres, los idiotas y los que no se avivan rápido: botellas vacías, jeringas, hombres comprando droga, vendiendo, y tres o cuatro en el suelo como gusanos pero bien humanos. Ellos, como los jugadores, también erraron en la primera oportunidad y luego en la repetición.

—Salud —les grito desde las alturas divinas de mi ventana enarbolando la botella de 100 Pipers, y cierro para no oírlos maldecirme y desearme tan variadas muertes. Vuelvo a sacar la botella por la ventana y a gritarles—: Salud —y ellos repiten los insultos.

Una de las mujeres me levanta una botella como invitándome a beber. En cambio uno de los hombres me tira una botella vacía que rebota en la vereda sin romperse, muy lejos de mí y de la posibilidad de lastimarme. Por lo visto, la repetición no es una ley. Se puede innovar, rebelarse, matar al mensajero. Vuelvo al televisor. La jugada del gol anulado se mantiene inalterable; algo debe significar pero no sé qué.

Me acuesto en la cama, me tomo dos tragos de whisky, que equivalen a diez pipers, y me pongo a leer Los Pichiciegos. “Y volvían. Otros Harrier, del sur, venían bajito. Le salió un cohete a uno, después un cohete al otro del ala de ese mismo costado y después, los dos al mismo tiempo, soltaron los cohetes de las otras dos alas.”. Releo el párrafo dos veces y me duermo con coro de bocinazos que llegan de la avenida y que parecen gaitas. Desafinan igual, suenan a chanchos a los que les apretás los huevos. Solamente hombres con polleras pueden ser felices escuchando esa música; no creo haber visto ni oído gaitas en las islas, pero las soñé muchas veces. ¿Sí? No es hora de pensar en más tonterías, Javier. Por hacerse tantas preguntas es que los zombis de la plaza se volvieron tan zombis que no saben que lo son. Ahora es momento de volver a soñar para saber de una puta vez qué me dijo mi cabo con nariz de sargento cuando golpeé la puerta del cuartel.

Me acurruco en mi cama enorme, vacía de Leba, con olor a Leba, imposible de confundir con otro, aunque sea un comentario racista, y me lanzo de cabeza en mi sueño inconcluso.

El cabo no apareció. Seguro que tenía franco. La que sí apareció es Evangelina de pelirroja, jean casual, remera casual, cara lavada, pelo suelto (casual), sin lentes oscuros, sin aros, zapatos sin tacos; apenas un reloj en la muñeca izquierda. Imponente de pura sencillez. Daban ganas de morderla. Mejor que decir apareció, sería decir reapareció. No soñaba con ella desde que Leba se instaló en mi departamento. La última vez la había soñado en situaciones anodinas, encuentros casuales y charlas de bares. Evangelina siempre estaba allí, no hablaba, parecía enojada y miraba el piso; creo que estaba celosa por Leba. Nunca la había soñado pelirroja hasta anoche, como si hubiera querido demostrarme que no le importaba tanto que la hubiera abandonado por otra y que la vida continuaba a pesar de todo; nuevo color de pelo, nueva vida.

Evangelina se me apareció en sueños por primera vez una noche que manejaba por Carabanchel. No recuerdo de quién era el auto, ni el nombre de la mujer que me acompañaba; no sé por qué estaba en Carabanchel pero sí sé que me reí mucho del nombre de la ciudad porque es nombre de bucanero: el capitán Carabanchel. Llovía. Mucho. Frené porque se me cruzó una sombra que creí un perro, pero por ahí era el loro del capitán. El auto clavó sus dos ruedas delanteras en las huellas que dejan los camiones en el asfalto. Las huellas estaban repletas de agua y el auto se deslizó hacia derecha, hacia izquierda, hacia un coche que venía de frente y luego a la banquina, donde terminé sin mayores consecuencias excepto un golpe en la rodilla. La mujer que iba conmigo (ahora recuerdo, era Selena, la camarera de un bar dónde había tocado esa noche; nunca la volví a ver) vomitó sobre el vidrio de la puerta. Yo bajé pensando en lo mucho que deseaba mojarme. La lluvia no logró que olvidara el golpe y el susto. Pero el alcohol había desaparecido de mi torrente sanguíneo. Apenas se veía el otro lado de la calle. Se veía una silueta. Pensé que era el chofer del otro auto, que bajó para mojarse él también. Pero no. Era Evangelina. A través de la cortina de lluvia creí distinguir un gesto de la cara, una mueca, una arruga a los costados de su boca, como si me estuviera diciendo algo que no llegué a escuchar, porque en ese momento el auto pegó contra un árbol y el miedo reemplazó la imagen. Recién ahí me golpeé la rodilla y Selena vomitó. Había soñado en medio del accidente y había previsto lo que iba a vivir. Muy extraño, lo sé. Pero fue lo que sucedió. Dicen que cuando uno cree que va a morir repasa su vida. Yo la vi a Evangelina.

Después comencé a soñarla a cada rato. Aparecía y desaparecía como si fuera una novia real, una mujer de carne y hueso que te deja y se arrepiente. En el sueño de anoche iba sentada a mi lado en un ómnibus, camino a Buenos Aires. Yo del lado de la ventanilla. Charlamos todo el viaje a pesar de que me moría de cansancio y ella tenía en las manos una revista recién comprada. Nunca mencionamos a Leba aunque ella abrió la revista y al ver una modelo negra la cerró con violencia. Yo iba a Buenos Aires a comprar una guitarra. A ella la esperaba un novio rugbier. Me mostró una foto del novio con el orgullo de hija que obedeció a la mamá y dio un gran paso en la vida. Cuando me contó que el tipo había jugado en Los Pumas yo le novelé una vida que nada tenía que envidiarle a Rimbaud y Morrison. Ella simulaba que nunca había oído algo así en su vida de nena buena. Llegamos a Retiro y el novio musculoso ya le daba vergüenza. También en un sueño pueden bastar cuatro horas de argumentación para asomarse al reverso de una mujer. No sé si me dijo que se llamaba Evangelina, pero yo ya lo sabía. No me animé a preguntarle si alguna vez había estado en Carabanchel.

El promocionado sol de España entra por la ventana, repta por las paredes y me despierta. Es mediodía. En la cabeza aún me repiquetean las palabras de Leba. Si te insulta un africano suena a que te va a poner en una olla y te va a comer. Para no pensar en Leba, vuelvo a pensar en Evangelina. No recuerdo la marca de la guitarra que me compré pero sí cada palabra de la conversación.

Los días siguientes me quedo en casa todo el tiempo posible por si Leba vuelve. Pero Leba no vuelve ni llama. Cada vez que la puerta de calle golpea contra el marco yo sé que no es Leba regresando a mi vida. Por las tardes salgo a dictar mis clases de guitarra. Dos días a domicilios de alumnos particulares, el tercero a Fuenlabrada. Cada noche de esos tres días vuelvo a mi casa lo más rápido posible. Ni siquiera paso a tomar una copa por lo de Pedro cuando trabajo en el centro cultural de Fuenlabrada que está a la vuelta de su casa. Termino de dar mis clases y me apuro en subirme al tren con la esperanza de encontrarme con Leba. Pero Leba no está. Y yo me quedo mirando televisión hasta que me duermo. A veces toco la guitarra mientras miro, a veces simplemente bebo y miro, o bebo y toco la guitarra. Tres acciones que sumadas, dan como resultado el presente de un hombre. De noche vuelvo a soñar con Evangelina. Del cabo ni noticias. Seguro que lo mandaron a las Malvinas y murió, y el que se volvió héroe es él y los concejales de su ciudad natal ya destinaron una calle para perpetuarlo. Se lo merece por valiente.

El sueño con Evangelina recomienza cada vez que subo al ómnibus y me siento. Después se sienta ella y me dice hola y ya no dejamos de hablar hasta que llegamos a Buenos Aires. Ya no vuelve a abrir la revista para no encontrarse con la modelo negra. Evangelina y yo nos volvimos expertos en utilizar la elipsis para no decir algo perfectamente aclarado en el viaje anterior, o sea en ese mismo viaje pero en el sueño de noches anteriores. La conversación se repleta de “como ya te dije”, “claro, lo recuerdo”, “eso ya lo hablamos” y cosas así. Si me duermo, Evangelina lee su revista repleta de fotos de mujeres que no le llegan ni a los tobillos. Creo que arrancó la hoja con la modelo negra. En cada viaje la imagen de Evangelina cambia con excepción del color de pelo. A veces son detalles casi imperceptibles: el peinado, el reloj en la otra muñeca. Yo voy siempre de jean negro, camisa azul oscuro, remera negra debajo, saco de cuero negro en el portaequipajes, pelo largo pero no demasiado, revuelto, como si no me importara.

En el sueño no tenía heridas en la cabeza. Lo sé porque de haberlas tenido Evangelina me hubiera preguntado y nunca lo hizo. Yo sí le pregunté por el lunar en la frente.

El perfume de Leba perdura en el departamento. Olvidó dos discos y una bombacha roja que sobre su piel negra era como un cartel donde se leía “peligro” sin letras; ni falta que hacía. Ahora me parece conocer más a Evangelina que a Leba, aunque seguramente es porque desconozco mucho de la vida de Leba anterior a su llegada a España luego de peregrinar por otros países europeos buscando una salida a su miserable vida, a la miserable suerte de nacer en un país pobre que ya ni siquiera les interesa colonizar de devastado que está.

Mi relación con Evangelina, en cambio, avanza. Es un decir, porque a medida que ganamos confianza ella se pone más arisca, y a veces se duerme en medio de la conversación, va al baño y no regresa o se pone a charlar con una amiga que aparece de la nada y me deja con la palabra en la boca. O deja de hablar y mira el piso, como si entre nosotros hubiera una pared que nos incomunica. Creo que quiere evitar que le haga preguntas vulgares: ¿cómo, cuándo, dónde, por qué, si la conocí realmente, si nos amamos, si se fue gritándome como Leba, si me dejó por el rugbier o al rugbier por mí, si es tan bella como en el sueño?

Son las mismas preguntas que hace algunos años me impulsaron a viajar a Rosario a buscarla. Regresé de ese viaje con una sensación que sólo puedo definir como de vacío. Metáfora de mierda, pero es la única que me sirve ahora, otra vez vacío. Es lo mismo que sintió Leba cuando viajó a Costa de Marfil para comprobar que sus recuerdos de infancia habían sido suplantados por terribles imágenes de miseria extrema repetidas hasta el asco por la más puta y pura realidad. Y lo peor es que ya no se puede volver al recuerdo original, ahora contaminado por el presente del viaje. Pero para mí, ¿cuál es el recuerdo original? ¿Cuál es el mundo anterior a mi herida en la cabeza?

Digamos que yo tenía una vida en Rosario y un día aparecí en Madrid, previa parada en las islas Malvinas para cargar combustible e inflar las gomas. Antes de Madrid estuve en Sevilla, donde me descargó el barco que me trajo a España. Debe haber sido así, más o menos. Y si a veces altero el orden de las cosas, y digo Madrid y luego Sevilla, u olvido mencionar el viaje a las islas Malvinas es por culpa de lo que tan alegremente llaman shocks, traumatismos de guerra o shock postraumáticos, que no es otra cosa que dos heridas en la cabeza y recuerdos que saltan de casillero como si se ordenaran en base a los dados que lanza algún dios bromista. Otros conviven con la soriasis o la miopía, yo aprendí a vivir con mi memoria con agujeros. Y no es desagradable ni especialmente doloroso. Diría que en cierta forma es una tranquilidad: menos recuerdos, menos deudas, menos culpas.

Hablando de recuerdos: no recuerdo el nombre del barco que me dejó en Sevilla, pero sí que un marinero, o quizá el capitán, me llevó hasta una casa con patio y plantas y música de flamenco y allí me dejó. Era una pensión administrada por un andaluz al que llamaban Paco, que tenía un sobrino en Argentina y lo que hizo lo hizo por devolución de gentilezas. Se ocupó de mí, me cuidó, así de sencillo. Decía que seguramente algún argentino había hecho por su sobrino más que él por mí.

De la pensión recuerdo el patio, las plantas y la música que llegaba de un patio vecino. Recuerdo las canciones que fui aprendiendo con una guitarra que Paco ya no tocaba por la artritis. Me la dio como alguien le da un juguete a un chico para que no moleste. No pensó que podía tocar. Yo tampoco. Comencé con Guantanamera. En pocos días me sabía dos discos enteros de los que escuchaba el vecino.

Del barco había bajado con un bolso que Paco administraba. Allí había ropa y dinero, concretamente dólares, que él puso en un banco en una cuenta a mi nombre, es decir el nombre que usé estos años que estuve en España y que ya no estoy seguro de que sea el mío; pero de eso, que también es ahora, no tengo ganas de hablar.

No sé por qué hui después de retirar el dinero del banco y sin despedirme de Paco. Un día me desperté, me puse el bolso al hombro, busqué mi dinero y me subí a un tren. Nunca volví a Sevilla, ni siquiera para agradecer.

El pasaporte era italiano. El dinero (que no sabía de dónde había salido, y aún no lo sé, igual que no sé de dónde salió el pasaporte con el nombre que usé hasta alguien me dijo que no era el mío como si fuera un chiste de gallegos que se puede contar así porque sí), era suficiente para sobrevivir un tiempo en cualquier ciudad española, sobre todo si no me excedía en vicios. Yo ni sabía si tenía vicios. Llegué a Madrid un sábado a la tarde. Por caminar detrás de un grupo de turistas alemanes terminé en una pensión de Puerta del Sol que administraban Yanela y Yaría, dos hermanas cubanas de padre español. Allí viví una semana como pensionista y ocho meses compartiendo la habitación de Yanela. Ayudaba en lo que podía: trámites bancarios, arreglos menores (mi pobre memoria sabía cambiar cueritos de canillas, arreglar lámparas o pintar). Duró hasta que llegó desde Cuba el marido de Yanela. Por entonces ya conocía a Pedro.

Pedro. ¿Cómo entró Pedro en mi vida? Ah, quería tocar la guitarra y encontró mi nombre en un afiche clavado en un árbol cerca de Atocha. Pedro es medio bruto, fumón, borrachín, pasota y fiestero; me cayó bien de entrada. Nunca llegó a tocar bien la guitarra a pesar de que insistió casi dos años. Ya por entonces estudiaba economía o algo relacionado con la economía que nunca comprendí del todo. Ahora trabaja salvando las papas quemadas de una multinacional que en realidad es un grupo de gallegos disfrazados de gerentes que chapurrean el inglés y el francés. Venden tubos que se entierran en la tierra o en la arena, por donde viaja el petróleo, el agua o la mierda, según lo que produzca el país que los entierra. Así fue que Pedro comenzó a viajar, un día a Dakar y a la semana siguiente a Perú. De esos viajes le nació la conciencia social que ahora apenas lo deja dormir y que lo obliga a intentar rescatar a cada menesteroso que hay en el mundo; ahora le tocó el turno a Leba.

A más días, sueños más organizados, como capítulos de una historia más grande que necesita sus climas dramáticos y sus momentos muertos para que el espectador vaya a mear. Una vez reapareció el cabo disfrazado de chofer del ómnibus en el que Evangelina y yo íbamos a Buenos Aires. El tipo me guiñó un ojo, como diciendo: “es más fácil ser héroe de guerra a que te levantes ese minón”. Después ya no volví a viajar con ella pero la veía a cada rato y en todos lados. Una vez me la presentó Mario Olivera —uno de I miei ragazzi, de quienes hablaré más adelante—, que en el sueño era clarinetista; Mario me dijo, un tanto malhumorado: “no te entusiasmes con ella, es resbalosa como una anguila, y debe patear igual; buscate una buena chica y casate”. En ese sueño Evangelina era corresponsal de la CNN destinada a Belgrado en plena guerra, y yo un periodista Free Lance que caía desplomado de amor por ella. No sé qué hacía Mario Olivera en esa guerra, por ahí era casco azul o un músico enviado a entretener a los soldados. O era soldado, por qué no. No un soldado de uniforme, sino más bien un agente secreto o un infiltrado.

Ese sueño terminó con Evangelina y yo corriendo bajo un bombardeo (Pérez Reverte también andaba por ahí; tomaba notas de cualquier cosa con una letra de médico que seguramente luego no podría descifrar; capaz que lo inventaba todo). Al fin encontramos un rincón donde ella y yo nos besamos para sellar nuestro amor antes de que una bomba nos cayera en la cabeza. Recuerdo que Evangelina me abrazó con tanta vehemencia que me hizo doler las costillas.