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Marie Ferrarella

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Beschreibung

Desde que estaban en el colegio, Holly Johnson sabía que Ray Rodríguez sería el único hombre para ella. Pero el vaquero, despreocupado y soltero convencido, no tenía ni idea. Hasta que compartieron un baile… y un beso. Al ver que sus hermanos iban casándose uno detrás de otro, Ray imaginaba que sería el último soltero de Forever. Eso era antes de la noche que cambió su vida. No podía creer que la mujer sexy y hermosa que despertaba su deseo fuese su amiga y confidente. Tras darse cuenta de lo que había estado perdiéndose, Ray pensaba recuperar el tiempo perdido… empezando por las dos palabras mágicas que Holly llevaba trece años esperando oír.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2013 Marie Rydzynski-Ferrarella

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Sigo esperándote, n.º 29 - diciembre 2014

Título original: The Cowboy’s Christmas Surprise

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-5569-4

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Epílogo

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Prólogo

 

EL RAMO de flores que le había regalado a su madre por su cumpleaños había cumplido su objetivo con creces. El conjunto de crisantemos amarillos, claveles rosas y margaritas blancas se había mantenido fresco y había durado algo más de semana y media.

Sin embargo, como era de esperar, las flores empezaban a morir y ya no alegraban la sala de estar donde su madre pasaba gran parte del día. Su actual estado marchito conseguía justo lo contrario, así que era el momento de tirarlas a la basura.

Pero, cuando Holly se dispuso a tirar el ramo, una margarita blanca llamó su atención. Al contrario que las otras, aquella flor mantenía parte de su vitalidad.

Sin pensárselo dos veces, sacó la margarita del ramo. Después de tirar el resto de flores a la basura, cerró la tapa del cubo y se quedó mirando la margarita que tenía en la mano.

Cerró los ojos, pidió un deseo, el mismo que había pedido una y otra vez durante más de quince años. Después volvió a abrirlos.

Entonces, muy lentamente, comenzó a deshojar la margarita y dejó que cada pétalo que caía saliera volando con la suave brisa que había empezado a levantarse.

–Me quiere –susurró Holly Johnson con una sonrisa esperanzada en los labios–. No me quiere.

Solo pronunciar aquellas palabras ya le provocaba un dolor en el pecho. Sabía que estaba siendo una tonta, pero le dolía igualmente. Porque lo que más deseaba en el mundo era que la primera frase fuese cierta.

El pétalo salió volando como su predecesor.

–Me quiere –recitó de nuevo al arrancar el tercer pétalo de la margarita.

Se le borró la sonrisa con el cuarto pétalo, pero floreció de nuevo con el quinto. Al quedar solo dos pétalos, el juego terminó de forma positiva.

Se quedó mirando el último pétalo durante unos segundos antes de arrancarlo.

–Me quiere.

Aquel pétalo, al contrario que los demás, no encontró brisa con la que salir volando, así que cayó justo a sus pies.

¿Sería incapaz de vivir?

¿O incapaz de marcharse?

Holly suspiró y negó con la cabeza. ¿Qué sabían las flores? No era más que un juego absurdo.

Al instante oyó que su madre la llamaba.

–¡Ya voy! –respondió ella.

Se detuvo un segundo, se agachó para recoger el pétalo, cerró la mano y se la llevó al corazón.

Se dio la vuelta y regresó a la casa con una sonrisa que iluminaba las comisuras de sus labios. Y los rincones de su alma.

La última frase del juego se repetía en su cabeza.

«Me quiere».

Capítulo 1

 

–HOLA, muñeca, ¿qué tal?

A Holly Johnson le dio un vuelco el corazón antes de acelerársele, como le sucedía siempre que oía su voz o le veía acercarse a ella.

Había sido así desde la primera vez que viera a Ramón Rodríguez en primer curso, con sus hombros anchos, su pelo negro y sus ojos marrones.

Al comenzar el segundo día de la primera semana del primer curso, para ser exacta. Ella había empezado el primer curso aquel día. Con la intención de cambiar su suerte, su padre había trasladado a la familia, incluyendo a su madre, a su hermano mayor Will y a ella misma, desde una granja de Oklahoma hasta Forever, Texas.

Por entonces ella era una marimacho, y la razón por la que Ray se había fijado en ella era que no solo estaba decidida a jugar a todos los juegos a los que jugaban los chicos, sino que además se le daban bien. Corría más rápido que el chico más rápido de clase, trepaba a los árboles más deprisa y no le daban miedo los bichos y serpientes.

Además no le importaba ensuciarse.

Holly había adquirido todas aquellas cualidades previamente para intentar ganarse el respeto de su hermano mayor. Nunca había llegado a conseguirlo, porque durante su infancia Will siempre la había considerado como un incordio del que quería deshacerse. A lo largo de aquellos años, a su hermano solo le interesaban las chicas y creía que ella le alejaba de su objetivo.

Ray y Will, a pesar de no tener la misma edad, compartían el mismo interés; pero, mientras que Will la había considerado a ella un incordio, Ray llegó a pensar en ella como en una amiga, una confidente. En resumen, la veía y la trataba como a otro chico.

Holly estaba tan loca por él que aceptaba cualquier cosa que él le diera. Así que, durante esos años, se había acercado a Ray como solo podría hacerlo una amiga y, aunque hubiera preferido que la viese como a una novia, se consolaba pensando que, en la vida de Ray, las novias iban y venían con mucha rapidez, pero ella era la única constante en su vida, además de su familia.

Era un premio de consolación que podría soportar hasta que Ray entrase en razón y se diese cuenta de lo que había estado perdiéndose desde el principio.

Era una decisión que Holly había tomado a la tierna edad de once años.

Es decir, trece años atrás.

Y seguía esperando.

Tenía que admitir que había momentos en los que sentía que Ray no la veía en absoluto, que para él no era más que parte del paisaje, parte del fondo que conformaba el pueblo. Últimamente, como andaba mal de dinero y tenía que mantenerse no solo a sí misma, sino también a su madre y a Molly, la niña de cuatro años que Will había dejado a su cuidado al irse al oeste, Holly trabajaba como camarera en la cafetería de la señorita Joan.

El punto álgido de su día era ver a Ray.

Se pasaba por la cafetería cada vez que iba al pueblo, cosa que sucedía con frecuencia porque era el encargado de las provisiones para Rancho Grande, el rancho que poseía junto con su padre, sus hermanos y su hermana. Y siempre que Ray entraba en la cafetería, ella le veía antes de que él dijera una sola palabra.

Era como un radar interno que había desarrollado. Siempre se disparaba cuando Ray estaba cerca. Ella siempre se volvía hacia él y el corazón se le alteraba inevitablemente antes de que Ray le dirigiese su habitual saludo.

Había acabado llamándole «muñeca» porque ella era treinta centímetros más baja que él. A Holly le encantaba, aunque se esforzaba por que no se le notara.

–Tomaré lo de siempre, muñeca.

«Lo de siempre» consistía en un café con mucha leche y un dónut de mermelada de frambuesa. En las raras ocasiones en las que aquel último no estaba disponible, Ray se conformaba con un dónut relleno de manzana, pero la mermelada de frambuesa era su favorita y, desde que la señorita Joan pusiese a Holly al cargo del inventario y de los pedidos semanales, ella se aseguraba de que siempre hubiese suficientes dónuts de mermelada de frambuesa.

Los habría preparado ella misma si hubiera tenido que hacerlo, pero, por suerte, el proveedor que le suministraba los pedidos semanales siempre tenía de esos.

Técnicamente Ray no estaba acercándose a ella. Estaba acercándose para sentarse a la barra, tomarse su café y su dónut y charlar durante unos minutos. Con cualquier cara bonita que pudiera aparecer en la barra aquella mañana.

Si estaba especialmente entusiasmado por algo o tenía algo que compartir, entonces buscaba deliberadamente su compañía como hacía siempre que necesitaba consejo o compasión. Con los años ella se había convertido en la persona a la que acudir cada vez que surgía algún problema serio.

Aquella mañana Ray tenía alguna noticia que compartir con ella. Una gran noticia, desde su punto de vista.

–¿A que no adivinas una cosa? –le preguntó mientras ella le llenaba la taza de café y colocaba la leche al lado. Al contrario que sus hermanos, Ray odiaba el café solo. Para bebérselo debía tener un tono de chocolate claro.

Holly levantó la cabeza, lo miró a los ojos, dejó la cafetera y esperó a que siguiera hablando.

Al parecer él también estaba esperando algo.

–No estás intentando adivinarlo –dijo él.

–¿De verdad quieres que lo adivine? –preguntó ella, sorprendida. Pero se dio cuenta de que hablaba en serio–. De acuerdo. Pero para eso voy a necesitar una pista.

–Muy bien. Si quieres una pista, ¿qué te parece esta? –preguntó él. Era evidente que disfrutaba alargando aquello–. El último mohicano.

Holly se quedó mirando la cara que aparecía en sus sueños al menos tres noches por semana, normalmente más. Lo que acababa de decirle no tenía ningún sentido para ella, pero no le importaba tanto lo que dijera como el hecho de que siguiera hablando. Le encantaba el sonido de su voz, le encantaba todo de él, incluso su actitud despreocupada, a pesar de ser la responsable de que fuese de mujer en mujer.

–¿Estás leyendo a James Fenimore Cooper? –preguntó. ¿Por qué pensaría Ray que el título del libro significaría algo para ella?

–No, yo –respondió él, y se golpeó el pecho con el puño derecho–. Yo soy el último mohicano.

Holly sabía que tenía sangre de nativo americano por parte de su padre, pero le había contado que descendía de una tribu apache, no de una tribu ficticia sobre la que había escrito un autor que llevaba años muerto.

–Es demasiado pronto para acertijos, chico.

Holly levantó la mirada y vio que la señorita Joan se había acercado a ellos. La mujer pelirroja dueña de la cafetería entornó los ojos y miró al más joven de los Rodríguez con reprobación.

–¿Por qué no le dices a Holly lo que estás intentando decir ahora que todavía es lo suficientemente joven para oírlo?

Pero al parecer Ray disfrutaba siendo enigmático e intentó dar otra pista.

–El último hombre.

–Ray –dijo la señorita Joan con un tono de advertencia–, vas a ser el último hombre sentado en mi cafetería si no te dejas de adivinanzas y dices lo que quieres decir.

Ray suspiró y negó con la cabeza. Había pensado que Holly, a la que siempre había considerado lista, ya habría adivinado lo que estaba intentando contarle.

–De acuerdo, de acuerdo –respondió–. Le quita la diversión a todo, señorita Joan –añadió.

En respuesta, la señorita Joan le dirigió una sonrisa perversa.

–No es eso lo que dice mi Harry –le informó, refiriéndose al marido que había encontrado hacía no mucho, después de pasar años siendo la soltera supuestamente despreocupada de Forever.

–Muy bien, ¿por qué eres el último hombre? –preguntó Holly.

–Porque los demás en mi familia están cayendo como moscas –respondió Ray–. Salvo por mi padre. Pero él no cuenta. Anoche tuvimos otra pérdida.

–No entiendo por qué una pérdida te hace sonreír de oreja a oreja –comentó la señorita Joan–. Vamos, escupe, chico. ¿De qué diablos estás hablando?

El brillo en los ojos de la mujer parecía no corresponderse con la pregunta que acababa de hacer. Todo el mundo daba por hecho que la señorita Joan lo sabía todo; estaba al corriente de todos los secretos, sabía lo que la gente estaba haciendo y en general todos la consideraban como una buena fuente de información.

–No me diga que no lo sabe –dijo Ray de pronto.

–No digo una cosa ni la otra. Solo digo que, dado que tienes tantas ganas de dar esta noticia, deberías darla ya. Antes de que alguien decida ahorcarte.

No era una sugerencia, sino una orden directa y, si realmente sabía algo de lo que estaba a punto de contarle a Holly, Ray agradecía que le permitiera a él dar la información. Al fin y al cabo, concernía a su familia.

Forever era un pueblo en el que pasaban muy pocas cosas. Tenían el clásico sheriff con tres ayudantes, incluyendo a su hermana Alma, pero pasaban casi todo el tiempo ocupándose de asuntos mundanos como bajar gatos de los árboles y a veces encerrar a algún hombre que tuviera problemas para controlar la ingesta de alcohol. En ocasiones concretas, los hombres en cuestión habían bebido demasiado para intentar ahogar el sonido de sus esposas descontentas.

Pero sobre todo era un pueblo en el que todo el mundo estaba al corriente de los asuntos de los demás, así que ser el primero en saber algo o en anunciarlo era todo un privilegio.

–¿Y bien? –insistió Holly–. ¿Vas a contármelo o voy a tener que sacártelo a golpes?

–¿Tú y cuántos más? –preguntó él con una sonrisa. Cuando Holly fingió que daba un paso hacia delante, él levantó las manos como para detenerla. Tras haber alargado el momento suficientemente, por fin estaba listo para contarle lo que había ido a decirle.

–¿Recuerdas a esa mujer que vino a nuestro rancho a trabajar con esa caja de periódicos y diarios que mi padre encontró en nuestro ático?

Holly asintió. Había visto en alguna ocasión a Samantha Monroe, la persona a la que Ray se refería, cuando esta se había pasado por la cafetería. La mujer tenía el tipo de cara que resultaba atractiva sin maquillaje, y Holly envidiaba eso. Ella llevaba muy poco maquillaje, pero sentía que, si salía sin nada, no tenía rasgos visibles.

–Sí –respondió con paciencia–. La recuerdo. ¿Qué pasa con ella?

–Bueno, adivina qué hermano acaba de hacer la pregunta del millón.

Por un segundo, Holly sintió un vuelco en el corazón al pensar que Ray estaba refiriéndose a sí mismo. Ella había visto cómo miraba inicialmente a la tal Samantha, y cualquiera se habría dado cuenta de que estaba encaprichado de la atractiva pelirroja.

Y, aunque sabía que la atracción de Ray por una mujer duraba muy poco, siempre pendía sobre su cabeza, y sobre su corazón, la amenaza de que algún día apareciera una mujer que le enamorase, y entonces Ray la seguiría hasta los confines de la tierra.

Pero entonces se dio cuenta de que la sonrisa de sus labios era más de suficiencia que de otra cosa. Ella no era una experta en el comportamiento masculino, pero estaba segura de que un hombre no sonreiría con suficiencia al decir que había encontrado al amor de su vida e iba a casarse con ella.

Así que no se refería a él.

Entonces tenía que ser…

–¿Mike? –preguntó–. ¿En serio?

Miguel Rodríguez hijo, conocido por todos como Mike, era el mayor de los hermanos. Al contrario que Ray, Mike apenas sonreía. Si Ray salía demasiado, Mike no lo hacía nunca. Que ella supiera, el mayor de los hermanos Rodríguez dedicaba su vida a trabajar en el rancho y a ser no solo la mano derecha de su padre, sino también la izquierda.

Holly había dado por hecho que nunca se casaría. Ya se había casado con el rancho.

–¿Mike le ha pedido a esa mujer que se case con él? –preguntó con incredulidad.

Conocía a todos los hermanos desde que empezó a relacionarse con Ray, pero en general los conocía a través de los ojos de Ray y de las interpretaciones que este hacía de sus acciones. Según él, aunque Mike no odiaba a las mujeres, tampoco es que le encantaran. Y además no tenía tiempo de mantener una relación.

Sin embargo recordaba que, siempre que veía a Samantha, estaba en compañía de Mike.

«Bueno, qué sabrás tú», pensó. «Los milagros ocurren».

Las palabras de Ray le dieron esperanza.

–Sí –contestó Ray, riéndose al ver su cara de sorpresa–. A mí también me ha dejado de piedra –admitió–. Quieren casarse en Nochebuena. Yo seré el único varón Rodríguez que quedará soltero.

–Quizá porque las chicas de Forever son lo suficientemente sensatas como para saber que, como marido, acabarías dándoles más trabajo que la mayoría de los hombres –intervino la señorita Joan.

–No. Es porque yo soy lo suficientemente sensato como para no casarme nunca –contestó Ray. Apoyó la barbilla en la palma de su mano y miró hacia una de las mesas, donde cuatro mujeres que rondarían su edad desayunaban mientras charlaban–. Hay demasiadas flores bonitas ahí fuera como para conformarme con un único jardín de mi propiedad.

–¿Así que ahora eres jardinero? –preguntó la señorita Joan–. Que Dios nos asista.

Le dirigió entonces a Holly una mirada muy significativa, pero no dijo nada más antes de irse a atender al sheriff, que acababa de entrar.

–Buenos días, sheriff –dijo la señorita Joan mientras limpiaba automáticamente una parte de la barra que ya estaba limpia–. ¿Se ha enterado ya de la noticia? –no se molestó en esperar a que respondiera–. El último de los Rodríguez disponibles se va a casar.

El sheriff Rick Santiago frunció el ceño confuso. Entre gruñidos cansados por su avanzado estado de gestación, Alma le había contado aquella mañana la noticia sobre su hermano. Pero no había mencionado el pequeño detalle que la señorita Joan acababa de contarle.

–¿El último? –preguntó Rick–. Creí que Ray seguía soltero.

–He dicho «disponible», sheriff –matizó la mujer–. Eso implica que sea un buen partido. Ray es de los que juegan el partido y después le dejas marchar al darte cuenta de que nunca podrá ser apto para el puesto.

Ray se dio la vuelta sobre su taburete para mirar a la dueña de la cafetería. Parecía sorprendido.

–¿Está diciendo que no soy de los que se casan? ¿O que nadie quiere casarse conmigo?

La señorita Joan lo miró durante unos segundos con expresión enigmática antes de responder.

–Bueno, chico. Creo que tú eres el único que conoce realmente la respuesta a esa pregunta.

Ray sacó varios billetes de un dólar y los dejó sobre la barra mientras se bajaba del taburete. Llevaba en la mano el dónut a medio comer.

–Menos mal que la quiero, señorita Joan –le dijo a la mujer al pasar junto a ella–. Porque sabe usted cómo destrozarle el ego a un hombre.

–Tú aún no eres un hombre, Ray –contestó la dueña–. Vuelve y habla conmigo cuando lo seas –concluyó con un insolente movimiento de cabeza–. Y tú –le dijo a Holly en voz baja al pasar junto a ella–. Deja de mirarlo como si fuera el gatito más mono del mundo y fueses a morirte si no pudieras tenerlo entre tus brazos. ¿Lo deseas? ¡Pues ve a por él! –le ordenó la señorita Joan a la chica que llevaba trabajando para ella los últimos cinco años.

Holly miró a su alrededor para ver si alguien había oído el sucinto, aunque vergonzoso, consejo amoroso de la señorita Joan.

Para su tranquilidad, nadie parecía haberse dado cuenta. Y la única persona que realmente importaba estaba a punto de salir por la puerta para irse a hacer sus recados y a charlar con cualquier chica guapa que se cruzara en su camino.

Holly no sabía que estaba suspirando hasta que la señorita Joan la miró desde el otro lado de la cafetería. Aunque creía que era imposible que la hubiese oído desde allí, sabía que la señorita Joan tenía la capacidad de intuir cosas y leer entre líneas.

También sabía que estaba en deuda con ella. La señorita Joan le había ofrecido un trabajo cuando más lo necesitaba, y le habría dado un lugar donde dormir si hubiera necesitado eso también.

Era la señorita Joan la que se había interesado por ella y la había alentado para que hiciese cursos online y persiguiese su sueño de ser enfermera de urgencias cuando sus sueños de ir a la universidad se habían desmoronado. Era la señorita Joan la que había tenido fe en ella cuando ni ella misma la tenía. Y tampoco la había criticado ni se había quejado cuando Holly había pasado a ser madre de la noche a la mañana; sin la excitación de haber seguido los pasos habituales para llegar a serlo.

Le dirigió una sonrisa a la dueña de la cafetería y siguió trabajando. La señorita Joan no le pagaba para soñar despierta.

Capítulo 2

 

–VAMOS, Holly, di que sí –dijo Laurie Hodges, una de las camareras a tiempo parcial de la señorita Joan, mientras seguía a Holly por la cafetería–. Nunca te diviertes –se quejó en voz baja para que los que todavía estaban comiendo en la cafetería no la oyesen–. ¿Quieres estar dentro de veinte años sola en tu casa, viendo las sombras de la pared y lamentándote por no haber dedicado tiempo a crear recuerdos? Por el amor de Dios, Holly, lo único que haces es trabajar.

En eso Holly estaba de acuerdo, pero tenía una muy buena razón para ello.

–Eso es porque no hay nada más.

Al menos no había nada más en su mundo.

Estaba su trabajo a jornada completa como camarera y, cuando terminaba su turno, se iba a casa y allí le esperaba otro trabajo muy diferente. El trabajo que hacía cualquier mujer que tuviera una familia y un hogar que mantener.

En su caso, ella cuidaba de su madre, cuyas capacidades estaban limitadas debido a su estado y a la silla de ruedas en la que estaba prisionera desde hacía unos años. También cuidaba de su sobrina, Molly, la cual, con casi cinco años, era difícil de manejar.

Y por supuesto estaba la casa, que no se limpiaba sola. Y, después de ocuparse de todo eso, tenía los cursos online. Cierto que estaban programados estratégicamente en torno a su tiempo limitado, pero allí estaban, esperando.

Todo aquello suponía un día de veintitrés horas y media.

Eso le dejaba un mínimo de tiempo para emplear en cosas tan frívolas como comer y dormir.

Y eso sí que no le dejaba tiempo en absoluto para hacer cosas como salir con sus amigas y no hacer nada; o, como Laurie le proponía, ir a bailar a Murphy’s.

–Eso no es todo lo que hay –se quejó Laurie–. Dios, Holly, dedícate algo de tiempo antes de convertirte en una vieja arrugada que viva arrepintiéndose de todo lo que no ha hecho.

Laurie la agarró del brazo para llamar su atención porque parecía que Holly no registraba sus palabras. Holly era una chica de trato fácil, pero no le gustaba que la acorralaran física ni verbalmente.

Levantó la cabeza y la mirada severa de sus ojos hizo que Laurie apartara la mano, aunque no dejó de hablar.

–Van a llevar a una banda de verdad que tocará el viernes por la noche. Uno de los hermanos Murphy y dos amigos suyos –explicó–. Liam, creo –añadió sin tener muy claro cuál de los hermanos iba a tocar–. O quizá sea Finn. Solo sé que no es Brett –Brett era el mayor y el que regentaba el establecimiento. Los tres vivían encima del bar–. Pero en realidad no importa qué hermano sea. El caso es que va a haber gente de verdad tocando en directo para que los demás bailemos.

–Sería interesante si tuvieran gente de mentira tocando música –comentó la señorita Joan, que se había acercado a ellas por detrás.

En vez de avergonzarse y fingir que estaba ocupada haciendo algo, Laurie recurrió a la dueña de la cafetería para obtener su apoyo.

–Dígaselo, señorita Joan –dijo Laurie–. Dígale a esta mujer tan cabezona que solo tiene una oportunidad para ser joven.

–Al contrario que las muchas oportunidades que te doy yo de comportarte como una camarera –respondió la señorita Joan–. ¿No tienes azucareros que llenar? –fue una pregunta retórica. Una pregunta que hizo que Laurie diera un paso atrás y se apresurase a obedecer.

Cuando la otra camarera se marchó, la señorita Joan se volvió hacia Holly.

–Ya sabes que tiene razón –le dijo en voz baja–. Odio admitirlo, pero Laurie tiene razón. Solo eres joven una vez. Puedes actuar como una niña cuando tengas sesenta, como esos vaqueros descerebrados que vienen aquí a comer, pero sabes que el momento oportuno para comportarse así es cuando eres joven. Ahora. ¿Laurie tenía algo específico en mente? ¿O estaba divagando como suele hacer? Si esa chica tuviera algún pensamiento real en su cabeza, ese pensamiento se moriría de soledad.

–Sí que tenía algo específico en mente –contestó Holly.

La señorita Joan esperó unos segundos, pero Holly no dijo nada más.

–¿Vas a darme detalles o se supone que tengo que adivinar qué es ese algo específico? –preguntó su jefa.

Como ya no podía cargar más platos en la bandeja que estaba llenando, Holly la levantó y empezó a cruzar la cafetería. Dado que la señorita Joan estaba siguiendo todos sus movimientos, no le quedó más remedio que contarle lo que deseaba saber.

–El viernes toca una banda en Murphy’s. Laurie y unas amigas quieren ir sobre las nueve para ver qué tal es. Y para bailar.

–¿Y por qué no vas tú?

–Tengo demasiadas cosas que hacer.

–¿Por qué no vas? –repitió la señorita Joan, como si la excusa que le había dado no fuese lo suficientemente buena. Antes de que Holly pudiera responder, la mujer comenzó a enumerar todas las razones por las que sí debería ir–. Es después de que acabe tu turno. Estoy segura de que tu madre podrá cuidar a Molly, sobre todo porque tu sobrina ya estará dormida. Y si, por alguna razón, tu madre no puede, yo sí que puedo.

–¿Usted cuidaría de ella? –preguntó Holly con incredulidad.

–Claro. Necesito practicar, teniendo en cuenta que mi primer nieto ya casi está aquí –respondió la señorita Joan, refiriéndose al bebé que Alma, hermana de Ray y Cash, su hijastro, iban a tener. El bebé nacería a principios de enero y, a medida que se acercaba la fecha, la mujer iba poniéndose más nerviosa.

–No podría pedirle que hiciera eso. Ni siquiera aunque fuera niñera sustituta.

–A no ser que me esté quedando sorda, y estoy segura de que no, no me has pedido que haga de niñera el viernes por la noche. Me he ofrecido yo. ¿Tienes alguna otra excusa?