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Ser tratada como si fuera un chico más no era tan divertido como podría parecer, de modo que tras volver a su ciudad natal, la periodista Chastity O'Neill decidió que ya iba siendo hora de utilizar sus armas de mujer. Sin embargo, tenía dos pequeños problemas: en primer lugar, Chastity era una fuerza femenina de un metro ochenta y fuerte como una roca, y, en segundo lugar, tenía cuatro hermanos mayores, que seguían tratándola como si fuera uno más del grupo. Mientras estaba haciendo un reportaje sobre los héroes de la ciudad, conoció a un atractivo doctor y las cosas comenzaron a mejorar. Ya solo tendría que olvidarse definitivamente de Trevor Meade, su primer amor y la única relación que todavía no había superado. Pero cuanto más tiempo pasaba con su doctor, más pensaba en el irresistible Trevor. Aunque parecía que él sí que había superado su amor de juventud.
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Seitenzahl: 539
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2008 Kristan Higgins
© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.
Solo un chico más, n.º 49 - enero 2014
Título original: Just One of the Guys
Publicada originalmente por HQN.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, HQN y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-4016-4
Editor responsable: Luis Pugni
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
Conversión ebook: MT Color & Diseño
Como siempre, quiero dar las gracias a Maria Carvainis, mi amable y brillante agente.
A Tracy Farrell y a Keyren Gerlach por su apoyo y por el entusiasmo mostrado por el libro.
A Rose Morris, mi querida amiga y una perfecta lectora. Y a Beth Emery, entrenadora de un equipo femenino de la Universidad de Wesleyan que contestó pacientemente a todas mis preguntas sobre remo deportivo.
Y, en especial, quiero dar las gracias a Terence Keenan, mi adorado marido, que me aconsejó, rio y cocinó mientras yo escribía este libro, y a mis dos maravillosos hijos. Vosotros tres sois los amores de mi vida.
–Creo que deberíamos dejar de vernos.
Me quedo boquiabierta, inhalo con fuerza y succiono el esponjoso champiñón que acabo de meterme en la boca directamente hasta mi esófago. Jason continúa hablando, ajeno a mi tragedia.
–Todo ha seguido su curso, ¿no te parece? Quiero decir, no es que hayamos...
Parece que el pequeño canal de conducción de la respiración está completamente taponado. Los ojos se me llenan de lágrimas, siento que mi pecho se convulsiona.
«Antes de romper conmigo, Jason, ¿te importaría practicarme la maniobra de comprensión abdominal?», pienso. Doy un golpe en la mesa, haciendo temblar los platos y los cubiertos, pero Jason da por sentado que mi reacción se debe a mi corazón roto y no a la falta de oxígeno. Desvía la mirada.
Voy a morir asesinada por un aperitivo. Sabía que no debería haberlo pedido, pero en el Emo’s preparan unos champiñones empapados en mantequilla con trocitos de ajo y perejil deliciosos y...«lo que tienes que hacer ahora es respirar. Deja la comida para más tarde». Crece la tensión en mi cuello, cierro el puño, lo coloco en cuña justo debajo de mi esternón y me presiono yo misma contra la mesa. El champiñón sale disparado, golpea contra el vaso y cae definitivamente sobre el mantel blanco. Tomo una enorme bocanada de aire y comienzo a toser.
Jason mira el champiñón con desagrado y, sin pensar en lo que hago, lo agarro, lo envuelvo en una servilleta y tomo otra bocanada de aire. La respiración es algo que no está suficientemente valorado.
–¡Me estaba atragantando, idiota! –consigo resollar.
–¡Ah! Lo siento. Bueno, ahora parece que estás bien.
Si ya me resulta suficientemente difícil creer que he estado saliendo con Jason, más difícil todavía es pensar que es él el que me está dejando. ¡Dejarme! ¡Debería ser yo la que le dejara a él!
Miro la servilleta arrugada que contiene el objeto que ha estado a punto de matarme. Y al pobre camarero que tendrá que tratar con ella. ¿Debería advertirle? Si no lo hago, es posible que, inocente e inconsciente, sacuda la servilleta y el champiñón salga volando, aterrice en el suelo y quizá termine siendo aplastado por un zapato...
«Concéntrate, Chastity, concéntrate. Te están dejando. Por lo menos intenta averiguar por qué».
–Bueno Jason, me parece bien. Quiero decir que, bueno, está claro que lo nuestro no fue amor a primera vista. Pero, aparte de eso, ¿te importaría explicarme exactamente por qué me dejas?
Jason, con el que llevo saliendo unas tres semanas, bebe un sorbo de vino y fija la mirada por encima de mi cabeza.
–¿Es necesario que diseccionemos nuestra relación, Chastity?
–Bueno, considéralo como parte de mi necesidad de recopilar información. Soy periodista, ¿recuerdas?
Intento esbozar una sonrisa, pero lo cierto es que ahora mismo no me siento particularmente amable. Por lo menos con Jason.
–¿De verdad quieres saberlo?
–Sí, de verdad quiero saberlo.
Me interrumpo, sintiendo que el rubor comienza a ascender desde mi pecho. En nuestra corta relación ha habido una patente falta de interés, por decirlo suavemente, pero yo pensaba que el malestar era, sobre todo, por mi parte. Más que ninguna otra cosa, ahora el problema es el orgullo herido. Esta es mi cuarta cita con Jason. Él vive en Albany. Es un poco complicado conducir hasta allí y a veces, a ninguno de los dos nos apetecía. Aun así, no imaginaba que esto fuera a pasar.
Jason parece estar buscando algo con la lengua cerca de uno de sus molares posteriores. Contorsiona los labios y aparece una protuberancia en su mejilla. Me descubro deseando que también él se atragante. Me parece justo. Todavía no se ha tomado la molestia de mirarme a los ojos.
–De acuerdo –consiente, abandonando lo que fuera que tuviera en la muela para su posterior disfrute–. ¿Quieres saber el motivo? Sencillamente, no te encuentro suficientemente atractiva. Lo siento.
Vuelvo a quedarme boquiabierta.
–¡Que no me encuentras atractiva! Que no soy... ¡Pero si soy muy atractiva!
Jason eleva los ojos al cielo.
–Sí, claro, atractiva como un hombre. Con unos hombros como esos, podrías encontrar trabajo en el muelle.
–¡Me gusta remar! –protesto–. Soy una mujer fuerte. Se supone que eso es sexy.
–Es posible, pero la verdad es que saber que puedes levantarme en brazos no me enciende precisamente la libido.
–¡Estábamos haciendo el tonto! –protesto.
De hecho, ese fue uno de los pocos momentos divertidos de nuestra relación. Estábamos de excursión y cuando él se quejó de que estaba cansado, me lo eché a la espalda. Y fin de la historia.
–Me llevaste a caballito durante dos kilómetros, Chastity. Eso es algo propio de un sherpa, no de una novia.
–¡Yo no tengo la culpa de que no seas capaz de aguantar ni una ruta de unos míseros veinte kilómetros!
–Y, además, otra cosa, gritas.
–¡Yo no grito! –grito, e inmediatamente me contengo–. Tengo cuatro hermanos –añado en un tono mucho más quedo–. No siempre es fácil hacerse oír.
–No tiene ningún sentido seguir insistiendo. Lo siento. Sencillamente, no te encuentro atractiva, Chastity.
–Muy bien. Pues, por si te interesa, yo creo que necesitas bañarte más a menudo, Jason. Todo ese estilo grunge-pachulí es más propio de los noventa –no es una mala respuesta, pero, aun así, me arde la cara.
–Como tú digas. Toma –saca la cartera y deja varios billetes encima de la mesa–. Con esto queda cubierta mi parte. Cuídate –se levanta de la silla.
–¿Jason? –le digo.
–¿Sí?
–Tu forma de lanzar piedras es como de chica.
Jason eleva los ojos al cielo y se va.
En realidad, no me importa. Al fin y al cabo, no era el hombre de mi vida. Era, simplemente, un experimento. Una manera de comenzar a meter el pie en el mundo de las citas en el norte del estado de Nueva York. La buena noticia es que ya no tendré que volver a ver esas piernas pecosas y sin pelos. Ni tendré que verle cortar la comida en trozos diminutos que mastica interminablemente hasta convertirlos en saliva. Ni tendré que soportar ese extraño silbido que hace continuamente al respirar y del que no es en absoluto consciente. Y, para colmo, apenas mide un metro setenta y cinco. Es casi cinco centímetros más bajo que yo.
Muy bien. Aparto los champiñones, ¿quién va a tener hambre en un momento como este?, y vacío la copa de vino. Así que no soy atractiva. Caramba. ¿Cómo se atreve a decir una cosa así? Precisamente un bobo esquelético, pálido, con un pelo que parece sacado de una mopa que tuvo la ocurrencia de pedirme salir. ¡Fue él el que empezó! Yo no me arrojé a sus brazos. Ni le secuestré. No llevábamos bolsas en las cabezas, ni esposas, ni íbamos atados en el coche. No tuve que clavar una estaca en el sótano de mi casa para encadenarlo. ¿Por qué decide de pronto que no soy atractiva?
Eso no significa nada, me digo a mí misma. Jason no significa nada para mí. Es solo que es el primer tipo con el que salgo desde que he vuelto a mi ciudad. Y, bueno, ahora que pienso en ello, también es el primer tipo con el que salgo desde hace... ¡vaya! Mucho tiempo. Así que Jason venía a ser algo así como la rana a la que besaba para ver si se convertía en príncipe. Quería sentar cabeza, de eso estaba segura. A lo mejor estoy comenzando a sentir la presión de casarme y tener los cuatro hijos que siempre he querido.
Tengo casi treinta y un años y esos son los peores años para una mujer como yo. ¿Qué fue de todos esos tipos con los que salí cuando tenía veintitantos? ¿En la universidad? ¿En el periódico? Debe de haber una línea que cruzamos las mujeres. Salimos de la universidad, comenzamos a trabajar y en esa época somos fabulosas. Pero tras unos cuantos años de carrera profesional a las espaldas, ¡cuidado, chicos! ¡Ahora quiere casarse!
Miro furtivamente alrededor del restaurante, esperando encontrar algo que me sirva de distracción. El Emo’s está muy lleno esta noche: hay familias, parejas de todas las edades y grupos de amigos. Mi recientemente conquistado estatus de mujer abandonada parece estar siendo retransmitido por todo el restaurante. Es preferible esta situación a estar con Jason, pero aun así, soy la única persona que está sola en el Emo’s, un lugar al que mi familia viene tan a menudo que incluso tenemos una mesa a nuestro nombre. Este establecimiento es bar y restaurante. Las dos zonas están separadas por una doble puerta. El bar está abarrotado. Mis adorados Yankees juegan en casa. Han ganado ya los cinco primeros partidos de la temporada. ¿Por qué, me pregunto, habré aceptado quedar con Jason cuando podía estar viendo a Derek Jeter?
Sin pensarlo dos veces, abandono la mesa, el escenario de mi humillación y en el que he estado a punto de morir, y le hago un gesto a la camarera para avisarle del cambio de lugar.
–¡Eh, Chas!
Algunos hombres, Jake, Santo, Paul, George, me llaman y, de alguna manera, consuelan así mi baqueteado ego. Teniendo cuatro hermanos, dos de los cuales son bomberos de Eaton Falls junto a mi padre, que es capitán, conozco a todos los hombres de la localidad menores de cincuenta años. Desgraciadamente, eso no ha jugado hasta ahora a mi favor, puesto que parece haber una ley que prohíbe salir con la chica de los O’Neill. Es decir, conmigo.
–Hola, Chastity –me saluda Stu, el camarero.
–Hola. Stu... ¿Me pones un...?
–¿Una cerveza sin alcohol? –me sugiere Stu, pues es lo que bebo normalmente.
–No, qué va. ¿Qué tal un Scorpion Bowl?
Stu me mira en silencio.
–¿Estás segura? Normalmente no lo preparo para una sola persona.
–Voy a ir andando a casa. Lo necesito, Stu. Y también unos nachos, por favor. Y que sea una ración grande.
Encuentro un taburete vacío y presto atención a los Bronx Bombers. Su alteza Jeter hace su característico salto, agarra la pelota y sortea a un jugador suficientemente estúpido como para pensar que era seguro dejar la segunda base. Doble juego. Gracias, Derek. Por lo menos, algo ha salido bien esta noche.
Stu me pone el combinado delante y yo bebo un largo sorbo y esbozo una mueca. Qué estúpido, Jason. Me gustaría haberle dejado antes de que me dejara él a mí. Sabía que no era el hombre con el que iba a terminar mis días, pero esperaba que fuera gustándome más a medida que pasaba el tiempo. Esperaba que tuviera algunas cualidades escondidas que me hicieran olvidar su piel pálida y pecosa y erradicar la insidiosa sospecha de que estaba saliendo con él porque no tenía otra opción mejor.
Pero no es eso lo que ha ocurrido. Otro trago al Scorpion Bowl y me arde la garganta. El alcohol parece decirme que no me preocupe por ese estúpido. Al fin y al cabo, es repugnante. Sí, es cierto. Pero ha sido él el que me ha dejado. ¡Qué rabia!
–Aquí tienes, Chastity –me dice Stu, dejando una montaña de nachos delante de mí.
El queso se resbala por los laterales, los jalapeños están pegados a la cumbre sobre una nube de crema agria, y, de repente, estoy tan hambrienta que olvido el episodio del champiñón.
–Gracias, Stu.
Tomo un puñado de nachos y les doy un mordisco. Estoy en la gloria. Otro sorbo de esa horrible bebida. En esta ocasión no me sabe tan mal, sobre todo al acompañarlo de otro bocado de nachos. Un agradable zumbido comienza a entumecer mi cerebro. Bien por el bueno de Scorpy. No había vuelto a probar esta bebida desde una desgraciada fiesta a la que asistí cuando estaba en la Universidad, pero estoy comenzando a recordar por qué era tan popular en aquel entonces.
El partido ha terminado y comienzan los anuncios. Vuelvo a dar otro bocado a los nachos, bebo otro sorbo del combinado y miro de nuevo hacia el restaurante. A través de las puertas, veo que hay un hombre atractivo sentado en la parte más cercana al bar. Aunque no consigo ver del todo a su acompañante, sí distingo que tiene el pelo blanco, lo que me hace pensar que es su madre, o, a lo mejor, su jefa. Realmente, es un hombre muy atractivo en ese estilo perfecto y un tanto aséptico de la revista del New York Times: educado en colegios privados, labios llenos, pelo rubio y ligeramente revuelto, buen cuerpo, cerca de un metro noventa... Incluso estando sentado, puedo calcular su altura, a no ser que le hayan amputado las piernas, por supuesto. Un metro ochenta y ocho, la altura ideal para un hombre. Dejando de lado a Jeter y a Viggo Mortensen haciendo de Aragorn en El Señor de los Anillos, ese tipo es, básicamente, mi hombre ideal.
Al mirarlo, mi corazón parece hundirse un poco más. Un hombre como él está completamente fuera de mi alcance. Por supuesto, no es que yo sea una bruja encorvada y con la cara plagada de verrugas, pero soy... bueno. A lo mejor, ¿un poco alta? ¿Pero no se lleva la altura? «Los diseñadores de moda adoran a las mujeres altas», me asegura mi Scorpion Bowl. Yo suelto un bufido burlón. A lo mejor adoran a las mujeres altas que pesan quince kilos menos que yo, pero aun así... Mejor medir un metro ochenta que medir uno sesenta. Y sí, soy fuerte. Y saludable. Tengo la envergadura de un camionero.
Suspiro. No, Don New York Times Sección Moda jamás se fijaría en mí. Y es una pena porque me estoy excitando un poco solo de verle masticar. Lo hace de forma muy sexy. Realmente sexy. Sí, es completamente cierto, jamás había visto a nadie masticar de una forma tan sensual.
Alguien se sienta a mi lado. Trevor. Genial. Me mira, me vuelve a mirar y me da la impresión de que no habría elegido este lugar si hubiera sabido que era yo la que estaba aquí sentada.
–Eh, Chas –me saluda amigablemente–, ¿cómo te va?
–Hola, Trevor, me acaban de dejar –anuncio.
Me arrepiento inmediatamente. Se suponía que tenía que sonar irónica y despreocupada, pero he fracasado miserablemente en el intento.
–¿Quién te ha dejado? No será ese tipo escuálido y pálido.
Asiento sin mirar a Trevor, que no es ni escuálido ni pálido, sino un hombre moreno con los ojos del color del chocolate e irresistible.
–¿Estás de broma? ¿De verdad te ha dejado?
Asoma una sonrisa a las comisuras de mis labios.
–Sí –reconozco–. Y gracias.
–Bueno, seguro que estarás mejor sin él –contesta Trevor–. Era un idiota.
Trevor solo ha estado con él en una ocasión, pero tengo que admitir que su afirmación ha dado en el clavo. No contesto y Trevor me mira con atención.
–¿Quieres que te lleve a casa, Chastitiy? –mira a su alrededor–. Supongo que ninguno de los chicos anda por aquí.
«Los chicos» son mis hermanos y mi padre, por supuesto.
–No –suspiro, un poco llorosa–. Solo me he quedado para ver a los Yankees.
–Muy bien, me quedaré contigo –contesta Trevor, tan solícito como siempre.
–Gracias, Trevor.
Pestañeo para reprimir las lágrimas que su ofrecimiento, y probablemente mi adorable Scorpion Bowl, invocan y me abofeteo mentalmente. Jason no se merece mi tristeza. Es solo que lo que me ha dicho... me duele. Aunque sea un idiota que apesta a pachulí.
–Ven, ahí hay una mesa.
Trevor agarra los nachos. Yo me aferro a mi Scorpion.
Trevor, que mide un metro ochenta y cinco, ocupa un lugar extraño en mi corazón. Por una parte, es como mi quinto hermano. Le conozco desde que estaba en tercer grado. Además, es el mejor amigo de Mark y de Matt, dos de mis cuatro hermanos. De hecho, Trevor pasa más tiempo con mi familia del que he pasado yo durante los últimos diez años. Trabaja con mi padre, al que reverencia, puesto que es su capitán. Trevor también es padrino de uno de mis sobrinos. Y podría decirse, dejando la biología a un lado, que es el hijo preferido de mi madre.
Por otra parte, y eso es probablemente lo que realmente importa, es Trevor. Trevor James Meade. Un bonito nombre para un hombre que también lo es. Y aunque ha estado muy unido a mi familia durante mucho, mucho tiempo, y aunque le encuentro muy, muy atractivo, Trevor no es una posibilidad. «Ni siquiera pienses en ello», me aconseja Scorpy. Y Scorpy tiene razón.
Intentando no mirar a Trevor, desvío la mirada hacia Jeter, un metro noventa y dos, y hacia los otros miembros del equipo, pero el marcador va trescientos doce contra dos o algo parecido y los Yankees están en su undécimo bateador del partido, así que no es precisamente una jugada trascendental. Miro frente a mí. Trevor me dirige una fugaz sonrisa, pero parece un poco incómodo. Ni siquiera puedo recordar la última vez que hemos estado juntos a solas. ¡Oh, mierda, sí que me acuerdo! Fue cuando volvió a Nueva York y me dijo que iba a casarse. ¿Cómo puede olvidar una mujer algo así? Otro recuerdo sombrío y turbador. Suspiro, le doy otro sorbo a mi bebida y tomo otro puñado de nachos.
Trevor le hace un gesto a la camarera que, mujer al fin y al cabo, se fija en él inmediatamente, camina hacia nosotros, tropieza y se detiene bruscamente, encantada de que la haya llamado. Típico.
–¿Esa es tu primera copa? –me pregunta Trevor.
–Sí –contesto–. Es un Scorpion Bowl. Es bonita, ¿verdad?
Trevor sonríe más sinceramente en esta ocasión.
–Espero que no te importe que te acompañe a casa andando esta noche.
–En absoluto, bombero Meade –contesto con una sonrisa un poco empalagosa.
–¿Qué puedo servirte? –susurra la camarera en un tono de voz propio de Marilyn Monroe–. ¿Quieres una cerveza? ¿La carta de vinos? ¿Unos cuantos hijos y una hipoteca?
En realidad, no ha formulado abiertamente la última pregunta, pero se insinuaba claramente.
–Tomaré una cerveza –contesta Trevor, sonriéndole.
–Yo tomaré otro Scorpion Bowl –le pido.
–Me llamo Lindsey –la camarera toma aire y me ignora–, soy nueva.
–Encantado de conocerte, Lindsey –dice Trevor.
Yo no me molesto en contestar. En cualquier caso, no formo parte de la conversación. En la pantalla de la televisión, Jeter agarra la pelota por encima de la cabeza del jugador de la primera base y se lanza volando hacia la línea de la primera base, convirtiendo el punto en un doble. Tengo la impresión de que sabe que estoy deprimida y está haciendo todo lo posible por animarme. ¡Y ahora está llegando a la tercera aprovechando un descuido de un lanzador! Sí, está claro. Jeter me ama.
La camarera está deslizando un pedazo de papel en la mano de Trevor. Su teléfono, sin duda. Posiblemente también la talla del sujetador y los nombres que ha elegido para sus futuros hijos. ¿Qué pasa? ¿Soy invisible? ¿Cómo es posible que una mujer tan alta como yo sea invisible? ¿Y si Trevor y yo estuviéramos en una cita? Pero no lo estamos, ¡es imposible que lo estemos!
Trevor tiene al menos la elegancia de mostrarse avergonzado y mi irritación cede. No pasa nada, lo comprendo. Trevor, aunque no es un hombre particularmente guapo, es uno de esos tipos a los que las mujeres se rinden irremediablemente. Sus facciones, consideradas por separado, no son nada especial. Pero si las pones juntas, tienes el equivalente masculino a un postre de chocolate. Es poderosamente atractivo, un hombre absolutamente delicioso. Maldita sea.
Como unos cuantos nachos más y termino mi adorado Scorpy. A lo mejor debería intentar ser tan descarada como Lindsey, la sensual camarera. Al fin y al cabo, ella no ha estado aquí ni medio minuto y un bombero particularmente atractivo ya tiene su número de teléfono.
–Lo siento –me dice Trevor.
–¿Qué es lo que sientes?
Intento parecer natural mientras miro hacia la zona del restaurante. Allí sigue el modelo New York Times. Es tan guapo... La estructura de su rostro sugiere una fría reserva, no tiene un rostro tan inmediatamente adorable como el de Trevor.
Como por arte de magia, aparece un nuevo Scorpion Bowl ante mis ojos. Pero no, no ha sido por arte de magia. Es cosa de Stu, el camarero, que se fijó en mí aunque Lindsey no me prestara atención. El bueno de Stu. Es una pena que esté casado y tenga sesenta años. Si no, estaría loca por él. Bebo un trago agradecida, hago una mueca ante la protesta de mis papilas gustativas y trago. Necesito el alcohol, sinceramente. Al fin y al cabo, no todas las noches me abandonan y estoy a punto de morir atragantada.
–¿Y qué te ha dicho el idiota de tu novio? –me pregunta Trevor mientras agarra unos cuantos tacos.
Vacilo. El Scorpion Bowl me exige una respuesta sincera.
–Dice que no soy suficientemente atractiva.
Trevor deja de masticar.
–Qué estúpido.
Sonrío. Una nueva muestra de lealtad.
–Gracias.
Tomo un nacho sin queso ni aceite, lo parto en pedacitos y coloco los trocitos sobre la mesa. Es lo mejor, porque en cuanto levanto la mirada, comienza a dar vueltas el bar. El segundo Scorpy me sugiere que le pida a Trevor su opinión. Al fin y al cabo, Trevor es experto en mujeres. Además, continúa Scorpy, ¿no me conoce lo suficiente como para ser sincero?
–Trevor, dime la verdad, ¿soy guapa?
Trevor arquea las cejas con expresión de sorpresa.
–Por supuesto que eres... bueno, a lo mejor «guapa» no es la palabra más indicada. Pero eres, impactante, ¿qué te parece?
Elevo mis ojos al cielo.
–Una porquería, si quieres que te sea sincera. «Impactante», ¿pero en qué sentido exactamente? ¿En el sentido de «el coche impactó contra la carretera» o en el de «esa chica me causó un gran impacto?
Trevor sonrió.
–Creo que deberías pasarte al agua, ¿qué te parece?
–Vamos, Trevor, dímelo.
–¿Qué quieres que te diga, Chastity?
–Bueno, te acostaste conmigo. Supongo que fue porque me encontrabas atractiva, ¿recuerdas?
Trevor se queda paralizado con la cerveza a medio camino de su boca.
–El fin de semana del Día de la Hispanidad, ¿te acuerdas? –continúo aclarándole–. Era en mi primer año de universidad.
–Claro que me acuerdo, Chastity –contesta Trevor en voz baja–. Pero no sabía que íbamos a hablar ahora de eso. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde entonces? ¿Doce años? La próxima vez, por lo menos podrías avisarme.
–No seas tan puritano –le digo, mientras doy otro sorbo a mi bebida–. ¿Y?
Mi tono es despreocupado, pero siento la cara caliente. Scorpy me dice que no me preocupe.
–¿Y? –me pregunta a su vez Trevor con el semblante serio.
–Bueno, supongo que me encontrabas atractiva, ¿no?
–Por supuesto que te encontraba atractiva –responde Trevor con prudencia, desviando la mirada hacia la izquierda de mi cabeza–. Eres una mujer muy atractiva.
–Pero... –le presiono.
–Pero nada. Eres atractiva, ¿de acuerdo? Tienes una belleza poco convencional. No dejes que ese estúpido te cree inseguridad.
–No lo estoy haciendo. Pero me preguntaba si los hombres me encontraban atractiva.
–Y yo me pregunto si no necesitarás algo más consistente que unos nachos. ¿Qué te parece si cenamos algo? ¿Te apetece una hamburguesa?
–No tengo hambre –respondo con la boca llena de nachos.
Trevor se pasa la mano por el pelo, un pelo castaño y ondulado que siempre me ha encantado. Tupido, revuelto, denso, del color del café negro, suave como la seda... Pero será mejor que pare. Me está mirando de forma extraña.
–¿Qué quieres de mí? –me pregunta.
Cuatro hijos.
–Lo único que quiero es que seas sincero.
–¿Sobre qué?
–Sobre los hombres y yo.
Hay algo en mi expresión que hace que Trevor me compadezca.
–Chastity –comienza a decir–, a los hombres les encantas. Eres muy divertida. De hecho, siempre has sido como uno... –se interrumpe de pronto.
–¿Qué? ¿Cómo uno más? ¿Eso era lo que ibas a decir? ¿Que soy como uno más en el grupo? –mi voz suena muy aguda y, seguramente, también un poco alta.
–Sí, bueno, pero en el buen sentido.
–¿Y cuál es el buen sentido? –exijo saber.
Trevor parece avergonzarse.
–Bueno, sabes mucho de deportes, ¿verdad? Y a muchos hombres les encanta el deporte –gimo. Trevor hace una mueca–. Y juegas a los dardos, al billar y a cosas como esa. Eh... hace un par de años todos lo pasamos muy bien haciendo ese triatlón contigo.
Suspiro y alargo la mano hacia mi Scorpy, pero Trevor lo aleja de mi alcance y me tiende un vaso de agua. Elevo los ojos al cielo, pero uno de mis ojos parece ir a su aire y mira una vez más a Don New York Times. Me gustaría estar casada con él. Me pregunto si tengo alguna forma de conseguirlo. «Mira hacia mí. Cásate conmigo». El hombre en cuestión sonríe por algo que ha dicho su acompañante de pelo blanco y continúa ajeno al hecho de que su alma gemela está sentada a solo unos metros de distancia.
Justo en ese momento, la atractiva y descarada camarera aficionada a dar su número de teléfono reaparece con otro Scorpion Bowl. Incluso estando tan achispada como estoy, soy consciente de que Trevor tiene razón y de que no debería beber ni una gota más. Pero, de pronto, comprendo con una luminosa nitidez que alguien me está invitando a una copa.
–De una amistad potencial –dice la descarada camarera con la mirada cargada de intenciones y deja la copa frente a mí.
¡Eso sí que es un cambio! ¡Alguien muestra interés en mí! ¡Qué emocionante! Me sonrojo de placer. ¡Gracias a Dios! La caballería acaba de salvarme en el último momento. Justo cuando mi ego comenzaba a retorcerse en mis entrañas, alguien me envía una copa. ¡Oh, Dios mío! ¿Será de Don New York Times? No me extraña que no quiera mirarme. Está esperando a ver mi reacción. Una oleada de adrenalina fluye por mi pecho y mis párpados pestañean. Miro hacia allí. Continúa sin mirarme. Debe de ser tímido. ¡Qué encanto!
–¿Es del... del hombre que está en esa mesa? –preguntó señalando vagamente en su dirección.
–No, es de la persona que está allí –contesta la camarera–, en la barra.
Con el corazón palpitante, alargo el cuello para ver quién es. Trevor hace lo mismo.
Una mujer sentada en un taburete me sonríe desde la barra. Levanta su cerveza, una Miller, imagino, y me saluda. Como no se me ocurre qué otra cosa hacer, le devuelvo el saludo sin mucho entusiasmo. Es bastante atractiva, con el pelo corto y algo rolliza, y parece tener un bonito rostro. Sin embargo, eso no elimina el hecho de que no soy lesbiana. Trevor se tapa los ojos con la mano. Sospecho que está riéndose. Veo que aprieta los labios. Sí, ¡el muy canalla!
–¿Podrías decirle que... es solo que...? –tengo el rostro en llamas.
–Se ha confundido –consigue decir Trevor más serio–. Gracias, de todas formas. Puedes devolver la copa.
La camarera asiente, se lleva la copa y mece su trasero a unos centímetros del hombro de Trevor. Yo apoyo la cabeza en la mesa.
–¡Oh, Chas! –Trevor ríe a carcajadas.
Sin alzar la cabeza, le enseño el dedo índice.
Trevor abandona su asiento para sentarse a mi lado y pasarme el brazo por los hombros.
–No te pongas triste, Chas. Todo saldrá bien.
–Bla, bla y bla... –musitó, resistiendo las ganas de darle un puñetazo en el riñón.
Ese tipo de clichés son tan útiles como arrojarle una bola de la bolera a un hombre que se está ahogando. Odio haber tenido que soportar al aburrido y pecoso de Jason aunque solo haya sido durante unas semanas. Odio que un tipo como Don New York Times esté fuera de mi alcance. Y odio que me hayan confundido con una lesbiana.
No es justo, aquí tengo a Trevor, el imán de las vaginas, capaz de seducir a cualquier mujer en noventa segundos. Mis hermanos, que están entre los treinta y ocho y los treinta y dos años, tienen que quitarse a las mujeres de encima con porras eléctricas. Pero yo, desde que cumplí los treinta, me he convertido en una paria. Me basta mencionarle mi edad a un hombre para que se muestre tan afectado como si acabara de decirle el número exacto de óvulos que me quedan en los ovarios y lo mucho que me gustaría que los fertilizara. No es justo.
Y mientras estoy sentada al lado de Trevor, la encarnación de todo lo bueno que puede tener un hombre, mi primer amor, el primer hombre con el que me acosté y el hombre al que estoy acostumbrada a ver con otras mujeres, me hago una promesa.
Las cosas van a cambiar. Necesito enamorarme. Y rápido.
Yo siempre supe que volvería a Eaton Falls. Era mi destino. Los O’Neill han estado en este lugar durante seis generaciones y quiero que mis hijos puedan emular mi infancia: pescar en el lago George, hacer excursiones por las numerosas rutas de montaña de las Adirondacks, montar en bote, en canoa, esquiar, patinar. Respirar un aire puro y limpio, conocer a los empleados de correos y a los miembros del Ayuntamiento y, por supuesto, vivir cerca de la familia.
Obviamente, siempre imaginé que el día que volviera sería porque mi adorable marido y yo habríamos decidido instalarnos aquí para criar a nuestros cuatro hijos. Sin embargo, terminé volviendo sola. Estaba trabajando en el Star Ledger y viviendo en el glamuroso Newark cuando intervino el destino. La Eaton Falls Gazette, el periódico de la localidad, estaba buscando un redactor. Querían noticias y artículos amables. Yo ya había pasado un tiempo trabajando en un periódico de la gran ciudad y estaba dispuesta a probar algo nuevo. En aquel momento todo parecía encajar en su lugar: acepté el trabajo, volví a casa con mi madre y, dos semanas después, pude hacer una oferta por una casa pequeña y acogedora. Como la hipoteca era un poco elevada, acepté a mi hermano pequeño como inquilino, le di unas cuantas capas de pintura y me mudé a vivir allí.
Eso fue hace seis semanas. Aunque ha sido un poco precipitado, todo ha salido bien.
Hoy hace una cálida y hermosa mañana de domingo del mes de abril, seguramente es un día perfecto. El cielo está azul, la niebla serpentea sobre el río Hudson y los árboles están cubiertos por el verde claro de los primeros brotes. No veo un solo alma mientras cruzo la calle y mis zapatillas deportivas resbalan sobre el asfalto. Al final de la calle hay un cobertizo hecho de chapa metálica. Me detengo, tomo aire, saboreando el aire limpio y húmedo, sintiéndome profundamente feliz por haber vuelto a mi lugar de origen.
Le alquilé este cobertizo al viejo McCluskey. Está bastante lejos del embarcadero que utilizaba en el pasado, pero me servirá de todas maneras. Pongo la combinación del cerrojo y abro la puerta. Allí está Rosebud, mi magnífico bote de remos.
–Buenos días –le saludo.
Mi voz rebota por las paredes de metal.
Agarro los remos, los llevo al muelle, los dejo con mucho cuidado en el suelo y regreso a por el bote. Lo bajo de los arneses con los que le sujeto y lo saco al exterior. Aunque mide tres metros, es ligero como una pluma. Bueno, como una pluma de quince kilos. Lo deslizo en el agua, coloco los remos, lo sujeto con firmeza contra el muelle, me monto, ato los cordones y salimos.
Comencé a remar cuando mi hermano Lucky se metió en el equipo de la universidad y necesitaba impresionar a alguien. Yo fui ese alguien. Al fin y al cabo, ¿para qué están las hermanas pequeñas? Lucky me dejó probar los remos y pronto descubrimos que había nacido para remar. Cuando fui a la Universidad de Binghamton, formé parte de un exclusivo equipo de remo en la modalidad de cuatro sin timonel junto a otras tres musculosas y orgullosas chicas. Cuando vivía en New Jersey, pertenecía al club de remo Passaic River, pero desde que he vuelto a casa, remo sola y creo que ha sido ahora cuando he descubierto la verdadera serenidad zen que aporta este deporte. La semana pasada, vi una bandada de gansos regresando como yo a las montañas de Adirondack desde el sur. Volaban tan bajo que podía ver sus patas negras dobladas bajo sus vientres aterciopelados. El jueves vi una nutria y ayer una mancha marrón entre los árboles que bien podía ser un alce.
En otoño, nuestro famoso follaje iluminará las vertientes de las montañas con llamas doradas y amarillas. Absolutamente glorioso.
El bote se desliza por el río. Lo único que se oye es el delicado chapoteo del agua contra el casco. Miro por encima del hombro y remo con fuerza, «adelante y atrás, adelante y atrás», incrementando gradualmente el volumen de agua contra los remos y cortando las olas en los ángulos precisos. Mi cuerpo se contrae y se estira con cada remada. Mi progreso por el río queda reflejado en los pequeños remolinos y el gotear de los remos, que van dibujando el mapa de los lugares por los que he pasado. «Adelante y atrás, adelante y atrás».
Es una buena cura para la resaca con la que me he levantado esta mañana después de los Scorpion Bowl de anoche, y un remedio preventivo contra el dolor de cabeza con el que estoy segura terminaré en casa de mi madre. Tengo una comida familiar de asistencia obligatoria. Eso significa que estarán allí mis padres, mis cuatro hermanos, Matthew, Mark, Luke y John, más conocidos como Matt, Mark, Lucky y Jack, junto a sus esposas y progenie.
Jack es mi hermano mayor, está casado con Sarah y es el orgulloso padre de cuatro hijos: Claire, Olivia, Sophie y Graham. Lucky y Tara están buscando activamente otro hijo, aunque tienen ya tres: Christopher, Annie y Jenny. A Sarah y a Tara las llamamos «las Starahs». Mark, el tercer hijo de los O’Neill está en un proceso de separación de Elaina, mi mejor amiga. Tienen un hijo, Dylan. Después está Matt, soltero, sin hijos, y, actualmente, mi compañero de piso. Y yo soy la última, la benjamina de la familia.
Es posible que también esté Trevor, el O’Neill no oficial, al que mis padres parecieron adoptar cuando era adolescente. Es un invitado habitual en las reuniones familiares. El bueno de Trevor. Remo con más fuerza, más rápido, planeando sobre el agua. Comienzo a sentir un satisfactorio dolor en los músculos. El sudor oscurece mi camiseta y lo único que oigo es el deslizarse de los remos en el agua y el sonido de mi propia respiración.
Una hora después termino de remar sintiéndome sustancialmente menos contaminada que cuando empecé. Dejo a Rosebud en su lugar, le doy una palmada cariñosa y regreso corriendo a casa. Sí, soy una fanática del deporte. Todo este ejercicio me permite disfrutar de toda la comida basura del mundo, así que, aunque solo sea por ese motivo, ya merece la pena. Subo corriendo los escalones del porche, abro la bonita puerta de madera, me apoyo contra la pared y grito:
–¡Mamá ya está en casa!
Y aquí viene ella, mi bebé, cincuenta y cuatro kilos de músculo, carrillos babeantes y amor puramente canino. Buttercup.
–¡Auuuuuu! –aúlla mientras parece estar intentando aferrarse al parqué con sus enormes patas.
Hago una mueca cuando consigue organizar sus desbaratadas patas, salta y choca contra mí.
–¡Hola, Buttercup! ¿Quién es esta chica tan guapa? ¿Me has echado de menos?
La acaricio con vigor y ella se derrumba para convertirse en un agradecido bulto que resopla de alegría.
Al ser la dueña de Buttercup, me siento maternalmente obligada a mentirle sobre su aspecto físico. Buttercup no es una perra bonita. En cuanto aseguré la casa el mes pasado, fui a la perrera. Y me bastó verla para saber que tenía que quedármela, porque estaba claro que nadie más la querría. Es una mezcla de gran danés, sabueso y mastín. Tiene el pelo rojizo, las orejas largas y la cola como una serpentina. Una cabeza huesuda, unas patas enormes, los carrillos caídos, los ojos tristes y amarillos... Vamos, que no ganaría ningún concurso de belleza canina, pero la quiero, aunque las únicas habilidades que haya mostrado hasta ahora sean su capacidad para dormir, babear y comer.
–Muy bien, gordita –le digo después de que Buttercup me haya dado unos cuantos azotes con la cola y haya dejado una considerable dosis de saliva sobre la manga de mi camiseta.
Buttercup sacude la cola una vez más y se queda casi inmediatamente dormida. La esquivo y me dirijo a la cocina, muerta de hambre.
Mientras abro un paquete de galletas de cereales con canela y azúcar moreno, me apoyo satisfecha en el armario de la cocina. Me encanta mi casa nueva, la primera de la que soy propietaria. Por supuesto, tiene algunos problemas: un horno caprichoso, un depósito de agua caliente demasiado pequeño, un cuarto de baño que no se puede utilizar... Pero es prácticamente la casa de mis sueños. Es una casa estilo craftsman; hay muchas en Eaton Falls y siempre he deseado disfrutar de su encanto. La casa tiene varias columnas de piedra en el porche, ventanas de vidrio y suelos de madera. Yo duermo en la habitación más grande, que está en el piso de arriba, y Matt en la más pequeña, que está al lado de la cocina. Desde que quedaron establecidas las normas para el uso del cuarto de baño, Matt y yo nos hemos llevado bastante bien.
–¡Eh, Chas!
Mi hermano sale del cuarto de baño envuelto en un albornoz azul raído y una nube de vapor.
–¡Hola, Matt! ¿Quieres una galleta?
–Sí, gracias.
–¿Has terminado de ducharte?
–Sí. La ducha es toda tuya.
–Y, por supuesto, siendo un hermano tan considerado como eres, habrás dejado agua caliente –le digo esperanzada.
–¡Vaya! Me temo que me he olvidado. Lo siento.
–Cómo se puede ser tan infantil y tan egoísta –suspiro con expresión de mártir.
–No hables de ti misma en esos términos –sonríe mientras sirve un par de tazas de café.
–Gracias. Por cierto, ¿cuándo vais a empezar a arreglar el cuarto de baño del piso de arriba? –pregunto mientras bebo agradecida un sorbo de café–. No es por ofender, pero estoy deseando tener mi propia bañera.
–Es normal –contesta Matt–. No estoy seguro.
Al igual que la mayoría de los bomberos, Matt tiene otro trabajo, puesto que los padres de la ciudad no parecen dispuestos a pagar a sus hijos un sueldo que les permita vivir. Esta es una frase con la que me he criado. Matt, Lucky y algunos otros bomberos, se dedican a la remodelación de casas, así que, por supuesto, les he contratado a ellos para que se encarguen de mi cuarto de baño. Algún día será maravilloso, tendré una bañera con jacuzzi, baldosas nuevas, un lavabo nuevo, unas estanterías preciosas y montones de recipientes para guardar mis cosas. Desgraciadamente, los encargos de los no familiares tienen prioridad para ellos.
–A lo mejor conseguís empezar antes de que me muera –digo mientras muerdo una galleta.
–Sí, bueno, esa es la idea –contesta Matt con cara de póker.
Desde la otra habitación, Buttercup, que ha estado durmiendo profundamente, escarba desde su posición como si acabara de olfatear a un hijo perdido. Matt se apoya contra la pared, preparado para recibirla.
–¡Hola, Buttercup!
–¡Auuuu! –aúlla Buttercup.
Se regocija al oír la voz de Matt como si lo que les hubiera separado hubiera sido una guerra, y no su propia siesta. Sacudiendo peligrosamente la cola en una muestra de amor, salta sobre él, haciendo temblar sus propios carrillos y meciendo sus cuartos traseros. Choca contra su pelvis y se derrumba después a sus pies para tumbarse de espaldas alzando las patas.
–¡Dios mío, eres una mujerzuela! –la acusa Matt, acariciándola obediente la tripa con el pie.
–Mira quién fue a hablar –comento mientras me agacho para desatarme las zapatillas deportivas.
–Hablando de mujerzuelas, ¿qué tal te fue anoche? –pregunta Matt–. Estuviste en el Emo’s, ¿verdad?
Suspiro y le miro a la cara. Es evidente que está haciendo serios esfuerzos para no echarse a reír.
–Ya lo sabes, ¿verdad, idiota? ¿Quién te lo ha contado? ¿Trevor?
–Me ha llamado Santo y me ha dicho que tienes novia –Matt se endereza y se echa a reír–. ¿Así que te has decidido a pasar a la otra cera?
–Que te den, Matt.
Agarro las galletas y me dirijo hacia las escaleras.
–Escucha –le digo–, voy a terminar de pintar el zócalo. ¿A qué hora es la comida en casa de mamá?
Matt esboza una mueca.
–A las dos.
–¿Dónde te apetece que vayamos antes?
–¿Comemos algo en el Dugout? –sugiere.
Sí, mi madre estará preparando la comida. Ese es el problema.
–Me parece muy bien.
Unas cuantas horas después, Matt y yo nos montamos en mi coche. Buttercup se tumba en el asiento de atrás y comienza a roncar sonoramente. Minutos después la dejamos durmiendo y salimos al Dugout para comprar calamares fritos y alitas de pollo y vemos Sport Center mientras comemos. Después pagamos y nos dirigimos a la casa familiar.
–¿Dónde habéis estado? –ladra mi madre en cuanto cruzamos la puerta.
El rugido de la familia reunida me golpea con la fuerza de un camión.
–¡Gutterbup! –grita Dylan y sale corriendo hacia mi perra.
Buttercup se tumba en el suelo y gira para que mi sobrino pueda acariciarle la barriga. Desde el otro extremo de la habitación, Elaina me saluda con la mano. En la distancia, oigo a mi hermano Mark hablando a gritos a alguien desde el sótano. Oh, oh. Elaina y Mark en la misma casa... Eso no presagia nada bueno.
–Hola, mamá –la saludo y me inclino para darle un beso en la mejilla–. Has sido muy amable al invitar a Elaina.
–Ya va siendo hora de que esos dos vuelvan a estar juntos –anuncia mi madre mientras se ciñe el delantal.
–¿Ya han vuelto a enamorarse el uno del otro? –pregunto.
–No exactamente –reconoce mi madre–. Elaina todavía no le ha perdonado.
–¿Pero la engañó?
–¿De verdad crees que este es un buen momento para hablar sobre eso?
–No, no, tienes razón. ¿Ya ha venido todo el mundo? –pregunto.
–Sí, estábamos esperándoos. El asado ya está casi listo. Y ahora, ¡fuera de la cocina! Y llévate a ese pellejo al que llamas perro contagio. ¡Fuera!
–¡Tía! ¡Tía! ¡Ven a jugar al caballo salvaje conmigo! ¡Por favor, por favor! –me suplica mi sobrina de nueve años.
–¡No! ¡A los lobos salvajes! ¡Me lo prometiste! –Annie, de siete años, me agarra de la mano.
–Muy bien, muy bien, jugaremos a las dos cosas. Pero antes dejad que mueva a Buttercup, ¿de acuerdo?
Buttercup no quiere levantarse, se limita a parpadear mirándome con expresión de reproche. Le paso los brazos por la barriga e intento levantarla, pero se niega a incorporarse. Me veo obligada a agarrarla del collar y arrastrarla hasta el cuarto de estar, donde se sienta feliz al lado de la puerta y permite que Dylan investigue bajo sus enormes orejas.
Mi padre está sentado en su butaca, fingiendo dormir. Sophie y Olivia se ríen al oírle roncar.
–¡Despierta, abuelo! –le grita Sophie–. ¡Ya es hora de comer!
Mi padre resopla, ronca un poco más y se levanta bruscamente.
–¡Estoy hambriento! –grita–. Pero no quiero comida. Quiero... –mira a sus nietas, que esperan conteniendo la respiración–, ¡niñas!
Gruñe, se lanza a por ellas y finge devorarles los brazos y las cabezas. Las niñas gritan, escapan y después corren a pedirle que continúe el juego.
–¡Hola a todo el mundo! –saludo.
–¡Vamos a jugar, tía!
–Sí, un momento. Hola, Lucky –le digo a mi hermano–. Hola, Tara –le doy un beso a mi cuñada en la mejilla–. ¿Qué tal estás? ¿Dónde está Jack?
–Está con Trevor y Chris en la bodega, jugando con la Nintendo. Mark también está allí, evitando a esposa –contesta Lucky.
–Su exesposa –musita Tara.
–Todavía no –la corrige Lucky.
–Estoy aquí, así que, si pensáis seguir hablando de mí, ¿podríais por lo menos hacerlo en voz baja? –interviene Elaina, con su inimitable movimiento de cabeza latino–. ¡Eh, Chas! ¿Qué te cuentas? –antes de que pueda contestar, levanta a Dylan en brazos y le huele el trasero–. Ya me lo contarás más tarde –añade, y sale precipitadamente de la habitación, sacudiendo sus rizos.
–¿Ya podemos jugar, tía? –me pide Claire.
–Chastity, escucha, antes de que esto se convierta en una locura, me gustaría pedirte un favor –me dice Tara–. A finales de este mes será nuestro aniversario y nos estábamos preguntando si... En realidad, esperábamos que...
–Hemos rezado, Chas –dice Lucky, rodeando a su esposa con el brazo–, hemos rezado de rodillas para que aceptes quedarte con nuestros hijos. De viernes a domingo, el último fin de semana de abril.
Permanezco en silencio, me agacho para levantar en brazos a Graham, el hijo más pequeño de Jack, que tiene un año y medio y está mordisqueando mi bota.
–¿Es que os habéis vuelto locos? –les pregunto a Tara y a Lucky–. ¡Vamos! ¿Pretendéis que yo, ¡yo!, cuide a vuestros pequeños monstruos? ¿Y durante todo un fin de semana? –por lo menos tienen la deferencia de mostrarse avergonzados–. ¿Os acordáis de lo que pasó la última vez? Acabé con quemaduras en los tobillos por culpa de una cuerda –Tara esboza una mueca–. Christopher se comió la calabaza cruda y terminó vomitando detrás del sofá. ¡Y Annie se hizo pis en mi cama!
–¡Sí, me acuerdo! –exclama Annie alegremente–. ¡Me hice pis en la cama de la tía!
Lucky agacha la cabeza.
–Olvídalo –farfulla–, lo siento.
–¡Anímate, Lucky! –sonrío–. Claro que lo haré.
–Te lo dije –le susurra Lucky a su esposa.
Yo hociqueo la mejilla regordeta de Graham y después imito a un pájaro para hacerle reír.
–Eres una santa –Tara suspira feliz–. Dime cuál es el precio.
Siento subir el rubor por mi cuello.
–Bueno...
Arquea las cejas con expresión expectante. El rubor se hace cada vez más intenso, pero no puedo permitirme el lujo de no pedir lo que quiero.
–Tengo interés en... ya sabes.
–¿Hacerte lesbiana? –aventura Lucky guiñándome el ojo.
Le doy un puñetazo en las costillas y tengo la gratificación de verle hacer un gesto de dolor.
–¿No se supone que ahora mismo deberías estar haciéndome la pelota, Lucky?
–Sí, por supuesto –se corrige Lucky–. ¿Qué podemos hacer por ti, Chas?
Suspiro y elevo los ojos al cielo, pero me obligo a continuar.
–Me gustaría conocer a algún tipo decente. Así que, si conocéis a alguno...
–¡Claro que sí! –exclama Tara–. ¿No hay mucho donde elegir en Eaton Falls?
–Bueno –digo, mirando la cremosa piel de Graham y sus sonrosadas orejas–. No es que no conozca a hombres solteros. El problema es que suelen ser... bastante raros. No conozco a ninguno que esté dispuesto a convertirse en el padre de mis hijos. Ya sabes cómo es esto.
En realidad, Tara no tiene la menor idea. Tiene treinta y un años, está casada desde hace ocho y tiene tres hijos maravillosos.
–Sea como sea, me vendrá bien toda la ayuda que me podáis prestar.
–Te va a hacer falta mucha –musita Lucky fingiendo compasión.
Le miro con los ojos entrecerrados, pero la verdad es que la necesito. Toda la literatura sobre el mundo de las relaciones recomienda contar a todo el mundo que estás buscando pareja. Por mortificante y humillante que pueda ser.
–Mantendré los ojos bien abiertos –me promete Tara.
Lucky asiente. Desde el dormitorio que está al final del pasillo, Jenny grita y Lucky y Tara corren a comprobar cómo está el menor de sus hijos. Graham se retuerce en mis brazos para que le baje y corre tambaleante tras ellos.
Me descubro con las manos sobre el vientre, como si quisiera comprobar cómo está mi propio bebé. No hay ninguno, por supuesto. En este momento, me resulta difícil imaginar mi vientre, liso y duro como una tabla, hincharse para dar cabida a un bebé de mejillas sonrojadas y ojos somnolientos.
–¡Tía, mira! –grita Olivia.
Poso la mano en sus maravillosos rizos rojos. Ha heredado el pelo de su madre, en vez del pelo negro de los O’Neill.
–¿Qué quieres que vea, cariño?
–¡Se me mueve un diente! –anuncia, abriendo la boca.
Antes de que pueda protestar, antes de que pueda emitir un solo sonido, empuja la pala con su dedo regordete para mostrarme un hueco, un cráter de color carmesí. Un hilo de sangre desciende hacia el resto de sus dientes. El estómago se me cae a las rodillas y el oxígeno parece abandonar mis pulmones.
–¿Lo ves? –pregunta Olivia, mostrando todavía el hueco. Aterriza en mi mano una pequeña gota de sangre–. ¿Lo ves? Se mueve.
–¡No! Yo...
Comienzo a perder la visión. Siento las manos frías y sudorosas. Retrocedo tambaleante y choco con mi padre, que me ayuda a recuperar el equilibrio.
–¡Olivia! Ya sabes que a la tía no le gusta la sangre. Enséñale el diente a tío Mark.
Parpadeo y sacudo la cabeza disgustada.
–Gracias, papá –suspiro.
–Mi pobre debilucha –contesta, y me palmea el hombro.
Me invade una mezcla de irritación y fastidio a la que ya estoy acostumbrada. En una familia de machos alfa, no solo soy la única chica, y, además, soltera y sin hijos, sino que también soy la única cobarde, por si acaso no me sentía ya suficientemente distinta. A pesar de mi estatura y mi capacidad para correr maratones y subir los Apalaches, hay una brecha en mi armadura: su nombre es «sangre». Yo soy la única de los O’Neill que no ha heredado el gen «yo te salvaré».
Como miembros del Departamento de Bomberos de Eaton Falls, mi padre, Mark y Matt, y Trevor, por cierto, han salvado docenas, posiblemente centenares de vidas de una u otra forma, ya sea rescatando a alguien de un edificio en llamas, practicando la reanimación cardiopulmonar después de sacar a alguien de un río o, simplemente, instalando gratuitamente un detector de humos. Lucky es miembro de la Unidad Especial de Desactivación de Explosivos. Jack es paramédico en un helicóptero, ahora trabaja para una empresa privada en Albany y recibió la Medalla de Honor del Congreso por haber participado en un peligroso rescate durante su estancia en Afganistán.
Incluso mi madre, que apenas mide un metro sesenta y pesa cincuenta kilos, ha dado a luz a cinco hijos, y ninguno pesó menos de cinco kilos, sin una gota de analgésico de ninguna clase.
Pero, no sé por qué, yo tengo la vergonzosa tendencia a desmayarme cuando veo sangre. Cuando Elaina me invitó a presenciar el nacimiento de Dylan, estuve a punto de orinarme encima. En una ocasión, en una ceremonia de circuncisión del hijo de unos amigos de New Jersey, hiperventilé y caí sobre los entremeses, echando a perder doscientos dólares de huevo hilado, salmón ahumado y pan ácimo. Cuando tuvimos que diseccionar una rana en el instituto, me desmayé, me golpeé la cabeza con la mesa del laboratorio, recuperé la conciencia y, al ver la sangre, volví a desmayarme.
Pero voy avanzando en ese frente. Aunque no quiero decirle nada a mi familia hasta que no lo haya terminado, hace poco me inscribí en un curso para convertirme en TES: Técnica de Emergencias Sanitarias. Yo. Me gusta imaginar, que, enterrados bajo capas de cobardía y toneladas de nerviosismo, se esconden los genes que les permiten a mis hermanos disfrutar de unas vidas bañadas en adrenalina. Además, a lo mejor me encuentro con algún chico atractivo en clase.
–¿Quién quiere jugar a los lobos salvajes? –les pregunto a mis sobrinas.
–¡Yo! –gritan Claire, Anne, Olivia y Sophie.
–¿Y quién quiere ser el conejo herido?
–¡Yo! ¡Yo!
Me siento en el suelo y comienzo a gruñir.
–¡Grrr! ¡Este invierno ha sido muy duro y estoy hambriento! ¡Anda, mira! ¡Un pobre conejito herido!
Las niñas gritan e intentan alejarse gateando. Yo las agarro de las piernas, me abalanzo sobre ellas y finjo comerlas. Sus gritos de alegría taladran la habitación.
–¿Y cómo le va a mi niñita? –me pregunta mi padre mientras devoro a sus nietas. Tiene el pelo, negro y con abundantes canas, revuelto–. ¿Ya has empezado a trabajar?
–Estamos empezando a conocernos. ¡Grrr! ¡Ya te tengo! ¡Delicioso! Creo que eres el único hombre sobre la tierra que sería capaz de llamarme «niñita».
–Estoy deseando ver tu firma en el periódico –me guiña el ojo.
–¡Eh, Chastity!
Me vuelvo y veo a Trevor apoyado en el marco de la puerta sonriendo. Siento que me flaquean las rodillas.
–¿Cómo estás, Trevor? –le pregunto animada.
–Muy bien, ¿y tú?
Sonríe con expresión cómplice, haciéndome acordarme de las copas de anoche. La vergüenza me provoca un nudo en el estómago.
–¿Ha habido alguna novedad por el parque de bomberos últimamente? –les pregunto a mi padre y a Trevor mientras continúo devorando el piececito de Claire.
–Nada particular –contesta mi padre–. Todo sigue...
–Igual que siempre –termina Trevor por él.
–Por cierto, Chuletita, ¿qué es eso de que estás buscando un novio? –pregunta mi padre.
Aprieto los dientes, pero me salva mi sobrina Sophie, que se agarra a las rodillas de su abuelo.
–Abuelo, ¿puedes comernos otra vez? –le suplica–. Hazte el dormido y nosotras nos ponemos a jugar con tu pelo, después te despiertas y dices que tienes hambre de niñas y haces que nos comes. ¡Por favor, por favor!
–No, cariño, ahora el abuelo tiene hambre de comida de verdad.
–Deberías haber comido algo antes, papá –le advierte Jack.
Le hago un gesto de reproche a mi hermano.
–No pienso permitir que critiquéis la comida de vuestra madre. Es absolutamente maravillosa –dice mi padre en voz muy alta–. Por supuesto, he estado esta mañana en el McDonald’s –añade en voz más baja.
Trevor sale a por una cerveza, ahorrándome la humillación de verle presenciar la conversación que mi padre retoma.
–Pero dime, Chastity, ¿por qué quieres empezar a salir con alguien? ¿Acaso no sabes lo idiotas que son los hombres?
Termino de masticar a Graham, que es el último conejo herido, y me levanto.
–Tienes que empezar a superar esa extraña idea irlandesa de que mi destino consiste en terminar limpiándote las babas, papá. Y sí, claro que sé lo estúpidos que son los hombres. ¡Mira a tu alrededor! Me has dado cuatro hermanos.
Mi padre sonríe orgulloso.
–Soy una persona normal, papá –le digo con un suspiro–. Claro que quiero casarme y tener hijos. ¿Tú no quieres tener más nietos?
–En realidad, ya tengo demasiados –contesta–. Creo que voy a tener que empezar a comer unos cuantos.
Y se abalanza entonces sobre Dylan, que empieza a llorar.
–¡Papá, por favor! Ya te he dicho que no le gusta –grita Mark, levantándole en brazos–. No llores, cariño. El abuelo está haciendo el tonto.
Pasa por delante de Elaina sin dirigirle siquiera una mirada. Ella sisea algo a su espalda y desvía la mirada hacia mí.
–Ya hablaremos más tarde. Ahora mismo estoy tan enfadada que podría escupir ácido.
–Sería muy divertido –contesto–. ¿Quieres que quedemos a las ocho?
–¡A comer! –ladra mi madre.
Nos dirigimos en fila hacia el comedor: mi madre, papá, Jack, Sarah, Lucky, Tara, Elaina, Matt, Trevor y yo, y no sentamos alrededor de la mesa. Mark, para evitar a Elaina, anuncia con expresión resignada que comerá en la cocina para controlar a los niños.
Mi madre se inclina sobre la mesa y quita la tapa que cubre la fuente para mostrar su creación. Llamar a eso comida sería inapropiado e, incluso en cierto modo, cruel.
Jack mira el asado con desaliento.
–Me temo que ese asado saldrá igual que va a entrar –anuncia–. Fibroso, duro y grisáceo. Y con un gran esfuerzo.
–¡John Michael O’Neill! ¡Deberías avergonzarte! –le espeta mi madre.
Los demás intentamos disimular la risa sin ningún éxito.
–Gracias por compartirlo, Jack –dice Sarah con resignada diversión.
–Eso ha sido una grosería, Jack –le reprocha Lucky–. Es verdad, pero es una grosería. Y eso, en el caso de que llegue a salir. Porque la última vez que comí aquí, tuve un tapón que me duró toda una semana. El cordero estofado me destrozó. Creo que incluso sangré cuando...
–¡Luke! –grita mi madre.
Y Lucky se agacha justo a tiempo de evitar una pequeña bofetada.
Aunque tengo entendido que ahora mismo la comida irlandesa es muy popular, la cocina irlandesa de mi madre tiene más que ver con el estilo de la hambruna de la patata. Enormes trozos de ternera de poca calidad, normalmente hervidos. Guisos de patatas grasientas compradas por sacos y almacenadas durante un tiempo indefinido en el sótano. Zanahorias hervidas. Nabos hervidos. Judías verdes hervidas. Y salsa quemada.
–Mm –digo contenta–. Gracias, mamá.
–Eres la bomba –farfulla Matt a mi lado.
–Vete al infierno –respondo.
Fingimos comer, vamos empujando la comida furtivamente y, de vez en cuando, cuando ya no es posible evitarlo, nos arriesgamos a comer algún pedazo. Yo intento pasarle comida a Buttercup, que se limita a mirarme con tristeza con esos enormes ojos de párpados rojizos y deja caer después la cabeza en el suelo con un porrazo. Desde la cocina, oímos a Mark hablando con los niños.
–Dylan, deja de tirar la comida, cariño. Annie, eso no está bien, vuelve a metértelo en la boca. Ya lo sé, pero lo ha hecho la abuela. Toma, Graham, yo te lo sostengo.
Está haciendo un verdadero esfuerzo por aparentar ser un santo, pero Elaina finge no notarlo. Y no la culpo.
–Bueno, este es un momento tan bueno como cualquier otro –dice mi madre, dejando el tenedor en el plato–. Hijos, escuchad, he decidido empezar a tener citas.
Nos quedamos todos paralizados, después, miramos todos a una, excepto Elaina, a mi padre, que continúa cortando las judías verdes en moléculas diminutas que no come.
–¿Qué quieres decir? –pregunta mi padre.
Mis padres se divorciaron hace un año. No fue nada traumático ni violento. Fue como una especie de juego. Aunque mi padre ahora tiene un apartamento en el centro, la situación sigue siendo más o menos la misma de siempre. Si se estropea el horno, mi madre llama a mi padre. Si necesita arreglar el coche, le llama. Comen juntos un par de veces a la semana, van juntos a todos los acontecimientos relacionados con sus nietos y yo creo que siguen acostándose de vez en cuando, aunque eso es algo en lo que prefiero no profundizar.
–Comenzar a tener citas, Mike. Estamos divorciados, ¿recuerdas? Ya llevamos un año. Como te he dicho en miles de ocasiones, quiero ciertas cosas y como tú te niegas a dármelas, tendré que buscarlas en otra parte.
Así empieza siempre su discusión habitual.
–¿Alguien quiere más vino? –pregunto.
Mis padres se quieren, pero parecen incapaces de ser felices juntos. No es fácil ser la mujer de un bombero. Cada vez que mi padre llegaba tarde a casa, mi madre encendía bruscamente la televisión y se sentaba con expresión sombría delante del canal local esperando oír alguna noticia de un incendio. Y si había algún incendio, se retorcía la alianza de matrimonio y estaba malhumorada hasta que mi padre llegaba a casa, cansado y cargado de adrenalina.
Además del miedo a perder al marido en una muerte horrible, hay otra realidad que forma parte del hecho de estar casada con un bombero. Por supuesto, es un trabajo heroico. Por lo tanto, se da por supuesto que esos hombres son magníficos. ¿Pero cuántas Navidades, cuántos Días de Acción de Gracias, cuántos partidos y conciertos en el colegio, cuántas clases de natación y comidas se ha perdido mi padre? Decenas. Cientos. Incluso cuando libraba, tenía la radio encendida, o estaba hablando por teléfono con algún compañero de trabajo, o yendo al sindicato, u organizando un entrenamiento. En los raros fines de semana que mi padre no trabajaba, estaba tan nervioso para cuando llegaba el domingo por la tarde que terminaba acercándose al parque de bomberos, solo para ver cómo andaba todo.