Te quiere, Boy - Roald Dahl - E-Book

Te quiere, Boy E-Book

Roald Dahl

0,0

Beschreibung

A lo largo de cuatro décadas, la madre de Roald Dahl guardó todas las cartas que le enviaba su hijo. Ella fue la primera lectora del autor de Matilda, la persona que estimuló su deseo de narrar, fabular y entretener mediante la palabra escrita. En esta correspondencia que ve la luz por primera vez en español, Dahl perfeccionó las dotes narrativas y el humor macabro que harían de él uno de los escritores más populares del siglo xx. También plasmó en detalle y sin morderse la lengua las experiencias cruciales de su vida, tan rica en aventuras como pródiga en tragedias: desde su educación en un estricto internado hasta sus primeros éxitos literarios, pasando por el terrible accidente de avión que sufrió en el desierto de Egipto, la colaboración con Walt Disney en Hollywood y los años de espionaje y diplomacia en las altas esferas de Washington. Seleccionadas y comentadas por el biógrafo de Dahl y acompañadas de abundante material gráfico (fotografías, documentos personales, dibujos y hasta una caricatura de Hitler), estas cartas son un testimonio apasionante y revelador. No solo nos permiten asistir al nacimiento de un narrador prodigioso, sino también ahondar en las claves biográficas de su universo de ficción: el rechazo a la autoridad, una imaginación disparatada, la ausencia de moralina y una irreverencia contagiosa.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 430

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Portada

Te quiere, Boy

Cartas a mamá

Te quiere, Boy

Cartas a mamá

roald dahl

Traducción de Mariana Sández y Edgardo Scott

Título original: Love from Boy

© The Roald Dahl Story Company Limited, 2016

Introducción, ensayos, edición y selección © Donald Sturrock, 2016

ROALD DAHL es una marca registrada de The Roald Dahl Story Company Ltd.

www.roalddahl.com

© de la traducción: Mariana Sández y Edgardo Scott, 2023

© del prólogo: Mariana Sández, 2023

© de esta edición: Gatopardo ediciones, S.L.U., 2023

Rambla de Catalunya, 131, 1.o-1.a

08008 Barcelona (España)

[email protected]

www.gatopardoediciones.es

Primera edición: noviembre de 2023

Diseño de la colección y de la cubierta: Rosa Lladó

Imagen de la cubierta: © The Roald Dahl Story Company Ltd.

Imagen de la primera página: © The Roald Dahl Story Company Ltd.

Ilustración de los mapas y los iconos: © Bea Salas, 2023

eISBN: 978-84-127403-6-3

Impreso en España

Queda rigurosamente prohibida, dentro de los límites establecidos por la ley, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra, sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Índice

Portada

Prólogo

Cruelmente normal

TE QUIERE BOY

Índice de localizaciones

Introducción

Nota sobre la ortografía y la puntuación

CAPÍTULO I

«Envíame unas castañas»

1925–1929

CAPÍTULO II

«Albricias por los huevos»

1930–1934

CAPÍTULO III

«Otra cerveza bien fría»

1935–1939

CAPÍTULO IV

«Me sentará muy bien,

tanto física como espiritualmente»

1939–1940

CAPÍTULO V

«No te preocupes»

1940–1942

CAPÍTULO VI

«Dientes como teclas de piano»

1942–1943

CAPÍTULO VII

«Todo el mundo pasó un buen rato»

1943–1945

EPÍLOGO

«No escribiré a menudo»

Agradecimientos

Fuentes y créditos de las ilustraciones

Roald Dahl

Presentación

Otros títulos publicados en Gatopardo

Prólogo

Cruelmente normal

Querida mamá:

He encontrado mi vieja pluma, así que ahora

caminará sobre la página un hipopótamo

en lugar de una araña desnutrida.

Roald Dahl

A veces, los escritores que más acaban por deslumbrarnos son aquellos a los que no llegamos por los recorridos evidentes, sino los que descubrimos un poco por razones mediadas, casi como por distracción o casualidad. Así siento que llegó hasta mí el nombre de Roald Dahl, deslizándose desde una mención oída al azar y abriéndose paso entre un sinnúmero de escritores que se leían por insoslayables en los círculos de amigos y en la Facultad de Filología. Quiero decir que lo encontré tarde pero de forma definitiva, por eso me identifiqué con una frase de Elvira Lindo en el prólogo a los cuentos completos del escritor: «No disfruté de Dahl en mi infancia, y bien que lo siento, porque a buen seguro habría aumentado mi espíritu crítico y humorístico». Desde entonces la repito siempre, aunque un poco modificada para hacerla mía: Si hubiera leído a Dahl de niña, mi infancia habría sido más rica. El consuelo es haber llegado después, de mayor, con la capacidad de deleitarme no solo con los libros infantiles que han fascinado durante décadas a gente de todas las edades, sino también con sus relatos para jóvenes y adultos, que una llamativa cantidad de lectores suele desconocer u olvidar dentro del panorama de la mejor cuentística universal.

La vida de Dahl fue tan intrépida, cinematográfica y original como su genio y su literatura, en la que es imprescindible destacar dos libros autobiográficos, Boy: relatos de infancia y Volando solo. El primero rememora los años escolares hasta el final de la secundaria, periodo de aventuras que revisita con grandes dosis de humor, si bien no esconde que estuvo marcado por la pérdida de seres queridos, tormentos en el colegio y soledad. Además de descubrirnos su carácter y su entorno familiar, esas crónicas nos sumergen en las —a menudo terribles— costumbres de los internados ingleses en la primera mitad del siglo xx. El segundo libro abarca la época posterior, cuando el joven Dahl decide saltarse la universidad para trabajar en Shell porque representa la oportunidad de viajar a lugares exóticos, a lo que seguirá su participación en la Segunda Guerra Mundial. Fue en ese escenario donde sufrió un acci­dente aéreo que casi le costó la vida al mismo tiempo que puso en marcha su inquietud creativa. Durante el periodo siguiente, como diplomático de las Fuerzas Aéreas en Washing­ton, comenzó a cobrar conciencia de su talento literario e inició su producción, lo que lo condujo a tratar con importantísimas celebridades del momento, y al matrimonio con la actriz Patricia Neal, con quien tuvo cinco hijos y varias desgracias a las que hacer frente.

Te quiere, Boy, editado en inglés como Love from Boy (2016) por Donald Sturrock, autor de la biografía Storyteller: The Life of Roald Dahl (2010), avanza en paralelo a los episodios narrados por Dahl en sus memorias, pero nos abre una nueva puerta a su universo. Por un lado, al incluir una selección de las cartas que Dahl envió a su madre a lo largo de aquellas décadas —de los nueve a los casi cincuenta años de edad—, asistimos a su evolución desde una mirada mucho más íntima. Sustraída de la intencionalidad estética y pública que suele tener un libro autobiográfico, la correspondencia con Sofie Magdalene ofrece una imagen privada porque no fue concebida para ser publicada y porque el estrecho vínculo entre madre e hijo favoreció una conversación franca hasta el final. Allí no solo empezamos a recoger datos fundamentales sobre su visión del mundo, sino también muchas de las vivencias que, andando el tiempo, sedimentarían en la base de sus historias. Por otra parte, Sturrock reconstruye el contexto de las cartas en las distintas etapas, de tal forma que Te quiere, Boy adquiere el valor de una biografía de Dahl en español, hasta ahora inexistente.

De este intercambio epistolar sorprenden y conmueven muchos aspectos. En particular, salta a la vista el interés de Dahl por trascender el carácter estático de la escritura a través de gestos que lo acercan a su interlocutor. No se contenta con enviarle a Sofie Magdalene meras noticias de índole práctica, sino que a menudo procede al revés: parte de anécdotas accesorias que, contadas con ingenio, se llenan de imágenes y movimiento. Con frecuencia, los objetos inanimados cobran vida (una pluma decide manchar la carta, un arroyo de la escuela descarga su venganza a través de una crecida, los ventiladores se rebelan contra el mal olor del dormitorio), así como ciertos acontecimientos dramáticos (un incendio en la residencia, una inundación en la zona del colegio, la amenaza de las serpientes en el desierto o pilotar un avión de combate) se transforman en escenarios de gran despliegue visual. Las divertidas diabluras que le confiesa —sus sobornos a la vigilante de la iglesia para subir al campanario prohibido; el plan para poner un cangrejo en la cama de un compañero; el experimento que culmina con una lluvia de sopa en todo el estudio; aparte de las apuestas por dinero con los amigos, el hábito de fumar cuando es adolescente y de beber ya de mayor— dan fe del lazo libre, iluminado por la complicidad, que lo une a su progenitora. Otro interés en común es la economía familiar; desde que Roald es muy pequeño y hasta la muerte de Sofie Magdalene, ambos se consultan y se asesoran en los aspectos financieros. El dinero será un asunto muy ligado a su obra: como motor de trabajo para el escritor y como móvil de las acciones de los personajes.

MAESTRO DEL GROTESCO

Pasajes como el siguiente, redactado por Dahl a los catorce años en Repton School, el internado donde cursó la secundaria, revelan el particular sentido del humor que caracterizará su escritura y que compartía también con su madre, dado que seguirá valiéndose de él para referirle todo tipo de sucesos cuando ya es adulto:

Querida mamá:

… Parece que has estado pintando mucho; pero cuando pintes el retrete no pintes el asiento, dejándolo húmedo y pegajoso, o algún desdichado se quedará enganchado sin darse cuenta, y a menos que le amputen el trasero o que elija ir con el asiento pegado a las posaderas, estará condenado a quedarse donde está y no hacer nada más que cagar durante el resto de su vida. Pero no cabe duda de que es un excelente remedio para el estreñimiento, ya que la persona, al no tener otra cosa que hacer, ¡intentará «evacuar» todo el tiempo!

Esa clase de ocurrencias derivadas de su gusto por lo absurdo, la fantasía, el desparpajo y la sinceridad brutal son las que dan a su narrativa un tono rabiosamente único. Las cartas muestran cómo, desde temprano, Dahl priorizó la diversión y el riesgo antes que las convenciones o la corrección. Todo aquel que va contra lo establecido puede generar admiración o rechazo, dependiendo del punto de vista desde el que se mire y de la vara con que se mida. Este escritor de ascendencia noruega, nacido en Gales y criado en Inglaterra, incorrecto por naturaleza, supo despertar ambas reacciones tanto con su ficción como con su temperamento, en especial cuando se convirtió en una personalidad reconocida. Sin embargo, aun contando a quienes han encontrado en su obra elecciones cuestionables, la fascinación que causan sus libros en niños, jóvenes y adultos ha sido siempre unánime. De mayor escribe a su hermana:

Sentado a mi lado hay un hombre (un tipo bastante gordo) que casi ha perdido el conocimiento a causa del calor. Está desparramado sobre su silla como una medusa caliente, y además suelta humo. Puede que se derrita.

Por supuesto, sabemos que el diálogo con alguien cercano supone un grado máximo de confidencia, más en una época en que lo físico no revestía tanta complejidad como hoy. Sin embargo, el hechizo de Dahl radica en su alergia a cualquier tipo de censura. Es su libertad —su irreverencia, su insolencia de­satada— lo que lo vuelve atípico a la vez que lo convierte en el escritor más leído y vendido de la literatura infantil. El mismo rasgo que lo ha vuelto tentador una y otra vez para cineastas como Walt Disney, Alfred Hitchcock, Steven Spielberg, Wes Anderson, Tim Burton, Danny DeVito, todos nombres que coinciden en cuanto al espíritu singular de sus creaciones.

Resulta muy llamativo que, en la orilla opuesta, parte de la sociedad actual esté reclamando una especie de limpieza, una rectificación, casi un sacrificio público, de las osadías dahlianas. Hay quienes se han mostrado dispuestos a mandarlo al patíbulo por incomodar; como si fuera posible, o deseable, arrancarle lo «nocivo» a una obra para que sobreviva lo «pasivo» en ella, sin quitarle lo esencial. Más triste todavía: que haya quienes decidan privarse de unas vigorosas carcajadas, con lo saludable que es la risa, por miedo a afrontar la propia ridiculez y la oscuridad. Tal como dice Anthony Horowitz, el gran acierto del escritor es haber sabido «encontrar al niño en el adulto y al adulto en el niño, y clavarles un cuchillo a los dos». No subestima a ninguno y los lectores lo agradecen. Dahl lo reconoce en uno de los mejores documentales que se han hecho sobre su vida, The Marvellous World of Roald Dahl, de la BBC:

Cuando tienes edad suficiente para ser un escritor competente, ya te has vuelto pomposo, mayor, y has perdido la capacidad de hacer bromas. Por eso, a menos que seas una especie de adulto subdesarrollado, conserves una gran dosis de infantilismo en tu interior, y seas capaz de reírte de historias graciosas y de bromas, no creo que puedas escribir este tipo de cosas.

El siguiente es uno de los tantos pasajes de Te quiere, Boy donde se prueba la autenticidad de esa afirmación. Roald es joven, está trabajando en la embajada británica de Washington y un amigo le pide que le cuide el perro por unos días, lo que da lugar a esta escena:

Por la mañana me lo llevé a la embajada y dejé que se quedara en mi oficina. Pero se tiraba pedos sin cesar y con ganas. Le dio por tirarse un pedo mientras yo dictaba algo a la secretaria, y tuve que echarlo de la habitación para que ella no pensara que el culpable era yo. Pero empezó a rascar la puerta, y me vi obligado a dejarlo entrar de nuevo y a abrir todas las ventanas. Siguió tirándose pedos con regularidad y alborozo durante el resto del día, mientras yo me pelaba de frío con las ventanas abiertas. En un momento dado salí de la habitación para ir a ver a alguien, y al volver me lo encontré sentado encima del escritorio, entre montones de papeles secretos y cajas de color rojo cuyas tapas llevaban inscritas las iniciales G. R.

Y es que en Dahl conviven, de manera bizarra, el niño y el adulto: al tiempo que conserva intacto el asombro propio de la mirada infantil, le saca provecho gracias a la destreza verbal y el cinismo de alguien maduro. De la relación entre el absurdo y lo siniestro, entre la comicidad y la angustia, nace lo grotesco. Es esa la pulsión que define la impronta dahliana en general, de la que quedan excluidos los relatos inspirados por la guerra y otros que tienen a niños como protagonistas: «El cisne», «El niño que hablaba con los animales» y «El deseo». Todos ellos destacan por cierta sensibilidad poética y una fuerte carga dramática, despojada de todo cariz humorístico. Sin embargo, por el predominio de la socarronería y la extravagancia en su obra, habría que reemplazar el apodo de «maestro de lo macabro» que se le adjudicó en su época. Acaso «grotesco» sea una palabra mucho más apropiada, ya que macabro es sinónimo de fúnebre, lúgubre, tétrico, siniestro, trágico, funesto, a secas, mientras que lo grotesco hace pasar esos elementos por el tamiz del humor y la sátira.

La correspondencia con la madre fue, tal como señala Sturrock, el borrador donde Roald entrenó su habilidad y donde quizá se probó a sí mismo. Allí resulta evidente que, mucho antes de establecerse como escritor profesional, tenía un don natural para contar historias. Los microepisodios de la señora Evalyn McLean que aparecen en distintos momentos de las últimas cartas prefiguran el tipo de relatos que lo caracterizarán más adelante:

El domingo pasado cené con una mujer fabulosa y un tanto beoda, la señora Evalyn Walsh McLean. Su fama se basa únicamente en ser la poseedora del diamante Hope, llevarlo siempre puesto y seguir con vida. Todos los propietarios precedentes murieron enseguida o fueron asesinados. Es un diamante extraordinario, de un azul brillante como la aguamarina y de este tamaño y forma, y ella se pasea por su casoplón con el maldito pedrusco alrededor del cuello y un perrito rabioso debajo del brazo. «Un perro mico —dice—. Solo hay seis en todo el mundo», a lo que un hombre llamado Frank Waldrop repuso después de que el animal le mordiera un dedo: «Seis son más que suficientes».

Una curiosidad que destacar es que ese tú geográficamente lejano al que se dirige, «querida mamá», más allá de responder a una convención intrínseca del género epistolar, parece haber permanecido como un guiño principal en su ficción, destinada a un «querido lector» implícito. El vocativo le sirve para atraer e incluir al lector en casi todas las novelas para niños, como por ejemplo en Los cretinos: «Lo que estoy intentando explicarte es que el señor Cretino era un viejo asqueroso y maloliente». Asimismo, las ilustraciones intercaladas en el texto son una excusa para dialogar: «¿Has visto alguna vez a una mujer más repugnante?». Aunque en menor medida, a veces lo hace en los cuentos para adultos, como en «Lady Turton»:

Ya podrán imaginarse que las señoras de Londres estaban indignadas […]. Pero no hay necesidad de detenerse en ello. En realidad, para el propósito de mi historia podemos saltarnos los seis años siguientes, lo que nos trae al presente [...]. Entonces, como podrán suponer...

En las cartas emplea, además, un tipo de acotaciones que generan ilusión de sincronicidad entre quien escribe y quien lee:

… cogimos un rickshaw de esos y atravesamos el barrio árabe (dame un segundo que me termino la cerveza… Ahora mejor).

o

(Pausa mientras me como una naranja, que aquí están muy buenas.)

No importa cuánto tiempo haya pasado entre la elaboración y la lectura de ese texto, el acto de anunciar que va a suspender la redacción tendrá todas las veces el efecto de un Jack-in-the-box, le añade frescura. La actitud interactiva del narrador refuerza el pacto de confianza que supone toda lectura, al tiempo que le imprime un ritmo de oralidad y fluidez a la prosa. Ese tú se adivina como una presencia constante, a ratos más subterránea y a ratos más explícita, lo que constituye sin duda un hallazgo de su estilo y es uno de los procedimientos que confieren más originalidad a sus relatos.

RABIOSAMENTE ÚNICO

Dahl se imaginó rodeado de gigantes, fue él mismo un gigante y les dio un gran protagonismo en su ficción, incluso de manera simbólica o velada. Son, de algún modo, la columna central alrededor de la cual giran todos los otros tópicos, como en un baile de Maypole en la primavera inglesa.

En Boy, el escritor cuenta que su abuelo paterno —noruego como el resto de sus antepasados directos— era «un gigante amable, de más de dos metros de alto», pero más adelante vuelve a asociar la imagen, en sentido negativo, con el director de su escuela: «Se llamaba señor Coombes, y conservo en el recuerdo la silueta de un hombre gigantesco con la cara como un jamón». A lo que luego agrega:

A los niños, todos los adultos se les aparecen como gigantes. Pero los directores de colegio (y los policías) son los gigantes más grandes y adquieren una estatura portentosamente exagerada. Es posible que el señor Coombes fuera un ser normal, aunque en mi recuerdo es un gigante vestido de tweed.

Incluso algunas mujeres pueden tener ese porte bestial, como la celadora de su internado: «De pronto, desde el fondo del pa­sillo, llegó un resonante ¡crunch! a nuestros oídos. ¡Crunch!, ¡crunch!, sonaban los pasos; era como si un gigante ca­minara sobre la gravilla. Luego oímos la voz estridente y furibunda de la celadora […]» (Boy), imagen que inmediatamente identificamos con la temeraria señorita Tronchatoro de Matilda.

Las personas más fuertes o poderosas son vistas con dimensiones desproporcionadas cuando uno está o se siente en situación de inferioridad. Por eso «lo enorme» suele presentarse en su obra como sinónimo de amenaza, aunque nada ha de juzgarse solo por su apariencia, sino por su actitud; un gigante no encarna el peligro por su desproporción física, sino que también puede valerse de ella para dar protección y refugio. Al igual que su abuelo, el propio Roald tenía una estatura nada convencional: a los trece años ya era más alto que la mayoría de sus profesores y de adulto llegó a medir casi dos metros. En El gran gigante bonachón, por un lado, existe el territorio de los gigantes monstruosos que se alimentan de personas, mientras que el héroe es una figura positiva y llena de ternura que, lejos de querer hacer daño a seres inofensivos, auxilia a quienes necesitan compañía o amparo (muchos han querido verlo como un alter ego del escritor). Su misión es defender, cobijar, hacer justicia. No como lo haría la policía, sino más bien como Robin Hood, ya que las instituciones, con sus armas, insignias y discursos impostados —Roald lo aprendió muy pronto—, no son garantía de seguridad, más bien al contrario: acaban siendo un fraude. En una entrevista, el propio escritor lo reconocía: «Nunca me llevé bien con las autoridades ni encajé en las instituciones […]. No me gustan los conformistas». Y en Boy dice:

Seguro que a estas alturas ya os estaréis preguntando por qué doy tanta importancia en estas páginas a la cuestión de los castigos corporales en las escuelas. La respuesta es que no puedo evitarlo. Durante toda mi vida escolar me aterró que a profesores y alumnos mayores se les permitiera herir literalmente a otros niños, y a veces herirlos de gravedad. No podía asimilarlo. Jamás he podido.

Quizá por eso, en cada uno de sus relatos, los protagonistas se dividen tan claramente en poderosos y oprimidos, en acosadores e indefensos, en estafadores ajusticiados y víctimas redimidas. Tanto las novelas para niños como los cuentos para adultos suelen volver sobre una problemática principal: el abuso. La confrontación se produce entre opuestos que miden sus fortalezas: críos dañinos o sádicos aventajados frente a niños nobles e inteligentes (Charlie y la fábrica de chocolate, «El cisne»); criaturas brillantes contra adultos incultos o despóticos (Matilda, James y el melocotón gigante, La maravillosa medicina de Jorge); y la humanidad como la peor amenaza o la mejor amiga de la naturaleza (El dedo mágico, El superzorro, «El cisne», «El niño que hablaba con los animales», «La máquina del sonido», «Cerdo»). Siempre se hace justicia, al igual que en los relatos clásicos. Y así como hay discordia, también encontramos la reunión armoniosa de mundos contrarios: los grandes bien avenidos con los diminutos (TheGremlins, James y el melocotón gigante, El gran gigante bonachón, Los mimpins), o adultos excepcionales que se alían con los pequeños (Danny, el campeón del mundo, Charlie y la fábrica de chocolate, Las brujas).

Lo que se impone por la fuerza, lo que sojuzga o bien todo cuanto exige resarcimiento a través de la igualdad, la venganza o la justicia sustenta la preocupación filosófica de Dahl. En otra entrevista, el escritor lo expone de manera clara: «Tengo una teoría propia de que los niños están en permanente guerra con los adultos, porque se pasan todo el tiempo siendo disciplinados». Luego continúa explicando que, en la escuela y en la casa, los adultos tratamos de moldear a los chicos, adaptarlos a nuestras expectativas o deseos, a tal punto que les damos poquísima autonomía real mientras intentan crecer. La tesis está en Los mimpins:

La madre de Billy se pasaba la vida diciéndole exactamente qué podía y qué no podía hacer. Todas las cosas que le estaban permitidas eran una lata. Todas las cosas que no le estaban per­mitidas eran de lo más tentadoras. Una de las que tenía ABSOLUTAMENTE PROHIBIDAS, la más tentadora de todas, era cruzar él solo la cancela del jardín y explorar el mundo que había más allá.

Ese mundo, el clandestino, es el que el escritor explora en sus historias. Y si bien ese pasaje resume el quid de toda literatura infantil, Dahl da un paso más allá al subvertir y parodiar sus presupuestos, como queda evidenciado en Cuentos en verso para niños perversos. Allí retoma los relatos más conocidos (Blancanieves, Caperucita Roja, Los tres cerditos) para desarraigarlos de la «versión falsificada, rosada, tonta, cursi, azucarada, que alguien con la mollera un poco rancia consideró mejor para la infancia […]», inyectarles el suero de la procacidad y adaptarlas al siglo xx.

No cabe duda de que ese tipo de fábulas y leyendas ejercieron una gran influencia sobre Dahl, como se verifica además en ¡Qué asco de bichos! Es sabido que Sofie Magdalene sirvió como fuente de historias y mundos imaginarios para sus hijos; por eso no cuesta deducir que, al caudal de relatos nórdicos que ella debió de aportar, se sumara el arsenal igualmente lleno de gnomos, gigantes, princesas y fantasía sobrenatural de la región céltica, la tierra adoptiva. Por otra parte, el escritor deja claro en las cartas su gusto por Dickens, así como es probable que bebiera de las Cautionary Tales (fábulas aleccionadoras inglesas del siglo xix), pero sobre todo de la parodia que hizo de ellas, en 1907, Hilaire Belloc, muy en la línea de Dahl.

Una de las observaciones de Sturrock a lo largo de Te quiere, Boy es que Sofie Magdalene, a la vez que impuso condiciones a Roald como estudiar en un internado inglés, tuvo el acierto de respetar, estimular y admirar su personalidad, así como de mantenerse cercana a pesar de las distancias físicas, lo que sin duda contribuyó a dar seguridad al hijo en su crecimiento. De hecho, esa relación de mutuo apoyo y cariño es visible en dos obras en las que la figura materna es central. En «Solo esto», el más estremecedor de sus textos sobre la guerra junto con «Katina», refiere el momento en que un piloto sufre un accidente aéreo en plena batalla y, preso de la confusión, cree sentir la reconfortante presencia de la madre junto a él, en la cabina del avión. En paralelo, la anciana, atenta a los sonidos de la guerra en el cielo por encima de su casa, no puede apartar la mente de su hijo combatiente y muere mientras sueña que está a su lado. La consustanciación entre madre e hijo alcanza una tensión hipnótica. Por lo demás, se ha comentado muchas veces que la amorosa abuela de Las brujas, una mujer noruega fuerte, moderna, repleta de mitología y creatividad, que se hace cargo del nieto cuando sus padres mueren, es una representación del tipo de lazo que Roald tenía con su madre, uno bastante idílico. El padre del protagonista en Danny, el campeón del mundo es otro exponente de ese modelo.

Un gigante encarna la alteridad, es un humanoide marginal, pero si además tiene un carácter benévolo —opuesto a la construcción del ideario popular—, entonces se trata de un ser doblemente desplazado, ya que quedará aislado también de sus iguales, como ocurre en El gran gigante bonachón. Según apunta Donald Sturrock en la biografía de Dahl, «la palabra hogar siempre fue un concepto muy difícil para Roald» por varias razones. En primer lugar, porque su familia de origen era noruega y sus padres habían migrado a Gales por motivos laborales, lo que los definía como foráneos en Gran Bretaña. Si bien nació en Llandaff, Cardiff, la primera lengua que Roald habló fue el noruego y pasó todas sus vacaciones de infancia en la costa noruega. Huérfano de padre, muy pronto tuvo que separarse de su madre y sus hermanas para crecer en diversos internados de Inglaterra, adonde llegaba como un expatriado —noruego-galés—, y en los que vivió años tan angustiantes que, en sus memorias, se refiere a ellos como cárceles. En Boy describe su llegada al primero, en Weston-super-Mare, al otro lado del canal de Bristol, cuando solamente tenía nueve años:

La primera noche de desamparo y tristeza en St. Peter’s, cuando me acurruqué en la cama y se apagaron las luces, no podía pensar en nada más que en mi casa y mi madre y mis hermanas. ¿Dónde estarán?, me preguntaba. ¿En qué dirección caería Llandaff respecto del punto en que estoy acostado? Comencé a hacer mis cálculos y no fue nada difícil determinarlo […]. Por tanto, si me volvía hacia la ventana, estaría de frente a mi casa. De modo que me di la vuelta completa en la cama, puse la cabeza en donde van los pies, y me quedé de cara a mi hogar y mi familia.

Desde entonces, durante los años que pasé en St. Peter’s nunca me dormí de espaldas a los míos […]. Eso me servía de consuelo.

La soledad de esa escena aparece replicada en Sofía, la niña del orfanato en El gran gigante bonachón. Seguramente influido por la tradición literaria inglesa, que abunda en la temática de los huérfanos y la miseria de la vida en los orfanatos, pero también por su propia experiencia tras la muerte del padre, los protagonistas en la obra infantil de Dahl a menudo pertenecen a una familia monoparental como la suya o son huérfanos, están debilitados por la situación de pobreza o tienen padres deleznables. El tema de la indefensión es un disparador en su ficción. Como dice Sturrock en la biografía, Dahl «estaba obsesionado con que los niños que carezcan de padres tengan poderes», por eso les otorga la herramienta de la magia o el deus ex machina de un adulto que acuda en su rescate, como la señorita Honey con Matilda, Willy Wonka con Charlie, la abuela en Las brujas, la reina con Sofía en El gran gigante bonachón, el duque millonario de La jirafa, el pelícano y el mono, etcétera.

No crezcas nunca puede leerse como el manifiesto de su postura frente a la infancia. Allí insiste en que los niños sanos son los que se resisten el mayor tiempo posible a las limitaciones correctivas, antilúdicas y anticreativas, de la adultez. Toda su obra infantil parece emerger, por eso, de las pesadillas que luego pudo, afortunadamente, volcar en la literatura.

En los relatos para jóvenes y adultos, el conflicto de la desigualdad persiste con igual nervio, solo que se aparta de lo simbólico y se interna aún más en la región laberíntica de lo psicológico, donde el escritor demuestra la agudeza de su observación acerca de los retorcimientos humanos. Un buen número de los cuentos se ocupa de relaciones perversas, a la vez que desaforadamente cómicas, en el seno de una pareja: ya sea un matrimonio, un par de desconocidos, dos amigos o socios. La matriz por lo general se repite, si bien las anécdotas son muy diversas. En buena parte de ellas, la que suele salir victoriosa ante las injurias del hombre es la mujer. Pienso en el cuento favorito de muchos lectores: «La subida al cielo», el de la señora que, tras treinta años de matrimonio, empieza a reconocerse saturada del maltrato de su esposo y, con la mejor coartada de la historia de la literatura, lo deja morir en el ascensor de la casa. Aunque si vamos a hablar de coartadas insuperables, es imposible pasar por alto «Cordero asado», en el que una mujer embarazada mata a su esposo con una pata de cordero congelada, justo en el momento en que él amenaza con dejarla, y luego la sirve asada como cena a los policías que investigan el crimen. Hay otros, menos conocidos, como «William y Mary». Cuando William sabe que va a morir, acepta que un amigo neurólogo extraiga su cerebro después de muerto y compruebe si puede seguir viviendo separado del cuerpo en un cuenco de postre. Así es que su materia gris de pronto tendrá el aspecto de una compota de manzana a la que se le añadirá, por gentileza, uno de los ojos, para que por lo menos tenga cosas que ver y entretenerse mientras yace post mortem en el plato. Tras décadas de sometimiento a las reglas de William, su esposa Mary empieza a gozar de aquello que el marido le prohibía, como fumar, ver la televisión o escuchar música a todo volumen, cosas que ella procurará hacer delante del ojo de William, incapaz de opinar o tomar represalias. En «Nunc Dimittis», luego de una larga competición de venganzas mutuas, la mujer ridiculizada por su amigo pintor delante de un sinnúmero de conocidos le envía un caviar al que él no puede resistirse y, según deducimos, acaba envenenado. Llevado al campo de las narraciones infantiles, Los cretinos reproduce esta suerte de esgrima maligna e infinita entre las dos partes de un matrimonio, y es uno de sus libros más terriblemente hilarantes.

Aparte de los relatos que tienen como escenario la guerra, los cuentos de este segundo grupo (cuyo esquema pre­dominante son las falsas sociedades) podrían clasificarse de psicológicos y domésticos. Como los valores fundamenta­les son la audacia y la astucia —para competir y desclasificar al contrincante, igual que en las fábulas—, los personajes pergeñan prácticas ilícitas, trampas de lo más insólitas, toda clase de mentiras, inventos estrambóticos, apuestas increíbles, infidelidades, zancadillas, junto con estrategias propias de la picaresca o el gag físico. Todo ello da lugar a los temas de la venganza y el ajusticiamiento («La venganza es mía, S. A.», además de los ya mencionados más arriba); los engaños y los golpes de fortuna («El autoestopista», «El hombre del paraguas», «Tatuaje») y, con mucha frecuencia, al tópico del burlador burlado («Placer de clérigo», «El tesoro de Mildenhall», «Hombre del sur», «El mayordomo», «El librero», «Apuestas», «La señora Bixby y el abrigo del coronel», «El cirujano», etcétera).

Junto con esos dos grupos, hay una tercera categoría de cuentos en los que la trama se aleja del orden de «lo normal» para aproximarse al clima de lo fantástico («La patrona», de aires cortazarianos; «Edward el conquistador», «El deseo», «La máquina del sonido») o incursionar en el universo de lo maravilloso y lo sobrenatural («El niño que hablaba con los animales», «El cisne», «Jalea real», «El bello George», entre otros), siendo estos fronterizos con sus historias infantiles.

El despotismo en el territorio de los adultos ya no es un asunto de tamaño o edad, sino de comportamiento y moral. De los casi sesenta relatos, dos retratan casos de bullying: «Galloping Foxley», en el que ilustra su propia vivencia escolar, tal como la describirá detalladamente en Boy; y «El cisne», donde unos chicos horribles —réplica del modelo parental que tienen en casa— someten a todo tipo de maldades a un niño más educado y sensible, del que se concluye:

Algunas personas, cuando ya han soportado demasiado y se han visto empujadas más allá de los límites de su resistencia, simplemente se vienen abajo y se rinden. Hay otras, aunque no son muchas, que por alguna razón serán siempre inconquistables. Las encuentras en tiempos de guerra y en tiempos de paz. Poseen un espíritu indomable y nada, ni el dolor ni la tortura ni la amenaza de muerte, logrará que se rindan. El pequeño Peter Watson era una de ellas.

El narrador aquí habla de resiliencia. Si hay algo que el escritor conoce es ese sentimiento, producto de haber sufrido una serie de pérdidas primordiales en su familia y de haber atravesado algunos accidentes de suma gravedad, además de los maltratos escolares, que le enseñaron a asumir una actitud resistente y superadora.

LA INVENCIÓN EN TODO ORDEN

Una de las cartas incluidas en Te quiere, Boy es un acertijo que el pequeño Roald escribe de corrido sin ninguna puntuación para, en el siguiente párrafo, redactarlo como corresponde: esta segunda versión contiene la respuesta a la adivinanza anterior. Los juegos de lenguaje, como todo aquello que suponga un desafío a las reglas y un incentivo a la imaginación, están en el corazón de su narrativa, en particular en la infantil, donde parte de la gracia para personajes y lectores reside en comunicarse con léxicos inventados. En El vicario que hablaba al revés, el protagonista es un sacerdote al que, ante una situación de estrés, se le activa la dislexia y empieza a decir las palabras invertidas: en lugar de God (Dios) dice dog (perro), de manera que su discurso cambia ridículamente de sentido y lo pone en aprietos en su papel como representante de la Iglesia. En Los mimpins, tanto humanos como duendes hablan su propia jerga:

No creas una sola palabra de lo que te ha dicho tu madre sobre destripantojos, cuernifunfuños, trompiluznantes, alimuñas espanto-rosas y el terrible escupilámpago, el monstruo chupasangres, arrancamuelas y chascahuesos. Nada de eso existe.

Una de las consecuencias del derrame cerebral que padeció su primera esposa, Patricia Neal, en 1965, fue la pérdida del habla; luego, a medida que se recuperaba, comenzó a hacer un uso distorsionado de las palabras. Dahl recordaba que, cuando ella quería decir, por ejemplo, «you drive me crazy» (me vuelves loca), decía «you jake my deodos», algo sin sentido. El escritor las apuntaba y, al parecer, de esa lista surgió en parte el idiolecto del protagonista en El gran gigante bonachón, una especie de lengua intervenida, donde el cambio más recurrente y cómico es human being (ser humano) por human bean (guisante humano), ya que la diferencia en la pronunciación es sutil, además de muchas otras:

«¿No lo sabías? ¡Cada guisante humano tiene un gusto diferente! Unos son supercaldisustanciosos. Otros, pringuichurrichientos. Los griegos son todos llenos de pringuichurrichientería. Ningún gingante come griegos.» Cuando Sofía lo corrige, él aclara: «Lo que pienso y lo que digo son dos cosas distintas».

Roald desarrolló un sistema para ayudar a su esposa a rehabilitarse de aquel derrame, por el que quedó paralizada y tuvo que aprender todo de nuevo. Su método fue exitoso, así como también dio resultado la válvula que ideó para el tratamiento cerebral de su hijo luego de un accidente. Le gustaba la medicina, lo embelesaban las ciencias. Las cartas ya anticipan esta afinidad; allí describe con deleite un sinnúmero de experimentaciones que lleva a cabo con sus amigos en el colegio: globos de fuego, redes para cazar cangrejos, una mermelada de moras casera, trampas novedosas para ratones. Su ficción está repleta de experimentos: es el gran caldero hirviente donde se prueban y se combinan los ingredientes más raros. Las píldoras para rejuvenecer de Willy Wonka, amén de su revolucionaria fábrica; las pasas de uva rellenas de somnífero para cazar faisanes en Danny, el campeóndel mundo; la medicina de Jorge para aniquilar a su abuela; el embalsamamiento de jóvenes atractivos en «La patrona»; el empleo de «Jalea real» para hacer crecer a un bebé; «La máquina del sonido» para escuchar la voz de las plantas; el fabricante de olores de «Perra», o la vida del cerebro separado del cuerpo en «William y Mary», entre muchos otros, dan muestra de hasta qué punto el ingenio de Dahl no tenía límites. De hecho, «El gran gramatizador automático» —donde un par de hombres inventan una máquina que, alimentada con palabras, géneros y estilos, puede crear importantes obras de forma automática— podría ser considerado hoy un anticipo visionario de los modelos basados en inteligencia artificial, como ChatGPT.

Los animales, las aves y las plantas, la naturaleza como conjunto, no solo hormiguean en las cartas sino también en su ficción. Una de las cartas está dirigida a sus cardenales y es normal que los animales aparezcan humanizados, como compañeros ideales de las personas, o se reencarnen y se produzcan metamorfosis. Es uno de los rasgos que Dahl tiene en común con otro escritor británico magistral, a ratos poco recordado, Hector H. Munro o Saki. El relato «Tatuaje» (que Dahl tituló «Skin» en inglés y que debería traducirse como «Piel») parece deberle mucho al cuento homónimo de su antecesor, junto con un sinfín de semejanzas que pueden detectarse entre los dos.

EL VUELO

Querida mamá:

… Me lo estoy pasando de maravilla; nunca había disfrutado tanto. He prestado juramento y definitivamente seré miembro de la RAF hasta el final de la guerra. Mi rango: oficial cadete, con muchos números para convertirme en alférez dentro de unos meses si no hago el ridículo… Volar es fantástico, y nuestros instructores son sumamente agradables y competentes. Con un poco de suerte empezaré a volar por mi cuenta a finales de esta semana.

Se puede volar con alas de ave, de avión o las que provee, tras un chasquido de dedos, la fantasía. Son muchos los personajes de Dahl que se salvan gracias a las posibilidades prodigiosas del vuelo. «Nunca había disfrutado tanto», le comentó a su madre tan pronto como aprendió a pilotar. Y las sensaciones que describe confirman cuán a gusto se sentía en ese elemento: el aire, el cielo. Además de ser el tema central de sus narraciones de guerra, el vuelo es una presencia constante en muchos otros relatos: como sinónimo de libertad absoluta, como reunión con la naturaleza y como salvación. Solo hay que estar atento, parece decir, porque la solución llega. Con ese mensaje cierra su último libro, su despedida, Los mimpins: «Quienes no creen en la magia nunca la encontrarán». Gracias a que mantenía vivo el asombro, el escritor detectaba lo inusual en todas partes. Pero lo más extraordinario que muestran estas cartas es la necesidad que tenía de compartirlo todo, hasta el más minúsculo pormenor, con su madre. Deseaba que ella no se perdiera nada:

… Hoy he realizado un vuelo campo a través y he podido ver una parte de Irak desde el aire. He visto la confluencia del Tigris y el Éufrates; he visto Bagdad; en el desierto he visto el Gran Arco de Ctesifonte, una de las siete maravillas y la mayor bóveda del mundo sin soporte; he visto una de las ciudades santas, con su enorme mezquita coronada por una cúpula de oro. Se la veía brillar al sol a muchos kilómetros de distancia. También he visto mucho desierto.

Seguro que puedes encontrar una imagen de esto en tu enciclopedia fotográfica.

Es una inmensa alegría saber que Te quiere, Boy verá por fin la luz en nuestro idioma. La primera vez que lo leí, en 2018, ya había devorado toda la obra infantil, sus cuentos para adultos y un par de biografías. Tuve la certeza de que este volumen no solo complementaba e iluminaba todo el corpus que podía reunirse de y sobre el escritor, sino que se trataba de unas páginas vibrantes. Me emocionaron, me entretuvieron, y apenas terminé de leerlo quise volver a empezar.

Ahora solo queda esperar que los lectores —los que ya conocen la obra de Roald Dahl y los que aún no han tenido esa suerte (o tienen esa suerte porque les espera la aventura, virgen, nueva)— se dispongan a disfrutar de esta biografía y de las cartas, donde hallarán infinitas claves acerca del hombre que ha hecho volar a tantas personas en el mundo. Porque nadie que crea en Dahl cree que existan imposibles.

Mariana Sández

Madrid, 13 de septiembre de 2023

TE QUIERE BOY

Para las madres extraordinarias, en todas partes.

Índice de localizaciones

La primera carta que Roald envió a casa, escrita en 1925. «Para complacer al temible director que se inclinaba sobre nuestros hombros —escribiría más tarde—, decíamos maravillas del colegio y no dejábamos de comentar lo simpáticos que eran los profesores.»

Querida mamá:

Me lo estoy pasando muy bien aquí.

Jugamos al fútbol cada día. Las camas no tienen muelles. ¿Me podrías enviar mis álbumes de sellos y unos cuantos sellos repetidos?

Los profesores son muy simpáticos. Ya he recibido toda mi ropa, y un cinturón, y una corbata, y una camiseta de deporte del colegio.

Te quiere,

Boy

Introducción

Roald Dahl es ampliamente conocido como uno de los autores más sobresalientes de la literatura infantil. Sin embargo, descubrió su vocación literaria de manera tardía, ya que solo después de cumplidos los cuarenta se aventuró a escribir un libro para niños, y hasta entonces nunca pareció albergar aspiración alguna por convertirse en escritor. Más tarde atribuyó este súbito cambio de marcha a «un monumental golpe en la cabeza» recibido en 1940, cuando se desempeñaba como piloto de guerra. El accidente de avión que sufrió en el desierto de Libia, creía, no solo le brindó un tema narrativo sino que, debido a las secuelas cerebrales, también transformó su personalidad y liberó sus ansias de escribir. Una observación acaso un tanto tramposa porque, si bien es cierto que Roald apenas se interesó por la escritura como actividad profesional hasta 1942, desde niño había estado practicando su arte en otro contexto: las cartas que escribía a su madre, Sofie Magdalene.

Estas cartas son extraordinarias. Más de seiscientas en total, abarcan un periodo de cuatro décadas que va desde 1925, cuando a la edad de nueve años enviaron a Roald a un internado, hasta 1965, dos años antes de la muerte de su madre. Sofie Magdalene guardó con esmero cada carta, así como la mayoría de los sobres, y no se separó de ellas a pesar de los bombardeos de la guerra, que la obligaron a cambiar varias veces de domicilio. En sus memorias de infancia, Boy, Roald describe de manera conmovedora el momento en que las descubrió:

Mi madre […] conservó todas las cartas, atándolas cuidadosamente en paquetes pulcros con cinta verde, pero lo mantuvo en secreto. Nunca me confesó que lo hacía. En 1967, cuando supo que se moría, yo estaba ingresado en un hospital de Oxford con motivo de una delicada operación de columna e incapacitado para escribirle, así que ordenó que instalaran un teléfono junto a mi cama para poder hablar conmigo una úl­tima vez. No me dijo que se estaba muriendo, de hecho nadie me lo mencionó, ya que yo mismo me hallaba en una situación com­plicada en aquel momento. Solo me preguntó cómo me sen­­tía, expresó su deseo de que me recuperara pronto y me manifestó su amor. Yo no tenía ni idea de que se moriría al día siguiente, mientras que ella sí lo sabía muy bien y por eso quiso ponerse en contacto y hablar conmigo una última vez. Cuando me recuperé y pude volver a casa, recibí aquella enorme recopilación de mis propias cartas […].

La mayor parte de ellas, y las más interesantes, se escribieron antes de 1946, año en que Roald publicó su primer volumen de cuentos y regresó a casa desde Estados Unidos para vivir con Sofie Magdalene en la zona rural de Buckinghamshire. Tienen un considerable valor biográfico, ya que brindan un relato completo y fascinante de la etapa escolar de Roald en las décadas de 1920 y 1930, de su estancia en Tanganica justo antes del estallido de la guerra, de su entrenamiento como piloto de la Real Fuerza Aérea en Irak y en Egipto, y de su experiencia de combate en Grecia y en Palestina. También dan cuenta de su periodo como diplomático en Washington y de su incursión en los servicios de inteligencia en Nueva York, además de registrar con nuevos detalles los inicios de su carrera literaria.

Tras la muerte de su madre en 1967, Roald recibió el conjunto de cartas que él le había escrito. Abarcan un periodo de cuarenta años, de 1925 a 1965.

Las cartas muestran, desde una perspectiva íntima, la relación entre una madre viuda y su único hijo varón. Y aunque la personalidad de Roald se revela con todos sus matices, la de Sofie Magdalene permanece en la sombra, dado que su parte de la correspondencia se ha perdido por completo.

Nacida en Oslo en 1885, Sofie Magdalene pertenecía a una familia de clase media estable. Su padre, Karl Laurits Hesselberg, se formó como científico y más tarde estudió Derecho para acabar trabajando como administrador en la Caja de Pensiones del Servicio Público noruego, donde ascendió hasta asumir el cargo de tesorero. Su madre, Ellen Wallace, era descendiente del rebelde medieval escocés William Wallace, cuya familia había huido a Noruega después de que los ingleses sofocaran la rebelión en Escocia.

Karl Laurits y Ellen (los «Buenagente», como a veces los apodaba cariñosamente Roald) eran padres controladores, por lo que al alcanzar Sofie Magdalene los veinticinco años, ni ella ni su hermano Alf ni sus dos hermanas se habían casado. En 1911, mientras visitaba a unos amigos en Dinamarca, conoció a un acaudalado viudo noruego, más de veinte años mayor que ella. Se llamaba Harald Dahl y había llegado de vacaciones desde Cardiff, donde era copropietario de un próspero negocio de corretaje marítimo. En cuestión de semanas, Sofie Magdalene y Harald estaban comprometidos.

Roald con su hermana mayor Alfhild y sus hermanas menores Else y Asta de vacaciones en Noruega, probablemente en 1925. «Todos hablábamos noruego y todos nuestros parientes vivían allí —escribiría en Boy—. Por eso, en cierto modo, ir a Noruega todos los veranos era como volver a casa.»

Ella tenía veintiséis años, era fuerte, determinada, y estaba ansiosa por romper el lazo con sus padres, que permitieron el enlace a regañadientes, pues desaprobaban que su hija se casara con un hombre que podría haber sido su padre y que abandonara Oslo para vivir en Cardiff. ¿Acaso anticipó Sofie Magdalene el destino que caería sobre sus dos hermanas menores, las tías de Roald, tante Ellen y tante Astrid? Estas no consiguieron escapar de la esclavitud impuesta por el padre, y se vieron forzadas a pasar toda su vida en la casa familiar de Josefines gate, cual personajes desesperanzados en una obra de Ibsen. Otros miembros de la familia de Roald las recordaban con una mezcla de diversión y curiosidad, ya fuera borrachas o drogadas, mientras se dedicaban a extraer metódicamente gusanos de las frambuesas con un alfiler.

Sofie Magdalene llegó a Cardiff tras una breve luna de miel en París y de inmediato se hizo cargo de su nuevo hogar. Harald tenía dos hijos, Ellen y Louis, del primer matrimonio con Marie, su esposa parisina. Al morir Marie, su madre, Ganou, había pasado a ocuparse de su crianza. Sofie Magdalene actuó con rapidez, se desprendió enseguida de Ganou y contrató a una niñera noruega, Birgit, para cuidar a los niños. La lengua francesa pasó a estar prohibida; a partir de entonces, en esa casa solo se permitiría hablar noruego e inglés.

En el lapso de cinco años, Sofie Magdalene dio a luz a cuatro hijos: Astri (1912), Alfhild (1914), Roald (1916) y Else (1917). Asta, la quinta, nació tras la muerte de Harald en 1920. Roald recibió su nombre en honor al explorador noruego Amundsen, que había alcanzado el Polo Sur en 1911, y cuyo sobrino, Jens, había trabajado por un breve periodo para la empresa de Harald (Aadnesen and Dahl) durante la Primera Guerra Mundial. En su condición de único hijo varón, Roald era el «orgullo y la alegría» de su madre y, por tanto, el más mimado. Las hermanas lo apodaron cariñosamente «su ojito derecho».

Debido a su nacionalidad noruega, Harald y Sofie Magdalene se vieron obligados a conseguir permisos de residencia cuando estalló la Primera Guerra Mundial, si bien el conflicto no perjudicó el negocio de Harald, que en 1917 compró una gran finca victoriana en la cercana localidad de Radyr. Contaba con algo más de sesenta hectáreas de tierra, su propio generador eléctrico, una lavandería y un conjunto de dependencias agrícolas anexas que incluían una pocilga. Roald recordaría con nostalgia sus enormes prados y terrazas, sus numerosos criados, los campos circundantes llenos de caballos, carros de heno, cerdos, pollos y vacas lecheras. Sin embargo, Harald no era un marido fácil. Podía ser retraído y poco dado a expresar sus emociones, tanto que en ocasiones rozaba la frialdad. En una época posterior, Sofie Magdalene le confesó en una carta a Claudia Marsh, amiga de Roald, que su marido podía ser «difícil si el ruido de los bebés le molestaba al trabajar». Incluso le contó a su nieta, Lou Pearl, que a veces le temía. A principios de febrero de 1920, a la hija mayor, Astri, se le diagnosticó una apendicitis aguda. El médico la operó en la casa, sobre la mesa limpia de la habitación de los niños, pero no pudo salvarla: el apéndice había reventado y Astri contrajo una peritonitis. Alrededor de una semana después murió por la infección; tenía siete años. Harald nunca se recuperó del golpe. «Astri era, con diferencia, la favorita de mi padre —escribió Roald en Boy—. La adoraba más allá de lo imaginable, y su muerte repentina lo dejó sin habla durante varios días. Estaba tan abrumado por el dolor que, cuando él mismo enfermó de neumonía al cabo de un mes, no le importó mucho vivir o morir.» Cuando escribió estas palabras, Roald era perfectamente consciente de lo que había sentido su padre, porque unas cuatro décadas más tarde él perdería a su hija mayor, también de siete años. Continúa diciendo: «Mi padre se negó a luchar. Estoy casi seguro de que pensaba en su amada hija y quería reunirse con ella en el cielo. Así que murió. Tenía cincuenta y siete años».