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Como toda experiencia educativa, la formación inicial del profesorado vive "de una tensión": aquello que la mueve, que la impulsa, aquello a lo que tiende, lo que va buscando poner en movimiento, lo que le da dirección, orientación. Pero también como toda experiencia educativa, la formación vive "en una tensión", o mejor, entre muchas tensiones: conflictos, contradicciones, tropiezos, desencuentros entre nuestras pretensiones y nuestros estudiantes, cuando no la dificultad de hacer pervivir un cierto sentido de la formación en una organización y un clima universitarios poco proclives para ello. ¿Cómo dar expresión a esta doble tensión? ¿Cómo hacerlo en conexión con la experiencia, con sus complejas tramas de prácticas, vivencias, sensaciones, reflexiones? ¿Y cómo hacerlo como una oportunidad de retomar las tensiones para dar lugar a un pensar y a un hacer fértiles, fructíferos? En este libro se da cuenta, en primera persona, de este pensar la experiencia de la formación, como modo de expresar su movimiento, su búsqueda de sentido, sus tensiones, y como origen de un saber que nace de la experiencia. Porque este es fuente de un saber pedagógico para quienes se dedican a la formación. Como lo es también para quienes se dedicarán al oficio de la educación.
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José Contreras Domingo (compilador)
Clara Arbiol i González, Remei Arnaus i Morral, Nieves Blanco García, José Contreras Domingo, Patricia Gabbarini, Asunción López Carretero, M. Dolores Molina Galvañ, Anna Nuri Serra, Susana Orozco Martínez, Montserrat Ventura Robira
Tensiones fructíferas: explorando el saber pedagógico en la formación del profesorado
Una mirada desde la experiencia
Colección Universidad
Tensiones fructíferas: explorando el saber pedagógico en la formación del profesorado. Una mirada desde la experiencia
Este libro es resultado del Proyecto de investigación «El saber profesional en docentes de Educación Primaria y sus implicaciones en la formación inicial del profesorado: estudios de casos» (EDU2011-29732-C02-01), financiado por el Ministerio de Economía y Competitividad.
Primera edición en papel: octubre de 2016 Primera edición: octubre de 2016
© José Contreras Domingo (comp.)
© De esta edición: Ediciones OCTAEDRO, S.L. Bailén, 5 – 08010 Barcelona Tel.: 93 246 40 02 – Fax: 93 231 18 68www.octaedro.com – [email protected]
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
ISBN: 978-84-9921-871-7
Diseño, producción y digitalización: Editorial Octaedro
Autoría
Clara Arbiol i González
Profesora del Departamento de Didáctica y Organización Escolar
Facultad de Filosofía y Ciencias de la Educación. Universidad de Valencia
Remei Arnaus i Morral
Profesora del Departamento de Didáctica y Organización Educativa
Facultad de Educación. Universidad de Barcelona
Nieves Blanco García
Profesora del Departamento de Didáctica y Organización Escolar
Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga
José Contreras Domingo
Profesor del Departamento de Didáctica y Organización Educativa
Facultad de Educación. Universidad de Barcelona
Patricia Gabbarini
Profesora de la Cátedra Prácticas Docentes y Residencias
Facultad de Filosofía y Humanidades. Universidad Nacional de Córdoba, Argentina
Asunción López Carretero
Profesora del Departamento de Didáctica y Organización Educativa
Facultad de Educación. Universidad de Barcelona
María Dolores Molina Galvañ
Profesora del Departamento de Didáctica y Organización Escolar
Facultad de Magisterio. Universidad de Valencia
Anna Nuri Serra
Profesora del Departamento de Didáctica y Organización Educativa
Facultad de Educación. Universidad de Barcelona
Susana Orozco Martínez
Profesora del Departamento de Didáctica y Organización Educativa
Facultad de Educación. Universidad de Barcelona
Montserrat Ventura Robira
Profesora del Departamento de Didáctica y Organización Educativa
Facultad de Educación. Universidad de Barcelona
1
Explorando el saber pedagógico en nuestras clases
José Contreras Domingo
Susana Orozco Martínez
Explorar nuestra experiencia en la formación
Desde hace ya algunos años, quienes colaboramos en este libro veníamos compartiendo nuestras preocupaciones y vivencias como docentes dedicados a la formación inicial de maestras y maestros, así como también a la de educadoras y educadores sociales. Esta historia compartida nos ha conducido recientemente al deseo de convertir lo que ya veníamos realizando en un proceso de investigación. Nuestro interés ha sido explorar lo que hacemos y vivimos en nuestro trabajo docente, lo que pasa y nos pasa en las clases, y las circunstancias y contextos que rodean y afectan a nuestro quehacer. Una autoexploración que nos permite indagar y sacar a la luz aspectos de los que se suele hablar poco, pero que creemos cruciales para entender lo que hay en juego en la formación. Con ella buscamos hacerlos conscientes y disponibles para nosotros y para quienes se dedican también a la formación del profesorado. Así pues, al estudiar nuestras experiencias, esperamos poner en movimiento y en comunicación asuntos poco revelados de la formación a los que creemos que hay que prestarles atención.
Desde su origen, nuestra preocupación no ha sido justificar un plan o programa de formación, sino estudiar algo de lo que solemos tener consciencia en cualquier proceso educativo, pero a lo que no siempre le dedicamos la atención y el trabajo de indagación necesarios: que la tarea educativa tiene mucho de borrosa, de resbaladiza, de imprevisible, de sutil, de delicada; y que la tarea de la formación también. Para nosotros era importante, en nuestra investigación, adentrarnos en lo que vivíamos y en cómo lo vivíamos para hacernos más conscientes de las sensaciones e inquietudes acerca de lo que supone el trabajo de la formación.
A poco que vayas más allá de definir prácticas y aplicar actividades y que empieces a prestarle atención a las sensaciones personales que se te producen en el desarrollo de las clases, a los acontecimientos cotidianos, a los estudiantes con quienes trabajas, y a las relaciones que se producen, con sus encuentros y desencuentros, comienza a quedarte claro que, para vivir y realizar tu trabajo, no es suficiente con tener un plan de actuación. A poco que te abras a las dinámicas colectivas de la clase, al desarrollo en el tiempo de un curso y al significado que este va adquiriendo, y que comiences a preguntarte sobre el sentido y el valor de lo que está ocurriendo; en cuanto empiezas a considerar los condicionantes institucionales y cómo se infiltran en los procesos y relaciones, afectando a su sentido; o cuando te preguntas por las historias personales de tus estudiantes, por cómo viven y reaccionan al acontecer de las clases y del curso, y por el sentido que este puede tener en la trayectoria de formación de cada uno; a poco que hayas creado un espacio personal para mirar todo esto y te hayas preguntado por lo que eso supone para ti…, el sentido de nuestro trabajo ha cambiado.
La tarea de la formación pone en juego muchas facetas y dimensiones que no pueden mantenerse en la ignorancia, o dejarlas en un segundo plano como si fueran aspectos despreciables. Y por nuestra parte no queríamos considerar nuestro trabajo sin incorporar, como parte del mismo, todas estas facetas y dimensiones que afectan y que se integran en él y que influyen en nuestras maneras de sentir, de hacer y de pensar. La formación es todo eso, y no solo la aplicación de un plan.
Por este motivo, explorar lo que hacemos y vivimos nos suponía adentrarnos en terrenos pantanosos, como los llama Donald Schön (1992). Buscábamos tener en cuenta lo que vivimos en la formación, con nuestras confusiones, tanteos, dudas, contradicciones, errores; así como con nuestros hallazgos y sorpresas; y también, por qué no, con nuestras claridades, deseos y pasos más o menos seguros con los que vamos trazando los caminos que seguimos en nuestra tarea como docentes en la formación del profesorado. Sin embargo, nuestra intención no ha sido simplemente compartir nuestras penas y alegrías. Al asumir lo intrincado del terreno pantanoso, lo que nos ha movido ha sido explorar e indagar en la naturaleza enrevesada de la experiencia de la formación más allá de los trazos gruesos y simplificados de planes de formación, diseño de prácticas y resultado de las mismas. Queríamos palpar con más consciencia sus zonas rugosas, difíciles, dudosas y frágiles. Pero, además, queríamos hacerlodesde dentro(García y Lewis, 2014), desde nuestras propias sensaciones, percepciones, intuiciones, búsquedas, realizaciones. Porque, como ha indicado John Loughran (2008), hay aspectos invisibles, relacionales, internos a la propia práctica de la formación que difícilmente pueden ser explorados por quienes no están tomando parte de ella. Y nuestra intención ha sido, ante todo, ser más conscientes de este entramado, percibirlo mejor y con más amplitud, porque al hacerlo en primera persona puedes vivir más los aspectos sutiles, relacionales y subjetivos que están presentes en estas experiencias.
No obstante, este proceso de mayor consciencia se orienta también por nuestro deseo de entender y entendernos mejor en aquello que hacemos y vivimos para clarificarnos y orientarnos en el sentido de nuestro trabajo educativo. Sin embargo, aunque no nos lo planteamos como un proceso de estudio de nuestra práctica dirigido a su modificación o a la solución de problemas, el hecho de dedicar una mayor atención a lo que hacemos y vivimos y nuestra necesidad de ganar en clarificación y de profundizar en el sentido que nos mueve –y que descubrimos al indagar en nuestra experiencia–, inevitablemente nos ha ido conduciendo a nuevas percepciones y realizaciones, nuevas formas de ser y de estar en nuestro trabajo de formación (Loughran, 2004; 2011). Estudiar nuestras prácticas nos ha ayudado a entender mejor algunas dificultades por las que pasamos y a entendernos respecto a ellas. Al fijarnos en lo que nos dificulta o en lo que nos permite hacer viables y sensatas nuestras clases –no solo para nosotros, sino también para nuestros estudiantes–, hemos podido pensar en lo que nos da sentido a nuestra labor en la formación.
La formación de un saber pedagógico personal
Nuestro modo de vivirnos en nuestro trabajo de la formación tiene un sustrato de ideas, claves de sentido, visiones, aspiraciones, formas de plantearnos nuestra práctica, modos de estar y hacer, etc., que tienen una historia personal según la cual nos hemos ido conformando en nuestro quehacer educativo (Clandinin, 1993a). Así, hemos ido componiendo, como cualquier otro docente, unsaber pedagógico personal. Pero no se trata de un saber fijo, estático. Porque si reconocemos y aceptamos lo delicado de la tarea educativa y la borrosidad de muchos de sus procesos y si prestamos atención a lo que ocurre y nos preguntamos por ello, advertiremos que se trata de un saber provisional, en evolución. Un saber dinámico si atendemos a la novedad de las relaciones, si nos mantenemos a la escucha y estamos abiertos a la pregunta por el sentido de nuestro trabajo, por lo que supone para nuestros estudiantes lo que hacemos, por la relevancia de la experiencia formativa que les ofrecemos. Un saber inestable, en movimiento, al vernos en la necesidad de recrear siempre las relaciones y el significado de las prácticas. Pero un saber necesario, con el que nos sostenemos como docentes.
Al explorar aquello que realizamos y vivimos en nuestro trabajo docente, le hemos prestado atención al modo en que vamos reconfigurando ese saber en el que nos sostenemos y con el que hacemos nuestro trabajo en la formación. Un saber que se va gestando y labrando en la confluencia entre las vicisitudes e historias personales, las prácticas y experiencias que vamos desarrollando, las condiciones institucionales en que se inscriben y los procesos de autoexploración que venimos realizando y que nos ayudan a cobrar consciencia y mover todo este entramado. Al explorar nuestra experiencia, queremos indagar en nuestro saber pedagógico, descubriendo y movilizando, junto a las múltiples facetas presentes en nuestras vivencias, el sentido que estas cobran para nosotros, la orientación que nos guía y las distintas dimensiones en juego en la formación del profesorado.
Sin embargo, al preguntarnos por el saber pedagógico en la formación, no nos limitamos al nuestro. De hecho, nuestra indagación ha venido precisamente motivada por nuestra inquietud acerca de lo que vivíamos en nuestras clases, al pretender favorecer con ellas que nuestros estudiantes pudieran también ir explorando y generando un saber pedagógico personal con el que sostenerse como docentes. Igual que nosotros, nuestros estudiantes han ido conformando, a lo largo de su historia y «a partir de su relación consigo, con los otros, con la sociedad y sus organizaciones» (Cifali, 2005: 180), un modo personal de pensar, sentir, vivir y desear las relaciones y la práctica educativa (Clandinin y Connelly, 2004); un saber «incorporado» (Contreras, 2010) e imprescindible a partir del cual pueden percibir, imaginar y vivirse en las relaciones educativas. Al ser la educación un oficio en el que te involucras y te pones en juego personalmente, solo puede realizarse a partir de lo que tienes como saber encarnado. Un saber personal que desdibuja la frontera entre ser y saber. Un saber necesario que requiere ser considerado en la experiencia de formación, pero que en muchos aspectos no tiene correspondencia con los contenidos disciplinares de las materias de los planes de estudio. Y cuando sí la tiene, su valor no depende de la transmisión y dominio de los contenidos, sino de otras facetas sutiles de la experiencia de la formación: depende de la capacidad que proporcionen estos saberes constituidos para descentrarse de la propia historia (Cifali, 2005), iluminándola e iluminando dimensiones y facetas del saber que han ido elaborando a partir de ella; de la oportunidad que propicien para reconocer los orígenes de sus saberes experienciales, apreciar sus aportaciones, elaborar sus significados, enriquecer sus perspectivas, y para que con ello puedan realizar su propio trabajo personal entre lo que ya traen consigo y las nuevas experiencias, pensamientos, visiones y posibilidades de lo educativo a las que puedan abrirse. Este movimiento interior dependerá de la toma de consciencia de las dimensiones de lo personal desde las que se viven en lo educativo, para poder así abrirse a su revisión, a su evolución. Y dependerá, además, de que colaboren a aumentar la percepción en las relaciones educativas y la sensibilidad a lo que significa acompañar procesos de aprendizaje y de crecimiento de otras personas. Porque, al fin y al cabo, el saber pedagógico, en cuanto que saber sostenido en primera persona, aunque tome las aportaciones de los saberes constituidos, se traduce siempre en una mediación personal entre sí y la experiencia de lo educativo. Un saber vinculado a una historia personal en evolución y abierto –si es sensible a la naturaleza de lo educativo– al acontecimiento, a la novedad, a quien tenemos delante (Pérez de Lara, 2006).
Lo que nos mueve en nuestras clases, y en consonancia con otras y otros autores (Bullough, 1997; Cifali, 2005; Clandininet al., 1993; Korthagenet al.,2013; Loughran, 2004, 2011; Pérez Gómez, 2010; Russell, 1997), es que la experiencia formativa les permita a nuestros estudiantes explorarse en sus historias y en sus saberes encarnados, conectando con las experiencias vividas y con las huellas que les han dejado, dilucidando aquellas cualidades que conectan con su sentido y deseo de lo educativo, y abriendo nuevas posibilidades y perspectivaspara imaginarse, vivirse y pensarse como educadoras o educadores (Arnaus, 2013). Esto es, buscamos un proceso y una experiencia de formación que cuente con uno mismo, de manera que puedan componer un modo personal de verse como docentes. Una experiencia de formación que cuente con sus experiencias y deseos, para poder así conectar con las facetas más personales y profundas de donde emerge la capacidad y el sentido de la acción en relación. Que les permita elaborar nuevas versiones y comprensiones de sus historias, de manera que se abran nuevos significados de lo vivido y nuevas disposiciones subjetivas hacia sus futuras experiencias. Que les autorice a repensar su sentido profundo de lo educativo en un plano íntimo para que desde aquí puedan ir gestando su saber pedagógico y didáctico; un saber que, aun contando con las aportaciones y legados pedagógicos, se abre, sin embargo, a que las y los estudiantes hagan su propia composición, que no es sino una reconfiguración de sus propias visiones ahora enriquecidas por las nuevas experiencias. Y esperamos así que nuestras y nuestros estudiantes vayan cultivando la confianza y la capacidad para generar sus propias prácticas, sin desconectarse de su deseo y sentido de lo educativo, cuidando las relaciones y lo que estas requieran, buscando las mediaciones adecuadas a las situaciones que vivan con su alumnado.
Tensiones
Quizás ahora pueda entenderse mejor que nuestra inquietud por lo que hacemos y vivimos en nuestras clases y la necesidad de preguntarnos por el saber personal con el que sostenemos nuestro trabajo tenía una especial preocupación de fondo; ya que si en todo proceso de formación se viven dificultades e incertidumbres, cuando lo que se pretende es favorecer la gestación de un sentido y criterio personales, estas dificultades e incertidumbres crecen. Ahora la formación no se resuelve en la transmisión de un saber constituido, porque se trata de favorecer un modo de saber que se cultiva y no tanto que se transmite. El terreno se torna aún más pantanoso al proponernos la enseñanza como una oportunidad para la exploración y recreación de un saber que tiene que generarse en el proceso, que es singular para cada estudiante y que subvierte algunos de los supuestos básicos de las instituciones educativas. Todo ello da lugar a que vivamos múltiples tensiones.
Somos docentes de lo que suelen denominarse «asignaturas teóricas»en un contexto institucionalizado en el que se entiende que nuestra tarea gira alrededor de la transmisión de un saber constituido. Se confía en que los estudiantes puedan dominar los conocimientos teóricos y aplicarlos a situaciones prácticas. Incluso en el predominio en la universidad actual del lenguaje de las competencias se entiende que estas siguen vinculadas a la capacidad de apropiarse de conocimientos externos, de saberlos utilizar y, en todo caso, de producir nuevos conocimientos. Pero el trabajo con nuestros estudiantes sobre los saberes que proceden de sus experiencias que se han gestado en sus vivencias y que se dirige a la generación de un saber propio da lugar a tensiones respecto a cómo asumimos y resolvemos la relación con las materias disciplinares que tenemos a nuestro cargo; en especial, cuando estas cuentan con una tradición académica consolidada y con unas expectativas respecto a sus contenidos en la articulación del plan de estudios, o en los conocimientos que se espera que nuestros estudiantes dominen.
La socialización académica de los estudiantes es fuente de otras tensiones entre la formación como adquisición de conocimientos externos y la formación como generación de saberes personales (Hogan y Clandinin, 1993). Por un lado, para la mayoría, sus experiencias educativas se han basado en la adquisición de conocimientos externos; lo cual significa que aprender y saber tienen un referente externo que proporciona seguridad (y aún más en el contexto de la evaluación institucionalizada que les ha enseñado a no asumir riesgos para sobrevivir en el sistema). Por otro lado, como fruto de esta socialización, esperan un sistema de formación centrado en la transmisión de conocimientos aplicables y seguros para resolver con éxito las situaciones de enseñanza que puedan encontrarse (y más aún en el clima de ansiedad actual de evaluaciones externas, de exigencias de resultados de rendimiento y de comparaciones entre escuelas y sistemas educativos). Sin embargo, la exploración y creación de un saber personal apela a la provisionalidad y la incertidumbre, a la aceptación de la inseguridad y a la confianza en los procesos de relación.
Pero de la misma manera, por nuestra parte también vivimos nuestras propias tensiones. Porque favorecer la generación de saberes personales supone abrirse a un proceso incierto e indeterminado en el transcurso de las clases, frente a la seguridad de seguir un plan. Tener un plan trazado proporciona cierta seguridad a profesores y estudiantes acerca de lo que abarcará un curso; mientras que explorar y generar saberes personales nos requiere como docentes estar atentos a los acontecimientos y conducir el curso en función de las necesidades. Sin embargo, Jean Clandinin nos recuerda:
Como profesorado de la universidad no solemos vivir nuestra enseñanza como un proceso de indagación, un proceso en el que vivir con nuestros estudiantes una construcción conjunta de significado. La narrativa institucional de la universidad nos pide al profesorado tener un plan docente preparado con antelación en el que se detallen los objetivos de conocimientos y los métodos de evaluación. (Clandinin, 1993c: 183)
Estas tensiones lo son porque tensan las situaciones que vivimos en las aulas con nuestros estudiantes, o las que vivimos en la institución en general con colegas o con las exigencias organizativas. Y en particular, respecto a los estudiantes, las convierten en fuente de malentendidos, dificultades, contradicciones. Pero precisamente porque existen estas discrepancias, polaridades, choques o tensiones, el trabajo educativo se hace mucho más necesario. Tales tensiones muestran también algo de las características de nuestro trabajo: mostrar lo que los conocimientos externos pueden o no proporcionarnos, autorizar (y autorizarnos) a elaborar y expresar un saber propio; ayudar a ver lo que la propia experiencia nos puede proporcionar como perspectiva educativa; reconocer la propia historia tras las formas de actuar y pensar; atrevernos a buscar en nuestro interior lo que queremos de nuestras vidas como educadores y educadoras; crear las condiciones para poder mantener conversaciones con distintas fuentes de pensamiento y de experiencias sin perder la conexión íntima con nuestras propias historias y con lo que nos interesa, nos inquieta o deseamos; reelaborar nuestros sistemas de seguridad sin perdernos, pero sin ponerla toda en referencias externas. Todo ello representa algo de la naturaleza del trabajo educativo necesario para nuestros estudiantes, pero también para nosotros.
Todas estas tensiones se producen, por tanto, en el contexto de la propiatensión de lo educativo, ese deseo de movimiento, de acontecimiento, que espera dar lugar a nuevas posibilidades y experiencias y que se abre a la esperanza de una transformación personal. Sin embargo, y por esto mismo, requieren ser consciente de (y si se puede, conseguir atravesar) las diversas traducciones de estas tensiones en el día a día de las clases; por ejemplo, cuando se producen desencuentros, o falta de sintonía en las relaciones educativas, o el no siempre fácil pasaje para dar a entender el sentido formativo de las propuestas que llevamos a las aulas, o las dificultades para que este no se pierda en el transcurso de las clases. Cuando una propuesta formativa quiere contar con lo personal, las relaciones de confianza son más necesarias, porque se pide a los estudiantes exponerse y confiar en lo que vaya a darse, aceptar seguir un camino no trazado y reconocer la incertidumbre de toda experiencia educativa. También requiere nuestra propia autoconfianza (Loughran, 2004), ya que por nuestra parte nos exponemos y, conscientes de lo que les estamos pidiendo, a veces dudamos y tememos.
Saber de la experiencia: partir de sí
Explorar elsaber pedagógicoen la formación es atender a lo que vivimos en nuestras clases cuando pretendemos algo sustancial pero delicado como experiencia educativa. La experiencia de la formación –por otro lado, como cualquier experiencia educativa viva, que tenga en cuenta y que cuente con quienes forman parte de ella– siempre está abierta a situaciones novedosas que requieren preguntarnos por su sentido. Al prestar atención a lo que vivimos, al intentar dar cuenta de ello y pensarlo buscando una orientación, nos encontramos en un proceso de gestación de un pensamiento pedagógico que no se desvincula de la experiencia, pero que a la vez va más allá de lo vivido. Nuestro saber de la formación se expresa al hilo del pensar que nace de la experiencia y que vuelve a ella, modificando tanto el significado que le atribuimos, como las nuevas experiencias que viviremos; y con ello, modificándonos a nosotros y nuestra manera de relacionarnos con la realidad.
Este es el significado profundo con el que concebimos nuestro saber pedagógico; y es este el mismo significado que le conferimos al saber pedagógico personal que esperamos que puedan ir cultivando nuestros estudiantes: una forma de relacionarse consigo y con sus experiencias (incluidas sus experiencias durante la formación), que les prepare para abrirse a los acontecimientos, al tener en cuenta y contar con quienes formen parte de las experiencias educativas que contribuyan a crear. Cuando decimos «saber pedagógico» no nos referimos a lo que tiene que saber un enseñante, sino al modo en que lo que sabe adquiere cualidad pedagógica. Son las cualidades pedagógicas las que permiten vivirse como un educador o una educadora atenta a su alumnado, a sus circunstancias y a su crecimiento; son las que convierten la relación en un encuentro y las que ayudan a crear las condiciones para que este pueda evolucionar, para que sus alumnas y alumnos amplíen las relaciones con el mundo, consigo, con los otros (Van Manen, 2004).
Podríamos decir que para nosotros el saber pedagógico personal es el saber de la experiencia de educar (Contreras y Pérez de Lara, 2010; Contreras, 2013). Un saber que no solo nace de la experiencia, esto es, de los acontecimientos que nos afectan y nos dejan pensando, sino que también nace de la «disposición a la experiencia», una apertura a dejar que las cosas nos lleguen, nos afecten, nos digan, nos interroguen sobre aquello que sucede… en la tensión entre lo que vivimos y el sentido educativo que nos impulsa. Un saber relacional (Webb y Blond, 1995) que emerge de la experiencia de la alteridad (Skliar y Larrosa, 2009), de la sorpresa y del misterio del otro; que no solo se pregunta por el otro, sino por sí mismo en relación con ese otro (Pérez de Lara, 2006). Por eso el saber pedagógico es también experiencia de sí y saber de sí que nace de la pregunta sobre lo que sucede en la relación y sobre lo adecuado para ella (Van Manen, 2003). Y que va nutriendo la capacidad de presencia propia (Rodgers y Raider-Roth, 2006) y de idear las acciones adecuadas, teniendo en cuenta la situación y a quienes forman parte de ella (Piussi, 1999).
Esta disposición a una relación generadora con la experiencia, creadora de pensamiento y de acción en primera persona ha sido reconocida por diversas autoras como una disposición de raíz más femenina que masculina: la necesidad y el deseo de estar en presencia subjetiva en lo que se hace y de pensarse conectadas con lo que se vive (Muraro, 2002; Belenkyet al., 1986; Clandinin, 1993b; Piussi, 2000). Es esta una disposición que, desde el pensamiento (y la pedagogía) de la diferencia sexual, se propone como un saber y como una experiencia de saber que, aunque de origen femenino, supone una ganancia para todos. Y la han llamado lapráctica del partir de sí. Partir de sí significa tener en cuenta la propia experiencia vivida para pensar, hablar y actuar en el mundo (Piussi, 1999). Una expresión que juega con su doble sentido: tenerse en cuenta a sí como punto de partida; y desde ahí, ir más allá de sí. Tal y como lo expresa Anna Maria Piussi (2000), debe entendersecomo enraizamiento y alejamiento simultáneos:
Como enraizarse en aquello que se es, en las relaciones con que se está involucrada, en aquellas que me llevan a ser la que soy, pero también en las que me permiten convertirme en lo que deseo… Y como alejarse: precisamente el reconocimiento de estos vínculos –consigo mismas, con el medio circundante, con los demás–, a menudo difíciles de reconocer debido a su profundidad, provoca el cambio y el alejamiento de aquello que se es para convertirse en otra, aunque sin perderse. (Piussi, 2000: 113)
Partir de sí es una forma de vivir la experiencia partiendo de ella para ir más allá; viviendo las relaciones en primera persona y buscando en ellas, en lo que en ellas se da y se requiere (y no en las normas), las claves para la acción. En cuanto tal, es una forma de relacionarse con el mundo, desde la propia subjetividad, expresando los vínculos que se tienen con él, y abriéndose a nuevas posibilidades, atreviéndose a la creación de nuevas relaciones y experiencias:
El acto de partir de sí como apertura hacia los otros y el mundo es continuamente renovable y debe renovarse, si entendemos por ello un «obtener de» para «ir hacia», para dar inicio a una nueva realidad que lógicamente aún no podemos prever completamente. (Piussi, 2000: 114)
Tensiones fructíferas
Lo que nos revela la práctica del partir de sí es la importancia de confiar en el trabajo de sí y de las relaciones como el camino por el que afrontar los conflictos y dificultades, las tensiones de la práctica educativa. Porque aunque estas se originan, o están en gran medida afectadas por nuestras historias culturales e institucionales, en su expresión concreta tienen que ver con la forma en que cada cual las vive y reacciona ante ellas, con nuestras historias singulares y con nuestras expectativas, con quienes somos y deseamos ser. No quedarse estancado con las tensiones, atravesarlas tomándolas según se nos manifiestan subjetiva y relacionalmente, y haciendo algo con ellas, se abre a una nueva experiencia, al hacer pensable lo que nos pasa y al revisar lo que deseamos. Y se abre también a una nueva manera de relacionarse con lo que se vive; que es en sí una experiencia de transformación personal. De este modo, el proceso de afrontar las tensiones puede ser en sí mismo una experiencia de formación: al pensar en lo que nos pasa, permite comprender su naturaleza, que es a la vez personal, relacional e institucional; y puede dar lugar a crear nuevas experiencias formativas, al conectar de nuevo con el sentido profundo que buscamos como formación, reorientando lo que hacemos; o al abrirse a la oportunidad de idear y tantear nuevas prácticas, teniendo en cuenta las necesidades, los deseos y las capacidades de quienes nos implicamos, docentes y estudiantes. A esto lo llamamos hacer fructíferas las tensiones. Las hacemos fructíferas para nosotros como docentes dedicados a la formación, y al encontrar un camino para mover las tensiones. Y también pueden serlo para nuestros estudiantes, en su preparación como educadores y educadoras, que experimentan en primera persona el trabajo de mediación en la relación educativa para hacerla fructífera mediante el intercambio y el entendimiento de todos. Hacer fructíferas las tensiones no es resolverlas, sino no paralizarse, al transformar nuestra relación con ellas.
El primero y más importante movimiento de transformación del mundo, también del mundo de la escuela, es la transformación de nuestra relación con él: modificación mental y simbólica del modo de pensarlo y representarlo a partir de nosotras mismas que nos consiente mirar hacia él y leer la realidad en profundidad, de actuar en un horizonte de sentido diverso más libre y más grande del que está delineado por la política escolar oficial, por los códigos administrativos-burocráticos, por el sistema de saberes especializados en la educación. (Piussi, 1999: 52)
Hacer fructíferas las tensiones es una idea que fue cobrando forma en el proceso de exploración de nuestra experiencia. Al revelársenos en nuestro estudio las tensiones presentes en nuestras prácticas y cómo las vivíamos, al compartirlas e indagar en lo que nos indicaban y en cómo nos relacionábamos con ellas, fue abriéndose, junto a nuestra consciencia de lo que nos suponían y de lo que nos mostraban de la naturaleza de nuestro trabajo, la posibilidad de llevar esta consciencia al propio proceso de formación. Al abrir una nueva manera de relacionarnos con lo que nos pasaba, nos autorizábamos a llevar esta posibilidad a las clases; con lo que nos prestábamos así a que algo pudiera suceder. La tensión de lo educativo, el deseo de acontecimiento y transformación, de que algo pueda suceder que haga efecto personal, nos ayudaba a aceptar esas tensiones, fuente de conflicto y dificultad, y a entender con más sutileza que de lo que pasa en las clases puede nacer la posibilidad de aprender, de un modo vivencial y encarnado, aspectos sustanciales del oficio educativo asumiendo una tensión potencialmente creadora.
Autoexploración
Lo anterior muestra el propósito de la autoexploración: indagar en nuestra experiencia; esto es, ahondar en vivencias significativas para cobrar más consciencia de ellas y de las cuestiones que con ellas podemos desvelar como relevantes en los procesos de formación. Este ganar en consciencia significa poner en continua relación nuestro mundo interior con el mundo exterior. Al indagar en esta conexión, podemos aumentar la percepción de ambos mundos y modificar su relación, percibir con más amplitud y profundidad lo que ocurre y lo que nos ocurre. Esto significa que hablamos de la formación desde los vínculos que tenemos con ella. Pensamos con más intensidad no tanto en la formación, sino en lo que significa «dedicarse» a la formación en las aulas universitarias: lo que allí se mueve o se estanca, lo que nos abre posibilidades o nos las cierra, lo que está en nuestras manos o no, lo que llegamos a entender o se nos escapa. Pensamos, desde el lugar que ocupamos en ella, en qué hay en juego en la formación, en qué consiste nuestro oficio y qué vale la pena intentar.
Hemos concebido esta autoexploración como una investigación de la experiencia (Contreras y Pérez de Lara, 2010). Al investigarla, no nos guía tanto exponer e interpretar nuestras prácticas, sino dar lugar a un pensar pedagógico que nace de lo vivido. Tomamos escenas relevantes, o inquietudes y aspiraciones presentes en nosotros para, entrando en ellas, abrir un espacio de pensamiento en el que intentar apreciar la tensión de lo educativo que podemos percibir entre lo que hacemos y lo que nos mueve a ello, o entre lo que ocurre y lo que eso nos significa o nos sugiere.
Si nos interesa recuperar lo que hacemos y nos pasa en nuestras clases, es para conseguir abrir y mantener vivas en nosotros las preguntas pedagógicas de nuestro trabajo: ¿en qué consiste la formación de educadoras y educadores?, ¿en qué consiste la tarea que realizarán y qué significa ayudarles a prepararse para ello? Son preguntas que nunca se acaban de responder y que, en cualquier caso, no es suficiente con planteárselas en abstracto y en general. Su respuesta tiene que conseguir ser particular, concreta, situacional; por eso tiene que partir de la experiencia y volver a ella. Y al volver, solo puede hacerlo renaciendo cada vez: ¿en qué consiste, en estas circunstancias, en este momento, con estas y estos estudiantes, para mí, que soy su profesor, su profesora, acompañarles durante un tiempo en su proceso de llegar a ser maestras o maestros?
Así pues, con nuestra autoinvestigación no pretendemos tanto responder a nuestras preguntas como sostenerlas –esto es, mantenerlas significativas en el presente– y sostenernos en ellas –es decir, aprender a vivir con ellas para ir despertando y renovando cada vez el sentido de nuestro trabajo–. Mostrando, y mostrándonos, los caminos que recorremos y las vicisitudes a las que nos enfrentamos, indagando en todo ello buscamos conectar mejor con esas preguntas y con los tanteos y la provisionalidad de sus respuestas. Mantener vivas las preguntas significa para nosotros hacerlas fructíferas: poder impulsarnos con ellas para mantener una relación creativa, de búsqueda en nuestro trabajo; y al mirar lo que hacemos y vivimos, lo que nos pasa en nuestras clases con nuestros estudiantes, poder preguntarnos de nuevo, y así vivificarlas y renovarlas.
Lo que hacemos como proceso de autoexploración podría considerarse dentro del ámbito de lo que en los países anglosajones llaman«autoestudio de las prácticas de formación del profesorado»(en inglés, S-STEP:self-study of teacher education practices; véase Loughranet al., 2004), una denominación amplia para referirse a las autoinvestigaciones de quienes se dedican a la formación. Y en particular, nos han interesado aquellas modalidades de autoestudio que se han basado en la indagación narrativa (Clandininet al., 1993; Kitchenet al., 2011), porque encontramos en esta forma de investigación una sensibilidad especial para la investigación de la experiencia en la que nos reconocemos.
Desde la perspectiva de la indagación narrativa que han fundamentado y desarrollado Jean Clandinin y Michael Connelly (2000) (Clandinin, 2013), su propósito es significar y profundizar la experiencia mediante el proceso de contar y recontar lo vivido. «No es tanto la aplicación de una técnica académica para comprender los fenómenos como un “entrar en” los fenómenos y participar de ellos» (Clandinin, 1992: 126). No pretende representar la realidad, sino pensar a partir de la experiencia para dar lugar a nuevas versiones de lo vivido, así como abrir la posibilidad de nuevas experiencias. Al entrar en lo vivido, se abre la percepción y la imaginación, y se crea una nueva sensibilidad y disposición a las nuevas experiencias que puedan darse. En la misma orientación que la investigación de la experiencia, se pretende promover un proceso personal más que un programa de acción; un movimiento interior de donde pueda nacer una nueva forma de estar y de hacer, no una intervención sobre los demás que deja sin tocar el propio mundo interior, aquel del cual debe nacer una nueva forma de relación y de acción (Downey y Clandinin, 2010).
Escritura y grupo
Durante el tiempo que hemos dedicado a nuestra investigación, el camino que hemos seguido ha estado lejos de ser lineal y mecánico, como una secuencia que obedece a un plan predefinido. En el recorrido, desde de sus inicios, el propio camino nos iba inspirando. Y en sus inicios, la actividad fundamental ha consistido en la escritura y reescritura de textos relacionados con nuestra experiencia como docentes en la formación. Estos textos los compartíamos en el grupo de investigación; lo que daba lugar a conversaciones en las que se solía producir una combinación entre el enraizamiento y el alejamiento con el que Anna Maria Piussi (2000) caracteriza el partir de sí; en esta ocasión no ya solo como movimiento personal, sino también en el pensamiento del grupo; de tal manera que, en nuestras conversaciones, nos movíamos entre los significados personales y las resonancias que nos producían las experiencias relatadas, por una parte, y el despegue, por otra, hacia reflexiones que nos sugerían esos hechos y con las que buscábamos descifrar los asuntos pedagógicos de fondo que en esas historias se reflejaban o que, por el contrario, nos reclamaban ser atendidos.
Tres han sido sobre todo los desencadenantes de nuestra escritura. En primer lugar, la elección de experiencias significativas de nuestras clases. En ocasiones se ha tratado de situaciones que por algún motivo se nos han presentado como relevantes y con necesidad de elaborarlas, pensarlas y compartirlas; acontecimientos que encerraban alguna fricción o incomodidad, alguna tensión; o sucesos y reacciones que no nos resultaba fácil entender o acoger; o bien que nos sorprendían y nos reclamaban pensarlos más para intentar captarlos con más precisión y claridad; a veces, actuaciones nuestras que nos hemos visto en la necesidad de considerarlas con más atención. Aunque no siempre hemos seleccionado escenas particulares. A veces lo que nos ha movido a la escritura ha sido algún asunto que refleja algún aspecto relevante de nuestra experiencia en la formación, pero que no se reduce a una escena: pueden ser situaciones que se nos repiten, sensaciones que se nos van produciendo con el paso del tiempo en torno a aspectos significativos de nuestro trabajo, algún aspecto de nuestra trayectoria y de nuestros cambios en la forma de hacer y vivir la tarea de la formación, etc. Lo que elegimos suele revelar algún aspecto sensible presente en los procesos de formación, o bien alguna dimensión personal en la forma de vivirlos que hemos necesitado examinar. En definitiva, buscamos, mediante el rescate de vivencias, tocar y explorar algo relevante para nosotros, a la vez que sustancial de la experiencia de la formación, y que no necesariamente percibimos con claridad, ni comprendemos biena priori. Intentamos entender lo que hacemos y entendernos en lo que hacemos. Al escribir, pretendemos dar forma a todo ello mientras nos preguntamos y aspiramos a comprender qué es lo que tiene que decirnos la experiencia que hemos elegido.
En segundo lugar, hemos procurado mantener una relación entre las situaciones que exploramos y la pregunta acerca del sentido que adquiere para nosotros la tarea de la formación. Para ello nos hemos ayudado de propuestas de pensamiento y escritura que, sin desconectarse de la experiencia vivida, nos permitieran, en un sentido más fenomenológico, mantener presente la pregunta por la esencia o la sustancia de nuestra actividad: ¿cuál es la naturaleza y el sentido de la formación de educadoras y educadores?, ¿cómo la experimentamos?, ¿cómo la vamos percibiendo y elaborando en relación con lo que hacemos y nos pasa? Una forma productiva de favorecer esta conexión entre la experiencia y su sentido pedagógico fue el texto de Cristina Mecenero «Cerca del comienzo». En este texto, su autora, una maestra italiana, al preguntarse acerca del sentido de su trabajo, empieza de la siguiente manera: «¿En qué trabajo? Me ocupo de estar cerca del comienzo; este es mi oficio» (Mecenero, 2003: 103). Y desde aquí, rescatando algunas vivencias, va elaborando lo que significa para ella estar cerca del comienzo de niñas y niños que están iniciando muchas experiencias en sus vidas, y lo que significa acompañarles en ese trayecto, prestando atención a lo esencial y planteándose preguntas acerca de cómo estar cerca de esos inicios.
Emulando este texto, en el que la autora busca tocar el núcleo de su tarea como maestra, nos preguntamos también por nuestra parte en qué consiste nuestro trabajo. De este modo, sin despegarnos tampoco de nuestras vivencias, nos abrimos a la pregunta fenomenológica acerca de la cualidad pedagógica de lo que hacemos, y acerca de cómo conecta de un modo existencial con nuestro interior. Porque como dice Max Van Manen (2003: 63), «preguntar algo de verdad significa interrogar algo desde el fondo de nuestra existencia, desde el centro de nuestro ser».
Preguntarnos en qué consiste formar docentes, o qué es dedicarse a la formación en conexión con lo que hacemos y nos pasa es la manera de evitar que la pregunta se vaya a la abstracción impersonal; y a la vez nos abre una forma de relacionarnos con nuestra experiencia que la trasciende, que le pide algo más que simplemente contarla, al introducir en ella la tensión de lo educativo, una tensión creadora del pensamiento y de la acción. Porque esta pregunta no se responde de forma descriptiva, como conjunto de prácticas que se realizan. Al interrogarse por su cualidad pedagógica (aquella que permite que la formación sea formación), no es suficiente con su facticidad, sino con lo que le da la cualidad bajo la que la contemplamos.
Al plantearnos esta pregunta en relación con nuestras experiencias y a los textos que íbamos escribiendo, nos ayudábamos a buscar y mantener el tono y la tensión entre lo que hacemos y nos pasa y lo que nos mueve en nuestro oficio.
En tercer lugar, nos hemos propuesto también –a veces como resultado de la conjunción de estas dos propuestas de escritura anteriores– explicitar algunas claves de sentido que nos orientan en nuestras prácticas y en los procesos de enseñanza que seguimos en nuestras clases. Así, cuando en nuestros intercambios en grupo hemos captado que alguien expresaba una forma de proceder en sus clases que revelaba algún aspecto esencial de una formación que cuenta con un saber personal y lo promueve, hemos animado a profundizar en ella. La profundización, guiada por una escritura de la experiencia (aquella que junto a las prácticas y los acontecimientos reconstruye la trama que la compone como vivencia, busca su hilo conductor, indaga en sus cualidades pedagógicas y se pregunta por su valor como proceso de formación), nos permitía tomar más consciencia de lo que realizamos y nos ayudaba a examinar con más detalle lo que nos orienta como sentido en la formación. También nos ayudaba a ver los límites o las tensiones que sentimos en nuestras prácticas.
En sus diferentes orígenes y resoluciones de nuestra escritura, como puede verse, hemos buscado un pensar vinculado a la experiencia, una escritura en primera persona con la que expresar no solo lo que hacemos o lo que ocurre en nuestras clases, sino también cómo todo eso nos afecta, nos repercute; qué nos supone y cómo nos mueve en nuestras ideas asentadas, o en nuestras percepciones y valoraciones, cómo nos con-mueve: una atención a nuestro mundo interior, en relación con lo que hacemos y ocurre; una expresión de nuestro «movimiento interior» (López Carretero, 2010), al adentrarnos existencialmente en los terrenos pantanosos de la práctica de los que hablaba Donald Schön (1992). Pero con este proceso, de la misma forma en que se lo plantean Aiden Downey y Jean Clandinin, no hemos pretendido «desecar el “pantano” de la experiencia mediante un análisis sistemático de aspectos particulares de las situaciones, sino, en todo caso, hacer que su carácter turbio y embarrado llegue a ser incluso más generativo, en el sentido de abrirle posibilidades de ser otra cosa, de poder vivir y contar otras historias» (Downey y Clandinin, 2010: 395).
En este proceso ha sido esencial el acompañamiento del grupo de investigación, que ha consistido en una comunidad de pensamiento que ha querido cuidar las relaciones de respeto y de confianza, ya que con lo que exponíamos en nuestras reuniones nos exponíamos en muchas facetas delicadas de nuestra forma de ser y actuar como docentes. Pero a la vez ha querido ser un lugar que, acogiendo lo que cada cual aportaba, pudiera abrir nuevas lecturas a lo compartido, así como un espacio de creación de pensamiento, estimulado por lo que llevábamos a nuestros encuentros. Esto ha supuesto que los intercambios en el seno del grupo (o entre sus miembros por otros medios de comunicación, especialmente al compartir nuestros textos), fueran generadores de una nueva mirada personal a nuestra experiencia y a nuestra escritura. Y generadores también de movimientos en el pensar, creándose así ideas compartidas como grupo, que cada cual después tomaba por su cuenta para volver a sus textos y a sus clases. Nuestros encuentros nos ponían otra vez en camino, dando lugar a nuevas aproximaciones y reescrituras, buscando desde otra luz, otra manera de mirar a nuestras vivencias, sensaciones y aspiraciones, indagando en lo que no habíamos sabido ver. Fue así como apareció la idea de hacer fructificar las tensiones, que nos dio una nueva dimensión en nuestra forma de percibir, expresar y mover nuestra experiencia. Esta idea nos condujo a pensar de nuevo cómo narrábamos nuestras historias, que había otras posibilidades de relacionarse con lo vivido y que se abría también la oportunidad de vivir nuevas experiencias en los procesos de formación.
La escritura ha sido el autoexigente camino seguido para conectar mundo interior y exterior, narración y pensamiento, experiencia y saber. Los relatos de experiencia utilizados como desencadenantes iban evolucionando conforme, en conversación interior, buscábamos una escritura más atenta en relación a lo que habíamos experimentado, más interrogativa sobre lo que aquello nos significaba, más abierta a captar la tensión de lo educativo tal y como la sentíamos, y más precisa y sensible en el uso de un lenguaje que pudiéramos reconocer en conexión personal con todo lo anterior. Estos relatos, en sus primeras versiones, también evolucionaban gracias a las conversaciones de grupo y con aquellas lecturas de autoras y autores con quienes encontrábamos interlocución. El pensamiento que nacía de estas conversaciones en ocasiones nos dirigía claramente a la necesidad de reescritura provocada por las nuevas ideas y clarificaciones que recibíamos con respecto a nuestra experiencia particular y a la forma en que la habíamos elaborado. Pero en otras ocasiones, estas conversaciones tenían otro efecto más de fondo, como una siembra en campo fértil, y transformaban nuestras percepciones al otorgar una nueva luz a nuestras experiencias y animarnos a nuevas escrituras.
Invitación a la lectura
Los textos compuestos durante el transcurso de la investigación eran una escritura viva, en proceso, que manteníamos abierta como oportunidad de hacer pensable y comunicable en el grupo nuestra experiencia y sus reelaboraciones. Como material de trabajo, tanteaban distintos aspectos de nuestra experiencia recogiendo relatos y reflexiones variadas con las que examinar nuestras vivencias e inquietudes. Sin embargo, los capítulos que componen este libro, aunque retoman estos escritos, han sido elaborados proporcionándoles a cada uno de ellos una unidad interna y emprendiendo de nuevo una última exploración en donde vuelven a combinarse, hasta su versión final, los procesos de escritura y reescritura y el intercambio con el grupo. Las autoras y el autor de cada capítulo han elegido un hilo conductor en el que se profundiza en la experiencia personal de quienes lo han escrito, a la luz de lo que como grupo hemos ido compartiendo. Representan y sondean los asuntos que más nos han ocupado y preocupado durante nuestro estudio, y toman como motivo común las tensiones de la formación y lo que para nosotros significa y supone hacerlas fructíferas.
Podríamos decir que, en nuestra experiencia de la investigación, nuestro saber pedagógico se revela en el recorrido que hemos realizado, no en las conclusiones. Explorar nuestro saber no es destilar las conclusiones de nuestro pensamiento, sino irse abriendo a la experiencia y preguntarse por ella. Lo que importa es la forma de abrir la pregunta pedagógica, y de abrirse a ella, al tratar de dar cuenta de la experiencia vivida. Lo que queda es la forma de ir relacionándose con la experiencia y de ir encontrando un camino propio provisional y cambiante, sensible a los acontecimientos y a nuestros estudiantes. Lo que exponemos no son soluciones, sino «historias que iluminan las tensiones que cada una de nosotras experimentamos al vivir nuestras historias personales insertas en las historias culturales e institucionales de la formación» (Clandinin, 1993: 14). Lo que importa es descubrir y nutrir cada cual la tensión de lo educativo y visualizar la posibilidad de que genere movimientos fructíferos.
Lo que cuenta como saber no es un conjunto de conclusiones, sino el recorrido de nuestro pensar en situación, que, a la vez que deja un cierto poso, necesita ser vivido y aprendido de nuevo cada vez, porque cada vez, las vivencias, las personas y las situaciones adquieren nuevos matices y cualidades y requieren nuevas respuestas. Lo que cuenta es prepararse para iniciar el recorrido cada vez. La experiencia es la experiencia del viajero que no se sabe los sitios a los que irá, sino que tiene experiencia en viajar, esto es, en relacionarse cada vez de nuevo con lo que pase. Para lo que nos prepara la indagación de la experiencia es para iniciar de nuevo lo que esté por venir. Lo que pretendemos comunicar con nuestro estudio es la experiencia de un viaje que cada cual debe realizar por su cuenta.
Por eso, con estos textos, invitamos a recorrer caminos parecidos, a investigar la propia experiencia de la formación como camino para generar un saber pedagógico propio y para fomentarlo en quienes se preparan para ser docentes en general. Esperamos que quien los lea busque sus propias resonancias, se conecte con su experiencia y con sus preguntas, se anime a descifrar sus propios asuntos pedagógicos, sus tensiones, sus frutos. Y esperamos que cada cual lea estos capítulos desde su propia experiencia y que ello provoque, como lo ha hecho en nosotros, la necesidad de seguir cultivando un saber encarnado, provisional, tentativo, en tensión fructífera.
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Una mirada hacia el interior. Estudio de autoexploración en compañía
Susana Orozco Martínez
Introducción
Compartir el complejo recorrido de autoexploración que como profesora e investigadora vivo en las aulas universitarias me resulta una tarea delicada. La dificultad radica, quizás, en que estamos ante un entramado en continuo movimiento, donde la biografía personal, escolar y profesional, junto con las experiencias vividas, se combinan y guían, de alguna manera, el modo como elijo estar en la universidad.
Este proceso de autoexploración requiere reflexionar sobre la experiencia personal vivida tratando de comprender la importancia que tiene nuestro pasado en el aprendizaje actual (Boud, Cohen, y Walker, 2011). Por ello resulta imprescindible detenerme, mirar qué es lo que me está pasando, qué cosas repercuten, resuenan en mí, por qué y cómo. Mirarme a mí misma constituye el punto de partida donde el campo empírico de mi experiencia vivida de forma cotidiana (Van Manen, 2003) adquiere nuevos sentidos y significados; percepción en la que incluyo a los otros y las otras que compartieron y comparten el camino.
En general, las experiencias son situaciones que se viven en primera persona, individuales, invisibles (a veces) a la percepción y al discernimiento. Tal es así que, en ocasiones, no las reconocemos ni registramos. No obstante, detenernos y mirarlas se tornaría en una invitación a repensarnos, o simplemente repasar lo que vivimos o nos está pasando y emocionarnos con ello.
En ocasiones, al atravesar por historias singulares, advertimos que compartimos narraciones vitales con personas a quienes nos unen intereses, motivaciones o el haber coincidido en el momento y lugar oportuno. Por eso la autoexploración, el mirarse no excluye al otro, a la otra, todo lo contrario, lo incorpora enriqueciendo mi mirada, mi experiencia; nuestras miradas, nuestras experiencias.
Pensar la educación o el hecho educativo desde la experiencia habitada permite analizar qué me está pasando, interpelar y reflexionar sobre lo que hago y cómo lo hago y evidenciar que junto a mí se desarrollan aconteceres y situaciones que no puedo ignorar.
En el aula se suceden muchas vidas, se interrelacionan. El encuentro cara a cara envuelve el misterio que todo descubrimiento mutuo encierra, donde las expectativas, los miedos y la perplejidad forman parte de ese hallazgo con el otro. La presencia del otro o la otra no puede dejarnos indiferentes; están ahí, estamos ahí. «Aceptar la relación educativa en su carácter de encuentro inédito y pensarla, es decir, indagar en ella por fuera de todo ideal buscando la relación entre lo que alguien vive y lo que piensa y dice a partir de ello» (Molina, 2013: 3) posibilita ubicarla en toda su extensión y descubrir la complejidad que habita en las aulas, donde las tensiones atraviesan la tarea docente, que, en vez de inmovilizar, nos debería llevar a repensar qué es lo que está pasando.
Me detengo, observo el aula universitaria. Advierto la vida que fluye en ella y reconozco una serie de tensiones, desencuentros, conflictos a los que ubico al ras de la tierra o en la superficie. Tensiones que tienen que ver conmigo (miedos, incertidumbres, dificultades), pero también con ella y ellos (expectativas no cubiertas, visones diferentes, temores), y que contribuyen o entorpecen el desarrollo de un planteamiento de la relación educativa, donde el cuidado y el acogimiento de todos y cada una intenta dar sentido a la práctica formativa. Práctica formativa desde la relación pensante con lo que nos pasa, cómo y por qué; práctica desde el diálogo fructífero con los autores a quienes damos autoridad, pero constituyéndonos, a su vez, nosotros mismos en autores y responsables de lo que decimos, cómo y por qué.
No puedo, no tengo experiencia
Cuando a los estudiantes universitarios, futuros docentes de Educación Primaria, se los anima a recurrir a sus experiencias repiten una y otra vez que no tienen, que no saben, que no conocen cómo funciona una escuela, cómo se enseña, etc. La dinámica temporal se instala en ellos. Tiempo cronológico, ligado a sus años, a su existir (que no vivencial), que ignora que tuvieron un recorrido escolar que fue el que les posibilitó estar hoy en la universidad. Experiencia personal, vivida, pero quizás no reflexionada ni analizada desde el rol de futuro maestro que quieren ser.
Desentrañar esa idea y percepción requiere desandar caminos para ubicarlos en otros registros y en otros tiempos, es decir, en aquellos cuando fueron aprendientes. Esto se constituye en una potente lente a través de la cual puedan ver sus prácticas como estudiantes y cómo y de qué manera desean y pueden proyectarse como futuros educadores (Boud, Cohen, y Walker, 2011).