Tierra de hadas - Esther Carretero - E-Book

Tierra de hadas E-Book

Esther Carretero

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Beschreibung

¿Crees en la magia? Para Sofía, eso solo formaba parte del mundo de su hermana gemela, Diana, a quien perdió hacía ya más de un año en un terrible accidente en el río. Sin embargo, en sus sueños, la magia toma la forma de algo extraño que la sacó del agua, salvándola, y ahora también parece acecharla entre las sombras, tras cada esquina. Aprovechando un inesperado viaje a tierras escocesas, Sofía querrá sentirse un poco más cerca de su hermana y se llevará un misterioso libro sobre seres fantásticos, escrito por un hombre que protagoniza una leyenda de lo más peculiar. La magia está más cerca de lo que ella cree, y hasta el deseo más imposible se hará realidad ante sus ojos. La leyenda cobrará vida y le exigirá un alto precio en un viaje lleno de peligros por una tierra extraña… Una tierra de hadas.

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Tierra de hadas

Los personajes, eventos y sucesos que aparecen en esta obra son ficticios, cualquier semejanza con personas vivas o desaparecidas es pura coincidencia.

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación, u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art.270 y siguientes del código penal).

Diríjase a CEDRO (Centro Español De Derechos Reprográficos). Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

© de la fotografía del autora: Archivo de la autora

© Esther Carretero 2022

© Entre Libros Editorial LxL 2022

www.editoriallxl.com

04240, Almería (España)

Primera edición: abril 2022

Composición: Entre Libros Editorial

Ilustraciones: Sira Miralles

ISBN: 978-84-18748-33-2

Tierra

de

hAdas

Trilogía Gandara

vol.1

Esther Carretero

Para mi madre,

que fue la primera en mostrarme las maravillas que contienen los libros.

Creo en todo hasta que algo lo desmienta. Creo en hadas, en mitos, dragones. Todo existe, aunque sea en tu mente. ¿Quién va a decir que los sueños y pesadillas no son tan reales como el aquí y ahora? La realidad deja mucho para la imaginación.

John Lennon

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Sofía

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Azariel

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Robert

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Capítulo 53

Capítulo 54

Capítulo 55

Capítulo 56

Capítulo 57

Capítulo 58

Capítulo 59

Capítulo 60

Capítulo 61

Capítulo 62

Capítulo 63

Capítulo 64

Capítulo 65

Capítulo 66

Capítulo 67

Capítulo 68

Continuará…

Nota de autora

Agradecimientos

Biografía de la autora

Tu opinión nos importa

Capítulo 1

En mis sueños, la historia tenía un final diferente a como pasó en realidad. Volví a ese instante y veía mi propio rostro ahogándose mientras se hundía hasta el fondo del río, incapaz de escapar de la trampa metálica en la que se había convertido el coche. Pero solo era una ilusión. No era yo quien estaba ahogándose y extendía los brazos en busca de ayuda, sino mi hermana gemela, Diana. En mis recuerdos aún luchaba contra la fuerza que me llevaba a rastras fuera del coche, intentando llegar hasta ella para salvarla.

Otras veces, sin embargo, mis sueños tenían un final más dulce. En ellos, el accidente nunca se producía, y simplemente seguíamos nuestro camino mientras cantábamos a grito pelado imitando a Freddy Mercury o a Lady Gaga. Llegábamos a casa a salvo, deseando disfrutar de nuestras respectivas vacaciones de verano.

Unos golpes secos en la puerta terminaron de despertarme.

—¡Vamos, dormilona! ¡Despierta, Sofi, que vas a llegar tarde! —dijo la voz cantarina de Suni al otro lado. Sonreí, divertida, y me puse en pie.

El accidente que marcó en mi vida un antes y un después pasó hacía ya un año y tres meses, para ser más exactos. A pesar de la normalidad de mis días, a veces todavía me costaba no mirar atrás y sentir esa opresión en el pecho. Perder a tu gemela era algo que no todo el mundo podía entender, salvo que hubieran pasado por la misma experiencia. No era como perder una parte de tu cuerpo, sino como si te hubieran arrancado una parte de tu alma, de tu ser, y tuvieras la sensación de estar perdida, sola.

Aunque Diana y yo éramos idénticas físicamente, nuestras personalidades eran bien distintas. Ella era una soñadora a la que le encantaban los cuentos de hadas, sobre todo la mitología celta y el folclore escocés. Por mi parte, me consideraba más bien escéptica en esos temas. Al menos, hasta que creí ver cómo algo me sacó del agua aquel día.

No se lo había contado a nadie porque parecía de locos. Ni siquiera yo terminaba de creérmelo, y a veces pensaba que todo había sido producto de mi imaginación. Sin embargo, era uno de los momentos de ese terrible día que recordaba con sumo detalle.

Desvié mis pensamientos, antes de divagar de nuevo, para centrarme en el momento presente, así que me vestí deprisa y salí de mi cuarto en dirección al comedor, donde sabía que mi amiga estaría esperándome junto a los demás.

—La última en llegar, cómo no —me soltó Eduardo nada más verme.

El chico se creía un guaperas, con su peinado en forma de tupé y una sonrisa coqueta. No era un mal tipo, pero sí bastante cargante a veces.

—Me gusta tener una cara despejada y no con unas grandes ojeras como la tuya —le respondí esbozando una sonrisa divertida. Los demás se echaron a reír mientras Eduardo fruncía el ceño.

—¡Yo no tengo ojeras!

—No te preocupes, ni se te notan con toda esa crema facial que llevas —apuntilló Felipe, el último integrante del grupo.

Su altura y su tez oscura lo hacían destacar tanto en la escuela de música como en la residencia en la que convivíamos, pero él no era un chico al que le gustase llamar la atención. De hecho, era lo opuesto a Eduardo.

—¿Por qué te pones de su parte? —le increpó este último.

—Haya paz, por favor… —intervino entonces Suni, y me tendió una bandeja con mi desayuno—. Me he tomado la libertad de cogerte algo. Come rápido, ¡que nos vamos en cinco minutos!

Me disculpé por haber estado demasiado tiempo remoloneando en la cama y escuché atentamente los debates de mi grupo de amigos mientras daba buena cuenta de mi desayuno. En realidad, yo no era una chica a la que le gustase llegar tarde, pero esa noche había tenido de nuevo ese sueño que me trasladaba a aquel coche otra vez y se me había echado el tiempo encima.

Había encontrado aquel grupo tan variopinto de gente cuando entré, hacía ya cuatro años, en la escuela de música. Mi verdadera pasión en la vida era el violín, y desde muy joven había destacado con ese instrumento. En realidad, ni siquiera necesitaba practicar; solo tenía que ver la partitura y ya sabía cómo interpretarla. Intentaba que no se notara demasiado para no crear envidias ni tensiones entre mis compañeros, pero, por suerte, aquellos chicos me habían aceptado como a una más dentro de su círculo. No podía estar más agradecida con ellos, pues habían sido mi ancla en los primeros meses tras la tragedia.

Suni era la voz cantante en muchas ocasiones. Era una excelente pianista, y aunque en Corea del Sur no le faltaban oportunidades para destacar debido a la fortuna de su familia, había decidido venir a España para perfeccionarse y, de paso, conocer otra cultura. Su cabello negro y liso caía hasta un poco más allá de sus hombros, y no le faltaba práctica en conseguir todo lo que se propusiese con solo una mirada de cordero degollado.

Eduardo, tan presumido, también era violinista. En un principio estuvimos compitiendo por el puesto de primer violinista en el grupo, pero al final pareció resignarse y quedarse como segundo violín. Eso sí, no perdía la oportunidad de intentar picarme con lo que fuera, aunque no iba con mala intención. Era solo el típico chico de ciudad que se creía un poco el rey del gallinero, pero era únicamente palabrería.

Luego estaba Felipe, un chico tranquilo que tocaba de maravilla el violonchelo. Solo se mostraba más abierto con nosotros, mientras que con el resto permanecía con una sonrisa tranquila y apenas decía dos palabras seguidas. Le gustaba la soledad, aunque poco a poco habíamos conseguido que se abriera más al mundo.

Y por último estaba yo, de piel pálida, menuda y no demasiado alta, con una extraña peculiaridad: mi heterocromía, que había teñido uno de mis ojos en verde y otro en azul. Mi cabello, de un castaño muy oscuro, siempre estaba corto y nunca me permitía tenerlo demasiado largo. A veces la idea cruzaba mi cabeza, pero, al final…, lo desestimaba. A Diana le encantaba llevarlo largo y peinárselo de mil maneras distintas, como nuestra madre. Puede que mi duelo no hubiese pasado del todo, porque verme con el cabello largo me haría recordarla demasiado, y el dolor aún permanecía latente en mi pecho.

En cuanto terminé mi desayuno, fuimos corriendo hasta el aula de música y cogimos nuestros respectivos instrumentos, exceptuando a Suni, que solo tuvo que sentarse delante del piano. Felipe, al otro lado del aula, me saludó y sonrió para darme ánimos. Le devolví el gesto, y no se me pasó por alto el bufido de mi compañero más próximo.

—¿Cuándo vas a decirle que no se haga ilusiones? Eres cruel —me dijo Eduardo en voz baja. Desvié la vista hacia él para mirarlo con el ceño fruncido.

—¿Y eso a qué viene?

—¿En serio no te has dado cuenta? —Me miró, y al ver mi cara de extrañeza, transformó su burla en sorpresa—. Oh, venga ya, tía. ¡Lleva loco por ti desde hace tres meses! Hasta yo me doy cuenta.

Aquella información era totalmente nueva para mí. ¿Tres meses? «Es mucho tiempo, ¿cómo no me ha dicho nada?…», pensé para mis adentros.

—Felipe es amable con todos —le solté. No supe por qué, pero tenía la extraña sensación de que debía defender a mi amigo. O quizá intentar negar la evidencia, porque Eduardo se echó a reír.

—Ya, claro. Tú espera a estar a solas con él. Estoy volviéndome loco escuchando cómo dialoga consigo mismo mientras practica su declaración.

—Pero…

—Al menos ya sabes lo que te espera —me cortó él, poniendo fin a la discusión.

En ese momento, entró el profesor y todos nos erguimos en el sitio. Con el señor Oria uno no podía distraerse ni lo más mínimo. Sin embargo, me entretuve un par de segundos de más pensando en las palabras de Eduardo, y mirando de reojo a Felipe, quien tenía la vista fija en el profesor. ¿Podía ser verdad o solo era una broma? ¿De verdad le gustaba desde hacía tanto tiempo?

Tragué saliva y volví mi atención a la clase. Aquel nuevo descubrimiento me hacía ahora replantearme muchas cosas.

Capítulo 2

Cuando hacía sonar el violín, sentía que me transformaba. Ya no era una chica triste sin la mitad de su ser ni me sentía atormentada por recuerdos irreales de tiempos pasados. Simplemente, me convertía en parte de la música, me dejaba llevar por la melodía y me expandía hacia todos los rincones del mundo.

Practicamos una pieza que ya conocía: la Novena Sinfonía de Beethoven. No me desagradaba la música clásica, al contrario, pero de vez en cuando tenía el impulso de tocar algo más personal. Alguna pieza que expresase mejor cómo me sentía. Por eso, cuando terminaban los ensayos, me gustaba escaparme hasta un parque cercano a la residencia y liberar mi espíritu violinista.

No hubo ni un solo fallo, ni una sola nota discordante durante los más de diez minutos que duró la melodía. En cuanto sonaron los últimos acordes, abrí los ojos y sonreí, contenta. Siempre me sentía revitalizada tras una buena sesión de música.

—Muy bien, alumnos —nos dijo nuestro profesor entonces—. Veo que habéis practicado, al menos lo suficiente como para no sonar como un coro de gansos.

Contuve una sonrisa divertida. No nos tomábamos a mal sus comentarios mordaces porque formaban parte de su personalidad, y en realidad nunca infravaloraba nuestro talento como músicos. Simplemente, era un señor ya con sus buenos años y una forma de enseñar quizá un poco estricta, pero que funcionaba bastante bien.

—Quisiera comentaros una cosa antes de continuar con la siguiente pieza —añadió—. Es un asunto bastante importante para esta escuela, y nos implica como clase, sobre todo.

Agudizamos el oído, entonces. Al hombre parecía que le resultaba difícil encontrar las palabras exactas, y eso despertó aún más nuestra curiosidad.

—Nos han ofrecido una plaza para un concierto benéfico junto a otras escuelas de música de toda Europa. Es por ello por lo que, tras un intenso debate entre los profesores, hemos decidido que seáis vosotros los que interpretéis una serie de piezas en nada más y nada menos que la ciudad de Glasgow, en Escocia.

Al principio, ninguno supimos cómo reaccionar. Sus palabras nos habían petrificado a todos, hasta que Eduardo saltó de su asiento para gritar de felicidad y despertó por fin al resto. Lo imitamos y empezamos a aplaudirle a nuestro profesor, que repentinamente se mostraba bastante azorado e incómodo con la atención. ¡Era increíble! ¿Nos íbamos a Escocia? ¡Parecía que nos sonreía la suerte!

—Pero ¿cómo es eso? ¿Y qué piezas vamos a interpretar?, ¿las tenemos elegidas? —le preguntó uno de los alumnos, emocionado.

El señor Oria se aclaró la garganta para que los demás bajásemos el volumen. No le gustaba hablar demasiado alto.

—Por supuesto que las he elegido yo, señor Martínez, que para eso soy el profesor. ¡Sentaos todos! No soy un adiestrador de palomas.

No estábamos más calmados, precisamente, pero obedecimos y nos sentamos, intentando que no se notara nuestra excitación. Estaba muy entusiasmada con la idea, no solo por el hecho de viajar, sino porque, además, Glasgow siempre fue la ciudad preferida de Diana. Si ella siguiese con vida, seguro que se moriría por aquella oportunidad.

—Bien, como ya he dicho antes, he escogido una pieza sobre bandas sonoras para el grupo, y además, he dispuesto también que algunos de vosotros interpretéis una pieza en solitario —nos anunció—. Suni con el piano y Sofía con el violín. Cada una de vosotras podrá escoger su propia composición para ello. Confío en que sea decente, eso sí.

Al oír aquello, las dos nos miramos y sonreímos. ¡Íbamos a tener un número en solitario! Era la oportunidad perfecta para destacar, y más si estaban presentes escuelas de otras partes de Europa.

Tocar en una orquesta estaba bien, por supuesto, pero no era comparable con tocar en solitario y darle rienda suelta a tu propia música. Y eso era algo que ambas perseguíamos.

—Gracias, profesor. No le defraudaremos —respondió ella por las dos.

El señor Oria la mandó a callar con un gesto de la mano.

—Sí, sí. Os daré más detalles en cuanto acabe la clase, pero, ahora…, ¡se acabó el descanso!

—¡¿Has flipado tanto como yo?! —exclamó Suni en cuanto salimos del aula. Felipe y Eduardo iban justo detrás. El resto de los alumnos nos felicitaron según iban adelantándonos para ir a sus habitaciones o a atender sus asuntos.

—¡Pues claro! He sentido la necesidad de pellizcarme para saber si realmente era real o solo un sueño —le confesé.

—¿Ya sabes qué pieza vas a tocar? Yo no lo tengo claro. ¿Algo clásico como Para Elisa? ¿O quizá Dulce Hogar? No, es demasiado sencillo…

—¿Queréis pensar en lo realmente importante? —intervino Eduardo entonces, poniéndose entre ambas y echándonos a cada una un brazo por los hombros—. ¡Nos vamos a Escocia dentro de dos semanas!

Sonreí ampliamente mientras mi amiga gritaba de emoción.

—¡Nunca he ido a Escocia! Va a ser un gran viaje, sin duda —nos dijo ella.

—El broche final antes de graduarnos… —comentó Felipe. Todos nos detuvimos y nos giramos para mirarlo al darnos cuenta de lo que estaba diciendo—. ¿No lo habíais pensado? Creo que por eso el señor Oria os ha pedido un solo a cada una de vosotras. Es probable que, ya que nos graduamos, quiera que mostréis todo ese talento como profesionales.

—¡Eso no es justo! Yo también soy bueno con el violín —se quejó Eduardo, bajando los brazos. Yo lo miré divertida.

—Tú eres un manazas, por eso nunca pasaste a primer violín —lo piqué. Él se volvió y fue a revolverme el pelo, pero me alejé antes, entre risas.

—¡Eso no es verdad! Está claro que eres la favorita del profesor.

—¿La favorita, dice?

Todos nos quedamos petrificados en el sitio cuando escuchamos la voz de nuestro profesor justo detrás de nosotros. Suni abrió la boca y se alejó rápidamente, retrocediendo un par de pasos. Felipe la imitó, y yo hice también lo mismo, pero de forma más disimulada. Mi amigo tragó saliva con fuerza y se volvió hacia él con lentitud.

—Señor Oria…

—La señorita Castillo se ha ganado su puesto como primera violinista por su esfuerzo y su habilidad con el violín, de la misma forma que la señorita Jang con el piano. Si usted tiene tanto tiempo libre como para elaborar semejantes hipótesis, tal vez debería dedicarlo a practicar más y esforzarse en pulir esas notas —le dijo nuestro profesor con tono autoritario, mirándolo sin pestañear.

Eduardo musitó una disculpa casi inaudible y bajó la cabeza para evitar su intensa mirada. El profesor se despidió del resto, pasó por nuestro lado y caminó sin prisas hasta la salida del edificio.

Ninguno habló durante al menos dos minutos. Después, nos miramos los unos a los otros, y cuando nuestro amigo, avergonzado, decidió levantar la vista del suelo, se encogió de hombros para restarle importancia.

—Me parece que a ese viejo se le ha olvidado tomarse su pastilla para la tensión —comentó.

Nos echamos a reír a la vez. La tensión se había esfumado y ahora solo quedábamos nosotros: un grupo de jóvenes que estábamos demasiado ocupados pensando en el inminente viaje.

Capítulo 3

Mis amigos propusieron salir esa noche a celebrarlo, pero descubrí que no me apetecía demasiado seguir con ellos, sino pasar tiempo a solas. Sinceramente, desde que había salido del aula sentía el hormigueo constante en los dedos, los nervios a flor de piel y las ganas de coger mi violín y ponerme a ensayar.

No tenía ni idea de qué pieza iba a escoger para mi intervención en solitario, y por eso quería practicar con varias hasta encontrar alguna que me gustase. El nuevo objetivo me mantendría calmada y sería el entretenimiento perfecto para mí.

Suni solía interpretar melodías ya creadas por otros artistas extranjeros, aunque también componía sus propias creaciones. A mí, por el contrario, me encantaba componer piezas nuevas. Por eso, siempre estaba ensayando y apuntando posibles melodías que después perfeccionaba hasta altas horas de la noche en mi habitación.

Ese día necesitaba desesperadamente ponerme a practicar, así que me marché directa a la residencia tras despedirme y fui hasta mi habitación para darme una ducha rápida y relajarme un par de minutos. Aún era temprano, el sol ni siquiera estaba demasiado bajo, así que tenía tiempo para escaparme en un rato al parque más cercano y practicar.

Me inspiraba mejor en un entorno natural, más que entre cuatro paredes. Allí sentía que era libre y que la música se expandía hacia todos los rincones: entre las hojas, bajo la tierra, sobre las nubes…

A veces creía que tal vez no era tan distinta de Diana. Ella soñaba despierta casi todo el tiempo, con la nariz metida en increíbles libros de historias sobre hadas, faunos y demás criaturas mágicas. Aun así, sacaba tiempo para estudiar magisterio, su segunda gran pasión. Habría sido una buena profesora si todo hubiera sido diferente.

Mi nariz, por el contrario, estaba metida en las partituras de mi violín. Mi hermana podría darles clase sobre historia, matemáticas o ciencias a niños gritones porque era su sueño, mientras que el mío sería dedicarme por entero a mi música. Nuestros padres no se tomaron bien al principio que quisiera centrarme más en mi carrera como violinista antes que en otra cosa que consideraran con más… salidas laborales. Pero yo aún no tenía claro qué quería estudiar ni qué quería hacer salvo una cosa: tocar el violín.

Me dejaron tranquila gracias a Diana y su intención de estudiar en la universidad, pero, ahora que no estaba, volvían a presionarme para que estudiase lo que ellos querían. Por eso me mudé rápidamente a la residencia para quienes estudiábamos en la academia de música.

Y ahora, a pocos meses de cumplir veintitrés años, iba a graduarme como violinista por todo lo alto: viajando a Glasgow y demostrando mi talento frente a una multitud de personas, en un escenario que durante un instante sería solo mío. Solo de pensarlo ya me provocaba un hormigueo de excitación.

Pero también pensé en las palabras de Felipe, aquellas en las que nos recordaba que ese era nuestro último año estudiando. Tenía sentido que fuera una forma de celebrar nuestra graduación, y que nuestro profesor también se asegurase de que las dos alumnas más aventajadas pudieran tener una oportunidad extra de llamar la atención de algún músico experimentado o alguna institución interesada en contratarnos como músicos.

Más descansada, me cambié de ropa para ponerme una más cómoda: vaqueros, zapatillas de deporte y una camiseta con el logotipo de mi serie favorita, Juego de Tronos. Me puse una chaqueta con capucha y le eché un vistazo a mi violín para comprobar que estaba bien antes de salir de la habitación.

Mimaba aquel objeto como si se tratase de un ser con vida propia. No era para menos, ya no solo por el valor monetario, sino por el cariño especial que le tenía. Fue… Fue un regalo de Diana cuando conseguí entrar en la escuela de música. Solo por eso, merecía todas y cada una de mis atenciones.

Salí del recinto que ocupaba mi residencia en dirección al parque que se encontraba no muy lejos de allí. No era un lugar demasiado grande, pero tenía hasta un pequeño lago, y suficientes árboles para que una pudiese medio esconderse a tocar el violín. Igualmente me encontraba con algún que otro testigo de mis improvisados conciertos, pero como no me suponían una molestia, simplemente los ignoraba.

En su mayoría eran familias o parejas jóvenes que se acercaban a escuchar, aplaudían cuando terminaba una pieza e incluso llegaban a dejarme algunas monedas. La primera vez que me sucedió aquello, casi me dio un ataque de risa. Suni y los demás lo consideraron mi primer sueldo, e insistieron en que lo ahorrase para poder invitarlos algún día a una buena cena. Una que seguía teniendo pendiente, recordé de pronto.

El parque estaba desierto a aquella hora, cosa que agradecí. Fui hasta mi rincón habitual, medio oculto por varios árboles frondosos que parecían cercar mi escenario hecho de hojas, hierba y ramas. Deposité el estuche en el suelo y cerré los ojos mientras realizaba unos ejercicios de respiración. Con la mente despejada, podría concentrarme mejor. Saqué entonces el violín y tomé el arco, aunque antes revisé bien las clavijas.

—Hola, Sofi —dijo una voz a mi espalda.

Pegué un brinco, sobresaltada, y me volví para descubrir a Felipe, que levantó una mano en forma de saludo junto con una sonrisa de disculpa.

—¡Dios, Felipe! Me habías asustado —le solté—. ¿Qué haces aquí?

—Yo también quería despejarme un poco la cabeza, y este sitio parece tan bueno como cualquier otro —me respondió dando otro paso más hacia mí—. ¿Podría quedarme a escucharte? Prometo no estorbar. Seré una tumba.

Fruncí el ceño. No me molestaba su presencia en absoluto, al fin y al cabo era mi amigo. Aunque… parecía que yo para él era algo más. Eso empezó a ponerme nerviosa. ¿Y si ahora intentaba declararse? No quería romperle el corazón, no cuando ni siquiera yo estaba preparada para ello.

Al final, accedí. No sería capaz de decirme nada mientras estuviese practicando, y durante ese tiempo yo podría pensar en alguna respuesta que no fuese una mentira, pero tampoco la cruda verdad. Me costaba mucho mentir, y hasta la fecha no recordaba haberlo hecho alguna vez, realmente.

—Está bien. Pero no quiero aplausos ni comentarios, ¿de acuerdo? Necesito concentrarme en cada nota —le pedí como condición. Él asintió efusivamente, conforme, y se sentó a unos metros de mí con las piernas cruzadas.

«Mi público me espera», pensé divertida. Cerré los ojos, relajé mis pulsaciones, me coloqué el violín sobre el hombro y llevé el arco hacia las cuerdas. En cuanto la música hizo su aparición, olvidé todo lo demás.

Me perdí en mis recuerdos mientras, de forma inconsciente, creaba notas que bailaban alrededor y se extendían como zarcillos invisibles en busca de más corazones a los que embaucar. Mi mente vagaba en escenas cotidianas de hacía más de un año, cuando Diana vivía y las dos juntas formábamos un solo ser.

Le encantaban las tortitas con nata. También soñaba con viajar a Escocia y encontrar un hada para poder decirme que tenía razón, que sus cuentos eran reales. Yo me reía de ella, la llamaba ilusa y le robaba la última tortita.

El recuerdo cambió a uno más triste. Estábamos en el coche, y ella conducía hacia la casa de nuestros padres para celebrar que estábamos libres de exámenes y de responsabilidades, al menos durante un tiempo. Pero algo sucedió: nos desviamos de la carretera y el coche saltó directamente al agua del río. Diana me miraba suplicante mientras yo…

Algo me llevó hasta la superficie. Intenté resistirme, nadar hacia las profundidades, pero aquello que tiraba de mí tenía otros planes. Al girarme para enfrentarme a lo que fuera que estuviese salvándome en aquel momento, vi algo que no tenía sentido.

La música vibraba en mis manos, respondiendo a impulsos casi salvajes. El ritmo era acelerado en algunas partes, mientras que, en otras, era más lenta y cautivadora. Era salvaje. Algo salvaje, pensé como título tras hacer sonar las últimas notas.

Aparté el arco del violín y me quedé allí plantada, de pie, recuperando el aliento tras volver de aquellos recuerdos dolorosos. La voz de Felipe fue lo que terminó de devolverme a la realidad:

—Ha sido maravilloso, Sofi… ¿La has compuesto tú? —me preguntó, olvidando la condición de que debía mantenerse callado.

Asentí antes de volverme hacia él, sentarme a su lado y sacar un cuaderno de la mochila que siempre llevaba conmigo. Tenía que apuntar aquellas notas, aquella melodía y aquel título improvisado en mi cabeza.

—A veces, me inspiro en algún recuerdo, alguna sensación o en alguna persona cuando compongo —le dije mientras apuntaba las notas como si estuviese poseída. Noté cómo mi amigo se inclinaba hacia mí para echarle un vistazo a mis apuntes.

—¿Y en quién estabas pensando, por curiosidad?

Me detuve de pronto al escuchar su pregunta. Pensaba que estaba inspirándome en Diana, en mis recuerdos de ella…, pero no era así. La había resucitado en mi mente, eso era cierto, pero la melodía que finalmente había cobrado forma solo surgió cuando recordé la criatura que me salvó de las profundidades del río aquel día.

Un extraño caballo de crines hechas con cientos de algas, cuyos ojos aguamarina eran tan intensos que pude sentir cómo atravesaban mi alma antes de arrastrarme de vuelta a la superficie, salvando mi vida y condenando así la de mi hermana.

Capítulo 4

Como no respondí, mi amigo empezó a preocuparse.

—¿Sofi? ¿Te pasa algo?

Desperté de mi ensoñación y lo miré con una sonrisa.

—¡No, qué va! Perdona, estaba… Pensaba en muchas cosas, la verdad.

—¿Por ejemplo? —me insistió.

En un principio dudé si contárselo o no. Felipe era el más tranquilo del grupo, el que parecía más adulto, siempre con actitud reflexiva y calmada. Quizá él podría darme su versión de aquel recuerdo, una explicación.

Al final decidí que no iba a contárselo. Por algún extraño motivo, quería que aquel recuerdo me perteneciera solo a mí. Y, además, no quería quedar como una loca o alguien que no sabía diferenciar la realidad de la fantasía.

—Recuerdos del pasado —le contesté de forma evasiva—. Supongo que estoy aún emocionada tras la noticia. ¿No te parece increíble? ¿Qué piensas de todo esto? —Quise cambiar de tema para disimular.

—Yo no me creo que vayamos a graduarnos, la verdad —me dijo él con la vista fija en la hierba sobre la que estábamos sentados—. Parece que fue ayer mismo cuando nos conocimos…

—Pero, aunque nos graduemos, seguiremos estando juntos, ¿verdad?

Felipe levantó la vista hacia mí y me miró con una expresión que me costó interpretar. Parecía preocupado, pero también aparecía un brillo de decisión en sus ojos, lo que me hizo recordar la insinuación de Eduardo sobre sus sentimientos hacia mí. «Por favor, que no sea verdad», pensé con apuro.

—Yo… espero que sea así, Sofi.

—¡Claro que sí! No pienses en cosas tristes, anda. —Hice amago de levantarme—. Vamos, está haciéndose tarde.

Pero su mano cogió mi brazo para detenerme antes de que pudiese levantarme del todo. Me quedé de nuevo sentada y lo observé con el pulso acelerado. Felipe se negaba a mirarme a los ojos, como si estos le quitasen el valor que necesitaba mostrar en aquel momento.

—Antes, cuando me has preguntado qué hacía aquí, en realidad no quería solo tomar el aire, también quería decirte algo. —Respiró hondo antes de continuar—: Puede que esto te pille un poco de sorpresa…

Al notar que yo no intervenía, levantó brevemente la vista hacia mí, quizá para comprobar que seguía escuchándolo. Yo no sabía qué hacer. Si lo interrumpía, ¿se sentiría avergonzado por el chivatazo de Eduardo? Aunque si hacía lo contrario, él se declararía y sería mucho peor mi rechazo.

—Sofía, tú me gustas desde hace tiempo.

Cerré los ojos con expresión de dolor al oír las tan temidas palabras. Así que aquella información era cierta. Nos quedamos así unos segundos: sin que yo dijese nada mientras él observaba mi reacción. Se removió incómodo en el sitio, y hasta pude notar cómo se ponía cada vez más nervioso.

—Bueno…, tal vez he sido demasiado directo —me confesó, turbado. Al final tuve que abrir los ojos para devolverle la mirada. No se merecía menos si tenía que ser sincera con él.

—Perdóname, es que por un momento no sabía qué decir. Felipe, tú también me gustas mucho. Eres amable, tranquilo, sabes qué decir para calmar los ánimos cuando el grupo está demasiado nervioso o crispado… Eres un chico genial, en serio. —Vi que esbozaba una mueca al oírme—. Lo que quiero decir es que…

—Que no me ves de ese modo —completó por mí la frase. Me miró atentamente y, al final, sonrió con tristeza.

—No. Lo siento.

Nos quedamos así otro rato más: perdidos cada uno en nuestros propios pensamientos. ¿Cómo se había torcido la situación tan rápido? «Debí darme cuenta antes», me reprendí. Ahora revisaba en mi cabeza todos los momentos juntos y veía más claras esas señales que sí que había percibido Eduardo. ¿Lo sabría también Suni?

—Quería que lo supieras, aunque en realidad una parte de mí ya sabía que me rechazarías —me dijo entonces mi amigo. Lo miré, sorprendida—. No quiero que rompamos nuestra amistad, ¿de acuerdo? Puede que ahora las cosas no sean igual que antes, pero solo yo debo cargar con las consecuencias. Ha sido decisión mía. Me he arriesgado y he perdido.

—Otra vez vuelves a dejarme sin palabras —intenté bromear. Sus palabras me habían impresionado, tuve que reconocerlo—. Siento no poder corresponderte, Felipe, de verdad.

Él le restó importancia. Se levantó y me tendió la mano para que la cogiese, ofreciéndome una de sus amplias sonrisas. Sabía que estaba escondiendo su dolor, y eso me mortificaba más que si se hubiera enfadado conmigo tras mi rechazo. Acepté su mano y me levanté también.

—Solo te pido que no se lo cuentes a los demás. Suni parece inocente, pero se convierte en un demonio dispuesto a martirizarme en cada momento. —Nos echamos a reír—. Y Eduardo…, ya sabes cómo es.

—No te preocupes. Esta conversación puede quedarse aquí, entre estos silenciosos testigos —le respondí echando un vistazo alrededor, observando los árboles que nos rodeaban. Felipe me imitó y dio una vuelta completa para ver el entorno.

—No parecen de los que se chivan, ¿verdad? —Volvió a mirarme y los dos nos reímos de nuevo. La tensión, aparentemente, se había evaporado.

Durante el camino de vuelta tuve bastante tiempo para lamentar haberle respondido con una negativa. Sin embargo, no podía mentirle ni fingir que yo también sentía algo más por él. Eso habría sido cruel, aparte de que no era capaz de hacerlo. Felipe era uno de mis mejores amigos, y solo podría ser eso para mí.

Tal vez aún no había superado la pérdida de mi hermana gemela, o quizá es que no había encontrado aún a esa persona especial para mí. Por el momento, prefería centrarme en mi música. Mi violín, hasta nuevo aviso, sería mi único acompañante.

Sonaba triste cuando lo pensaba de esa manera. Ojalá algún día apareciese alguien que hiciese que mi corazón se agitase como lo hacía el de mi amigo hacia mí. De hecho, ¿por qué no me habría enamorado de él? Si tuviera que definir mi tipo ideal, seguro que lo describiría a él. Y aun así…

—Felipe —lo llamé antes de que nos separásemos, cada uno hacia un ala distinta de la residencia. Cuando se volvió para mirarme, me puse de puntillas para alcanzar su cara y le di un beso en la mejilla—. Te agradezco que hayas sido sincero conmigo. De verdad, espero que encuentres a esa chica ideal para ti.

Él me sonrió, aunque en sus ojos aún se veía un atisbo de tristeza por los acontecimientos, que no habían salido como él realmente deseaba.

—Lo mismo digo.

Observé cómo se alejaba en dirección contraria. No pude devolverle la sonrisa, y para quien nos viese, parecería que yo era quien había sufrido el rechazo.

Mi amigo deseaba que yo le correspondiese. Yo deseaba que mi hermana siguiera a mi lado, que me hubiera aconsejado sobre esta situación. A ella se le habría dado bien.

Al final, todo lo que deseamos no son sino sueños imposibles de alcanzar.

Capítulo 5

Unos pocos días antes del tan esperado viaje, decidí reservar un día para visitar a mis padres, que vivían a bastante distancia de la residencia donde me encontraba. Tardaba varias horas hasta que llegaba a la que anteriormente había sido mi casa.

Solía visitarlos cada cierto tiempo, sobre todo cuando tenía que cargar o descargar tuppers de comida casera. No me importaba admitirlo: era una pésima cocinera.

Aunque teníamos un comedor dentro de la residencia, igualmente podíamos disponer de las cocinas para prepararnos algo de comer si estaba fuera del horario establecido. Y la última vez que intenté cocinar casi provoco un incendio a gran escala, así que por eso acudía siempre que podía a las manos especialistas de mi madre. Sus platos me gustaban mucho más que los de la pobre cocinera de la residencia.

Como llegué antes de lo previsto, paseé durante un rato por las calles vecinas que me habían visto crecer. Era un día bastante agradable para ser otoño y estar casi a las puertas del invierno. El cielo estaba despejado y soplaba una brisa no demasiado molesta.

Me paré frente a la librería que tanto a mí como a Diana nos gustaba visitar, aunque solo fuéramos a mirar en la mayoría de las ocasiones. Era en ese pequeño local lleno de libros donde mi hermana había encontrado su pasión por las historias sobre las hadas, y había ido enamorándose cada vez más de Escocia.

Pensar en ello me produjo una gran tristeza en el corazón, así que desvié la vista del escaparate, ignoré mi reflejo triste a través del cristal y fui directa a la casa de mis padres.

Una de las razones por las que decidí independizarme y aceptar una habitación en la residencia de la academia de música donde estudiaba fue por la distancia. A veces, quienes sufrimos una pérdida tan cercana necesitamos un tiempo para nosotros mismos, para superar la ausencia, cada uno a nuestra manera. O, al menos, así lo preferí yo.

Estar en aquella casa, con tantos recuerdos allí donde mirase, me causó mucho malestar durante bastante tiempo. Además, mis padres no hacían más que presionarme sutilmente para que estudiase algo que les agradase más, que considerasen mejor a la hora de que pudiese tener un futuro propio. No los culpaba, pero… aún no quería renunciar a mi sueño con el violín. Por eso, cuando ocurrió todo, me dejaron terminar aquel curso sin quejas, y permitieron también que me mudase un poco más lejos para que el dolor, quizá, remitiese algo. Y, ahora que todo se acababa, estaba claro que tendría que afrontar la nueva realidad.

Cada vez que iba a visitarlos procuraban mostrarse como siempre: alegres y preocupados por mi salud y mi vida sentimental. Comportamientos normales y corrientes, vaya. Puede que aquel cambio de residencia por mi parte nos hubiese venido bien a los tres, después de todo.

En todas y cada una de esas veces en las que me preguntaban aquellas cosas triviales, fingía estar molesta por su excesiva preocupación, aunque en el fondo era una especie de bálsamo para mi alma. Ya había pasado más de un año. Quizá era yo la que estaba quedándose atrás, incapaz de hacer frente a la nueva normalidad.

Cuando estuve lista, llamé a la puerta. Mientras almorzábamos juntos en el salón principal, les conté las nuevas noticias sobre el viaje que tenía pensado hacer mi clase a Escocia, algo que los emocionó bastante. Lamentaban, eso sí, no poder acudir a verme, aunque por las miradas conspiradoras de mi madre sabía que ya estaba haciendo cálculos. No quería que se gastasen el dinero en aquello, y así se lo hice saber, pero, como siempre, ignoraron mis palabras. No lo dije en voz alta, pero deseé que pudiesen venir, y me prometí a mí misma que hablaría personalmente con el señor Oria sobre ello.

Estaba ayudando a mi madre a fregar los platos sucios tras la comida, cuando me asaltó de nuevo el recuerdo de aquella extraña criatura que creí ver aquel día. Tenía tan clara en mi cabeza la imagen de un caballo siniestro y antinatural sacándome del coche…

—Oye, mamá —la llamé mientras secaba otro vaso—. ¿Puedo preguntarte algo… sobre el accidente?

Mi madre dejó de revisar las latas de conservas y se quedó quieta un momento antes de volverse para mirarme. Tenía el cabello oscuro como el mío, aunque en un tono menos intenso y en el que destacaban ya varias canas. Sus ojos azules habían perdido el brillo y la intensidad de antes, ahora siendo casi más grisáceos. Alrededor de estos, nuevas arrugas quedaron marcadas como cicatrices visibles de su pérdida.

—Por supuesto, cariño —me respondió.

—¿Te ha sorprendido mi pregunta? —no pude evitar preguntarle de nuevo mientras la miraba. Ella sonrió de forma tranquilizadora.

—Pues sí. Es la primera vez que me preguntas algo así tan directamente —dijo con sinceridad—. Pero ¿qué es lo que quieres saber, cielo?

Volví a fijar la vista en el fregadero y continué con mi tarea sin atreverme del todo a seguir.

—Bueno… ¿Tú recuerdas si hubo algo extraño cuando salí de aquel río? ¿Cómo conseguí salir?

—¿Es que no te acuerdas de tu salvador?

Aquello me hizo fruncir el ceño y cerré el grifo antes de apartarme y girarme hacia ella.

—¿A quién te refieres?

Mi madre me miró sorprendida un momento antes de explicarse:

—Me refiero al chico que te salvó. Aunque supongo que es normal que no te acuerdes de él, porque caíste inconsciente y despertaste ya en el hospital —me explicó—. Nosotros no llegamos a verlo ni pudimos darle las gracias, pero según nos contaron algunos testigos, el chico te sacó del agua y te practicó los primeros auxilios mientras venía la ambulancia. Si no lo hubiera hecho, te habríamos perdido a ti también —dijo esto último con un tono de tristeza que se esforzó por ocultar.

Por más que lo intentase, no recordaba que ningún chico me sacase aquel día del río. ¡Ni mucho menos que me hiciese el boca a boca!

—¿No llegasteis a saber quién fue? —le insistí.

—Algunos decían haberlo visto alguna vez por aquí, pero, si te soy sincera, no reconozco a nadie con esa descripción —me respondió mientras negaba con la cabeza.

—¿Cómo te lo describieron?

—Dijeron que era un chico alto, de pelo corto y cobrizo, con cuerpo de atleta. Todos coincidían en que era bastante atractivo. —Soltó una risita—. Pero no sé más, y tu padre tampoco encontró a tu misterioso salvador.

No dije nada durante un rato. Intentaba dar con algún recuerdo perdido, pero sencillamente no había nada. Terminé de limpiar y me sequé las manos con un trapo que tenía cerca.

—Yo no le daría las gracias —respondí de forma seca.

Noté cómo mi madre se acercaba para ponerme una mano sobre el hombro.

—Cariño, no digas eso…

Aparté su mano con un movimiento brusco.

—Sí que lo digo. Yo no me siento agradecida por apartarme de mi hermana. Diana me necesitaba. Y si me sacó a mí, podía haber…

—Deja de hablar de eso —me cortó ella de repente. La miré, impotente.

Siempre ocurría igual. Tenía que guardarme toda la rabia que sentía porque mis padres nunca querían escuchar nada de aquello. Comprendía que también se sintiesen tristes y, por supuesto, no me extrañaría que desearan, cada día, que aquel accidente nunca hubiese ocurrido. Pero no querían que expresase aquellas ideas en voz alta, como si se empeñasen en no pretender hacerle frente a ese dolor con la rabia. Yo sí quería hacerle frente de aquella manera.

—¡Es verdad! ¿Por qué no pudo sacarla a ella también? —insistí.

—Doy gracias a Dios todos los días porque al menos pudo sacarte a ti. Al menos, una de mis hijas vive —me increpó, mirándome dolida—. ¿Y si ese chico no hubiera pasado por allí en ese momento? No quiero discutir esto contigo, hija. Por favor…

Se le notaba el cansancio en la cara. Al instante me sentí fatal por sacar el tema y por provocarla de esa manera, así que volví a guardar mis sentimientos y oculté mis verdaderas emociones respecto al tema. No quería hacerle más daño.

—Lo siento, mamá. He sido una insensible —me disculpé—. Me gustaría ir a la habitación de Diana. Quisiera llevarme algún recuerdo de ella para el viaje. Sabes que le encantaba la idea de viajar a Escocia.

Mi madre volvió a recuperar la sonrisa y, al pensar en ello, asintió, convencida por mis palabras.

—Me parece una buena idea.

Capítulo 6

A pesar de ser gemelas, en cuestión de gustos no pudimos haber salido más diferentes. Mientras que yo adoraba los tonos fríos como el verde o el azul, ella prefería los colores más cálidos como el naranja o el rojo, y así era como tenía su habitación decorada.

Su cuarto parecía una réplica de Marte, con las paredes en aquel tono anaranjado. Diana solía tener lo que ella llamaba «momentos de inspiración creativa», y decidía cambiar el color de las paredes, las cortinas y todo lo que pudiese permitirse modificar. En cambio, mi habitación era bastante más austera: solo con partituras, dibujos hechos por mi hermana y algunos libros.

Entrar en aquella habitación me quitó la respiración durante una milésima de segundo. Después, me tomé un tiempo en contemplar detenidamente cada rincón, cada detalle. Todo estaba tal cual, sin manipular. Parecía que en cualquier momento Diana fuese a aparecer por la puerta para intentar darme un susto, entre risas.

Parpadeé un par de veces para evitar echarme a llorar allí mismo, y me acerqué hasta su escritorio. Había algunos bocetos de dibujos en los que estaba practicando, libros de estudio y apuntes para retener mejor los conocimientos. «Siempre fue una chica aplicada en todo», pensé con tristeza.

Volví la vista hacia sus estanterías, llenas a rebosar de libros sobre cuentos de hadas, mitología y bestiarios. Cuando no estaba estudiando, su mente siempre parecía estar a miles de kilómetros de su cuerpo, muy por encima de las nubes, recorriendo mundos que solo ella podía ver. Siempre la envidié por eso. Yo había heredado la parte más escéptica, y no creía en cuentos ni en fantasías. Si por mí fuera, todas las hadas del País de Nunca Jamás habrían muerto hacía tiempo.

Ojeé por encima aquellos volúmenes, pensando que, quizá, lo mejor sería llevar conmigo alguno de esos libros, leerlo e intentar conectar con esa parte de mi hermana que nunca me molesté en querer conocer realmente. Puede que fuera lo más apropiado.

De repente, mi mano tembló con ligereza al toparse con un libro en concreto. Tenía aspecto antiguo, de cubierta en color ocre y el lomo estaba algo desgastado. Lo saqué, retirando de paso el polvo que había acumulado tras su tiempo en desuso. Su portada no era especialmente atractiva, o al menos no lo suficiente como para que yo me animase a leerlo. Se titulaba La comunidad secreta, del autor Robert Kirk, y tenía un único dibujo en su centro: parecía una especie de persona dibujada desde un ángulo extraño. No supe identificar bien qué era realmente.

Parecía un libro corriente, de estos que encuentras con relativa facilidad en una biblioteca por su simplicidad de portada, título y, también, por el desgaste. Pero era de Diana, no tenía ninguna duda. Al abrirlo por una de las páginas, leí la primera frase que encontré:

Un ensayo sobre la naturaleza y actos del pueblo subterráneo, generalmente invisible, al que antaño, y entre los escoceses de las Tierras Bajas se aludiera con los nombres de elfos, faunos y fairies, o similares.

Abrí mucho los ojos. No tenía ni idea que hubiera escritos así, ensayos que parecían tan profundos sobre un tema…, en fin, un tema de fantasía. Eché un vistazo por encima al resto del libro y vi que mi hermana había estado tomando apuntes, subrayando notas y hasta haciendo algún que otro boceto a lápiz sobre criaturas pequeñas y delicadas, con dos o cuatro alas de aspecto membranoso que salían de sus espaldas.

Cerré el libro con el ceño fruncido. «No puedo creerme que esté leyendo esto», pensé mientras, con el libro en la mano, me acercaba hasta la ventana. Nunca entendí cómo una chica tan inteligente como mi hermana pasaba su tiempo libre elaborando teorías de lo más descabelladas sobre cuentos y fantasías creadas por puro aburrimiento.

Pero mis padres tampoco entendían mi predilección por la música, hasta el punto de rechazar la idea de ir a la universidad tan solo para estudiar violín. Volví a pensar que las dos no éramos tan diferentes en ese aspecto, que ambas teníamos esa necesidad de ir más allá de nuestra propia realidad. Ella, con sus historias; yo, con mi música. A través del cristal, encontré mi propio reflejo sonriendo con tristeza al pensar de nuevo en mi hermana.

Luego me fijé más en el exterior. El buen día hacía que la estampa fuese agradable de ver desde allí. La casa de mis padres se encontraba en un pequeño pueblo a las afueras de la ciudad donde yo me alojaba, en la residencia. Aunque poco a poco había ido creciendo más y más, aquel lugar seguía manteniendo esa esencia rural, con gente que había nacido y pasado allí toda su vida.

El río del accidente se encontraba un poco más lejos, y no había vuelto a visitarlo desde entonces. Un puente conectaba ambos extremos debido a la profundidad de su cauce, que imposibilitaba cruzarlo de cualquier otra manera. Además, dependiendo de las épocas, podía llegarse a encontrar una gran acumulación de algas y plantas que podían ser una trampa mortal si caías en esas aguas.

Reconocí a un par de familias que pasaron junto a la casa mientras daban un paseo, y, entonces, me fijé en un chico que estaba apoyado en la pared de otra casa cercana, hojeando una revista. Parecía que estuviese esperando a alguien. En un principio no le di mucha importancia, pero algo me hizo querer examinarlo más detenidamente. Llevaba una chaqueta gruesa de color azul y una gorra deportiva que le tapaba el rostro, así que desde mi ventana no podía ver bien sus rasgos.

Ya que no iba a conseguir verle la cara, al final desistí y me encogí de hombros. Volví mi atención al libro de aquel tal Robert Kirk. Tendría que investigar mejor sobre ese autor.

—Cariño, ¿has encontrado ya algo que te interese llevarte? —me preguntó mi madre desde el umbral. Parecía que entre ambas se había levantado una especie de paz tras nuestra discusión en la cocina.

—Sí, creo que tengo algo —le respondí volviéndome para mirarla. Sonreí mientras alzaba el libro para que lo viese—. Creo que voy a recordarla leyendo uno de sus libros. Además, parece ambientado en Escocia.

—A tu hermana le encantaba ese lugar. ¿Qué libro es ese, por cierto? —quiso saber.

—Se llama La comunidad secreta, de un tal Robert Kirk.

—Pues no me suena de nada… —me confesó con el ceño fruncido—. Pero me gusta que te lleves uno de sus libros. Recuerdo cuánto le gustaba leer. Más que a ti, debería añadir —declaró, divertida—. Otra cosa: ¿te quedarás a dormir esta noche?

Lo pensé durante un momento, pero ya tenía tomada la decisión y asentí, confirmando que iba a quedarme. Antes de alejarme de la ventana, sin embargo, volví a mirar hacia fuera. El chico que antes me pareció ver ya no estaba. Puede que la persona a quien esperaba ya hubiese llegado.

Capítulo 7

—Según lo que he podido encontrar, ese tipo, Robert Kirk, era una especie de cura que estaba obsesionado con las hadas —me explicó Suni a modo de resumen.

Suspiré al otro lado de la pantalla. Tras la cena con mis padres, y una vez en mi cuarto, había pensado en hacer una videollamada con mi amiga para preguntarle por el autor del libro de mi hermana. Suni era la experta en encontrar información sobre cualquier cosa, y pensaba que tal vez encontrara algo más de lo que yo había logrado averiguar por mi cuenta.

—¡Eso ya lo sé! Tú eres la experta en encontrar información más concisa. ¿No puedes decirme algo más? —le pedí un poco exasperada.

Estaba tumbada bocabajo sobre la cama, con el portátil abierto delante de mí, mientras que Suni parecía estar sentada en su escritorio, tecleando en su ordenador de sobremesa.

—Si es que tampoco hay mucho más… El tío era un poco friki del tema, si quieres mi opinión —replicó ella. Instantes después, pareció arrepentirse, y me miró ofreciéndome una disculpa—. Bueno, sé que a tu hermana también le gustaba mucho eso, no quería ofender…

—Tranquila, no has ofendido —la calmé con una sonrisa.

—Bueno, volviendo al tipo este: nació en un pueblo llamado Aberfoyle, al noreste de Glasgow, en el siglo xvii. Se graduó en Artes, es autor de la primera versión poética completa de los Salmos en gaélico escocés, y en el año 1689 acudió a Londres para supervisar la impresión de la Biblia en gaélico.

—Todo eso no me interesa. Busca algo más relacionado con el libro, por favor —la corté. Suni suspiró.

—Como te he dicho, era un fanático del mundo de las hadas y algo llamado la Segunda Visión, que al parecer te otorga la condición de poder ver a esas criaturas mágicas. La tienen sobre todo los séptimos hijos, algo que él mismo era. Escribió el libro en 1691, aunque no fue impreso por primera vez hasta el año 1815… ¡Ah! Aquí hay algo interesante.

—¿El qué?

—Es sobre su muerte. Al parecer hay una leyenda que circula por Escocia y lo tiene como protagonista. ¿Te la cuento? —Y me miró con una ceja arqueada. Bufé de disgusto.

—¡Pues claro!

—Vale, vale. —Soltó una risita—. Un año después de escribir ese tratado sobre las hadas, salió a pasear por una colina llamada Doon Hill, o también conocida como la colina de las Hadas. Tenía la costumbre de salir al caer la tarde, y esa noche, en concreto, algo le ocurrió, ya que encontraron su cuerpo sin vida a la mañana siguiente en aquella misma colina.

Atendía absorta al relato que estaba contándome Suni y, a la vez, usaba mi móvil para buscar más información sobre esa extraña colina de las Hadas. Según ponía, era una ruta de senderismo que duraba unas dos horas y era bastante sencilla de hacer.

—¿Y nadie sabe de qué murió? —le pregunté al notar el silencio de mi amiga.

—Aquí viene lo mejor: resulta que mucha gente del pueblo empezó a decir que ese no era su verdadero cuerpo, sino el de un doppelgänger —le costó pronunciar aquel nombre—. Es una especie de doble o imitador de algo o de alguien.

—¡Qué interesante! Ahora entiendo por qué a Diana debió fascinarle tanto —comenté, hablando conmigo misma.

—A mí me parece un poco turbio, la verdad…

Ignoré sus palabras y desvié la vista de nuevo hacia el libro de Robert Kirk, que ahora descansaba a mi lado.

—Creo que va a ser una lectura bastante interesante.

—Oye, Sofi —me llamó mi amiga al otro lado de la pantalla—. ¿Puedo preguntarte algo?

—Claro. ¿Qué pasa? —Volví a prestarle toda mi atención.

—¿Qué ocurre con Felipe?

La pregunta me pilló por sorpresa, así que al principio no supe bien cómo reaccionar. ¿Qué se suponía que tenía que decir? ¿Sabría ella lo de los sentimientos no correspondidos de Felipe?

—No sé a qué te refieres. —Intenté evadir la pregunta. Suni parecía un poco vacilante, como si no supiera bien qué decir.

—Pues…, no lo sé. ¿No fue a buscarte después de clase? ¿Estuvisteis hablando?

—¿Adónde quieres llegar a parar, Suni? —Mi pregunta ya fue en un tono un poco más serio. No me gustaban los juegos de ese tipo.

—Eduardo me ha contado que Felipe quería decirte algo. O tal vez no, a lo mejor me lo he imaginado —me respondió fingiendo duda. Puse los ojos en blanco.

—Creo que nuestro amigo en común debería aprender a mantener la boca cerrada de vez en cuando —le dije, un poco molesta—. Si te refieres a los sentimientos sobre Felipe, yo no tengo por qué hablar sobre eso. Deberías preguntárselo tú misma.

—¡Entonces es verdad que se te ha declarado! —exclamó mi amiga, boquiabierta—. Está bien, lo entiendo. Pero, dime, ¿qué le has respondido?

—¿Por qué te interesa tanto saberlo?

Suni alzó una mano para que, a través de la cámara, pudiese ver cómo iba alzando los dedos uno a uno.

—Porque eres mi amiga, porque estamos en el mismo grupo social, porque soy una cotilla empedernida y porque he hecho una apuesta con Edu.

—¿Has hecho qué? —Sin querer, alcé la voz un poco más de lo previsto. Me arrepentí enseguida, y esperaba que mis padres no lo hubieran escuchado—. ¿Se puede saber por qué hacéis algo así? ¿No tenéis vergüenza?

—¡No te lo tomes tan a pecho! Ha sido idea de él, ¿sabes?

—Me da igual de quién haya sido la idea. Ha estado realmente mal —la regañé. Estaba muy molesta porque hubiesen apostado por algo que ni les importaba. ¿Por qué se dedicaban a jugar con los sentimientos de los demás, siendo estos sus propios amigos?

Suni parecía arrepentida tras mi comentario, y le cambió el rostro a uno más serio.

—Lo siento, tía, no lo pensé. Sabes que Edu tiene un aura con la que siempre…

—Bonita forma de decir que ahora alguien te gusta —la corté. A pesar de la mala calidad de la cámara, noté cómo se sonrojaba y supe que había dado en el clavo. La miré con una ceja arqueada—. Vaya, vaya… ¿Así que es eso?

—¡Cállate! —exclamó.

—¿Debería también hacer apuestas con Felipe sobre si Edu sentirá lo mismo por ti o no? —la piqué un poco más, que probara un poco de su propia medicina.

Ella me miró de forma lastimera.

—No sigas, por favor… Está bien, está bien. Lo siento, ¿vale? Ha sido un error y yo misma hablaré con Eduardo —claudicó—. Pero, al menos, respóndeme a la pregunta: ¿qué le respondiste?

Estuve a punto de no decírselo. Se lo merecía por lo que había hecho, pero al fin y al cabo, se había disculpado y yo había descubierto su punto más débil. Suspiré.

—No siento lo mismo por él —le contesté para abreviar.

Mi amiga soltó un silbido largo y se recostó en la silla.

—Pobre Felipe…

—Habría sido peor mentirle —añadí mientras toqueteaba un hilo suelto de la colcha de mi antigua habitación.

—Estoy de acuerdo. Pero se lo habrá tomado mal de todas maneras. ¿Se ha enfadado?

—Las dos sabemos que no es un chico que se enfade por esas cosas.

—Es verdad… —Suni suspiró profundamente antes de seguir—: ¿Qué tipo de chicos te gustan a ti? Porque Eduardo estuvo un tiempo detrás, pero tú lo ignorabas a cada rato, y ahora a Felipe lo rechazas. Que yo sepa, no puede haber dos chicos con actitudes y personalidades tan diferentes entre sí, y parece que ninguno de ellos te gusta lo suficiente.

Rodé por la cama hasta quedarme bocarriba, observando el techo pintado de un azul suave. Cuando era más pequeña había pegado varias estrellas de plástico que brillaban en la oscuridad y, a pesar de los años transcurridos, allí seguían; tan brillantes como recién puestas.