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eLit 362 ¿Podrían olvidar las heridas del pasado y dejar que el amor entrara en sus vidas? Boone Sinclair era alto, fuerte y atractivo. El ejecutivo y ranchero texano lo tenía todo, salvo a Keely Welsh. Ella siempre lo había cautivado, pero él siempre la había ignorado porque pensaba que era demasiado experimentado para aquella inocente belleza. Keely llevaba desde los trece años enamorada de Boone, y ahora que tenía diecinueve estaba decidida a convencerlo de que ya no era una niña, sino una mujer dispuesta a conquistar su corazón.
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Seitenzahl: 254
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2008 Diana Palmer
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Un hombre sin piedad, n.º 362- noviembre 2022
Título original: Heart of Stone
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com
I.S.B.N.: 978-84-1141-060-1
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Si te ha gustado este libro…
Keely Welsh sintió su presencia antes de verlo. Había sido así desde el día que conoció a Boone Sinclair, el hermano mayor de su mejor amiga. No era un hombre guapo como un actor, ni gregario. Era un recluso, un solitario que apenas sonreía e intimidaba a la gente con sólo entrar en una habitación. Keely siempre sabía cuándo estaba cerca, aunque no lo viera.
Era alto y delgado, pero tenía piernas poderosas y manos y pies grandes. Había rumores sobre él que se iban exagerando según pasaban de boca en boca. Había estado en las Fuerza Especiales, en el extranjero, cinco años antes. Había salvado a su unidad de una destrucción segura. Había ganado medallas. Había comido con el presidente en la Casa Blanca. Había hecho un crucero con un autor famoso. Había estado a punto de casarse con una princesa europea. Y más y más.
Nadie sabía la verdad. Bueno, tal vez Winona y Clark Sinclair la supieran. Winnie, Clark y Boone estaban más unidos de lo que solían estar los hermanos. Pero Winnie no hablaba de la vida privada de su hermano, ni siquiera a Keely.
Cada día desde que cumplió los trece años, Keely había amado a Boone Sinclair. Lo observaba desde la distancia, con ojos verdes suaves y posesivos. Le temblaban las manos cuando lo veía inesperadamente. En ese momento, temblaban. Él estaba en el mostrador, firmando en el registro. Tenía una cita para ponerle a su perro las vacunas de rutina. Lo hacía todos lo años. Adoraba a Bailey, su pastor alemán marrón y negro. La gente decía que era lo único en el mundo que quería. Tal vez quisiera a sus hermanos, pero no lo demostraba. Su cariño por el perro, sí.
Uno de los veterinarios salió y llamó a Bailey. Lo condujo a una de las salas. Boone pasó ante Keely. Nunca la miraba ni le hablaba. Para él era como si fuese invisible.
Ella suspiró cuando la puerta se cerró tras él y su perro. Ocurría lo mismo cada vez que la veía. Incluso en su enorme rancho, cerca de Comanche Wells, al oeste de Jacobsville, Texas. Nunca le decía a Keely que no podía invitar a Winnie a comer o montar a caballo, pero aun así la ignoraba.
—Es curioso —había comentado Winnie un día que paseaban a caballo—. Boone nunca hace ningún comentario sobre ti, simula no verte. Me pregunto por qué —miró a Keely con picardía en sus ojos oscuros—. Tú no sabrás por qué, ¿verdad?
—No tengo ni idea —Keely sonrió. Era la verdad.
—Sólo pasa contigo —comentó su amiga, reflexiva—. Es muy educado con las citas de mi hermano Clark, incluso con esa camarera que trajo a cenar un día, y ya sabes lo esnob que puede ser Boone. Pero simula que tú no existes.
—Tal vez le recuerdo a alguien que le disgusta.
—Bueno, estuvo comprometido con aquella chica.
—Sí, me acuerdo de su compromiso —a Keely le dio un bote el corazón. Ella había tenido casi quince años, justo antes de que él regresara del extranjero, y su joven corazón se había roto en pedazos.
—Fue justo antes de que volvieras aquí para vivir con tu madre —siguió Winnie—. De hecho, fue cuando ella empezó a beber mucho más… —titubeó. La madre de Keely era alcohólica y era un tema delicado—. El caso es que Boone estaba a punto de dejar el ejército. Su prometida fue a Alemania, donde había sido trasladado tras ser herido en combate y… puff. Desapareció. Boone regresó y nunca volvió a mencionar su nombre. Nunca supimos qué ocurrió.
—Comentan que pertenecía a la realeza europea —aventuró Keely con timidez.
—Era pariente lejana de un hombre que había sido nombrado caballero en Inglaterra —fue la sarcástica respuesta—. El caso es que dejó a Boone y él estuvo amargado un tiempo. Pero hace tres semanas recibió una llamada suya. Vive con su padre, que tiene una agencia de detectives en San Antonio. Le dijo a Boone que había cometido un terrible error y que quería arreglarlo.
A Keely se le encogió el corazón. Una rival que había tenido una historia amorosa con Boone. La entristecía pensar en ello, a pesar de que nunca conseguiría acercarse lo bastante a él para hacerle la competencia a ninguna mujer.
—Boone no perdona a la gente —dijo en voz alta.
—Es verdad —Winnie sonrió—. Pero se ha suavizado un poco. Sale con ella de vez en cuando. De hecho, la semana que viene van a un concierto de Desperado.
—¿Le gusta el rock duro? —se sorprendió Keely. Parecía tan digno y estirado que no se lo imaginaba en un concierto de rock. Lo dijo.
—Yo sí —rió Winnie—. No es el hombre conservador y callado que parece. Sobre todo cuando pierde el genio o discute.
—Boone no discute —comentó Keely.
No lo hacía. Si se enfadaba lo bastante, daba un puñetazo. No a mujeres, por supuesto, pero sus hombres sabían que no debían contrariarlo, sobre todo si estaba de mal humor. Un mozo de cuadra había descubierto, por las malas, que nadie se reía del jefe. Boone había sido coceado por un caballo y al mozo le pareció muy divertido. Boone había atado al hombre a un poste y le había echado encima un cubo de heno reciclado. Y sin decir una sola palabra.
—Me estoy acordando de aquel mozo… —Keely soltó una carcajada. Winnie también se rió.
—Dijo que no se lo podía creer, ni siquiera mientras estaba ocurriendo. Boone es tan estirado que nadie lo imaginaría manchándose las manos. Sus vaqueros lo subestimaban al principio, pero ya no.
—El episodio de la serpiente de cascabel tampoco estuvo mal —fue la risueña respuesta.
—¡El cocinero se quedó atónito! —exclamó Winnie—. Era un cocinero pésimo, pero amenazó a Boone con demandarlo si lo despedía, y parecía que tendríamos que quedarnos con él. Amenazó a Boone con cocinarle una serpiente de cascabel si volvía a quejarse de la comida y añadió algunos comentarios picantes sobre la prometida. Una mañana abrió el horno para ver si estaba limpio, ¡y una serpiente de cascabel le saltó a la cara!
—Por suerte para el cocinero no tenía colmillos.
—¡Pero él no lo sabía! —rió Winnie—. Y tampoco sabía quién la había metido ahí. Renunció al trabajo en ese momento. Los hombres vitorearon mientras se marchaba. El cocinero siguiente tenía talento, y era todo educación con mi hermano.
—No me extraña.
—Boone tiene cosas de ésas —su hermana movió la cabeza—. Como no encender nunca la calefacción en su dormitorio, aunque haga un frío endemoniado, o ir siempre con las camisas abotonadas hasta el cuello.
—Nunca lo he visto sin camisa —comentó Keely. Era raro, porque la mayoría de los vaqueros trabajaban con el torso desnudo en verano. Pero Boone no.
—Solía ser menos timorato —dijo Winnie.
—¿Timorato Boone? —se asombró Keely.
—Bueno, supongo que esa palabra no encaja.
—No, en absoluto.
—Pensándolo bien no es el único mojigato de por aquí, Keely. Tú siempre llevas manga larga y escote cerrado.
Keely tenía una buena razón, que no había compartido con nadie. Era la razón por la que no tenía citas. Un secreto terrible. Se habría muerto antes de decírselo a Winnie, que podría contárselo a Boone…
—Recibí una educación muy estricta —dijo Keely con voz queda. Era verdad, sus padres habían insistido en que Keely fuera a la iglesia todos los domingos—. Mi padre no aprobaba la ropa llamativa o reveladora.
Seguramente porque la madre de Keely flirteaba con todos los hombres cuando bebía. Incluso había intentado seducir a Boone. Keely no lo sabía y Winnie no sabía cómo decírselo. Era una de las razones del antagonismo de Boone hacia Keely.
Las cosas habrían ido mejor si Keely supiera dónde estaba su padre. Le decía a la gente que lo creía muerto, porque era más fácil que admitir que era alcohólico, como su madre, y que se relacionaba con hombres peligrosos. Al principio lo había echado de menos, pero estar con él habría sido peligroso. Aún lo quería, a pesar de lo que le había ocurrido a ella.
—Ahora que lo pienso, Keely, ni siquiera sales.
—Soy veterinaria auxiliar. Estoy muy ocupada. Trabajo cuando me llaman, ya lo sabes. Si hay una urgencia a medianoche, o el fin de semana, voy.
—Eso es pura basura —dijo Winnie, mientras paraban para que los caballos bebieran de un arroyo cristalino—. Incluso te he presentado a hombres agradables del trabajo. Te conviertes en un témpano cuando un hombre se acerca.
—Trabajas en comisaría, Winnie y me traes a policías para que salga con ellos —dijo Keely, irónica.
Winnie era administrativa en el Departamento de Policía de Jacobsville durante el día, y había empezado un nuevo turno dos noches a la semana, atendiendo llamadas del 911. De hecho, esperaba que le ofrecieran ese turno permanente, porque estar con el oficial Kilraven todo el día la estaba matando.
—Los policías me ponen nerviosa. Imagina, podría tener antecedentes criminales —dijo Keely.
—Ocultas algo —Winnie movió la cabeza.
—Nada grave. En serio —lo que sospechaba de su padre, si era cierto, la mortificaba. Si Boone lo descubría alguna vez se moriría de vergüenza. Pero no sabía nada de él desde los trece años, así no era probable que apareciera un día con sus amigos forajidos. Rezaba porque no lo hiciera. El comportamiento de su madre ya era lo bastante difícil de soportar.
—Hay un agente muy guapo que se incorporó hace unas semanas. Es tu tipo.
—Kilraven —adivinó Keely.
—¡Sí! ¿Cómo lo has sabido?
—Porque hablas de él a todas horas —Keely frunció los labios—. ¿Seguro que no estás interesada en él? Tú también estás libre y sin compromiso.
—No es mi tipo —Winnie se sonrojó.
—¿Por qué no?
—Me dijo que yo no era su tipo —Winnie se removió en la silla de montar—. Me dijo que era demasiado joven para encapricharme de un lobo viejo como él, y que no se me ocurriera hacerlo.
—¡No se atrevería! —exclamó Keely.
—Sí. No me había dado cuenta de que yo era tan transparente. Es guapísimo, la mayoría de las mujeres lo miran. Notó que yo lo hacía, supongo que por ser quién soy —su expresión se ensombreció—. Puede que Boone le haya dicho algo. Es muy protector. Piensa que soy demasiado inocente.
—En su defensa, es verdad que has llevado una vida muy protegida. Kilraven es un hombre de mundo. Y es peligroso.
—Lo sé —masculló Winnie—. Ha habido casos en los que sudo sangre hasta que vuelve a la comisaría sano y salvo. También ha notado eso. Me dijo que no le gustaba —inspiró larga y profundamente—. Desde luego… yo te cuento mi agonía privada, pero tú no compartes la tuya. Da igual, Keely. Lo sé.
—¿Qué? —Keely rió con nerviosismo—. No tengo secretos.
—Toda tu vida es un secreto. Pero el mayor de todos es que estás enamorada de mi hermano.
Keely la miró como si la hubiera abofeteado.
—Nunca se lo diría. De verdad. Lamento cómo te trata. Sé cuánto duele.
Keely desvió la mirada, avergonzada.
—No seas así —dijo Winnie con voz suave—. No diré nada. Nunca. En serio.
—Lo que siento no hace daño a nadie. Él nunca lo sabrá —Keely se relajó y tomó aire—. Y me ayuda a entender lo que sería amar a un hombre, incluso si ese amor no es correspondido. Es imaginar lo que nunca tendré, nada más.
—¿Qué quieres decir? ¡Claro que serás amada algún día! Keely, tienes diecinueve años. ¡Tienes toda la vida por delante!
—No en ese sentido —Keely miró a su amiga con tristeza—. Nunca me casaré.
—Pero algún día…
—No —negó con la cabeza.
—Cuando seas algo mayor, puede que pienses de otra manera —Winnie se mordió el labio—. Tienes diecinueve años y Boone treinta. Es una gran diferencia de edad y él piensa en esas cosas. Su prometida sólo era un año menor que él. Dice que las parejas no deberían casarse si no tienen la misma edad.
—¿Por qué?
—No hemos hablado mucho de eso, pero nuestra madre era doce años menor que mi padre. Él murió destrozado porque ella se fugó con su hermano menor. Siempre dijo que había cometido un error casándose con alguien de otra generación. No tenían nada en común.
—¿Tu madre aún vive? —preguntó Keely, triste.
—No lo sabemos. Después del divorcio, se casaron y se trasladaron a Montana. No volvieron a ponerse en contacto.
—Eso es muy triste.
—Amargó a Boone. Eso y que su prometida lo abandonara. No tiene buena opinión de las mujeres.
—No lo culpo, la verdad —admitió Keely—. ¿No es una pena que las dos seamos demasiado jóvenes para los hombres que nos interesan?
—Eso creen ellos. Pero siempre podemos hacerles cambiar de opinión. Sólo hay que encontrar cómo.
—¿Suena fácil, eh? —Keely se rió.
—En realidad no —Winnie tiró de las riendas, haciendo que el caballo saliera del arroyo. Keely la imitó. Pusieron rumbo al rancho—. Hablemos de algo más alegre. ¿Asistirás al baile de beneficencia?
—Me gustaría, aunque fuera sola, pero mis tres jefes van a ir. Así que estaré de guardia.
—¡Eso es terrible!
—Pero justo. Yo libré el año pasado.
—Me acuerdo. Te quedaste en casa.
—Nadie me invitó a acompañarlo.
—No animas a los hombres —apuntó Winnie.
—¿Para qué? —Keely sonrió con tristeza—. Cualquier hombre que me invitara, sería segundo para mí. No quiero una relación con nadie.
Winnie siempre había sentido curiosidad por la extraña vida privada de Keely. Se preguntaba qué le había ocurrido para volverla tan solitaria.
—Sólo es un baile. No tienes que acceder a casarte con el hombre que te acompañe a casa.
—¡Eres terrible! —Keely soltó una carcajada—. De todas formas, estaré trabajando. Ve tú y disfruta por las dos.
—El hombre que me acompaña también sería segundo para mí —le recordó ella—. La diferencia es que yo quiero ir para restregarle mi cita por la cara a Kilraven.
—No irá —murmuró Keely.
—¿Por qué crees eso?
—Lo supongo. Es muy reservado. Creo que Kilraven odia a las mujeres; me recuerda a Cash Grier, que era así hasta que se casó con Tippy Moore.
Keely sentía pena por Winnie, y también por sí misma. Los hombres eran un dolor de cabeza…
Regresó al presente a tiempo de ver a Boone salir de la sala de consulta con Bailey. Pasó junto a Keely sin mirarla o decir palabra. Ella lo siguió con los ojos mientras el corazón se le rompía por dentro. Luego, sonriente, para no inquietar a sus colegas, volvió a concentrarse en el trabajo.
Keely odió a la ex prometida de Boone en cuanto la vio. El padre de Misty Harris tenía una agencia de detectives en San Antonio, y era rica. Era bonita, muy inteligente y miraba con desdén al resto de las mujeres. Winnie le había dicho a Keely que a Boone le gustaban las mujeres con cerebro y espíritu independiente. Añadió que creía que también serían buenas en la cama, lo que incomodó a Keely.
La mujer tenía una lengua venenosa y Keely le caía mal. Resultó obvio cuando llegó para una cita con Boone el siguiente viernes por la noche y encontró a Keely en la sala con Winnie.
—¿No tenéis citas? —las provocó. Estaba muy elegante con un vestido de cóctel negro y el largo cabello negro cayendo sobre sus hombros. Sus ojos azul profundo chispearon con malicia—. Es una pena. Boone me lleva al concierto de Desperado. Va a presentarme al cantante. Hace dos meses que tenemos las entradas. ¡Será una velada fantástica!
—Desperado me encantan —admitió Winnie.
—No me perdería este concierto por nada —ronroneó la morena.
Se oyeron arañazos y aullidos en la puerta lateral.
—Oh, es ese perro —masculló la morena—. Está muy sucio. Por Dios, Winnie, ¿no irás a dejarlo entrar? ¡Las alfombras persas son muy valiosas! ¡Las llenará de barro!
—Bailey es un miembro de la familia —dijo Winnie con voz fría; abrió la puerta y agarró una toalla de la estantería—. Hola, viejo amigo —saludó al pastor alemán—. ¿Te has mojado?
Empezó a secarlo y a limpiarle las patas. El perro gemía y jadeaba. Tenía la lengua morada. Tiritaba y tenía el estómago hinchado.
Keely lo observó. Algo iba mal. Se reunió con Winnie junto a la puerta y se arrodilló. Tocó el vientre distendido del perro y apretó los dientes.
—Tiene una torsión gástrica —le dijo a Winnie.
—¿Qué has dicho? —preguntó Boone, acercándose a toda prisa.
Keely alzó la vista hacia él, intentando no delatar el placer que le producía verlo.
—Bayley tiene una torsión. Necesita que lo vea un veterinario ahora mismo.
—No seas absurda —dijo Boone—. Los perros no sufren torsiones.
—Los perros grandes sí —dijo Keely—. Debes haber visto estos síntomas en el ganado alguna vez. ¡Toca! —agarró su mano y la puso sobre el vientre del perro.
Él hizo una mueca.
—Mira el color de su lengua —insistió Keely—. No está recibiendo suficiente oxígeno. Si no lo ve pronto un veterinario, morirá.
—Eso es ridículo —rezongó la morena—. Ha comido demasiado. Ponlo en su caseta. Mañana estará bien.
—Estará muerto —repitió Keely.
—¡Escucha, no voy a perderme el concierto por un viejo perro estúpido con dolor de estómago! —rugió la morena—. Sólo intentas que Boone se fije en ti diciéndole que al perro le pasa algo. Sabe lo obsesionada que estás con él. ¡Esto es patético!
Boone miró a Keely, que se había puesto pálida al oír como anunciaban su mayor secreto en voz alta. Volvió a palpar el estómago de Bailey.
—No es una torsión. Ha comido demasiado y tiene gases —se enderezó y le dio una palmadita al perro en la cabeza—. Estarás bien, ¿verdad, amigo?
Keely lo miró con furia. El perro seguía jadeando y gimiendo.
—No es tu perro —le dijo Boone—. Misty tiene razón. Esto es para llamar mi atención, igual que Bailey gime para que lo acaricie. Pero no funcionará. Voy a llevar a Misty al concierto.
Keely estaba tan furiosa que ni siquiera lo miró. Sabía que Bailey se estaba muriendo.
—Vámonos —le dijo Boone a Misty. Fueron hacia el garaje. Minutos después el coche arrancó.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Winnie, que creía a su amiga.
—Podemos dejarle morir o llevarlo al veterinario.
—¿Quién conduce?
El mayor de los tres veterinarios, y propietario de la clínica, estaba de guardia. Era el mejor cirujano del grupo y, a sus treinta y dos años, el único soltero. La gente decía que su hostilidad ahuyentaba a las mujeres. Y probablemente fuera verdad.
Ayudó a Keely a llevar a Bailey a la sala de rayos X y subirlo a la camilla. Ella lo sujetó mientras él le hacía una radiografía, acariciándolo y tranquilizándolo. Para ser un hombre que se comportaba como una víbora con la gente, era pura compasión con los animales.
Examinó la radiografía con rostro sombrío. Sin duda, el estómago de Bailey sufría una torsión y se hinchaba con los gases.
—Es una operación cara y complicada, y no puedo prometer que tenga éxito. Si no opero, la necrosis avanzará rápidamente y morirá. Puede que muera de todas formas. Tú decides —le dijo a Winnie.
—Es el perro de mi hermano —dijo Winnie, inquieta, acariciando la cabeza del animal.
—Pues tendrá que dar su consentimiento.
—No lo dará —dijo Keely—. Dice que no es una torsión.
—¿Y en qué facultad de veterinaria estudió? —preguntó Bentley, arqueando una ceja.
El teléfono de Winnie interrumpió la conversación. Reconoció el número de Boone.
—¡Es Boone! —susurró—. ¿Hola?
—¿Dónde diablos está mi perro? —exigió él.
—Boone, hemos traído a Bailey al veterinario… —dijo Winnie, tras tomar aire.
—¿Hemos? Keely tiene que ver con esto, ¿no? —rugió él, furioso.
El veterinario estiró la mano hacia el teléfono. Winnie se lo entregó con expresión de alivio.
—Este animal —empezó el veterinario con voz firme—, tiene una torsión grave. En la radiografía puedo mostrarle la zona en la que ya se ha iniciado la necrosis de tejidos. Si no lo opero, estará muerto en una hora. La decisión es suya, pero debe ser rápida.
—¿Vivirá? —preguntó Boone, dubitativo.
—No puedo prometerlo —dijo Bentley, cortante—. Debieron traerlo al primer síntoma. El retraso complicará la recuperación. Esta conversación —añadió con acidez—, supone un retraso adicional.
La maldición se oyó a un metro del móvil.
—Opérelo —dijo Boone—. Doy mi permiso. Mi hermana es testigo. Haga cuanto pueda. Por favor.
—Desde luego —le devolvió el móvil a Winnie—. Keely, necesitamos prepararlo para cirugía.
—Sí, señor —Keely sonreía. Su jefe era buen negociador. Al menos Bailey tendría una oportunidad, y no gracias a la desalmada que habría sacrificado su vida por ir a un concierto.
La operación duró dos horas. Keely administraba la anestesia al animal y comprobaba sus constantes vitales. Por suerte, no había demasiado tejido muerto y las diestras manos de Bentley lo cortaron con toda eficiencia.
—¿A qué se debió el retraso? —le preguntó él.
—Entradas para el concierto de Desperado —masculló ella—. La cita de Boone no quería perdérselo.
—Así que decidió que Bailey debía morir.
—No estoy segura de que fuera crueldad intencionada —admitió Keely, a su pesar.
—Te sorprendería cuánta gente considera a los animales objetos inanimados sin sentimientos. Algunos vienen y me dicen, con toda seriedad, que los animales no sufren dolor.
—Menuda basura —farfulló ella.
—Justo eso pienso yo —rió él.
—¿Cómo va?
—Bien. No parece haber complicaciones. Hace un par de meses operé al perro pastor de Tom Walker de lo mismo, pero tenía un tumor del tamaño de mi puño. Lo perdimos.
—¿Perderemos a Bailey? —preguntó, inquieta.
—De eso nada. Es viejo, pero es un luchador.
Ella sonrió. Incluso si Boone le gritaba, habría merecido la pena. Le tenía cariño al perro, aunque Boone la hubiera acusado y creído a la despiadada morena. Keely no era tan tonta como para hacer algo así. Boone la ignoraría aunque fuera Helena de Troya. Nunca lo habría perseguido y la sorprendía que Boone no lo supiera.
—Hecho —anunció Bentley, tras dar el último punto de sutura. Keely interrumpió la anestesia—. Creo que sobrevivirá, pero no es seguro cites. Lo sabremos por la mañana.
—Sí, señor.
—Yo lo llevaré por ti —se ofreció, porque el perro era grande y Keely tenía problemas para cargar peso.
—No hace falta —dijo ella, perturbada.
—Has sufrido alguna lesión en el hombro izquierdo —dijo él con una mirada amable en sus ojos azul pálido—. No necesito verla para saber que existe. Te impide cargar mucho peso.
—Ignoraba que fuera tan obvio.
—No te delataré —dijo él con una sonrisa—. Pero tampoco te pediré que lleves pesos excesivos.
—Gracias, jefe —respondió ella, también sonriente.
—Eres la trabajadora más entregada que tengo —dijo él. Después pareció avergonzarse por reconocerlo. Alzó a Bailey con cuidado y lo llevó a una de las jaulas de recuperación, donde estaría monitorizado hasta que despertara de la anestesia.
—Puedo quedarme a vigilarlo —ofreció ella.
—Recibí una llamada mientras preparabas a Bailey —le recordó él—. Hay una vaca de parto que lo estaba pasando mal. Es de pura raza y debo conseguir que el ternero nazca vivo.
—Así que tienes que salir.
—Sí. Y echaré un vistazo a Bailey cuando regrese. Es viernes —sonrió—. Ya sabes que solemos tener urgencias toda la noche.
—¿Quieres que me quede a atender el teléfono?
—Es viernes por la noche —repitió él, escrutándola—. ¿Por qué no tienes una cita?
—Los hombres me odian —ella se encogió de hombros—. Si no lo crees, sólo tienes que preguntarle a Boone Sinclair.
Él miró por encima de su hombro y alzó una ceja.
—Hablando del diablo —le susurró.
Boone entró en la sala donde Keely y Bentley estaban junto a la jaula de recuperación de Bailey. Ya no parecía nada batallador y su preocupación por el viejo perro resultó evidente cuando se arrodilló junto a la jaula y tocó la cabeza del animal inconsciente.
—¿Vivirá? —preguntó, sin alzar la cabeza.
—Lo sabremos por la mañana —dijo Bentley, seco—. La operación fue muy bien y no encontré nada que tenga por qué complicar su recuperación. Para la edad que tiene, está en muy buena forma.
—Gracias —dijo Boone al veterinario.
—Dáselas a Keely —fue la cortante respuesta—. Ignoró tu sugerencia de dejar al animal solo hasta mañana. A esa hora —añadió veterinario con ojos fieros—, lo habrías encontrado muerto.
—Pensé que buscaba atención —los ojos de Boone también destellaron—. Como Keely —añadió con sarcasmo.
—¿En serio piensas que Keely necesita suplicar la atención de un hombre? —preguntó Bentley, enarcando las cejas con incredulidad.
—Su vida social no es asunto mío —Boone se puso rígido—. Te agradezco que hayas salvado a Bailey.
—Veremos cuánto éxito he tenido por la mañana —repuso Bentley—. Keely, ¿puedes traerme mi bolsa de instrumental, por favor?
—Sí, señor —ella salió de la habitación, agradeciendo la excusa para alejarse de Boone.
—Él y yo hemos pasado muchos trances juntos —dijo Boone, mirando la jaula—. Si hubiera sabido lo peligroso de su estado, nunca lo habría dejado solo —miró a Bentley—. No sabía que los perros podían sufrir torsiones estomacales.
—Ahora lo sabes. La mayoría de los perros de gran tamaño pueden padecerlas.
—¿A qué se deben?
—No se sabe —Bentley movió la cabeza—. Hay media docena de teorías, pero nada concreto.
—¿Qué le has hecho exactamente?
—Corté el tejido muerto y cosí el estómago a la espina dorsal —contestó Bentley—. Le prescribiré una dieta especial. Durante un par de días sólo tomará líquidos.
—¿Me avisarás?
—Por supuesto —dijo Bentley, reconociendo la preocupación en los ojos oscuros.
Boone se volvió hacia Winnie con mirada acusadora. Ella hizo una mueca.
—Escucha, Keely sabe lo que hace, creas tú lo que creas —empezó con tono defensivo—. Estuve de acuerdo con ella y asumo toda la responsabilidad por haber traído a Bailey.
—No me estoy quejando —su expresión adusta se aligeró. Se inclinó y le dio un beso a Winnie en la frente—. Gracias.
—Yo también quiero al viejo Bailey —sonrió ella, aliviada al comprobar que no estaba enfadado.
Keely regresó con la bolsa de instrumental y se la dio a Bentley, junto con su impermeable.
—Odio los impermeables —empezó él, molesto. Ella se limitó a ofrecérselo. Él hizo una mueca, pero se lo puso—. Te preocupas demasiado.
—Tuviste neumonía después de tu última salida una noche fría y lluviosa —le recordó ella.
Él se dio la vuelta y le sonrió. Más bien, alzó levemente una esquina de la boca. Bentley Rydel nunca sonreía.
—Vete a casa.
—No dejaré a Bailey hasta que salga de la anestesia —dijo ella, sin mirar a Boone—. Además, seguro que recibes al menos una llamada para atender alguna urgencia mientras estés fuera.
—No te pago suficiente para que hagas tantas horas extra —señaló él.
—Nunca me haré rica —encogió los hombros.
—De acuerdo —suspiró él—. Puedes llamar al móvil si me necesitas.
—Conduce con cuidado.
Él le hizo una mueca. Pero su expresión era impasible cuando saludó con la cabeza a los Sinclair.
Boone miraba a Keely con ira. Ella apartó los ojos y fue hacia la jaula de Bailey.
—Deberíamos irnos —le dijo Winnie a su hermano—. Hasta luego, Keely.
Keely asintió, pero no los miró. Boone tomó el brazo de Winnie y la condujo afuera, sin hablar.
—¿Ni siquiera has podido darle las gracias a Keely por salvar la vida de Bailey? —lo recriminó ella, mientras cada uno iba hacia su coche.
—Podría demandarla por traer a Bailey aquí sin permiso —dijo él con frialdad.
—¡Salvó su vida! —exclamó Winnie, atónita.
—Eso es otra cuestión —dijo él, evitando sus ojos—. Vámonos. Llueve y nos estamos mojando.
—¿Y tu concierto? —preguntó Winnie, con tono mordaz.
—Aún no ha acabado. Voy a volver.
Ella deseó decirle que su ex prometida no iba a estar nada contenta porque la hubiera abandonado, aunque sólo fuera un rato. Pero calló. Era obvio que estaba de mal humor y no era bueno presionarlo.
Keely se quedó con Bailey hasta que Bentley regresó de su visita. Había otra urgencia, una mujer a cuya spaniel de exhibición se le había complicado el parto; uno de los perritos no conseguía salir. Una vez más, tuvieron que hacer una operación de urgencia para salvar a la perra y al cachorro.
Eran las dos de la mañana cuando acabaron.
—Ahora vete a casa —dijo Bentley con voz suave.
—Sí —rió ella—. Se me cierran los ojos.
—Diga lo que diga Boone Sinclair, hiciste lo correcto —miró a Bailey, que dormía pacíficamente gracias a un calmante—. Creo que sobrevivirá.
Ella sonrió. Aunque Boone había sido desagradable, quería al viejo perro. Se alegraba de que no fuera a perderlo aún.
Fue a casa, pasó de puntillas ante la habitación de su madre y se fue a la cama.