Un príncipe rebelde - Kelly Hunter - E-Book

Un príncipe rebelde E-Book

KELLY HUNTER

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Beschreibung

¿Podría ser aquel rebelde el heredero de un trono? Cuando Simone Duvalier reapareció en la vida de Rafael Alexander, este solo deseaba que regresara a su casa y le dejara en paz en sus viñedos de Australia. Habían mantenido una relación intensa en el pasado, pero de ella sólo quedaba el deseo y algunos recuerdos. Simone no había olvidado al ambicioso y sexy Rafael, y él no había olvidado el erótico y traicionero cuerpo de Simone. Y en el momento en que un embarazo inesperado y un secreto principesco amenazaron con cambiarlo todo, quedaría por saber si aquel rebelde de corazón oscuro sería capaz de ser príncipe y padre al mismo tiempo.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2009 Kelly Hunter. Todos los derechos reservados.

UN PRÍNCIPE REBELDE, Nº 1961 - noviembre 2012

Título original: A Prince and a Pregnancy

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-1171-3

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo 1

IMONE Duvalier quedó encantada al ver el elegante hotel de dos pisos, acurrucado en el corazón de una de las principales regiones vinícolas de Australia. No era un château francés del siglo XVII , pero su belleza pintoresca tenía algo de premio de consolación por verse obligada a cruzar medio mundo para asistir a una boda.

Era evidente que en aquel lugar había alguien con talento para el detalle; se notaba en el propio hotel, que estaba flamante, y en los inmaculados jardines. Alguien que sentía debilidad por la fantasía, como demostraban los flamencos de metal que decoraban tuercas y tornillos y lo que, a primera vista, parecían partes de un motor.

En cuanto al escenario, cortaba el aliento: un cielo interminable, colinas de eucaliptos en el horizonte y ordenadas hileras de viñas flanqueando el camino. Simone esperaba un atisbo de espíritu montaraz en el paisaje australiano y, en ese sentido, no le decepcionó; pero también tenía orden, lo cual fue una sorpresa.

Y a ella le encantaban las sorpresas. Sobre todo, porque la sorpresa era una emoción que casi podía competir con el nerviosismo que la dominaba cada vez que afrontaba la perspectiva de volver a ver a Rafael Alexander.

Rafael, su compañero de juegos de la infancia.

Rafael, el hijo del ama de llaves.

Rafael el ambicioso, el apasionado, el brillante.

Rafael, el hombre al que había rechazado.

Simone se preguntó si, a pesar del tiempo transcurrido desde entonces, casi nueve años, seguiría enfadado con ella. Y también se preguntó si Luc, su hermano, que estaba a punto de convertirse en cuñado de Rafael, se alegraría de volver a verla.

Tenía la impresión de que la respuesta a la segunda pregunta sería negativa; pero afortunadamente, también tenía la seguridad de que Rafael no la podría echar. Rafael, Rafe para sus amigos, era propietario de las tierras que rodeaban el hotel, pero no del hotel mismo. Y aunque Gabrielle se había empeñado en celebrar la boda en Austra lia en lugar de celebrarla en Francia, también se había empeñado en que se llevara a cabo en el terreno neutral de aquel edificio.

Con una sonrisa forzada, Simone llegó al final del estrecho camino y detuvo su coche alquilado en el garaje. Al menos, tenía todo un día por delante; tiempo suficiente para preparar su encuentro con Rafe; tiempo suficiente para recuperarse del vuelo y del viaje al valle; tiempo suficiente para adoptar la mejor de sus sonrisas y afrontar lo que le esperaba.

—Paso a paso —susurró.

Paso a paso. El truco que la había ayudado a llegar tan lejos. Obligarse a mover un pie, obligarse a mover otro, sonreír y avanzar hacia el momento temido.

« Courage, mon ami », le había recomendado Gabrielle cuando le dijo que la boda se iba a celebrar en Australia y que Rafael había aceptado ser el padrino de Luc. Al recordar sus palabras, Simone intentó encontrar el coraje necesario; pero su instinto le decía que olvidara sus responsabilidades como madrina y saliera corriendo.

Sin embargo, Gabrielle había sido categórica al respecto: «Ya es hora de que te enfrentes a mi hermano. Ya es hora de que él se enfrente a ti».

Coraje.

Además, ya estaba allí, en Australia; a punto de hacer frente a los fantasmas del pasado, para bien o para mal. Aunque aún faltaba un día. De momento, solo necesitaba su maleta pequeña, las llaves del coche, el vestido de Gabrielle y una habitación libre, si la encontraba; porque al tomar la decisión de no comunicar a nadie sus intenciones de llegar un día antes, había olvidado que eso incluía al personal del hotel.

El vestíbulo estaba decorado al estilo provenzal, con arreglos florales sorpresivamente australianos. Al ver a Simone, la recepcionista pasó de la sonrisa al desconcierto.

—¿Simone Duvalier? No la esperábamos hasta mañana...

La joven salió del mostrador, pero no para hacerse cargo de la bolsa donde llevaba el vestido de Gabrielle, sino únicamente de su maleta y de las llaves del coche.

—Lo sé; es que hubo un cambio de planes con mi vuelo. He venido con la esperanza de que tengan una habitación libre.

—¿Acaba de llegar de París y ha venido en coche?

Simone asintió.

—No me extraña que parezca tan cansada... — continuó la recepcionista—. Pero ha tenido suerte. Yo misma preparé su habitación esta mañana, aunque todavía no hemos tenido tiempo de preparar sus flores.

—No se preocupe por eso.

—Sígame, por favor. Le prepararé el ramo esta tarde, cuando el sol deje de azotarlas.

—¿Es que cortan las flores del jardín? —preguntó Simone, intrigada, mientras la seguía por un pasillo.

—Sí, siempre que podemos. ¿Quiere acompañarme? A muchos clientes les gusta cortar las flores en persona.

—Estoy segura de ello... pero ¿cómo impiden que los clientes corten flores que no deban cortar? —se interesó.

—Eso es fácil —contestó, sonriendo—. Cuando van a cortar las que no deben, se lo advierto con firmeza. Y obedecen.

—También estoy segura de ello.

Simone también sonrió, divertida. Le habían dicho que los australianos eran gentes alegres, dadas a la irreverencia y a la informalidad; pero no imaginaba que fuera cierto hasta ese punto.

La recepcionista la llevó a una suite espaciosa y aireada, con un patio y un salón separado del dormitorio, donde dejó la maleta. Después, abrió las cortinas y empujó unas puertas blancas, corredizas, que revelaron la presencia de un vestidor. En el suelo habían puesto unas sábanas blancas y, encima, en el centro, un maniquí de modista.

—Gaby mencionó que traería su vestido de novia. Espero que le parezca un buen sitio donde dejarlo...

—Es perfecto —dijo Simone—. Hasta los couturiers de Yves Saint Laurent lo aprobarían.

—¿Yves Saint Laurent? —la chica miró la bolsa del vestido con curiosidad—. Gaby no mencionó ese detalle... ¿Va a llevar un vestido de Yves Saint Laurent?

— Oui . Pero tutéame, por favor... En cuanto me duche y me cambie de ropa, te llamaré y pondremos el vestido en el maniquí. Después, si te apetece, llamaremos a la novia para que lo vea y nos diga si le parece bien.

—Claro que me apetece —declaró con otra sonrisa—. Cuando me llames, pregunta por Sarah, la chica que adora su trabajo... entre tanto, iré a buscar el resto de tu equipaje.

Simone dejó el vestido en la cama.

—Gracias... Ah, he dejado media docena de cajas de champán en el maletero. ¿Te podrías encargar de que las saquen?

—Faltaría más. ¿Dónde quieres que las dejen?

—¿El hotel tiene cava?

—Estás en el corazón de un condado vinícola. Por supuesto que tiene.

Simone asintió. Empezaba a enamorarse de aquel lugar.

—Hablaré con alguno de los empleados de la cava para que te dé un recibo por tu champán — continuó Sarah, la chica que adoraba su trabajo—. En los recibos se indica el lugar exacto donde se guardan las botellas; cuando las necesites, solo tienes que dárselo a la persona que esté a cargo ese momento.

—Es para la recepción de Gabrielle —explicó—. Tengo entendido que será el domingo, en el restaurante del hotel, ¿verdad?

—Sí.

—En tal caso, te ruego que también informes al maître.

—Lo haré.

Sarah se marchó con las llaves del coche en la mano y Simone esperó a que cerrara la puerta. Entonces, abrió la maleta, sacó sus artículos de tocador y entró en el cuarto de baño, una sala de mármol blanco y gris con toallas anchas y un espejo digno de un camerino.

—Vaya, vaya... —susurró—. Este sitio está lleno de sorpresas. Creo que me podría acostumbrar a él.

Simone había nacido en el seno de una familia rica, enormemente rica, cuya riqueza no había dejado de aumentar a lo largo de los años. Pero eso no significaba que no supiera reconocer su suerte; bien al contrario, se sentía especialmente obligada a apreciar las pequeñas cosas de la vida.

Un buen rato después, salió de la ducha y alcanzó una toalla. Se acababa de secar el pelo cuando alguien llamó a la puerta de la suite con brusquedad.

Simone pensó que sería alguno de los empleados a cargo de la cava; uno particularmente impaciente.

—Que espere —dijo en voz baja.

Se puso la toalla alrededor del cuerpo, se dirigió a la puerta, la abrió un poco y se asomó.

No era un empleado de la cava; aunque por el aspecto de sus botas viejas y de sus vaqueros desgastados, cualquiera habría dicho que formaba parte de ella. Su camiseta, de color gris, también había visto tiempos mejores; pero tenía un pecho tan musculoso que no le prestó atención.

En cambio, Simone prestó atención de sobra a su cara. Era increíblemente atractiva, como salida de uno de sus sueños. Una cara de la que había estado enamorada. Pero en sus sueños, aquellos ojos azules brillaban con humor, invitándola a compartir una broma o un instante cualquiera con él. Y ese momento no tenían el menor rastro de humor.

—Tu recibo —dijo, sosteniéndolo entre sus largos y fuertes dedos—. Estaba a punto de preparar el vino tinto para la boda cuando ha llegado tu champán.

Ella abrió la puerta un poco más y alcanzó el recibo, sin tocarle los dedos.

—Merci.

—Has llegado antes de tiempo.

—Sí, es verdad.

Simone no dio más explicaciones. Evidentemente, no podía decir que había llegado un día antes para evitar que Gabrielle o él mismo fueran a recogerla al aeropuerto. Y porque necesitaba unas horas de soledad para enfrentarse a él.

—¿Puedo entrar?

—¡No! —declaró ella con vehemencia.

Rafe entrecerró los ojos.

—No —continuó, más calmada—. Es que no es un buen momento.

—Lo siento. No sabía que tuvieras compañía.

A Simone le sorprendió que la creyera con otro hombre. Podría haber ido a una boda con un amante, pero no a esa boda en particular.

Se apartó y abrió la puerta de par en par para que Rafe viera que estaba sola. Él escudriñó la suite antes de mirarla otra vez a los ojos.

Fue una mirada tan dura que Simone se acordó del apodo que le habían puesto en casa, de pequeños. Day, día . Lo llamaban así por su naturaleza alegre y porque sonreía constantemente, a pesar de ser el hijo no querido y no deseado del ama de llaves. Pero en ese momento fue como si hubiera intercambiado su personaje con Lucien, Luc, socio de Rafe en el delito, a quien llamaban Night por su actitud desconfiada y su cabello negro.

—Como puedes ver, ni siquiera me he vestido. Si fueras tan amable de marcharte...

—La amabilidad no se me da demasiado bien.

Rafe se apoyó en el marco de la puerta, todo masculino y poderoso. Después, la miró con detenimiento y dijo:

—Bonita toalla.

Ella pensó que seguía siendo fabuloso cuando se portaba mal.

—Veo que todavía te dedicas a desafiar al mundo... Qué previsible —ironizó.

Rafe sonrió.

—No, ya no desafío al mundo. Me di cuenta de que era una actitud absurda. Ahora solo quiero conquistarlo.

—Vaya... —Simone le lanzó una mirada llena de sarcasmo—. Un psiquiatra se lo pasaría en grande contigo.

—Solo se lo pasaría en grande si fuera mujer, estuviera desnuda y quisiera ser una chica realmente traviesa.

Simone se quedó sin habla. Incluso tuvo la impresión de que se había ruborizado de la cabeza a los pies.

—Así tendría algo que hacer con su tiempo, porque mi personalidad no es nada del otro mundo —siguió Rafe en tono de broma—. Soy un tipo sencillo.

Ella pensó que, desde su posición, parecía cualquier cosa menos un tipo sencillo. Se sentía tan atraída por él como una polilla por la luz. Y habría estado dispuesta a quemarse con tal de volver a saborear sus labios.

Nerviosa, Simone alcanzó el asa de la maleta, que la recepcionista había dejado en la entrada, y declaró:

—He llegado hace un rato. Necesito diez minutos para arreglarme; ahora no estoy preparada para ti... Si no quieres esperar, cierra la puerta al salir.

—No me hables como si fuera tu criado, princesa... Además, tú nunca estuviste preparada para mí.

Ella respiró hondo, intentando mantener la calma. Por lo menos, le había arrancado un poco de sinceridad. Ahora sabía que seguía enfadado con ella.

—Sí, bueno... tardaré diez minutos —insistió.

Entró en el cuarto de baño, cerró la puerta y apoyó la espalda en una pared. Le temblaban las manos y el corazón se le había acelerado. A pesar del tiempo transcurrido, Rafe no había perdido la habilidad de alterarla.

Pero tenía que reaccionar. Había llegado el momento de abrir la maleta y elegir una indumentaria que le devolviera la confianza en sí misma; una que sirviera como armadura contra un hombre como Rafael.

Al final se decidió por unos pantalones de color beis, una camiseta sin mangas de color ciruela, unas sandalias, un reloj de Cartier y un pañuelo verde, de seda. Después, se cepilló el cabello, se maquilló un poco y se pintó los labios.

Esta vez, estaría preparada para él.

Rafael dejó el salón y salió al pequeño patio privado.

Simone Duvalier no debía estar allí. No tan pronto. A fin de cuentas, se suponía que iba a lle gar al día siguiente. Y, si hubiera sido por él, no habría llegado nunca.

Sin embargo, la decisión no era suya. De hecho, tenía la impresión de que, en los últimos tiempos, su opinión no tenía ningún valor. La inminente boda de su hermana con Luc Duvalier, lo demostraba; él quería que se casaran en Francia, en el Château des Caverness, pero Gabrielle había insistido en celebrar la ceremonia en Australia.

Y Rafe no quería a Luc en Australia, aunque siguiera siendo su amigo; ni a Simone, que le había parecido demasiado vulnerable para su gusto.

Contempló el jazmín que crecía junto al muro del patio y lamentó que Simone hubiera olvidado sus enseñanzas. Le había dicho una y otra vez que no mostrara debilidad ante sus enemigos; pero, al parecer, ni siquiera aplicaba lo que había aprendido en el Château des Caverness, el castillo donde crecieron, el castillo que él siempre había llamado «La Caverna».

Disimula tu miedo, le solía decir; sobre todo, cuando las manos te suden.

Que nadie sepa lo que te importa de verdad; especialmente, cuando te lo quieran quitar.

No retrocedas nunca; no te rindas nunca.

No mires atrás.

Rafe empezó a caminar de un lado a otro, nervioso; tenía muchas cosas que hacer y ella tardaba demasiado. Pero la presencia de Simone Duvalier no era una de esas cosas. Ya había decidido que la pondría en su sitio al día siguiente. Le ordenaría que se mantuviera alejada de él y que no pusiera un pie en su casa o en sus tierras durante su estancia en Australia. Y ella, al menos en su imaginación, obedecería.

Diez minutos más tarde, Simone salió del cuarto de baño.

Era la viva imagen de la elegancia y del refinamiento. Se giró hacia la puerta del patio, lo miró como si supiera que él la estaría esperando allí y avanzó lentamente, pisando firme con unos pies de uñas perfectas.

—Mientras estaba en el servicio, he pensado que nos podríamos comportar como seres civilizados. Pero no parece que estés de humor.

Rafe no lo estaba. Y le molestó que Simone se hubiera dado cuenta.

—¿Te apetece tomar algo? —continuó ella—. Estaba a punto de llamar a recepción para que nos traigan café.

—No.

—Si prefieres algo frío, supongo que habrá refrescos en el frigorífico... pensándolo bien, creo que yo tomaré un refresco. ¿Seguro que no quieres nada?

Simone volvió al interior de la suite, dejando a Rafe la decisión de seguirla o de permanecer en el patio. Al final, se quedó donde estaba. Ella volvió un par de minutos después, con un vaso alto que contenía un líquido incoloro.

—No había refrescos; solo había agua. Por lo visto, tendré que pedir los refrescos al servicio de habitaciones. O pedirle a Sarah que llene el frigorífico cuando...

—Tenemos que establecer ciertas normas —la interrumpió.

—Vaya, veo que la tuya no es una visita de cortesía...

Rafael la miró en silencio mientras ella se llevaba el vaso a la boca y echaba un trago. Él no tenía sed; pero al contemplar sus suntuosos labios, se sintió sediento.

—Y dime, ¿me van a gustar esas normas?

—Es posible —respondió, apartando la vista de sus labios—. Al fin y al cabo, servirán para que tu estancia aquí sea más fácil.

—Ah, sí, el camino fácil. ¿Por qué será que los caminos fáciles no te llevan nunca adonde quieres llegar?

—A veces te llevan. Depende del sitio al que pretendas llegar —puntualizó.

—Y tengo la sensación de que tú y yo no pretendemos llegar al mismo sitio...

Él se mantuvo en silencio.

—Está bien, deja que lo adivine —siguió Simone—. No quieres que me cruce en tu camino. Esperas que rechace las invitaciones de Gabrielle si insiste en enseñarme tus viñedos. Y por supuesto, debo comportarme como si tú y yo no tuviéramos una historia común.

Rafe la miró fijamente, pero no la contradijo. Simone le conocía bien.

—Eso, para empezar.

—Pues me parece un error. Hay gente que se siente especialmente inclinada a romper las normas cuando se las imponen... pero tú lo sabes mejor que nadie, ¿verdad? —declaró—. Rafael, no voy a fingir que no te conozco de nada. No me voy a comportar con una indiferencia elegante. No acataré tus normas.

—¿Ese es el camino que eliges?

—Sí.

Rafe notó el aroma de Simone, un aroma delicado y floral. Mientras hablaban, ella se había acercado tanto que podría haberla tocado de haber querido. Y quería. Lo deseaba con toda su alma. Pero se metió las manos en los bolsillos y retrocedió.

—Pues es un camino peligroso.

—¿Ya no recuerdas que jugábamos juntos de niños? Yo te conocía bien; tu alma no era precisamente sencilla, pero te conocía de todas formas... Años después, cuando nos enamoramos, podía sentir tus sueños y tus miedos. A veces miro atrás y me arrepiento por haber permitido que mi sentido de la responsabilidad me alejara de ti. A veces lamento las decisiones que tomé. Y a veces, no.

Las palabras de Simone fueron tan inesperadas que en los ojos de Rafe apareció un destello de dolor. Incapaz de soportarlo, ella apartó la mirada.

—No puedo cambiar el pasado, Rafael. Pasó lo que pasó. Ya está hecho. Sin embargo, puedo influir en el presente y estoy dispuesta a dejar el pasado atrás y a remplazar los recuerdos viejos por recuerdos nuevos, aunque sean agridulces... en el peor de los casos, serían mejor que los que tengo ahora.

Rafe siguió en silencio. Lo había dejado sin habla.

—¿Sabes lo que espero de ti en esta visita?

—¿Qué esperas?

—Tu amistad.

—No —dijo en voz baja—. No me pidas eso, Simone.

—No espero una amistad abierta; puede ser cautelosa, incluso sujeta a condiciones si no hay más remedio. Pero me encantaría conocer al hombre en el que te has convertido.

Rafe pensó que Simone le pedía demasiado. Como siempre.

—No, no puedo recorrer ese camino contigo. Ni puedo ahora ni pude nunca.

Se alejó hacia la puerta de la suite. Era lo único que podía hacer. Si se hubiera quedado allí, la habría tomado entre sus brazos, la habría besado y le habría demostrado que ellos no podían ser amigos, que siempre serían mucho más.

—Lo siento, Simone. No es posible.

Simone se quedó en el patio mientras él cruza ba la suite y la abandonaba sin mirar atrás. Sabía que no miraría atrás; nunca lo había hecho, ni siquiera en su infancia. Rafael no conocía más dirección que adelante. Y precisamente por eso, había considerado la posibilidad de que estuviera dispuesto a olvidar el pasado.

Pero no lo estaba.

Cerró los ojos durante unos segundos y permitió que las finas hojas de la fatiga y el abandono le atravesaran el pecho.

En realidad, no había viajado a Australia porque se sintiera obligada a asistir a la boda; había dejado su mundo y había cruzado medio planeta porque necesitaba hacer las paces con su pasado y con Rafael Alexander.

Y lo estaba intentando. Con todas sus fuerzas.