Un sueño prohibido - Kelly Hunter - E-Book
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Un sueño prohibido E-Book

KELLY HUNTER

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Beschreibung

Iba a tenerla tan ocupada que ya no se marcharía jamás Siete años atrás, Gabrielle era la hija del ama de llaves y Luc Duvalier, heredero de una gran fortuna, era un sueño prohibido. Por culpa de un beso robado, Gaby fue desterrada de su hogar, pero había vuelto a casa decidida a mirar a Luc de igual a igual, de todas las formas posibles. La química entre ellos era tan intensa, que ambos sabían que solo era cuestión de tiempo que sucumbieran a ella, sin importar las consecuencias y el escándalo...

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2009 Kelly Hunter. Todos los derechos reservados.

UN SUEÑO PROHIBIDO, Nº 1933 - abril 2012

Título original: Exposed: Misbehaving with the Magnate

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0022-9

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo 1

RESPIRA, respira —murmuró Gabrielle Alexander, incorporándose y mirando hacia la impresionante puerta de madera que llevaba a las habitaciones de los sirvientes de Chateau des Caverness. Conocía muy bien esa puerta, conocía el tacto áspero de la madera bajo la yema de los dedos, el sonido hueco del llamador… La última vez que había atravesado aquella puerta tenía dieciséis años, y lo había hecho para no volver durante mucho tiempo, dejando atrás todo aquello que conocía y amaba. Aquellos tiempos turbulentos…

Gabrielle sonrió con nostalgia, recordando a la niña que una vez había sido. Cuánto le había suplicado a su madre para que la dejara quedarse… Cuánto había llorado… Pero la gente a la que ella quería no la quería. Con un corazón de piedra, tan frío como un iceberg, Josien Alexander la había desterrado a Australia sin contemplaciones, sin piedad. Y todo por un beso.

—Ni siquiera fue bueno —dijo para sí, mirando hacia la puerta y buscando el coraje para llamar.

Habían pasado siete años. Y ya había aprendido muchas cosas sobre los besos. Sabía cómo era dar un beso ardiente, dulce, en los labios… besos golosos, sedientos, sobre la piel…

—Fue un beso muy normal.

«Mentirosa…», dijo una vocecita que no quería callarse.

—Un beso de práctica, que no significó nada.

«Mentirosa… mentirosa…».

—Bueno, pues piensa lo que quieras —se dijo a sí misma—. Yo lo recuerdo a mi manera y tú a la tuya —agarró el llamador y lo levantó—. O mejor. Prefiero no recordarlo en absoluto.

Pero era mucho más difícil hacerlo que decirlo; sobre todo allí, rodeada por el veraniego aroma de las uvas, sintiendo el calor del sol en los hombros… Aquel lugar, aquella casa situada en el rincón más idílico de la Champaña francesa, era el único sitio al que podía llamar hogar. Y había pasado siete largos años alejada de él.

Y todo por un beso.

Agarró el llamador de hojalata y llamó con fuerza.

Bum, bum…

Aquel sonido la llevaba de vuelta a la infancia. Su corazón empezó a latir con más fuerza. Se le pusieron los pelos de punta.

Bum, bum, bum…

Pero la puerta no se abría. No se oían pasos provenientes del largo y oscuro corredor. Se volvió hacia el patio interior, dándole la espalda a los aposentos de su madre. Al otro lado estaba el edificio principal del castillo. No quería tener que llamar a todas esas puertas…

Josien tenía neumonía. Eso le había dicho Simone Duvalier en un mensaje. Su vieja amiga de la infancia se había convertido en la señora de Caverness. ¿Y si Josien estaba demasiado enferma como para levantarse de la cama? ¿Y si trataba de levantarse y se caía?

Mascullando un rezo dirigido a un Dios en el que apenas creía, metió la mano en el bolso y agarró una llave. Suave y fría… Ya no tenía derecho a abrir aquella puerta con llave. Esa ya no era su casa. La Gabrielle más prudente le decía que no debía abrir con la llave, pero ese nunca había sido su punto fuerte.

Caprichosa… Sí.

Eso solía decirle su madre.

Testaruda.

Alocada.

La llave giró con facilidad y bastó con un «clic» y un pequeño empujón para abrirla.

—¿Maman? —Gabrielle avanzó lentamente hacia el oscuro pasillo—. ¿Maman?

De pronto vio algo rojo que no debía estar ahí. Era una fila de lucecitas rojas que parpadeaban sin cesar en un cuadro de luces, un sistema de alarma de lo más moderno.

—¿Maman?

En ese momento se empezó a oír un ruido ensordecedor y discordante. Nada de pitidos discretos para aquella alarma… Sonaba como una sirena de aviso de bomba y seguramente se podía oír a varios kilómetros a la redonda.

«Oh, oh…».

Gabrielle corrió hacia las luces parpadeantes y abrió la caja. El teclado contenía tantos números como letras. Metió su fecha de nacimiento, pero el ruido continuó. Introdujo el nombre de Rafael, y después su fecha de nacimiento… Nada. Josien no era de las sentimentales. Probó a teclear la fecha en que había sido construido Chateau des Caverness; el nombre y el año de la mejor cosecha de champán, el número de tilos que flanqueaba el camino que conducía a la mansión… La alarma seguía sonando.

Gabrielle empezó a apretar botones de cualquier manera.

—Maldita sea. Merde. ¡Cállate!

—Me alegra saber que todavía sigues siendo bilingüe —dijo una voz profunda y aterciopelada desde muy cerca.

Gabrielle cerró los ojos y trató de serenar los latidos de su corazón. Conocía esa voz, ese timbre delicioso y cálido… Era una voz de Champaña, una voz de Rheims, una voz que desenterraba pensamientos prohibidos, ardientes… Llevaba muchos años oyéndola en sueños.

—Oh, hola, Luc.

Se dio la vuelta y… Ahí estaba él, la viva imagen del cabeza de familia de una de las dinastías más importantes de Champaña, con unos pantalones grises hechos a medida y una camisa blanca. Gabrielle podría haberse pasado todo el día observando a Luc Duvalier y clasificando los cambios que el paso del tiempo había obrado en él, pero las circunstancias eran apremiantes.

—Cuánto tiempo. ¿Por casualidad sabes cómo apagar esto?

Él pasó por su lado y tecleó algo rápidamente.

—Cinq, six, six deux, quatre, cinq, un.

La alarma dejó de sonar bruscamente y se hizo el silencio, un silencio ruidoso…

—Merci —dijo ella finalmente.

—De nada —le dijo él.

Los labios perfectos de Lucien Duvalier se tensaron ligeramente.

—¿Qué estás haciendo aquí, Gabrielle?

—Antes vivía aquí, ¿recuerdas?

—Pero no desde hace siete años.

—Cierto —dijo ella.

Miró atentamente a aquel hombre alto, moreno, de ojos oscuros… Quería creer que le era indiferente, pero era imposible. Tenía veintidós años la última vez que le había visto, pero entonces ya tenía aquella sexualidad poderosa y escandalosa que envolvía como un manto de terciopelo.

Para los empleados de la mansión siempre había sido «la noche». Rafael, en cambio, su cómplice de travesuras durante la infancia, era «el día», con sus ojos azules y el pelo rubio.

—Siento lo de la alarma —le dijo, encogiéndose de hombros—. No debería haber usado la llave.

Luc no dijo nada. Nunca había sido muy hablador.

Pero Gabrielle lo intentó de nuevo. Respiró hondo.

—Te veo bien, Lucien.

Como seguía sin decirle nada, Gabrielle miró más allá del patio, hacia el castillo acurrucado en la empinada colina.

—Caverness se ve de maravilla. Se ve cuidada, próspera. Me enteré de la muerte de tu padre hace unos años.

No quería decir nada más del tema. Si hubiera querido mentir, podría haberle dicho que lo había sentido mucho.

—Supongo que ahora eres el rey de la casa —añadió en un tono un tanto temerario.

Le miró a los ojos sin vacilar.

—¿Debería ponerme de rodillas?

—Has cambiado —le dijo él de repente.

Gabrielle guardó silencio.

—Te veo más dura.

—Gracias.

—Más guapa.

—Gracias de nuevo —Gabrielle contuvo un suspiro.

Ya que tenía tantas ganas de saber cómo había cambiado, podía hacerle un resumen rápido con los cambios más importantes. Ya no era una adolescente tonta. Y él ya no era el centro de su existencia.

—Míranos —le dijo—. Amigos de la infancia y te he saludado como si fueras un completo extraño. Tres besos, ¿no? Uno en cada mejilla y otro más, ¿verdad? —se acercó un poco y le rozó la mejilla izquierda con los labios.

Un aroma a madera, sutil y embriagador, invadió los sentidos de Gabrielle de repente.

—Uno —dijo ella, retrocediendo para besarle en la otra mejilla.

Él parecía haberse vuelto de piedra.

—Dos —esa vez se detuvo un poco más.

—Déjalo —la voz de Luc sonó grave y peligrosa. La acarició un momento en la barbilla y deslizó la mano hasta agarrarla de la nuca—. Por tu propio bien si no quieres hacerlo por el mío.

Una advertencia… Lo más sabio era hacerle caso, pero Gabrielle se sentía obstinada. De repente sintió un escalofrío a lo largo de la espalda. Cerró los ojos. Él todavía tenía ese efecto en ella. Pero no había nada de qué preocuparse porque ella ya no era una chiquilla ingenua. El tiempo le había dado unas cuantas lecciones y ya sabía que perder la cabeza por un miembro del clan Duvalier era una locura.

—¿Te has casado, Luc?

—No.

—¿No sales con nadie?

—No.

—¿Estás seguro? —le preguntó ella, rozándole el lóbulo de la oreja con los labios—. Te veo un poco… Tenso. Solo es un beso inocente a modo de saludo.

Los dedos que la sujetaban de la nuca se tensaron.

—Tú no eres inocente.

—Te has dado cuenta —ella retrocedió suavemente, obligándole a retirar la mano.

Le dedicó una sonrisa indiferente.

—Siempre fuiste muy observador. A lo mejor a ti te basta con dos besos. ¿Dejamos el tercero para otro momento?

—¿Por qué estás aquí, Gabrielle?

Allí donde nadie la quería… Luc no podría habérselo dejado más claro.

—Simone me llamó y me dejó un mensaje. Decía que mi madre había estado enferma. Decía que… —titubeó un momento. No quería revelarle más debilidades—. Decía que Josien llamaba a los ángeles.

Era difícil saber si Josien realmente llamaba a sus hijos, que llevaban nombres de esas criaturas aladas. Rafe, por su parte, creía que no. De hecho, opinaba que la decisión de Gabrielle de atravesar medio mundo por una súplica desesperada era un error colosal, pero aun así… Aunque Josien no quisiera verla…

Algunos errores eran inevitables.

Gabrielle trató de encogerse de hombros con indiferencia.

—Así que aquí estoy.

—¿Sabe Josien que venías? —le preguntó Luc con tranquilidad.

—Yo… —nerviosa, Gabrielle empezó a juguetear con el puño de su elegante chaqueta color crema—. No.

La mirada de Luc se oscureció. De repente Gabrielle creyó ver en sus ojos algo que parecía empatía…

—Siempre fuiste demasiado impetuosa —le dijo él—. Imagino que tu hermano se negó a acompañarte.

—Rafe está muy ocupado —le dijo ella en un tono cauto—. Y supongo que tú también lo estás. Luc, si me dices dónde puedo encontrar a mi madre…

—Ven —le dijo él, dándose la vuelta bruscamente y dirigiéndose hacia la puerta—. Josien se está quedando en una de las suites del ala oeste hasta que se recupere. Un enfermero se ocupa de ella. Instrucciones del médico. O eso o de vuelta al hospital.

Gabrielle cerró la puerta detrás de ellos, se guardó las llaves en el bolsillo y trató de seguir las zancadas largas de Luc.

—¿Está muy mal?

—Un poco débil. Pensamos que la habíamos perdido dos veces.

—¿Crees que querrá verme?

Los rasgos de Luc se endurecieron.

—No tengo ni idea. Deberías haber llamado antes, Gabrielle. Deberías haberlo hecho.

Los miedos de Gabrielle se le clavaron en el corazón nada más acceder a la mansión por la puerta oeste. Josien Alexander siempre había sido un misterio para sus hijos. Siempre dura y seca, crítica, exigente… Gabrielle se había pasado toda la infancia intentando complacer a su madre, pero era imposible. No obstante, aunque ya nada fuera lo mismo, aunque hubieran pasado siete largos años sin contacto alguno con la mujer que les había dado la vida, ella seguía intentando satisfacerla, estar a la altura. El enfermero que los recibió en el salón de la suite era un hombre de unos cincuenta años de edad. Hans la recibió con un apretón de manos, una sonrisa y una mirada clara.

—Es la paciente más testaruda que he tenido —dijo—. Acaba de tomarse su medicación, así que tenéis unos cinco minutos antes de que empiece a dormirse. Aunque seguro que intenta mantenerse despierta. Siempre lo hace —Hans señaló una puerta cerrada—. Está ahí.

—Gracias —Gabrielle tenía los nervios tensos como las cuerdas de una guitarra y el cuerpo exhausto, después de un vuelo de veintitrés horas desde Sídney.

No obstante, aquel era el camino que había elegido y lo seguiría, sin importar lo que Rafe o Luc pensaran. Había ido hasta allí para ver a su madre.

Algunos errores eran inevitables.

—¿Quieres que te acompañe? —le preguntó Luc en un tono calmo.

—No.

Su ofrecimiento hacía mella en ella, la avergonzaba. Algunas humillaciones debían afrontarse en privado. No obstante, quizá el reencuentro fuera mejor con la presencia de otra persona. Si Luc estaba presente, a lo mejor Josien veía que ya había pagado por los errores del pasado, por lo menos en lo que a él se refería. Y había pagado, ¿no?

Había pagado.

—Sí.

Luc hizo una pequeña mueca.

—Bueno, ¿te decides?

Gabrielle le miró un instante y apartó la vista de inmediato.

—Sí.

—Cuatro minutos —dijo Hans.

—Gracias.

Armándose de valor, Gabrielle agarró el picaporte, abrió la puerta y entró. Hacía más calor dentro, y estaba más oscuro. La luz de la tarde se colaba a través de las cortinas de gasa en forma de rayos mortecinos. Una enorme cama con dosel dominaba la estancia y la persona que estaba arropada debajo de las mantas blancas parecía muy pequeña. Siete años antes, el cabello de Josien Alexander era de color negro azabache y le llegaba casi hasta la cintura. Pero ya no. La mujer que tenía delante tenía el pelo corto y cubierto de vetas plateadas. No obstante, seguía siendo la mujer más hermosa que Gabrielle había visto jamás. Los ojos de Josien, aquellos ojos azul violeta que observaban y juzgaban, pero que jamás sonreían, estaban cerrados. Gabrielle lo agradeció. Necesitaba ese momento para atar bien corto las emociones.

—Josien —dijo Luc suavemente—. Pardonnez-moi por la hora, pero tienes una visita.

Josien volvió la cabeza y abrió los ojos muy lentamente. Primero miró a Luc y después a Gabrielle. Nada más ver a su hija, tomó aliento con dificultad, volvió a cerrar los ojos y apartó la cara.

Gabrielle sintió el picor de las lágrimas más amargas en los ojos, pero logró contenerlas. Se obligó a hablar, aunque las palabras apenas le salieran.

—Hola, maman.

—No deberías haber venido —Josien mantenía la cara volteada.

—Eso me dice la gente —Gabrielle miró a Luc.

Él tenía una expresión dura, impenetrable, como si estuviera hecho de las mismas piedras que Chateau des Caverness.

—He oído que no te encuentras bien.

—Ce ne’est rien —dijo Josien—. No es nada.

Gabrielle no opinaba lo mismo. Luc tenía razón. Su madre parecía muy débil.

—Te he traído un regalo —Gabrielle metió la mano en el bolso y sacó el álbum de fotos que tanto trabajo le había costado confeccionar.

Rafe la hubiera matado de haber sabido todas las fotos de él que había incluido en la selección. Pero no lo sabía, y ella no iba a decírselo.

—Pensé que te gustaría saber qué hemos estado haciendo Rafe y yo durante todos estos años. Compramos unos viñedos en ruinas, maman, y los hemos devuelto a la vida. Lo hemos hecho muy bien. Rafe es un hombre de negocios brillante. Deberías estar orgullosa de él.

Josien no dijo nada y Gabrielle sintió una tensión en los labios. ¿Y qué si Rafael se había alejado todo lo que podía tanto de Josien como de aquel lugar? Eso era lo que pasaba cuando la gente crecía en un ambiente de críticas incisivas combinadas con la indiferencia más cruel. Rafe jamás se había merecido el trato que le había dado Josien. Jamás.

—Lo dejaré aquí al pie de la cama, por si quieres verlo en algún momento.

—Recógelo y vete.

—Me voy a quedar en el pueblo, maman. Me quedaré unas cuantas semanas. Sé que estás muy cansada ahora, pero a lo mejor cuando te sientas mejor, me puedes llamar. Toma —sacó una tarjeta de negocios del bolso—. Te dejaré mi número.

Las palabras de Gabrielle fueron recibidas con silencio una vez más. La joven se mordió el labio. Esperaba que el dolor físico aplacara ese otro dolor, pero el rechazo de Josien le había hecho mucho daño. Nunca debería haber ido allí. Debería haber escuchado a Rafe y a Luc, en lugar de escuchar lo que le decía el corazón.

—Bueno… —Gabrielle sintió que el mundo se movía a su alrededor y entonces notó la mano de Luc, justo debajo del codo.

—Jet lag —murmuró.

No era el jet lag lo que la hacía tambalearse, y ambos lo sabían, pero él le había ofrecido una buena excusa y tenía que aprovecharla.

—Sí. Ha sido un día muy largo.

—Espérame fuera —le dijo, conduciéndola hacia la puerta con suavidad—. Me parece que aún no ha terminado.

Luc esperó hasta que la puerta se cerró y entonces se volvió hacia la mujer que estaba en la cama. Josien Alexander era una mujer exquisitamente hermosa y siempre lo había sido. Siempre fría e imperturbable, estaba al frente del servicio de la mansión y desempeñaba su trabajo con mano de hierro. Con ella nunca había segundas oportunidades y había criado a sus hijos de esa manera.

Siete años atrás, Luc se había sometido a la voluntad de Josien porque su decisión de mandar lejos a Gabrielle tenía sentido para él. Sin embargo, su indiferencia ya no estaba justificada. Todo lo que quedaba era un profundo dolor.

Los ojos de Josien seguían cerrados. Luc volvió junto a la cama.

—Mi padre me habló de nuestro deber para contigo antes de morir —le dijo con solemnidad—. He hecho todo lo que he podido para seguir sus deseos. Me he esforzado mucho para justificar lo que haces, Josien, pero si no hablas con tu hija, entonces haz la maleta y vete en cuanto te recuperes. ¿Me oyes, Josien?

Josien asintió. Lágrimas de dolor corrían por sus mejillas. Luc trató de contener la rabia y la frustración.

—Nunca has sido capaz de verlo, ¿verdad? No importa el daño que les hagas o lo mucho que intentes apartarlos de ti… Simplemente no lo entiendes… —miró el álbum de fotos.

Las emociones más arrolladoras hicieron una bola en su estómago; una bola de furia dirigida contra la mujer que yacía en aquella cama, por muy frágil o hermosa que fuera.

—Nunca has podido ver lo mucho que te quieren tus hijos.

Luc alcanzó a Gabrielle a mitad del pasillo. Necesitaba una copa. Y, según podía ver, Gabrielle también.

—Por aquí —le dijo, conduciéndola hacia la biblioteca que solía usar a modo de despacho cuando quería entretener e impresionar a algún cliente.

—¿Dónde te hospedas? —le preguntó. Fue hacia la barra y sirvió dos copas generosas de brandy.

—En el pueblo —contestó ella, intentando no rozarle los dedos al tomar la copa en la mano.

Se bebió el brandy de un trago.

—Gracias —le dijo.

De repente reparó en la etiqueta de la botella. Sus ojos se volvieron enormes.

—¿Qué…? Por Dios, ¡Luc! Este licor debe de tener cien años por lo menos y no tiene precio. Deberías avisar antes de dar una copa de esta botella. La próxima vez me gustaría saborearlo un poco si se puede.

—¿Dónde te quedas en el pueblo? —le sirvió otra copa.

Esa vez sí podría saborear aquella exquisitez un poco.

—He alquilado una habitación encima del viejo molino.

—Mandaré a alguien para que recoja tus cosas —le dijo él, directo y parco en palabras. Se bebió el brandy de un trago y puso la copa sobre el mostrador con un golpe seco.

Gabrielle se sobresaltó al oír el ruido. Parecía nerviosa, ansiosa… Parecía sentirse igual que él.

—Puedes quedarte aquí —añadió—. Hay mucho sitio.

Gabrielle sacudió la cabeza.

—No puedo —le dijo, haciendo ese gesto testarudo que tan bien recordaba Luc—. Ya la has oído —Gabrielle sonrió con amargura y agitó la copa—. No me quiere aquí.

—La última vez que lo comprobé… —le dijo Luc, en un tono persuasivo y paciente—. El señor de Caverness era Luc Duvalier, no Josien. Hay mucho sitio aquí para ti. No tienes que quedarte en el pueblo. Seguro que Simone estará encantada de tenerte aquí.

—¿Y tú? —le preguntó ella —Gabrielle bajó la copa y le miró fijamente con aquellos ojos grises que parecían vibrar de dolor—. ¿También te alegrarás de tenerme aquí? En otra época estabas deseando que me fuera.

—Entonces tenías dieciséis años, Gabrielle. Y si no entiendes las razones por las que quería que te fueras, entonces no eres tan lista como yo pensaba. Una semana más, y hubieras terminado desnuda debajo de mí. En tu cama, en la mía, o en las escaleras… Me hubiera dado igual… Y a ti también.

La había sorprendido. La había avergonzado. Podía verlo en su mirada.

—Bueno, entonces… Me alegro de que lo hayamos aclarado —Gabrielle bebió otro sorbo de brandy y puso la copa sobre el mostrador con sumo cuidado, como si ese movimiento tan simple le robara la poca energía que le quedaba—. Supongo que debería darte las gracias.

Pero no lo hizo.

—Perdí mi virginidad con un muchacho australiano guapísimo cuando tenía diecinueve años —le dijo en un susurro ronco y cómplice—. Era encantador, divertido… Me aceleraba el corazón y me volvía loca —le dijo en un tono dramático—. Era todo lo que una chica podía desear para una primera vez, y todavía me quedé con ganas de más —se dirigió hacia la puerta.

Luc se quedó clavado en el lugar.

—Me quedaré en el molino durante las próximas tres semanas. Si pudieras avisarme si mi madre empeora, te lo agradecería mucho.

—¿Por qué te quedaste con ganas de más? —Luc sentía un nudo en la garganta y las palabras le salían ásperas y cortantes. Pero tenía que saberlo—. Gabrielle, ¿por qué no fue suficiente?

No pensaba que ella fuera a contestar, pero, justo en el último momento, al llegar junto a la puerta, ella se volvió y lo atravesó con una mirada burlona y sarcástica.

—No lo sé. A lo mejor era porque no eras tú —dijo y salió por la puerta.

Luc masculló un juramento. Siempre había estado muy orgulloso de su gran capacidad de autocontrol. Había luchado duro para conseguirla y aún más duro para conservarla. Solo una mujer le había hecho perder la cabeza en una ocasión… Y los resultados habían sido desastrosos… Josien se había puesto furiosa, su padre se había vuelto loco, y Gabrielle… La inocente Gabrielle había terminado exiliada.

Había perdido la virginidad con un australiano guapísimo…

Una flecha de furia lo atravesó de la cabeza a los pies. Agarró el vaso de brandy y lo arrojó contra la chimenea. El cristal explotó en un millar de pedacitos brillantes…

Capítulo 2

NO deberías haber dicho eso.

Gabrielle tenía la manía de hablar consigo misma cuando estaba estresada. Desde su llegada a Francia no había hecho otra cosa que hablar consigo misma. Sus pasos resonaban sobre el suelo de gravilla del patio mientras avanzaba hacia el coche de alquiler. Con cada zancada se alejaba un poco más de Caverness y de la gente que vivía en ella. Tenía que irse antes de romperse en pedazos. Tenía que salir de aquel lugar.

Consiguió llegar al pueblo sin contratiempos. Logró mantenerse pegada al lado derecho de la carretera y no se perdió ni por un segundo. Incluso estuvo pendiente del límite de velocidad. Y cuando llegó a la vieja casa del molino, se encerró en su habitación y se tumbó en la cama, dejando que el cansancio se apoderara de ella. Se tapó los ojos con el antebrazo y trató de borrar de su memoria la conversación que había tenido con Lucien.

—No deberías haberlo dicho.

Habían pasado siete años desde la última vez que le había visto; siete años de completa indiferencia por parte de él. Ni llamadas de teléfono, ni cartas, ni mensajes… Ni siquiera una vez. Aquella chica de diecisiete años que se había marchado a Australia había llegado a creer que simplemente había jugado con ella cuando la había besado en aquella ocasión. Había llegado a creer que la hija del ama de llaves jamás podría significar nada para él.

Jamás, jamás se le había ocurrido pensar que Luc hubiera querido protegerla de una relación para la que no estaba preparada. En realidad, tampoco lo estaba en ese momento, a juzgar por la reacción que había tenido un rato antes.

El tiempo había pasado. Tenía dinero, autoestima y mucha más riqueza intelectual que ofrecerle a un hombre. Sin embargo, eso no era suficiente para lidiar con alguien como Luc Duvalier. Luc, ese hombre cuyos ojos negros e insondables la hacían perder el instinto de autoprotección, el sentido común…

¿Cuánto tiempo a su lado había necesitado para poner a prueba la fuerza de la atracción que sentía por él? ¿Dos minutos? ¿O quizá tres? ¿Cuánto tiempo había tardado en descubrirse ante él? ¿Cómo había podido decirle que su primer amor había sido una decepción? Gabrielle gruñó y rodó sobre sí misma, cambiando de postura. Escondió la cara contra la almohada y se tapó con la manta de seda azul. ¿Qué clase de mujer le decía algo así a un hombre?

Una mujer que jamás había olvidado la gloria y la agonía de un beso robado…

Era imposible hacer callar a la vocecita que hablaba desde un rincón de su cabeza.

Una mujer que había sabido desde el principio que no sería bienvenida en Caverness.

Una mujer enloquecida…