Unas locas vacaciones - Diana Palmer - E-Book
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Unas locas vacaciones E-Book

Diana Palmer

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Beschreibung

Soldados de fortuna. 2º de la saga. Saga completa 6 títulos. Lo suficientemente fuertes como para ser tiernos, seguros de sí mismos para seguir su propio camino e inteligentes para conseguir lo que quieren. Son los Soldados de Fortuna. Danielle coincidió con Eric van Meer por pura casualidad en unas vacaciones inolvidables en México, y con una increíble temeridad accedió a casarse con aquel misterioso desconocido. Él le dijo que necesitaba libertad y, sin embargo, se casó con ella. Le dijo también que odiaba a las mujeres, pero supo conquistar tiernamente su corazón. ¿Sería posible enfrentarse a un mercenario en el campo de batalla de la pasión y ganar la guerra del amor?

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Editado por Harlequin Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 1985 Diana Palmer.

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Unas locas vacaciones, nº 7 - agosto 2014

Título original: The Tender Stranger

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicado en español en 1986.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Hqn y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-4670-8

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Sumário

Portadilla

Créditos

Sumário

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Quince

Dieciséis

Diecisiete

Dieciocho

Uno

El asiento era demasiado pequeño para su enorme estatura. Casi no tenía espacio, y eso sin contar con los bultos de la muchacha que ocupaba el asiento de al lado. La miró con aire irritado y ella se sonrojó. Con los ojos bajos, cambió inmediatamente su bolso de sitio y se abrochó nerviosamente el cinturón de seguridad.

Él la observó y lanzó un suspiro. Una solterona, pensó con disgusto, al fijarse en las gafas de montura metálica, el jersey blanco, tan holgado, y aquella púdica falda gris. Evidentemente concluyó, se trataba de un tesoro que nadie se molestaría en reclamar. Volvió la mirada al estrecho pasillo del avión. Malditos vuelos baratos, pensó malhumorado. Si no hubiera perdido el avión en el que había hecho la reserva, no se vería ahora intentando acomodarse en aquella lata de sardinas que le habían dado por asiento. Ni estaría al lado de aquel espantajo.

Nunca había aguantado a las mujeres. Y menos todavía ahora que se veía obligado a soportar precisamente la compañía de aquella mujer durante los varios cientos de kilómetros que había de San Antonio a Veracruz, México. La miró de reojo y vio que estaba ocupada con un montón de libros. ¡Libros, cielo santo! ¿Es que no sabía que el equipaje se llevaba en un compartimento aparte?

—Debería haber reservado un asiento para los libros —murmuró, echando una ojeada a lo que tenía todo el aspecto de ser un montón de novelas rosas.

Ella tragó saliva, un tanto intimidada, mientras observaba a aquel hombre alto y rubio, de aspecto atlético, y que la miraba con una expresión francamente hostil. Las manos las tenía bonitas, y eran fuertes y bronceadas. En el dorso de una de ellas había varias cicatrices...

—Perdone —le dijo, rehuyendo sus ojos—. Es que acabo de estar en San Antonio, en donde una autora de novelas románticas me ha dedicado todos estos libros suyos. Cuando acabe mis vacaciones en México, les llevaré todos estos ejemplares a mis amigas. Me ha dado miedo facturarlos.

—¿Son joyas de valor incalculable? —preguntó él sarcásticamente mientras la muchacha colocaba la bolsa de libros debajo de su asiento.

—Para algunas personas sí —repuso ella.

Miró nerviosamente por la ventanilla al notar que el avión se ponía en movimiento.

La azafata empezó a hacer una vez más la aburrida demostración de cómo debía utilizarse el equipo de salvamento. Suspirando con aire impaciente, el hombre se cruzó de brazos y se quedó mirando a la azafata. Era una belleza, pero no le interesaba. Llevaba bastantes años sin interesarse por las mujeres, salvo para satisfacer una necesidad no muy frecuente en él. Se rió para sus adentros al fijarse mejor en la pudorosa muchacha que estaba sentada junto a él. Se preguntó si sabría algo de aquella necesidad infrecuente y decidió que no. Parecía tan, casta como una monja, con aquella mirada asustadiza y aquellas manos temblorosas. Y, sin embargo, las manos las tenía bonitas, se dijo, frunciendo los labios mientras las examinaba. Dedos largos y gráciles, con las uñas sin pintar. Eran manos de señora.

Le irritó el haberse fijado en aquel detalle. Se quedó mirando a la chica con una expresión más adusta todavía.

A la muchacha le llamó la atención aquel gesto. Una cosa era que a uno lo tolerasen con más o menos impaciencia, pero otra muy distinta, y que no le gustaba nada, era aquella mirada de superioridad. Le sostuvo la mirada y vio que algo brillaba en sus ojos oscuros antes de que se volviese otra vez hacia la azafata.

Así que tenía coraje, pensó él. Aquello era algo sorprendente en una monjita remilgada. Se preguntó si sería bibliotecaria. Sí, aquello explicaría su fascinación por los libros. Y las historias de amor... seguramente estaba ansiosa por vivir una. Qué tontos eran los hombres, se dijo, al no hacer caso de una pobrecilla como aquélla por correr tras otras más exuberantes y liberadas.

De pronto, oyó un fervoroso murmullo.

—Santa María, madre de...

¡No podía ser! Se volvió para mirarla con los ojos dilatados de asombro. ¿Sería de veras una monja?

Ella le vio mirarla y se mordió los labios tímidamente.

—Es una costumbre —musitó—. Mi mejor amiga era católica. Ella me enseñó el rosario y siempre lo rezábamos juntas cuando íbamos en avión. Personalmente —añadió con los ojos muy abiertos—, creo que en esa cabina de ahí delante no hay nadie pilotando el avión.

—¿En serio cree eso? —preguntó él, arqueando las cejas.

—¿Alguna vez ha visto a alguien ahí dentro? —explicó la muchacha, inclinándose hacia él—. La puerta está siempre cerrada. Y, si no hay nada que esconder, ¿por qué la cierran?

Él no pudo reprimir una sonrisa.

—Tal vez es que quieren ocultarnos el autómata que pilota el avión.

—Es más probable que tengan al piloto atado al asiento y no quieran que lo sepamos.

Sonrió y, al hacerlo, le cambió la cara. Con los cosméticos adecuados y un buen corte de pelo, podría no estar mal.

—¿Ha leído todos esos libros?

—Le confieso que sí —respondió ella, suspirando—. Supongo que de vez en cuando uno necesita soñar para mantener a raya a la realidad.

—Es mejor la realidad.

—Pues yo prefiero mis ilusiones —replicó la muchacha.

Él la observó abiertamente. Boca de labios gruesos, nariz recta, ojos grises, bastante separados, cara en forma de corazón...

—¿Cómo te llamas?

—Danielle. Danielle St. Clair. Tengo una librería en Greenville, Carolina del Sur.

Sí, eso se ajustaba perfectamente a su imagen.

—A mí me llaman Dutch, el holandés. Pero mi nombre verdadero es Eric van Meer.

—¿Eres holandés?

—Mis padres sí.

—Debe ser estupendo tener padres —dijo ella en tono melancólico—. Yo era muy pequeña cuando perdí a los míos. Ni siquiera tengo primos.

—Espero que nos den de comer —replicó él, cambiando bruscamente de tema—. No he comido nada desde anoche.

—¡Debes estar muerto de hambre! —exclamó la chica, empezando a rebuscar en el bolso—. Tengo por aquí un trozo de pastel. ¿Te apetece? —añadió, sacando un pedazo de pastel de coco.

—No, esperaré —dijo él, sonriendo—. Pero gracias.

—La verdad es que no me lo voy a comer. Estoy intentando adelgazar.

Dutch la recorrió con los ojos. Le sobraban algunos kilos. No es que estuviese gruesa, sólo rellenita. Estuvo a punto de decírselo. Pero entonces se acordó de lo traicioneras que eran las mujeres y se tragó sus palabras. Tenía bastantes cosas de las que preocuparse como para perder el tiempo con solteronas. Se arrellanó en el asiento y cerró los ojos.

El vuelo transcurrió sin incidentes, pero, si Dutch había esperado bajarse del avión en Veracruz y olvidarse de su compañera de asiento, sus esperanzas iban a verse defraudadas. Cuando el avión quedó por fin inmóvil, Danielle salió al pasillo y entonces se le rompió la bolsa en que llevaba los libros y éstos cayeron al suelo con gran estrépito.

—¡Oh, Dios mío! —gimió ella.

Al ver la cara de horror, que ponía, Dutch tuvo que hacer un esfuerzo para no echarse a reír mientras la ayudaba a recoger los libros.

—La mayoría de la gente que sale de viaje lleva una bolsa de repuesto en la maleta.

Ella se quedó mirando con aire desvalido, y durante un instante Dutch se olvidó de lo que estaba diciendo. Tenía un cutis extremadamente delicado, pensó. Habría jurado que apenas usaba crema de belleza.

—¿Una bolsa de repuesto? ¡Claro!

—¿Y bien? —preguntó él pacientemente.

Danielle señaló el estante para equipaje que había sobre sus cabezas.

—Esperemos a que haya salido todo el mundo —dijo Dutch—. Mi maleta está ahí arriba también. Tranquila, lo solucionaremos en un momento.

—¡Con lo ordenada que soy en casa! —murmuró ella—. Todo está en su sitio. Pero, en cuanto me sacan de Greenville, ya no sé ni utilizar un tenedor sin ayuda.

Dutch no pudo evitar echarse a reír.

—¿En qué hotel te hospedas?

—En el hotel Mirador.

Era el destino, pensó él resignadamente.

—Ahí es donde estoy también yo.

A Danielle se le iluminó la expresión. Se le quedó mirando con una mezcla de confianza ciega y de expectación.

—¿Conoces ese hotel? Quiero decir que si te has quedado en él más veces.

—Varias veces —contestó Dutch—. Suelo venir aquí una o dos veces al año, cuando tengo necesidad de cambiar de aires. Vamos —añadió, echando un vistazo a su alrededor.

La ayudó a bajar la maleta y sonrió irónicamente cuando vio los camisones y la ropa interior de algodón que había dentro. Ella se sonrojó y desvió la mirada, ocupándose de meter los libros en la bolsa.

Luego le siguió por el pasillo con cara de gratitud. Le dieron ganas de darle un beso por no haberse reído de ella, por haberla ayudado. ¡Un hombre como aquél haciendo algo por ella!, pensó.

—Siento haberte causado tantos problemas —le dijo, casi corriendo para mantenerse a su paso, cuando se dirigían a la aduana.

Danielle estaba buscando desesperadamente su pasaporte, así que no vio la sonrisa que esbozó él al ver su agitación.

—No te preocupes, no ha sido nada. ¿Encuentras el pasaporte?

—Gracias a Dios, he hecho algo a derechas —contestó ella, enseñándole el pasaporte con aire triunfal—. Hasta ahora no lo había usado nunca.

—¿Es la primera vez que sales de Estados Unidos? —le preguntó Dutch mientras esperaban cola.

—La verdad es que es la primera vez que salgo de Greenville. Acabo de cumplir veintiséis años y he pensado que debía hacer algo aventurado rápidamente, antes de que me faltase tiempo.

—¡Pero si a los veintiséis años no se es viejo!

—No —replicó ella—, pero tampoco se es tremendamente joven.

Al decir aquello no lo miró. Su expresión se tornó triste y melancólica. Pensaba en lo largo que se le habían hecho todos aquellos años de soledad.

—¿Se trata de algún hombre? —preguntó Dutch sin saber exactamente por qué.

Ella se echó a reír con un cinismo que lo sorprendió, y su mirada pareció de pronto la de alguien mucho mayor.

—No me hago ilusiones sobre mí misma —dijo, avanzando hacia el mostrador de la aduana.

Dutch se la quedó mirando con aire confuso. ¿Por qué tenía que importarle a él que estuviese sola? Meneó la cabeza para romper el hechizo. Se trataba de algo que no le incumbía en absoluto.

Minutos después, Danielle pasó la aduana. Estuvo a punto de esperar a Dutch, pero luego pensó que ya le había causado demasiados problemas. La agencia de viajes le proporcionaba transporte del aeropuerto al hotel, pero le pareció mucho más cómodo tomar un taxi.

—Hotel Mirador —le dijo al taxista.

El hombre esbozó una sonrisa y arrancó. Dani, sintiéndose llena de emoción, quería mirar a todos los sitios a la vez. La bahía de Campeche tenía un delicioso color azul, y a lo lejos se divisaban las palmeras y la arena dorada de la playa. Veracruz había sido fundada a principios del siglo xvi y su aspecto era el de la mayoría de las ciudades de aquel período. Su arquitectura oscilaba entre los días de la piratería y la era espacial. A Dani le habría encantado internarse por sus calles, pero todavía se sentía incómoda con aquel terrible calor, y sabía que antes tenía que aclimatarse a aquel nuevo medio ambiente.

Por fin el coche se detuvo delante de un edificio blanco de dos pisos que estaba adornado con gran cantidad de flores. Sólo habían tardado unos minutos en llegar, pero sin embargo, el taxista le pidió veinte dólares. Danielle pensó que tal vez era lo que acostumbraban a cobrar por aquel trayecto y pagó sin rechistar.

Después entró al hotel y le dio al recepcionista su nombre. Esperó, con la respiración entrecortada, a que encontrara su reserva. Cuando finalmente vio que sí tenía habitación, lanzó un suspiro de alivio.

La habitación era bonita. Desde la ventana se veía la ciudad, aunque desgraciadamente no podía verse la bahía. Pero tampoco había esperado maravillas teniendo en cuenta lo barato que le salían el viaje y la estancia. Se quitó el jersey, pensando en lo extraño que resultaba que en Estados Unidos, en donde todavía era primavera, no le molestase en absoluto llevarlo. Allí, sin embargo, hacía un calor sofocante, incluso con el aire acondicionado puesto.

Se asomó a la ventana. México. Era como un sueño que se hubiese hecho realidad. Había estado ahorrando durante dos años para poder permitirse aquel viaje. Y a pesar de eso, había tenido que ir durante la temporada baja, que era la de más trabajo en la tienda. Había dejado a su amiga Harriet Gaynor a cargo de la librería. «Vamos», la había animado Harriet, «vive un poco».

Se miró al espejo e hizo una mueca de disgusto. ¡Vive un poco, ja, ja! Qué lástima que no tuviese el aspecto de la azafata del avión. Quizá entonces aquel gigante rubio la habría mirado con una expresión distinta, no con la compasión que había visto en sus ojos oscuros.

Se apartó del espejo y empezó a deshacer el equipaje. No tenía sentido engañarse, si Dutch la había ayudado, había sido sencillamente para poder salir. Apenas podía dar un paso con todos sus libros tirados por el pasillo.

Dos

Por la tarde Dani se sintió ya con ganas de hacer una pequeña exploración y se paseó por las calles del casco antiguo, sintiéndose tan emocionada como una chiquilla. Se había puesto unos vaqueros, una blusa holgada y ligera y unas sandalias, pareciendo así tan turista como los demás extranjeros del puerto. Todavía no se había acostumbrado del todo al calor, pero la blusa era sencillamente una necesidad. Le era imposible llevar una camiseta ajustada en público. Su amplio busto llamaría demasiado la atención.

Los puestos ambulantes del muelle le resultaron especialmente fascinantes, y se entretuvo un buen rato hasta que se decidió a comprar una cruz de plata adornada con incrustaciones de nácar. Consiguió defenderse con su español macarrónico, ya que la mayoría de los vendedores hablaban un poco de inglés.

Todo allí rebosaba de color: ponchos, sombreros, capazos, animales, caracolas... Y la arquitectura de los edificios que daban al puerto la tenía maravillada. Se quedó mirando la bahía y soñó despierta con los días de la piratería. De pronto se le vino a la cabeza la imagen de Dutch. Sí, habría quedado bien como pirata. ¿Cómo llamaban a los piratas en holandés... filibusteros? Hasta se lo podía imaginar con un machete.

Sonrió para sí y se volvió a mirar al muelle, donde unos hombres estaban descargando un barco. Casi no estaba acostumbrada a ver barcos. Greenville era una ciudad de tierra adentro, muy alejada del océano. Las montañas y las colinas onduladas le resultaban mucho más familiares que los barcos. Pero le gustaba observarlos. Absorta en sus fantasías, no se dio cuenta del tiempo que llevaba allí parada, mirando. O de que su interés podía parecer más que casual.

Uno de los hombres del muelle se la quedó mirando. Con una sensación de malestar, Dani se apartó de allí y se perdió entre la multitud de turistas. No quería meterse en dificultades, y una mujer sola podía verse en una situación muy delicada.

El crepúsculo empezaba a envolver la ciudad y el hombre seguía sin perderla de vista. Con el rabillo del ojo podía ver cómo se le acercaba. «Dios mío», pensó angustiándose, «¿qué hago ahora?» No veía a ningún policía, y la mayoría de los turistas que había a su alrededor eran gente mayor que no querrían verse envueltos en problemas ajenos. Dani gimió para sus adentros, sujetó firmemente el bolso y apresuró el paso. Fue dejando atrás a la multitud hasta que se encontró sola, oyendo únicamente los pasos del hombre a su espalda. El corazón empezó a latirle aceleradamente. ¿Y si quería robarla? Cielo santo, ¿y si pensaba que estaba buscando un hombre?

Dobló una esquina a toda prisa y casi se chocó con Dutch.

—Oh —murmuró débilmente.

Él se la quedó mirando con frialdad. Parecía enormemente tranquilo y despreocupado. Dani se preguntó si habría algo que pudiera llegar a ponerle nervioso. Tenía una curiosa seguridad en sí mismo, como si hubiera comprobado su resistencia hasta el límite y se conociera mejor que nadie.

Miró por encima del hombro, y en una sola ojeada, captó la situación.

—Disfrutarías más de tus vacaciones si te mantuvieras alejada de esta parte de la ciudad una vez que ha oscurecido —le dijo en tono amable, pero con autoridad—. Ya veo que tienes un admirador...

—Sí, eso creo...

Iba a volver la cabeza hacia atrás, pero Dutch la detuvo.

—No lo hagas. Dirá que le estás alentando.

Se echó a reír y añadió:

—Tiene por lo menos cincuenta años y está calvo. Si has ido a los muelles a buscar un hombre, podrías haberle guiñado el ojo.

Dutch había pretendido gastarle una broma, pero ella se sintió dolida. Estaba claro que no creía que pudiese atraer a un hombre como él.

—Es que me olvidé de en dónde estaba, si quieres que te diga la verdad. Me fijaré mejor la próxima vez. Perdona —añadió, alejándose de él.

Dutch la observó encaminarse hacia el hotel, sintiéndose enfadado consigo mismo por no haberse dado cuenta de que su broma le resultaría ofensiva. Maldijo en voz baja y fue tras ella.

Pero Danielle ya había tenido bastante. Se dirigió apresuradamente al hotel y subió por la escalera hasta el segundo piso en lugar de esperar al ascensor. Entró en su habitación y cerró la puerta con llave. Aunque tampoco tenía por qué enfadarse tanto. Dutch no era la clase de hombre que perseguía a libreras con gafas, se dijo fríamente.

Aquella noche no bajó a cenar. Lo más seguro era que Dutch no se hubiera molestado en acercarse a ella, pero se sentía demasiado disgustada como para arriesgarse. Pidió que le sirvieran la cena en la habitación y disfrutó de unos sabrosos mariscos a solas.