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¿Permitiría que ella entrara a formar parte de su vida… y de su corazón? Cuando MacKenzie Ryan conoció a su nuevo vecino, no fue precisamente amor a primera vista. No sólo porque el reservado científico fuera gruñón y descortés, sino también porque ella misma estaba en pleno proceso de curación de una ruptura sentimental que le había dejado el corazón roto… y un embarazo. Aun así, había algo en el doctor Quade Preston que no le permitía mantenerse alejada de él. Tras la muerte de su esposa, Quade había jurado no volver a sufrir jamás tanto. Pero, por mucho que lo intentara, no podía escapar de la fuerza de la naturaleza que vivía en el apartamento de al lado.
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Seitenzahl: 232
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos 8B
Planta 18
28036 Madrid
© 2005 Marie Rydzynski-Ferrarella
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Vecino y amante, n.º 1829- abril 2022
Título original: She’s Having a Baby
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1105-646-5
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
1 de junio de 1864
Amanda Deveaux cerró la mano sobre el camafeo. Hacía tres años que lo llevaba colgado del cuello, sin quitárselo jamás. Había prometido llevarlo hasta que él volviera para desposarla. El camafeo se había convertido en el distintivo de su coraje. Sobre el delicado ovalo azul de Wedgewood, se distinguía el perfil de una joven griega, grabado en marfil. Penélope esperando que Ulises volviera junto a ella.
Igual que ella esperaba el regreso de Will. Will, que le había pedido que lo esperara. Will, que había prometido volver pasara lo que pasara en aquella miserable e ilegítima guerra.
Se lo había jurado y ella le había creído. Aún le creía. Porque el teniente William Slattery jamás le había mentido.
Se conocían desde la infancia. Amado desde la infancia. Will había aguantado los insidiosos y cortantes comentarios de su madre, y el escrutinio a fondo al que le había sometido su padre, porque la familia de Will no era tan rica como ellos. Había aguantado a sus padres porque la amaba. Había sido el mejor amigo de su hermano, Jonathan. Jonathan, uno de los valientes caídos en Chancelorsville.
Al menos habían sabido del destino de Jonathan. Pero ella no sabía nada del de Will.
No había habido ninguna noticia suya desde Gettysburg. No desde que su nombre fuera incluido en la lista de los desaparecidos.
En aquellos días, sentía que el corazón le pesaba como el plomo. No era fácil aferrarse todo el tiempo a la esperanza, contener la respiración mientras escrutaba la carretera que conducía a la plantación familiar, prácticamente en ruinas, con la esperanza de verlo aparecer, tal y como le había prometido.
—Es un pecado desperdiciar tu vida por un hombre, prácticamente una escoria blanca.
Belinda Deveaux salió al decrépito porche y miró acusadoramente a su hija mayor. La hija mayor desde que Jonathan descansaba en su tumba. Su rostro estaba permanentemente marcado por la ira y la impaciencia, a pesar de ser recordado como uno de los más bellos en tres condados a la redonda.
—Frasier O’Brien se casaría contigo —añadió mientras fruncía los labios.
Los sorprendidos ojos de Amanda se abrieron de par en par.
Frasier O’Brien había regresado de la guerra, algunos aseguraban que había desertado, para ocuparse del imperio de su moribundo padre. Agudo y siempre hábil para darle la vuelta a cualquier situación en su favor, Frasier había encontrado el modo de sacarle provecho a una época plagada de necesidad y desesperación. Se podría decir que era el hombre más rico del condado. Y su madre lo prefería claramente. El dinero siempre había atraído a aquella mujer.
—Frasier es el prometido de Savannah. Le pidió su mano en matrimonio —le recordó a su madre, indignada por la ofensa a su hermana pequeña.
—Sí, pero es a ti a quien desea —contestó su madre—. Ésta podría ser tu última oportunidad para casarte, niña. Piensa un poco. Casi has cumplido los veintiuno. Si no te casas con Frasier, ¿qué será de ti?
—No te preocupes por mí, madre. Preocúpate por Savannah que, según tú, está prometida a un hombre cuyo corazón no le pertenece.
—Pues claro que me preocupo por ti —insistió la mujer mayor—. Me preocupo por ti porque la cabeza de chorlito de mi hija, está enamorada de un hombre muerto.
—¡Will no está muerto! —la ira quemaba el pecho de Amanda—. Si estuviera muerto, lo sabría, madre. Lo sentiría en mi interior. Aquí, en mi corazón —se golpeó el pecho como una pecadora penitente—. Lo sabría. Volverá. Me lo prometió.
Belinda se puso en pie. Menuda, enjuta y vestida de negro desde la muerte de Jonathan, la mujer parecía un espectro.
—William Slattery está muerto —proclamó—. Tan muerto como lo está tu hermano, y cuanto antes lo admitas, antes recuperarás la razón.
Amanda se alejó de su madre. Se alejó de una casa desesperantemente necesitada de un arreglo. Se alejó para esperar junto a la carretera. Como hacía cada día.
«Espérame», le había susurrado Will al oído antes de darle un último abrazo. Y lo iba a hacer, porque ella era suyo. Para siempre. Y nada podría cambiar ese hecho.
En la actualidad
—¡Estás radiante! Dios mío, estás verdaderamente radiante. ¿Eres consciente de que estás radiante? Pablo, no quiero que la toques con tu brocha de maquillaje. Nada de lo que puedas hacer mejoraría ese aspecto. ¿Están las cámaras preparadas para tanto resplandor?
La pregunta fue formulada por la ayudante de producción, MacKenzie Ryan, señalando el plató en el que se grababa el programa vespertino, Dakota al habla. El resto de las palabras salieron como un torrente de la boca de MacKenzie mientras se dirigía directamente a su mejor amiga, Dakota.
Fuera del estudio de televisión, el nombre oficial era Dakota Delany Russell, tras su reciente matrimonio con Ian Russell. La estrella del popular programa acababa de regresar de su luna de miel y la única persona que la había echado de menos más que el público era MacKenzie.
MacKenzie fue consciente, a su izquierda, de la presencia del alto y delgado maquillador que insistía en ser llamado Pablo, y que la miraba acusadoramente por impedirle hacer su trabajo. La joven lo ignoró. Dakota no era de las personas que necesitaran mucho maquillaje. Simplemente con la cara lavada estaba espléndida.
—Ha sido un verdadero infierno sin ti, Dakota —mientras luchaba contra otra oleada de náuseas, MacKenzie se obligó a sonreír y se dirigió a la mujer con la que una vez había compartido sueños, y una habitación—. Odio tener que trabajar con anfitriones invitados. No son como tú.
—Me alegra que me hayáis echado de menos —Dakota se volvió hacia su amiga.
—¿Echarte de menos? —exclamó MacKenzie—. Si hubieras llamado para decirme que prolongabas tu luna de miel con ese pedazo de hombre otra semana más, habría metido la cabeza en el horno.
—Eres lo bastante pequeña para caber entera —Pablo recorrió rápidamente con una mirada crítica el metro sesenta y uno de la joven.
El comentario fue acompañado de un altivo golpe de muñeca para cerrar el enorme maletín de maquillador. Pablo acababa de ocupar el puesto del anterior maquillador, Albert Hamlin, quien se había trasladado a otro programa de entrevistas en horario estelar. Aquella habría sido su primera oportunidad de trabajar sobre Dakota, aunque ya había maquillado a los diversos artistas invitados que habían presentado el programa. Era evidente que a Pablo no le gustaban las imposiciones en su trabajo.
—Puede que un poco de perfilador de labios… —Dakota le ofreció al hombre una sonrisa conciliadora.
—Lo que usted desee, señorita Delany —Pablo suspiró ruidosamente y abrió de nuevo el maletín. Después de encontrar el tono de Dakota, le entregó el lápiz.
Incapaz de aguantar por más tiempo, MacKenzie apartó al maquillador a un lado para abrazar, no a la estrella del programa preferido por el público, sino a su mejor amiga. La mujer a la que acudía en sus mejores momentos, y en los peores.
Últimamente se trataba de lo segundo, pero ya habría ocasión para compartirlo con ella.
El abrazo fue cálido y entusiasta.
—¿Ha sido maravilloso? —preguntó tras soltar a Dakota—. Dime que ha sido maravilloso —MacKenzie suspiró mientras recordaba la época de la universidad, cuando se quedaban levantadas hasta la madrugada hablando de sus citas. Por aquel entonces la vida era genial. Sólo había que preocuparse por las notas y por no llenarse de granos antes de salir—. Necesito un sueño, y no tengo ninguno propio.
—Eso es porque no tienes una vida —dijo Pablo en voz baja, aunque lo suficientemente alto para que lo oyera hasta el hombre que cambiaba la bombilla en el pasillo, y que comenzó a reír.
MacKenzie le dedicó a Pablo una mirada de odio, pero no contestó. El hombre tenía razón. No tenía una vida, al menos no una vida social. Desde su ascenso a ayudante de producción, cinco días atrás, había decidido dedicarse en cuerpo y alma a la tarea de supervisar cada aspecto del programa. Era la clase de trabajo que no terminaba ni siquiera cuando arrancaba el coche por la noche para volver a su casa.
Pero su nuevo puesto no era el único responsable de su ausencia de vida. No tenía vida social por decisión propia. Porque la vida que había llevado hasta unas pocas semanas atrás había estallado en su cara. Con el corazón roto, no estaba dispuesta a volver al mercado y exponerse a otra posible desgracia.
Le preocupaba haber descubierto que no era tan resistente como creía ser, pero los hechos estaban allí. No lo era y tendría que aprender a vivir con ello, en lugar de con un hombre amante y de ensueño, que seguramente no existía más que en las páginas de un guión.
Tras aceptar el carmín de labios que Pablo le ofrecía, Dakota se aplicó ella misma un tono rosa suave. La energía natural que había caracterizado a esa mujer desde que la conoció, parecía haber aumentado varios enteros, reflexionó la ayudante de producción. O a lo mejor simplemente se sentía insignificante en comparación con su amiga. Estaba siempre cansada, como un viejo reloj al que ya no se podía dar más cuerda.
Pero claro, había un motivo para ello.
Dakota le devolvió el carmín a Pablo y se volvió hacia su amiga. Tras estudiar el rostro de la joven unos instantes, sintió una punzada de preocupación.
—Pablo, ¿podrías dejarnos a solas unos minutos?
—¿Una charla entre chicas? —la oscura mirada de Pablo, visiblemente molesto por la exclusión, adquirió una expresión alerta—. Tengo tanto derecho a escuchar una conversación entre chicas como… de acuerdo —gruñó mientras levantaba el maletín de maquillaje en vilo—. Sé muy bien cuándo no soy bienvenido.
—Desde que lo han ascendido se ha vuelto muy temperamental —MacKenzie cerró los ojos y sacudió la cabeza mientras Pablo salía del camerino y cerraba la puerta de un sonoro portazo.
—Y hablando de ascensos, Zee —Dakota no tenía el menor interés en hablar del maquillador. Su atención estaba centrada por completo en su amiga. Se puso en pie y tomó las manos de MacKenzie entre las suyas—. Me han dicho que te han nombrado ayudante de producción.
—Es cierto —MacKenzie se encogió de hombros.
—Cielos, qué orgullosa estoy de ti —Dakota abrazó a su amiga, cuya coronilla le llegaba a la barbilla.
MacKenzie intentó aguantar otra oleada de náuseas que amenazaba con engullirla. «La mente puede más que el cuerpo, Zee, la mente puede más que el cuerpo», se repetía sin cesar.
—Olvídate de mí, mírate —dio un paso atrás y miró de nuevo a Dakota—. Casada. Resplandeciente.
—Él tiene ese efecto en mí —la presentadora se rió y se sentó nuevamente en la silla. Sus ojos brillaron al pensar en Ian—. El amor es verdaderamente maravilloso… —se paró en seco y miró a su amiga a los ojos—. Por cierto, ¿qué tal te va con Jeff, o, no debería preguntar?
—Estoy bien. Jeff está bien —MacKenzie se encogió de hombros despreocupadamente aunque, ni por un instante, podría haber engañado a su amiga. Ni quería hacerlo.
Dakota entornó los ojos. Eran amigas desde la universidad y nadie conocía mejor que ella a la pequeña y chispeante mujer. No le costó demasiado llegar a una conclusión.
—Pero juntos no estáis bien.
—No —MacKenzie suspiró. Sólo habían pasado dos semanas y aún se sentía como el día de la ruptura. Él se había mostrado amable en un intento de no hacerle daño. Como si eso hubiera sido posible—. Ya no estamos juntos —deseaba odiarlo, pero no podía—. Está con su mujer.
—¿Su mujer? —Dakota se quedó boquiabierta.
—Sí —MacKenzie se rió con amargura—. Un pequeño detalle que se olvidó de mencionar.
—¿Está casado? —Dakota sólo podía sacudir la cabeza con incredulidad.
—Separado. Al menos eso dijo, pero sí, casado —temerosa de descubrir un destello de pena reflejado en los ojos de su amiga, se cuadró de hombros, tal y como había visto hacer a la presentadora en innumerables ocasiones, y alzó la barbilla—, y fuera de mi vida.
Por un instante, sus miradas se fundieron. Dakota se decidió en una fracción de segundo. Inclinó la cabeza hacia delante para apartarse la melena de la nuca y deshizo el nudo que sujetaba los dos extremos de la cinta de terciopelo.
—Dakota, ¿qué haces? —MacKenzie frunció el ceño.
Dakota se quitó la gargantilla y la sujetó delante de su amiga. En un extremo de la cinta de terciopelo estaba el camafeo que había comprado en una tienda de antigüedades de las afueras de Nueva York. El camafeo, del que no le cabía duda, la había reunido con Ian Russell. El camafeo que tenía su leyenda.
—Me estoy quitando el camafeo para dártelo.
—Dakota… —MacKenzie empezó a protestar.
Intentó dar un paso hacia atrás, pero la presentadora fue más rápida y le tomó una mano para depositar el camafeo en su palma. Recordó que la mujer que se lo había vendido le había explicado que una vez sintiera su magia, una vez que el amor verdadero hubiera llegado a su vida, debería pasar el camafeo a otra persona que lo necesitara. Alguien como su mejor amiga.
—Ya he sentido el efecto de su magia. Ahora te toca a ti.
—No creerás en serio… —MacKenzie la miró estupefacta.
—Sí, lo hago —interrumpió Dakota—. No soy muy dada a las leyendas ni a la magia, pero las cosas salieron tal y como se suponía que debían salir —al ver el escepticismo reflejado en los ojos de su amiga, insistió. Ella misma se había mostrado incrédula al principio—. La mujer de la tienda de antigüedades me explicó que, según la leyenda, quien llevara puesto el camafeo encontraría el amor verdadero.
—Dakota, ahora somos neoyorquinas. Somos demasiado sofisticadas para algo así —aunque una parte de ella ansiaba poder creer en la magia, en la felicidad eterna y en hombres que te amaban hasta su último aliento. Pero era demasiado mayor para aferrarse a una ilusión. Llegaba un momento en que había que crecer—. Es una trola y tú lo sabes
—No —la presentadora le contradijo con firmeza—. No lo sé. Lo único que sé es que el mismo día que me lo puse conocí a Ian. Puede que sea una locura —admitió—, pero no hay otra explicación que no sea la magia. Cuando volví a la tienda para hablar con aquella mujer, el dueño me dijo que nadie que encajara con la descripción que le hice trabajaba allí. Pero yo sí hablé con ella, y sí la vi. Y era idéntica a la mujer de la fotografía que colgaba de la pared, la tía abuela del dueño. La misma tía abuela cuyo entierro se estaba celebrando el día que me vendió el camafeo —parecía de locos y ella hubiera sido la primera en dudar de la historia si no lo hubiera vivido en persona—. Y si eso no es magia, no sé qué es.
MacKenzie contempló el camafeo. Era precioso, pero no era más que una joya, no era la cura para un corazón roto.
—Yo no creo en magia.
—Hubo un tiempo en que sí lo hacías —Dakota tomó la mano de su amiga.
—También hubo un tiempo en que creía en Papá Noel —MacKenzie retiró la mano con decisión—. Pero me hice mayor.
—Muy bien. No hace falta que creas —la mujer de la tienda no había dicho que la fe fuera parte integral de la experiencia—. Limítate a llevarlo puesto. ¿Qué puedes perder?
—Por ejemplo, el camafeo —MacKenzie se rió mientras miraba el camafeo y sacudía la cabeza—. Me sentiría fatal si lo perdiera —intentó devolvérselo a Dakota.
—Entonces no lo pierdas —le aconsejó su amiga—. Póntelo. Hazme ese favor, Zee —añadió con la mirada fija en los ojos de MacKenzie.
—Sería perder el tiempo —la joven sentía que su resistencia disminuía. No es que no le gustara el camafeo. Era precioso, y le hubiera encantado llevarlo puesto. Pero también sabía que no había ninguna magia en él. La magia era para los muy jóvenes y los muy viejos. Y para los muy supersticiosos. Y ella no lo era.
—El tiempo se pierde de todos modos —el argumento le pareció inaceptable.
—Dios mío, qué locuacidad, incluso para ser tú —MacKenzie se rindió.
—Lo sé —la sonrisa de la presentadora iluminó todo el camerino—. Me siento flotar.
—Pues intenta no levitar hasta que termine el programa, ¿de acuerdo? —debía ser maravilloso poder sentirse así.
—Trato hecho —Dakota fijó la mirada en el camafeo—. Si tú…
—Me pongo la gargantilla, sí, lo sé —la joven suspiró—. De acuerdo, me lo pondré.
—Ahora —la presentadora no le quitaba la vista de encima.
—Dakota… —MacKenzie consultó el reloj. Casi era la hora del programa.
—Ahora —repitió Dakota mientras se ponía en pie, se colocaba detrás de su amiga y extendía una mano hacia el camafeo.
—No va a servir de nada —MacKenzie suspiró y le entregó a su amiga el camafeo que había pensado guardar en un pequeño joyero.
—Compláceme.
—De acuerdo —MacKenzie reprimió otro suspiro—. Tú eres la estrella.
—No —le corrigió Dakota mientras le ataba la cinta al cuello—. Soy la amiga.
MacKenzie era consciente de que Dakota sólo quería su bien. Que la mujer que había batido todos los índices de audiencia a su lado sólo velaba por sus intereses. Pero, llegados a ese punto, sus intereses iban a tener que quedar aparcados.
Al menos sus intereses románticos.
Tenía una carrera, eso por descontado, pero, sobre todo, tenía una nueva vida por la que preocuparse. Una nueva vida cuya existencia había descubierto la mañana anterior.
Al parecer, Jeff no iba a marcharse por completo de su vida.
O al menos una parte de él, no.
Estaba embarazada. Seguramente de no más de unas pocas semanas, porque ése era el tiempo transcurrido desde la última vez que habían hecho el amor. Tres semanas y media. Justo antes de la boda de Dakota.
¿Cómo había podido suceder? La ciencia estaba muy avanzada y lo menos que se podría esperar era un cien por cien de garantías para cosas como la píldora anticonceptiva. Pero evidentemente no las había, porque ella se había tomado la píldora y aun así estaba sorprendentemente embarazada. Ese bebé no debería estar allí.
Pero lo estaba, pensó mientras apoyaba una mano en el estómago completamente plano.
Ahí estaba. Seis estúpidas tiras, todas señalando en la misma dirección, no podían estar equivocadas, por mucho que lo deseara.
Seis. Ése era el número de pruebas de embarazo que había comprado, cada una en una farmacia distinta. Así, si algún lote estuviera defectuoso, podría probar con otro lote distinto.
Y había probado seis veces.
Ni una sola de las pruebas le había dado la menor esperanza. Todas habían apuntado hacia el mismo resultado. Estaba embarazada.
Aquella mañana, mientras emergía de una ducha caliente inusualmente prolongada, MacKenzie supo que tendría que pedir cita con su ginecóloga para obtener la confirmación oficial. Aunque no albergaba esperanzas de que las pruebas hubieran mentido.
El viernes, pensó mientras se secaba con una toalla. Pediría una cita para el viernes. O quizás para la semana siguiente. En aquellos momentos estaba demasiado ocupada con el programa.
El programa. Tenía que darse prisa. Lo supo sin necesidad de consultar los diferentes relojes desperdigados por su dormitorio. Sentía cómo se deslizaban los minutos.
MacKenzie se vistió apresuradamente con una falda verde bosque y un jersey de color verde claro. Ambas prendas le quedaban sueltas y se preguntó cuánto tiempo duraría eso. Indefinidamente, si los diez primeros minutos del día podían considerarse representativos. Ése era el tiempo que se había pasado vomitando, casi dormida. Y los siguientes diez minutos los había dedicado a intentar recomponerse, consiguiéndolo sólo a medias.
A punto de salir del apartamento, se dio cuenta de que se había dejado el camafeo. Estuvo tentada de no parar, pero sabía que heriría los sentimientos de Dakota. Además, aunque no creyera en leyendas, la pequeña pieza de joyería era divina.
Tras atarse la cinta de terciopelo, lo contempló durante un instante.
Nada.
—Conque magia, ¿eh? —se mofó. No había habido ningún rayo. Ni siquiera sentía un cosquilleo. Aun así, el camafeo parecía estar justo en el sitio en que debía estar.
Le dio una palmadita y salió del dormitorio mientras murmuraba algo sobre las supersticiones. La joya le había llamado la atención desde el primer día en que Dakota apareció con ella. Y tuvo que reconocer que le había encantado la leyenda de la belleza sureña que lo había llevado por primera vez. Pero eso era cuando el camafeo colgaba del cuello de Dakota.
En esos momentos lo que sentía era inquietud. Inquietud porque temía que, a pesar de todo lo que había dicho, podría llegar a creérselo. Inquietud porque podría llegar a tener esperanzas, aunque cada fibra de su cuerpo le gritaba que no había ningún motivo para la esperanza. La esperanza no era más que una quimera.
Ella no era la clase de persona que vivía un sueño hecho realidad.
Al cruzar la cocina echó un vistazo al reloj y soltó un juramento.
¿Cómo había pasado el tiempo tan deprisa? Tenía menos de media hora para llegar al estudio, y el tráfico era horrible. Era uno de los precios a pagar por vivir en Nueva York. A cualquier hora del día o la noche, el tráfico era una fuerza contra la que luchar. Una fuerza que solía ganar.
¿Por qué sería que el tiempo sólo pasaba a ritmo de tortuga cuando estaba sola en la cama por las noches, preguntándose qué iba a ser de su vida?
Las reflexiones filosóficas tendrían que esperar. Por el momento tocaba correr. No había tiempo para desayunar. Tanto mejor. Seguramente sería incapaz de retenerlo. Tras ponerse los zapatos y agarrar el gigantesco bolso que contenía media vida, salió a toda prisa del apartamento de Queens y se dirigió al aparcamiento privado.
Y se paró en seco. No iría a ninguna parte.
Una furgoneta de alquiler para mudanzas le bloqueaba la salida. Las puertas traseras estaban abiertas y mostraban un contenido que, en otras circunstancias, hubiera despertado su curiosidad. Pero en esos momentos sólo le interesaba el dueño de ese contenido.
Y no se lo veía por ninguna parte.
—Maldita sea —exclamó en voz alta con las manos apoyadas en las caderas.
—¿Ocurre algo?
La profunda voz a su espalda parecía surgir del fondo de un pozo. Sobresaltada, MacKenzie se volvió, y con ella su gigantesco bolso que golpeó al dueño de la voz justo en la entrepierna.
MacKenzie vio a un gigante, de al menos treinta centímetros más que su metro sesenta y uno, con un rostro rudo y atractivo que empezaba a adquirir un tono ceniza. Los ojos verdes estaban inundados de lágrimas.
—¡Dios mío! Lo siento —dijo ella, consciente de lo que había hecho—. ¿Hay algo que pueda hacer?
—Puedes quitarte de en medio —rugió Quade Preston mientras intentaba recuperar el aliento y la compostura. Aunque en aquellos momentos, ambas cosas parecían fuera de su alcance.
—Por supuesto —dijo MacKenzie mientras daba un paso atrás y lo miraba con los ojos muy abiertos.
Se sentía como David instantes después de derribar a Goliat, salvo que en su caso había sido sin querer. Si hubiera sido Jeff, la cosa habría cambiado, aunque tampoco sería justo porque él jamás le había prometido la luna, ni un futuro. Ella había dado por hecho…
Últimamente estaba muy emotiva. El diminuto ser en su interior tenía un efecto terrible sobre sus emociones. En ese mismo instante tenía ganas de reír y de llorar, y ninguna de las dos cosas sería aceptable.
Sobre todo reír.
—Puedo traer hielo —se ofreció ella.
—Quítate de en medio —insistió él, con algo menos de agonía en la voz.
DE ACUERDO, si ese hombre rechazaba su ayuda, podía considerarse absuelta y libre para marcharse… en cuanto él le hiciera un pequeño favor.
—Muy bien, me quitaré de en medio —dijo una desafiante MacKenzie al hombre que intentaba no doblarse por la cintura a causa del dolor—. En cuanto quites de ahí la furgoneta que impide que salga mi Mustang —concluyó mientras señalaba el polvoriento coche de un alegre color cereza.
Quade necesitó hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para no rugir en la cara de la mujer. El dolor se extendía por todo su cuerpo y le hacía sentir tan vulnerable como un gatito recién nacido. No estaba especialmente orgulloso de la imagen que debía estar ofreciendo. La pequeña pelirroja le había dado en el centro neurálgico con ese enorme y pesado bolso que llevaba.
Simplemente respirar ya le costaba un enorme esfuerzo. Tuvo que morderse con fuerza el labio inferior para no dejar escapar ningún sonido que revelara el grado de dolor que sufría.
—Correcto —fue lo único que pudo decir.
Tragó con dificultad y buscó las llaves en el bolsillo. Consiguió sentarse al volante, a pesar del dolor, y avanzó la furgoneta varios metros para que la mujer pudiera acceder a su coche.
Al bajarse del vehículo, las rodillas apenas le sujetaban en pie.
—Gracias —dijo la pelirroja mientras entraba en el coche.
Él se quedó de pie junto a la furgoneta, esperando a que el dolor se pasara.
Mientras arrancaba el coche, la mujer le ofreció lo que supuso era una sonrisa de disculpa que ni siquiera se acercaba a expiar su crimen. Porque aún no se atrevía a moverse a no ser que fuera imprescindible. Quade siguió con la mirada el Mustang rojo que salía de la urbanización.
Una nube de humo salía del tubo de escape. Quemaba aceite. O eso parecía.
Tras emitir un suspiro, se enderezó lentamente. Tenía que volver a sus tareas. Tenía exactamente un día, ese día, para instalarse antes de presentarse a su nuevo puesto de trabajo en el centro de investigación Wiley Memorial. Y empezar su nueva vida.
Y, con suerte, encontrar el modo de seguir adelante.
No había sido un buen día.
En dos ocasiones, MacKenzie había estado a punto de derrumbarse, en ambas ocasiones con Dakota cerca. Y había estado a punto de confesarle el embarazo a su amiga.