Visto y no visto - Andreu Martín - E-Book

Visto y no visto E-Book

Andreu Martín

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Beschreibung

Tercera y última entrega de la desternillante saga de aventuras de Gregorio Miedo y Medio. Desde que dominó los secretos del Grimorio Gregoriano y se convirtió en Mago Mistagogo, ya nadie llama cobarde a Gregorio. Sin embargo, el Grimorio ha perdido fuelle y el valor de Gregorio se ha esfumado. Ahora todos vuelven a tratarlo por la punta del pie... al menos hasta que Julián Medoy, padre de Gregorio, pierde su trabajo a causa de un turbio asunto. Ha llegado la hora de que Gregorio vuelva a echar mano del Grimorio y de su valor una vez más. -

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Andreu Martín

GREGORIO MIEDO Y MEDIO EN

Visto y no visto

Saga

Visto y no visto

 

Copyright © 2002, 2021 Andreu Martín and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726962314

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

CAPÍTULO PRIMERO

1

Gregorio Medoy se cansó pronto de ser el Gran Mago Mistagogo, Gurú de la secta secreta de los Efes.

Al principio fue muy divertido jugar con los encantamientos propuestos por aquel libro antiguo que adquirió en la librería de viejo de don Senén. Es un mamotreto pesado que huele a papel viejo, medio quemado, encuadernado con tapas de cuero y en cuya portada se lee, con letras pomposas escritas a mano:

Grimorius Gregorianus

Le faltan algunas páginas y empieza diciendo:«... Divino otorgue al lector sabiduría para entender y hacer suyos los profundos secretos enigmáticos del Libro de los Muertos», lo que ya resulta enormemente prometedor. Vuelves la página y te encuentras ya con el«Capítulo Segundo: Ensalmos para influir en las personas»y un montón de símbolos cabalísticos como éstos:

Resultaba un poco inquietante, pero el viejo Senén le dijo a Gregorio que allí encontraría remedio para su miedo, y esa promesa hizo que el chaval se entregara a los estudios esotéricos con gran fervor.

Se maravilló entonces al comprobar que, gracias a las fórmulas mágicas que en aquel libro se exponían, podía dominar a sus enemigos como el domador que hace pasar a los tigres por el aro. Por ejemplo, a su hermano Lorenzo que siempre lo trataba a patadas, o al bruto del Cabe que quería darle una paliza, o al mismísimo profesor de matemáticas, que quería ponerle un examen. En los días que siguieron, fue capaz de encontrar tesoros escondidos, asistió a sesiones espiritistas plagadas de fantasmas y revolucionó un cementerio de manera que pudo presenciar el espectáculo de una multitud de muertos vivientes paseándose a media noche y pegando sustos a diestro y siniestro (sobre todo, a siniestro) 1 .

Lo mejor de todo fue comprobar que, gracias al influjo del Grimorio, venció para siempre su miedo. Don Senén tenía razón. Ya nadie lo llama Miedica, ni Mierdica.

De la noche a la mañana, el tímido y medroso Gregorio sacó pecho y se vio con ánimos de enfrentarse a quien hiciera falta.

La ciudad de Zamora temblando hasta los cimientos a su paso. Desde el Trascastillo hasta la Farola, desde San Lázaro a la Cuesta de Pizarro, todos los fantasmas de nobles guerreros que pueblan esta ciudad milenaria y medieval se pusieron incondicionalmente a las órdenes del nuevo Mago Omnipotente.

Gregorio el Pequeñajo, Gregorio el Mierdica, fue a por el espantoso Ogro del Hotel Espléndido y se hizo íntimo amigo de él.

Su hermano Loren, que tenía vocación de skin-head porque se estaba quedando calvo, lo miraba bizqueando un poco, dejó de propinarle capones y un día incluso llegó a pedirle algo por favor.

Todos los que le conocían se estremecieron desconcertados al ver cómo era capaz de replicar a sus mayores en edad, dignidad y gobierno mirando a los ojos y sin tartamudear. Pasó un examen oral (que meses atrás le hubiera provocado violentos ataques de colitis y, probablemente, algún que otro pis en los pantalones) con tanta firmeza como un prócer norteamericano haciendo la declaración de sus derechos ante el Senado, o algo así.

Se volvió un poco solemne, si hay que hacer caso de los que le conocían.

Cuando no se ponía insolente, sus padres sonreían orgullosos de él. Tanto tiempo temiendo que fuera un pusilánime sin horizontes y, de repente, resultaba que tenían en casa a una especie de Clint Eastwood en miniatura.

— Quién iba a decirlo —murmuraban mientras se secaban las babas con pañuelos enormes.

— Se está haciendo mayor.

— Está madurando.

— Es ley de vida.

Incluso las chicas de su clase, que lo miraban de reojo y se reían como ratitas,«ji, ji, ji», y de las que hasta entonces había huido despavorido al tiempo que su rostro se enrojecía como un semáforo, cayeron rendidas a sus pies. A Marga-Rita, y a Lucía y a Cristina, llegó a besarlas (sí, sí, tal cual: besarlas, de beso) en la mejilla, despertando los horribles celos de Henar, que era su preferida. Y las incluyó en su secta de los Efes y todo.

Los otros miembros de la secta se resistieron a ello, pero él era el Gurú y el Mistagogo (buscad en un diccionario lo que significan estas palabras, por favor, no podemos estar todo el rato igual) y los puso en su sitio.

— Las chicas entrarán en nuestra secta, y se llamarán Fenar, Farga-Fita, Fristina y Fucía, y no se hable más.

La secta de los Efes, como habréis podido comprobar, exigía que todos los nombres de sus miembros empezaran por efe. Fernando, Federico y Fose. A Gregorio le llamaban Fregorio, cosa que no le hacía mucha gracia, pero transigía porque los líderes tienen que ser tolerantes con las tonterías de sus seguidores.

Gregorio se había convertido en otro niño. Tenía tan poco miedo que ni siquiera le importaba que le llamaran Miedo y Medio. Es más: él mismo asumió el mote como una forma más de manifestar su valentía.

Pero, luego, las cosas empezaron a fallar.

Federico decía que estaban perdiendo concentración.

Quizá fuera eso. El caso es que, cuando quisieron convertir en gallina a Poli, una niña repipi y chivata del colegio, la cosa no salió bien. Hicieron todo lo que el libro decía que habían de hacer para convertir a la gente en gallinas y, al día siguiente, a Poli (en realidad, se llamaba Policarpa) no le había crecido ni una pluma, ni cresta, ni nada. Ni siquiera cacareaba porque les dijo con su voz aguda de siempre:

— ¿Se puede saber qué estáis mirando?

Fernando probó a emitir el canto del gallo, por si aquel sonido resultaba familiar a la candidata a gallina y se obraba el milagro,«¡Kikiriquí!», pero de nada sirvió. La niña los miró un poco asustada y se alejó de ellos como la gente suele alejarse de los locos cuando parecen prontos a sufrir uno de sus ataques.

Luego, fue lo de volar.

A raíz del fracaso en el intento de hacer de Policarpa una gallina, algunos miembros de la secta de los Efes se mostraron un poco escépticos.

— Seguro que no se puede.

—Que yo te digo que sí —insistía Gregorio—. ¿Os he fallado alguna vez?

— Una—le recordó Fede.

— ¿Y dos veces?

— No. Dos veces, no.

El sistema resultaba un tanto desconcertante. Había que buscar plumas de un pájaro, mojarlas en la pila de agua bendita de la catedral y confeccionar con ellas una especie de boina que el aspirante a Ícaro debía colocarse hundida hasta las cejas (según dibujo). A continuación, era obligatorio quitarse toda la ropa, pintarse unos símbolos extraños en la espalda y recitar determinada plegaria en latín, mirando al cielo.

— ¿Toda la ropa? —se sobresaltaron los Efes y las Efas.

— Ah, no, ni hablar, yo no vuelo —se cuadró Fernando.

— ¿No quieres volar, libre como un pájaro? —se asombraba Gregorio.

— No quiero volar desnudo.

Las chicas se reían por lo bajini, al imaginárselo.«Ji, ji, ji».

— ¿Y vosotras? —preguntó Gregorio.

— ¡¡No!! —gritaron las cuatro a coro, Fenar, Farga-Fita, Fristina y Fucía—. ¡¡Ni hablar!!

— ¿Y tú? —contraatacó Federico, que siempre era el que se resistía más a la autoridad de Gregorio—. ¿Te desnudarás aquí, delante de todos, para que te veamos volar?

Gregorio pudo comprobar entonces que los mistagogos también se sonrojan. Y se enfadan mucho cuando se percatan de su rubor.

— ¡Pues claro que sí! —exclamó, muy digno y valiente.

En los días siguientes, los ocho Efes se convirtieron en el terror de todas las aves que se ponían en su camino. Se les vio en la plaza Mayor atacando a grupos de palomas qué salían volando despavoridas, y tendiendo pequeñas trampas en el bosque de Valorio, y un municipal les obligó a desistir de su intento de trepar a lo alto de un campanario donde habían localizado a una cigüeña distraída.

Su profesor se dio un buen susto cuando notificó a toda la clase que irían a visitar la Reserva Natural de Villafáfila, famosa por la gran cantidad de aves que podían verse en ella. Normalmente, los chicos recibían con muecas de hastío las noticias de cualquier obligación escolar pero, aquel día, en cuanto mencionó que verían muchas especies distintas de pájaros, un grupo de ocho niños y niñas (los Efes) lo celebró con gritos y risas, aplausos y saltos y abrazos, y una alegría rayana en el llanto. El profesor, ingenuo, se las prometió muy felices.

Se trasladaron en autocar un miércoles por la tarde (puesto que los lunes y martes y las mañanas de todo día que no sea festivo la reserva está cerrada al público) y aquellos niños se mostraban tan entusiasmados que contagiaron su exultante estado de ánimo a sus compañeros y acabaron todos cantando temas tan populares como«Carrascal, Carrascal, que bonita serenata» o «Para ser conductor de primera, acelera, acelera».

El profesor, animado por el interés de los muchachos, trató de contarles que se sabe que el pueblo de Villafáfila existe desde antes del año 936, que se encuentra junto a unas lagunas salinas y que ese nombre tan raro deriva de la palabra latina favilla salis (la sal más fina); pero sus alumnos no demostraron el menor interés por la etimología. Dedujo su educador abnegado que era la ornitología lo que realmente les atraía del lugar y, en cuanto estuvieron en el centro de visitantes, les mostró la exposición fotográfica que allí se encuentra y les dijo que aquel era lugar de paso de especies como los gansos comunes, las grullas, las avutardas, los sisones, los aguiluchos pálidos y los menos pálidos, los cernícalos, los milanos reales, los alfafares, los esmerejones... El alboroto reinante entre los chicos dio a entender al profe que tampoco era aquello lo que andaban buscando, de modo que los trasladó al observatorio situado en el Otero de Sariegos, desde donde podrían contemplar no sólo inmensas bandadas de las aves antedichas, sino también las curiosas construcciones de barro, los palomares característicos de la Tierra de Campos. Allí, el disgusto de los niños se hizo tan patente que casi se respiraba atmósfera de motín.

— ¿Pero podremos tocar algún pájaro?

— ¿Tocar?—se azoró el buen hombre—. Bueno, no... Aquí las aves están en libertad... —intentó bromear con sonrisa de conejo—: No creo que permitan que os acerquéis.

La catástrofe sobrevino cuando uno de los biólogos de la reserva se acercó a los niños llevando en brazos lo que dijo que era un zarapito que se había hecho daño en una pata. Se trataba de una ave bastante grande, zancuda y con un pico largo, fino y curvado. En cuanto lo vieron, los Efes se abalanzaron sobre ella con la evidente intención de arrancarle las plumas («¡De recuerdo!», aullaban:«¡De recuerdo!»), y sus compañeros los imitaron con auténtica furia («¡Pa jugar a indios, pa jugar a indios!»). El zarapito pataleó y batió sus alas, horrorizado, arrastrando en su fuga al biólogo que, de pronto, se vio corriendo por la reserva, aullando para que alguien le socorriera, perseguido por una caterva de críos que parecían haber enloquecido repentinamente.

Toda la clase fue castigada. Pero los Efes no cejaron en su empeño. De pronto, Fernando recordó que una tía suya tenía un gallinero en la casa de campo.

— ¡Pero las gallinas no son pájaros! —protestó Federico.

— ¿Ah, no? ¿Pues qué son? ¿Insectos?

— ¡Quiero decir que no vuelan!

— ¡Pero tienen plumas!

— ¡Pero no vuelan, y esto lo estamos haciendo para volar!

Entonces, Fernan recordó que su tía poseía también una cacatúa en una jaula, y eso ya los animó más.

— Las cacatúas vuelan, ¿no?

— En una jaula, no podrá escapar.

Y se fueron a visitar a la tía de Fernan.

También les salió mal el intento. Cuando Fernan metió la mano en la jaula, la cacatúa le clavó el pico en un dedo hasta arrancarle sangre, y pidió auxilio exclamando«¡Al ladrón, al ladrón!»hasta que llegó la dueña de la casa con un palo de escoba y disolvió a los chavales a bastonazos. El último intento fue en su gallinero, del que fueron ahuyentados por un gallo feroz que no permitió que le tocaran ni una pluma, ni a él ni a ninguna de sus pupilas.

Se hubieran dado por vencidos entonces de no ser por la paloma muerta que encontraron en la cuneta de la carretera. Aquello hizo renacer sus esperanzas y su optimismo. La desplumaron y se fueron corriendo a confeccionar el tocado milagroso.

Usaron para ello una boina vieja del abuelo de Lucía a la que pegaron todas las plumas posibles. Luego, Gregorio se quitó la camisa y permitió que le pintaran en la espalda los símbolos misteriosos que marcaba el libro, y se aprendió de memoria la extraña oración en latín.

Se fueron a un rincón del bosque de Valorio nada concurrido y allí hubo una pequeña discusión porque Gregorio defendía que no hacía falta desnudarse del todo. Probaría a saltar por un terraplén vestido únicamente con los calzoncillos y la extraña boina de plumas.

Cuando lo probó y se pegó un buen batacazo, se impuso la lógica:

— La culpa ha sido de los calzoncillos.

— Tienes que quitártelos, o no volarás nunca.

— No tienes elección —añadió Henar, de absoluta buena fe. Entonces, todo fueron risitas de Fede, Fernan y Fose.«Ji, ji, ji, ja, ja, já».

— ¡No tienes elección, Gregorio! —repetían.

— ¡Pol suelte, no tienes elección!

A Gregorio no le hacía ninguna gracia la broma. Y las chicas no se reían porque no entendían nada. Aquello les sonaba a chino.

Gregorio pidió a sus amigos que no le mirasen, los envió a una cierta distancia para que vigilaran que ningún paseante ocasional pudiera verle y, una vez solo, se quitó la única prenda de ropa que lo cubría y saltó de nuevo por el terraplén.

— ¡Vuelo, vuelo! —se le oyó gritar antes del topetazo de su cuerpo contra unos arbustos y de una serie de ayes lastimeros.

Excepto Jose y Cristina, que eran los dos inocentes del grupo, ninguno de los otros había cumplido su palabra y habían estado espiando el experimento de Gregorio. Ninguno de ellos lo vio volar realmente.

— ¡No has volado!

— ¡He estado suspendido en el aire al menos dos segundos!

— ¡Sí, pero luego has caído en picado!

— ¡No podía caer en picado si no estaba volando! ¡Sólo los aviones caen en picado!

Estuvieron discutiendo mucho rato, mientras Gregorio se vestía y en el camino de regreso a sus casas, un tanto alicaídos.

— Esto es que no nos concentramos lo bastante —decía Federico—. Estamos perdiendo concentración.

Sólo Jose y Cristina creyeron que Gregorio había volado. Y por eso, al cabo de dos días, Cristina le pintó a Jose los símbolos cabalísticos en la espalda y Jose se tiró desde la azotea de su casa. Para haberse matado. Por fortuna, cayó sobre el toldo del bar de abajo, lo atravesó limpiamente y cayó entre las mesas de quienes tomaban el aperitivo de mediodía, que quedaron asombrados al verlo desnudo, con la espalda pintarrajeada y un extraño sombrero de plumas. La prensa se hizo eco del suceso, refiriéndose a un niño que creía que podía volar después de haber visto una película de Supermán.

Ese fracaso marcó el principio de la decadencia de Gregorio Miedo y Medio como gurú. En el momento de iniciar el presente relato, Federico y Fernando vuelven a ser los jefes del grupo. Siempre lo habían sido, porque son los más altos y porque hablan más fuerte, y ellos han decidido siempre a qué se juega y dónde hay que ir. Gregorio los desbancó durante un tiempo, al hacerse con el grimorio y sus poderes, pero ahora eso se ha terminado. Los batacazos recibidos por el gurú y su acólito más próximo, en el fondo, han llenado de alegría a Fede y a Fernan, porque marcan el final de los juegos de magia y sectas y les devuelven el control del cotarro.

El caso es que un Gregorio cubierto de arañazos y magulladuras ha acabado metiendo el Grimorio Gregoriano en un armario y ha decidido olvidarse de él por una larga temporada.

En seguida llegan los exámenes de final de curso y el campeonato de baloncesto y, sin más comentarios ni formulaciones, se ha disuelto la secta de los Efes y la vida sigue su curso alegre y despreocupadamente.

Hasta que al padre de Gregorio le roben cinco millones de pesetas y el mago Miedo y Medio tenga que movilizarse para salvarle. Pero no adelantemos acontecimientos.

2

Don Caín Frutales llega a su despacho, muy excitado, con la carta en la mano.

Se pone las gafas de leer y, sin darse tiempo para ocupar el confortable sillón que le espera al otro lado del escritorio de roble, manosea el sobre con dedos temblorosos y sudorosos. Confirma que viene de Barcelona, que se la remite la Editorial Entrambasaguas.

Destroza el sobre, arranca de su interior el folio, arrugándolo sin contemplaciones y, acto seguido, lo alisa y procede a su lectura.

— ¡Mabuloooooooo! —se oye de pronto en otras dependencias de la suntuosa dehesa salmantina.

Don Caín Frutales pega un brinco y se crispa y chirría de dientes. Últimamente, está cada vez más y más nervioso.

Corrigiendo a duras penas el estrabismo que le ha provocado el alarido, concentra su atención en el texto escrito a máquina y lee, con todos los músculos en tensión:

«Apreciado señor Caín Frutales:

Esperamos que al recibo de la presente esté bien, nosotros también, a Dios gracias. El motivo de la presente es responder a la suya del 20 de los corrientes en que mostraba su interés por la traducción que realizara el señor Conrado Arlanzón del famoso Grimorio Satánico...»

Podríamos decir que don Caín Frutales y Gregorio Miedo y Medio tienen algunos puntos en común. No el físico, puesto que Gregorio es un niño y don Caín es un adulto de más de cuarenta años, con tendencia a la obesidad, cabeza gorda y barbita recortada a la moda; pero sí se parecen en lo referente a su relación con los grimorios.

Caín Frutales también tiene uno, como el chico, y el libro mágico tampoco le funciona como él esperaba.

El suyo se trata del famoso Grimorio Satánico (GrimoriumSatanícum), una auténtica joya que hasta hace unos pocos meses se exhibía en el llamado Museo del Diablo de la ciudad de Palencia, junto con otros tesoros más o menos relacionados con cultos ancestrales, brujería, misas negras y demás. Don Caín Frutales pagó bastante dinero a unos facinerosos para que lo robaran y, después de muchas peripecias que quedan descritas en otras crónicas 2 , el libraco llegó recientemente, por fin, a sus manos.

Lo necesita para que obre un milagro.

— ¡Mabuloooooooo! —y esa voz que desgarra el quieto y límpido aire de la dehesa se lo recuerda sin cesar.

Es su hijo. Leonardo. Un muchachote de cerca de dos metros de altura que no tiene el coeficiente intelectual que don Caín cree que debería tener un descendiente de los Frutales. Un muchachote de aspecto deforme, con las facciones del rostro torcidas y manos como palas mecánicas que, de vez en cuando, liberan una furia ciega y destruyen todo lo que se pone a su alcance. Él era el mal llamado Ogro del Hotel Espléndido, que puso en fuga a los más peligrosos delincuentes de la comunidad autónoma de Castilla y León.

Don Caín Frutales, pese a su corazón de piedra y a su notoria falta de escrúpulos, quiere a su hijo con auténtica devoción. Tal vez sea la única persona que haya querido de verdad en su vida. Todos sus pensamientos y sus proyectos están fijados en él. Considera que su pobre vástago debe ser, el día de mañana, aclamado y objeto de admiración mundial, y está dispuesto a hacer cualquier cosa para conseguirlo.

De momento, se ha apoderado del Grimorio Satánico y, durante unos meses, se ha estado preparando para realizar el conjuro adecuado, el contrato más leonino que al demonio se le pudiera ocurrir, con tal de conseguir que Leonardo llegue a ser un muchacho como los demás.

— ¡Mabuloooooooo! —con estos gritos no hay quien pueda concentrarse en el texto de la carta. ¿Qué dice?

Durante mucho tiempo, con el libro maldito abierto sobre un atril, muy desconcertado y nervioso, don Caín Frutales odió a Gregorio Miedo y Medio.

Porque la palabra«¡Mabulooooooo!»significa exactamente «Me aburro»en el peculiar lenguaje de Leonardo y es una forma de reclamar a su lado la presencia del Mistagogo Miedo y Medio, a quien considera único amigo del mundo, única alma gemela que le comprende.«¡Mabulo Gorigorio!», significa«¡Me aburro, Gregorio!».

Gregorio es el niño que se metió en el Hotel Espléndido para desafiar al Ogro, y se encontró con Leonardo y se lo llevó a la calle, de juerga, a hacer quién sabe qué diabluras. Desde entonces, Leo no sabe divertirse si no es con Gregorio y sus amigos. Ya no le gustan los tebeos de las aventuras de Felipe Muro, El Hombre-Ladrillo, que Joseluís el chófer se empeña en leerle. De una forma u otra, el muchachote ha aprendido a decir la palabra«chorradas»y la emplea constantemente para rechazar las que hasta entonces fueron sus lecturas preferidas.

— ¡Mabuloooooooo! ¡Gorigorio!

Ante el Grimorio Satánico, mientras trataba de dar con la fórmula mágica adecuada, Caín Frutales sacudía la cabeza, se hundía los tapones de cera en los oídos hasta que llegaban casi al centro de su cerebro y, por fin, pegaba manotazos en la mesa para manifestar su exasperación.

No podía, no podía, no podía concentrarse.

Y no puede ahora, no puede, no puede concentrarse en la carta de las Ediciones Entrambasaguas. Porque ya ha visto que en ella constan las palabras«Lamentamos», y«No es posible», y eso significa que no le conceden lo que pide y Caín Frutales no ha aceptado jamás un no por respuesta.

Eran los gritos de su hijo lo que le impedía interpretar correctamente el texto del Grimorio Satánico, y eran los nervios de saberse tan cerca de su objetivo, pero también era el miedo. Tenía que reconocerlo. Sabía que ese mamotreto, que ahora reposa en la biblioteca entre otros libros, está envuelto en una leyenda terrorífica y pensaba que, al utilizarlo, podía atraer sobre sí todas las iras del infierno. Se decía qué no le importaba, que por la salud de su hijo estaba dispuesto a cualquier sacrificio, pero su resolución no conseguía ahuyentar el espanto que lo trastornaba.

A raíz del robo del Museo del Diablo, varias radios de difusión nacional entrevistaron al tal Conrado Arlanzón, a quien la Editorial Entrambasaguas había encargado la tarea de traducir el Grimorio Satánico. El traductor, latinista y catedrático de universidad, contaba que éste era el único libro de magia manifiestamente herético y blasfemo desde las primeras páginas. En él se invoca, no al diablo masculino, sino a diosas muy antiguas y perversas, antecesoras de las brujas, lo que hace pensar que data de mucho antes del siglo XII. Por lo visto, desde sus primeras líneas queda establecido que quien las lea está haciendo un pacto irrevocable con el Mal Absoluto. Sólo se imprimieron quinientos ejemplares de esta obra y, según consta en los anales de la Inquisición, todos fueron quemados... excepto éste, que apareció en no se sabe qué biblioteca de Córdoba. Éste que Caín Frutales tiene en estos momentos en su biblioteca.

— ¡Mabuloooooooo!

Los gritos de Leonardo, los nervios, el miedo... Pero hubo otro motivo para la irritación creciente que atenazaba a don Caín durante estos meses, el motivo que le llevó a desterrar el grimorio a la biblioteca.

Y era que no entendía ni papa de lo que se le ofrecía a la vista. Mientras esperaba que le entregaran el codiciado grimorio, Caín Frutales estudió unos cuantos cursos de latín por correspondencia, para poder interpretar el texto demoníaco llegado el caso. Una vez abierto el libro, sin embargo, se encontró ante una serie de palotes retorcidos que asemejaban un alfabeto marciano. Probó a encontrarles significados de todas formas: dándole la vuelta al volumen, ampliando las dioptrías de sus gafas de cerca, poniendo el libro ante un espejo... Pero aquello no había quien lo entendiera.

¿Cómo podía firmar ningún pacto con nadie si ni siquiera sabía dónde estaba la línea de puntos donde debía estampar su nombre?

Si habéis visto alguna vez un códice medieval, entenderéis el problema con que se enfrentaba el pobre hombre. Se diría que los monjes que copiaron el texto en un monasterio eran perfectos analfabetos que no sabían distinguir la ele de la o y que, para hacer más llevadero su duro trabajo, bebían litros y litros de vinos y licores. Realizaban dibujitos preciosos (en este caso, espantosos), miniaturas detalladas y de muchos colorines, pero en el apartado letras cabe afirmar que no eran ninguna maravilla.

— ¿Qué demonios pone aquí? —aullaba don Caín, engarfiando los dedos y levantándolos hacia el techo.

— ¡Mabuloooooooooo!

— ¡... Y sólo falta ese chico pegando voces!

Hasta aquel día glorioso en que Caín Frutales estaba trasegando un poco de whisky en un intento de ponerse en las mismas condiciones mentales que los monjes de su imaginación y, entonces, dio con la solución de su problema.

Aquel traductor llegó a entender el texto, llegó incluso a traducirlo. ¿Cómo se llamaba? Conrado Arlanzón. El tío que hablaba por la radio. Dijo que había tenido que abandonar la traducción porque notó cómo la maldición lo iba acorralando. ¡O sea, que existía una traducción inteligible de aquel galimatías!

Incrustó el grimorio en la biblioteca, entre otros libros valiosos, y escribió al señor Arlanzón una misiva en la que ofrecía una cantidad de dinero exorbitante por la traducción del texto abominable.

«... Le desaconsejo que se aproxime usted a nada que tenga que ver con esa obra infernal», le respondió el traductor a vuelta de correo.«Debo decirle que, mientras estaba trabajando en aquella traducción, experimenté una especie de posesión infernal. Se me agrió el humor, me volví intolerante y amargado, pegué a mi mujer y a mis hijos, sufría de insomnio. Y, un buen día, entregué a la editorial los sesenta folios que había traducido y traté de olvidarme de ellos. Como le recomiendo que haga usted de inmediato. Por lo demás, como le digo, me resulta imposible satisfacer su ruego porque esa traducción ya no obra en mi poder, sino que se encuentra en la caja fuerte de la Editorial Entrambasaguas y espero que allí la vaya consumiendo el olvido».

Por eso escribió Caín Frutales a la Editorial y por eso se desespera ahora, cuando los editores le dicen que nanay con buenas palabras.

 

«... No tenemos la traducción que dice haber efectuado Conrado Arlanzón del Grimorio Satánico, puesto que ni él nos la entregó ni nosotros pagamos por ella. No es cierto que repose bajo llave en nuestra caja fuerte, sino que debe de estar criando polvo en algún cajón del cuchitril donde vive ese mangante...».

 

— ¡Mabuloooooooooo!

— ¡Que te calles, leche!

Los ojillos inquietos de Caín Frutales, vivaces como insectos venenosos, buscan alguna solución por los rincones. Sus pupilas penetrantes bailotean frenéticas mientras aprieta los dientes. Sólo le falta gruñir sordamente para parecerse a un perro a punto de atacar.

Y es que está a punto de atacar.

Caín Frutales ya sabe qué hacer. Una expresión de resolución casi demente delata sus perversos pensamientos.

Y, entonces, la solución irrumpe inesperadamente en la habitación por la ventana.

Es un hombre con una pistola.

— ¡Levante las manos, señor Frutales! —dice.

— ¡Hombre, señor Céspedes! —le responde el señor Frutales sin levantar las manos—. ¡Con usted quería yo hablar!

3

El hombre que acaba de entrar en el gran salón de la dehesa no se llama Valentín Condal, pero él dice que sí porque es un estafador y los estafadores siempre van por la vida con nombres falsos.

No obstante, a pesar de su condición de estafador confeso, hace tiempo que se ganó honradamente cien millones de pesetas. Bueno, en realidad, no está seguro de que fuera tan honradamente. Le cuesta pensar que cien millones se puedan ganar honradamente, así, de golpe, con el mínimo esfuerzo. Pero lo cierto es que aquel hombre cabezón de la barbita le ofreció cien quilos por el Grimonio Satánico, y él tenía el Grimorio Satánico en su poder y, en un cementerio, de noche, rodeados de fenómenos paranormales y muertos vivientes, le entregó el libro en cuestión y el otro le entregó la bolsa que debía contener el dinero prometido. Es verdad que Valentín Condal no creía que aquel libraco valiera tanta pasta; es verdad que, en el fondo, pensaba que el pobre cabezón estaba dando la mitad de su reino a cambio de nada pero, bien mirado, el estafador, por una vez, no engañaba. El libro era el Grimorio Satánico que el otro buscaba y él, Valentín, se lo entregaba intacto. O sea que era una transacción comercial impecable.

Es verdad también que Valentín, una vez el dinero en su poder, se largó con viento fresco en lugar de repartirlo con sus socios y cómplices, pero eso no tenía nada que ver. El trato con don Caín Frutales había sido limpio y él se fue por la carretera de Salamanca silbando una alegre canción y recreando en su mente imágenes de playas caribeñas, lujo asiático y hermosas mulatas.

Entonces, se detuvo en una gasolinera, abrió la bolsa de seda negra y, en lugar del montón de billetes de banco que esperaba acariciar, se encontró hojeando una serie de revistas atrasadas.

Le habían timado.

¡A él!

El estafador estafado.

De buena gana, se hubiera subido al techo del coche y hubiera saltado sobre él, pataleando, hasta convertirlo en chatarra. De buena gana, se hubiera puesto a aullar a la luna como un lobo. De buena gana, se hubiera echado a llorar desconsoladamente sobre el hombro del primero que pasara.

En lugar de eso, repasó en voz alta, en voz muy alta, todos los tacos, palabrotas, juramentos, exclamaciones, exabruptos, maldiciones, blasfemias y pestes que constaban en su vocabulario y, una vez desahogado, se resignó a encajar el golpe, revestido de su armadura de buen perdedor. Se dijo que no siempre se puede ganar, montó en el coche y siguió su marcha.

Pero, providencialmente, unos quilómetros más allá, el coche se averió.

Hizo pof-pof-pof y se detuvo.

Valentín Condal estuvo a punto de interpretar aquella avería como una premonición.

Telefoneó a un taller y le dijeron que le enviaban una grúa. Llegó la grúa y el empleado, mientras enganchaba el cable a la delantera del coche y lo levantaba del suelo, le notificó que lo llevaría de vuelta a Zamora.

— ¿A Zamora? Pero yo voy a Salamanca —protestó Valentín Condal, desconcertado.

— Sí, pero la grúa pertenece a un taller de Zamora y yo voy para allí porque vivo allí y porque a mi esposa y a mis hijos les gusta que cenemos juntos.

Entonces sí, Valentín Condal decidió que aquello era una señal del destino. Había estado a punto de hacerse con una gran fortuna y no podía prescindir de ella alegremente. Volvería a Zamora y se quedaría en Zamora hasta que recuperase el dinero que ya consideraba de su propiedad.

Mientras viajaba junto al mecánico dicharachero, procedió a elaborar un plan de ataque. O, mejor, de contraataque.

Una vez instalado en una discreta pensión de Zamora, se disfrazó dejando que le creciera la barba y tiñéndosela luego, igual que el cabello, de un color naranja chillón, añadiendo a su rostro unas espantosas gafas de montura gruesa y negra como un antifaz y, con un traje color tabaco rubio y una camisa amarilla (¡él, que siempre vestía de negro!), se vio con ánimos de salir a la luz pública sin que nadie le reconociera. Se había hecho bastantes enemigos por allí como para necesitar el anonimato antes de arriesgarse a un garbeo por Santa Clara.

Preguntando a unos y a otros, logró averiguar que el señor Caín Frutales posee una dehesa próxima a la carretera que lleva a Salamanca.

En un bazar que hay en la calle Santa Clara, muy cerca de la plaza Sagasta, consiguió una réplica exacta de una pistola Desert Eagle Magnum 357, tamaño natural. Cuando le comentó a la dependienta que con aquello se podría atracar un banco, ella le hizo notar (sonriendo con suficiencia ante un cliente tan ingenuo) que cualquiera se daría cuenta de que aquello era un juguete. Sólo había que fijarse en el color, que en la pistola auténtica no era negro sino azul marino metalizado; en que el dibujo de la culata, en el juguete, era un payasito sonriente; y en que el artefacto que Valentín tenía en las manos no llegaba a pesar un quilo cuando la pistola de verdad pesaba 1.766 gramos.

Valentín Condal (que ha decidido dejar de llamarse Valentín Condal para adoptar un nombre más acorde con su nuevo disfraz) se metió el juguete en el bolsillo pensando que, de todas formas, si un policía le encontraba con aquello en la mano, fácilmente le dispararía con su arma reglamentaria antes de preguntar.

Esta mañana, al fin, ha decidido dar el golpe. Ha llegado hasta el linde de la dehesa de Frutales, ha aparcado el coche bajo un frondoso y añejo roble y ha pasado bajo los alambres electrificados que delimitan la propiedad privada procurando no electrocutarse con ellos.

Ha corrido campo a través, sintiéndose como el muletilla furtivo que busca reses bravas para darles unos capotazos antes de lanzarse como espontáneo a la plaza. Los toros quedaban lejos y estaban entretenidos contemplando a un par de vacas que pastaban en las proximidades, coqueteando descaradamente con ellos.

Agazapado como Rambo en territorio vietnamita, ha llegado al edificio principal y ha pegado la espalda a la pared donde no daba el sol. Ha rodeado la casa. En el interior, se escuchaba un extraño alarido ininteligible. Una voz agrietada que sonaba algo así como«¡Mabuloooo!». No le ha prestado la menor atención. Haatisbado por una ventana y ha visto en el interior a Caín Frutales haciendo aspavientos de exasperación ante un facistol donde reposa un libro grueso y fácilmente identificable. El Grimorio Satánico.

Hace calor y por eso está la ventana abierta.

A Valentín Condal le basta empujar las vidrieras, saltar al repecho y dar otro salto para estar en el interior.

— ¡Levante las manos, señor Frutales! —ordena.

— ¡Hombre, señor Céspedes! —reacciona Frutales de forma sorprendente—. ¡Con usted quería yo hablar!

Valentín se queda sin habla. Sobre todo porque aquel hombre, que parecía desprevenido y concentrado en sus cosas, lo ha reconocido a pesar del cabello y las barbas anaranjados y de las gafas de pasta negra. Pero es que, además, lo ha llamado por su auténtico nombre, Céspedes, Valeriano Céspedes, ¿cómo ha podido averiguarlo?

Otra causa de que se quede sin habla es el golpe que recibe por la espalda y que lo proyecta de bruces contra la mesa.

Joseluís, el abnegado chófer de la casa, hace rato que le ha visto llegar agazapado como quien juega a los comandos. Lo ha dejado pasar, se ha puesto a su espalda y, cuando el invasor ya se creía dueño de la situación, lo ha sorprendido golpeándolo entre los hombros, retorciéndole un brazo a la espalda y quitándole la pistola de juguete.

— ¡Suéltalo, suéltalo, Joseluís! —ha exclamado Caín Frutales, que parece muy nervioso—. Los intereses de este señor son los mismos que los nuestros. ¡Lo necesitamos!

— ¿Me necesitan? —se sorprende Valentín Condal (llamémosle así para entendernos), un poco aturdido todavía—. ¿Para qué? ¿Para engañarme de nuevo?

— No. Los dos hemos sido engañados.

— ¡Yo no le engañé! —protesta Valentín Condal—. ¡Le di el libro que usted quería!

— Pero el libro que usted me dio es ilegible, amigo mío. Compruébelo, si quiere.

Caín Frutales, con movimientos sincopados y bruscos, hace girar el atril para que Valentín compruebe que no le miente. Efectivamente, no hay quien entienda aquella serie de palotes retorcidos.

— Eso no es asunto mío. Usted tenía que darme cien millones y me ha dado dieciséis revistas de peluquería usadas.

— ¡Era una broma! —replica el dueño de la casa, jovialmente, al tiempo que le propina una palmada en el hombro al intruso—. Sólo un recurso para volver a verte si te necesitaba. Sabía que volverías a por lo tuyo.

— Y aquí me tiene —dice Valentín, acariciándose el puño derecho y mirando de reojo a Joseluís para dar a entender que, si no estuviera presente el matón, las cosas discurrirían de una forma muy distinta.

— Y puedes contar con cinco millones de pesetas que te voy a dar inmediatamente —Valentín Condal arquea las cejas, pone cara de besugo pescado y deja de acariciarse la mano—. Con ese dinero en el bolsillo, te irás a Barcelona y conseguirás la traducción a castellano legible de este texto maldito.

—¿Quiere decir que con ese dinero pagaré la traducción del grimorio? —Valentín Condal se las da de ingenuo.

— No, no. Quiero decir que, con ese dinero, te alojarás en el mejor hotel y te regalarás con opíparas cenas y con fastuosos espectáculos como los que tienen en la Ciudad Condal. Y, entre cena y espectáculo, te colarás en el domicilio de un tunante llamado Conrado Arlanzón y, de un cajón, extraerás la traducción del texto maldito. Volverás aquí, me la entregarás con tus propias manos y yo, a cambio, te daré los noventa y cinco millones restantes.

Valentín Condal forcejea con su propio asombro pero no consigue librarse de él.

— ¿De verdad? ¿Está hablando en serio?

Antes de terminar de pronunciar la frase, ya tiene la mano llena de billetes de banco.

— Toma —le dice Caín Frutales—. Para que veas que hablo en serio. Quiero esa traducción cuanto antes.

El estafador comprueba que no son billetes falsos, cabecea, echa ojeadas en dirección a Joseluís, en dirección a Frutales y en dirección al Grimorio, en espera de alguna sorpresa, abre la boca y tarda un rato en encontrar las palabras adecuadas.

— La tendrá —dice al fin, con un hilo de voz.

Acto seguido, empieza a planear cómo cometerá el robo.

CAPÍTULO SECUNDO

1

La desgracia amenaza la casa de los Medoy desde el momento en que Alba Terrazas, la secretaria, le anuncia al señor Medoy que don Elpidio quiere verle.

El señor Medoy, padre de nuestro amigo Gregorio, mira a la hermosa Alba por encima de las medias gafas de vista cansada, devuelve su atención a la pantalla del ordenador, escribe algo, teclea la orden para que el documento quede satisfactoriamente archivado, se levanta y, las gafas colgando sobre su pecho como un escapulario, acude al despacho del director general de Porexpanes Zamoranos, S. A., que se encuentra al final del pasillo formado por mesas y mesas idénticas y ordenadores idénticos y empleados idénticos los unos a los otros.