Ayer, nosotros, hoy - Carolina Casado - E-Book

Ayer, nosotros, hoy E-Book

Carolina Casado

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Beschreibung

Scott está en el último año de instituto, pero su cabeza está muy lejos, en la facultad de Bellas Artes de Tennessee; quiere mirar hacia adelante, avanzar, huir de unos padres que siempre están discutiendo y cumplir su sueño de centrarse en su pasión por dibujar. A Max le hubiera encantado parar el tiempo el día que su padre se fue de casa. Desde entonces, vive bajo un cielo de estrellas falsas y sueños rotos. Su único refugio es la guitarra que siempre la acompaña. Scott y Max van a la misma clase, pero jamás han cruzado una sola palabra. Hasta que un trabajo de mitología griega los une irremediablemente. A veces basta con pensar que el amor no es para ti para que te acabe alcanzando… Solo hay un problema: lo único que perdura es lo que hacemos, no lo que sentimos. —Hoy podemos serlo todo —dijo ella, cerrando los ojos. Él también los cerró antes de responder: —Ayer también lo fuimos.

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Ín­di­ce de con­te­ni­do
1. Max
2. Scott
3. Max
4. Scott
5. Max
6. Scott
7. Max
8. Scott
9. Max
10. Scott
11. Max
12. Scott
13. Max
14. Scott
15. Max
16. Scott
17. Max
18. Scott
19. Max
20. Scott
21. Max
22. Scott
23. Max
24. Scott
25. Max
26. Scott
27. Max
28. Scott
29. Max
30. Scott
31. Max
32. Scott
33. Max
34. Scott
35. Max
36. Scott
37. Max
38. Scott
39. Max
40. Scott
41. Max
42. Scott
43. Max
44. Scott
45. Max
46. Scott
47. Max
48. Scott
49. Max
50. Scott
51. Max
52. Scott
53. Max
54. Scott
Epí­lo­go: Scott
Agra­de­ci­mien­tos

«Cual­quier for­ma de re­pro­duc­ción, dis­tri­bu­ción, co­mu­ni­ca­ción pú­bli­ca o trans­for­ma­ción de esta obra solo pue­de ser rea­li­za­da con la au­to­ri­za­ción de sus ti­tu­la­res, sal­vo ex­cep­ción pre­vis­ta por la ley. Di­rí­ja­se a CE­DRO (Cen­tro Es­pa­ñol de De­re­chos Re­pro­grá­fi­cos). Si ne­ce­si­ta fo­to­co­piar o es­ca­near al­gún frag­men­to de esta obra (www.con­li­cen­cia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

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Tí­tu­lo ori­gi­nal: Ayer, no­so­tros, hoy

© 2020 Ca­ro­li­na Ca­sa­do

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Di­se­ño de cu­bier­ta: Eva Ola­ya

Fo­to­gra­fía de cu­bier­ta: Shut­ters­tock

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1.ª edi­ción: mar­zo 2020

De­re­chos ex­clu­si­vos de edi­ción en es­pa­ñol re­ser­va­dos para todo el mun­do:

© 2020: Edi­cio­nes Ver­sá­til S.L.

Av. Dia­go­nal, 601 plan­ta 8

08028 Bar­ce­lo­na

www.ed-ver­sa­til.com

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Nin­gu­na par­te de esta pu­bli­ca­ción, in­clui­do el di­se­ño de la cu­bier­ta, pue­de ser re­pro­du­ci­da, al­ma­ce­na­da o trans­mi­ti­da en ma­ne­ra al­gu­na ni por nin­gún me­dio, ya sea elec­tró­ni­co, quí­mi­co, me­cá­ni­co, óp­ti­co, de gra­ba­ción o fo­to­co­pia, sin au­to­ri­za­ción es­cri­ta del edi­tor.

1. Max

Hace diez años

Los gri­tos eran tan fuer­tes que pa­re­cía que la casa en­te­ra iba a ve­nir­se aba­jo. Max so­llo­za­ba, es­con­di­da bajo el es­cri­to­rio de su ha­bi­ta­ción, mien­tras se ta­pa­ba los oí­dos con sus ma­ni­tas. Alli­son tem­bla­ba a su lado. Era ma­yor y mu­cho más alta. Aun­que se en­co­gie­ra como si qui­sie­ra des­apa­re­cer, ape­nas ca­bían am­bas en ese hue­co. Res­pi­ra­ban el mis­mo aire, el del mie­do. La luz del cuar­to es­ta­ba apa­ga­da y solo los des­te­llos blan­que­ci­nos de la luna a tra­vés de la ven­ta­na les ofre­cían algo de cla­ri­dad, pero Max hu­bie­ra desea­do es­tar cie­ga ante el su­fri­mien­to de su her­ma­na. Alli­son te­nía el ros­tro des­com­pues­to por el te­rror y las ma­nos le tem­bla­ban tan­to que bai­la­ban agó­ni­ca­men­te so­bre su re­ga­zo. Era in­ca­paz de ocul­tar­se tras ellas, y por eso llo­ra­ba de una ma­ne­ra tan des­con­so­la­da, casi como si se es­tu­vie­ra aho­gan­do, así que Max se in­cli­nó ha­cia ella y cu­brió las ore­jas de su her­ma­na. En cuan­to lo hizo, es­cu­chó la atro­na­do­ra voz de su pa­dre:

—¡Para una puta cosa que te pido y ni eso con­si­gues ha­cer bien! ¡No va­les nada! ¡Ni tú, ni ellas!

So­na­ba vio­len­to y lleno de fu­ria, como el mar em­bra­ve­ci­do. Max ce­rró los ojos, pre­gun­tán­do­se qué le ha­bía pa­sa­do a su pa­dre, a su ver­da­de­ro pa­dre, ese que ha­cía unas ho­ras la lle­va­ba en vo­lan­das mien­tras pa­sea­ban por Cen­tral Park y aho­ra gri­ta­ba de una ma­ne­ra tan te­rri­ble. Na­die po­día cam­biar tan­to en tan poco tiem­po, ¿ver­dad? Alli­son en­te­rró la ca­be­za en su hom­bro y Max si­guió pro­te­gién­do­la de la ver­dad con las ma­nos. Lo ha­ría con todo su cuer­po si hi­cie­ra fal­ta. Siem­pre ha­bía es­cu­cha­do que eran los her­ma­nos ma­yo­res los que de­bían de­fen­der a los pe­que­ños, pero Max aca­ba­ba de com­pren­der, a sus ocho años, que los ni­ños tie­nen una for­ta­le­za in­na­ta que se quie­bra cuan­do se ha­cen adul­tos.

—¡Es­toy har­to de esta fa­mi­lia! ¡Es­toy har­to de que seáis tan dé­bi­les!

Su ma­dre tam­bién llo­ra­ba. Max ape­nas oía sus ré­pli­cas, por­que ella ha­bla­ba en un tono tan ba­ji­to que era im­po­si­ble des­ci­frar más de un par de pa­la­bras suel­tas. «Por fa­vor» o «baja la voz» eran las más fre­cuen­tes, pero a su pa­dre eso le traía sin cui­da­do. Se­guía gri­tan­do cada vez más alto, cada vez más fuer­te, y las pa­re­des re­tum­ba­ban jun­to a los la­ti­dos del co­ra­zón de la niña, que pen­sa­ba que iba a sa­lír­se­le del pe­cho.

¿Por qué es­ta­ba tan en­fa­da­do con ellas? ¿Aca­so se po­día de­jar de que­rer a al­guien en unas po­cas ho­ras? ¿Tan cor­to era el amor? Ella siem­pre ha­bía creí­do que el amor que sus pa­dres sen­tían por ella y por su her­ma­na se­ría eterno e in­con­di­cio­nal. Mamá so­lía de­cir que eran sus te­so­ros, y papá res­pon­día en­tre ri­sas que él era el pi­ra­ta que ha­bía na­ve­ga­do por to­dos los océa­nos del mun­do has­ta en­con­trar­las. ¿Se le ha­bía ol­vi­da­do? ¿Ya no eran va­lio­sas?

—¡Eres es­tú­pi­da si crees que voy a que­dar­me en esta casa para aca­bar des­tro­zan­do mi vida como tú! —gri­ta­ba a pleno pul­món. Max es­tre­chó a Alli­son con más fuer­za y apre­tó los pár­pa­dos has­ta con­se­guir ver es­tre­llas—. ¡No os me­re­céis nada mío!

—¡No, Ja­son, las ni­ñas no! —De­ses­pe­ra­da, su ma­dre lan­zó un úl­ti­mo ala­ri­do an­tes de que­brar­se en­tre so­llo­zos. Max sin­tió que se le po­nía la piel de ga­lli­na y oyó a su pa­dre su­bien­do las es­ca­le­ras. El sue­lo se es­tre­me­cía con cada pi­sa­da, y ella con él.

Abrió los ojos.

Alli­son se que­dó lí­vi­da cuan­do vio que su pa­dre se es­ta­ba acer­can­do. La luz del pa­si­llo se en­cen­dió y, como si a ella tam­bién la hu­bie­ra ac­ti­va­do al­gún tipo de in­te­rrup­tor in­terno, gri­tó y sa­lió co­rrien­do del cuar­to de Max. Qui­so ir tras ella, pero es­ta­ba pa­ra­li­za­da. In­ca­paz de ha­cer otra cosa que no fue­ra llo­rar y tem­blar, ob­ser­vó cómo su pa­dre de­ja­ba que Alli­son hu­ye­ra sin mi­rar­la y fue has­ta Max. Se paró fren­te al es­cri­to­rio, con las ma­nos con­ver­ti­das en pu­ños. No ha­bía en­cen­di­do la luz y su si­lue­ta ocul­ta­ba la del pa­si­llo, pero Max alzó la mi­ra­da de sus bo­tas, aún sal­pi­ca­das de ba­rro por su pa­seo, y dis­tin­guió sus ojos, dos za­fi­ros que re­ful­gían a pe­sar de toda esa os­cu­ri­dad. Ella te­nía sus mis­mos ojos; le gus­ta­ba en­con­trar se­me­jan­zas en­tre su pa­dre y ella, aun­que fue­ra en de­ta­lles tan ton­tos. Le ad­mi­ra­ba.

Pero aque­llos ojos azu­les, que siem­pre la ha­bían mi­ra­do con ca­ri­ño y amor, aho­ra no eran más que dos pu­ña­les de odio. Odio y re­pug­nan­cia. Max no re­co­no­cía a su pa­dre. Qui­zá se ha­bía pues­to una más­ca­ra y todo eso no era más que un jue­go. A lo me­jor ve­nía a de­cir­le que ha­bía ga­na­do, que sa­lie­ra de su es­con­di­te y que su pre­mio era una gran tar­ta de chu­ches para ce­nar.

—Ma­xi­ne —pro­nun­ció su nom­bre como si que­ma­ra.

La niña con­tu­vo la res­pi­ra­ción y las lá­gri­mas se con­vir­tie­ron en ríos cuan­do su pa­dre si­guió ha­blan­do. Quie­to y ai­ra­do, como una es­ta­tua de gue­rra. Max supo, con cada pa­la­bra que sa­lía por su boca, que de­bía ta­par­se los oí­dos. Te­nía que pro­te­ger­se, como ha­bía he­cho con Alli­son. Ig­no­rar la reali­dad si ha­cía daño. Solo te­nía ocho años, pero pa­re­cía que a su pa­dre no le im­por­ta­ba. Iba a des­truir­la. Len­ta­men­te, un frío in­ten­so fue su­mien­do su co­ra­zón en un in­vierno que arras­tró de­dos tan fríos como ca­rám­ba­nos por toda su piel. Ja­más ima­gi­nó que las pa­la­bras pu­die­ran do­ler más que un gol­pe.

Pero do­lían. Do­lían mu­cho. Y si­guie­ron do­lien­do aun cuan­do su pa­dre se mar­chó. Si­guie­ron do­lien­do a pe­sar de que su ma­dre la abra­za­ra du­ran­te ho­ras, si­guie­ron do­lien­do aun­que dur­mie­ra jun­to a Alli­son y am­bas se usa­ran de al­moha­da. Si­guie­ron y se­gui­rían do­lien­do como un eco im­bo­rra­ble, una hue­lla que se hun­de en ce­men­to fres­co, un se­cre­to que na­die eli­gió guar­dar.

Y es que, como su­ce­de con las per­so­nas, los se­cre­tos pue­den ter­mi­nar des­tru­yén­do­nos si la úni­ca luz que les ofre­ce­mos es la de nues­tro in­te­rior.

2. Scott

Para Scott solo ha­bía una cosa más pla­cen­te­ra que di­bu­jar: es­ca­par del in­fierno que era su casa.

Como to­das las ma­ña­nas, le des­per­ta­ron los gri­tos. A ojos de sus pa­dres toda ex­cu­sa era bue­na para dis­cu­tir. Que si has ron­ca­do de­ma­sia­do, que si la luz de la lam­pa­ri­ta que usas para leer me mo­les­ta, que si vete a dor­mir al sofá… Las pa­re­des de su casa no eran muy ro­bus­tas y cual­quier rui­do tras­pa­sa­ba el hor­mi­gón como si fue­ra pa­pel. Cuan­do Scott era un niño y las pe­leas se con­vir­tie­ron en ru­ti­na, re­za­ba para te­ner una fa­mi­lia fe­liz, como las de los de­más ni­ños de su co­le­gio. Aho­ra, a sus die­ci­sie­te años, solo desea­ba ter­mi­nar el ins­ti­tu­to y per­der­los de vis­ta para siem­pre.

Ha­cer oí­dos sor­dos al do­lor ajeno era mu­cho más fá­cil que im­pli­car­se.

Scott se le­van­tó de la cama y apa­gó el des­per­ta­dor an­tes de su­mar otro rui­do a la lis­ta. Ta­ra­rean­do una can­cion­ci­lla ale­gre, se puso unos va­que­ros, una ca­mi­se­ta blan­ca y sus de­por­ti­vas fa­vo­ri­tas. Des­pués, co­gió la mo­chi­la y se di­ri­gió al cuar­to de baño. Allí ob­ser­vó su ros­tro como quien aca­ba de ver­se re­fle­ja­do por pri­me­ra vez y le des­agra­da el re­sul­ta­do. Dan­do por im­po­si­bles los dos sur­cos ne­gros que cru­za­ban su cara en for­ma de oje­ras, se cen­tró en re­fres­car los ri­zos para que no pa­re­cie­ra que ha­bía me­ti­do los de­dos en un en­chu­fe. Unos ins­tan­tes de pe­lea des­pués y tras con­se­guir un re­sul­ta­do de­cen­te, se lavó la cara y sa­lió del baño.

Cuan­do Scott en­tró en la co­ci­na, sus pa­dres es­ta­ban dis­cu­tien­do por­que se ha­bían que­ma­do las tos­ta­das. Se lan­zan­ban la cul­pa el uno al otro como si fue­ra un ba­lón de pla­ya. Le de­di­ca­ron una mi­ra­da rá­pi­da. Nada de «bue­nos días, hijo» o «¿qué tal has dor­mi­do?». Scott no se mo­les­tó. Se acer­có al pla­to de la dis­cor­dia y co­gió una tos­ta­da. Las reac­cio­nes no se hi­cie­ron es­pe­rar:

—Yo que tú no me la co­me­ría, Scott. A tu pa­dre no le im­por­ta que­mar la co­mi­da e in­to­xi­car­se con tal de en­gu­llir como un ani­mal, pero nues­tra sa­lud tie­ne que ser lo pri­me­ro. —Cuan­do su ma­dre se sen­tía mo­les­ta por algo se cru­za­ba de bra­zos y mi­ra­ba al ob­je­to de su ira sin par­pa­dear. Sus ojos gri­ses es­ta­ban pues­tos en Al­bert, el pa­dre de Scott.

—No le ha­gas caso —re­pu­so este, con una son­ri­sa que fin­gía cal­ma. Te­nía el pelo cu­bier­to de ca­nas y la piel lle­na de arru­gas por el ta­ba­co, a pe­sar de que solo te­nía cua­ren­ta años—. Es cul­pa de tu ma­dre, que pre­fie­re gas­tar­se el di­ne­ro en ton­te­rías en vez de preo­cu­par­se por com­prar un mal­di­to tos­ta­dor en con­di­cio­nes.

—Es­tán ri­cas —se li­mi­tó a con­tes­tar Scott, dán­do­le un bo­ca­do a la tos­ta­da y son­rien­do des­pués, a pe­sar del re­gus­to amar­go que inun­dó su boca.

Para sus pa­dres Scott era un arma más con la que ata­car al otro. Si­guie­ron dis­cu­tien­do como si nada, así que dejó la tos­ta­da mor­dis­quea­da so­bre la en­ci­me­ra con di­si­mu­lo y, sin des­pe­dir­se, co­gió su cha­que­ta va­que­ra y sa­lió de casa.

Se sin­tió per­so­na de nue­vo cuan­do notó una leve bri­sa aca­ri­cian­do sus me­ji­llas y re­vol­vien­do su ca­be­llo. Man­hat­tan siem­pre ama­ne­cía lle­na de vida. Allí don­de al­can­za­ba su mi­ra­da ha­bía ríos de gen­te ve­la­dos por su ne­ce­si­dad de des­co­ne­xión, una ex­plo­sión de co­lor que el man­to de nu­bes gri­ses que se ha­bía ex­ten­di­do so­bre el cie­lo no po­día apa­gar. El ve­rano es­ta­ba a pun­to de lle­gar a su fin para dar paso a un oto­ño que se pre­sen­ta­ba más gla­ciar y llu­vio­so que de cos­tum­bre.

Res­guar­da­do del frío gra­cias a la in­men­si­dad de los edi­fi­cios que lo ro­dea­ban, Scott echó a an­dar jun­to a la mul­ti­tud. El apar­ta­men­to en el que vi­vía con sus pa­dres es­ta­ba en Mu­rray Hill, un ba­rrio mo­derno de ca­lles ar­bo­la­das y co­mer­cios en cada es­qui­na. Su ins­ti­tu­to que­da­ba a vein­te mi­nu­tos an­dan­do, casi a tiro de pie­dra. Lo cier­to era que te­nía ga­nas de em­pe­zar la se­ma­na. Aquel iba a ser su úl­ti­mo año. Si todo iba bien y sus ca­li­fi­ca­cio­nes no se veían afec­ta­das por un re­pen­tino ata­que de va­gan­cia, po­dría es­tu­diar Be­llas Ar­tes en la Uni­ver­si­dad de Ten­nes­see. Y no ha­bía en el mun­do nada que le hi­cie­ra más ilu­sión.

Sus pen­sa­mien­tos so­bre el fu­tu­ro se vie­ron in­te­rrum­pi­dos cuan­do lle­gó a su des­tino. La fa­mi­liar apa­rien­cia de su ins­ti­tu­to, un edi­fi­cio al­tí­si­mo que te­nía par­te de la pin­tu­ra roja de la fa­cha­da co­rroí­da por la hu­me­dad y el paso del tiem­po, le hizo sen­tir­se como en casa. To­da­vía fal­ta­ban unos mi­nu­tos para el ini­cio de las cla­ses, por eso los es­tu­dian­tes más ma­yo­res le da­ban las úl­ti­mas ca­la­das a sus ci­ga­rri­llos en la pla­zo­le­ta so­bre la que se eri­gía, en la que solo que­da­ban me­sas des­tar­ta­la­das y un par­que in­fan­til aban­do­na­do.

Scott aga­chó la ca­be­za al pa­sar por su lado, aun­que co­no­cía a la ma­yo­ría de los que es­ta­ban fue­ra. Nun­ca ha­bía sido muy so­cia­ble y el am­bien­te que res­pi­ra­ba en casa ha­bía ido mo­de­lan­do su ca­rác­ter has­ta vol­ver­lo so­li­ta­rio y algo aris­co. Le cos­ta­ba con­fiar en los de­más por­que sen­tía que las úni­cas per­so­nas en las que ha­bía con­fia­do al­gu­na vez le ha­bían de­cep­cio­na­do. Y la de­cep­ción era una emo­ción di­fí­cil de ges­tio­nar. Aún ba­ta­lla­ba con­tra ella en oca­sio­nes, pero casi siem­pre so­lía al­zar la ban­de­ra blan­ca en cuan­to sen­tía que lo to­ca­ba con sus do­lo­ro­sos de­dos. Eso le lle­vó a ais­lar­se de todo y de to­dos, a pre­fe­rir pa­sar sus días solo o en com­pa­ñía de sus lá­pi­ces de co­lo­res. O jun­to a Par­ker, por su­pues­to.

Par­ker era el úni­co ami­go de la in­fan­cia que le que­da­ba. Su me­jor ami­go, aun­que no se lo di­je­ra muy a me­nu­do. Iban al mis­mo ins­ti­tu­to des­de que eran unos críos y se ha­bían vuel­to in­se­pa­ra­bles tras jun­tar­se en los re­creos para in­ter­cam­biar ta­zos de Po­ké­mon. Eran casi una co­pia del otro: les gus­ta­ba di­bu­jar (aun­que ob­je­ti­va­men­te Scott era más dies­tro con el pin­cel) y les apa­sio­na­ba lo fri­ki (aun­que Par­ker hu­bie­ra tras­pa­sa­do los lí­mi­tes de la ob­se­sión ha­cía tiem­po y Scott a ra­tos aca­ba­ra pa­san­do ver­güen­za). Úl­ti­ma­men­te, la ado­les­cen­cia ha­bía gol­pea­do a su ami­go con fuer­za y lo ha­bía con­ver­ti­do en un re­vol­ti­jo de hor­mo­nas y bro­mas se­xua­les di­fí­cil de ma­ne­jar. Pero aun así, lo ado­ra­ba.

Al atra­ve­sar las puer­tas del ins­ti­tu­to, un to­rren­te de ca­lor abo­fe­teó su ros­tro. Es­qui­van­do a com­pa­ñe­ros por los pa­si­llos, se di­ri­gió a su ta­qui­lla. Al­guien ha­bía arran­ca­do la pe­ga­ti­na de «¡Or­gu­llo fri­ki!» que Par­ker le ha­bía re­ga­la­do para ce­le­brar el co­mien­zo de su úl­ti­mo año. Los di­bu­jos im­pre­sos de Bat­man, L, Rai­den y de­más per­so­na­jes de fic­ción se veían muy so­li­ta­rios aho­ra. Scott apre­tu­jó las pe­ga­ti­nas en la ta­qui­lla mien­tras com­pro­ba­ba su ho­ra­rio. To­da­vía no se lo ha­bía apren­di­do. Nor­mal, solo lle­va­ban dos se­ma­nas de cla­se.

—«Fi­lo­so­fía. Aula 21» —leyó, sol­tan­do una pe­que­ña risa de fe­li­ci­dad.

Fi­lo­so­fía era su asig­na­tu­ra fa­vo­ri­ta. Le apa­sio­na­ba des­cu­brir el pa­sa­do so­bre el que se cons­truía ese pre­sen­te en el que se po­sa­ban sus pies, ha­llar las ra­zo­nes que ex­pli­ca­ban la mo­ral de cada per­so­na, por qué ac­tua­ban de una ma­ne­ra y no de otra. Con ener­gías re­no­va­das, Scott subió a la se­gun­da plan­ta y en­tró en cla­se sin mo­les­tar­se en com­pro­bar que Par­ker es­tu­vie­ra allí. Su ami­go y él te­nían ho­ra­rios dis­tin­tos ese cur­so. A fal­ta de cin­co mi­nu­tos para el co­mien­zo, el aula es­ta­ba prác­ti­ca­men­te va­cía.

Se sen­tó en pri­me­ra fila tras qui­tar­se la cha­que­ta. Sacó uno de sus cua­der­nos de di­bu­jo y lo abrió, apo­yán­do­lo so­bre la ma­de­ra. El olor a nue­vo que re­zu­ma­ban sus ho­jas le hizo ce­rrar los ojos. Le en­can­ta­ba per­der­se en ese aro­ma que tan­to re­la­cio­na­ba con un lien­zo en blan­co es­pe­ran­do su mano para lle­nar­se de co­lor. Re­sis­tió la ten­ta­ción de hun­dir la na­riz en el cua­derno y re­bus­có en la mo­chi­la has­ta dar con el es­tu­che. Co­gió un lá­piz de mina fina y lo apo­yó so­bre el pa­pel, mal­di­cien­do la cos­tum­bre tan ton­ta que te­nía de mor­der la pun­ta.

Sin de­te­ner­se a pen­sar de­ma­sia­do, des­li­zó el lá­piz so­bre la hoja. Nun­ca sa­bía cómo iba a aca­bar un di­bu­jo cuan­do lo em­pe­za­ba. Los me­jo­res na­cían de sus de­dos cuan­do no se es­for­za­ba en ima­gi­nar nada en con­cre­to, cuan­do se li­mi­ta­ba a de­co­rar el pa­pel. El gra­fi­to crea­ba lí­neas tan re­gu­la­res y per­fec­tas como la ar­qui­tec­tu­ra que man­te­nía en pie a un ras­ca­cie­los, y Scott no­ta­ba cómo su es­tó­ma­go se en­co­gía al mi­rar­lo. Como si es­tu­vie­ra ca­mi­nan­do de ver­dad en­tre las al­tu­ras. Así se sen­tía cuan­do di­bu­ja­ba. Era la úni­ca ma­ne­ra que ha­bía ha­lla­do de ex­pre­sar­se, de en­con­trar algo más puro que las pa­la­bras para ex­pli­car lo que anida­ba en su co­ra­zón, aque­llo que ni si­quie­ra él ha­bía lo­gra­do des­cu­brir.

Casi sin dar­se cuen­ta ha­bía tra­za­do su ros­tro en el pa­pel, el re­fle­jo que le ha­bía de­vuel­to el es­pe­jo aque­lla ma­ña­na. Scott ob­ser­vó el di­bu­jo con ojo crí­ti­co. «Mis la­bios no son tan grue­sos», re­fle­xio­nó, arran­can­do el fo­lio para acer­cár­se­lo a la cara. «Tam­po­co ten­go los pó­mu­los tan mar­ca­dos, ni si­quie­ra ten­go una bar­bi­lla pro­nun­cia­da. Me­nu­da ba­su­ra».

Sí, así de exi­gen­te era.

Arru­gó la hoja de pa­pel y se le­van­tó para arro­jar­la a la pa­pe­le­ra. Nada más vol­ver a sen­tar­se, el pro­fe­sor Tay­lor en­tró en cla­se y se di­ri­gió al es­tra­do con su ha­bi­tual son­ri­sa. Scott se apre­su­ró a guar­dar su cua­derno y sa­car el li­bro de Fi­lo­so­fía. Mien­tras tan­to, el aula se lle­na­ba con la len­ti­tud pro­pia de aque­llos que se com­por­tan como si les es­tu­vie­ran di­ri­gien­do al más te­rri­ble de los des­ti­nos. Scott no los en­ten­día; ado­ra­ba a ese hom­bre. No solo por su as­pec­to cán­di­do y la cer­ca­nía que mos­tra­ba con sus alum­nos, sino por la ma­ne­ra en la que ex­pli­ca­ba las lec­cio­nes: im­preg­na­ba cada pa­la­bra de pa­sión, vi­vía en las his­to­rias que con­ta­ba aun­que nun­ca las hu­bie­ra ex­pe­ri­men­ta­do. Era im­po­si­ble abu­rrir­se con él, aun­que re­ci­ta­ra cada dos por tres el dis­cur­so de Bo­na­par­te cuan­do le nom­bra­ron cón­sul. Se­gún él, era un arma muy mo­ti­van­te para las men­tes en for­ma­ción de los alum­nos.

—¡Bue­nos días, que­ri­das y que­ri­dos míos! ¿Te­néis ga­nas de des­cu­brir los mis­te­rios de la An­ti­gua Gre­cia? Si no me equi­vo­co, es nues­tra nue­va lec­ción —ex­cla­mó, sen­tán­do­se so­bre el es­cri­to­rio y mi­ran­do el ros­tro de to­dos ellos. Se aca­ri­cia­ba la po­bla­da bar­ba con una mano mien­tras que con la otra su­je­ta­ba un pe­da­zo de tiza, ha­cién­do­lo os­ci­lar en­tre sus de­dos. Scott fue el úni­co que se atre­vió a de­vol­ver­le la son­ri­sa y a asen­tir, lo que le va­lió un gui­ño agra­de­ci­do por par­te del pro­fe­sor—. Per­fec­to, ¡em­pe­ce­mos!

Du­ran­te la si­guien­te hora, Scott aten­dió a las pa­la­bras de aquel hom­bre sin per­der de­ta­lle. Ape­nas apar­ta­ba la vis­ta de la pi­za­rra mien­tras to­ma­ba apun­tes como un loco, ima­gi­nan­do po­si­bles pai­sa­jes y es­ce­nas que di­bu­jar en el des­can­so con todo lo que es­ta­ba re­la­tan­do. Se su­mer­gió tan­to en la fi­lo­so­fía pre­so­crá­ti­ca que ape­nas se per­ca­tó de que el tim­bre que se­ña­la­ba el fi­nal de la cla­se ha­bía co­men­za­do a so­nar.

—¡Tran­qui­los, fie­ras! Ya sé que os mo­rís de ga­nas de sa­lir, pero an­tes debo co­mu­ni­ca­ros algo. —El pro­fe­sor abrió su ma­le­tín y sacó una hoja, cap­tan­do su in­te­rés—. Como sa­brán to­dos aque­llos que me han es­ta­do pres­tan­do aten­ción, esto es lo úni­co que he po­di­do con­ta­ros so­bre Gre­cia por­que ten­go que se­guir con el te­ma­rio. Pero mu­chas co­sas se han que­da­do en el tin­te­ro, lo que tam­bién in­clu­ye la mi­to­lo­gía. Por eso mis­mo, quie­ro que seáis vo­so­tros mis­mos los que le de­di­quéis más tiem­po. Voy a di­vi­di­ros en pa­re­jas, apro­ve­chan­do que sois pa­res, y ten­dréis que pre­pa­rar para el fi­nal de este tri­mes­tre una his­to­ria que pro­ce­da de la mi­to­lo­gía grie­ga. No im­por­ta de qué mito se tra­te o la for­ma en la que que­ráis pre­sen­tar­lo. Pero sed ori­gi­na­les, por­que vues­tra nota fi­nal de­pen­de­rá casi por com­ple­to de este tra­ba­jo.

Un mur­mu­llo de sor­pre­sa sur­gió en­tre los pu­pi­tres. Scott apo­yó los co­dos en la mesa, mal­di­cien­do su mala suer­te. La mi­to­lo­gía grie­ga era uno de sus te­mas fa­vo­ri­tos. Se con­si­de­ra­ba un ex­per­to en todo lo que ata­ñe­ra a dio­ses an­ti­guos, mons­truos de nu­me­ro­sas ca­be­zas y cas­ti­gos di­vi­nos. Po­dría lu­cir­se con aquel tra­ba­jo… si lo hi­cie­ra solo. No te­nía re­la­ción con na­die de esa cla­se. Mal­di­to Par­ker. ¿Por qué ha­bía es­co­gi­do Tec­no­lo­gía en vez de Fi­lo­so­fía?

—Un poco de cal­ma, voy a leer vues­tros nom­bres por or­den al­fa­bé­ti­co. En fun­ción de vues­tro ape­lli­do os to­ca­rá un com­pa­ñe­ro o com­pa­ñe­ra dis­tin­tos. ¡Em­pie­zo! —pro­cla­mó el pro­fe­sor Tay­lor.

Scott aguar­dó pa­cien­te­men­te a que lle­ga­ra su turno. Se ape­lli­da­ba Wil­son, por lo que su nom­bre se­ría uno de los úl­ti­mos en sa­lir. Mo­vien­do la pier­na con ner­vio­sis­mo, vio cómo al­gu­nos de sus com­pa­ñe­ros son­reían y mos­tra­ban su ale­gría cuan­do oían su nom­bre jun­to al de al­gún ami­go. Scott re­so­pló en voz baja mien­tras re­za­ba para que los cálcu­los del pro­fe­sor fue­ran erró­neos, el nú­me­ro de alum­nos im­par, y pu­die­ra ha­cer el tra­ba­jo en so­li­ta­rio.

—… y, por úl­ti­mo… —oyó de­cir—, Ma­xi­ne Wa­lla­ce y Scott Wil­son. Re­cor­dad, te­néis tres me­ses para pre­pa­rar el tra­ba­jo. ¡Pero no os dur­máis en los lau­re­les! —Se des­pi­dió, re­co­gien­do su ma­le­tín y ha­cien­do una có­mi­ca re­ve­ren­cia—. Bue­nos días.

¿Ma­xi­ne Wa­lla­ce? Aquel nom­bre no le de­cía nada. Scott giró la ca­be­za para ob­ser­var el aula, pero no te­nía ni idea de quién po­día ser Ma­xi­ne. To­dos sus com­pa­ñe­ros es­ta­ban sa­lien­do de cla­se, lo que que­ría de­cir dos co­sas: o bien a Ma­xi­ne le im­por­ta­ba poco sa­ber quién era su com­pa­ñe­ro, o bien no es­ta­ba allí. Scott re­co­gió sus co­sas y se acer­có a la mesa del pro­fe­sor, que to­da­vía no ha­bía sa­li­do del aula. Tra­gó sa­li­va.

—Dis­cul­pe, pro­fe­sor Tay­lor —mur­mu­ró con ti­mi­dez. El hom­bre le son­rió con ama­bi­li­dad y asin­tió con la ca­be­za, ani­mán­do­le a con­ti­nuar—, me pre­gun­ta­ba si po­dría de­cir­me quién es Ma­xi­ne Wa­lla­ce.

—Sien­to de­cir­te que Ma­xi­ne no ha ve­ni­do a cla­se hoy. La ver­dad es que ya ha fal­ta­do va­rios días, su­pon­go que es­ta­rá en­fer­ma —re­fle­xio­nó, en­ca­mi­nán­do­se fue­ra de la cla­se y pal­meán­do­le el hom­bro al pa­sar por su lado—. No tar­des en po­ner­te con este tra­ba­jo, jo­ven­ci­to. Casi toda tu nota de­pen­de­rá de ello.

El tim­bre vol­vió a so­nar y Scott sa­lió co­rrien­do para no lle­gar tar­de a Ma­te­má­ti­cas, aun­que los nú­me­ros que­da­ban muy le­jos de su men­te en aquel mo­men­to. Pen­sar en mi­tos y mons­truos ha­bía lle­na­do su ca­be­za de fan­ta­sio­sas imá­ge­nes que se sen­tía obli­ga­do a plas­mar en al­gu­na par­te, lo que in­cluía los már­ge­nes de su li­bro de tex­to. Lo lle­nó de mi­no­tau­ros, si­re­nas y gri­fos, y lo mis­mo se de­di­có a ha­cer el res­to de las cla­ses, in­clu­so en el des­can­so. Lo ayu­da­ba a de­jar de pen­sar en esa tal Ma­xi­ne, en si se­ría una bue­na es­tu­dian­te, si se en­ten­de­rían y ha­rían un tra­ba­jo que de­ja­ra al pro­fe­sor con la boca abier­ta o una au­tén­ti­ca cha­pu­za.

Ne­ce­si­ta­ba sa­car bue­na nota. Ne­ce­si­ta­ba sa­lir de ese apar­ta­men­to.

Vol­vió a so­nar el tim­bre. Hora de co­mer. Par­ker lo es­pe­ra­ba a la en­tra­da del co­me­dor. Se sa­lu­da­ron con un abra­zo y cru­za­ron las puer­tas dis­pues­tos, como siem­pre, a pe­lear por las pa­ta­tas.

—¿Qué tal, Par­ker?

—Muy bien, tío. ¿Sa­bes lo que hice este fin de se­ma­na?

—¿Que­dar con una chi­ca? —pre­gun­tó Scott sin in­te­rés, po­nién­do­se a la cola del mos­tra­dor y es­ti­ran­do la ca­be­za para ver si de se­gun­do ha­bía mus­li­tos de po­llo.

—¡Casi!

—¿Cómo que casi?

—Le dije a Jes­si­ca, la de se­gun­do, si le ape­te­cía sa­lir con­mi­go. Sa­bes quién es Jes­si­ca, ¿ver­dad? La ani­ma­do­ra, la que siem­pre lle­va el pelo re­co­gi­do en una co­le­ta y tie­ne unas te­tas que…

—Sé quién es, Par­ker, no hace fal­ta que me des de­ta­lles de su anato­mía —le in­te­rrum­pió Scott, mal­hu­mo­ra­do por la gru­mo­sa pas­ta ver­de que le ha­bían pues­to en la ban­de­ja y que los co­ci­ne­ros pre­ten­dían ha­cer pa­sar por puré de ver­du­ras. Ya no que­da­ban pa­ta­tas fri­tas.

—Bueno, pues le pedí sa­lir a Jes­si­ca. ¿Y sa­bes qué me dijo?

Scott fin­gió pen­sar­lo.

—Te dijo… que no.

—¿Cómo lo has adi­vi­na­do?

Par­ker pa­re­cía sor­pren­di­do de ver­dad y Scott no pudo con­te­ner la risa. Su ami­go no era feo, aun­que tam­po­co po­día de­cir­se que po­se­ye­ra una be­lle­za ca­nó­ni­ca, ese tipo de be­lle­za que Scott ja­más po­dría plas­mar so­bre el pa­pel por­que la per­fec­ción no es­ta­ba al al­can­ce de cual­quie­ra. Par­ker te­nía el ros­tro re­don­dea­do y sal­pi­ca­do por al­gu­nos gra­nos. Sus ojos eran os­cu­ros y siem­pre lle­va­ba el pelo cor­ta­do a lo ta­zón, lo que le ha­cía pa­re­cer más ba­ji­to de lo que en reali­dad era. Ves­tir con las mis­mas ca­mi­se­tas fri­kis cada día no ayu­da­ba a au­men­tar su atrac­ti­vo en­tre las mu­je­res, por mu­cho que se es­for­za­ra.

—In­tui­ción —ter­mi­nó res­pon­dien­do. Co­gió su co­mi­da y se di­ri­gió a la pri­me­ra mesa va­cía que vio. Par­ker iba tras él.

—Jes­si­ca es gua­pa, pero Sandy es me­jor.

—¿Esa no es la ca­pi­ta­na de las ani­ma­do­ras?

—Apun­ta alto o no apun­tes nun­ca, Scott —le acon­se­jó Par­ker, atra­gan­tán­do­se con el agua. Iba tan ace­le­ra­do siem­pre…—. ¿No­ve­da­des a la vis­ta?

—Ten­go que ha­cer un tra­ba­jo de Fi­lo­so­fía so­bre…

—Fre­na. —Par­ker alzó los bra­zos. Su cara se­guía un poco roja—. Te he pre­gun­ta­do por no­ve­da­des in­tere­san­tes, Scott. Ob­via­men­te me re­fie­ro a mu­je­res.

—Eres muy mo­no­te­má­ti­co.

—Soy un ado­les­cen­te que no ha te­ni­do no­via en su vida. Es nor­mal que siem­pre pien­se en chi­cas.

—Yo tam­po­co he te­ni­do no­via nun­ca y no es algo que me preo­cu­pe.

Scott es­ta­ba sien­do sin­ce­ro a me­dias. El amor nun­ca ha­bía sido su prin­ci­pal preo­cu­pa­ción, pero so­lía re­vo­lo­tear en su ca­be­za cuan­do bus­ca­ba ins­pi­ra­ción en la pin­tu­ra sim­bo­lis­ta o veía una de­cla­ra­ción ro­mán­ti­ca en una fa­cha­da. Le cos­ta­ba en­ten­der el amor, qui­zás por­que nun­ca se ha­bía enamo­ra­do. Ha­bía leí­do en blogs de ar­tis­tas que ha­bía cier­tos sen­ti­mien­tos que no po­días en­ten­der ni plas­mar has­ta que los vi­vías. El chi­co te­mía que tu­vie­ran ra­zón.

—Pero es que tú no eres nor­mal, Scott —re­pli­có Par­ker, sin de­jar de mas­ti­car en nin­gún mo­men­to—. Tie­nes que fi­jar­te más en mí.

Par­ker se se­ña­ló a sí mis­mo. Lle­va­ba pues­ta una ca­mi­se­ta de Na­ru­to y el bra­za­le­te del Rey Es­cor­pión, el vi­llano de una de las pe­lí­cu­las de La mo­mia.

—No sé cómo no tie­nes a to­das las chi­cas de­trás —sol­tó. So­na­ba en­tre ma­li­cio­so y di­ver­ti­do.

—Es cues­tión de tiem­po que des­cu­bran que los mus­cu­li­tos no tie­nen tema de con­ver­sa­ción. Yo soy mu­cho más in­tere­san­te.

—En eso te doy la ra­zón. Y aho­ra, si no te im­por­ta, ¿pue­des de­jar que te cuen­te mis no­ve­da­des?

—Si in­sis­tes… —Par­ker puso los ojos en blan­co y em­pu­jó su ban­de­ja a un lado. Es­ta­ba va­cía.

—Ten­go que ha­cer un tra­ba­jo de Fi­lo­so­fía con una com­pa­ñe­ra de cla­se, Ma­xi­ne Wa­lla­ce. Por ca­sua­li­dad, ¿no sa­brás quién es?

—¿Ma­xi­ne? Ni idea, tío. En el equi­po de ani­ma­do­ras no está, te lo pue­do ase­gu­rar. ¿Has bus­ca­do en Ins­ta­gram?

—Sa­bes de so­bra que no uso Ins­ta­gram ni Twit­ter ni nin­gu­na de esas co­sas mo­der­nas.

—¿Y a qué es­pe­ras?

—¿A que me in­tere­se, por ejem­plo?

—Scott, me de­cep­cio­nas. In­ten­to en­se­ñar­te cómo triun­far en el mun­do di­gi­tal, que es duro y cruel, y te pa­sas mis con­se­jos por la…

—Ha­blas como uno de esos in­fluen­cers —le in­te­rrum­pió, para no te­ner que oír el fi­nal de la fra­se—, pero en el fon­do solo eres un adic­to más.

—Ins­ta­gram sin mí se que­da­ría en el «ins­ta». Ins­tan­tá­nea­men­te abu­rri­do —pro­tes­tó.

—¡Par­ker, solo tie­nes trein­ta se­gui­do­res!

—Pero me dan like a todo. Eso es más de lo que pue­de de­cir el res­to de la po­bla­ción. Ade­más, es­toy en cons­tan­te ex­pan­sión. Ayer me si­guió un tío de Co­rea y me puso co­ra­zon­ci­tos en una foto que ten­go co­mien­do piz­za. Y cá­lla­te o no te ayu­do con lo de Ma­xi­ne. —Scott sa­cu­dió la ca­be­za, con­te­nien­do la risa, mien­tras Par­ker sa­ca­ba el mó­vil y abría la apli­ca­ción—. ¿Cuál era su nom­bre com­ple­to? ¿Ma­xi­ne…?

—Wa­lla­ce. Ma­xi­ne Wa­lla­ce.

Par­ker te­cleó con ra­pi­dez y des­li­zó el dedo por la pan­ta­lla. Tras unos se­gun­dos de si­len­cio, ter­mi­nó po­nien­do cara de de­silu­sión y en­co­gién­do­se de hom­bros.

—Nada, no apa­re­ce na­die con ese nom­bre. Y eso solo pue­de sig­ni­fi­car una sola cosa.

—¿Cuál?

—Que es más rara que tú o que te has equi­vo­ca­do de nom­bre.

Scott le arro­jó un ca­cho de pan a la cara y Par­ker rio. Se ol­vi­da­ron del tema poco des­pués, y pa­sa­ron el res­to del tiem­po en el co­me­dor de­ba­tien­do so­bre si los su­per­hé­roes de­be­rían aban­do­nar su iden­ti­dad se­cre­ta para li­gar, las po­si­bi­li­da­des de Par­ker de aca­bar el ins­ti­tu­to de­jan­do de ser vir­gen y cuán­to di­ne­ro ga­na­ría Scott si se de­di­ca­se a ven­der di­bu­jos eró­ti­cos.

Cuan­do las cla­ses aca­ba­ron, Scott sin­tió que su ale­gría se des­va­ne­cía mien­tras vol­vía a casa… sin sa­ber que su ru­ti­na, que lle­va­ba toda la vida na­dan­do en­tre lá­pi­ces y co­lo­res, se iba a ver pron­to in­te­rrum­pi­da por un hu­ra­cán con me­lo­día pro­pia.

Me pre­gun­to si ha­brá algo más pro­me­te­dor para mí que una pá­gi­na en blan­co, y si con­se­gui­rá de­vol­ver­me al­gún día todo lo que he per­di­do por cul­pa de mis mie­dos.

3. Max

Con­tem­plan­do las es­tre­llas que ha­bía pe­ga­das en el te­cho de su cuar­to y ti­ra­da en la cama, Max se pre­gun­tó por qué la gen­te na­cía sin que na­die se hu­bie­ra mo­les­ta­do en ave­ri­guar si de ver­dad que­rían ve­nir al mun­do o no.

La ma­yo­ría de sus pro­ble­mas se so­lu­cio­na­rían si pu­die­ra apa­gar­se. ¡Puf! Y ya está. De­jar de pen­sar, de­jar de sen­tir, de re­pen­te; solo la nada sa­lien­do a re­ci­bir­la. Su cons­cien­cia des­va­ne­cién­do­se en un úl­ti­mo par­pa­deo. Sin más. Sin dra­ma ni fu­ne­ra­les ni ol­vi­do. En oca­sio­nes como esa, cuan­do el ama­ne­cer man­cha­ba de rosa el cie­lo y la mú­si­ca de Ci­ga­ret­tes Af­ter Sex ac­tua­ba como su par­ti­cu­lar rui­do blan­co, ima­gi­na­ba cómo se­ría. Cómo se­ría ese va­cío. De­rra­mar su esen­cia, ale­jar­la de su cuer­po y per­mi­tir que su alma vo­la­ra li­bre, si es que aca­so exis­tía tal cosa. Flo­tar muy alto, allí arri­ba, jun­to a las nu­bes. O en el aire, con la fra­gi­li­dad de un acor­de.

Cómo se­ría sen­tir­se a mer­ced de los ele­men­tos. Bai­lar jun­to a los pé­ta­los de las flo­res más fres­cas, bu­cear en las pro­fun­di­da­des del océano y sal­tar so­bre lla­mas de cá­li­dos bra­zos. Cómo se­ría de­jar de ser ella por un ins­tan­te y vi­vir allí don­de no rei­na­ra un solo re­cuer­do. ¿Se­ría fe­liz si nun­ca hu­bie­ra co­no­ci­do la otra cara de la reali­dad? Al igual que la luna o el sol, la reali­dad te­nía una cara que mu­chos des­co­no­cían. Des­afor­tu­na­da­men­te, ella no ha­bía po­di­do ele­gir ser uno de esos ig­no­ran­tes. Se ha­bía vis­to obli­ga­da a mi­rar an­tes si­quie­ra de sa­ber que exis­tía. Co­no­cía bien esa otra reali­dad, la co­no­cía muy de cer­ca. Os­cu­ros abis­mos de do­lor. Lá­gri­mas de­rra­ma­das so­bre fal­sas es­pe­ran­zas. Pa­la­bras gra­ba­das a fue­go en el co­ra­zón. El la­ti­do de un co­ra­zón que, en oca­sio­nes, le en­tris­te­cía oír.

Max le­van­tó una mano ha­cia el te­cho, como si pu­die­ra to­car las es­tre­llas. Ha­bían per­di­do el bri­llo y sus afi­la­dos bor­des se adi­vi­na­ban gas­ta­dos y re­ne­gri­dos, pero se re­sis­tía a de­jar­las mar­char. Fue­ron su ca­pri­cho cuan­do cum­plió cin­co años. Ver las es­tre­llas bri­llar siem­pre la ha­bía he­cho sen­tir li­bre, así que pi­dió a sus pa­dres que le con­si­guie­ran el cie­lo es­tre­lla­do y se lo re­ga­la­ran, solo para ella. Lo hi­cie­ron mien­tras dor­mía y, cuan­do abrió los ojos a la ma­ña­na si­guien­te, sin­tió que nun­ca con­se­gui­ría ser más fe­liz que en ese pre­ci­so ins­tan­te.

Bueno, ha­bía acer­ta­do. Qui­zás iba sien­do hora de qui­tar to­das esas es­tre­llas y asu­mir que la fe­li­ci­dad era tan efí­me­ra y en­de­ble como un copo de nie­ve.

De­jan­do caer la mano otra vez so­bre su re­ga­zo y sol­tan­do un hon­do sus­pi­ro, Max se qui­tó los au­ri­cu­la­res y se le­van­tó de la cama. Sen­tía que algo le opri­mía el pe­cho, como cada ma­ña­na. Se es­for­zó por res­pi­rar des­pa­cio, con los ojos ce­rra­dos. Nun­ca en­con­tra­ba al cul­pa­ble. A ve­ces pen­sa­ba que era el in­som­nio. Otras se le­van­ta­ba ya en­fa­da­da y acha­ca­ba su fal­ta de ga­nas de afron­tar el día a eso. En muy con­ta­das oca­sio­nes, como aho­ra, sa­bía dis­tin­guir unas frías ga­rras ara­ñán­do­la des­de den­tro. Era su com­pa­ñe­ro in­se­pa­ra­ble, el guar­dián de su fu­tu­ro, aun­que in­ten­ta­ra por to­dos los me­dios dar­le la es­pal­da.

El do­lor. No ha­bía ti­ri­tas su­fi­cien­tes en el mun­do para cu­brir­lo.

Cuan­do se re­ti­ró de su pe­cho, al igual que una ola tras rom­per con­tra la ori­lla, Max se puso en mo­vi­mien­to. Le ape­te­cía en­tre poco y nada ir al ins­ti­tu­to, pero ya ha­bía fal­ta­do a cla­se el día an­te­rior. Y el an­te­rior del an­te­rior, y al­gu­nos días más. Des­de que ha­bía em­pe­za­do su úl­ti­mo año, ha­cer pe­llas era su afi­ción fa­vo­ri­ta. No po­día que­dar­se en casa por­que su ma­dre la pi­lla­ría, así que se es­ca­pa­ba con su gui­ta­rra cuan­do que­ría es­tar sola o, cuan­do es­ta­ba más ani­ma­da, que­da­ba para to­mar algo con sus ami­gos, esos que nun­ca de­cían que no cuan­do se tra­ta­ba de sal­tar­se cla­ses. Pero no po­día es­ti­rar eter­na­men­te la ex­cu­sa de que te­nía fie­bre, vó­mi­tos o las dos co­sas a la vez. Los iba al­ter­nan­do, como hizo el cur­so pa­sa­do, pero le daba mie­do que los pro­fe­so­res sos­pe­cha­ran y lla­ma­ran a su casa para pre­gun­tar por su au­sen­cia.

Le to­ca­ba sa­cri­fi­car­se de vez en cuan­do si que­ría man­te­ner su vida de men­ti­ra.

—¡Jo­der! —sol­tó una ex­cla­ma­ción aho­ga­da al pi­sar la ce­ji­lla de su gui­ta­rra. Ha­bía es­ta­do to­can­do has­ta bien en­tra­da la no­che y se ha­bía ol­vi­da­do de guar­dar­la en la fun­da.

No era lo úni­co que es­ta­ba des­or­de­na­do en su ha­bi­ta­ción. Para su ma­dre era «una au­tén­ti­ca leo­ne­ra». Su es­cri­to­rio es­ta­ba cu­bier­to de pa­pe­les con ideas y fra­ses suel­tas que com­po­nía en sus ra­tos li­bres. Ha­bía par­ti­tu­ras es­par­ci­das por el sue­lo en­mo­que­ta­do com­par­tien­do es­pa­cio con mon­to­nes de ropa su­cia. Ca­mi­nan­do de pun­ti­llas y es­qui­ván­do­lo todo como po­día, se apro­xi­mó al es­cri­to­rio y en­cen­dió una vela aro­má­ti­ca para ca­mu­flar ese olor a ce­rra­do y ran­cio que le ha­cía arru­gar la na­riz. Des­pués, se qui­tó el pi­ja­ma y co­gió del ar­ma­rio una su­da­de­ra lim­pia y unos va­que­ros. Tra­tó de ser lo me­nos rui­do­sa po­si­ble; Dia­na y Alli­son aún dor­mían. Era el mo­men­to per­fec­to para irse de casa sin preo­cu­par­se por su apa­rien­cia.

Se ató las Con­ver­se en el baño y se lavó la cara a con­cien­cia. Huyó del es­pe­jo como si hu­bie­ra vis­to un fan­tas­ma re­fle­ja­do en él. Bajó al sa­lón sin ha­cer rui­do y se be­bió de un tra­go la poca le­che que que­da­ba en la ne­ve­ra. No le ape­te­cía ni un mí­se­ro ce­real. La ma­yor par­te de los días sen­tía que te­nía una pie­dra en el fon­do del es­tó­ma­go y co­mía por iner­cia.

¿Qué no ha­cía por iner­cia?

Co­gió su chu­pa de cue­ro. Una rá­fa­ga de aire he­la­do secó sus ojos cuan­do sa­lió a la ca­lle. Max an­du­vo con paso de­ci­di­do, casi tro­tan­do. El ins­ti­tu­to que­da­ba bas­tan­te le­jos de la zona en la que vi­vía, en Up­town. A Max le gus­ta­ba vi­vir algo apar­ta­da, como si el mun­do hu­bie­ra con­ti­nua­do avan­zan­do y ella se hu­bie­ra que­da­do es­tan­ca­da en un si­len­cio va­cío. Ale­ja­da del am­bien­te cos­mo­po­li­ta de Man­hat­tan y es­con­di­da de to­dos aque­llos edi­fi­cios que pa­re­cían que­rer agu­je­rear el cie­lo, Cen­tral Park era el úni­co es­pa­cio no ar­ti­fi­cial que que­da­ba en la ciu­dad. Par­te de sus bos­ques te­nían a la na­tu­ra­le­za en to­das sus es­ta­cio­nes como úni­ca vi­si­tan­te, algo que Max agra­de­cía. Le en­can­ta­ba per­der­se en ellos acom­pa­ña­da por su gui­ta­rra, una llu­via de ho­jas y el cons­tan­te piar de los pá­ja­ros.

Lle­gó pron­to al ins­ti­tu­to, para su sor­pre­sa. Su­da­ba tan­to que el pelo se le pe­ga­ba a la fren­te. Po­día ha­ber co­gi­do el au­to­bús, pero aguan­tar el vai­vén en cada cur­va y ver su cara es­tam­pa­da con­tra el so­ba­co su­do­ro­so de otro pa­sa­je­ro no le ha­cía mu­cha gra­cia. Pre­fe­ría li­mi­tar el nú­me­ro de co­sas que po­dían ha­cer­la en­fa­dar de bue­na ma­ña­na.

«Por mi bien y por el de la hu­ma­ni­dad», pen­só, apro­xi­mán­do­se a la en­tra­da con par­si­mo­nia. Sa­lu­dó a un par de com­pa­ñe­ros que ha­bían es­ta­do con ella en cur­sos an­te­rio­res, pero en­tró sola. No te­nía un gru­po de ami­gos en el ins­ti­tu­to. A to­dos sus co­le­gas los ha­bía co­no­ci­do fue­ra: en los ba­res de jazz de Har­lem, en los par­ti­dos de los New York Yan­kees y en al­gu­nas fies­tas en las que ha­bía lo­gra­do co­lar­se pese a ser me­nor de edad. No era nin­gún dra­ma para ella asis­tir sola a las cla­ses. No iba mu­cho, de to­das for­mas.

Max se aden­tró en el aula 21 y se sen­tó en la úl­ti­ma fila. Se­gún su ho­ra­rio, su pri­me­ra cla­se era de Fi­lo­so­fía. Bufó in­ter­na­men­te; odia­ba esa asig­na­tu­ra. ¿Para qué que­rría sa­ber lo que pen­sa­ban hace mi­les de años un gru­po de hom­bres, de qué ser­vía? El ol­vi­do for­ma­ba par­te del ci­clo que los alum­bra­ba y los veía mo­rir. A Max le pa­re­cía mu­cho más in­tere­sar­te es­tu­diar el pa­sa­do a tra­vés de la mú­si­ca y to­das las for­mas en las que se ha­bía crea­do. Des­de los ju­gla­res has­ta el re­gue­tón. Si eso fue­ra po­si­ble asis­ti­ría a cla­se mu­cho más con­ten­ta… bueno, asis­ti­ría. A se­cas.

El aula es­ta­ba lle­na. Max en­cen­dió sus au­ri­cu­la­res inalám­bri­cos. Pen­sa­ba es­cu­char algo de mú­si­ca an­tes de que em­pe­za­ra la cla­se. Qui­zás in­clu­so du­ran­te. ¿Qué le ape­te­cía es­cu­char…? ¡Ahí es­ta­ba! Piano fire, de Spar­klehor­se. Max le dio al play y co­men­zó a mo­ver la ca­be­za al rit­mo del solo de gui­ta­rra mien­tras po­nía los pies so­bre la mesa y ce­rra­ba los ojos.

Iba por la mi­tad de la can­ción cuan­do sin­tió una pre­sen­cia fren­te a ella, a pe­sar de se­guir con los ojos ce­rra­dos. Se hizo la loca y em­pe­zó a ta­ra­rear la le­tra, pero una tos y un ca­rras­peo de­ma­sia­do al­tos para ser ca­sua­les la hi­cie­ron sus­pi­rar. Se qui­tó uno de los au­ri­cu­la­res y abrió los ojos con len­ti­tud. El res­pon­sa­ble de la in­te­rrup­ción era un chi­co que siem­pre so­lía sen­tar­se en pri­me­ra fila, aun­que no re­cor­da­ba su nom­bre. Ves­tía una cha­que­ta ver­de y te­nía las ma­nos me­ti­das en los bol­si­llos. Era alto, aun­que no mu­cho más que ella. Se mos­tra­ba apa­ren­te­men­te tran­qui­lo, pero se mor­día los ca­rri­llos y se ba­lan­cea­ba so­bre sus pies; era todo fa­cha­da. Aho­ra com­pren­día por qué nun­ca se ha­bía mo­les­ta­do en apren­der­se su nom­bre: no era nada del otro mun­do. Ojos cas­ta­ños, pelo ri­za­do y os­cu­ro, cara de em­po­llón. El tí­pi­co que solo se preo­cu­pa de es­tu­diar, es­tu­diar y es­tu­diar.

—Per­dón por mo­les­tar­te, ¿eres Ma­xi­ne Wa­lla­ce?

—De­pen­de de para qué.

—Me lla­mo Scott. —Ante el mu­tis­mo de Max, si­guió ha­blan­do—. El pro­fe­sor de Fi­lo­so­fía nos con­tó ayer que nos toca ha­cer un tra­ba­jo jun­tos por­que so­mos los úl­ti­mos de la lis­ta y es en pa­re­ja —ha­bla­ba atro­pe­lla­da­men­te, sin mi­rar­la a los ojos—. Para el fi­nal del tri­mes­tre. Te­ne­mos poco tiem­po, por eso ha­bía pen­sa­do…

—Para el ca­rro —le in­te­rrum­pió Max, in­cli­nán­do­se ha­cia de­lan­te—. Yo no pien­so ha­cer nin­gún tra­ba­jo con­ti­go. Ni con na­die, no te preo­cu­pes. No es algo per­so­nal.

Scott se mos­tró es­tu­pe­fac­to.

—¿Por qué?

—No me da la gana. Así de sen­ci­llo.

—Es un tra­ba­jo fá­cil: te­ne­mos que re­la­tar un mito de la An­ti­gua Gre­cia. No nos lle­va­rá mu­cho tiem­po, ya he pen­sa­do al­gu­nas co­sas.

—Me ale­gro por ti. Pero no pien­so ha­cer­lo.

—No lo en­tien­do. —Scott se ras­có la ca­be­za.

—Odio esta asig­na­tu­ra. Com­pren­de que no quie­ro per­der ni un se­gun­do de mi tiem­po en ella.

—¡Pero es ne­ce­sa­rio para apro­bar!

La de­ses­pe­ra­ción de aquel mu­cha­cho re­sul­ta­ba su­ma­men­te di­ver­ti­da.

—Me da igual. Iba a sus­pen­der de to­das ma­ne­ras, así que… —Cre­yen­do que ha­bía sido lo su­fi­cien­te­men­te cla­ra, Max vol­vió a re­cli­nar­se en la si­lla. La can­ción ha­bía ter­mi­na­do y ha­bía dado paso a otra del mis­mo gru­po, Sea of Teeth. Sin em­bar­go, Scott se­guía pa­ra­do fren­te a ella, bo­quean­do como un pez fue­ra del agua. Max se pre­gun­tó por qué la gen­te que per­día los pa­pe­les le re­sul­ta­ba tan di­ver­ti­da—. ¿Si­gues ahí? Te he di­cho que no voy a ha­cer ese es­tú­pi­do tra­ba­jo con­ti­go. —Se co­lo­có el au­ri­cu­lar en la ore­ja y le di­ri­gió una úl­ti­ma mi­ra­da, se­ria—. Adiós, Scott.

La chi­ca ce­rró los ojos y, dan­do por fi­na­li­za­da aque­lla con­ver­sa­ción, vol­vió a su­mer­gir­se en la mú­si­ca.

Hola, papá:

No sé por qué sigo ha­cien­do esto. Es­cri­bir­te, como si eso pu­die­ra re­con­ci­liar­nos de al­gún modo. Su­pon­go que es la úni­ca ma­ne­ra que ten­go de sen­tir­te cer­ca. De sen­tir­me cer­ca, de re­cor­dar cómo era todo an­tes de que te mar­cha­ras. No he vuel­to a re­co­no­cer­me des­de en­ton­ces, no he vuel­to a en­con­trar a la Max in­quie­ta y aven­tu­re­ra que tan­to te gus­ta­ba. Pero eso ya lo sa­bes.

Las co­sas en casa van bien. Todo lo bien que pue­den ir en nues­tra… si­tua­ción. Oja­lá pu­die­ras ver lo que es­ta­mos con­si­guien­do. La for­ta­le­za de Alli­son, el áni­mo in­can­sa­ble de mamá. Te ha­brías sen­ti­do or­gu­llo­so. Creo. No lo sé, papá. No sé si si­gues sien­do el mis­mo o has cam­bia­do des­de aquel día.

Yo he cam­bia­do. Ten­go tan­tas co­sas en la ca­be­za que no pue­do pen­sar, solo la mú­si­ca me sal­va. Mi gui­ta­rra me si­gue sal­van­do, pero cada vez me cues­ta más en­tre­gar­me a ella como an­tes. Con ilu­sión, sin mie­dos. Por­que aho­ra soy una bola de mie­dos, aun­que na­die lo note. Ten­go mie­do de ex­plo­tar al­gún día, como una su­per­no­va. ¿Sa­bes lo que son, ver­dad? Es­tre­llas muy gran­des que se que­dan sin ener­gía y ex­plo­tan. O algo así. Pero lo que más me ate­rra es que lle­ga­do el mo­men­to… no me im­por­ta­ría. En­tién­de­me: me rom­pe­ría el co­ra­zón ha­cer­le daño a mamá o a Alli­son, pero lo que me su­ce­da a mí no me im­por­ta. Pue­do con­tar las co­sas que me ha­cen sen­tir bien con los de­dos de una mano. Pero las co­sas ma­las, esas que aho­gan… para con­tar­las me fal­ta­rían ma­nos.

Pier­do mu­cho el con­trol. Y cada vez me cues­ta más no per­der­lo en casa. Es­toy can­sa­da y fu­rio­sa todo el tiem­po. Pero ellas ya han su­fri­do bas­tan­te. Lo sa­bes bien. No se me­re­cen más daño. Ni otra pér­di­da.

Bueno, ten­go que se­guir. Nun­ca res­pon­des a mis car­tas, pero sé que las lees. Tie­nes que leer­las por­que… por­que sí. Tie­nes que ha­cer­lo. Sé que al­gún día me con­tes­ta­rás. Es­pe­ro no equi­vo­car­me.

Jo­der, ¿de ver­dad te­nías que irte?

Max

4. Scott

Bo­quia­bier­to, Scott no pudo ha­cer más que sen­tar­se cuan­do el pro­fe­sor Tay­lor irrum­pió en cla­se se­gun­dos des­pués. ¡Qué chi­ca tan an­ti­pá­ti­ca, des­agra­da­ble y bor­de! Scott no era el rey de la so­cia­li­za­ción, pero Ma­xi­ne mu­cho me­nos, eso es­ta­ba cla­ro.

La tar­de an­te­rior, Par­ker ha­bía he­cho una bús­que­da ex­haus­ti­va en Fa­ce­book para en­con­trar­la. Tam­po­co te­nía un per­fil en esa red so­cial, pero su ami­go se me­tió muy en se­rio en su pa­pel de stal­ker y es­tu­vo re­vi­san­do los de otros alum­nos. Ter­mi­nó en­con­trán­do­la en una orla que una tal Mar­ga­ret An­drews ha­bía subido el año pa­sa­do. Su cara es­ta­ba em­bo­rro­na­da por la mala ca­li­dad de la ima­gen, pero supo que bus­ca­ba a una chi­ca con el pelo ne­gro, ojos azu­les, ropa os­cu­ra y cara de ha­ber mor­di­do un ajo.

¿Dón­de que­da­ban to­dos esos es­fuer­zos ci­ber­né­ti­cos aho­ra? Por pri­me­ra vez, la lec­ción de Fi­lo­so­fía se es­cu­rría en­tre los hi­los de su pen­sa­mien­to para te­jer una y otra vez la mi­ra­da que le ha­bía de­di­ca­do Ma­xi­ne al acer­car­se. Lo ha­bía es­cru­ta­do como si se tra­ta­ra de un mo­les­to in­sec­to que no pa­ra­ba de re­vo­lo­tear a su al­re­de­dor, cuan­do Scott solo ne­ce­si­ta­ba ha­blar con ella por­que te­nían que ha­cer un tra­ba­jo jun­tos. ¿Qué pre­ten­día que hi­cie­ra, man­dar­le un fax?

«Me­nu­da suer­te la mía», se dijo, aba­ti­do. To­da­vía le ar­dían las me­ji­llas por la ver­güen­za, pero que se hu­bie­ra bur­la­do de él era lo de me­nos. To­dos los pla­nes que ha­bía he­cho para el tra­ba­jo, las ideas que ha­bía es­ta­do ru­mian­do du­ran­te la no­che, el ca­len­da­rio que ha­bía or­ga­ni­za­do para cum­plir el pla­zo… Todo ese an­ti­ci­pa­do es­fuer­zo se ha­bía ido al tras­te, de­rrum­ba­do como un cas­ti­llo de nai­pes a mer­ced del vien­to.

Sin po­der con­te­ner­se y ha­bien­do per­di­do to­tal­men­te la con­cen­tra­ción, giró la ca­be­za con di­si­mu­lo. Ma­xi­ne ob­ser­va­ba su mó­vil con des­ca­ro, el li­bro es­ta­ba ce­rra­do bajo sus co­dos. Su cara que­da­ba ocul­ta por una me­le­na cor­ta, lisa y os­cu­ra. Solo po­día vis­lum­brar su afi­la­do men­tón y sus fi­nos la­bios. Scott frun­ció el ceño. Con­tem­plán­do­la des­de la dis­tan­cia y sin es­cu­char­la ha­blar, casi pa­re­cía otra per­so­na. Tran­qui­la, ra­zo­na­ble, se­re­na. No tan… ai­ra­da. Ni arro­gan­te. ¿Se­ría así con todo el mun­do o solo con él? No re­cor­da­ba ha­ber­la vis­to en com­pa­ñía de otra gen­te por el ins­ti­tu­to. A de­cir ver­dad, tam­po­co re­cor­da­ba ha­ber­la vis­to a ella. A lo me­jor se jun­ta­ba con los es­tu­dian­tes que se pa­sa­ban el día fu­man­do en la pla­za como si las cla­ses fue­ran un re­creo eterno. «No me ex­tra­ña­ría nada. Me­nu­da ma­ca­rra».

Como si Ma­xi­ne pu­die­ra oír lo que pen­sa­ba de ella, alzó la ca­be­za en su di­rec­ción. Sus ojos azu­les, tan cla­ros como las aguas de una cos­ta pa­ra­di­sía­ca, cap­tu­ra­ron los su­yos por unos se­gun­dos. Has­ta ese ins­tan­te Scott no se ha­bía dado cuen­ta de que te­nía un me­chón te­ñi­do de mo­ra­do en el lado iz­quier­do del ca­be­llo. Eso no sa­lía en la foto que Par­ker le ha­bía pa­sa­do. Acto se­gui­do y con una im­pa­si­bi­li­dad que ro­za­ba el des­ca­ro, ella vol­vió a mi­rar el mó­vil. A Scott ni si­quie­ra le dio tiem­po a ha­cer una mue­ca o pre­gun­tar­le con se­ñas qué de­mo­nios le pa­sa­ba. In­ten­tó re­to­mar la lec­ción por don­de la ha­bía de­ja­do, pero le fue im­po­si­ble.

El te­mor a sus­pen­der se aga­rró a sus en­tra­ñas y se las re­tor­ció con saña. Scott es­ta­ba su­dan­do y tem­blo­ro­so cuan­do sonó el tim­bre. Sin­tió ali­vio, en vez de de­silu­sión. Se puso en pie para re­co­ger sus co­sas mien­tras ob­ser­va­ba por el ra­bi­llo del ojo como Ma­xi­ne era la pri­me­ra en sa­lir del aula.

«Por eso no me acuer­do de ella: es la úl­ti­ma en lle­gar y la pri­me­ra en mar­char­se», pen­só. «Se aca­bó. Aho­ra mis­mo le digo al pro­fe­sor que me bus­que otro com­pa­ñe­ro o que me deje ha­cer el tra­ba­jo solo».

Un poco más ani­ma­do, se acer­có a la mesa del pro­fe­sor Tay­lor, que le re­ci­bió con una gran son­ri­sa. Era un hom­bre ra­zo­na­ble, com­pren­de­ría per­fec­ta­men­te su si­tua­ción. No le obli­ga­ría a tra­ba­jar con al­guien como Ma­xi­ne. De nin­gu­na de las ma­ne­ras.

—Dis­cul­pe, pro­fe­sor. Me gus­ta­ría ha­cer­le una pe­ti­ción —co­men­zó di­cien­do.

—Bien, Scott. ¿Qué ne­ce­si­tas?

—Verá, es que he ha­bla­do con Ma­xi­ne para co­men­tar­le lo del tra­ba­jo… y no se lo ha to­ma­do muy bien.

El pro­fe­sor Tay­lor frun­ció el ceño.

—¿Qué te ha di­cho?

—Bá­si­ca­men­te, que no quie­re ha­cer el tra­ba­jo con­mi­go y que pre­fie­re sus­pen­der —con­tes­tó—. Me gus­ta­ría pe­dir­le que me asig­na­ra otro com­pa­ñe­ro o me de­ja­ra ha­cer el tra­ba­jo a mí solo. Sabe que soy un buen es­tu­dian­te y…

—Lo sien­to, pero no pue­do ha­cer eso. El tra­ba­jo es por pa­re­jas y se te ha asig­na­do esa com­pa­ñe­ra, Scott.

—Pero ¿qué pue­do ha­cer si no me hace caso? —Scott so­na­ba de­ses­pe­ra­do.

—Ha­bla con ella y arre­gla las co­sas. Max es una bue­na per­so­na, un poco gru­ño­na, pero bue­na, al fin y al cabo. Fui su tu­tor hace unos años y pue­do ase­gu­rar­te que era una es­tu­dian­te mo­de­lo has­ta el año pa­sa­do —le con­fe­só el pro­fe­sor—. No sé qué le su­ce­dió. Su si­tua­ción fa­mi­liar es de­li­ca­da, pero… Le ven­drá bien te­ner una per­so­na como tú a su lado para vol­ver a le­van­tar su ex­pe­dien­te aca­dé­mi­co. Con­fío en ti, Scott.

Scott solo pudo asen­tir ante sus pa­la­bras. ¿Qué otra op­ción te­nía? Re­sig­na­do, sa­lió del aula. Los es­tu­dian­tes lo za­ran­dea­ban al pa­sar mien­tras in­ten­ta­ba or­de­nar sus ideas. Si que­ría sa­car una ma­trí­cu­la, ten­dría que ser in­sis­ten­te. Algo le de­cía que el pro­fe­sor Tay­lor no acep­ta­ría que él hi­cie­ra todo el tra­ba­jo y des­pués pu­sie­ra el nom­bre de Max en la por­ta­da jun­to al suyo. Pre­fe­ría ha­cer eso que vol­ver a ha­blar con la jo­ven, pero no le que­da­ba otra.

Pen­san­do cuál se­ría la es­tra­te­gia que se­gui­ría para abor­dar­la otra vez, se di­ri­gió a su si­guien­te cla­se. No hizo fal­ta que pen­sa­ra más: se en­con­tró a Max en me­dio del pa­si­llo, pe­leán­do­se con su ta­qui­lla a gol­pes para po­der abrir­la. Su me­chón mo­ra­do se mo­vía en el aire, en­lo­que­ci­do.

—Sien­to ser pe­sa­do, pero ten­go que ha­blar con­ti­go de nue­vo. —Scott se plan­tó fren­te a ella. Es­ta­ba cla­ro que la ama­bi­li­dad no iba a ha­cer que Max le pres­ta­ra aten­ción, así que ha­bía op­ta­do por ser di­rec­to y tra­tar de ha­cer­se res­pe­tar. Su en­te­re­za se tam­ba­leó cuan­do Max le di­ri­gió una mi­ra­da gé­li­da y re­so­pló, pero in­ten­tó que no se le no­ta­ra cuan­do dijo—: He ha­bla­do con el pro­fe­sor y nos obli­ga a ha­cer el tra­ba­jo jun­tos. La­men­to que odies Fi­lo­so­fía, pero yo no ten­go la cul­pa y…

—¿No te vas a ca­llar nun­ca? —Max se tapó la cara con las ma­nos.

—¿Qué pro­ble­ma tie­nes?

—Que no quie­ro ha­cer ese tra­ba­jo, ya te lo he di­cho. Aho­ra, dé­ja­me en paz.

—Me da igual que no quie­ras ha­cer­lo. Es mi sus­pen­so el que está en jue­go, al me­nos ten la de­cen­cia de fin­gir que te im­por­ta algo —pro­tes­tó Scott.

—Creo que me has ma­lin­ter­pre­ta­do —dijo, mos­trán­do­le una es­plen­do­ro­sa son­ri­sa. Era la pri­me­ra vez que se mos­tra­ba ama­ble. Se acer­có a él—. Voy a ser mu­cho más cla­ra. —Max tuvo que po­ner­se li­ge­ra­men­te de pun­ti­llas para que su boca pu­die­ra ro­zar el oído de Scott. Él re­pri­mió un es­ca­lo­frío y son­rió, cre­yen­do que por fin se ha­bía so­lu­cio­na­do todo—. Vete a la mier­da.

Max le dio la es­pal­da y se ale­jó por el pa­si­llo. Él se ha­bía que­da­do he­la­do con su res­pues­ta, tan­to que ni se mo­vió para per­se­guir­la. Ob­ser­vó cómo su si­lue­ta des­apa­re­cía en­tre el res­to de es­tu­dian­tes, ca­mi­nan­do con chu­le­ría. Solo el tim­bre le hizo reac­cio­nar, y Scott co­rrió a con­ti­nuar su ho­ra­rio de cla­ses. No coin­ci­dió con Max en nin­gu­na, aun­que era in­ca­paz de apar­tar­la de su men­te. ¡Su fu­tu­ro es­ta­ba en jue­go! ¿Es que a ella no le im­por­ta­ba?

Para él, su fu­tu­ro lo era todo. Era su puer­ta a una vida más ama­ble, la ma­ne­ra de pro­bar­se como ar­tis­ta y lle­nar su mun­do de co­lor. Scott se ima­gi­na­ba su vida como una es­ca­le­ra de in­fi­ni­tos pel­da­ños. Cada pel­da­ño era uno de los ob­je­ti­vos que se pro­po­nía, un me­dio para lle­gar a la cima. Es­tu­diar Be­llas Ar­tes en Ten­nes­see era la cima, la cús­pi­de de su éxi­to. Ne­ce­si­ta­ba un ex­pe­dien­te aca­dé­mi­co de ma­trí­cu­la si que­ría que le con­ce­die­ran la beca para po­der es­tu­diar allí. Sa­car unas no­tas ex­ce­len­tes era su si­guien­te pel­da­ño. Y ya es­ta­ba de­ma­sia­do cer­ca del fi­nal de la es­ca­le­ra como para per­mi­tir que Max lo echa­ra todo a per­der.

Por suer­te, Par­ker lo res­ca­tó de aquel bu­cle ne­ga­ti­vo. Le es­pe­ra­ba en la en­tra­da del co­me­dor, como cada día. Son­rien­te e in­tran­qui­lo.

—¡Scott! ¿Por dón­de te me­tes? —Par­ker se col­gó de él y es­tu­vo a pun­to de ha­cer­le caer.

—Per­dón, es­ta­ba pen­san­do en mis co­sas.

—Pues dé­ja­te de his­to­rias y va­mos a co­mer, me mue­ro de ham­bre.

La char­la in­tras­cen­den­te de Par­ker con­si­guió que se re­la­ja­ra. No po­día ol­vi­dar el mal tra­go de ha­blar con Max, pero al me­nos ha­bía lo­gra­do des­pe­jar­se lo su­fi­cien­te como para no ob­se­sio­nar­se. Siem­pre le su­ce­día lo mis­mo con las preo­cu­pa­cio­nes: las ata­ba con fuer­za a sus mu­ñe­cas y se las lle­va­ba de pa­seo, sin acor­dar­se de que su peso era ma­yor con cada paso que daba. A ve­ces se sol­ta­ban so­las. Pero mu­chas ve­ces se­guía arras­trán­do­las, in­ca­paz de li­be­rar­se.

Scott y Par­ker se sen­ta­ron en la pri­me­ra mesa que vie­ron li­bre y em­pe­za­ron a de­gus­tar sus la­sa­ñas. Par­ker ha­bló y ha­bló so­bre echar­se no­via cuan­do fue­ra a la uni­ver­si­dad. Su ami­go nun­ca ha­bía te­ni­do muy cla­ro a qué que­ría de­di­car­se cuan­do ter­mi­na­ra el ins­ti­tu­to. Al fi­nal se ha­bía de­can­ta­do por De­re­cho, aun­que no ha­bía sido su elec­ción. Su pa­dre, un re­co­no­ci­do abo­ga­do, se ha­bía en­car­ga­do de in­fluir en su fu­tu­ro con esa ma­nía tan in­com­pren­si­ble de ha­cer que los hi­jos si­guie­ran el mis­mo ca­mino que sus pa­dres. No en­ten­día por qué te­nía tan­to in­te­rés, cuan­do su pro­fe­sión era lo úni­co es­ta­ble en su vida. Qui­zás era por eso. Le ha­bía pues­to los cuer­nos a su mu­jer con todo el bu­fe­te, vi­vía solo tras la se­pa­ra­ción y no te­nía más vida que su tra­ba­jo y Par­ker. No era un ejem­plo para na­die, pre­ci­sa­men­te.

Pero Scott no qui­so ex­pre­sar su opi­nión en voz alta. A Par­ker le do­lía ha­blar de sus pa­dres, como a Scott. Apar­te del di­bu­jo y el fri­kis­mo, los unía la de­cep­ción que sen­tían por sus fi­gu­ras pa­ter­nas. Casi más que lo an­te­rior. Así que pre­fi­rió se­guir ca­lla­do, es­cu­chan­do la re­tahí­la de fan­ta­sías de Par­ker mien­tras lle­na­ba su es­tó­ma­go.

Como si el des­tino qui­sie­ra fas­ti­diar­le tam­bién aquel mo­men­to de paz, vio cómo Max se sen­ta­ba en la mesa de en­fren­te, dán­do­les la es­pal­da. La chi­ca se puso a co­mer con los au­ri­cu­la­res pues­tos. Sola, sin preo­cu­par­se de in­ter­ac­tuar con na­die. Como si el res­to del mun­do fue­ra un es­tor­bo para ella.

¿De qué iba esa tía? El en­fa­do de Scott vol­vió a cre­cer, tan­to que dejó de es­cu­char a Par­ker. La ful­mi­nó con la mi­ra­da, pero cuan­do vio que se le­van­ta­ba no le de­di­có ni un mí­se­ro se­gun­do de aten­ción. Y sa­bía que es­ta­ba allí: su son­ri­sa de chu­li­ta al pa­sar por su lado la de­la­ta­ba.

Scott re­so­pló, an­gus­tia­do.

«¿Por qué es todo tan com­pli­ca­do?».

Qui­zás soy in­vi­si­ble y por eso na­die me es­cu­cha.

Qui­zás todo el mun­do me ve y me oye, pero me ig­no­ran.

Qui­zás de­be­ría de­jar de in­ten­tar­lo.

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5. Max

El frío oto­ñal era tan im­pre­vi­si­ble como su ca­rác­ter. Max ca­mi­na­ba ha­cia el ins­ti­tu­to con los ojos pe­ga­dos por el sue­ño y una mala hos­tia in­creí­ble. Ha­bía llo­vi­do con tan­to es­truen­do que ape­nas ha­bía po­di­do dor­mir. Para aca­bar de arre­glar­lo, un co­che ha­bía pa­sa­do a toda ve­lo­ci­dad por un char­co y la ha­bía em­pa­pa­do en­te­ra. Max le ha­bía gri­ta­do: «¡Gi­li­po­llas!», «¡im­bé­cil, mira por dón­de vas!» has­ta des­ga­ñi­tar­se, pero eso no la ha­bía ayu­da­do a des­fo­gar­se ni a se­car sus Levi's.

«Al me­nos, hoy no ten­go Fi­lo­so­fía». En­tró al ins­ti­tu­to sin sa­lu­dar a na­die, mien­tras una son­ri­sa de ali­vio es­ca­pa­ba de sus la­bios. Por fin el em­po­llón de Scott ha­bía de­ja­do de mo­les­tar­la con su ro­llo de la im­por­tan­cia de tra­ba­jar jun­tos, de lo mu­cho que po­dían apren­der so­bre mi­tos, que ha­bía que to­mar­se en se­rio el ins­ti­tu­to y bla, bla, bla. Max le ha­bía de­ja­do muy cla­ro que su in­ten­ción era sus­pen­der. Ni más ni me­nos.

¿Por qué? Eso ya era más com­pli­ca­do de ex­pli­car. Max era una bue­na es­tu­dian­te, aun­que lle­va­ra des­de el año pa­sa­do sin to­car un li­bro. Le daba ma­yor sa­tis­fac­ción sa­ber que po­dría sa­car unas no­tas bri­llan­tes si qui­sie­ra que ob­ser­var su ex­pe­dien­te lleno de ma­trí­cu­las. Sus­pen­der su úl­ti­mo año de ins­ti­tu­to te­nía un do­ble ob­je­ti­vo: por un lado, sa­ca­ría más tiem­po para la gui­ta­rra y sus can­cio­nes. Y por otro lado, po­dría… si eso su­ce­día po­dría…

Max sa­cu­dió la ca­be­za. No te­nía por qué dar ex­pli­ca­cio­nes ni a ella, ni a Scott. La vida es­ta­ba ahí fue­ra. Es­pe­ran­do, an­tes de ago­tar­se para siem­pre.

Sol­tó una pa­la­bro­ta cuan­do una de las ani­ma­do­ras, con ese uni­for­me tan co­si­fi­ca­dor, cho­có con ella por­que iba des­pis­ta­da rién­do­se con sus ami­gas. Le hir­vió la san­gre cuan­do vio una no­ti­ta pe­ga­da en la puer­ta de su ta­qui­lla.

—Ma­ña­na, en la puer­ta del ins­ti­tu­to. A las cua­tro —leyó en voz alta, al­zan­do las ce­jas—. No quie­ro ex­cu­sas otra vez. Fir­ma­do, Scott. —Max bufó, rom­pió el pa­pel en mil pe­da­ci­tos y los tiró al sue­lo.

Tras in­sul­tar­lo men­tal­men­te un par de ve­ces, abrió su ta­qui­lla, co­gió los li­bros que ne­ce­si­ta­ba y fue a cla­se. No pres­tó mu­cha aten­ción a lo que allí se dijo en toda la ma­ña­na; se es­tru­jó los se­sos has­ta sa­car algo de­cen­te para el es­tri­bi­llo de la úl­ti­ma can­ción que es­ta­ba com­po­nien­do y es­cu­chó algo de mú­si­ca ocul­tan­do los au­ri­cu­la­res con el pelo. Ni si­quie­ra pisó el co­me­dor. Se tum­bó en el úni­co ban­co de la pla­za que no es­ta­ba mo­ja­do y dejó que un tí­mi­do sol be­sa­ra sus pes­ta­ñas ce­rra­das y se­ca­ra la hu­me­dad que aún sal­pi­ca­ba su ropa. No ne­ce­si­ta­ba más que mú­si­ca y so­le­dad para sen­tir­se ple­na. Un jue­go pe­li­gro­so, era cons­cien­te. Co­rría el ries­go de vol­ver­se adic­ta a la sen­sa­ción de va­cío que am­bas co­sas de­ja­ban en su pe­cho. Pero no le im­por­ta­ba.

Te­nía a los cre­ti­nos como Scott y a los con­duc­to­res mal­edu­ca­dos del mun­do para ha­cer­la des­per­tar.

—¡Hola! ¿Hay al­guien? —pre­gun­tó nada más lle­gar a casa, para sa­ber si de­bía mos­trar su me­jor son­ri­sa o si po­día de­jar de fin­gir.

Ante el si­len­cio que ob­tu­vo como res­pues­ta, Max se des­in­fló como un glo­bo, ali­via­da y de­silu­sio­na­da a la vez. Se acer­có a la co­ci­na con el es­tó­ma­go va­cío y vio que, so­bre la puer­ta de la ne­ve­ra, ha­bía un pa­pe­li­to pe­ga­do con la ca­li­gra­fía de su ma­dre.

—¿Qué pasa, hoy es el día de las no­ti­tas? —Max arran­có con ma­nos tem­blo­ro­sas el pa­pel y lo leyó en voz alta—: «Ali y yo es­ta­mos en el hos­pi­tal, tu her­ma­na tie­ne que ha­cer­se unas prue­bas. Lle­ga­re­mos tar­de. Un beso».

Re­le­yó la nota un par de ve­ces y vol­vió a co­lo­car­la don­de es­ta­ba. Ni si­quie­ra abrió la ne­ve­ra; no que­ría to­car nada, aun­que se mu­rie­ra de ham­bre. Qui­zás si fin­gía que no ha­bía leí­do nada no sen­ti­ría esas pa­la­bras re­co­rrien­do sus ve­nas con un fre­ne­sí tan fa­mi­liar y de­ses­pe­ra­do. Qui­zás si lo de­ja­ba todo como es­ta­ba, el caos que siem­pre des­en­ca­de­na­ban unas pa­la­bras tan sim­ples como aque­llas (siem­pre eran las mis­mas: hos­pi­tal, re­vi­sio­nes ru­ti­na­rias, prue­bas) que­da­ría re­du­ci­do a un va­cío li­bre de gri­ses os­cu­ros, casi ne­gros. Max lo te­nía gra­ba­do a fue­go en su me­mo­ria: los cam­bios ge­ne­ran más cam­bios, y es­tos nun­ca sue­len ser bue­nos.

El gé­li­do man­to del mie­do cu­brió sus hom­bros mien­tras subía a su ha­bi­ta­ción. Lo ha­cía todo me­cá­ni­ca­men­te, para no te­ner que pen­sar. Tiró la mo­chi­la a una es­qui­na del cuar­to, se qui­tó los va­que­ros con un su­til mo­vi­mien­to de ca­de­ras y abrió la ven­ta­na de par en par. Ne­ce­si­ta­ba res­pi­rar. Por unos ins­tan­tes solo se de­di­có a eso, a res­pi­rar. Olía a llu­via, a tie­rra mo­ja­da. Más tar­de echó to­dos los pa­pe­les del es­cri­to­rio a un lado, sacó su Ta­ka­mi­ne de la fun­da y se sen­tó con ella so­bre el mue­ble.

Co­men­zó a afi­nar las cuer­das de la gui­ta­rra con tan­to cui­da­do como si acu­na­ra a un bebé. Su Ta­ka­mi­ne era la niña de sus ojos: una gui­ta­rra acús­ti­ca pre­cio­sa con bor­da­dos que emu­la­ban un man­da­la por toda la su­per­fi­cie co­lor café. La ha­bía com­pra­do con sus aho­rros cuan­do te­nía doce años. Ha­bía sido amor a pri­me­ra vis­ta: la vio en el es­ca­pa­ra­te de una tien­da de mú­si­ca y en­lo­que­ció has­ta con­se­guir­la. Ha­bía te­ni­do que tra­ba­jar de can­gu­ro, no gas­tar­se un mí­se­ro dó­lar de la paga y aho­rrar du­ran­te me­ses para po­der pa­gar­la. Pero me­re­ció la pena. Se com­ple­men­ta­ban la una a la otra: la gui­ta­rra bus­ca­ba una voz que acom­pa­ña­ra a la suya, ella es­ta­ba ávi­da de so­ni­do para huir del si­len­cio que sen­tía en su in­te­rior. Se le ocu­rrían po­cas com­pa­ñías más allá de una gui­ta­rra que pu­die­ran en­ten­der y co­no­cer tan­to a una per­so­na solo con to­car sus de­dos.

A Max no le aver­gon­za­ba con­fe­sar que la mú­si­ca le ha­bía sal­va­do la vida. Es­cu­char­la y crear­la. Sa­bía que te­nía una voz bo­ni­ta, y no solo por los cum­pli­dos de su ma­dre. Cuan­do era pe­que­ña, can­ta­ba a to­das ho­ras. En el co­le­gio, en la ca­lle, en casa. Bajo un velo de ala­ban­zas y el con­ven­ci­mien­to de que ha­bía na­ci­do para ha­cer­se oír, Max em­pe­zó a so­ñar con un fu­tu­ro de­di­ca­do a la mú­si­ca. Su men­te in­fan­til se lle­nó con imá­ge­nes de ella so­bre un es­ce­na­rio. Que­ría des­per­tar algo con sus le­tras, no ser una ar­tis­ta más. Que­ría con­se­guir emo­cio­nar y ha­cer lo que le dic­ta­ra el co­ra­zón a tra­vés de su voz. Era com­pli­ca­do, pero pen­sa­ba lu­char por su sue­ño. Can­tar lo era todo.

Pero to­das esas fan­ta­sías que­da­ron arrui­na­das cuan­do su pa­dre se fue. El año que si­guió a su mar­cha fue el peor. Max no sen­tía nada la­tien­do en su pe­cho. Era in­ca­paz de reír, de llo­rar, de mos­trar algo más que una apre­ta­da y tem­blo­ro­sa lí­nea con sus la­bios y ta­ra­rear en apa­ga­dos su­su­rros. Te­mió que su pa­dre se hu­bie­ra lle­va­do con él sus sue­ños, su voz y sus sen­ti­mien­tos. Re­co­bró los dos úl­ti­mos con el paso del tiem­po, pero no de la ma­ne­ra en la que es­pe­ra­ba. Sus sen­ti­mien­tos aho­ra siem­pre es­ta­ban en­vuel­tos en un hie­lo que ar­día. Y su voz se­guía so­nan­do bien, pero era dis­tin­ta. La mú­si­ca nun­ca ha­bía vuel­to a te­ner el mis­mo sig­ni­fi­ca­do. De pe­que­ña era su pa­sión, su ale­gría. Aho­ra ya solo can­ta­ba cuan­do ne­ce­si­ta­ba aire. To­ca­ba la gui­ta­rra para aho­gar las preo­cu­pa­cio­nes en sus acor­des. Es­cri­bía sus pro­pias can­cio­nes por­que era la úni­ca ma­ne­ra que te­nía de sen­tir­se li­bre. Para com­pren­der lo que sen­tía, para pro­te­ger­se de lo que sen­tía, para abs­traer­se de la reali­dad y del pa­sa­do. Max tra­ta­ba de eva­dir­se de ellos pero, al igual que su som­bra, siem­pre es­ta­ban ahí. Tras ella. Y, como la os­cu­ri­dad, solo al es­cri­bir so­bre ellos era ca­paz de ahu­yen­tar­los.

Es­cri­bía para vi­vir.

Es­cri­bía para re­cor­dar cómo era vi­vir.