Un acorde menor - Carolina Casado - E-Book

Un acorde menor E-Book

Carolina Casado

0,0
5,99 €

oder
-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Becca Price se ha rendido. A sus 17 años, solo es capaz de sentir alivio deslizando una cuchilla de afeitar sobre su piel. Tras un intento de suicidio, su madre decide internarla en el Centro de Salud Mental Delva, un psiquiátrico de Londres, en contra de su voluntad. Por suerte, no estará sola. Anna, su compañera de cuarto, es descarada y decidida, aunque los límites que le impone su mente son más férreos que las paredes del psiquiátrico. Elizabeth prefiere ocultar su cuerpo tras anchas sudaderas para que nadie pueda decirle lo que su reflejo le repite día tras día. Gus vive obsesionado con la idea de poder ser contagiado por todo tipo de gérmenes. Y Alec esconde un océano embravecido tras sus ojos azules que no duda en calmarse cuando Becca se cruza en su camino. Aquel lugar, una prisión para ella al principio, pronto se transformará en lo más parecido a un hogar que ha tenido nunca. Martha, psicóloga del centro, buscará encontrar la causa de esa tristeza que lleva años consumiéndola, aunque Becca no se lo pondrá fácil. Sus demonios, siempre presentes, solo le ofrecen un descanso cuando la música los aleja. Becca y sus amigos descubrirán la importancia de perdonar y perdonarse, además de aprender una valiosa lección: que siempre podrán volver a caer, pero nunca romperse".

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Ín­di­ce de con­te­ni­do
Nota de la au­to­ra
1
2
3
4
5
6
7
8
9
10
11
12
13
14
15
16
17
18
19
20
21
22
23
Epí­lo­go
Agra­de­ci­mien­tos
LOS PER­SO­NA­JES

Tí­tu­lo: Un acor­de me­nor

© Ca­ro­li­na Ca­sa­do, 2019.

Cu­bier­ta:

Di­se­ño: Edi­cio­nes Ver­sá­til

© Shut­ters­tock, de la fo­to­gra­fía de la cu­bier­ta

1.ª edi­ción: mayo 2019

De­re­chos ex­clu­si­vos de edi­ción en es­pa­ñol re­ser­va­dos para todo el mun­do:

© 2019: Edi­cio­nes Ver­sá­til S.L.

Av. Dia­go­nal, 601 plan­ta 8

08028 Bar­ce­lo­na

www.ed-ver­sa­til.com

Nin­gu­na par­te de esta pu­bli­ca­ción, in­clui­do el di­se­ño de la cu­bier­ta, pue­de ser re­pro­du­ci­da, al­ma­ce­na­da o trans­mi­ti­da en ma­ne­ra al­gu­na ni por nin­gún me­dio, ya sea elec­tró­ni­co, quí­mi­co, me­cá­ni­co, óp­ti­co, de gra­ba­ción o fo­to­co­pia, sin au­to­ri­za­ción es­cri­ta del edi­tor.

Para to­das las per­so­nas que se sien­ten al bor­de del abis­mo.

Re­cor­dad que siem­pre ha­brá una mano que nos im­pi­da caer.

«Es­ta­mos tan acos­tum­bra­dos a dis­fra­zar­nos para los de­más que al fi­nal nos dis­fra­za­mos para no­so­tros mis­mos».

Fra­nçois de La Ro­che­fou­cauld.

«El sig­ni­fi­ca­do de que el río flu­ye no es que todo cam­bia y por eso no po­de­mos en­con­trar las mis­mas co­sas dos ve­ces, sino que al­gu­nas co­sas solo son lo mis­mo por­que cam­bian».

He­rá­cli­to

Nota de la autora

En pri­mer lu­gar, mu­chas gra­cias por dar­le una opor­tu­ni­dad a este li­bro e in­tere­sar­te por el con­te­ni­do de sus pá­gi­nas. An­tes de su­mer­gir­te en la vida de Bec­ca, me gus­ta­ría ha­cer un par de ano­ta­cio­nes. Un acor­de me­nor es mu­cho más que una his­to­ria de fic­ción; es una ma­rea de sen­ti­mien­tos y un fiel re­fle­jo de lo que atra­vie­sa una per­so­na con un pro­ble­ma de sa­lud men­tal cuan­do sien­te que la vida la des­bor­da.

La no­ve­la tra­ta te­mas como la de­pre­sión, el sui­ci­dio, la au­to­le­sión y otros pro­ble­mas de sa­lud men­tal, como los tras­tor­nos ali­men­ti­cios y la an­sie­dad.

Por ello, te rue­go que si en al­gún mo­men­to de la lec­tu­ra te sien­tes in­có­mo­do o crees que esta his­to­ria está afec­tan­do de for­ma ne­ga­ti­va a tu es­ta­do de áni­mo por­que te sien­tes re­fle­ja­do, pi­das ayu­da. Hay sa­li­da a esa tris­te­za que pa­re­ce in­fi­ni­ta, hay mun­do más allá de la de­s­es­pe­ran­za que pa­re­ce do­mi­nar­lo todo. Te ase­gu­ro que siem­pre exis­te otra op­ción, aun­que al prin­ci­pio no la vea­mos. Solo hay que pe­dir ayu­da si que­re­mos apren­der a mi­rar.

Los psi­có­lo­gos son los pro­fe­sio­na­les ade­cua­dos para ayu­dar­te. Si ne­ce­si­tas ha­blar con al­guien in­me­dia­ta­men­te, tam­bién tie­nes otros re­cur­sos com­ple­ta­men­te gra­tui­tos y con­fi­den­cia­les, como el Te­lé­fono de la Es­pe­ran­za (717 003 717) y la Fun­da­ción ANAR (900 20 20 10).

1

Mamá me dijo una vez, cuan­do te­nía doce años, que el ja­rrón que aca­ba­ba de rom­per con mis pa­to­sas ma­nos (una re­li­quia an­ti­quí­si­ma que le ha­bía re­ga­la­do su abue­la an­tes de mo­rir) ja­más po­dría arre­glar­se, que no de­co­ra­ría la có­mo­da de la en­tra­da nun­ca más.

Yo le de­cía que no pa­sa­ba nada en­tre un mar de lá­gri­mas, le in­sis­tía en que no se preo­cu­pa­se, que po­dría­mos res­tau­rar el ja­rrón. Co­ge­ría­mos pe­ga­men­to, uni­ría­mos sus pie­zas con cui­da­do, y lo de­ja­ría­mos se­car has­ta que vol­vie­ra a te­ner­se en pie.

Y en­ton­ces se­ría como si no hu­bie­ra pa­sa­do nada.

Pero ella me miró con odio, apa­tía y can­san­cio, y me res­pon­dió que las co­sas que se rom­pen nun­ca pue­den cu­rar­se del todo. Po­dría­mos pe­gar las pie­zas en­tre sí, pero no vol­ve­ría a ser un ja­rrón. Solo una su­per­fi­cie ce­rá­mi­ca con mul­ti­tud de grie­tas. Ya no se­ría un ob­je­to de­co­ra­ti­vo, tan solo po­dría con­si­de­rar­se un ade­fe­sio, un pa­té­ti­co in­ten­to de vol­ver a re­cu­pe­rar su be­lle­za, aho­ra rota por mi es­tú­pi­do pe­que­ño des­cui­do.

Algo roto no me­re­ce la pena por­que ha per­di­do su esen­cia, ha nau­fra­ga­do en el ol­vi­do y ha de­ci­di­do em­ba­rran­car ahí. Por aquel en­ton­ces, yo to­da­vía no lo en­ten­día. Me li­mi­té a asen­tir, mien­tras mi ma­dre re­co­gía los pe­da­zos del ja­rrón en­tre sus­pi­ros. Me ne­gué a creer su dis­cur­so pe­si­mis­ta por­que yo, al fin y al cabo, era solo una niña. Creía que las co­sas siem­pre pue­den arre­glar­se. Que la vida siem­pre da se­gun­das opor­tu­ni­da­des.

Me equi­vo­ca­ba.

Aho­ra, cin­co años des­pués, lo com­pren­do todo.

Des­li­zo la cu­chi­lla fuer­te­men­te so­bre mi mu­ñe­ca iz­quier­da. La san­gre no tar­da en sa­lir a bor­bo­to­nes, como un án­gel te­ñi­do de rojo abrién­do­me las puer­tas del cie­lo. Ríos es­car­la­tas des­cien­den por mi bra­zo, desem­bo­can­do en las bal­do­sas del cuar­to de baño.

Ob­ser­vo cómo caen las go­tas. El do­lor de­be­ría fre­nar mis im­pul­sos, pero lle­ga de­ma­sia­do tar­de. La vida me lle­va do­lien­do mu­cho tiem­po. El su­fri­mien­to es par­te de mí, se ha adue­ña­do de to­das las cé­lu­las de mi odio­so cuer­po. Un cor­te no sig­ni­fi­ca nada, no me hace más daño. Al re­vés: me li­be­ra. Mis bra­zos, mis mus­los, mi es­tó­ma­go… to­dos son tes­ti­gos de las ve­ces que he in­ten­ta­do es­tar bien, de las oca­sio­nes en las que he tra­ta­do de se­guir ade­lan­te pur­gan­do toda esta ne­gru­ra. Pero des­de hace tiem­po, esto ya no fun­cio­na. Y si no pue­do en­con­trar el ali­vio en una cu­chi­lla de afei­tar… ¿qué me que­da?

Nada. Ab­so­lu­ta­men­te nada.

Cam­bio de mano y re­pi­to el pro­ce­so en el bra­zo de­re­cho. Aprie­to la cu­chi­lla tan fuer­te que no pue­do evi­tar sol­tar un gri­to, ob­ser­van­do cómo mi piel se abre. Este sí que ha do­li­do. La muer­te tie­ne que do­ler, ¿no? Si fue­ra pla­cen­te­ra, mu­chas más per­so­nas aban­do­na­rían el mun­do cada año. El mie­do nos pa­ra­li­za, al igual que las fal­sas pro­me­sas de re­li­gio­nes va­cías que ju­ran que vas a ir al in­fierno si te atre­ves a qui­tar­te la vida. No sa­ben que, pre­ci­sa­men­te, es la vida que es­toy vi­vien­do la que pa­re­ce en­vuel­ta en lla­mas. Cual­quier otro lu­gar es el cie­lo para mí.

Es­toy san­gran­do tan­to que ten­go las ma­nos res­ba­la­di­zas, y mis de­dos de­jan caer la cu­chi­lla que sos­tie­nen. Me apo­yo con­tra la pa­red y me des­li­zo len­ta­men­te has­ta el sue­lo, con los ojos ce­rra­dos. No hago nada para fre­nar la he­mo­rra­gia, solo quie­ro que toda la san­gre que pue­da te­ner en las ve­nas sal­ga. Que aban­do­ne mi cuer­po y lo deje, sin vida, en el baño.

Con suer­te, la tris­te­za se irá tam­bién. Para siem­pre. Es lo úni­co que pido.

Por fa­vor. Ha­ced­me algo de caso, por una vez.

***************

Cuan­do no tie­nes mo­ti­vos para se­guir sos­te­nién­do­te en pie.

Cuan­do des­pre­cias cons­tan­te­men­te tu cuer­po.

Cuan­do abrir los ojos es una tor­tu­ra por­que solo quie­res ce­rrar­los para siem­pre.

Cuan­do tu ca­be­za no deja de re­pe­tir­te lo inú­til que eres.

Cuan­do es­tás sola ro­dea­da de per­so­nas que no pue­den ver­te.

Cuan­do las co­sas que an­tes te ha­cían fe­liz ya no me­re­cen la pena.

Cuan­do la vida ha per­di­do su co­lor.

Es en­ton­ces cuan­do la pre­gun­ta deja de ser: ¿por qué?

Y co­mien­zas a pre­gun­tar­te, ¿por qué no?

***************

2

Este fue mi pa­té­ti­co ter­cer in­ten­to de sui­ci­dio en un solo año. Aun­que yo pen­sa­ba que esta vez iba a con­se­guir­lo. La gen­te dice que a la ter­ce­ra va la ven­ci­da. Su­pon­go que tam­po­co pue­do creer ya en los di­chos po­pu­la­res.

La so­cie­dad con­tra Bec­ca Pri­ce. Bah. Que les den.

Debí de des­ma­yar­me en el cuar­to de baño, por­que no re­cuer­do que mi ma­dre me en­con­tra­ra, ni que lla­ma­ra a la am­bu­lan­cia. Tam­po­co me acuer­do de que al­guien me sal­va­ra, pero debí de pe­dir­lo a gri­tos lo hi­cie­ron.

Cuan­do me des­pier­to, es­toy en el hos­pi­tal. Ten­go los bra­zos ven­da­dos has­ta el codo y un apa­ra­to en la na­riz que me in­su­fla aire. Es bas­tan­te mo­les­to. Mi ma­dre está sen­ta­da a mi lado, en una vie­ja si­lla, con las ma­nos en la cara. Fin­ge que llo­ra; sa­cu­de sus hom­bros y su­fre es­pas­mos, pero es in­ca­paz de sol­tar una lá­gri­ma o ha­cer un solo rui­do.

Si­len­cio, todo lo que hace siem­pre es en si­len­cio. Ex­cep­to cuan­do yo me cru­zo en su ca­mino. Ahí sí que no tie­ne nin­gún tipo de re­pa­ro en gri­tar­me, hu­mi­llar­me o ha­cer­me sen­tir una inú­til. Yo siem­pre le digo que no ne­ce­si­ta al­zar la voz para de­cir­me esas co­sas. Mi men­te me lo re­pi­te to­dos los días, a cada se­gun­do. Te­ner dos vo­ces en es­té­reo que te ha­cen sen­tir una mier­da es can­sa­do. Me so­bra y me bas­ta con una, gra­cias.

Al lado de mi ma­dre, se en­cuen­tra mi nue­vo pa­dre Tom. Pa­re­ce preo­cu­pa­do. Se to­que­tea la bar­ba con las ma­nos ner­vio­sas, mi­ran­do un pun­to in­fi­ni­to en la es­tre­cha ha­bi­ta­ción en la que nos en­con­tra­mos. Pre­fie­ro no te­ner que ha­blar con ellos y que­dar­me en esta cama para siem­pre, pero ten­go la boca seca. Así que toso con sua­vi­dad y me re­vuel­vo como un gato. No pue­do evi­tar po­ner una mue­ca de do­lor cuan­do mis bra­zos ro­zan las sá­ba­nas.

—Hola —mur­mu­ro, en­tre­ce­rran­do los ojos. Aca­bo de di­vi­sar una bo­te­lla de agua en el es­cri­to­rio que se en­cuen­tra al fon­do de la ha­bi­ta­ción. Es­toy a pun­to de vol­ver a abrir la boca para pe­dir que me la acer­quen, pero mi ma­dre no me da tre­gua.

—¡¿Hola?! ¡Cómo pue­des de­cir algo así des­pués del sus­to que nos has dado! ¿Es que eres idio­ta?

Los in­sul­tos se su­ce­den sin con­trol en su arru­ga­da boca. Tom con­ti­núa con la mi­ra­da fija en la pa­red. Yo in­ten­to con­cen­trar­me en los pen­dien­tes pla­tea­dos de mi ma­dre, pero es di­fí­cil. Lo que me está di­cien­do es­tú­pi­da irres­pon­sa­ble en­fer­ma idio­ta gi­li­po­llas abre mis he­ri­das de nue­vo y, de no ha­ber lle­ga­do el doc­tor, me ha­bría ti­ra­do por la ven­ta­na. Si exis­tie­ra al­gu­na, cla­ro. El mé­di­co tran­qui­li­za a mi ma­dre y le ex­pli­ca que en es­tos mo­men­tos, un ser­món es lo úl­ti­mo que ne­ce­si­to.

Como si él su­pie­ra lo que yo ne­ce­si­to. Ten­go ga­nas de reír­me en su cara, pero me con­ten­go. Ade­más de sui­ci­da, no quie­ro que me con­si­de­re una loca. Los lo­cos son pe­li­gro­sos para las per­so­nas, yo solo soy pe­li­gro­sa para mí mis­ma. No hago daño a na­die.

El hom­bre de bata blan­ca ha­bla con mi ma­dre y con Tom du­ran­te una eter­ni­dad, ig­no­rán­do­me de­li­be­ra­da­men­te. Les ex­pli­ca que he in­ten­ta­do ma­tar­me (no me di­gas, Eins­tein) y que casi lo con­si­go. Per­dí mu­cha san­gre, tu­vie­ron que ha­cer­me una trans­fu­sión. La ver­dad es que me sien­to un poco cul­pa­ble al sa­ber que al­guien, con toda su bue­na fe, ha do­na­do par­te de su san­gre para sal­var vi­das, y yo se la he ro­ba­do. Se la ten­drían que ha­ber dado a una per­so­na que de ver­dad qui­sie­ra vi­vir. Es­toy a pun­to de de­cír­se­lo al doc­tor, pero ima­gino que solo con­se­gui­ría en­fu­re­cer aún más a mi ma­dre. Así que me ca­llo y es­cu­cho es­toi­ca­men­te todo lo que el hom­bre dice so­bre mí. Han exa­mi­na­do mi cuer­po y han en­con­tra­do múl­ti­ples he­ri­das, al­gu­nas re­cien­tes y otras an­ti­guas. Cor­tes y ci­ca­tri­ces su­per­fi­cia­les o pro­fun­das que de­co­ran mi piel como si de un ma­ca­bro lien­zo se tra­ta­ra.

El mé­di­co in­for­ma a mi ma­dre de mis au­to­le­sio­nes y ella se sor­pren­de. Como si no lo su­pie­ra. Tom al me­nos tie­ne la dig­ni­dad de aga­char la ca­be­za. Creo ver el peso de la cul­pa hun­dien­do sus hom­bros.

Me ale­gro por ello.

—Es pro­ba­ble que su hija ten­ga de­pre­sión. Un psi­quia­tra eva­lua­rá cuál es su es­ta­do men­tal y se lo co­mu­ni­ca­re­mos de in­me­dia­to, para que us­te­des de­ci­dan qué ha­cer —pro­fie­re el doc­tor, y aban­do­na la sala. Mi ma­dre se gira para vol­ver a gri­tar­me tras aque­lla in­te­rrup­ción, pero Tom ac­túa como un au­tén­ti­co hé­roe y se la lle­va.

Pien­so que me he que­da­do sola y lo ce­le­bro con una tí­mi­da mue­ca de ali­vio, pero una en­fer­me­ra en­tra: «A con­tro­lar tus pul­sa­cio­nes y com­pro­bar que las vías es­tán bien pues­tas». A vi­gi­lar­me, va­mos.

La chi­ca se que­da con­mi­go, tie­sa como un palo, has­ta que lle­ga el psi­quia­tra. Un hom­bre ca­no­so y de ga­fas cua­dra­das que se sien­ta fren­te a mí, con una car­pe­ta, y se de­di­ca a ha­cer­me pre­gun­tas es­tú­pi­das y evi­den­tes. «¿Te sien­tes tris­te sin mo­ti­vo?», «¿Llo­ras a me­nu­do?», «¿Has ba­ja­do de peso re­cien­te­men­te?», «¿Tie­nes in­som­nio o duer­mes de­ma­sia­do?», «¿Pa­sas tus días en la cama, sin ga­nas de ha­cer nada?», «¿Sien­tes que la vida no tie­ne sen­ti­do?». Con­tes­to con in­di­fe­ren­cia, pero sien­do sin­ce­ra. Sí, pue­de que esto que sien­to sea tris­te­za. No, no llo­ro de­lan­te de mis pa­dres. Sigo co­mien­do como siem­pre, pero he ba­ja­do un par de ki­los este úl­ti­mo mes. Bueno, lle­vo sin ir a cla­se un par de se­ma­nas por­que no ten­go ga­nas de vi­vir, pero mi ma­dre no me dijo nada por­que creía que es­ta­ba en­fer­ma. Sí, la vida es tan com­pli­ca­da que a ve­ces pien­so que es me­jor que ter­mi­ne de una mal­di­ta vez.

El psi­quia­tra se li­mi­ta a asen­tir con la ca­be­za y a apun­tar to­das mis res­pues­tas en su li­bre­ta. Me pi­can los bra­zos y sien­to ga­nas de ra­jár­me­los de nue­vo, pero eso no se lo digo. Des­pués de dos ho­ras de in­te­rro­ga­to­rio, el hom­bre­ci­llo se le­van­ta y se mar­cha sin de­cir nada. Ten­go que es­pe­rar otra hora (con mi nue­va e inigua­la­ble ami­ga la en­fer­me­ra si­len­cio­sa) has­ta que lle­ga el pri­mer doc­tor que me aten­dió, de aho­ra en ade­lan­te co­no­ci­do como Doc­tor 1.

El Doc­tor 1 me dice qué es lo que me está ocu­rrien­do: se­gún el in­for­me psi­co­ló­gi­co y mis an­te­ce­den­tes (ha es­ta­do ha­blan­do con mi ma­dre, pero no ten­go ni idea de lo que le ha po­di­do de­cir; ella no sabe nada de mi vida), lo más pro­ba­ble es que pa­dez­ca dis­ti­mia o tras­torno de­pre­si­vo per­sis­ten­te. Como su pro­pio nom­bre in­di­ca, la dis­ti­mia es una en­fer­me­dad men­tal mier­da que se ca­rac­te­ri­za por un es­ta­do de áni­mo de­pre­si­vo, tris­te, apá­ti­co du­ran­te la ma­yor par­te del día, y una in­ca­pa­ci­dad para rea­li­zar ac­ti­vi­da­des y sen­tir pla­cer por ello. Hay al­gu­nas per­so­nas con es­tos sen­ti­mien­tos que uti­li­zan las au­to­le­sio­nes como una he­rra­mien­ta de au­to­rre­gu­la­ción; una ma­ne­ra de tra­tar de ma­ne­jar las emo­cio­nes para que no se des­bor­den, se­gún él.

Yo es­cu­cho el diag­nós­ti­co del Doc­tor 1 con in­te­rés fin­gi­do. Po­ner­le nom­bre a lo que lle­va ocu­rrien­do en mi ca­be­za des­de los ca­tor­ce años no ali­via nada de todo lo que me ha su­ce­di­do des­de en­ton­ces. Al re­vés, lo hace más ho­rri­ble. Qui­ta mé­ri­to a mis de­ci­sio­nes. El mé­di­co pre­ten­de ha­cer­me creer que hay algo malo en mí que me obli­ga a in­fli­gir­me todo ese daño. Algo or­gá­ni­co que se po­dría eli­mi­nar tra­tán­do­me como una rata de la­bo­ra­to­rio. Yo soy la úni­ca res­pon­sa­ble del mal que me co­rrom­pe, yo eli­jo qué par­te de mi cuer­po cor­tar, yo y solo yo es­toy des­tro­zán­do­me vi­vien­do mi vida. No quie­ro nin­gu­na ex­pli­ca­ción va­cía que pue­da dar res­pues­ta a una pre­gun­ta que ni si­quie­ra me he for­mu­la­do.

Así que des­co­nec­to del res­to de la con­ver­sa­ción con Doc­tor 1 y me li­mi­to a con­tar el go­te­lé de la pa­red.

—Eso es todo, jo­ven­ci­ta. Te que­da­rás un par de días más en ob­ser­va­ción y des­pués tus pa­dres ven­drán a re­co­ger­te y te da­re­mos el alta. Bue­nas tar­des. —Quie­ro de­cir­le cua­tro co­sas y pro­tes­tar, de­jar­le cla­ro que Tom no es mi pa­dre. Pero le he co­gi­do ca­ri­ño a lo que la au­sen­cia del so­ni­do de mi voz su­po­ne para la hu­ma­ni­dad, por lo que sigo ca­lla­da.

Así trans­cu­rren dos lar­gos días, con sus dos lar­gas no­ches. Mi ma­dre no vie­ne a ver­me ni una sola vez en ese tiem­po, Tom tam­po­co. No me de­ja­ron sa­lir de la ha­bi­ta­ción, la amis­to­sa en­fer­me­ra me dijo que exis­tía «ries­go de fuga». Me en­co­gí de hom­bros y men­tal­men­te la lla­mé ri­dí­cu­la, aun­que los se­dan­tes y las de­más mier­das que me pin­cha­ban me te­nían bas­tan­te dro­ga­da y pre­fe­ría no ca­mi­nar.

Pedí un li­bro y un mon­tón de re­vis­tas y pasé esos días le­yen­do, tran­qui­la. No te­nía mo­ne­das para la te­le­vi­sión, y la mo­no­to­nía hizo que co­men­za­ra a di­va­gar con so­fis­ti­ca­dos y pun­zan­tes ob­je­tos que po­drían fa­bri­car­se con el plás­ti­co del go­te­ro y un pe­da­zo de sá­ba­na.

Las ga­nas de mo­rir no des­apa­re­cie­ron, pero me per­mi­tie­ron un des­can­so. Aguar­da­ban, la­ten­tes, bajo mi piel. Sa­bía que no po­dría re­sis­tir­me mu­cho más a los en­can­tos que el adiós eterno me ofre­cía, pero la cla­ve es­ta­ba en pre­ten­der que po­dría ha­cer­lo. Fin­gir es una cua­li­dad mal vis­ta, una ha­bi­li­dad que lle­vo en mis ge­nes y que prac­ti­co con mu­cha asi­dui­dad. No es del todo cul­pa mía, tuve a la me­jor maes­tra.

Qué le voy a ha­cer. Apar­te de mala hija, soy una men­ti­ro­sa.

Mi ma­dre pa­re­ce leer­me el pen­sa­mien­to, por­que apa­re­ce en el hos­pi­tal jus­to en el mo­men­to en el que me qui­to las ven­das de los bra­zos tras ha­ber en­ga­ña­do a la en­fer­me­ra para que me tra­je­ra otra ban­de­ja de co­mi­da en la que no hu­bie­ra pes­ca­do con sal­sa de mos­ta­za. Se tra­gó que soy alér­gi­ca a la mos­ta­za, aun­que en mi in­for­me dice cla­ra­men­te que no ten­go nin­gún tipo de aler­gia. Solo ne­ce­si­ta­ba algo más de tiem­po para com­pro­bar en qué es­ta­do se en­con­tra­ban mis cor­tes, y si era po­si­ble abrir al­guno de nue­vo con las uñas para ali­viar el do­lor que sen­tía den­tro, esa tris­te­za que no po­día eti­que­tar y que solo me de­ja­ba en paz cuan­do la san­gre co­men­za­ba a co­rrer.

Le digo a mi ma­dre que solo quie­ro re­co­lo­car­me las ven­das por­que me mo­les­tan, pero su pun­zan­te mi­ra­da me hace ver que no me cree lo más mí­ni­mo.

Es­toy per­dien­do fa­cul­ta­des.

—Es­ta­te quie­ta y vís­te­te, nos va­mos. —Este es su sa­lu­do. Bue­nos días a ti tam­bién, mamá.

—No ten­go mi ropa, solo este ri­dícu­lo ba­tín —pro­tes­to.

Mi ma­dre me tira una bol­sa de tela a la cara. Ten­go di­fi­cul­ta­des para atra­par­la y casi me gol­pea de lleno, pero mis re­fle­jos sal­van a mi an­cha na­riz de re­sul­tar ma­gu­lla­da. Den­tro de la bol­sa hay unos va­que­ros os­cu­ros, un jer­sey ne­gro y unas bo­tas. Prác­ti­ca­men­te, mi ar­ma­rio en­te­ro. Mi ma­dre sale de la ha­bi­ta­ción para que me cam­bie, y eso hago. Las ven­das que­dan ca­mu­fla­das bajo la lana, pero no pue­do evi­tar fi­jar­me en las ci­ca­tri­ces que re­co­rren el res­to de mi piel.

Cada vez que las ob­ser­vo, una sen­sa­ción in­des­crip­ti­ble in­va­de mi pe­cho. ¿Año­ran­za? ¿Com­pa­ñía? Mis de­dos re­co­rren su ru­go­sa su­per­fi­cie con ex­tre­mo cui­da­do, con la mis­ma de­li­ca­de­za con la que su­je­ta­ría una mu­ñe­ca de por­ce­la­na. Son par­te de mí, ami­gas in­se­pa­ra­bles. Na­die pue­de en­ten­der­lo, por eso se atre­ven a juz­gar­me. Don­de al­gu­nos ven ho­rror, yo veo un dia­rio. Es la ma­ne­ra que ten­go de es­cri­bir mi his­to­ria cuan­do las pa­la­bras se nie­gan a que­dar­se so­bre el pa­pel.

Oja­lá mi ma­dre pu­die­ra en­ten­der­lo.

Cuan­do ter­mino de ves­tir­me, sal­go al pa­si­llo. Mi ma­dre me es­pe­ra con cara de fas­ti­dio. La en­fer­me­ra que me ha vi­gi­la­do to­dos es­tos días se des­pi­de de mí con efu­si­vi­dad, deseán­do­me una pron­ta re­cu­pe­ra­ción y una bue­na se­ma­na. Me es­pe­ra una de puta pena, es­toy a pun­to de de­cir­le. Pero le doy las gra­cias y me per­mi­to in­clu­so una son­ri­sa que tra­ta de ocul­tar la iro­nía.

Ca­mino has­ta la sa­li­da jun­to a una des­co­no­ci­da que tie­ne la cara de mi ma­dre, es­qui­van­do, ca­biz­ba­ja, a un tu­mul­to de an­cia­nos que­ji­cas, una mu­jer con el ros­tro ce­ni­cien­to y una bol­sa ma­rrón en­tre las ma­nos, un niño pe­que­ño san­gran­do por la na­riz y una pa­re­ja con el bra­zo es­ca­yo­la­do (los dos; có­mi­co, ¿eh?). La luz del ex­te­rior me gol­pea de lleno; ten­go que pro­te­ger­me los ojos como si fue­ra un vam­pi­ro. Un pá­li­do, des­gar­ba­do y tam­ba­lean­te vam­pi­ro. Si tu­vie­ra que pro­ta­go­ni­zar una pe­lí­cu­la de se­rie B se ti­tu­la­ría Bec­ca, el mons­truo chu­pa­san­gre que se ali­men­ta de sí mis­mo. Un poco lar­go, pero efi­cien­te. El ar­gu­men­to ver­sa­ría so­bre la fi­lo­so­fía de vida de la vam­pi­re­sa, que pa­sa­ría de bus­car la co­mi­da fue­ra de casa a ali­men­tar­se con la san­gre que mana de sus pro­pios bra­zos.

El fi­nal, ob­via­men­te, ter­mi­na con la vam­pi­re­sa muer­ta por ina­ni­ción al dar­se cuen­ta de que lo que ella con­tie­ne en sus ve­nas no ser­vi­ría para ali­men­tar ni a los mos­qui­tos de lo po­dri­do que está. Eso sí que es có­mi­co.

El co­che de Tom está apar­ca­do fue­ra, y me re­fu­gio en sus cris­ta­les tin­ta­dos como si se tra­ta­ra de un ataúd. Una li­be­ra­ción fan­tas­ma­gó­ri­ca. Y aquí es­ta­mos aho­ra, con los mo­to­res en mar­cha y un ca­mino re­ple­to de ten­sión por de­lan­te. Tom con­du­ce y mamá va a su lado, de co­pi­lo­to. Yo es­toy de­trás, re­cos­ta­da con­tra el cris­tal. El jer­sey que me ha traí­do mi ma­dre es de­ma­sia­do ca­lu­ro­so para prin­ci­pios de oto­ño, pero en­tien­do que lo ha he­cho para cu­brir las ven­das de mis bra­zos. De­be­ría re­man­gár­me­lo y mos­trar­le que no me aver­güen­zo de lo que he he­cho, pero tam­po­co es que me sien­ta muy or­gu­llo­sa. De­jé­mos­lo es­tar, en­ton­ces.

Ante el se­pul­cral si­len­cio de esta cha­ta­rra so­bre rue­das, me de­di­co a mi­rar por la ven­ta­na. El hos­pi­tal en el que me en­ce­rra­ron está en Mary­le­bo­ne, cer­ca de casa, un ba­rrio de­ma­sia­do co­lo­ri­do y aco­ge­dor para mi gus­to.

Me gus­ta ob­ser­var el pai­sa­je que me ro­dea cuan­do via­jo, es una ma­ne­ra sen­ci­lla y ba­ra­ta de per­der­se en otro mun­do. Cuan­do era pe­que­ña, via­já­ba­mos mu­cho. Las fron­te­ras no exis­tían para no­so­tros, éra­mos los due­ños del pla­ne­ta y nos en­can­ta­ba so­bre­vo­lar­lo.

Pero todo cam­bió cuan­do… ocu­rrió lo del ac­ci­den­te eso.

Un gru­po de ci­clis­tas que avan­zan pe­ga­dos al ar­cén atraen mi aten­ción. Lle­nos de vi­ta­li­dad, pe­da­lean con fuer­za, con en­tu­sias­mo, er­gui­dos so­bre sus im­po­nen­tes bi­ci­cle­tas. Sus múscu­los es­tán ten­sos, pero en sus ros­tros se pue­de ver una son­ri­sa im­bo­rra­ble que se va ha­cien­do más y más am­plia a me­di­da que con­ti­núan su ca­mino. Pa­re­cen ca­pa­ces de ha­cer todo lo que se pro­pon­gan. Me dan un poco de en­vi­dia. Yo an­tes ado­ra­ba el de­por­te. Pero lle­vo años sin sa­lir a co­rrer o ha­cer algo dis­tin­to a ir del ins­ti­tu­to a casa.

Para col­mo, la su­per­fi­cie de cris­tal del co­che es lo su­fi­cien­te­men­te os­cu­ra como para ver­me re­fle­ja­da. Un ti­ra­bu­zón rojo ha es­ca­pa­do de mi im­pro­vi­sa­do moño, y la sola vi­sión de mi ca­be­llo co­bri­zo hace que se me re­vuel­van las tri­pas. De­be­ría te­ñir­me el pelo de una mal­di­ta vez y de­jar de re­co­gér­me­lo. Odio ver­me en los es­pe­jos por esa ra­zón, aun­que hay mu­chas más. Pero esa es la prin­ci­pal.

—Eh —digo de re­pen­te, cuan­do veo que no he­mos to­ma­do la ro­ton­da que nos lle­va a casa—. Nos he­mos pa­sa­do la sa­li­da. Da la vuel­ta, Tom.

—No va­mos a casa —res­pon­de mi ma­dre, rí­gi­da. Su tono de voz es con­te­ni­do, so­se­ga­do, como si es­tu­vie­ra adies­tran­do a un pe­rro.

—¿Y a dón­de va­mos?

—Rec­ti­fi­co, no­so­tros sí nos va­mos a casa. Tú vas a otro si­tio.

Me yer­go en el asien­to.

—Dime aho­ra mis­mo a dón­de coño me lle­váis.

—Bec­ca, esa boca —me riñe Tom.

Me muer­do el la­bio con fuer­za para no gri­tar. Tú no eres mi pa­dre, ni se te ocu­rra in­ten­tar edu­car­me.

—Tom y yo he­mos es­ta­do ha­blan­do lar­go y ten­di­do so­bre… ti. So­bre lo que te está ocu­rrien­do. —Mi ma­dre si­gue mos­trán­do­se cau­te­lo­sa. Y hace bien—. He­mos de­ci­di­do que lo me­jor que po­de­mos ha­cer por tu sa­lud… es in­ter­nar­te en un cen­tro psi­quiá­tri­co.

Me río con ga­nas has­ta atra­gan­tar­me. Una risa que no tie­ne nada que ver con la ale­gría, una mues­tra de in­cre­du­li­dad más que de fe­li­ci­dad. No pue­de es­tar ha­blan­do en se­rio. No.

—Es­tás de coña —re­pli­co, so­plán­do­le mi alien­to en la nuca. No me gus­ta dis­cu­tir en el co­che, no pue­do ver­le la cara y me pone ner­vio­sa ser in­ca­paz de sa­ber lo que está sin­tien­do.

—Ja­más se me ocu­rri­ría bro­mear so­bre esto y lo sa­bes. No seas ni­ña­ta. Vas a vi­vir allí has­ta que te cu­res. No hay más que ha­blar.

Otro in­sul­to más para la co­lec­ción. «Ni­ña­ta». Se ins­ta­la en una pe­que­ña ven­ta­na de mi men­te y toma la for­ma de un al­ter ego ves­ti­do con un peto man­cha­do de pin­tu­ra y mon­ta­do en un pa­ti­ne­te que no sabe usar, or­ga­ni­zan­do un ver­da­de­ro es­tro­pi­cio por to­dos los rin­co­nes de mi ya es­tro­pea­do ce­re­bro.

—Yo no ten­go que cu­rar­me de nada. Es­toy bien.

—¿Que es­tás bien? —pre­gun­ta mi ma­dre con sor­na—. Has in­ten­ta­do ma­tar­te. Eso no es nor­mal, eso no es es­tar bien.

—Yo no he in­ten­ta­do… —Pero cuan­do me cru­zo de bra­zos, las ven­das aso­man a mis ojos.

—Deja de de­cir ri­di­cu­le­ces y asú­me­lo de una vez. Vas a que­dar­te allí una tem­po­ra­da, mé­te­te­lo en la ca­be­za.

—No quie­ro ir. No pien­so en­trar ahí, que lo se­pas. —Mi voz sue­na desafian­te y me sien­to más ma­du­ra que nun­ca.

—Eres me­nor de edad, Bec­ca. No­so­tros de­ci­di­mos por ti has­ta que cum­plas los die­ci­ocho. Lo sien­to. —Tom si­gue so­nan­do tan las­ti­me­ro… pero eso no con­si­gue apla­car­me.

—¡Tú no tie­nes que de­ci­dir nada por mí por­que NO ERES NADA PARA MÍ! —He per­di­do el con­trol y es­toy gri­tan­do como una des­co­si­da. El jer­sey em­pie­za a pi­car­me por el su­dor que me cu­bre las axi­las y el ca­na­li­llo, y eso pro­vo­ca que me en­fa­de más.

—¡Haz el fa­vor de no ha­blar­le así a mi ma­ri­do! —Cómo no, mi ma­dre sale en su de­fen­sa. No re­cuer­do una sola oca­sión en la que me die­ra a mí la ra­zón an­tes que a él—. ¡Vas a ir a ese psi­quiá­tri­co y pun­to en boca!

Me re­cues­to en el asien­to y hago un pu­che­ro. No pue­do evi­tar­lo: cuan­do sien­to que es­toy ante una in­jus­ti­cia, sale mi yo más in­fan­til. Ten­go ga­nas de arran­car la ta­pi­ce­ría, me lia­ría a pa­ta­das con cual­quier cosa que se cru­za­ra en mi ca­mino. Es­toy lle­na de ira y ra­bia, soy un au­tén­ti­co vol­cán. Pero como esos de­vas­ta­do­res fe­nó­me­nos na­tu­ra­les, de­ci­do no en­trar en erup­ción to­da­vía.

Mi ma­dre y Tom tie­nen ra­zón: a fin de cuen­tas to­da­vía sigo sien­do me­nor de edad. Ellos son los en­car­ga­dos de es­truc­tu­rar mi vida has­ta que los die­ci­ocho ha­gan su ma­gia y amue­blen mi ca­be­za lo su­fi­cien­te como para con­si­de­rar­me una mu­jer he­cha y de­re­cha. Lo es­toy desean­do (¡ja, men­ti­ra!).

En fin, me que­da un año para al­can­zar la li­ber­tad y po­der de­ci­dir por mí mis­ma. Has­ta en­ton­ces, voy a te­ner que con­fiar en­ga­ñar a los de­más para con­se­guir to­dos mis pro­pó­si­tos.

El res­to del tra­yec­to en co­che me de­di­co a mi­rar los re­tro­vi­so­res de­lan­te­ros in­ten­tan­do lla­mar la aten­ción de mi ma­dre, pero su vis­ta per­ma­ne­ce fija en la ca­rre­te­ra, ob­ser­van­do el vivo pai­sa­je que ofre­ce el Par­que Brock­well. No sé cómo de le­jos es­ta­rá ese psi­quiá­tri­co, pero ya es­toy ha­cien­do mil pla­nes men­ta­les para fu­gar­me.

Plan A: Ti­rar­me del co­che en mar­cha y sa­lir co­rrien­do. Mi ma­dre tie­ne las pier­nas lle­nas de va­ri­ces y no po­dría se­guir­me. Tom se li­mi­ta­ría a sa­cu­dir la ca­be­za y a se­guir con­du­cien­do. Plan A can­ce­la­do por po­si­ble atro­pe­llo mor­tal (vale que quie­ra ma­tar­me, pero me da un es­ca­lo­frío solo de pen­sar que mis tri­pas po­drían ter­mi­nar es­par­ci­das por la A214).

Plan B: En­trar en el psi­quiá­tri­co, fin­gir que es­toy con­for­me y es­ca­par­me por la no­che. Plan B can­ce­la­do por la in­du­da­ble pre­sen­cia de guar­dias de se­gu­ri­dad ca­chas que me de­vol­ve­rían a mi ha­bi­ta­ción de un so­pli­do.

Plan C: Se­du­cir a uno de esos guar­dias, ro­bar­le las lla­ves (se­gu­ro que la en­tra­da prin­ci­pal la cie­rran con lla­ve para que na­die pue­da sa­lir) e irme con la ca­be­za bien alta. Plan C can­ce­la­do por­que la sola idea de per­der la vir­gi­ni­dad con un hom­bre de cua­ren­ta años hace que mis pier­nas se cie­rren y no quie­ran abrir­se ja­más, ni para ha­cer pis.

To­dos es­tos pla­nes fa­lli­dos me lle­van al plan D: jo­der­me y en­trar en el psi­quiá­tri­co has­ta que mi ma­dre se arre­pien­ta y me deje sa­lir. Con un poco de suer­te, la se­ma­na que vie­ne vol­ve­ré a casa. A mis li­bros con fi­na­les tris­tes y a las cu­chi­llas es­con­di­das en el jo­ye­ro de mi cuar­to. Como no me han de­ja­do pa­sar por casa, no lle­vo nin­gu­na en­ci­ma. La sola idea de no po­der cor­tar­me en sie­te días me ge­ne­ra tal an­sie­dad que me cla­vo las uñas en el dor­so de la mano. Me las muer­do tan a me­nu­do que ape­nas sien­to nin­gún do­lor. Ten­go que em­pe­zar a de­jár­me­las cre­cer, por si aca­so.

Poco des­pués, el co­che de Tom se de­tie­ne con sua­vi­dad, adi­vino que ya he­mos lle­ga­do a la pri­sión el psi­quiá­tri­co. Es­ta­mos en me­dio de la nada, a las afue­ras de Beth­lem. Nos ro­dea la ca­rre­te­ra por la que he­mos ve­ni­do, tan in­men­sa como el de­sier­to y el cam­po, tan aban­do­na­do que ni si­quie­ra ha cre­ci­do hier­ba so­bre el te­rreno seco. Y el psi­quiá­tri­co, cla­ro, es lo úni­co que arro­ja algo de pre­sen­cia hu­ma­na aquí. Mi ma­dre se baja del co­che, pero yo de­ci­do que­dar­me den­tro para ob­ser­var­lo me­jor. Pa­re­ce un edi­fi­cio nor­mal, si ex­clui­mos el enor­me car­tel de su en­tra­da, cla­ro: «Cen­tro de Sa­lud Men­tal: Psi­quiá­tri­co Del­va».

Puaj. Me dan ar­ca­das con tan solo ver la enor­me ca­ri­ta fe­liz que al­guien ha pin­ta­do con un spray ne­gro jus­to de­ba­jo de esas le­tras.

Em­pe­za­mos bien.

Hay un muro de co­lor ro­ji­zo que pro­te­ge el edi­fi­cio, con una reja eléc­tri­ca para con­tro­lar el paso de los co­ches. Tom ha de­ci­di­do apar­car fue­ra, su­pon­go que eso sig­ni­fi­ca que no tie­ne in­ten­ción de acom­pa­ñar­nos den­tro. Lo agra­dez­co. Una pe­que­ña puer­ta de co­lor ma­rrón cor­ta el mu­re­te, su­pon­go que esa será la en­tra­da para el res­to de per­so­nas de a pie. Para mí.

Por fa­vor, mamá, no me ha­gas esto. Como si hu­bie­ra adi­vi­na­do mis pen­sa­mien­tos, mi ma­dre abre la puer­ta del co­che y me mira des­de arri­ba, con un ges­to in­des­ci­fra­ble. Noto como un halo de es­pe­ran­za me in­va­de el pe­cho y es­pe­ro, con los ojos muy abier­tos.

—¿Quie­res ba­jar del co­che de una vez? —Pues no, no pa­re­ce que haya es­cu­cha­do bien lo que de­seo. Debe de te­ner la an­te­na «re­la­ción ma­dre-hija» mal orien­ta­da. En reali­dad, creo que nun­ca se ha mo­les­ta­do en co­lo­car­la en sin­to­ni­zar­la. Yo tam­po­co es que haya sido de gran ayu­da, la ver­dad.

Obe­dez­co y cie­rro la puer­ta tras sa­lir. No me mo­les­to en des­pe­dir­me de Tom, no lo echa­ré de me­nos. Una leve bri­sa me gol­pea de lleno, y yo me arre­bu­jo un poco más en mi jer­sey. Es­ti­ro las man­gas has­ta que cu­bren mis de­dos; así me sien­to un poco más pro­te­gi­da. Alzo la vis­ta y con­tem­plo el psi­quiá­tri­co. Al con­tra­rio de lo que pen­sa­ba, no pa­re­ce un lu­gar os­cu­ro y te­ne­bro­so. Sus pa­re­des gri­ses es­tán lle­nas de ven­ta­nas, am­plios y cris­ta­li­nos ven­ta­na­les que re­fle­jan su in­te­rior con des­ca­ro, como si no tu­vie­ran nada que es­con­der. No oigo gri­tos, ni llan­tos, ni veo a na­die sa­lir vo­lan­do a tra­vés de ellos. Eso hace que me mues­tre un poco más con­fia­da. Pero solo un poco.

El edi­fi­cio tie­ne va­rias plan­tas, es bas­tan­te alto. ¿Cuán­tos en­fer­mos men­ta­les ha­brá aquí? Mamá me ex­pli­ca que es un cen­tro es­pe­cia­li­za­do en ado­les­cen­tes, como si eso pu­die­ra ha­cer­me sen­tir me­jor. La sola idea de ver­me ro­dea­da de ra­ri­tos me pone ner­vio­sa, pero a la vez me lle­na de ex­pec­ta­ción. Vale, pue­de que ten­ga cu­rio­si­dad por sa­ber qué se hace aquí. Pero pre­fe­ri­ría vol­ver a mi casa y mar­chi­tar­me en si­len­cio. Como los tu­li­pa­nes que Tom me re­ga­ló por mi cum­plea­ños el año pa­sa­do. No qui­se re­gar­los, una for­ma de cas­ti­gar el flo­ri­do ca­ri­ño que aquel hom­bre se em­pe­ña­ba en de­mos­trar­me. Los po­bres mu­rie­ron, len­ta­men­te, en mi ven­ta­na. Pri­me­ro, per­die­ron los pé­ta­los. Des­pués, su ta­llo se vol­vió ma­rrón y em­pe­zó a en­co­ger­se, has­ta que ter­mi­na­ron con­ver­ti­dos en un pu­ña­do de ho­ja­ras­ca que el vien­to aca­bó lle­ván­do­se. Una poé­ti­ca for­ma de mo­rir.

Oja­lá yo pu­die­ra ha­cer­me pe­que­ña has­ta des­apa­re­cer.

—Va­mos. —Mi ma­dre ti­ro­nea de mi bra­zo y yo me pon­go en mo­vi­mien­to, a mi pe­sar. Nos acer­ca­mos a la puer­ta ma­rrón y mamá lla­ma al te­le­fo­ni­llo. No pa­re­ce que se pue­da ac­ce­der si no te es­tán es­pe­ran­do. Cada vez se com­pli­ca más mi si­tua­ción.

—¿Sí? —es­cu­cha­mos una voz fe­me­ni­na a tra­vés del apa­ra­to.

—Soy Mar­ga­ret Par­ker. Sien­to lle­gar tar­de.

—No te preo­cu­pes, ade­lan­te.

No quie­ro en­trar. No es­toy loca, no ne­ce­si­to ayu­da. ¿Es que si no ten­go die­ci­ocho años mi voz no hace rui­do? Me sien­to in­vi­si­ble en mi rota fa­mi­lia. Quie­ro gri­tar, sa­lir co­rrien­do, arran­car el re­tro­vi­sor de esa fur­go­ne­ta vie­ja, ¡ha­cer algo! ¡Mamá, es­toy aquí! Pero ella si­gue an­dan­do y no se de­tie­ne. Sube unas am­plias es­ca­le­ras y en­tra, sin ni si­quie­ra mo­les­tar­se en com­pro­bar que la sigo. Sabe que lo haré.

Subo las es­ca­le­ras afe­rrán­do­me a la ba­ran­di­lla. Las puer­tas del psi­quiá­tri­co se abren cuan­do me apro­xi­mo, son au­to­má­ti­cas. Lo pri­me­ro que per­ci­bo al en­trar es el olor: un aro­ma con­for­ta­ble y li­viano, a vai­ni­lla y guan­tes de goma, de esos de lá­tex. La re­cep­ción está va­cía, a ex­cep­ción de una mu­jer jo­ven que se apre­su­ra a sa­lir del mos­tra­dor para apro­xi­mar­se a nues­tro en­cuen­tro. Una luz ti­ti­la, rota, con la fre­cuen­cia y el rui­do que ca­rac­te­ri­zan a un re­loj de cuco. Me pier­do en ese des­te­llo y me sien­to como una li­bé­lu­la en una no­che de ve­rano, atra­pa­da por una lám­pa­ra eléc­tri­ca y acer­cán­do­me len­ta­men­te a mi fa­tal des­tino. Un chis­po­rro­teo y todo aca­ba. Pien­so en el rui­do que ha­cen los in­sec­tos cuan­do mue­ren. Me da re­pe­lús solo de ima­gi­nar­lo.

—Hola, bue­nas tar­des, bien­ve­ni­das al Cen­tro de Sa­lud Men­tal Del­va. Es us­ted Mar­ga­ret, ¿ver­dad? —La re­cep­cio­nis­ta vis­te una ca­mi­se­ta y unos pan­ta­lo­nes azu­les, un uni­for­me bas­tan­te pa­re­ci­do al que sue­le lle­var un den­tis­ta. Lle­va una co­le­ta y tie­ne un ros­tro jo­vial. Me cae mal al ins­tan­te.

—Sí, soy yo. Y esta es mi hija.

La chi­ca se gira ha­cia mí. Son­ríe.

—Tú de­bes de ser Re­bec­ca Pri­ce, en­ton­ces.

—Bec­ca —la co­rri­jo. Odio mi nom­bre com­ple­to. Papá me so­lía lla­mar así.

—Bec­ca, ge­nial. —¿Pien­sa de­jar de son­reír en al­gún mo­men­to?—. Ya he­mos ha­bla­do con tu ma­dre por te­lé­fono y he­mos re­ci­bi­do tu in­for­me. Está todo lis­to para tu tras­la­do. No te preo­cu­pes, aquí vas a es­tar fe­no­me­nal. Nues­tro equi­po de psi­có­lo­gos es muy pro­fe­sio­nal, to­dos los pa­cien­tes ter­mi­nan re­cu­pe­ra­dos en me­nos de un año.

¿Un año aquí? Adiós.

—Así que si me acom­pa­ñas, em­pe­za­mos aho­ra mis­mo con esta aven­tu­ra. —Tras de­cir aque­lla so­be­ra­na es­tu­pi­dez, la chi­ca mue­ve uno de sus bra­zos ha­cia mí, en ges­to vic­to­rio­so. Mi ma­dre le de­vuel­ve una son­ri­sa ti­ran­te que evi­den­cia el mal tra­go que está pa­san­do. Ella me me­tió en este lío, aho­ra que se fas­ti­die.

—Bueno, creo que ha lle­ga­do la hora de la des­pe­di­da —mur­mu­ro, sor­pren­dién­do­me de ha­ber to­ma­do la ini­cia­ti­va por una vez. La re­cep­cio­nis­ta pa­re­ce com­pren­der lo que se ave­ci­na, así que se apar­ta, fin­gien­do que el co­lor rosa de sus uñas es la mar de in­tere­san­te. Mi ma­dre se acer­ca a mí. Veo emo­ción en sus ojos, pa­re­ce es­tar lu­chan­do por con­te­ner las lá­gri­mas. No pue­do evi­tar sol­tar un hon­do sus­pi­ro. Esto va a ser com­pli­ca­do.

—¿Me das un abra­zo? —me pide, con voz que­da.

Ex­tien­de sus bra­zos, y yo la miro. La ob­ser­vo por pri­me­ra vez en mu­cho tiem­po. Es una som­bra de lo que fue, una vi­sión más arru­ga­da y tris­te de la mu­jer que hizo de mi in­fan­cia un lu­gar lleno de ma­gia que ella mis­ma se en­car­gó de des­tro­zar años des­pués. Tie­ne arru­gas en las co­mi­su­ras de los la­bios, en el cue­llo, bajo los ojos… las ma­nos que me pei­na­ban el ca­be­llo y me apre­ta­ban con­tra su pe­cho pa­re­cen con­su­mi­das, lle­nas de man­chas y con las fa­lan­ges muy mar­ca­das. El pelo, en­cres­pa­do y ne­gro, pide a gri­tos algo de cui­da­do. Su ros­tro mues­tra una cons­tan­te sen­sa­ción de pe­sar, de aban­dono. Es tan del­ga­da y pe­que­ña… pa­re­ce un ma­ni­quí. Esa es la apa­rien­cia que todo el mun­do ve, la que ella quie­re que la gen­te vea. Mi ma­dre ins­pi­ra pena y com­pa­sión, pero yo he apren­di­do a ver más allá de su ima­gen, de toda esa ma­ni­pu­la­ción, por­que sus ojos no cam­bian a pe­sar de sus in­ten­tos. Sus iris azu­les pa­re­cen que­rer atra­ve­sar­me, juz­gar­me a tra­vés de la ma­te­ria, en­re­dar­me en­tre sus mal­va­dos hi­los y za­ran­dear­me has­ta ma­rear­me lo su­fi­cien­te como para en­trar en su jue­go.

Me­nos mal que lo úni­co en lo que me pa­rez­co a ella es en el co­lor de los ojos. Y en el ges­to se­rio y bor­de que co­rrom­pe nues­tra cara cuan­do cree­mos que nues­tra ex­pre­sión es ines­cru­ta­ble.

Doy un paso atrás.

—Ni de coña. Des­pués de en­ce­rrar­me aquí, no.

Mi ma­dre se mues­tra es­tu­pe­fac­ta por mis pa­la­bras, pero se re­com­po­ne en se­gui­da.

—Es por tu bien, Re­bec­ca. Solo quie­ro lo me­jor para ti —con­tra­ta­ca ella.

—Y una mier­da. Ha sido el mo­men­to per­fec­to para li­brar­te de mí. Vete con Tom y sed fe­li­ces jun­tos. No os ne­ce­si­to.

—No seas tre­men­dis­ta, esto es solo tem­po­ral. Has­ta que te cu­res. ¿Me vas a dar un beso para des­pe­dir­te o me voy?

—Si tan­tas ga­nas tie­nes de que te dé un beso, vuel­ve la se­ma­na que vie­ne y sá­ca­me de aquí. —In­ten­to que mi voz no sue­ne de­ses­pe­ra­da.

—El psi­quiá­tri­co… no te van a de­jar re­ci­bir vi­si­tas ni sa­lir de aquí has­ta den­tro de un mes y me­dio. Para que te ha­bi­túes bien a sus di­ná­mi­cas y te re­cu­pe­res an­tes —dice, tra­tan­do de jus­ti­fi­car­se.

Es que esto es in­creí­ble. Esto no me pue­de es­tar pa­san­do. En qué mo­men­to mi ma­dre tuvo que lle­gar an­tes a casa y en­trar en el baño. Unos mi­nu­tos más y yo ya es­ta­ría flo­tan­do en­tre las nu­bes. O bajo tie­rra. Cual­quier lu­gar me­jor que este.

—Per­fec­to, en­ton­ces. Ya nos ve­re­mos —re­pli­co, sin­tién­do­me hu­mi­lla­da. Ig­no­ra­da, va­cía, rota.

Mamá abre la boca y pre­ten­de de­cir algo más, te­ner la úl­ti­ma pa­la­bra para po­der dor­mir bien esta no­che. Pero no le voy a dar ese gus­to. Me acer­co a la re­cep­cio­nis­ta que nos ob­ser­va con di­si­mu­lo y ocu­po su cam­po vi­sual. Oigo pa­sos a mi es­pal­da, y sé que mi ma­dre se está yen­do. Me ha de­ja­do im­preg­na­do su per­fu­me. Aho­ra hue­lo a jaz­mín y a naf­ta­li­na. Ten­go que ti­rar esta ropa.

—Es­toy lis­ta.

Cómo me gus­ta men­tir. La chi­ca son­ríe y asien­te.

—Acom­pá­ña­me.

***************

Si al­guien quie­re ayu­dar­me de ver­dad, que me re­ga­le un bote de cia­nu­ro ador­na­do con un la­ci­to rojo.

Pro­me­to dar­le un buen uso.

***************

3

Sigo a la chi­ca y nos in­ter­na­mos en los am­plios pa­si­llos de lo que pa­re­ce ser mi nue­vo ho­gar. Oigo rui­dos, mur­mu­llos que­dos y pi­sa­das, al­gún que otro gri­to amor­ti­gua­do por la dis­tan­cia. Los lo­cos pa­cien­tes de­ben de es­tar en sus ha­bi­ta­cio­nes o reuni­dos en al­gún otro si­tio, por­que los pa­si­llos es­tán va­cíos, des­pro­vis­tos de cual­quier ras­tro de vida. Hay un mon­tón de puer­tas a am­bos la­dos, aun­que to­das es­tán ce­rra­das. No pue­do evi­tar fi­jar­me en la au­sen­cia de ce­rra­du­ra de­ba­jo de la ma­ni­ja, lo que sig­ni­fi­ca que ya pue­do ir ol­vi­dán­do­me de la pri­va­ci­dad. De­fi­ni­ti­va­men­te, esto pa­re­ce una cár­cel.

—…y por eso este es el psi­quiá­tri­co ju­ve­nil más fa­mo­so de Lon­dres. —La voz de la re­cep­cio­nis­ta vuel­ve a cap­tar toda mi aten­ción, aun­que ya me he per­di­do gran par­te de lo que ha di­cho—. Te­ne­mos un am­plio jar­dín don­de pue­des pa­sar los ra­tos li­bres en com­pa­ñía de los otros chi­cos de tu edad, un gim­na­sio para po­ner­te en for­ma, un co­me­dor in­men­so con una ofer­ta gas­tro­nó­mi­ca am­plia, sa­las es­pe­cia­li­za­das para tra­tar to­dos los pro­ble­mas que pue­dan sur­gir­te… ¡Ah! Y una ha­bi­ta­ción es­tu­pen­da, ya ve­rás. Como si es­tu­vie­ras en tu pro­pia casa.

—La ha­bi­ta­ción será in­di­vi­dual, ¿ver­dad?

—Bueno… ¡casi como si lo fue­ra! A to­dos os toca com­par­tir cuar­to con un com­pa­ñe­ro. Pero tran­qui­la, las ha­bi­ta­cio­nes son es­pa­cio­sas y cada uno te­néis vues­tro pro­pio ar­ma­rio. No ten­drás nin­gún pro­ble­ma ni nin­gu­na dis­cu­sión por el nú­me­ro de per­chas, la for­ma de co­lo­car los za­pa­tos…

—Pero yo solo ten­go esto —ex­pli­co, se­ña­lan­do mi jer­sey y los va­que­ros. La man­ga iz­quier­da se es­ca­pa de en­tre mis de­dos y el ven­da­je que­da a la vis­ta. Noto la mi­ra­da de la chi­ca y vuel­vo a ta­par­me los bra­zos, in­có­mo­da. Ella pa­re­ce pe­dir­me per­dón con los la­bios, pero yo pre­fie­ro mi­rar ha­cia aba­jo.

No me gus­ta que me juz­guen por lo que apa­ren­to. Ya sé que mi as­pec­to debe de re­sul­tar cu­rio­so: soy una chi­ca lle­na de pe­cas con un nido de pá­ja­ros en la ca­be­za y las ex­tre­mi­da­des cor­ta­das a ti­ras. Si mi­ra­ran en mi in­te­rior, com­pro­ba­rían que tam­bién está po­dri­do. Mi co­ra­zón es una masa san­gui­no­len­ta y ne­gra que se ha can­sa­do de la­tir. Mi es­tó­ma­go está de­for­ma­do por los gol­pes que le pro­pi­na la an­sie­dad. Mi ce­re­bro es el úni­co ór­gano que si­gue vivo, es el en­car­ga­do de ha­cer que la voz que me su­su­rra es­tú­pi­da loca fea saco de hue­sos mons­truo idio­ta puta as­que­ro­sa co­sas me ha­ble has­ta en sue­ños. Creo que esa es la úni­ca ra­zón por la que sigo vi­vien­do, pero tam­bién es el mo­ti­vo por el que quie­ro des­apa­re­cer.

Es­cu­char esa sin­fo­nía una y otra vez es abu­rri­do y man­tie­ne mi au­to­es­ti­ma por los sue­los (si es que al­gu­na vez he te­ni­do de eso). Pero tam­po­co quie­ro que des­apa­rez­ca, por­que es algo así como mi ban­da so­no­ra. To­das las per­so­nas te­ne­mos una me­lo­día que nos ca­rac­te­ri­za. Mi ma­dre des­pren­de no­tas mu­si­ca­les gra­ves, Tom pa­re­ce su­mer­gi­do en un ál­bum de Cold­play, el hom­bre que pre­sen­ta el te­le­dia­rio es tan vi­vaz y ale­gre como el pop de los 60… Cada uno evo­ca­mos mú­si­ca dis­tin­ta cuan­do nos pre­sen­ta­mos ante los de­más, y yo es­toy se­gu­ra de una cosa: sé que cuan­do la gen­te me mira, no sue­na nada. Solo un su­su­rro acia­go que re­pi­te in­can­sa­ble­men­te lo poca cosa que soy y lo pres­cin­di­ble que está sien­do mi paso por la Tie­rra. To­da­vía no he com­par­ti­do esta teo­ría con na­die no ten­go ami­gos, pero sé que es­toy en lo cier­to.

—No te preo­cu­pes, tu ma­dre me ha di­cho por te­lé­fono que ma­ña­na en­via­rán el res­to de tus co­sas —con­tes­ta la chi­ca, tra­tan­do de evi­tar mi­rar de nue­vo mis mal­tre­chos bra­zos.

Es­pe­ro que tam­bién trai­ga mis li­bros y mi mú­si­ca. Ten­go el pre­sen­ti­mien­to de que no voy a sa­lir mu­cho de la ha­bi­ta­ción. Como mi com­pa­ñe­ra de cuar­to sea una to­ca­pe­lo­tas, no res­pon­do de mis ac­tos.

—Gra­cias. —Me sor­pren­do de la ama­bi­li­dad que des­pren­de mi voz.

—Tran­qui­la, no pasa nada. Te en­se­ña­ría tu nue­vo cuar­to, pero aca­ba de co­men­zar una se­sión de te­ra­pia gru­pal con al­gu­nos de los jó­ve­nes que han in­gre­sa­do aquí re­cien­te­men­te, como tú. Así que va­mos para allá, ¡no per­da­mos ni un se­gun­do!

—¿Te­ra­pia gru­pal? —pre­gun­to. La re­cep­cio­nis­ta ha ace­le­ra­do el paso y dudo que me haya oído. Me es­fuer­zo por se­guir­la a tra­vés de es­tos in­ter­mi­na­bles pa­si­llos, no quie­ro que­dar­me aquí sola.

—Se tra­ta de ha­cer te­ra­pia jun­tos, ayu­dar­se los unos a los otros rea­li­zan­do di­fe­ren­tes ac­ti­vi­da­des para afron­tar los pro­ble­mas que os han traí­do aquí. Guay, ¿eh?

—Sí. Guay.

Con­ti­nua­mos en si­len­cio, mien­tras tra­to de pre­pa­rar­me men­tal­men­te para lo que me es­pe­ra. Ape­nas soy cons­cien­te de que he­mos des­cen­di­do dos tra­mos de es­ca­le­ras y he­mos pa­sa­do por un co­me­dor va­cío. La chi­ca se de­tie­ne fren­te a una puer­ta de ma­de­ra ce­rra­da, y casi me topo de bru­ces con ella. Me muer­do el la­bio.

—He­mos lle­ga­do —me in­for­ma, son­rién­do­me con afec­to. Acto se­gui­do gol­pea su puño con­tra la fría ma­de­ra tres ve­ces y abre, sin dar­me tiem­po a reac­cio­nar. Mue­vo la boca en se­ñal de pro­tes­ta, pero me de­ten­go cuan­do noto once pa­res de ojos so­bre mí.

—¿Doc­to­ra Wi­lliams? Ya es­ta­mos aquí. —La re­cep­cio­nis­ta en­tra en la ha­bi­ta­ción, por lo que co­rro tras ella, in­ten­tan­do es­con­der­me de­trás de su es­pal­da. Noto un su­dor frío ba­ján­do­me por la sien, creo que voy a des­ma­yar­me. No es­toy acos­tum­bra­da a ser el cen­tro de aten­ción, nun­ca me he sen­ti­do tan im­por­tan­te como para me­re­cer que la gen­te me de­di­que un mi­nu­to de su va­lio­so tiem­po. Gas­tar­lo en mí de­be­ría es­tar prohi­bi­do por ley.

—Mu­chas gra­cias, He­le­na —res­pon­de una mu­jer de pelo ri­za­do y ru­bio, acer­cán­do­se a no­so­tras. La re­cep­cio­nis­ta asien­te y des­apa­re­ce, ce­rran­do la puer­ta tras de sí. Es­toy com­ple­ta­men­te sola aho­ra. La mu­jer ru­bia me coge del bra­zo con afec­to y me mues­tra una gran son­ri­sa. Lo cier­to es que me tran­qui­li­za un poco—. ¿Por qué no te sien­tas con no­so­tros?

Echo un vis­ta­zo a la ha­bi­ta­ción. Es pe­que­ña y hue­le a hos­pi­tal. Al fon­do de la sala hay un re­loj de pa­red y un pe­que­ño ven­ta­nal de ri­dí­cu­las di­men­sio­nes que, para col­mo, está ce­rra­do. Ade­más, me sien­to vio­len­ta­men­te ob­ser­va­da. En el cen­tro de la sala hay doce si­llas de ma­de­ra dis­pues­tas en círcu­lo. Diez de ellas es­tán ocu­pa­das por un gru­po de cha­va­les que ten­drán más o me­nos mi edad. Seis chi­cos y cua­tro chi­cas con ges­to cu­rio­so y dis­tin­to es­ti­lo, fi­ján­do­se en mí. Esto es de­ma­sia­do. Aga­cho la ca­be­za y me muer­do el la­bio con fuer­za, has­ta que noto una pe­que­ña bur­bu­ja de san­gre ex­plo­tan­do bajo mi len­gua. El do­lor me re­la­ja un poco.

La doc­to­ra Wi­lliams me se­ña­la una de las si­llas y yo tiem­blo como una hoja. Me su­je­to con fir­me­za las man­gas del jer­sey y tiro de ellas has­ta que me cu­bren las ma­nos. No de­be­ría es­tar aquí, esto es un error. Mi ma­dre quie­re li­brar­se de mí y eso me afec­ta im­por­ta una mier­da. Hay in­ter­na­dos, co­le­gios de cu­ras, lo que sea; cual­quier cosa me­nos esto. Oja­lá ter­mi­ne pron­to.

Me di­ri­jo a la si­lla que está más cer­ca de la puer­ta, jus­to de es­pal­das a ella. Cuan­do la re­ti­ro ha­cia atrás para po­der sen­tar­me, tro­pie­zo con una de sus pa­tas y es­toy a pun­to de caer. Oigo una ri­si­ta y mis me­ji­llas se en­cien­den como una ho­gue­ra tor­pe. Me dejo caer en la si­lla tor­pe y me miro la pun­ta de las bo­tas TOR­PE. Me de­ba­to in­ter­na­men­te so­bre si de­be­ría sol­tar­me el pelo para cu­brir las me­ji­llas, pero no me com­pen­sa. Mi me­le­na es roja como una lla­ma, lo úni­co que ha­ría se­ría lla­mar más la aten­ción. Así que me li­mi­to a cru­zar­me de bra­zos y apa­ren­tar que soy una ado­les­cen­te abu­rri­da con la dura vida que le está to­can­do lle­var. No sé si lo es­toy con­si­guien­do, no me atre­vo a le­van­tar la mi­ra­da. Tor­pe. Mier­da.

—Per­fec­to, ya es­ta­mos to­dos. —La doc­to­ra Wi­lliams se sien­ta en la si­lla que que­da li­bre, ca­sual­men­te, la que está fren­te a la mía. Me veo for­za­da a mi­rar­la por­que sé que sus ojos es­tán pues­tos so­bre mí, eva­luán­do­me. Le­van­to la ca­be­za y lo com­prue­bo. Efec­ti­va­men­te, no me equi­vo­ca­ba. La mu­jer tie­ne un ros­tro ama­ble y mar­ca­do por al­gu­na que otra arru­ga; le echo unos cua­ren­ta años. Tie­ne los ojos gran­des y cas­ta­ños, y un pelo pa­re­ci­do al mío; muy ri­za­do y al­bo­ro­ta­do. Lle­va pues­ta una bata blan­ca, aun­que por de­ba­jo vis­te una blu­sa y unos pan­ta­lo­nes os­cu­ros. Muy mo­der­na ella, cla­ro. Me sor­pren­de que no sos­ten­ga una car­pe­ta, siem­pre he creí­do que «psi­có­lo­go» y «hoja de pa­pel en la que apun­tar las mi­se­rias que te cuen­tan tus pa­cien­tes» van de la mano.

—Ha­brás oído que He­le­na me ha lla­ma­do doc­to­ra Wi­lliams, pero siem­pre me ha so­na­do de­ma­sia­do for­mal. Así que pre­fie­ro que me lla­mes Mart­ha. Si no tie­nes in­con­ve­nien­te, cla­ro.

Asien­to dos ve­ces, tra­gan­do sa­li­va. Mart­ha son­ríe aún más. Va a dis­lo­car­se la man­dí­bu­la.

—Bien, ¿por qué no em­pie­zas pre­sen­tán­do­te al gru­po? Aquí nos co­no­ce­mos ya to­dos. Cuén­ta­nos algo so­bre ti.

Vale, Bec­ca, pue­des ha­cer­lo. Solo tie­nes que abrir la boca, mo­ver la len­gua con­tra el pa­la­dar y ar­ti­cu­lar so­ni­dos con sen­ti­do. Di co­sas cohe­ren­tes y no pa­rez­cas una loca. Con­vén­ce­los de lo guay que eres y de lo mis­te­rio­sa que re­sul­tas para que te de­jen en paz. La teo­ría pa­re­ce fá­cil, pero en la prác­ti­ca las co­sas se com­pli­can más de lo pre­vis­to. Lle­va sien­do así toda la vida.

—Pues…

Mi voz sue­na dé­bil y sin ca­ris­ma. Mien­tras pien­so, de­ci­do pa­sear la mi­ra­da en­tre los pre­sen­tes. Hay una chi­ca con ga­fas y la cara lle­na de gra­nos que pa­re­ce te­ner doce años. Otra chi­ca con el pelo que­ma­do mas­ti­ca sin pa­rar un chi­cle, un chi­co con el pelo lar­go y en­go­mi­na­do me gui­ña un ojo… Me pro­du­ce es­ca­lo­fríos, así que sigo ob­ser­van­do el ros­tro de los de­más. Un chi­co fin­ge que bos­te­za, otro se li­mi­ta a mor­der­se las uñas con frui­ción y Mart­ha le re­pren­de por ello. Mis ojos si­guen su re­co­rri­do.

Has­ta que me topo con él.

Al lado del hom­bre­ci­to sin uñas, a mi de­re­cha, hay un chi­co sen­ta­do con evi­den­tes mues­tras de arro­gan­cia. Tie­ne los hom­bros caí­dos y las pier­nas es­ti­ra­das. El pelo, re­vuel­to y ru­bio, cae so­bre sus ojos, como una cas­ca­da. Vis­te com­ple­ta­men­te de ne­gro, aun­que no di­ría que es de la per­so­nas que es­cu­chan me­tal o rock duro. No sé a qué cla­se de aso­cia­ción de ideas he lle­ga­do, pero la ex­pe­rien­cia siem­pre me ha dado la ra­zón en cuan­to a adi­vi­nar los gus­tos mu­si­ca­les de las per­so­nas a las que co­noz­co. Soy un gran orácu­lo an­dan­te. De­be­ría pre­sen­tar­me a un ta­lent show, se­gu­ro que ga­na­ría. Aun­que con la suer­te que ten­go, me que­da­ría en el se­gun­do pues­to y eso sí que se­ría una gran mier­da. Los pri­me­ros se lle­van toda la glo­ria; na­die se acuer­da de los que que­dan un paso por de­trás.

Quie­ro se­guir di­va­gan­do un rato más, pero en­ton­ces el chi­co de­ci­de ba­jar de las nu­bes y de­vol­ver­me la mi­ra­da. Pier­do la res­pi­ra­ción cuan­do com­prue­bo el azul que inun­da sus ojos. Yo tam­bién los ten­go azu­les, tan cla­ros como el cie­lo des­pe­ja­do en una tar­de de ve­rano. Pero él… no sé cómo ex­pli­car­lo. El océano pa­re­ce ha­ber inun­da­do su mi­ra­da. Es como ob­ser­var el mar des­de arri­ba, aden­trar­se en él y mi­rar cuán pro­fun­do pue­de lle­gar a ser. Bu­cear en sus se­cre­tos más ín­ti­mos y de­jar que las olas te me­zan has­ta lle­gar a la ori­lla, pre­pa­rán­do­te ya para tu se­gun­do via­je a las pro­fun­di­da­des. Eso es todo lo que me trans­mi­ten sus ojos, y es tan in­ten­so que ten­go que des­viar la mi­ra­da, abru­ma­da.

Guau. Nun­ca ha­bía vis­to unos ojos así.

Guau.

—¿Y bien? —pre­gun­ta Mart­ha. Doy un pe­que­ño res­pin­go y re­cuer­do que es­toy en una te­ra­pia gru­pal. Esta gen­te está es­pe­ran­do que diga algo in­te­li­gen­te y todo ese ro­llo. En reali­dad solo quie­ren reír­se de mí. Vuel­vo a con­cen­trar­me en lo que ten­go que de­cir, aun­que el so­ni­do del mar gol­pean­do la cos­ta y el olor a sal me per­si­gue—. Tran­qui­la, solo tie­nes que pre­sen­tar­te y de­cir­nos algo so­bre ti. Cual­quier cosa, no pasa nada.

Como si fue­ra tan fá­cil. Suel­to un sus­pi­ro y pego la es­pal­da a la si­lla. Allá voy.

—Me lla­mo Bec­ca y ten­go die­ci­sie­te años. Es­tu­dio… me­jor di­cho, es­tu­dia­ba en el ins­ti­tu­to como cual­quier otra per­so­na, era mi úl­ti­mo año. Vivo con mi ma­dre y su ma­ri­do en una de esas ca­sas an­ti­guas que aho­ra quie­ren mo­der­ni­zar, en Hol­born. Y… creo que eso es todo.

—¿Qué po­drías de­cir­nos so­bre ti? ¿Cómo te con­si­de­ras a ti mis­ma? —pre­gun­ta Mart­ha.

Una des­gra­cia­da que solo sir­ve para he­rir­se a sí mis­ma por­que cual­quier otro pa­pel en esta vida le que­da gran­de.

—Una chi­ca nor­mal a la que le gus­ta leer li­bros y es­cu­char mú­si­ca —res­pon­do, aun­que la cara se me cris­pa un poco cuan­do una mul­ti­tud de pe­li­gro­sos ad­je­ti­vos inun­dan mi men­te y ame­na­zan con ha­cer­me llo­rar. Me pe­lliz­co el an­te­bra­zo y noto la ten­sión que las gra­pas pro­du­cen so­bre mi piel. Res­pi­ro, ali­via­da.

—¿Por qué es­tás aquí?

Me­di­to mi res­pues­ta y pre­siono con más fuer­za las ven­das que cu­bren mi bra­zo iz­quier­do. De re­pen­te, la chi­ca que está sen­ta­da a mi de­re­cha me da un co­da­zo y se in­cli­na so­bre mí.

—Ten cui­da­do con lo que di­ces. Es un con­se­jo —me su­su­rra, para des­pués vol­ver a su pos­tu­ra ini­cial, como si nada hu­bie­ra pa­sa­do. La miro de reojo, pero su lar­ga me­le­na ne­gra im­pi­de que pue­da ver­la bien. Solo acier­to a vis­lum­brar su na­riz res­pin­go­na. Me en­fu­re­ce pro­fun­da­men­te que al­guien que no co­noz­co se per­mi­ta el lujo de acon­se­jar­me, cuan­do na­die tie­ne idea de cómo soy o lo que de ver­dad ne­ce­si­to. Así que apro­ve­chan­do la ira que me co­rroe, me sien­to lo más rec­ta po­si­ble y frun­zo el ceño, pre­pa­ra­da para dar­les una lec­ción a to­dos es­tos idio­tas que no ha­cen más que juz­gar­me.

—Mi ma­dre me ha obli­ga­do a ve­nir por­que hace unos días in­ten­té sui­ci­dar­me. Pen­sa­ba que esta vez iba a con­se­guir­lo, pero ya veis que no. —Apre­cio ges­tos de sor­pre­sa en sus ros­tros, mi yo in­te­rior bai­la de ale­gría al ha­cer­se con el con­trol de la si­tua­ción. El chi­co ru­bio pa­re­ce di­ver­ti­do.

—¿Esta vez? ¿Ha ocu­rri­do más ve­ces? —La cara de Mart­ha se man­tie­ne ines­cru­ta­ble, pero ama­ble. Esta mu­jer es una au­tén­ti­ca vir­tuo­sa en lo suyo.

—La pri­me­ra vez que tra­té de ma­tar­me ocu­rrió hace un año. Me tomé un bote de pas­ti­llas y me fui a dor­mir, pero el ma­ri­do de mi ma­dre en­con­tró el bote va­cío y vino a mi cuar­to. Cuan­do vio que no reac­cio­na­ba, me lle­vó al hos­pi­tal y me hi­cie­ron un la­va­do de es­tó­ma­go. Mi ma­dre pen­só que solo que­ría lla­mar la aten­ción, así que vol­ví a casa sin nin­gún pro­ble­ma. Hace unos me­ses, lo in­ten­té de nue­vo. Mis­mo pro­ce­di­mien­to, pero esta vez lo mez­clé con al­cohol. Leí en al­gún si­tio que era una com­bi­na­ción mor­tal, por eso lo hice. Pero no ima­gi­né que fue­ra a do­ler tan­to. Así que cuan­do em­pe­cé a gri­tar, mi ma­dre y su ma­ri­do me lle­va­ron al hos­pi­tal. Me vol­vie­ron a ha­cer un la­va­do de es­tó­ma­go y me in­gre­sa­ron unos días. Des­pués de eso mi ma­dre me man­tu­vo vi­gi­la­da un tiem­po. In­ten­tó que fue­ra al psi­có­lo­go, pero me ne­gué. Y eso ha sido todo, has­ta esta se­ma­na.

Cuan­do ter­mino de ha­blar, veo que la he ca­gado. Al­gu­nos de los chi­cos me mi­ran con cu­rio­si­dad, otros pa­re­cen pro­fun­da­men­te aver­gon­za­dos. El chi­co ru­bio ha apar­ta­do la mi­ra­da, y la chi­ca que me dio el con­se­jo se ha me­ti­do las ma­nos en los bol­si­llos y está mi­ran­do al sue­lo. Aun­que no pue­da ver­le la cara, sé que debe de es­tar pen­san­do: «Te lo dije».

No es que me arre­pien­ta de lo que he di­cho. Bueno, un poco sí. Lo que ocu­rre es que me sien­to tre­men­da­men­te ex­pues­ta. Mis pier­nas dan gol­pe­ci­tos en el sue­lo de la in­quie­tud que me in­va­de. Los ojos de Mart­ha me eva­lúan con sua­vi­dad, no me sien­to pre­sio­na­da bajo su mi­ra­da. Eso es nue­vo para mí. Me pa­re­ce una per­so­na en la que po­dría lle­gar a con­fiar. Y eso me hace po­ner­me aún más ner­vio­sa.

—¿Por qué lo has in­ten­ta­do tres ve­ces? —pre­gun­ta la psi­có­lo­ga, casi en un su­su­rro. Sé que pre­ten­de ha­cer­me creer que es­ta­mos las dos so­las en esta ha­bi­ta­ción, que no hay un gru­po de ado­les­cen­tes pen­dien­tes de mis pa­la­bras. Pero yo no pue­do al­can­zar ese ni­vel de abs­trac­ción, me es im­po­si­ble. Mi men­te siem­pre está muy an­cla­da al sue­lo, al igual que mis pies.

—Por­que no me fun­cio­nó a la pri­me­ra. Mi úni­co pro­pó­si­to es des­apa­re­cer —res­pon­do en­co­gién­do­me de hom­bros. Creo que Mart­ha en­tien­de que no quie­ro ha­blar del tema, por­que no in­sis­te más. Se abro­cha la bata a la al­tu­ra del pe­cho y se in­cli­na so­bre su asien­to, ani­ma­da.

—Mu­chas gra­cias por tus pa­la­bras, Bec­ca. Has sido más va­lien­te de lo que crees. —Esta úl­ti­ma fra­se se cue­la en mi piel y hace que me re­vuel­va en mi si­lla, como si me aca­ba­ran de arro­jar agua ben­di­ta—. ¿Al­guien quie­re de­cir­le unas pa­la­bras de apo­yo a Bec­ca? Ya sa­béis que lo más im­por­tan­te de la te­ra­pia gru­pal es la re­tro­ali­men­ta­ción que os dais en­tre vo­so­tros. Nos ba­sa­mos en el apo­yo mu­tuo para po­der avan­zar en los pro­ble­mas que sur­gen en la vida dia­ria, en los sen­ti­mien­tos ne­ga­ti­vos que mu­chos te­néis y que po­déis com­par­tir con los de­más. Por­que, aun­que no os lo creáis, la ma­yo­ría de vo­so­tros com­par­tís mu­chas más co­sas de lo que pue­de pa­re­cer a pri­me­ra vis­ta. Aho­ra, ¿al­guien quie­re de­cir­le algo a Bec­ca?

No creo que pue­da so­por­tar el si­len­cio que ha em­pe­za­do a lle­nar la sala, así que me doy gol­pe­ci­tos en las ro­di­llas. Sin em­bar­go, cap­to un pe­que­ño mo­vi­mien­to con el ra­bi­llo del ojo. Vuel­vo a pres­tar aten­ción al gru­po y veo que el chi­co de pelo lar­go y en­go­mi­na­do (cuya mi­ra­da me si­gue pro­du­cien­do es­ca­lo­fríos) tie­ne la mano le­van­ta­da.

Mart­ha le da paso.

—¿Sí, John? ¿Qué le quie­res de­cir a Bec­ca?

—Me gus­ta­ría pre­gun­tar­le cómo tra­tó de sui­ci­dar­se esta vez —dice, son­rién­do­me con sor­na. Sus ojos son tan os­cu­ros como su pelo, y me ob­ser­van bur­lo­nes. Todo en él pa­re­ce sa­ca­do de una pe­lí­cu­la de Tim Bur­ton. Su es­tra­fa­la­ria for­ma de ves­tir, su ac­ti­tud chu­les­ca, la for­ma de cur­var los hom­bros… Es bas­tan­te si­nies­tro. No me sor­pren­de la pre­gun­ta que aca­ba de ha­cer­me, la ver­dad. Si me di­je­ran que este chi­co está in­gre­sa­do aquí por ma­tar an­cia­ni­tas, lo cree­ría sin du­dar­lo.

—John, esa no es una pre­gun­ta per­ti­nen­te. —El tono de Mart­ha ca­re­ce de ca­li­dez. Se ha vuel­to es­tric­to y duro como una roca. Me sor­pren­de que una mu­jer con as­pec­to tan an­ge­li­cal sea ca­paz de ha­blar así.

—Es cu­rio­si­dad, nada más.

—John…

—Si tan­to in­te­rés tie­nes, ve al hos­pi­tal tú mis­mo y pre­gun­ta por mí. Bec­ca Pri­ce, no tie­ne pér­di­da. —La chi­ca de na­riz res­pin­go­na y ca­be­llo ne­gro se ríe, y yo noto como mi pe­cho se hin­cha de or­gu­llo.

Soy como un pavo real. Es­ta­ría bien que me sa­lie­ran plu­mas en los bra­zos para po­der sa­lir vo­lan­do de aquí.

—No eres tan in­tere­san­te como te crees —con­tes­ta John, cu­bier­to con un ru­bor que de­no­ta hu­mi­lla­ción.

No de­be­ría de­jar que las pa­la­bras de un idio­ta pu­die­ran afec­tar­me tan­to, pero lo ha­cen. Tuer­zo el ges­to, in­ten­tan­do que el ma­les­tar que me in­va­de no se haga más gran­de y lle­ne mis ojos de lá­gri­mas. Por suer­te, lo con­si­go.

—Chi­cos, tran­qui­los por fa­vor. —John se en­co­ge de hom­bros y yo tra­to de con­cen­trar­me en la voz de Mart­ha para que mi ce­re­bro deje de gri­tar­me y no ten­ga ga­nas de ha­cer­me daño con una de mis nu­me­ro­sas gra­pas—. ¿Al­guien más quie­re pre­gun­tar o sa­ber algo acer­ca de Bec­ca? Nada ofen­si­vo o fue­ra de lu­gar, por fa­vor.

Una mano nue­va se alza so­bre el res­to. Mi co­ra­zón late re­no­va­do cuan­do me doy cuen­ta de que es el chi­co ru­bio el que la ha le­van­ta­do. Mart­ha hace un ges­to afir­ma­ti­vo en su di­rec­ción, ins­tán­do­le a ha­blar. Él lo hace, con la mi­ra­da fija en la pa­red, sin mi­rar­me di­rec­ta­men­te. De­sin­te­re­sa­do. In­tere­san­te.

—Creo que hay cier­tas co­sas que hay que man­te­ner en se­cre­to, al me­nos en pre­sen­cia de per­so­nas que no co­no­ces. —Su voz es sua­ve, me­lo­dio­sa. Una voz nor­mal de un cha­val ado­les­cen­te, pero en su caso pa­re­ce ador­na­da por una mu­si­ca­li­dad bru­mo­sa, eté­rea, vi­vaz. Un au­tén­ti­co can­to de si­re­na. Me pre­gun­to si los de­más tam­bién po­drán oír­lo o solo está re­ser­va­do para mí—. Pero has sido la pri­me­ra en atre­ver­se a ha­blar tan abier­ta­men­te de los pro­ble­mas que te han traí­do aquí. No­so­tros lle­va­mos con esta reunión días y solo he­mos sido ca­pa­ces de ha­blar del tiem­po, de nues­tras afi­cio­nes y otras mier­das. Ad­mi­ro que al­guien ten­ga la va­len­tía de de­ba­tir so­bre cier­tos te­mas, yo no se­ría ca­paz, y me­nos en mi pri­mer día. Te fe­li­ci­to por tu co­ra­je.

Por fin, sus ojos azu­les cap­tu­ran los míos. Vuel­vo a no­tar un re­mo­lino que me ab­sor­be y me aplas­ta con­tra las pro­fun­di­da­des, ro­cas afi­la­das y es­car­pa­das pin­chan to­das las fi­bras ner­vio­sas de mi cuer­po. Su­fro un es­ca­lo­frío. Le doy las gra­cias men­tal­men­te y creo que lo com­pren­de, por­que aprie­ta sus fi­nos la­bios (¿esa mue­ca pue­de con­si­de­rar­se una son­ri­sa?) y asien­te con la ca­be­za. El chi­co vuel­ve a per­der­se en su mun­do y yo hago lo mis­mo.

—Muy bien. ¿Al­guien más? —pre­gun­ta Mart­ha, vi­si­ble­men­te sa­tis­fe­cha.

—A mí me gus­ta su for­ma de ha­blar —suel­ta la chi­ca que está a mi lado, la de pelo ne­gro y du­do­sos mo­da­les. Me está em­pe­zan­do a caer un po­qui­to me­jor—. Se echa en fal­ta al­guien con un par de… na­ri­ces por aquí. Bien­ve­ni­da, Bec­ca.

—Gra­cias —su­su­rro, son­rien­do li­ge­ra­men­te. Me gus­ta­ría po­ner­le cara, pero si­gue mi­ran­do al fren­te.

—Eso ha sido muy ama­ble, Anna, aun­que a tu ma­ne­ra, cla­ro. —Mart­ha pone los ojos en blan­co, di­ver­ti­da—. Bien, da­mos por con­clui­do el ejer­ci­cio de hoy. Po­déis iros, chi­cos. Nos ve­mos pron­to, que pa­séis bue­na no­che.

El gru­po co­mien­za a le­van­tar­se, un ba­ru­llo de vo­ces en­tre­mez­cla­das inun­da la sala. John se reúne con otros chi­cos y char­lan con es­tri­den­cia. Una de las pa­cien­tes se acer­ca a ha­blar con el chi­co ru­bio, aun­que este no pa­re­ce muy por la la­bor. Se ha me­ti­do las ma­nos en los bol­si­llos y es­cu­cha sin mu­cha aten­ción a su acom­pa­ñan­te. Mi no-ami­ga de pelo ne­gro ya está cru­zan­do la puer­ta.

—¡Re­co­ged las si­llas, por fa­vor! Re­bec­ca, ¿pue­do ha­blar con­ti­go un se­gun­do? —Me de­ten­go en mi apre­su­ra­da hui­da. La voz de Mart­ha cor­ta mis alas y hace un lazo con ellas. Me giro ha­cia la mu­jer mien­tras mis com­pa­ñe­ros amon­to­nan las si­llas en una sola pila.

—Cla­ro. —Tra­go sa­li­va.

—Me­jor va­mos a mi des­pa­cho; es­ta­re­mos más có­mo­das.

Asien­to, con­for­me, y la sigo ha­cia el ex­te­rior de la sala. Los pa­si­llos de la pri­sión del psi­quiá­tri­co es­tán mu­cho más ani­ma­dos que an­tes. Los pa­cien­tes ha­blan en­tre ellos, ríen, se abra­zan… cual­quie­ra pen­sa­ría que son chi­cos nor­ma­les. Pero si es­tán aquí es por algo. No pue­do evi­tar pen­sar que toda su ale­gría es fin­gi­da, que solo es­tán apren­dien­do a so­bre­vi­vir y que han com­pren­di­do que la me­jor ma­ne­ra de ha­cer­lo es bus­car alia­dos. ¿Quién que­rría ve­nir aquí a ha­cer ami­gos, sin sa­ber qué cla­se de os­cu­ri­dad pue­bla la men­te de tu com­pa­ñe­ro de cuar­to? Mart­ha sa­lu­da a va­rios de ellos, les pre­gun­ta cómo va la se­ma­na, se mues­tra in­tere­sa­da por su es­tan­cia aquí. Yo bajo la ca­be­za y me paro cuan­do Mart­ha ha­bla, ca­mino cuan­do ella si­gue an­dan­do, son­río cuan­do ella lo hace. Me con­vier­to en su au­tó­ma­ta por­que ser in­vi­si­ble me be­ne­fi­cia. Mi cuer­po sabe que si fin­jo ser bue­na chi­ca, si pre­ten­do que es­toy bien y que no ten­go nin­gún tras­torno men­tal, vol­ve­ré a casa y po­drá vol­ver a la ru­ti­na de los cor­tes y la au­to­com­pa­sión. Aun­que mi ca­be­za pro­tes­te y le cues­te aguan­tar las ga­nas de man­dar a la mier­da toda esta ba­su­ra, ten­go que man­te­ner la boca ce­rra­da y evi­tar dar mues­tras de los pen­sa­mien­tos que de ver­dad bom­bar­dean mi dé­bil men­te.