Bajo la luna azul - María José Tirado - E-Book
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Bajo la luna azul E-Book

María José Tirado

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Beschreibung

Cada paso que has dado ha hecho que hoy estés conmigo. La vida de Estela Sánchez sufre un giro inesperado cuando pierde su trabajo de arquitecta en Gibraltar por haber "traicionado" a su empresa. Mientras halla el modo de demostrar su inocencia, deberá regresar a Vejer, donde irremediablemente se reencuentra con su pasado. Para hacer frente a los altos honorarios de su abogado, Estela comienza a trabajar en una hacienda hípica donde Hugo es veterinario y ambos inician un romance que ya se había insinuado doce años atrás bajo una luna azul. Una historia de viejas heridas y primeros amores que nos llevará a las legendarias carreras de Ascot, en Reino Unido. Una novela con la pasión por los caballos como telón de fondo, y en la que Estela deberá descubrir si continúa enamorada del adolescente al que entregó su primer beso. Mención del V Premio Internacional HQÑ - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2017 María José Tirado García

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Bajo la luna azul, n.º 160 - junio 2017

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com y Fotolia.

I.S.B.N.: 978-84-687-9797-7

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Cita

Prefacio

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Epílogo

Agradecimientos

Si te ha gustado este libro…

«Conservar algo que me ayude a recordarte sería admitir que te puedo olvidar».

Romeo y Julieta, W. SHAKESPEARE

Prefacio

 

La luna brillaba sobre sus cabezas, redonda, inmensa, mecida por el arrullo del mar que convertido en un espejo dejaba deslizarse las olas hasta la orilla casi con cuidado, como si temiese interrumpir el susurro de voces que se producía a escasos metros, en la arena.

Hugo sujetaba su guitarra con firmeza contra el pecho, apoyándola sobre los muslos con las piernas peludas cruzadas por los tobillos. Sus dedos se deslizaban por las cuerdas mientras sus ojos permanecían fijos en la joven que sentada a su lado le oía entonar la melodía con atención. Contemplaba con éxtasis su larga melena castaña mecida por la brisa, su mirada cándida y sus mejillas sonrosadas, sus ojos claros, con un particular tono verdoso casi dorado por el reflejo del fuego. Era la chica más guapa que había visto en toda su vida y al fin estaba a solas con ella, por primera vez desde que se conocieron allá en el parvulario.

Estela nunca podría imaginar todo lo que había hecho para conseguir estar así, solos, en mitad de aquella hermosa noche estrellada. Porque sabía que después de aquel verano sus caminos se separarían irremediablemente, en su interior esperaba que solo por un tiempo. Pero necesitaba decirle muchas cosas antes de marcharse del pueblo y sentía que aquella sería su última oportunidad.

Se las había ingeniado para que su mejor amigo aceptase invitarlas a ella y a Nuria, aunque hubiese necesitado engañarle para conseguirlo. Porque la idea de una fiesta de despedida para Javi no contemplaba en absoluto invitar a su hermana y a su prima, sino a chicas como Macarena Fernández y sus amigas, las más sexys del instituto, a sus ojos, por supuesto.

Y es que Javi desconocía que Hugo estaba enamorado de su hermana pequeña desde hacía dos años. Desde que esta regresó de Irlanda, donde pasó todo un verano como estudiante de intercambio.

Después de aquel verano la pequeñaja de coletas y la cara salpicada de pecas cobrizas que conocía se había transformado en toda una mujer. Había comenzado a utilizar maquillaje cuando salía con sus amigas los fines de semana, y desarrolló unas curvas que para su propia sorpresa no le pasaron en absoluto desapercibidas y le llevaron a darse cuenta de que algo había despertado en él. Que cuando ella reía con las tonterías que le decía a su hermano el corazón le latía en los oídos y cuando Javi la hacía fastidiar solo por diversión se enfadaba con él y unas insanas ganas de partirle la cara lo azotaban.

Al principio le costó aceptar que se había enamorado de la hermana menor de su mejor amigo, de la misma niña con la que había jugado a las guerras de piedras cuando eran pequeños, a la que había soplado en los raspones de las rodillas cuando se había caído en el patio de casa con sus patines nuevos.

Pero aquellos sentimientos que habían nacido sin previo aviso y sin permiso alguno no solo no desaparecieron, sino que fueron acrecentándose con el paso de los meses, de modo exponencial. Y se descubrió a sí mismo embelesado con su sonrisa, con sus miradas furtivas en los pasillos del instituto, con el modo en el que hacía caracolillos con el cable del teléfono cuando hablaba con sus amigas recostada en el sofá mientras él fingía prestar atención al videojuego al que jugaba con su hermano.

Así que no tuvo más remedio que admitirse a sí mismo que estaba completamente enamorado de Estela, como nunca antes, a sus dieciocho años, lo había estado de nadie.

 

Y aquella mágica noche había logrado tenerla allí, solo para él, al fin, inventando que uno de sus vecinos del barrio, el Farolas, un auténtico calavera, le había confesado que iba a pedirle salir ese fin de semana; sabía que Javi pondría el grito en el cielo.

Así fue como para sorpresa de todos, incluidas ellas dos, este insistió a Estela y a Nuria para que acudiesen a la barbacoa de despedida junto a sus amigos.

Ella nunca sabría de su estratagema, Javi tampoco.

Hugo solo necesitaba tener la oportunidad de descubrir si albergaba los mismos sentimientos hacia él. Necesitaba saber si se le aceleraba el corazón al tenerle cerca, tanto como lo hacía el suyo, o por el contrario todas esas miradas en las que sus ojos se cruzaban y pareciesen saltar chispas eran fruto de su imaginación.

Y a la vez le urgía hallar el valor necesario para confesarle algo que había sucedido entre ambos y que sin embargo ella desconocía.

—Qué bien tocas Hugo, ha sido precioso —dijo mirándole con ojos embelesados—. ¿Cómo es que nunca te había oído tocar la guitarra?

—No me gusta demasiado hacerlo en público. Y… tampoco es que hayamos estado así, a solas antes. —Estela sonrió, colocándose un mechón rebelde tras la oreja, y pareció que la noche se iluminase de repente.

—Ya sabes cómo es mi madre, no me deja estar a solas con ningún chico, ni siquiera contigo. Y me ha dejado venir porque sabe que mi hermano estará atento a que ninguno se me acerque. Debe desear que me meta a monja o algo.

—Sería una lástima, eres demasiado guapa. —Se lanzó. Era la primera vez que le hacía un cumplido desde que se conocían.

—Gracias. —Aceptó con cierto pudor en la mirada—. Ojalá el resto de chicos del instituto pensase como tú.

—¿Por qué dices eso?

—Por nada.

—Vamos, nos conocemos desde pequeños, estamos en confianza, cuéntamelo.

—Es que… nunca nadie me ha pedido salir.

—¿Qué?

—Que ningún chico me ha pedido salir, por no pedir no me han pedido ni que nos enrollemos.

—¿Nunca, nadie? ¿Ni siquiera ese verano en Dublín?

—No. Allí conocí a mucha gente, incluidos muchos chicos, pero ninguno especial. No es que vaya a aceptar al primero que llegue, claro que no. Pero a toda chica le halaga que se lo pidan. A mi prima Nuria le han pedido salir tres, ninguno le gustaba pero al menos sabe lo que se siente.

—¿Nunca has besado a nadie? —se atrevió a preguntar, aunque conociese la respuesta.

—Solo una vez —admitió, enrojeciendo hasta la raíz del pelo—. Pero fue muy extraño.

—¿No te gustó? —preguntó con el corazón en la garganta.

—Sí, sí me gustó, mucho. Fue muy especial, y a la vez extraño… ni siquiera sé quién era ese chico y no he vuelto a saber nada de él —dijo con las mejillas tan rojas que casi iluminaban más que el propio fuego.

Hugo sintió que el pecho le ardía, el fuego prendido en su interior amenazaba por abrasarle por completo. Quería decirle que él era ese chico, que le hacía muy feliz saber que le había entregado su primer beso, que se alegraba de que ningún otro la hubiese tocado, porque no había nada que anhelase más que besarla, tocarla, sentirla… Pero le asustaba su reacción cuando confesase que había sido él. ¿Y si él no era lo que ella buscaba? ¿Y si la decepcionaba al confesárselo?

—Y si pudieses volver a verle, ¿te gustaría? —inquirió mirándose en sus ojos, dejando la guitarra a un lado en la arena, al borde de la taquicardia.

—No lo sé. Nos besamos entre penumbras, no sé si le gustaría cuando me viese la cara la luz del día.

—¿Cómo no ibas a gustarle? Estela, por favor, si eres preciosa.

—Gracias, aunque sé que lo dices porque soy la hermana de tu mejor amigo —admitió con una sonrisa contenida.

—No. Lo digo porque es cierto. Eres preciosa. Y si los chicos del instituto no se te acercan es porque le temen a tu hermano. Saben que quien se acerque a ti tendrá problemas con él.

—Me parece muy fuerte que mi hermano haya estado besuqueándose por los pasillos con la Macarena esa y con veinte más, muchas de ellas de mi misma edad, y a mí me trate como a una niña.

—Siempre serás su hermana pequeña —dijo entre dientes. Para su propio pesar.

—Prefiero que hablemos de otra cosa… —Parecía abochornada, pero él no había pretendido avergonzarla, solo constataba una realidad—. Qué bonita está la luna, ¿verdad?

—Es la luna azul.

—¿La luna azul?

—Es la segunda luna llena ocurrida en el mismo mes. Algo que solo sucede cada tres o cuatro años y según dice una leyenda es la luna más mágica y poderosa de todas.

—Poderosa, ¿en qué sentido?

—Muchas brujas y magos realizarán sus hechizos esta noche. Las promesas que se hagan bajo la luna azul deberán cumplirse a toda costa.

—¿Y si no, qué?

—Si no… Quienes las hayan hecho serán infelices —proclamó sin demasiada convicción.

—¡Te lo estás inventando! —Estela echó a reír, avivando con su risa el fuego de sus entrañas, no podía estar más hermosa que cuando reía. Le dolían las manos de contener las ganas de tocarla—. ¿Cómo crees que será vivir lejos de Vejer, Hugo?

—No lo sé. Granada es una ciudad preciosa y la carrera que voy a estudiar es mi mayor ilusión, así que supongo que estará bien, aunque echaré de menos muchas cosas.

—¿Qué cosas?

—A mi familia, por supuesto. Al loco de tu hermano y el resto de colegas. A alguna chica… —De nuevo se envalentonó para intentar declararse, pero Estela echó a reír.

—Pobrecita de esa chica. Tú y mi hermano estáis hechos unos rompecorazones.

—No creas.

—Sí creo, sí. Y en cuanto saques la guitarra en una de esas reuniones de universitarias caerán todas rendidas a tus pies.

—¿Y si a mí no me interesasen todas… sino solo una?

—Pues seguro que la conquistas —aseguró mirándole con fijeza, muy cerca aunque sin tocarle, con las sombras anaranjadas de la hoguera dibujando fugaces siluetas en su rostro. ¿De verdad no se daba cuenta? ¿O es que se hacía la desentendida? Su pecho bullía de nerviosismo, las manos le temblaban tanto que en ese momento, con ella mirándole de ese modo no sería capaz de interpretar ni Cumpleaños feliz—. Hugo, eres el único amigo de mi hermano que no me trata como a una mocosa, que me escucha cuando hablo y tiene en cuenta mi opinión. Solo te pido una cosa, que no cambies nunca, por favor. Y que cuando volvamos a vernos el verano que viene o algún fin de semana, aunque te conviertas en un veterinario rico e importante, sigas siendo el mismo.

—Te prometo que no cambiaré. Y que cuando volvamos a vernos será como si el tiempo no hubiese pasado. Ahora, promételo tú, promete que nunca cambiarás, que nunca te olvidarás de mí, aquí, bajo la luna azul —dijo atreviéndose a tocarla por primera vez, cogiendo su mano. Fue como si una descarga eléctrica le ascendiese por el antebrazo hasta el corazón, acelerándole el pulso. Ella comenzó a temblar como un pajarillo y le miró a los ojos, sonrojada.

—Te lo prometo, nada ni nadie me cambiará, siempre me acordaré de esta noche y de ti.

Capítulo 1

Estela

 

Doce años después

 

 

—Estela, dice mi tío que envíes la propuesta de Martin’s Sea Transport Worldwide a Redford Associates. Ahora mismo. El expediente completo.

—¿A Redford Associates? Señorita Walcott, el señor Walcott me pidió que esperase a que él mismo me diese la orden de enviarlo.

—¿Es que estás sorda? —preguntó, dejando traslucir su acento norteamericano, Eliza, la sobrina de Samuel Walcott se había criado en Nueva Jersey y no parecía orgullosa de ello. Trataba de fingir un acento inglés del que carecía por completo, excepto cuando se irritaba, como en aquel momento—. Te lo estoy diciendo yo porque él está reunido, mi tío ha cerrado ya el acuerdo con Redford Associates, ¿qué más necesitas?

Estela miró hacia el despacho vacío de su jefe, permanecía con la puerta entreabierta y desde su posición solía verle sentado en el sillón de cuero reclinable. Peinando su barba cana con los dedos o mesándose las sienes, un acto que siempre indicaba que se encontraba debatiendo algo en su interior. De cuando en cuando la miraba y le dedicaba un gesto afectuoso.

Y es que durante los cinco años que llevaba trabajando para Samuel Walcott se había convertido en su mano derecha. Había ido ascendiendo puestos en el estudio de arquitectura más importante de Gibraltar, que realizaba trabajos por medio mundo. En aquel momento era su arquitecta primera, sobre ella tan solo estaba Walcott… hasta que llegó su sobrina Eliza de allende el océano y a empujones se situó en un lugar intermedio.

Walcott parecía saber que su sobrina no era ninguna eminencia, había tardado más de diez años en concluir sus estudios, que deberían haber tenido una duración de cuatro, y le costaba manejar los tan necesarios programas de diseño con los que se movían los proyectos. Eso cuando asistía al trabajo y no se encontraba enferma tras una jornada de marcha en la noche gibraltareña.

Pero Estela conocía de la gran humanidad de su jefe y creía a ciencia cierta que la había aceptado por un quizá demasiado desarrollado sentido del deber para con su hermano menor, que no parecía saber muy bien qué hacer con aquella hija díscola.

Se incorporó y caminó hasta la secretaria personal de Walcott, Emily, y aún con un regusto amargo que le provocaba la desconfianza, se dispuso a dar la orden.

Algo en su interior le decía que no debía hacerlo, tomó el teléfono decidida a llamar a su jefe para asegurarse, pero entonces pensó que Eliza no tenía porqué mentirle, si ella le había dicho que la orden provenía de Walcott es que era así.

—Emily, envía el proyecto a Martin’s Sea Transport Worldwide a Redford Associates.

— ¿A Redford Associates? ¿Completo? ¿Con presupuesto incluido?

—Completo, eso ha dicho Eliza —respondió.

Y después llegó el fin del mundo…

Capítulo 2

 

Se miró ante el espejo y contempló cómo una vez más sus labios se curvaban hacia abajo y los ojos se enrojecían y llenaban de lágrimas.

Su móvil comenzó a vibrar ante una llamada. Lo miró de reojo, fuese quien fuese no le apetecía contestar. Después de unos segundos castañeteó ante la llegada de un mensaje, lo miró aún sin desbloquearlo.

«Honey, what hpnd?».[1]

Era Kate, su compañera en el pequeño apartamento del número cuatro de Red Sands Road, justo frente a la base del teleférico.

El mismo apartamento en el que ya no viviría más. Era humilde y sin lujos, hogar de gente obrera, muy alejado de la imagen de riqueza y derroche de Gibraltar representado en Main Street, adonde con su último ascenso podría haberse mudado, pero se había acostumbrado a vivir allí, se había habituado a la compañía de Kate y no se imaginaba en ningún otro lugar.

Cuando llegó el apocalipsis Kate estaba de vacaciones en New Castle con una antigua amiga del colegio. Le había dejado una larga nota en la cocina en la que le explicaba lo sucedido y recién debía haberla encontrado.

Pero no se sentía con fuerzas para hablar de lo sucedido, así que decidió que después la llamaría, si lo hacía en ese instante acabaría llorando a moco tendido.

Todos sus amigos y compañeros de la oficina de arquitectura en el peñón la habían llamado o le habían enviado mensajes: Emily, Coral, Charles. E incluso Beatrice, representante de la empresa en Dubái con la que mantenía una excelente relación después de trabajar codo con codo a su lado en diversos proyectos en los Emiratos.

Si aquella terrible situación había servido de algo había sido para demostrarle la cantidad de buenos amigos que había hecho a lo largo de aquellos cinco años.

Volvió a mirar sus pupilas verdes en el espejo, resaltadas por el tono rojizo de su esclerótica. Las lágrimas resbalaban de nuevo por sus mejillas y se deslizaban por los laterales de la nariz recta y chata hasta los labios finos, que no se molestaba en limpiar. La pena la embargaba al pensar en sus compañeros, en la parte de su vida que acababa de terminar de modo tan abrupto, de un día para otro.

Se recogió el largo cabello castaño en una coleta alta y se sonó los mocos.

—Estela, cariño, ábreme la puerta. —Oyó la voz compasiva de su madre, la mujer que había llorado a su lado cuando apareció en casa cargada de maletas hecha pedazos.

—Entra, mamá —pidió después de girar el pestillo del picaporte, sentándose sobre la cama con un pañuelo de papel entre las manos.

—¿Sigues llorando, Estelita? —le preguntó entrando en la habitación.

—No lo puedo evitar mamá, lloro de rabia y de pena… y no me llames Estelita.

—Por lo que sea que llores, cariño, tienes que parar ya. Llevas cinco días llorando encerrada en esta habitación. Han venido a verte tus primas y tu tía Ana.

—No tengo ganas de ver a nadie, mamá. A nadie.

—Ya lo sé, corazón. Pero es la segunda vez que vienen, están preocupadas por ti. En realidad todos estamos preocupados por ti. Hazme el favor, lávate la cara, sal y da una vuelta con las primas.

—¿Y de qué hablo con ellas, mamá?

—Siempre te has llevado muy bien con tu prima Nuria.

—Sí, cuando teníamos quince años y hablábamos de los chicos del instituto. Pero sabes que desde que me fui apenas nos hemos visto en las reuniones familiares y en contadas ocasiones.

—Quizá sea porque tú siempre estabas muy ocupada y no tenías tiempo para echar un rato de charla con tus primas las pocas veces que venías al pueblo. De todas formas, aún podéis hablar de chicos. —Estela la miró de reojo.

—Mamá…

—Hija mía, habla de lo que quieras, pero sal, por favor, de esta habitación.

—Mi vida se ha ido a la mierda, mamá.

—No digas eso, era solo un trabajo.

—Era el trabajo por el que llevaba años luchado, por el que empecé sirviendo cafés porque era la becaria española, a pesar de tener la carrera terminada con sobresaliente, el trabajo en el que fui ascendiendo paso a paso y en el que llevaba años…

—Escúchame bien, Estela Sánchez Córdoba, aunque ahora mismo te parezca el fin del mundo, no lo es. Es solo un trabajo, tienes veintiocho años y toda la vida por delante. Si tu jefe es tan listo como decías en algún momento se dará cuenta del error que ha cometido, y si no lo es, mejor que hayas dejado de trabajar para un idiota tan grande como sus edificios. Así que sal de este cuarto, date una ducha, que hueles a choto, y ponte antiojeras que tus primas Nuria y Raquel te van a acompañar a dar una vuelta. Ellas y tu tía Ana te esperan abajo en el patio mientras les pongo un cafecito a las tres.

—Está bien, mamá —dijo abrazándola emocionada—. Te quiero mucho.

—Y yo a ti cariño, pero deja de llorar de una vez.

 

Estela se sumergió en una ducha larga y ardiente de la que al salir se sintió reconfortada. Una vez en su habitación estaba terminando de vestirse cuando su madre regresó con el móvil en las manos. No le sorprendió haberlo dejado olvidado, aquel teléfono era el personal, cuyo número solo lo tenía la gente de mayor confianza, y no sonaba tan a menudo como el terminal de la empresa, que solía enloquecerla con sus llamadas. La sorprendió echar de menos incluso su repicar frenético, algo que antes tanto la incomodaba.

—Estela, te has dejado el teléfono en el salón, te han llamado y lo he cogido porque me creí que aún estabas en la ducha.

—¿Quién es?

—Dice que es tu abogado —afirmó con expresión de extrañeza.

—¿Mi abogado? Yo no tengo abogado.

—Eso me ha dicho. ¿Lo mando a paseo?

—No, dame —pidió, cogiéndoselo de las manos. Miró el número, era un teléfono fijo de Gibraltar, pero no le sonaba de nada.—. ¿Diga?

—¿Miss Sánchez?

—Sí, quiero decir, yes.

—¿Prefiere que hablemos en español? A mí me es indiferente.

—A mí también… ¿Quién es?

—Oh, discúlpeme. Mi nombre es Tyron Lancaster, y soy abogado. La señorita Cromwell me ha dado su número porque me ha pedido que la represente.

—¿A mí? —La señorita Cromwell era Kate, Kate Cromwell, su compañera de piso.

—¿No acaba usted de ser despedida? —preguntó con ese acento mezcla inglés mezcla andaluz tan significativo del peñón.

—Sí, sí.

—Entonces, ¿no me equivoco de persona?

—No, claro que no, perdóneme. Es que estoy… en fin, llevo unos días abotargada con todo…

—Es lógico, señorita Sánchez. Como le digo, tengo un despacho de abogados y además soy amigo personal de Kate desde hace años. Ella me ha contado su situación y me ha preguntado si estaría dispuesto a representarla. Y lo estoy.

—¿A representarme para qué?

—Para denunciar al señor Walcott, de Walcott Architecture Design por despido improcedente. —Al oír aquellas palabras se quedó petrificada, como una estatua de sal, ni siquiera se le había pasado por la cabeza una idea semejante—. Señorita Sánchez, ¿sigue ahí?

—Sí, sí.

—Si está de acuerdo, y si los datos que me ha pasado Kate son correctos, les demandaremos por al menos cien mil libras.

—¿Qué?

—Los trabajadores tienen derechos en nuestro país, señorita Sánchez, incluidos los foráneos como usted, y más tratándose de personal cualificado del más alto nivel, cuyo derecho al honor y a una defensa han sido vilipendiados, humillándola del modo en el que lo han hecho y dañando sus posibilidades de ser contratada de nuevo por una empresa del sector…

—Vaya. Es usted bueno.

—Gracias. Ahora necesito que, con detalle, me relate todo lo sucedido la mañana en la que fue despedida.

 

 

[1] «¿Cariño, qué ha pasado?».

Capítulo 3

 

«Tnks Kate, call u tonight».[2] Escribió en su teléfono, y lo envió a su amiga, quien ya debía haber comenzado su turno como camarera en el restaurante italiano Mia Mamma, situado al final de Red Sands Road.

«Ok. XXX». Respondió esta enviándole besos, suponía que con sus habituales prisas en el trabajo.

La luz del atardecer de aquel primer miércoles de mayo llenaba de tonos anaranjados el patio de la vivienda familiar del pueblo pintoresco de fachadas encaladas situado en la cima de la montaña.

—Buenas tardes, prima, ¿cómo estás? —la saludó Nuria incorporándose para darle dos besos, seguida de Raquel, un par de años menor que ellas.

—¿Por qué has tardado tanto, cariño? —le preguntó su madre.

—He estado hablando un buen rato con el abogado.

—¿Y qué ha dicho? —Se preocupó, capturando el interés de toda la familia, incluida la gata, que saltaba tras las sillas y pareció detenerse un segundo a oír su respuesta.

—No sé, dice que puedo reclamar daños morales o no sé qué, que quiere pedir cien mil libras…

—Eso es mucho dinero, ¿no?

—Eso será como cien mil euros —sugirió su tía, levantándose para besarla.

—Más tía, las libras están más altas que el euro —respondió recibiendo sus besos.

—Ojalá. Ojalá el abogado le saque todo ese dinero, le saque hasta los higadillos al viejo ese. Muy bien le estaría merecido por tratar a mi sobrina así, el muy asqueroso.

Los ojos de Estela volvieron a empañarse, en realidad ella apreciaba a Samuel Walcott, había sido su mentor y había aprendido mucho a su lado, al menos al Samuel que había conocido antes de que Eliza llegase al despacho un año atrás.

—Mamá, parece que no te das cuenta, no digas esas cosas, ¿no ves que la prima se pone a llorar? —intervino Nuria—. Estela, se acabó, no pienses más en eso. Vámonos a dar una vuelta.

—Creo que será mejor que me quede. No tengo ganas…

—Estelita, por favor —suplicó su madre con los ojos aguados. Iba a provocarle una enfermedad con su propio penar, y eso sí que no podría perdonárselo.

—Está bien, mamá. Me voy con las primas. Pero, por favor, no me llames Estelita.

Sin demasiada convicción cogió el bolso y se colocó las gafas de sol para ocultar sus ojos enrojecidos.

—¿Adónde vamos?

—Venga, prima, ya sé qué llevas mucho tiempo sin venir al pueblo, pero no me digas que te has olvidado de nuestros rinconcitos —sugirió Nuria mirándola con sus grandes ojos castaños. Casi desde que se marchó a Málaga a estudiar arquitectura apenas había visitado esos rinconcitos. Y es que se enamoró de aquella ciudad, de sus gentes, de las maravillosas amistades que hizo en allí, de su vida nocturna y la de estudiante, tanto que apenas regresó a casa un fin de semana al mes y en Navidad. Después llegó la beca y tras esta el trabajo en Walcott Architecture Design. Llegaron los viajes a Dubái, Nueva York o Londres, y su tiempo libre se convirtió en mucho menos que escaso.

En las visitas familiares se limitaba a pasar los días en la parcela que sus padres poseían en la hermosa playa de El Palmar, donde disfrutaba de la tranquilidad y la serenidad del mar para olvidarse del ajetreo de su día a día, ese que nunca creyó llegar a añorar tanto.

—En la plaza de los Pescaítoshan abierto un sitio nuevo. Todo está orientado a los guiris ahora que se acerca el verano, pero se está bien —sugirió Raquel.

—Me da igual, chicas. Donde vosotras digáis. —El único motivo por el que había accedido era contentar a su madre. Así que tan solo esperaba que el tiempo transcurriese lo más rápido posible para poder regresar a su habitación y reflexionar sobre las palabras del tal Tyron, el abogado que le había conseguido Kate.

La plaza de los Pescaítos era en realidad la plaza de España, aunque nadie la conocía por ese nombre en Vejer. La llamaban así por la colorida fuente con peces ornamentales de cerámica esmaltada, rodeada de exóticas palmeras, y coronada por unos bonitos faroles.

Habían sido muchas las horas que habían pasado en aquella plaza, conversando a la salida del colegio o jugando por las tardes, incontables las ocasiones en que se habían salpicado las unas a las otras desde los chorrillos emitidos por las ranas de cerámica, todo ello mucho antes de que su pueblo se convirtiese en el importante destino turístico que tanto bien había hecho a la economía de los comerciantes.

Sintió cierta nostalgia al recordarlo mientras caminaban hacia la terraza de la cafetería en la que tomaron asiento.

—Buenas tardes, ¿qué vais a tomar? —les preguntó la camarera.

—Yo quiero un café con leche y… ¿tenéis dulces o tarta? —preguntó Estela, apenas había comido durante el almuerzo y sentía hambre. Eso debía ser buena señal, se dijo, volver a sentir algo más que tristeza.

—Sí, claro, pasa dentro y elige lo que quieras.

—Gracias.

—A mí ponme un descafeinado de máquina —pidió Raquel.

—A mí otro. —La camarera tomó nota y regresó al interior—. Anda, que te vas a poner las botas.

—Dicen que el chocolate contiene endorfinas y yo las necesito —dijo con una sonrisa.

—Muy bien, Estela, hay que alimentarse —añadió Raquel con una sonrisa.

Siguiendo las indicaciones de la camarera pasó al interior de la cafetería, estaba repleta de gente, la mayoría turistas. Pronto identificó el refrigerador de las tartas en el que había una gran variedad de dulces y pasteles. Un par de chicas la precedían, esperando a ser servidas cuando llegó la joven que debía atenderlas. Su rostro le fue familiar, ¿habrían estudiado juntas en el colegio? Pensó en su nombre… ¿Sofía? ¿Soledad? La conocía, estaba segura.

Alguien llegó por detrás y le dio un leve empujón, haciéndola mover de su sitio. Se giró y tropezó con los impresionantes ojos azules de un hombre un par de palmos más alto que ella.

—Perdona —dijo este provocando que no pudiese evitar fijarse en sus labios, rodeados por una sutil barba cobriza de varios días. El tipo tragó saliva y su nuez de Adán se deslizó arriba y abajo en su garganta. Volvió a mirar sus ojos y este enarcó una ceja haciéndola sentir como si la analizase.

—No pasa nada, tranquilo —dijo casi en un susurro, y se giró de nuevo hacia el mostrador con una sensación extraña. También le eran familiares aquella cara, aquellos ojos…

Volvió a mirar a la chica que atendía. Se llamaba Sofía, ahora estaba segura, y tenía bastantes problemas para entenderse con las dos escocesas que estaban preguntándole si tenía un tipo muy específico de helado.

—Perdona, están preguntándote si tenéis helado de cuajada con miel —aclaró, y la joven sonrió aliviada.

—Por favor, diles que no, es mi primer día aquí y no me manejo muy bien con el inglés.

—Tranquila, tienen mucho acento, escocés además, y es aún más complicado. Yo se lo diré —dijo, y respondió a las dos turistas, que cambiaron los sabores por frutos rojos y chocolate.

Cuando al fin Sofía la atendió le pidió un pedazo de tarta de tres chocolates.

—Tú eres Estela Sánchez, ¿verdad? Eres la nieta del Pelao —dijo poniendo el pedazo de pastel sobre el mostrador de cristal. La hizo sonreír al mencionar el apodo de su abuelo materno, el que le adjudicaron cuando regresó del servicio militar con la cabeza rapada al cero, en el pueblo casi todo el mundo tenía uno. Fuera de Vejer no era la nieta del Pelao, solo Estela, y hacía años que no se referían a ella de ese modo.

—Y tú eres Sofía, tu madre tiene una mercería, si no recuerdo mal.

—Tenía. Ya se ha jubilado ¿Y estás aquí pasando unos días de vacaciones? Porque yo creía que vivías por ahí.

—Sí… algo así.

—Bueno, ¿dejamos la cháchara de una vez? Hay gente que no está de vacaciones y tiene cosas que hacer. —Las interrumpió el tipo que había a su espalda, el de los bonitos ojos color aguamarina. Sofía puso una cucharilla en el plato y se lo entregó.

—Ha sido un placer verte, Estela.

—Igualmente, Sofía —añadió dedicándole una mirada de reojo al gruñón de la barba cobriza. Era bastante más alto que ella y muy fuerte, con los músculos de los brazos marcados como columnas jónicas en la camiseta color verde caza, pero le habría dado un puñetazo a gusto.

—Has tardado mucho, ¿es que no te decidías? —preguntó Nuria.

—No. La chica del mostrador me ha conocido. Es Sofía, fue con nosotras a cuarto de ESO, creo —relató, sentándose ante su café y depositando el plato sobre la mesa de cristal.

—¿Está trabajando aquí? No lo sabía.

—Es su primer día. Me ha preguntado si estaba aquí de vacaciones, le he dicho que sí —confesó encogiéndose de hombros—. No me apetecía contarle nada.

—Normal.

—Pero entonces un antipático nos ha metido prisa.

—¿Un antipático? ¿Quién? —preguntó Raquel.

—Ese antipático —indicó apuntándole con la nariz al ver cómo salía con lo que parecía una bandeja de dulces envuelta en papel. Les dedicó una mirada colocándose las gafas de sol de aviador y para su sorpresa las saludó con desgana antes de subir a su coche, un Volkswagen Polo estacionado en doble fila con los intermitentes encendidos.

—¿Hugo? —preguntó Nuria. Tanto ella como su hermana le habían devuelto el saludo.

—¿Le conoces?

—Claro, y tú también. Es Hugo Lago, el amigo de tu hermano, él y tú tuvisteis algo en el instituto.

—¡Qué dices! Yo no tuve nada con nadie en el instituto, era demasiado pava. Hugo Lago… —Se quedó pensando un instante con la cucharilla clavada en el pastel, antes de llevársela a la boca despacio.

—Que sí. Hugo estaba loco por ti, se le notaba a la legua.

—Que no… Ostras. ¿Hugo el Power Ranger?

—¿El Power Ranger? —Se rio Raquel—. ¿Así le llamaban en el insti?

—Se lo llamábamos nosotras, por los saltos que daba en baloncesto y cómo se enganchaba en la canasta, ya ni siquiera me acordaba de eso —explicó Nuria—. ¿Tampoco te acuerdas las veces en las que fuimos a la playa con él, tu hermano y el resto de sus amigos en las motos?

—Pero yo no tuve nada con él. Solo éramos amigos. Pues vaya cambiazo ha dado.

—Sí, está mucho más guapo. Tiene unos ojazos…

—Me refiero a que el Hugo que yo recuerdo era un encanto y este es un idiota.

—Mujer, le habrás pillado en un mal momento —sugirió Raquel—. Conmigo siempre es muy amable y yo soy bastante pesada. Es el veterinario de mi gata Luna.

—¿Es veterinario?

—¿No te acuerdas de la barbacoa en la playa el último verano antes de que tu hermano y él se marchasen a estudiar fuera?

—No.

—Estela, parece ser que se te han borrado de la memoria todos estos años. Hugo se marchaba en septiembre a Granada y tu hermano y Alfonso el Pelanas, ese que tenía el pelo así a lo afro, se iban a Sevilla.

—Me acuerdo de Alfonso y de Hugo, claro. Pero del Hugo de entonces, este está muy distinto, no se parece en nada.

—Ese verano hicimos una barbacoa en la playa y nos quedamos a dormir en la casa de tus padres en la parcela. Tú y Hugo os quedasteis los últimos alrededor del fuego… hablando.

—Creo que me acuerdo de eso. —Algunas imágenes de aquellos recuerdos acababan de llegar a su mente como fogonazos, invocados quizá por las palabras de Nuria.

—Menos mal, comenzaba a pensar que todo el asunto del despido te había afectado al cerebro. —Por primera vez Estela fue capaz de soportar las ganas de llorar al oír la palabra despido.

—Ahora que lo dices recuerdo esa noche y también recuerdo lo dulce que era Hugo. Creo que estuvo tocando canciones en la guitarra y conversamos hasta que salió el sol.

—Porque estaba loquito por ti.

—Anda ya. Porque era muy amable. El único de los amigos de mi hermano con dos dedos de frente.

—Sí, ya. Hasta yo que era más pequeña me daba cuenta de que bebía los vientos por ti —intervino Raquel.

—Pues ha quedado claro que se le ha pasado, pero del todo, vamos —bromeó haciéndolas reír—. Así que tiene una consulta veterinaria.

—Y además es fisioterapeuta de caballos o algo así.

—¿Eso existe?

—Por lo visto sí. Les da masajes con esas enormes manos que tiene.

—Quién fuera caballo —bromeó Raquel provocándoles la risa.

 

Al final había pasado la tarde mejor de lo esperado. Cuando llegó a casa eran casi las nueve de la noche. Se había puesto al día de la vida de sus primas y se había dado cuenta de que a pesar de los años y de la distancia continuaban siendo amigas. Eso le provocó una singular sensación de tranquilidad y la ayudó a sentirse un poco menos extraña en su antigua vida.

Una antigua vida que aún tenía la esperanza de volver a abandonar pronto y regresar a su realidad, no sabía cómo.

Su padre, Simón, había regresado de la parcela, como solían llamar a la finca de diez mil metros cuadrados situada junto a la playa donde acudía todas las tardes al regreso de su trabajo en el taller del que era mecánico, en el cercano municipio de Chiclana. Allí se encargaba del huerto y de los animales que poseían, ese era su pequeño momento de relax diario.

Aprovechó para ponerle al tanto de la llamada del abogado aquella misma tarde. Su reacción al oír la tarifa fue la esperada.

—¿Seis mil libras? ¿Y eso cuánto es en euros?

—Más de siete mil.

—Madre mía, ¿qué es ese tío? ¿Un abogado o una sanguijuela? Más de siete mil euros por representarte. ¡Ni que hubieras matado a Manolete!

—Eso como adelanto. Si ganamos se llevaría el diez por ciento del total.

—Lo que yo te he dicho, una sanguijuela.

—Es un precio razonable, papá, si tenemos en cuenta a la gran empresa a la que nos enfrentaríamos.

—La gran empresa de un tipo sin cerebro que se deja influir por una niñata de papá con más dinero que neuronas.

—Hasta ahí estamos de acuerdo. —Resopló cansada. Su progenitor la miró de reojo—. Yo… tengo algo de dinero ahorrado, el problema es que lo metí a plazo fijo y no puedo recuperarlo hasta dentro de tres años.

—¿Y por qué has hecho eso?

—Porque me daban un buen interés y además me regalaron la vaporeta.

—¿La que me trajiste? —intervino su madre.

—Esa.

—Ay, cariño, me ha venido muy bien pero si hay que devolverla…

—No, mamá, no serviría para nada. Hasta que no pasen los tres años o me lleve un año en el paro no me devuelven las ocho mil libras.

—Tu madre y yo podemos juntar unos cuatro mil euros y pedir un préstamo para los otros tres mil y pico.

—No, papá, lo siento pero no lo voy a permitir, son vuestros ahorros.

—Acabamos de terminar de pagar la hipoteca de la parcela y con las nuevas escrituras se nos ha ido un buen pico, pero lo que tengamos es para ayudarte.

—Que no.

—¿Y qué vamos a hacer? ¿Nos quedamos de brazos cruzados ante la injusticia que han hecho contigo? Dile a esa sanguijuela que le daremos tres mil euros ahora y otros dos mil antes del juicio y va listo.

—Papá esto no es el mercadillo, no puedo regatear con el abogado. Él me ha puesto sus condiciones y yo debo contestar sí o no.

—Vaya con el llanito[3].

—Yo aún tengo mil euros en la cuenta. Y necesito pedirte un favor, necesito que me ayudes a encontrar trabajo ya.

—Cariño, sabes que de lo tuyo es muy difícil encontrar así como así.

—No me refiero a trabajar de arquitecta. No me importa de lo que sea, papá. El abogado me ha aconsejado que espere un poco para enviar currículums a otras empresas para que las cosas se calmen un poco. Si llaman a Walcott pidiendo referencias de mí no me quitaré la fama de traidora en la vida.

Los ojos de su padre se entristecieron al oír aquella palabra.

—Yo tengo un trabajo para ti —irrumpió en la habitación Javi, su hermano mayor. Había oído la última parte de la conversación desde la entrada donde la puerta hacia el patio permanecía abierta.

Su sobrino Iván corrió a los brazos de Estela, que lo rodeó con fuerza, besándole en la sien. A su hermano y su sobrino les siguió su cuñada Sofía, embarazada de seis meses.

—¿Cómo estás? —le preguntó. Estela se echó a los brazos de su hermano y rompió a llorar—. Vamos, vamos, no llores que no sirve para nada. Si llorar sirviese para algo tu cuñada sería presidenta del gobierno.

—Qué gracioso eres, cariño —protestó esta con una sonrisa acariciándose la abultada tripa—. Son las hormonas, lloro hasta con los anuncios.

Estela echó a reír mientras su hermano y su familia repartían besos aquí y allá. Ellos vivían en Sevilla, Javier era profesor de gimnasia y Sofía de inglés en el instituto en el que se conocieron hacía casi diez años.

—¿Qué trabajo es ese, Javi? —preguntó su padre.

—Puedo conseguirle trabajo en Monte Alto.

—Eso estaría muy bien, con mi dominio del inglés…

—Mi contacto no es precisamente en el hotel Estela, no sé si podría conseguirlo allí.

—¿Y entonces?

—Es en la Hacienda Hípica.

—Pero si yo no sé montar a caballo.

—Ni falta que te hará para lavarlos y prepararlos.

—¿De moza de cuadras? —preguntó su padre—. Ni hablar. Hija, espera unos meses a que te salga algo, vamos a buscar…

—¿Y sabes cuánto pagan?

—Unos mil cien euros al mes según tengo entendido. Hace poco que pregunté porque tenía un amigo interesado en entrar.

—Lo quiero, Javi, por favor. En cuatro meses podré devolverles a papá y mamá el dinero que me van a prestar.

—¿Para qué?

—Para pagar a un abogado avaricioso como el demonio.

—Papá…

 

 

[2] «Gracias Kate, te llamo esta noche».

[3] Gentilicio cariñoso para los habitantes de Gibraltar.

Capítulo 4

Hugo

 

«Te lo prometo, nada ni nadie me cambiará, siempre me acordaré de esta noche y de ti».

La frase resonó en su cabeza una vez más. Qué poco podía imaginar entonces, sentados alrededor del fuego en mitad de aquella noche estrellada, que ella no cumpliría su promesa.

Esa cuyo recuerdo le había alentado a seguir adelante durante mucho tiempo, durante años. A pesar de que no habían vuelto a verse… hasta aquella misma tarde.

No pudo evitar pensar en cómo el devenir de sus vidas les había llevado por caminos cada vez más alejados. Hugo consiguió trabajo en una hamburguesería nada más llegar a Granada y lo compatibilizó con la universidad. El trabajo le ayudó a pagar las costosas tasas y el piso de estudiantes que compartía con otros tres chicos, pero le impidió regresar a casa los fines de semana.

Cuando lo hizo en Navidad, quedó con Javi, y con fingido desinterés le preguntó por su hermana, este le respondió que estaba en casa de sus tíos en Chiclana. En la siguiente ocasión en la que pudo regresar al pueblo por unos días y coincidir con él, en verano, le dijo que Estela estaba en Inglaterra perfeccionando su inglés. Y así transcurrieron los meses, uno tras otro, hasta cumplir dos años de aquella noche, sin apenas saber nada de ella, sin verla.

Fue como si hubiesen estado jugando al ratón y el gato, hasta que supo que había comenzado Arquitectura en la universidad de Málaga y que apenas regresaba a Vejer de tanto en tanto.

 

Y sin embargo, aquella tarde, cuando se giró y le miró con sus grandes ojos esmeralda, cuando la encontró frente a sí después de tanto tiempo, su primera reacción habría sido abrazarla, darle un par de besos y preguntarle qué había sido de su vida todos aquellos años. Pero entonces se dio cuenta de que no le había reconocido y sintió un dolor intenso y profundo en mitad del pecho. Un dolor irracional, sin el menor sentido, pero febril e incapacitante.

¿Tanto había cambiado en aquellos casi doce años o es que sencillamente ella le había olvidado por completo?

¿Tan poco importante había sido en su vida?

Estela fue su primer amor, y aunque tan solo se besaron en una ocasión, la había guardado en su memoria como un secreto tesoro. El paso de los años había ido apagando aquella llama juvenil hasta extinguirla por completo, pero aun así la recordaba con mucho cariño.

Acababa de comprobar que para ella en cambio no significó nada esa noche de confidencias ante la hoguera, la promesa que se hicieron fue como si nunca hubiese existido.

La rabia le cegó la razón y le habló de modo despótico y desabrido. No le había reconocido y él no podía creerlo.

—¿En qué piensas, cariño? —le preguntó Yolanda, su novia. Se había acurrucado a su lado en el sofá con un bol de ensalada en los muslos.

—En nada.

—¿En nada? Estabas muy serio —sugirió ofreciéndole un tenedor que él aceptó con una sonrisa forzada.

—En la cantidad de cosas que tengo que hacer, en un caballo al que tengo que operar…

—Te implicas demasiado. Tienes que aprender a tomártelo con más calma.

—Entonces no sería yo.

—Eso es cierto —admitió con una sonrisa—. ¿Te apetece que llene la bañera, nos metamos dentro y nos relajemos a base de besos?

—Es muy tarde, aunque eso de los besos ha sonado muy bien.

—Comenzaré a llenar la bañera, aunque te advierto que no puedo marcharme tarde hoy, tengo mucho trabajo mañana.

Sabía que Yolanda esperaba que le pidiese que se fuese a vivir con él, después de casi dos años de relación era algo que debía plantearse. Pero le parecía un paso demasiado importante y no estaba convencido de sentirse preparado para perder la intimidad de su hogar y compartir su espacio vital con alguien más. A pesar de que hacía meses que había llevado su cepillo de dientes, que tenía alguna ropa en el armario, Yolanda seguía viviendo con sus padres en el centro de Vejer, aunque en el último tiempo pasase más horas en su casa.

Su teléfono móvil comenzó a sonar y Hugo se incorporó del sofá, dejando el tenedor en el bol, y lo tomó de la mesa del salón.

—Hola, Javi, dichosos los oídos, ¿qué tal estás? ¿Eres ya padre otra vez o no?

—Hola, tío. No, todavía no, quedan dos meses y medio todavía. ¿Y tú cómo estás?

—Bien. Liado como siempre con el trabajo, ya sabes…

—Sí, claro, para variar. —Hugo notó cierto resquemor en su voz. Su amigo no se cansaba de repetirle que tenía que vivir más y trabajar menos. Pero para él, su trabajo era lo más importante, necesitaba terminar su clínica—.Te quería pedir un favor.

—Tú dirás.

—Es para mi hermana. —Al oír aquella palabra pareció que le quemase el teléfono en las manos.

Capítulo 5

Estela

 

Alguien te recogerá en la puerta de casa con una furgoneta, te subes y te llevarán a Monte Alto, allí te explicarán lo que tienes que hacer. Ah, y no se te ocurra ir con tacones si no quieres ser el hazmerreír del pueblo una buena temporada.—Le había advertido Javi la noche anterior cuando la llamó para informarla de que le había conseguido el empleo y comenzaba al día siguiente.

Ni que fuese tonta, como para acudir a trabajar como moza de cuadras en tacones. Se enfundó unos vaqueros y una camiseta y se dio un poco de antiojeras (al menos desde la conversación con su abogado había logrado dejar de llorar) y algo de brillo en los labios con el que contrastar la cara de muerta viviente con la que se levantaba últimamente.

Miró el reloj. Las seis de la mañana, era demasiado temprano, aún debían estar poniendo las calles.

Lamentó no haber cogido su chaqueta, pero ya era la hora, ¿le daría tiempo a volver a entrar a cogerla? ¿Y si pasaba la furgoneta y al ver que no estaba se marchaba? No, era mejor aguantar un poco de frío. Amanecía por encima de los tejados y el pueblo comenzaba a despertar cuando un vehículo blanco con las iniciales MA en letras verdes se detuvo ante ella.

Una mujer con mechones despeinados bajo una gorra verde desgastada bajó el cristal del copiloto de modo automático. Estela acudió a su encuentro.

—Hola, ¿eres la pija de ciudad?

—¿Perdón? —Su cerebro no aceptaba que se hubiese referido a ella con aquellas palabras.

—Me han dicho que tengo que recoger a una pija de ciudad. ¿Eres tú o no?

—Bueno, yo llevo años fuera del pueblo pero…

—No me cuentes tu vida, ¿estás esperando que te recojan para trabajar en Monte Alto o no? —preguntó desabrida, con prisas.

—Sí.

—Pues entonces sube de una vez o llegaremos tarde.

—Me llamo Estela —dijo abriendo la puerta del copiloto.