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Si Margaret Atwood cautiva al mundo con sus novelas, como ensayista sorprende aún más. Los textos de este libro son entusiastas, polifacéticos y eruditos. Aquí Atwood habla de su generación, de Toni Morrison, Gabriel García Márquez, Ursula Le Guin e Italo Calvino. Piensa lúcidamente en literatura y política. Reflexiona en torno a los momentos históricos que le tocó vivir, de sus viajes, su formación como escritora y, sobre todo, de sus lecturas e influencias. ¿Qué libro leyó, cúando y dónde, mientras escribía El cuento de la criada? Esta es una autobiografía atravesada por los libros, un tesoro de una de las escritoras más importantes de nuestros tiempos.
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ESCRIBIENDO CON INTENCIÓN 1982-2004
COLECCIÓN NO FICCIÓN
BLANCOS MÓVILES.
ESCRIBIENDO CON INTENCIÓN
1982-2004
Título original:
MOVING TARGETS:
WRITING WITH INTENT
1982-2004
Primera edición, 2022
2004 o. w. TOAD Ltd.
Moving Targets: Writing With Intent 1982-2004
by Margaret Atwood
Copyright © 2004, o. w. TOAD Ltd.
Published by arrangement with House of Anansi Press, Toronto, Canada.
Director de la colección: Emiliano Becerril Silva
Cuidado editorial: Karla Esparza
Traducción: Leonardo Martínez Vega y Cecilia Núñez
Lectura de pruebas finas: Magdalena Cabrera,
Milet Mirón Hernández e Itzel Olivares Bruno
Diseño de portada: Eréndira Derbez
Formación: Lucero Vázquez
D.R. © Universidad Veracruzana
Dirección Editorial
Nogueira núm. 7, Centro, CP 91000
Xalapa, Veracruz, México
Tels. 228 8185980; 8181388
https://www.uv.mx/editorial
D.R. © 2022, Elefanta del Sur, S.A. de C.V.
Tamaulipas 104 interior 3,
Col. Hipódromo de la Condesa
CP 06170, Ciudad de México
www.elefantaeditorial.com
@ElefantaEditor
elefanta_editorial
ISBN ELEFANTA EDITORIAL: 978-607-8749-38-6
ISBN UNIVERSIDAD VERACRUZANA: 978-607-502-986-3
Todos los Derechos Reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación, sin la previa autorización por escrito de los editores.
ESCRIBIENDO CON INTENCIÓN 1982-2004
MARGARET ATWOOD
TRADUCCIÓN: LEONARDO MARTÍNEZ VEGA Y CECILIA NÚÑEZ
Para mi familia
Introducción a la edición de A list
Introducción
Parte I. 1982-1989
1982-1989
1. Revisitando a Dennis
2. Me pregunto cómo será ser una mujer
3. El brujo como aprendiz
4. Margaret Atwood recuerda a Marian Engel
5. Introducción
6. El verdadero norte
7. Perseguidas por sus pesadillas
8. Epílogo
9. Prefacio
10. Grandes tías
11. Introducción: leer a ciegas
12. La mujer pública como hombre honorario
13. Escribiendo la utopía
Parte II. 1990-2000
1990-2000
14. Cuchillo de doble filo
15. Nueve comienzos
16. Un esclavo de su propia liberación
17. Epílogo
18. Introducción
19. Por qué amo
20. Villanas de manos manchadas
21. El look roñoso
22. No tan sombríos como los Grimm: La resistencia de los cuentos de hadas
23. Un postre delicioso de una Carter picante
24.Experimento de amor de Hilary Mantel
25. En búsqueda de Alias Grace: sobre la escritura de novelas históricas canadienses
26. Masterpiece theatre
27. Lo sublime incómodo
Parte III. 2001-2004
2001-2004
28. Mordecai Richler: 1931-2001 El Diógenes de Montreal
29. Introducción
30. Cuando había paz en Afganistán
31. El hombre del misterio. Algunas pistas sobre Dashiell Hammett
32. De mitos y hombres
33. Policías y ladrones
34. Tiff y los animales
35. La mujer imborrable
36. La reina de Androginocracia
37. Introducción
38. La caja equivocada: Matt Cohen. El fabulismo y la taxonomía crítica
39. Introducción
40. Los dos errores más grandes de Napoleón
41. Carta a Estados Unidos
42. Escribiendo Oryx y Crake
43. George Orwell: algunas conexiones personales
44. Discusión en contra del helado
45. Prefacio: jardines de la victoria
46. Carol Shields, quien murió la semana pasada, escribió libros que estaban llenos de delicias
47. Resistiendo el velo. Noticias de una revolución
48.The complete stories, volumen de Morley Callaghan
49. Brota de manera constante
50. Hacia la isla Beechey
51. Mortificación
Agradecimientos
Créditos
POR JEET HEER
ALGUNOS ESCRITORES SON ESPECIALISTAS; OTROS SON generalistas. Los especialistas tienen un cerebro de cirujano enfocado en el dominio de una forma o género, afinan su oficio hasta alcanzar una habilidad excepcional al costo de estrechar sus horizontes. Estos talentos excepcionales contrastan con los que podríamos llamar los médicos familiares de la literatura, aquellos que adoptan un enfoque más holístico hacia su llamado y emprenden muchas tareas.
No albergo dudas acerca de a cuál campo pertenece Margaret Atwood: ella es una escritora con muchas facetas; ha trabajado en una vertiginosa miríada de formas. Nos ha brindado poemas, todo tipo de narrativas (novelas realistas, pero también ficción especulativa, sagas históricas y relatos góticos), novelas gráficas, libros para niños, crítica literaria, crítica cinematográfica, polémica política, libreto operístico, guiones para televisión y una obra de teatro, solo por mencionar unos pocos puntos culminantes en una bibliografía interminable.
Sin embargo, hay algo que ella no ha escrito aún, en casi seis décadas de copioso trabajo como artífice de la palabra: un libro de memorias. Resulta tentador pensar en una autobiografía de Atwood; no obstante, podría ser superfluo. Sostengo que, en sus escritos que no pertenecen a la narrativa, de los cuales se incluye una buena selección en Blancos móviles (publicado originalmente en 2004), Atwood nos ha entregado un autorretrato que es más rico y más complejo que muchos supuestos volúmenes de confesiones.
En la superficie, Blancos móviles es una colección de reseñas y ensayos, donde Atwood pondera las cualidades de contemporáneos como Toni Morrison y Gabriel García Márquez, rinde homenaje a amigos como Mordecai Richler y Carol Shields, se entusiasma con películas como La noche del cazador y El espíritu del Ártico y aborda temas políticos apremiantes como el ambientalismo y la política exterior de Estados Unidos. En pocas palabras, es un libro en el que Atwood escribe acerca de otras personas y temas. Dado que invariablemente es ingeniosa, está informada y es incisiva, no hay motivos para no disfrutar el libro bajo estos términos.
Sin embargo, hay otra forma de leer Blancos móviles: como un libro en el que Atwood, aunque no escribe acerca de sí misma, nos revela quién es. Para Atwood, la literatura que no es narrativa no es (como ocurre con ciertos tipos de académicos y periodistas) una oportunidad para adoptar una máscara de objetividad impersonal. Por el contrario, Atwood insiste en que el valor de sus opiniones e ideas está inextricablemente ligado con las experiencias peculiares e individuales que la llevaron a estas. Esta es una colección de ensayos sumamente personales.
Al leer estos ensayos, obtenemos instantáneas de Atwood en varias etapas de su vida: Atwood a los cinco años diciéndole a su familia que quiere ser escritora y absorbiendo lecciones acerca de cómo contar una historia, a partir de los chismes de la familia de su madre; Atwood a los nueve años ofendiéndose ante la injusticia retratada por George Orwell en Rebelión en la granja, sin darse cuenta de la alegoría pero, aun así, presintiendo la intención (“entendemos los patrones de las historias antes de entender sus significados y el patrón de Rebelión en la granja es muy claro”); Atwood, la estudiante de preparatoria, absorta en otra obra de Orwell, 1984, almacenando ideas sobre la distopía; Atwood, la joven escritora, inspirándose en contemporáneas como Margaret Laurence y Gwendolyn MacEwen, trabajando duro durante los primeros días de la CanLit,1 cuando Dennis Lee editaba sus trabajos y ella editaba los de Matt Cohen; Atwood, la viajera, cuya estadía improvisada en Afganistán en 1978, en el momento en que la nación estaba en la cúspide de la invasión y la guerra, plantó en su mente algunas semillas acerca de la realidad vivida en un patriarcado teocrático. En conjunto, estos vistazos compuestos de recuerdos cruciales dan forma a la historia de la creación de una escritora.
Los escritores se forman no solo de experiencias, sino también (y esto es igualmente crucial) de lo que leen. Alguna vez Saul Bellow observó que “un escritor es un lector motivado a emular”. Blancos móviles es un registro de la vida de Atwood como lectora, no solo nos muestra cuáles escritores han sido importantes para ella, sino también sus hábitos de lectura. Atwood es una lectora voraz, apasionada, inmersiva. Al reseñar un libro, casi siempre parece tener la totalidad de la obra del autor bajo su dominio; su erudición no se alimenta solo de trabajo pesado, sino también de su amor por la literatura.
No solo lee a los autores de atrás para adelante, sino que también lee ávidamente muchos géneros y sobre muchos temas. Al recordar sus días de preparatoria, Atwood nos dice que “también estaba leyendo a Jane Austen y Emily Brontë y un libro de ciencia ficción especialmente escabroso llamado El cerebro de Donovan [...] Leía de todo y aún lo hago. Cuando todo lo demás falla, leo las revistas de las aerolíneas y debo decir que estoy cansada de esos artículos acerca de los hombres de negocios multimillonarios”.
Como lo demuestra Blancos móviles, Atwood es totalmente precisa cuando dice que lee de todo. No es esnob acerca de los géneros y su apreciación de Dashiell Hammett y Elmore Leonard da testimonio de su familiaridad con las novelas policíacas con protagonistas duros y amargados, así como sus alabanzas hacia Ursula K. Le Guin muestran su comodidad con la ciencia ficción y la fantasía.
Los hábitos de lectura eclécticos de Atwood son una fuente de su creatividad prometeica; trabaja con muchas formas y géneros porque es una lectora voraz de todo tipo de literatura. Uno de los logros distintivos de la carrera de Atwood es que ha ayudado a romper la barrera que alguna vez existió entre la literatura dominante (la cual es, por lo general, realista o mimética) y la literatura de nicho (la cual, con frecuencia, forma parte de la fantasía o de lo inverosímil). El muro entre estos dos acercamientos a la escritura se construyó a principios del siglo xx con el surgimiento del modernismo literario, en contraposición a la literatura de nicho, simbolizado por el famoso feudo entre H. G. Wells y Henry James. Atwood ha demostrado que esta división es innecesaria: un escritor podría, si así lo quisiera, participar tanto del tumulto imaginativo de Wells, como de la atención discreta de James por la psicología.
En una de sus apreciaciones más agudas acerca de un contemporáneo, Atwood argumenta que “imposible leer buena parte de la obra de Matt Cohen sin llegar a una conclusión patente: no en todos sus escritos Cohen es un realista literario. En el corazón de su imaginación yace el reino de la fábula, aunque no siempre sale a la superficie”. Lo que Atwood dice de Cohen no es menos cierto acerca de su propia obra. Incluso cuando en la superficie vemos realismo, existe un trasfondo que nos remolca en dirección de la fábula. En La mujer comestible (1969) y en Resurgir (1972), ya había una muestra de imaginación gótica y eso por no nombrar la poesía incluida en Speeches for Doctor Frankenstein (1966). Para ser honesto, Atwood siempre ha tenido un pie en la fantasía y otro en el realismo.
Blancos móviles nos brinda grandes placeres, incluyendo el descubrimiento de cómo su amor por la literatura de todo tipo ha alimentado y nutrido sus extraordinarios logros literarios.
JEET HEER es un escritor, crítico literario y de cómics y periodista canadiense. Escribe para Nation y otras publicaciones, entre las que se encuentran el New Republic (donde ha trabajado como editor adjunto y redactor de planta), el National Post, el Paris Review y el New Yorker.
1 El boom inicial de la literatura canadiense contemporánea, entre finales de la década de 1950 y mediados de la década de 1970 (N. de los T.).
BLANCOS MÓVILES ES EL TOMO COMPLEMENTARIO DE SEcond Words, la antología de mis ensayos e incursiones en el periodismo que fue publicada en 1982. Tenía 42 años en ese año; pensaba que era toda una anciana. Han pasado 22 años y aún pienso lo mismo, aunque (de manera paradójica) lo hago con menos frecuencia. La gran diferencia entre el pasado y el presente es que ahora estoy más familiarizada con la trama. Sospecho lo que me ocurrirá a la larga, pero, si el tiempo transcurre como de costumbre, el futuro aún me depara algunas sorpresas.
Al igual que Second Words, Blancos móviles está compuesta por piezas ocasionales; eso quiere decir que son piezas escritas para ocasiones específicas. Las de Second Words abarcaban desde la publicación de un libro de alguien más (la cual fue el germen de una reseña de mi parte), hasta una reunión pública (que dio pie a un discurso), pasando por una antología o Festschrift, para la cual se me solicitó algún tipo de observación concentrada. Ese patrón se mantiene en Blancos móviles. De vez en cuando, estos ensayos han sido escritos para ayudar a una causa: han servido para recaudar fondos, han sido vendas para causas nobles, han participado en cacerías de dragones y han imitado los movimientos de la varita del Hada Azul. Dado que mi personalidad fue arruinada por las brownies2 y las niñas exploradoras en mi juventud, me cuesta mucho resistir esos pedidos de auxilio.
Una brownie siempre sucumbe ante las personas mayores, una brownie nunca sucumbe ante sí misma; sin embargo, inevitablemente llega el día en que ves tu reflejo en el espejo mágico y te das cuenta de que, faute de mieux, tú eres la persona mayor, dado que la mayoría de los pretendientes legítimos al título han muerto. No es coincidencia que solo hubiera una pieza parecida a un obituario en Second Words; pero es triste decirlo, hay muchas más en Blancos móviles.
Sin embargo, ser una persona mayor tiene sus ventajas. Ya no te preocupa tanto que tu reputación se vea arruinada, porque es demasiado tarde para eso. Tampoco te preocupa mucho contrariar a este o a aquel crítico: todo lo malo que se podía decir sobre ti ya se ha dicho antes, en más de una ocasión. Sabes que la fama tiene sus pros y sus contras, porque hay al menos cien palomas durmiendo posadas en la cabeza de cada estatua del personaje venerable en que dicen que te has convertido. También sabes que, desde el punto de vista de las generaciones jóvenes (¡y cuántas de esas generaciones jóvenes parece haber!), de algún modo ya estás muerta, porque ¿acaso no están muertas ya todas las personas cuyas obras son estudiadas en la preparatoria?
Sin embargo, también se te puede conceder cierta libertad: el tipo de cosas por las que te podrían haber llamado una perra vil, peligrosa, radical y bocona cuando tenías treinta, ahora puede ser tratado como las palabras atolondradas de una tierna ancianita. Aún no estoy ahí del todo, pero puedo ver la desviación.
¿Qué más ha cambiado? Comencé a escribir críticas y reseñas en 1960, cuando aún estaba en la universidad y escribía para la revista universitaria. Pasé a revistas literarias pequeñas (escribía mucha poesía entonces) y con el tiempo, me encontré en lugares más grandes, como el Globe and Mail, el New York Times y el Washington Post. Ahí terminaba Second Words: era 1982, el movimiento feminista había concluido su emocionante pero agotador periodo de la década de 1970 y se estaba tomando un respiro, postmodernidad y deconstrucción eran las muletillas críticas del día, la era del puntocom ya casi estaba a la vuelta de la esquina, muy pocas personas aún tenían faxes o computadoras personales y no había teléfonos celulares. Era madre de una niña de seis años y la ropa para lavar lo dejaba en claro. Había publicado cinco novelas y varios poemarios, pero no era lo que se dice mundialmente conocida. Sin embargo, era lo que Mordecai Richler solía llamar “mundialmente conocida en Canadá” y esa posición, por discutible que fuera, atraía cierto nivel de calor y relámpagos.
¿Qué sigue siendo igual? Observando ahora esta colección de páginas, veo que mis intereses se han mantenido bastante constantes, aunque me gusta fingir que su alcance se ha ampliado un poco. Algunos de mis intereses tempranos (mis preocupaciones ecologistas, por ejemplo) eran considerados propios de marginales lunáticos cuando los expresé por primera vez, pero ahora se encuentran en el centro de la escena. Tengo aversión por la escritura con causa (no es divertida, porque los temas que le dan origen no son divertidos), pero de todos modos me siento obligada a escribir un poco al respecto. Los efectos no son siempre agradables, ya que lo que puede ser de sentido común para una persona resulta una polémica molesta para otra.
Los discursos aún me resultan difíciles; aún los escribo a última hora; aún siento que estoy en una exposición de segundo año de primaria. Me obsesiona la metáfora utilizada por Edith Warthon en su cuento “El pelícano”, en el cual la presentación de un conferencista público es comparada con un truco de magia por medio del cual un mago saca resma tras resma de papel blanco de su boca. Aún me resulta problemático reseñar libros: se parece mucho a hacer tarea y me obliga a tener opiniones, en vez de la capacidad negativa que es mucho más balsámica para la digestión. Lo hago de todos modos, porque aquellos que son reseñados deben reseñar a su vez o se falta al principio de reciprocidad.
Sin embargo, existe otra razón: reseñar los libros de otros te obliga a examinar tus propios gustos éticos y estéticos. ¿Qué queremos decir con que un libro es “bueno”? ¿Cuáles cualidades consideramos “malas” y por qué? ¿Acaso no existen de hecho dos tipos de reseñas, cuyos orígenes se encuentran en dos linajes diferentes? Existen las reseñas para periódicos, descendientes del chismorreo alrededor del pozo del pueblo (la amaba, lo odiaba, ella no debería vestirse de rojo, pero ¿qué puedes esperar de una familia como esa y te fijaste en esos zapatos?). Y está la reseña “académica”, descendiente de la exégesis bíblica y otras tradiciones que se dedicaron al estudio minucioso de textos sagrados. En secreto, este tipo de análisis aún cree que algunos textos son más sagrados que otros y que la lupa, un poco de jugo de limón o el fuego revelarán significados ocultos. He escrito ambos tipos de reseñas.
Aún no reseño libros que no me gusten, aunque hacerlo sin duda le resultaría divertido a mi señora Hyde y entretenido a los lectores de talante más malicioso. Sin embargo, o el libro es realmente malo (en cuyo caso nadie debería reseñarlo) o es bueno, pero no es lo mío (en cuyo caso alguien más debería reseñarlo). No ser una reseñadora de tiempo completo es un gran lujo: tengo la libertad de cerrar libros que no me atrapan. En el transcurso de los años, me he interesado cada vez más en la historia (incluyendo la historia militar), al igual que en las biografías. En cuanto a la narrativa, algunas de mis lecturas preferidas menos presuntuosas (novelas policíacas, ciencia ficción) han salido del clóset.
Hablando al respecto, vale la pena mencionar un patrón que se repite en estas páginas. Como lo señaló un lector del manuscrito, tengo la costumbre de empezar a discutir un libro, un autor o un conjunto de libros, diciendo que los leí en el sótano durante mi niñez; o que me los topé en el librero de mi casa; o que los encontré en la casa de campo; o que los pedí prestados de la biblioteca. Si estas declaraciones fueran metáforas, eliminaría todas, menos una; sin embargo, simplemente son fragmentos de mi historia como lectora. Mi justificación para mencionar dónde y cuándo leí por primera vez un libro es que pienso que la impresión que un libro deja en ti frecuentemente está vinculada a la edad y a las circunstancias en que lo leíste y que la afición por los libros que amaste en tu juventud te acompaña durante el resto de tu vida.
Second Words está dividido en tres secciones y he conservado el mismo plan cronológico en Blancos móviles. La parte i abarca la década de 1980, durante la cual escribí y publiqué El cuento de la criada, la novela de mi autoría que es más probable que sea incluida en las listas de lectura de los cursos universitarios de primer año. Este fue el periodo durante el cual pasé de ser mundialmente famosa en Canadá a ser, de alguna forma, mundialmente famosa, de la forma en que lo son los escritores (no estamos hablando de los Rolling Stones aquí.) Termina en 1989, el año en que cayó el Muro de Berlín. La parte II recopila textos de la década de 1990 y culmina en el año 2000, al inicio del siglo XXI. La parte III abarca de 2001 (el año del funesto desastre del 11 de septiembre) hasta el presente. No es de sorprender que escribiera más acerca de temas políticos durante este último periodo de lo que había hecho en mucho tiempo.
¿Por qué Blancos móviles? Me refiero al título. En inglés, la palabra moving tiene dos significados y uno está relacionado con las emociones: un blanco conmovedor (moving target) es un blanco que te conmueve. El lenguaje no puede ser separado de los sentimientos y las sensaciones, porque el lenguaje en sí mismo es un registro de la manera en que los seres humanos han respondido al mundo, no solo de manera intelectual, sino también con lo que se solía llamar el corazón. No puedo escribir sobre temas que no me hacen sentir nada. De ahí moving.
El segundo significado de moving es el más obvio: los blancos móviles (moving targets) están en movimiento. Estas piezas ocasionales apuntan a un objetivo, pero su objetivo dista mucho de quedarse inmóvil. En lugar de esto, son como los patos metálicos del puesto de tiro al blanco en las ferias, visibles a simple vista, pero a los que con frecuencia es difícil atinarles. Están incrustados en el tiempo, fluyen con él, los cambia y cualquier cosa que digas sobre ellos (como cualquier cosa que digas sobre la forma de una amiba) solo puede ser una aproximación. Recordando algunos de estos ensayos (ensayos, en el sentido de intentos), siento que quizás los escribiría de otro modo hoy en día. Pero, por supuesto, no los escribiría hoy en día, porque los objetivos ahora son otros.
Piensen en la curva que dibuja en el aire la trayectoria de una flecha. Trayectoria es una palabra que podría describir ese movimiento: “el sendero de cualquier cuerpo que se mueve bajo la acción de fuerzas dadas”.
Así que les presento Blancos móviles: una colección de trayectorias.
Margaret Atwood, 2004
2 En Canadá, niñas exploradoras entre 7 y 8 años. En la tradición folclórica inglesa y escocesa, las brownies son seres feéricos que ayudan en tareas domésticas mientras los seres humanos duermen (N. de los T.).
LOS OCHO AÑOS QUE TRANSCURRIERON ENTRE 1982 Y 1989 estuvieron llenos de energía para mí y demostraron ser trascendentales para el mundo. Al principio, la Unión Soviética parecía estar firme en su sitio, destinada a durar todavía un buen tiempo. Sin embargo, ya había sido absorbida por una guerra costosa y debilitante en Afganistán y, en 1989, caería el Muro de Berlín. Es increíble cuán rápido se desmoronan ciertas estructuras de poder, una vez que su piedra angular se sale de lugar. Sin embargo, en 1982 nadie podía predecir este resultado.
Comencé ese periodo con bastante tranquilidad. Estaba intentando, sin éxito y por segunda vez, escribir el libro que (mucho después) se convertiría en Ojo de gato y estaba rumiando acerca de El cuento de la criada, aunque evitaba este segundo libro tanto como podía: parecía una tarea sin mucho sentido y el concepto era profundamente extraño.
Nuestra familia vivía en el Barrio Chino de Toronto, en una casa adosada que había sido modernizada quitándole muchas de sus puertas internas. No podía escribir allí porque era demasiado ruidosa, así que me dirigía hacia el oeste en bicicleta, al distrito portugués, donde escribía en el tercer piso de otra casa adosada. Había terminado de editar The New Oxford Book of Canadian Verse in English, el cual se encontraba todo desparramado sobre el suelo de ese tercer piso. Fue una actividad retrospectiva y, por lo tanto, es la primera pieza de Blancos móviles. Es un homenaje que formaba parte de un Festschrift para Dennis Lee, a quien conocí y con quien colaboré al principio de mi vida como escritora.
En el otoño de 1983 visité Inglaterra junto con mi familia más cercana; rentamos una casa parroquial en Norfolk, en la cual se decía que aparecían los fantasmas de unas monjas en el salón, un caballero alegre y galante en el comedor y una mujer sin cabeza en la cocina. No vimos a ninguno de ellos, aunque un caballero alegre y galante, que había extraviado su camino al salir del pub cercano, entró en búsqueda del baño. El teléfono era un teléfono público que estaba afuera de la casa, en una cabina que también se utilizaba para almacenar papas, y yo debía treparme a gatas por encima de estas para discutir la edición de, por ejemplo, la reseña de Updike que aparece en este libro.
Escribía en un espacio aparte (la cabaña de un pescador devenida en casa de vacaciones), donde luché tanto con el calentador Aga como con la novela que estaba comenzando. Allí obtuve mis primeros sabañones, pero tuve que abandonar la novela cuando me atasqué en la secuencia temporal, sin poder encontrar una salida.
Poco después nos dirigimos a Berlín Occidental, donde, en 1984, comencé a escribir El cuento de la criada. Realizamos algunas visitas adicionales a Polonia, Alemania Oriental y Checoslovaquia, lo que sin duda contribuyó a la atmósfera del libro: las dictaduras totalitarias, aunque porten diferentes atuendos, comparten el mismo clima de miedo y silencio.
Terminé el libro en la primavera de 1985, cuando era catedrática invitada en la Universidad de Alabama en Tuscaloosa. Fue el último libro que escribí en una máquina de escribir eléctrica. Le envié por fax los capítulos a mi mecanógrafa en Toronto a medida que los terminaba, para que volviera a escribirlos de manera apropiada, y recuerdo que estaba maravillada ante la magia de la transmisión inmediata. El libro salió a la venta en Canadá en 1985, y en Inglaterra y en Estados Unidos en 1986, y fue preseleccionado para el Booker Prize, entre otros alborotos. Compré un atuendo negro para la cena.
Pasamos parte de 1987 en Australia, donde por fin pude luchar a brazo partido con Ojo de gato. Las escenas más nevadas del libro fueron escritas durante los cálidos días primaverales de Sidney, mientras las cucaburras pedían hamburguesas a gritos en el porche trasero. El libro se publicó en Canadá en 1988, y en Estados Unidos y en Inglaterra en 1989, donde también fue preseleccionado para el Booker Prize. Tuve que comprarme otro atuendo negro. Poco después se proclamó la fetua contra Salman Rushdie. ¿Quién hubiera dicho que este sería el primer soplo de lo que sería no solo un viento, sino un huracán?
Todo este tiempo, El cuento de la criada había estado avanzando a través de los laboriosos intestinos de la industria fílmica. Finalmente emergió en su última forma, con guion de Harold Pinter y bajo la dirección de Volker Schlöndorff. La película se estrenó en ambos lados de Berlín en 1989, al mismo tiempo que caía el muro: podías comprar trozos del muro; los trozos coloreados eran los más caros. Asistí a las festividades fílmicas. Eran los mismos guardias fronterizos de Alemania Oriental, solo que ahora sonreían abiertamente e intercambiaban cigarros con los turistas. El público de Berlín Oriental fue el que mejor recibió la película. “Así era nuestra vida”, me dijo una mujer en voz baja.
¡Cuán eufóricos estuvimos por un momento en 1989! ¡Cuán aturdidos por el espectáculo de lo imposible convertido en realidad! ¡Cuán equivocados estábamos acerca del mundo feliz en el que estábamos a punto de ingresar!
1
CUANDO ME PIDIERON QUE ESCRIBIERA UN PEQUEÑO artículo acerca de Dennis Lee, comencé por contar la cantidad de años que llevaba de conocerlo. Me conmocionó un poco descubrir que han pasado casi veinte años. Por ridículo que parezca, la primera vez que nos encontramos fue en un baile de novatos del Victoria College de la Universidad de Toronto, en el otoño de 1957. Como todo el mundo, sabía que había ganado la beca Príncipe de Gales tras obtener el mayor puntaje (una calificación de trece puntos) y eso me tenía bastante impresionada; sin embargo, allí estaba yo, arrastrando los pies en el piso con él, mientras me explicaba que iba a convertirse en ministro de la Iglesia Unida de Canadá. No obstante, yo estaba empeñada en ser escritora, aunque no tenía una idea muy clara de cómo iba a lograrlo. En ese momento pensaba, con la intolerancia típica de una estudiante universitaria, que la poesía y la religión (en especial la religión de la Iglesia Unida de Canadá) no se mezclaban y con eso terminó nuestro baile.
Además, existía una brecha, dado que Dennis estaba en letras inglesas y yo había hecho una digresión hacia filosofía e inglés, creyendo tontamente que así ampliaría mi mente. Sin embargo, la lógica y la poesía no se mezclan tampoco y, durante el segundo año, volví a cambiar, aunque en el ínterin había perdido para siempre la clase de bibliografía. Más tarde, Dennis y yo nos hicimos amigos y colaboradores. Supongo que era inevitable. A finales de la década de 1950, el arte en general no era precisamente un tema candente en el Victoria College de Toronto y aquellos de nosotros que se atrevieron a correr el riesgo de ser etiquetados despectivamente como “seudoartistas” se comportaban como rebaño y utilizaban su vestimenta como método de defensa. Trabajamos en Acta Victoriana, la revista literaria; escribimos y actuamos en el espectáculo satírico anual de variedades. En algún momento, Dennis y yo inventamos un seudónimo para las parodias literarias, el cual era una combinación de nuestros nombres y que permaneció incluso después de nuestra partida: Shakesbeat Latweed. “Shakesbeat”, porque lo primero que escribimos fue un poema llamado “Sprattire”, variaciones de las primeras cuatro líneas de la canción de cuna “Jack Spratt”, como si hubieran sido escritas por diversas luminarias, desde Shakespeare hasta un poeta beat. De acuerdo con mi madre, nos reímos muchísimo mientras lo escribíamos. Dennis, igual que ahora, tenía un sentido del humor ligeramente extravagante, oculto debajo de su apariencia de preocupación habitual.
Dennis se tomó cuatro años y se fue a Alemania, lo cual me permitió obtener la beca Woodrow Wilson (si él hubiera estado allí, él la habría obtenido). Después de eso, estuve fuera de Toronto durante los siguientes diez años. Así que debe de haber sido por carta o durante una de mis infrecuentes visitas a Toronto (creo recordar el teatro Hart House, durante un intermedio, pero ¿intermedio de qué?) que se puso en contacto conmigo para hablarme acerca de la editorial House of Anansi. Me dijo que unas personas estaban comenzando con una editorial y querían reimprimir mi poemario The Circle Game, el cual estaba agotado, a pesar de que había ganado el Premio del Gobernador General ese año. Me dijo que querían publicar dos mil copias. Creí que estaban locos. También pensé que la idea de tener una editorial era una locura; después de todo, aún era 1967. Sin embargo, para ese momento, tanto Dennis como yo éramos una especie de nacionalistas culturales, aunque ambos llegamos a ese sitio por distintos caminos. Ambos sabíamos que las editoriales establecidas le temían a la nueva escritura, en particular a la narrativa, aunque también, en cierta medida, a la poesía. La pavorosa “mentalidad colonialista” aún no se convertía en una muletilla, pero iba en camino de hacerlo. Los primeros cuatro escritores de Anansi recibieron becas modestas del Consejo Canadiense y la mayor parte de estas terminaba en la empresa. Ahora me asombra darme cuenta con cuán poco dinero comenzamos Anansi. Sin embargo, costó mucha más sangre y agallas, principalmente de Dennis.
A finales de la década de 1960 (en el periodo de rápido crecimiento de Anansi y del establecimiento de la reputación de Dennis como editor), yo estaba en Boston, luego en Montreal, luego Edmonton, así que nuestro único contacto era por medio de cartas. Trabajé de distintas formas para tres libros de Anansi con Dennis: The Gangs of Kosmos de George Bowering, Nobody Owns the Earth de Bill Bissett y, con menos intensidad, Las obras completas de Billy el niño3 de Michael Ondaatje. Cuando mi propia obra, Power Politics, estuvo lista para ser vista, sentí que era un libro para Anansi y se lo llevé a Dennis. Regresé de Inglaterra en 1971, me sumé al consejo de Anansi y trabajé con varios escritores (algunas veces con Dennis, otras por mi cuenta), incluyendo a Paulette Jiles, Eli Mandel, Terrence Heath, P. K. Page, John Thompson, Patrick Lane y el propio Dennis, con quien edité la segunda edición de Civil Elegies. No obstante, hasta ese momento, nuestra colaboración más absorbente fue su edición de mi obra crítica sobre la literatura canadiense, Survival. Dennis fue indispensable para el libro y estaba en su apogeo editorial: rápido, incisivo, lleno de sugerencias útiles y, al final, tan exhausto como yo.
Las editoriales pequeñas absorben mucha energía, como puede dar fe cualquier persona que haya participado en alguna. Para 1973, Dennis se retiró paulatinamente de Anansi y, poco después, yo hice lo mismo.
Creo que fue en el verano de 1974 que Dennis leyó el primer borrador de mi novela Doña Oráculo4 y obtuve los resultados útiles de siempre. La conferencia editorial tuvo lugar sobre una cerca, lo cual era algo típico de Dennis como editor. El proceso nunca era lo que se podría llamar formal. Si tenía la posibilidad de elegir entre la mesa de un comedor y una cocina llena de platos sucios y huesos de pollo y areneros para gatos, Dennis siempre elegía la cocina.
Este es tan buen sitio como cualquier otro para aportar mis dos granitos de arena sobre Dennis el editor. Su reputación es totalmente merecida. Cuando está “encendido”, puede darle a otro escritor no solo su generoso apoyo moral sino también un punto de vista penetrante y claro del rumbo que un libro específico está tratando de tomar. Por lo general, esto no solo se remite a una conversación sino a páginas y páginas a espacio sencillo de notas detalladas y corregidas. Nunca he trabajado con un editor que entregue tanto de manera tan condensada. Su disposición a penetrar con tanta profundidad en las fuentes de energía del libro lo vuelve más vulnerable de lo acostumbrado a ser invadido por la psique y a sufrir las demandas del ego clamoroso del escritor. En una etapa de su vida, estaba actuando no solo como partera de alquiler, sino como psiquiatra y confesor de alquiler para demasiadas personas. No es de sorprender que haya huido del proceso de edición de vez en cuando. No es de sorprender que, algunas veces, también se sintiera aburrido o impaciente con el uniforme de Súper-Editor. Además, él también es un escritor y, tanto su tiempo como la atención y la alabanza de los otros con frecuencia se dirigieron a la edición, cuando podrían o deberían haber sido dirigidos a la escritura. Para Dennis, su escritura es de primordial importancia. Asimismo, creo que es la conversación más difícil de mantener con él y lo que le resulta más complicado.
Cuando intento imaginar a Dennis, lo primero que aparecen son las arrugas ansiosas de su frente, como la sonrisa burlona del gato de Cheshire. Luego aparece la pipa, eternamente lanzando humo o, algunas veces, un cigarro. Luego aparece el resto, de prisa y corriendo, arrugado, acosado por demonios invisibles, repleto de energía subterránea, un poco abstracto, algunas veces perplejo, bien intencionado a pesar de todo, amable de una manera avergonzada y vacilante y, cuando te habla acerca de algo importante, se esfuerza mucho para poder decirte exactamente lo que quiere decir, lo cual es, por lo general, complejo. Dennis es menos complejo cuando, por ejemplo, tiene unos pocos tragos encima y toca el piano o cuando está haciendo un juego de palabras deplorable. Este lado maniático suyo es más visible en Alligator Pie y en sus secuelas, y probablemente es lo que lo mantiene cuerdo. Sin embargo, el amistoso viejo Tío Dennis no abarca, por supuesto, toda la historia.
Desconozco toda la historia y tengo claro, después de veintitantos años, que probablemente nunca la conozca. Dennis no es lo que llamarías una persona accesible. En cualquier caso, su historia aún no ha terminado del todo. Aún falta mucho por conocer.
3 Traducido por Catalina Martínez Muños y publicada por Debolsillo en 2008. En la reedición de 2016, el título fue cambiado a Las obras completas de Billy the Kid (N. de los T.).
4 Traducido por Sofía Carlota Noguera y publicado por Muchnik Editores en 1996 (N. de los T.).
2
LAS BRUJAS DE EASTWICK5ES LA PRIMERA NOVELA DE John Updike desde su muy celebrada Conejo es rico6 y vaya que resulta ser un organismo extraño y maravilloso. Al igual que El centauro,7 su tercera novela es una desviación del realismo barroco. Esta vez el señor Updike también transporta la mitología a las escalas menores del Estados Unidos pueblerino, pero ahora logra salirse con la suya probablemente porque, al igual que Shakespeare y Robert Louis Stevenson antes que él, encuentra que la perversidad y la maldad pueden ser temas más absorbentes que la bondad y la sabiduría.
Por lo general, los títulos de las obras del señor Updike son bastante literales y este es precisamente el caso con Las brujas de Eastwick. De hecho, trata acerca de brujas, brujas reales que pueden volar por los cielos, levitar, echar el mal de ojo y elaborar amuletos y hechizos de amor que funcionan y que viven en un pueblo llamado Eastwick. Es Eastwick y no Westwick dado que, como todos sabemos, el viento del este no trae consigo nada bueno. Se supone que Eastwick está en Rhode Island porque, como el libro mismo lo señala, allí fue donde se exilió Anne Hutchinson, una antepasada puritana, expulsada de la colonia de la bahía de Massachusetts por los antepasados por ser una mujer insubordinada, una cualidad que estas brujas poseen de sobra.
Estas no son brujas superpoderosas de la década de 1980. No están interesadas en lo absoluto en sanar a la tierra, estar en contacto con la Gran Diosa u obtener poder interior (lo contrario de tener poder sobre otros). Estas son brujas malas y, en lo que a ellas respecta, el poder interior no sirve de nada a menos que puedas lanzarlo contra alguien. Son descendientes espirituales de la cepa de brujas del siglo XVII de Nueva Inglaterra y concurren a aquelarres, clavan alfileres en imágenes de cera, besan el trasero del Diablo y adoran el falo, aunque esto último (dado que es Updike) cuenta como adoración. La gran diosa está presente solo en la forma de la naturaleza en sí o, en este libro, en los aspectos femeninos de la naturaleza, con quien ellas, tanto como mujeres como brujas, se supone que tienen afinidades especiales. Sin embargo, la naturaleza está muy alejada del gran seno materno de Wordsworth. Ella (o esta) tiene colmillos y garras sangrientas8 y células cancerígenas; cuando muestra su mejor faceta, es encantadora y cruel; en su peor faceta, es simplemente cruel. “La naturaleza mata constantemente y decimos que es hermosa”.
¿Cómo obtuvieron sus poderes estas mujeres pueblerinas de clase media (que, por lo demás, podrían ser consideradas comunes y corrientes)? Es simple. Se quedaron sin maridos. Las tres están divorciadas y encarnan lo que las sociedades de los pueblitos de Estados Unidos tienden a pensar de las divorciadas. “No tiene importancia” si eres tú quien abandona a tu marido o es tu marido quien te abandona, lo cual sorprenderá a muchas mujeres abandonadas que deben ocuparse solas de sus hijos. Así pues, las divorciadas (con las imágenes de sus exesposos encogidas y secas y almacenadas en sus mentes y sus cocinas y sus sótanos) son libres de ser ellas mismas, una actividad que Updike contempla con algo de recelo, de la misma forma que contempla la mayoría de las muletillas y los términos de moda en la psicología.
Ser una misma involucra tener actividades artísticas, aunque sean de un tipo menor. Lexa hace figuras de cerámica de la madre tierra, las cuales son vendidas en la tienda local de artesanías; Jane toca el chelo; y Sukie escribe (mal) una columna de chismes para el periódico semanal, sus participios penden como aretes. Las tres son aficionadas, pero su “creatividad” es vista bajo la misma luz que la de otras artistas más consumadas. Las personas del pueblo de Eastwick, quienes actúan como un coro colectivo, les atribuyen “cierta distinción [...], un hervor interior como el que había producido en otras poblaciones claustrales los versos de Emily Dickinson y la inspirada novela de Emily Brontë”. Sin embargo, es dudoso que cualquiera de las dos Emilys hiciera las acrobacias sexuales que se permiten estas tres extrañas hermanas. Hermanas en más de un sentido, porque la novela está astutamente establecida en un momento preciso de la historia estadounidense reciente. El movimiento feminista ya tiene suficiente tiempo dando vueltas como para que algunas de sus frases se filtraran desde Nueva York hasta la oscuridad periférica de los pueblos provinciales como Eastwick, y las brujas sueltan palabras como chauvinista aquí y allá en las respuestas mordaces durante reuniones casuales. En el mundo público y masculino, la guerra de Vietnam continúa entre bastidores, observada desde sus televisores por los hijos de las brujas, mientras los activistas contra la guerra fabrican bombas en los sótanos.
Sin embargo, las brujas no participan en “causas”. Al principio, están meramente inquietas y aburridas; se entretienen con chismes maliciosos, haciendo trucos traviesos y seduciendo a los infelices hombres casados, los cuales abundan en Eastwick, porque si las brujas son malas, las esposas son peores y los hombres son hechos pedazos. “El matrimonio”, piensa uno de los esposos, “es como dos personas que se encierran para aprender una lección una y otra vez, hasta que las palabras pierden todo su sentido”.
Y es aquí donde entra en escena el Diablo, el mejor remedio en todo el mundo para curar el aburrimiento de las mujeres, en forma de un extraño siniestro, no muy atractivo, pero definitivamente misterioso, llamado Darryl Van Horne, quien colecciona arte pop y tiene un nombre bastante obvio.9 Ahora las travesuras se transforman en maleficios, ocurren cosas realmente malas y la gente muere, porque el cuerno de Van Horne se transforma en la manzana de la discordia... nada como la escasez de hombres para poner a burbujear el caldero de las brujas. Y cuando Van Horne es arrastrado al matrimonio por una bruja de poca monta, recién llegada, el ojo de tritón10 sale a relucir rápidamente.
Esto puede sonar como un marco poco prometedor para un novelista serio. ¿Acaso el señor Updike entró en su segunda infancia y regresó a la tierra de bebés de Rosemary? No lo creo. Para empezar, Las brujas de Eastwick está demasiado bien escrita. Como Van Horne, el señor Updike siempre se ha preguntado qué se sentiría ser una mujer, y sus brujas le permiten dar rienda suelta a su fantasía. En particular, Lexa, la más vieja, la más rolliza y la más cercana a la naturaleza, es el vehículo perfecto para algunos de sus más impresionantes símiles. En línea descendente, quizás sea el escritor estadounidense vivo más cercano al punto de vista puritano sobre la naturaleza como un léxico escrito por Dios, aunque esté escrito en jeroglíficos que necesitan una traducción interminable. Aquí más que nunca, la prosa de Updike es una mezcolanza de metáforas sugestivas y referencias cruzadas, las cuales apuntan constantemente hacia un significado constantemente evasivo.
Su versión de la brujería está estrechamente vinculada tanto con la carnalidad como con la mortalidad. La magia es la esperanza ante la decadencia inevitable. Las casas y los muebles se desmoronan y, por ende, también lo hacen las personas. El retrato de Felicia Gabriel, la esposa víctima e imagen residual degenerada de la otrora “animada” porrista novia de América, es terriblemente convincente. Los cuerpos son descritos en amoroso detalle, hasta el último mechón de cabello, verruga, arruga y la comida atorada entre los dientes. No hay nadie mejor que el señor Updike para transmitir la tristeza de la sexualidad, la melancolía de los amoríos de motel: “la amable torpeza humana de todo aquello”, como lo llama Lexa. Este es un libro que redefine el realismo mágico.
También hay espacio para el brío en la escritura. Las danzas en el sentido contrario del sol, retratadas como si fueran un juego de tenis en el cual la pelota se transforma en un murciélago, seguidas del aquelarre como una sesión de jacuzzi y mariguana, son particularmente atractivas. Los estudiantes de la demonología tradicional se divertirán con estas transposiciones tanto como lo hizo el señor Updike. Van Horne, por ejemplo, es en parte Mefistófeles, quien ofrece pactos fáusticos y codicia almas, y parte Satanás miltoniano, vacío hasta la médula; pero también es un ser caótico y torpe, cuyo cómic favorito es... ¿podría ser de otro modo? el Capitán Marvel.
Gran parte de Las brujas de Eastwick es sátira, otra parte son jugarretas literarias y una tercera parte es simple malicia. Cualquier intento de analizarlo un poco más sería como apuntar con una escopeta de elefantes a una masa de hojaldre: un libro de Updike no debería tener significado sino ser. Sin embargo, una vez más, no lo creo. Lo que una cultura tiene que decir acerca de la brujería, ya sea en broma o en serio, tiene mucho que ver con sus puntos de vista sobre la sexualidad y el poder y, en particular, con la distribución de los poderes entre los sexos. No se quemó a las brujas porque se les tuviera lástima, sino porque se les temía.
Dejando de lado a Cotton Mather y a Nathaniel Hawthorne, el gran clásico estadounidense de magia es El maravilloso mago de Oz, y el libro de Updike se lee como si fuera una reescritura de este. En el original, una pequeña niña buena y su familiar, acompañados de tres machos amputados (uno sin cerebro, otro sin corazón y uno más sin agallas), van a buscar al mago, quien resulta ser un charlatán. Las brujas de Oz realmente tienen poderes sobrehumanos, pero las figuras masculinas no los tienen. La Tierra de Oz del señor Updike es el Estados Unidos auténtico; no obstante, los hombres que la habitan necesitan mucho más que confianza en sí mismos; no existe ninguna Glinda, la bruja buena, y la ingenua que representa a Dorothy es una “debilucha” que recibe su merecido. Son las tres brujas de Eastwick quienes, al final, regresan al equivalente de Kansas: el matrimonio puede ser plano y gris, pero al menos es territorio conocido.
Las brujas de Eastwick podría ser (y probablemente sea) interpretado como otro episodio más en la longeva serie estadounidense llamada “Echándole la culpa a mamá”. El paquete de la mujer como naturaleza, como magia, como poder, como mala madre, ya ha sido tratado muchas veces antes; algunas veces ha estado acompañado por el olor a quemado. Si se escucha parlotear acerca de la brujería en la tierra, ¿puede faltar mucho para que empiece la cacería? El señor Updike no proporciona ningún estilo de ser mujer que no esté libre de culpa. Algunos se enfurecerán, se pronunciará la palabra contraataque; sin embargo, cualquiera que la pronuncie deberá echarles un vistazo a los hombres de este libro, quienes, a la vez que proclaman su vacuidad individual, están, de manera colectiva, entre bastidores, haciendo estallar a Vietnam. Esa es la magia masculina. Más de una vez, las brujas dicen que los hombres están llenos de furia porque no pueden parir bebés e incluso los bebés tienen en su centro “ese vacío agresivo”. ¡Shazam! ¡Ya lo creo!
Un marciano podría asombrarse ante la propensión estadounidense a arrojar el balón de fútbol americano del poder. Cada sexo se lo arroja al otro con una regularidad asombrosa, cada uno cree que el otro tiene más poder del que el otro cree tener y los personajes en este libro participan jubilosos en el juego. El objetivo se asemeja a evitar las responsabilidades, regresar a un estado infantil de “libertad” como el de Huckleberry Finn. Lo que desean las brujas del Diablo es poder jugar sin consecuencias. Sin embargo, todo lo que el Diablo puede realmente ofrecerles es la tentación; divertirse en el jacuzzi tiene su precio y hay que pagarle al Diablo por sus servicios; el acto de creación trae aparejado la irreversibilidad y la culpa.
El señor Updike se cree a pie juntillas el dicho de que “la hermandad entre mujeres es poderosa” y lo imagina de manera literal. ¿Y qué ocurriría si la hermandad entre mujeres realmente fuera poderosa? ¿Para qué utilizarían sus “poderes” las hermanas? Y, dada la naturaleza humana (de la cual Updike no posee un punto de vista muy alentador), ¿después qué? Por suerte, estas brujas solo están interesadas en lo “personal” más que en lo “político”; de otro modo, quizás hubieran hecho algo menos frívolo, como inventar la bomba de hidrógeno.
Las brujas de Eastwick es una excursión más que un destino. Al igual que sus personajes, se complace en la metamorfosis: por momentos, se lee como Kierkegaard, luego como Una proposición modesta de Swift y, al siguiente, como un cómic de Archie, con un toque de John Keats. Esta rareza es parte de su encanto porque, a pesar de todo, es encantador. En cuanto a las propias brujas, hay una sugerencia contundente de que son producto de la vida de fantasía de Eastwick (léase, de Estados Unidos). De ser así, es mejor saberlo. Esa es la razón seria para leer este libro.
Las otras razones tienen que ver con la habilidad y la inventiva de la escritura, la precisión del detalle, la energía extrema de las brujas y, sobre todo, la practicidad de los hechizos. Aquellos utilizados para conseguir maridos idóneos son particularmente útiles. ¿Quieres un millonario, para variar? Primero, debes esparcir tu perfume y tus preciosos fluidos corporales sobre un esmoquin y luego...
5 Traducido por José Ferrer y publicado por Plaza y Janés en 1984 (N. de los T.).
6 Traducido por Jaime Zulaika y publicado por Argos-Vergara en 1982 (N. de los T.).
7 Traducido por Mario Bertorelli y publicado por Seix-Barral en 1967 (N. de los T.).
8 En inglés, “red in tooth and claw” (literalmente, “con dientes y garras rojas”). Es una referencia al poema “In Memoriam” de Alfred Lord Tennyson (N. de los T.).
9 En inglés, horn es “cuerno” (N. de los T.).
10 Ingrediente clásico de las pociones de brujas en la literatura, desde Macbeth hasta las novelas de Harry Potter (N. de los T.).
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LOS AMORES DIFÍCILES11ES UNA ANTOLOGÍA BELLAMENTE traducida de los primeros cuentos del afamado escritor italiano Italo Calvino. El señor Calvino es quizás mejor conocido en América del Norte por su antinovela Si una noche de invierno un viajero,12 su seudogeografía Las ciudades invisibles13 y Cuentos populares italianos,14 que sí lo son. Lo que pensemos de las narraciones del Calvino maduro dependerá, en parte, de si consideramos que el coqueteo es una forma encantadora de pasar el tiempo o una forma aburrida de perderlo y de si, después de un espectáculo de magia, nos sentimos encantados o engañados. Es posible sentir que están jugando con nosotros, que Calvino nos está manipulando y que le importa poco si Roma está en llamas o no; que, para él, “realidad” y “verdad” son categorías irrelevantes en el hermético mundo del arte. Esta postura tiene algo en su favor: ¿por qué tendría una rosa (o Isak Dinesen, ya que en eso estamos) que demostrar su relevancia para la sociedad? Aun así, si nos adentramos demasiado en el palacio del artificio, podemos convertirnos en un reloj rococó, un sino que el señor Calvino ha sido suficientemente diestro para evitar hasta ahora.
Así pues, resulta aún más interesante abrir Los amores difíciles esperando encontrar trucos con cuerdas, y darnos cuenta de que, por el contrario, estamos observando a un escritor en el proceso de llegar a donde más tarde llegó. En efecto, estos son cuentos muy tempranos: los primeros fueron escritos en 1945, cuando Calvino era un mozalbete inexperto de veintidós años, y los últimos, en la década de 1950, cuando apenas pasaba de los treinta.
De las cuatro secciones del libro, la primera, “Cuentos de la Riviera”, es la más inclinada hacia el realismo. Los cuentos apenas son cuentos; más bien se trata de estudios, bosquejos detallados surgidos de la cuidadosa observación de personas en ciertos paisajes, situaciones sociales y actitudes. Como si de un pintor se tratara, Calvino demuestra ya un deleite sensual en la descripción, pero estas piezas son en su mayoría fragmentarias, como los estudios de manos de Leonardo. Entre estos, dos (“Un cabrero en el almuerzo” y “El hombre en el yermo”) son menos embrionarios, pero no es sino hasta la segunda sección, “Historias de guerra”, que podemos ver las huellas digitales de un talento de primer nivel. Desde el tema (campesinos y partisanos contra soldados alemanes y fascistas italianos), podríamos esperar metralla y sangre derramada, muerte y miseria y, de hecho, algo de eso hay. Sin embargo, lo que nos sorprende es la frescura, inclusive la dulzura, que está presente a pesar de esos elementos. “El bosque de los animales”, en el cual un soldado alemán está perdido en un bosque en el que los campesinos han escondido a sus animales, tiene el encanto simple de un cuento de hadas y “Uno de los tres vive todavía” consigue convertir a otro alemán, esta vez desnudo y agobiado, en una especie de Adán pasajero.
En la tercera sección, “Cuentos de la postguerra”, nos encontramos en un paisaje urbano que nos recuerda a las primeras películas de Fellini, el cual se encuentra poblado por niños desamparados y sin hogar, personajes excéntricos, prostitutas gordas y/o distorsionadas y hombres dados a excesos estrafalarios. Lo barroco se mezcla con lo grotesco en la sensual glotonería de “Robo en una pastelería”. Y “Deseo en noviembre” es el sueño vuelto realidad de cualquier fetichista de los abrigos de pieles.
Finalmente, en la cuarta sección, “Cuentos de amor y soledad”, Calvino da los primeros pasos hacia lo que se convertiría cada vez más en su propio estilo. De los ocho cuentos de esta sección, cinco exploran la línea fronteriza que divide (¿realmente lo hace?) la ilusión de la realidad, la imaginación del mundo exterior, el arte de su tema. El fotógrafo que termina por ser incapaz de fotografiar nada que no sean otras fotografías y destruye su amorío en el proceso, el hombre que no puede disfrutar de una mujer real porque está demasiado ocupado leyendo acerca de una mujer imaginaria, el miope que debe elegir entre ver y ser visto y el poeta para quien mujer, naturaleza, silencio y serenidad forman un conjunto, mientras que hombre, civilización, palabras y asfixia forman otro... Estas son las primeras articulaciones del dilema del ilusionista, de la compleja relación entre el artista y el mundo en el cual no puede creer del todo, mientras continúe viéndolo como material para su arte, el cual tampoco es del todo creíble. Es el amor del artista por el mundo “real” lo que lo impulsa a transformarlo en un artefacto y, de manera paradójica (de acuerdo con la lógica), lo lleva a negarlo. Como dice el fotógrafo: “Basta empezar a decir de algo: ‘Ah, ¡qué bonito, habría que fotografiarlo!’ y ya estás en el terreno de quien piensa que todo lo que no se fotografía se pierde, es como si no hubiera existido”.
Los amores difíciles tiene en parte la fascinación de un álbum de fotografías (el autor a los veintidós, el autor a los veintiséis, el autor a los treinta), pero tiene mucho más para ofrecer. La rareza y elegancia de la escritura, la originalidad de la imaginación en acción, la incandescencia ocasional de la visión y cierta chifladez adorable hacen de esta antología una lectura altamente recomendable y no solo por razones arqueológicas.
11 En español, los cuentos incluidos en esta antología se encuentran repartidos en dos libros: Por último, el cuervo (Tusquets, 1989; Siruela, 2011) y Los amores difíciles (Tusquets, 1989; Siruela, 2017). Ambos libros fueron traducidos por Aurora Bernárdez (N. de los T.).
12 Traducido por Esther Benítez y publicado por Bruguera en 1980 (N. de los T.).
13 Traducido por Aurora Bernárdez y publicado por Minotauro en 1983 (N. de los T.).
14 Traducido por Carlos Gardini y publicado por Siruela en 1988 (N. de los T.).
4
Él habla con su propia voz.
Ella se sentó y lo dijo en voz alta.
Marian Engel, Oso15
En el momento de la verdad, todos hemos naufragado; sin embargo, algunos de nosotros hemos escrito libros y creo que se nos debería dar crédito por eso.
Marian Engel, en una carta
Comprendió que nunca iba a estar más presente a su lado que en ese instante. La sorpresa fue darse cuenta de que tampoco iba a estarlo menos.
Alice Munro, ¿Quién te crees que eres?16
LA PRIMERA VEZ QUE VI A MARIAN FUE EN UN LIBRO suyo. Se llamaba No Clouds of Glory y en la portada se veía la marca redonda dejada por una taza de café que creías que era real hasta que intentabas limpiarla. La contraportada mostraba a la escritora, una joven con aspecto de chico con un corte de cabello a la garçon, con los primeros botones de su camisa desabotonados, sosteniendo un cigarrillo y retratada justo en el momento de inhalar, mirando de costado al espectador con una sonrisa burlona que era divertida, traviesa, incluso se podría decir, provocativa. Por alguna razón, a Marian no le gustaba esa fotografía (tampoco le gustaba el título, que no era el que ella había elegido. Tan pronto como tuvo la oportunidad, en la edición de pasta blanda, le puso de nuevo el título que ella había elegido: Sarah Bastard’s Notebook).
En ese momento, no lo sabía. Pensaba que era una buena fotografía. Yo misma era una autora joven y estaba consciente de los demás, en particular, de las mujeres. Leí el libro, miré la fotografía y pensé: ella sería demasiado para mí. Y resultó que Marian pensaba lo mismo acerca de mí; así que después de haberlo superado, pudimos hacernos amigas.
La última fotografía que vi de ella sí le gustaba. Es la que está en la edición del verano de 1984 de Room of One’s Own, en el número dedicado a Engel. Había ciertas dudas acerca de si ella estaría con vida para verla, pero sí lo estaba. Sufrió altibajos durante esos meses. (“Muy elogiosa”, me dijo. “Probablemente por el estado en el que me encuentro”. Estaba satisfecha, pero no se le escapaba nada. Sin embargo, no dijo la palabra muriendo.)
En la fotografía, está sentada en una silla en su sala, luciendo bastante bien. No podrías decir que apenas podía caminar. Me mostró la fotografía y luego volteó la revista. En la contratapa estaba el resto de la imagen: libros apilados y desparramados por todos lados, una mesa con objetos apilados. “El caos normal”, me dijo. Le gustaba que se viera en la fotografía porque era la verdad, sin retoques, no era el retrato de la artista como ícono. Ninguna de sus heroínas son volutas de humo incorpóreas y muchas de ellas son categóricamente desaliñadas, una característica que, como escritora, describía con maestría.
En palabras de la escritora Alice Munro: “Cuando era joven, en la década de 1950, solía sentarme en las cocinas con mis amigas casadas; había intercambios, revelaciones, una especie de honestidad desesperada, un ingenio subversivo. Cuando leí por primera vez los libros de Marian (en particular The Honeyman Festival