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Estamos en 1962. La vida discurre con aparente tranquilidad en Greenwood, un suburbio de Connecticut que es la viva imagen del sueño americano: familias unidas, prósperas y felices, paseos por la playa y fiestas regadas de alcohol en bonitos jardines. Jerry Conant y Sally Mathias inician una relación adúltera y fantasean con contraer matrimonio, sin saber que sus respectivos cónyuges, Ruth y Richard, también tienen una aventura. A lo largo de cinco capítulos simétricos, la prosa luminosa y mordaz de Updike narra los vaivenes de este cuadrado amoroso y hurga en la conciencia desgarrada de unos personajes atrapados entre el orden y el caos, la culpa y la redención, el ideal de la paz familiar y el deseo sexual: «Tal vez nuestro problema es que vivimos en el ocaso de la vieja moral, de modo que aún queda la suficiente moral para atormentarnos, pero no la suficiente para mantenernos presos».
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Seitenzahl: 518
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Portada
Cásate conmigo
Cásate conmigo
john updike
Traducción de Andrés Bosch
Título original: Marry Me
Copyright © 1971, 1973, 1976, John Updike
All rights reserved
Published by arrangement with Alfred A. Knopf,
an imprint of The Knopf Doubleday Publishing Group,
a division of Penguin Random House LLC
© de la traducción: Andrés Bosch, 1977,
revisada por Gatopardo ediciones
© de esta edición: Gatopardo ediciones, S.L.U, 2020
Rambla de Catalunya, 131, 1º-1ª
08008 Barcelona (España)
www.gatopardoediciones.es
Primera edición: febrero de 2020
Diseño de la colección y cubierta: Rosa Lladó
Imagen de la cubierta: «Chica mirando a una joven pareja en la playa»
(c. 1960). Fotografía de Marisa Rastellini. © Mondadori
Imagen de interior: John Updike y su primera esposa Mary Pennington
(Updike) Weatherall en su casa, en 1964. Fotografía: autor desconocido
eISBN:978-84-17109-91-2
Impreso en España
Queda rigurosamente prohibida, dentro de los límites establecidos por la ley, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra, sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
John Updike y su primera esposa, Mary Pennington, en 1964.
Índice
Portada
Presentación
1. Vino caliente
2. La espera
3. La reacción de Ruth
4. La reacción de Richard
5. Wyoming
John Updike
Otros títulos publicados en Gatopardo
«Sé mi novia primero, casémonos después.
Nuestro amor languidecerá hasta la muerte
si nos demoramos demasiado.»
Robert Herrick
1. Vino caliente
A esa playa algo recóndita de la concurrida costa de Connecticut se llegaba por una estrecha carretera de asfalto en bastante mal estado, con numerosas bifurcaciones, vueltas y revueltas incomprensibles. En la mayoría de los desvíos peor señalizados, el camino estaba indicado por pequeñas flechas de madera desgastada que llevaban escrito el interminable nombre indio de la playa, pero algunas de esas señales habían caído sobre la hierba. La primera vez que la pareja acordó reunirse allí —un día idílico e inusualmente templado del mes de marzo—, Jerry se extravió y llegó con media hora de retraso.
También hoy, Sally había llegado antes que él. La compra de una botella de vino y el intento fallido de adquirir un sacacorchos motivaron su retraso. El Saab gris grafito de Sally descansaba, solitario, en el rincón más alejado del aparcamiento. Jerry acercó sigilosamente su viejo Mercury descapotable al coche de Sally con la ilusión de encontrarla sentada al volante, esperándolo, ya que en ese momento sonaba en la radio «Born to lose», cantada por Ray Charles.
Every dream
has only brought me pain…
Todo en aquella canción le hablaba de ella. Había incluso pensado en las palabras que emplearía para invitarla a escuchar aquella música en su coche: «¡Eh, hola! Vamos, ven, está sonando un tema genial». En sus conversaciones con Sally, se había acostumbrado a emplear frases y giros de adolescente, mezclados con la jerga de moda y onomatopeyas propias de un tortolito. Mientras acudía a sus encuentros amorosos con Sally, las canciones de la radio se llenaban de nuevos significados para Jerry. Deseaba compartirlas con ella, pero rara vez coincidían en el mismo coche, y a medida que avanzaba la primavera las canciones iban marchitándose como flores de un día.
El Saab estaba vacío; no se veía a Sally por ninguna parte. Seguramente habría subido a las dunas. La playa tenía una forma peculiar: un arco de arena lisa y húmeda, de casi un kilómetro de largo, flanqueado en ambos extremos por conglomerados de grandes rocas veteadas y amarillentas, y por un terreno de dunas que se alzaba sobre los pedruscos más cercanos, salpicado por la maleza propia del litoral y por senderos sinuosos que unían centenares de parcelas de arena aisladas como si de un vasto hotel natural se tratara. Este reino de hondonadas y promontorios era de una complejidad engañosa. Siempre que iban allí eran incapaces de encontrar el lugar exacto, el lugar perfecto en el que habían estado anteriormente.
Jerry subió aprisa por la empinada duna, sin molestarse en quitarse los zapatos y los calcetines. Jadear por el esfuerzo que implicaba correr cuesta arriba le parecía delicioso. Le sabía a juventud renovada, a una prolongación de su pacto con la vida. Desde el inicio de su aventura con Sally, Jerry no hacía más que correr, ir de un lado a otro, crear tiempo allí donde antes no había sido necesario; se había convertido en un atleta del reloj, alargando las horas para aquella inusitada e insospechada segunda vida. Había dejado de fumar para que sus besos supieran a limpio.
Cuando Jerry llegó a la cima de las dunas, se inquietó al no ver ni rastro de Sally. Allí no había ni un alma. Además de sus dos coches, en la amplia zona de aparcamiento solo había una docena de vehículos, esparcidos aquí y allá. En cuestión de un mes, el aparcamiento estaría atestado, el barracón de madera que alojaba el chiringuito y las casetas para los bañistas serían un hervidero de cuerpos bronceados y resonaría la música del tocadiscos, mientras que las dunas quemarían demasiado para detenerse en ellas. Ahora todavía conservaban aquella apariencia, heredada del invierno, de naturaleza prístina y recién barrida. Cuando Sally lo llamó, el sonido de su voz le llegó modulado por el soplo del aire fresco, como el trino de un pájaro. «¿Jerry?» Era una pregunta, aunque, si Sally podía verlo, forzosamente sabría que se trataba de él. «¿Jerry? ¿Hola?»
Al volverse, Jerry la vio en una duna elevada, con un biquini amarillo. En su descenso, rubia, pecosa y limpia, bajando la vista para no pincharse los pies con la vegetación de la playa, Sally parecía una tímida criatura surgida de aquella arena que hasta entonces la había ocultado. Tenía la parte delantera del cuerpo y los brazos calientes, y fría la curva de la espalda. Había estado tomando el sol. Su cara en forma de corazón había adquirido un tono rosado.
—¿Hola? ¿Me alegro de verte? —Sally jadeaba levemente y su voz, excitada, elevaba cada frase a la categoría de pregunta—. Te he estado esperando en esta duna con un horrible grupo de chicos descamisados que corrían y saltaban a mi alrededor. ¿Estaba empezando a asustarme?
Como si un acceso de timidez le impidiese formular lo que sentía, Jerry abandonó momentáneamente el tono juvenil y adoptó el de un caballero andante.
—Mi pobre dama, a cuántos peligros te expongo. Lamento el retraso. He comprado una botella de vino y luego he intentado comprar un sacacorchos, pero esos imbéciles, esos Norman Rockwell de tiendecilla de provincias, pretendían venderme una broca.
—¿Una broca?
—Ya sabes. Es como un berbiquí, pero sin manivela.
—Estás frío.
—Te lo parece porque has estado tomando el sol. ¿Dónde te has puesto?
—¿Ahí arriba? Ven.
Antes de seguirla, Jerry hincó la rodilla en tierra y se quitó los zapatos y los calcetines. Todavía vestía chaqueta y corbata, su ropa de ciudad, y llevaba la botella de vino en una bolsa de papel, como el trabajador que regresa a casa con un obsequio. Sally había extendido la toalla a cuadros rojos y amarillos en un hondón sin más huellas que las suyas. Jerry buscó con la mirada a los muchachos, que varias dunas más allá estaban observándolo nerviosamente, de soslayo, como si fueran gaviotas. Jerry los miró desafiante y le dijo a Sally por lo bajo: «Son muy jóvenes y parecen inofensivos, pero si quieres podemos ponernos más lejos».
Sintió en el hombro el movimiento afirmativo de la cabeza de Sally, como una palabra que solo ella pudiese pronunciar, una sacudida rápida y tensa, sí sí sí sí. Era uno de los gestos típicos de Sally que Jerry se sorprendía imitando a veces, en situaciones que nada tenían que ver con ella. Cogió la toalla, la cesta playera y el libro (de Moravia) y los depositó en los cálidos brazos de Sally. Mientras subían la cuesta de la duna siguiente, puso la mano en la cintura desnuda de ella para que no perdiera el equilibrio, y volvió la cabeza como para cerciorarse de que los muchachos habían presenciado aquel gesto de posesión. Avergonzados, estos ya se alejaban con su griterío a otra parte.
Como de costumbre, Jerry y Sally avanzaron en zigzag, bajaron abruptos senderos entre arbustos punzantes de arrayán y escalaron cuestas resbaladizas, pletóricos por el esfuerzo físico, en busca del lugar ideal, el lugar en el que habían estado la última vez. Como de costumbre, no lo encontraron y acabaron por extender la toalla en cualquier sitio, en una concavidad de arena limpia que se convirtió, de inmediato, en el sitio perfecto.
De pie ante Sally, Jerry se desvistió. Se quitó la chaqueta, la corbata, la camisa y los pantalones.
—Oh, llevas el traje de baño puesto —dijo Sally.
—Lo he llevado toda la maldita mañana, y cada vez que el elástico del cierre se me clavaba en la barriga pensaba: «Hoy veré a Sally, hoy veré a Sally, con este traje de baño».
Jerry permaneció en pie, inspeccionando la zona, mientras su piel gozaba del aire libre. Estaban ocultos, pero aun así podían ver el aparcamiento allá abajo, el brazo de mar que se extendía, terso, entre el paraje en que se encontraban y Long Island, y las pequeñas crestas blancas de las olas, que avanzaban presurosas hasta estrellarse silenciosamente contra las rocas veteadas.
—¿Eh? ¿Por qué no vienes a verme, con tu traje de baño? —dijo Sally desde la toalla.
Sí, sí, el roce de sus pieles bajo el sol, a lo largo de los cuerpos expuestos al aire. El sol inundaba de rojo la visión de Jerry, que mantenía los párpados cerrados; el costado de Sally y la parte superior de su hombro estaban calientes, y la boca se le hacía agua. No tenían prisa, y acaso esta fuera la prueba más palmaria de que Jerry y Sally eran el hombre y la mujer primigenios: no tenían prisa ninguna y, más que excitarse el uno al otro, aplacaban al hombre y a la mujer que cada uno llevaba dentro. Sus cuerpos buscaban, gradualmente, como corresponde a cualquier crecimiento auténtico, una mayor y más refinada compenetración. El pelo suelto de Sally invadió, mechón por mechón, el rostro de Jerry. La sensación de reposo, de haber alcanzado el muy esperado y plácido centro, lo llenó de una especie de somnolencia que perduró incluso cuando tendió el empeine de sus pies hacia el arco de los pies de Sally.
—Es increíble —dijo Jerry. Volvió la cabeza hacia el cielo para que Sally se fundiera con el sol, y los párpados se le inundaron de rojo.
Al hablar, los labios de Sally rozaron el cuello de Jerry, que estaba cubierto por una sombra granulosa y fresca. Él pudo notarla, aunque solo ella la percibiera.
—Vale la pena. Esto es lo más sorprendente. Valen la pena las esperas, los obstáculos, las mentiras y las prisas, porque, a la hora de la verdad, vale la pena.
Al pronunciar estas palabras, la voz de Sally fue debilitándose progresivamente.
Jerry se aventuró a abrir los ojos y quedó cegado por un círculo duro, más pequeño que la luna.
—¿Te preocupa pensar en el daño que vamos a causar? —preguntó Jerry, en cuyos párpados, cerrados de nuevo, reverberaba una intensa luz violeta.
Notó que la calidad de la quietud de Sally experimentaba un cambio, como si hubiese arrojado un producto químico sobre su cuerpo, en contacto con el suyo. Sally separó sus pequeños pies curvos de los de Jerry.
—¿Oye? ¿Dónde has dejado el vino? Se va a calentar.
Se zafó de los brazos de Jerry, se sentó y se apartó el pelo de la cara mientras parpadeaba y con la lengua se quitaba de los labios algunos granos de arena.
—He traído vasos de cartón porque he pensado que no se te ocurriría… —dijo.
Tras esta sutil muestra de posesión, los labios recién lamidos de Sally esbozaron una sonrisa.
—Bien hecho, y tampoco tengo sacacorchos. En realidad, señorita, me parece que no tengo nada.
—Te tienes a ti mismo. Es más de lo que tengo yo.
—No es cierto. Me tienes a mí.
Jerry comenzó a moverse, activo y nervioso. De rodillas, se acercó al lugar donde había dejado sus ropas dobladas y extrajo la botella de la bolsa de papel. Era un vino rosado.
—Ahora tengo que encontrar un sitio en el que romper el cuello de la botella.
—Allí hay una roca.
—¿Contra la roca? Y si la botella se me hace añicos en la mano, ¿qué pasa? —Presa de una súbita timidez, el habla juvenil había vuelto a apoderarse de Jerry.
—Hazlo con cuidado —aconsejó Sally.
Jerry golpeó el cuello de la botella contra un saliente de la roca parda y veteada, sin resultado. Volvió a golpearlo, esta vez con más fuerza, produciendo un tintineo sólido, y notó que se ruborizaba. Dirigiéndose a la botella, suplicó:
—Vamos, sé buena chica y pártete el pescuezo.
Golpeó con firmeza. El conjunto de esquirlas centelleó ante sus ojos antes de que el sonido de cristales rotos alcanzara sus oídos. Hundió su mirada estupefacta, a través de una reluciente boca quebrada, en un mar cilíndrico, pequeño y profundo de vino revuelto. Sally se le había acercado de rodillas, y exclamó «¡Mmm…!», expresando así una cierta sorpresa, que también Jerry había sentido, al ver el vino, así, desnudo, en el interior de la botella desflorada.
—Tiene buena pinta —añadió Sally.
—¿Dónde has dejado los vasos?
—Olvidémonos de los vasos.
Sally tomó la botella de las manos de Jerry y, hábilmente, acercó el irregular filo de vidrio a su cara menuda, echó la cabeza hacia atrás y bebió. A Jerry le dio un vuelco el corazón, como si de pronto acechara el peligro, pero cuando Sally bajó la botella con expresión satisfecha, su cara seguía intacta.
—Así no sabe a cartón —dijo—. Sabe a vino y nada más.
—Lástima que esté caliente.
—El vino caliente está bueno.
—Más vale eso que nada, supongo.
—Te he dicho que es realmente bueno, Jerry. ¿Por qué nunca me crees?
—Oye, te advierto que no hago más que creerte.
Jerry cogió la botella e imitó a Sally. Cuando echó la cabeza hacia atrás, el color rojo del vino se mezcló con el rojo del sol.
—¡Te cortarás la nariz! —gritó Sally.
Él bajó la botella y la miró de reojo.
—Se me ha echado encima —dijo refiriéndose al vino.
—Tú te lo has echado encima.
Sally sonrió, tocó el puente de la nariz de Jerry y le mostró una mancha de sangre en la yema blanca de su dedo.
—Ahora, cuando te vea en circunstancias normales, observaré ese pequeño corte y solamente yo sabré cómo te lo hiciste.
Volvieron a la toalla y bebieron de los vasos de cartón. Luego bebieron vino el uno en la boca del otro. Jerry derramó un poco en el ombligo de Sally y lo lamió con la lengua. Luego, preguntó tímidamente:
—¿Me quieres dentro de ti?
—¿Sí? ¿Mucho? ¿Siempre?
Una vez más, la voz de Sally elevaba todas sus palabras a interrogantes.
—No hay nadie, nadie puede vernos aquí.
—¿Démonos prisa?
Cuando se arrodilló junto a los pies de Sally para quitarle la parte inferior del biquini amarillo le vinieron a la memoria, de improviso, los vendedores de zapatos. De niño, le inquietaban esos hombres que se ganan la vida a base de arrodillarse y tironear los pies de otros hombres, y se preguntaba cómo se las arreglaban para no sentirse humillados.
Aunque Sally llevaba diez años casada y había tenido otros amantes antes de Jerry, su manera de hacer el amor era maravillosamente virginal, sencilla y expeditiva. Con su propia esposa, Jerry experimentaba cierta sensación de perversión, de embrollo y de esforzada inventiva, pero con Sally siempre sentía que, pese a las muchas veces que había pasado por esa experiencia, ella quedaba, una vez más, inocentemente pasmada. Su cara pecosa, extasiada, el labio sudoroso ligeramente levantado, mostrando el brillo de sus dientes frontales, parecía más un espejo colocado a pocos centímetros del rostro de Jerry, un espejo empañado, que una persona. Jerry se preguntaba qué era aquello y, entonces, recordaba: «¡Es Sally!». Cerró los ojos y acompasó su respiración al suave y expresivo jadeo de Sally. Cuando este cesó y dio paso a una respiración regular, Jerry comentó:
—Es mejor al aire libre, ¿no? Se respira mejor.
Jerry sintió en el hombro el rápido y leve movimiento afirmativo de la cabeza de Sally.
—¿Y ahora fuera? —preguntó Sally.
Recostado a su lado, mientras ella se volvía a poner la parte inferior del biquini, Jerry la traicionó al sentir el deseo de fumarse un cigarrillo. Habría armonizado perfectamente con el sentimiento de plenitud y de gratitud que lo embriagaba, con el ancho cielo y el olor del mar. Avergonzado por aquella recaída en su yo antiguo e impuro, vertió el resto del vino en los vasos de cartón y clavó la botella vacía en la arena, con el cuello hacia el cielo, como un monumento.
Sally miró al aparcamiento vacío y preguntó:
—Jerry, ¿cómo puedo vivir sin ti?
—Igual que yo vivo sin ti. Sin vivir la mayor parte del tiempo.
—No hablemos de eso. No estropeemos el día.
—Está bien.
Jerry cogió la novela que Sally había estado leyendo y preguntó:
—¿Te gusta este tipo?
—Sí. Veo que a ti no.
—No mucho. Quiero decir que no es falso, pero…
Zarandeó el libro, lo arrojó a la arena y concluyó:
—¿Es esto realmente lo que hay que contar?
—A mí me parece bueno.
—Son muchas las cosas que te parecen buenas, ¿verdad? Crees que Moravia es bueno, crees que el vino caliente es bueno, crees que hacer el amor es bueno.
Sally le dirigió una mirada rápida.
—¿Y no te gusta?
—Me encanta.
—No, a veces no me crees. No crees que sea tan sencilla, y lo soy. Soy como…
Sally veía las cosas de manera instintiva, tal cual eran, por lo que le costaba encontrar símiles.
—Soy como esta botella rota. No tengo secretos —puntualizó.
—Es una botella preciosa. Fíjate en cómo las curvas del vidrio roto reflejan el sol. Es como un pequeño tiovivo que da vueltas sin parar.
Volvió a sentir deseos de tener un cigarrillo entre los dedos, para gesticular con él. Siempre que se insinuaba una distancia entre los dos, Sally decía:
—¿Eh?
—Hola —contestaba Jerry en tono grave.
Y Sally respondía:
—Hola.
—Cariño, ¿por qué te casaste con él?
Y ella se lo explicó, se lo explicó con todo lujo de detalles, rodeándose las rodillas con los brazos, sorbiendo vino; le explicó de manera tan encantadora, en su tono suave y despreocupado, la historia de su matrimonio del siglo xx, que Jerry no pudo dejar de reír y de besarle la espalda desnuda y encorvada.
—El caso es que seguí tomando clases de equitación y volví a abortar, una vez más. Entonces mi marido me mandó al psicoanalista, y aquel maldito psicoanalista, Jerry (te hubiera gustado porque era muy honrado, igual que tú), va y me dice (no sé qué me pasa, pero siempre procuro hacer lo que los hombres me dicen que haga, es mi debilidad), me dice: «Lo que tiene que hacer es tener este hijo». Y lo tuve. Me encontraba en tal estado de confusión que seguramente pensaba que estaba embarazada del psicoanalista, pero no fue el caso. Era de Richard. Y después de tener este hijo, me pareció que debía tener más, para que el primero quedara justificado, pero las cosas no funcionan así.
—¿Sabes por qué tuve a mis hijos? —dijo Jerry—. Realmente, no lo supe hasta hace poco, y lo supe gracias a algo que dijo Ruth. Ya sabes que es una entusiasta del parto natural. Pues bien, el parto de Joanna fue muy doloroso, y por eso tuvimos que tener dos hijos más, para que Ruth perfeccionara su técnica.
Jerry esperaba que Sally se riera al escuchar su explicación, y así fue, por lo que, con el brusco estallido de sus carcajadas, canjearon por el oro de la risa toda la calderilla de tristes secretos que hallaron en sus bolsillos. Pero Sally tenía más secretos que Jerry. Y esta desigualdad en el canje lo mortificaba, y, cuando las sombras de las dunas se alargaron sobre el pequeño valle en que se encontraban, Jerry besó las muñecas de Sally y, en un intento desesperado de equilibrar la balanza de sus respectivos infortunios, le confesó:
—Hice mal en casarme con Ruth. Fue mucho peor que si me hubiera casado por dinero. Me casé con ella porque sabía que sería una buena esposa, y lo es. Dios, cuánto lo lamento. Lo lamento de veras, Sally.
—No estés triste. Sabes que te quiero.
—Sí, lo sé, lo sé, y yo a ti. ¿Cómo puedo no estar triste? ¿Qué podemos hacer?
—No lo sé. ¿Seguir así un poco más de tiempo?
—No puede estarse quieto.
Hizo un ademán en dirección al cielo y alzó la vista, como si quisiera cegarse:
—El maldito sol no puede estarse quieto.
—No seas melodramático.
De rodillas, comenzaron a recoger sus cosas y a repasar mentalmente las endebles mentiras con las que habían de regresar a sus respectivos hogares. Cada vez que se agachaba para recoger algún objeto en aquel simulacro de intendencia doméstica, con el pálido cabello cayéndole sobre la frente, Sally, su Sally, tenía un aspecto tan sereno y dócil que Jerry la abrazó, con furia, por última vez en aquel día. Entre ellos, cada abrazo parecía el último. Casi con desgana, de rodillas, Sally apretó su cuerpo contra el de Jerry y le ciñó la espalda con los brazos. Los labios de Jerry recorrieron la piel de Sally, que tenía un sabor cálido en los hombros.
—Cariño, no puedo evitarlo —dijo Jerry.
El reiterado movimiento afirmativo de la cabeza de Sally hizo vibrar sus cuerpos al unísono. Lo sé. Lo sé.
—¿Hola? ¿Jerry? ¿Por encima de tu hombro veo la bahía, y un barquito de vela, y un pueblo a lo lejos, y cómo avanzan las olas hacia las rocas y cómo el sol lo ilumina todo y todo es tan increiblemente hermoso? No. No vuelvas la cabeza. Créeme.
2. La espera
—¿Adiós?
—No digas esa palabra, Jerry. Por favor, no la digas.
A Sally le dolía la muñeca de tanto agarrar el teléfono y había empezado a temblarle todo el brazo. Sujetó el aparato entre el hombro y la oreja y abrochó uno de los tirantes de Peter con las manos recién liberadas. En el curso de los últimos meses, Peter había aprendido a vestirse, pero se enredaba con los botones, y Sally, alterada como estaba, apenas había acertado a alabar al niño por sus progresos. El pobre chiquillo llevaba allí diez minutos esperando a que su madre terminara de hablar, esperando y escuchando, esperando y mirando, con expresión fatigada y expectante. Sally rompió a llorar. El llanto le sobrevino como una leve oleada de arcadas; apretó los dientes e intentó evitar que el teléfono transmitiera sus sollozos.
—¿Hola? No llores —dijo Jerry, avergonzado, con una risa tenue y lejana—. Serán solo dos días.
—No digas eso, maldita sea. No sé lo que intentas decir ni me importa saberlo, pero no quiero que lo digas.
Estoy loca, pensó. Soy una loca y acabará por odiarme. La posibilidad de que Jerry la odiara después de haberse entregado a él en cuerpo y alma indignó a Sally.
—Si lo único que sabes hacer es reírte de mí, tal vez sea mejor que nos despidamos para siempre.
—¡Dios! No me reía de ti. Te quiero. Me gustaría poder estar a tu lado para consolarte.
Peter se acercó a ella para que le abrochara el otro tirante y Sally percibió un olor a caramelo de menta en su aliento.
—¿De dónde has sacado el caramelo? —preguntó—. Sabes que está prohibido comer caramelos por la mañana.
—¿Con quién hablas? —preguntó Jerry.
—Con nadie. Es Peter.
—Me lo ha dado Bobby —repuso Peter, y ahora su expectación parecía estar a punto de convertirse en miedo.
—Pues ve a buscar a Bobby y dile que quiero hablar con él. Anda, cielo, ve a buscar a Bobby y díselo. Mamá colgará el teléfono enseguida.
—Pobre Peter —dijo Jerry—. No lo eches de ahí.
¿Cómo podía decir eso, precisamente cuando era él quien la había privado de la alegría que antes le procuraba el trato con sus hijos? Obviamente, el propio hecho de que Jerry fuera capaz de decir eso era lo que acrecentaba su amor hacia él sin que ella pudiera oponer resistencia. Jerry se negaba a quedarse reducido al papel de amante, tal como ella imaginaba que debía interpretarse. Una amabilidad gratuita resquebrajaba siempre la coraza de Jerry. A Sally, las lágrimas le escocían en las mejillas. Guardó silencio para que él no se percatara de su voz llorosa. Sentía dolor en el vientre y en los brazos. ¡Dios! ¿Era posible que Jerry se portara así adrede?
—¿Hola?
—Hola —contestó Sally.
—¿Estás bien?
—Sí.
—Mientras esté fuera puedes ir al Garden Club, llevar a los niños a la playa, leer a Moravia…
—Ahora estoy leyendo a Camus.
—Eres tan inteligente…
—¿No vas a perder el avión?
—Lleva a Peter a la playa, juega con el pequeño, toma el sol, trata bien a Richard…
—No puedo. No puedo tratar bien a Richard. Me has estropeado a Richard para siempre.
—No era mi intención.
—Lo sé, lo sé.
El defecto de Jerry como amante, su cruel defecto, consistía en comportarse como un marido. Hasta entonces, Sally nunca había tenido un marido. A la luz de su experiencia con Jerry, le parecía que llevaba diez años casada con un hombre que solo quería ser su amante, guardando siempre las distancias que median entre los amantes. Richard la criticaba y la analizaba sin cesar. Cuando era joven, aquella atención la había halagado; ahora le parecía mezquina. Fuera de la cama, Richard siempre intentaba dejar al descubierto algún perverso resorte íntimo de Sally, una motivación equivocada. Jerry, en cambio, no intentaba desnudarla de ese modo sino vestirla, arroparla con tristes mantos de alivio y consejos. Veía a Sally como una criatura patéticamente indefensa.
—Oye, te quiero —dijo Jerry—. Me gustaría que pudieras venir a Washington, pero no es posible. Suerte tuvimos de poder hacerlo una vez sin que pasara nada. Richard se huele algo. Y Ruth lo sabe.
—¿Lo sabe?
—Sus glándulas.
—Sus glándulas, ¿qué?
—Lo saben. Pero no te preocupes. En cualquier caso, la segunda vez no habría sido tan bonito. Te echaré de menos cada segundo y no podré pegar ojo en mi solitaria cama de hotel, con el aire acondicionado haciendo uuuh…, uuuh…
—También echarás de menos a Ruth.
—No tanto.
—¿No? Caramba, me enternece que digas «No tanto». Un amante de verdad habría dicho «Ni pizca».
Jerry se rió.
—Eso es lo que soy, un amante de mentira.
—Entonces, ¿cómo es que no puedo prescindir de ti? Siento dolor físico, Jerry. Incluso Richard me tiene lástima y me da las pastillas para dormir que le receta el médico.
—Jamás háyase visto prueba de tan grande amor como un marido que suministra somníferos a su propia esposa.
—Podría llamar a Josie esta tarde y decir que estoy en la ciudad y que el Saab ha tenido una avería. El coche lleva días haciendo el tonto, estoy segura de que me creerían.
—Oh, mi amor, eres tan valiente, pero no daría resultado. Richard descubriría la verdad y no te permitiría quedarte con los niños.
—No quiero a los niños, te quiero a ti.
—No digas eso. Quieres mucho a tus hijos. Ha bastado una mirada de Peter para que te eches a llorar.
—Has sido tú el que me ha hecho llorar.
—No era mi intención.
Sally no supo qué contestar; nunca encontraba la manera de decirle que uno es responsable de lo que hace sin proponérselo, del mismo modo que lo es de sus actos voluntarios. Jerry creía en Dios, y este hecho la disuadía de darle lecciones de moral. Por la ventana de la cocina, vio cómo Peter se reunía con Bobby. Peter se había olvidado ya del mensaje que ella le había confiado, y su hermano mayor se lo llevó al bosque, apartándolo de la vista de su madre.
—¿Estarás toda la tarde en el Departamento de Estado? Si voy, ¿puedo llamarte allá?
—Sally, no vayas. Te meterías en un lío horrible, total para nada. Solo pasaríamos allí una noche.
—Te olvidarás de mí.
La risa de Jerry ofendió a Sally, que estaba hablando muy en serio.
—No creo que en dos días pueda olvidarte.
—Para ti, una noche conmigo no significa nada.
Jerry se quedó callado, y Sally interpretó aquel silencio como una admisión de que ella estaba en lo cierto.
—No —dijo Jerry—. Una noche contigo lo es todo para mí, y tengo esperanzas de pasar contigo el resto de mis noches.
—Tener esperanzas es muy cómodo, así no se corren riesgos.
—No quiero discutir contigo. Nunca discuto con las mujeres. En mi opinión, debemos evitar los riesgos hasta que sepamos lo que vamos a hacer.
—Tienes razón —suspiró Sally—. Siempre me digo: «Jerry tiene razón». No debemos ser imprudentes. Muchas personas se verían afectadas.
—Montones de personas. Me gustaría que no fueran tantas. Quisiera que en el mundo solo existiéramos tú y yo. Oye, no creo que te interese venir a Washington. Las compañías aéreas están en pleno caos por culpa de esa huelga de la Eastern. Ahora mismo veo a seis generales de cuatro estrellas y unos doscientos tipos con trajes de poliéster encaminarse hacia la puerta número diecisiete. Van a empezar a embarcar de un momento a otro.
Jerry estaba en una cabina telefónica del aeropuerto de LaGuardia. El vuelo en el que había planeado viajar a Washington iba lleno, así que decidió matar el tiempo de espera hasta el próximo avión conversando con Sally. Ella pensó: «Si hubiera subido al avión según lo planeado, no me habría llamado». Lo fortuito de esa llamada parecía una confirmación implícita de la pequeñez del hueco que ocupaba en la vida de su amante, engrandeciendo a Jerry y ensanchando, con su insulto, el doloroso cráter que albergaba su amor por él.
Jerry debía de esperar que ella se riera o se mostrara de acuerdo, pero Sally no pudo recordar cuál de las dos opciones era la correcta.
—Te quiero tanto —dijo Sally con voz débil.
—Oye, ¿cómo te las arreglarás para explicar esta llamada cuando llegue la factura del teléfono? Si llego a saber que íbamos a hablar tanto rato no te llamo a cobro revertido.
—Bueno, pues diré…, no sé lo que diré. De todos modos, Richard nunca escucha lo que le digo.
A veces, Sally se preguntaba cuántas de las acusaciones que lanzaba contra su marido eran injustas. Su conversación era como un jardín descuidado en el que cada día brotaban las plantas más sorprendentes.
—Ya están embarcando. ¿Adiós?
—Adiós, cariño.
—Te llamaré el miércoles por la mañana.
—Muy bien.
Jerry creyó advertir un deje de reproche en el tono de Sally, así que preguntó:
—¿Te llamo desde Washington? ¿Mañana por la mañana?
—No, tendrás mucho que hacer. Trabaja. Y piensa un poco en mí.
Jerry se rió.
—No hago otra cosa. —Esperó un instante y añadió—: Solo tengo ojos para ti.
Jerry estampó un beso suave en el auricular y Sally colgó rápidamente el teléfono, como si tapara una botella de la que él pudiera escapar.
Despeinada, con los faldones de la bata revoloteando alrededor de sus piernas, Sally salió de casa y, al llegar al lindero del bosque, gritó:
—¡Chicooos! ¡A la playaaa!
Las zonas de bosque que separaban las casas del vecindario olían intensamente a verano, pero no se trataba del habitual y delicioso aroma de Connecticut, un aroma a hierba y sotobosque, sino de un olor cálido y mohoso, a lecho de hojas apelmazadas y troncos en proceso de descomposición; el olor de las vacaciones de Sally cuando, de niña, dejaba Seattle para veranear en la cordillera de las Cascadas. Sally subió al piso de arriba a vestirse, y aquella fragancia nostálgica y boscosa que traspasaba la ventana del dormitorio se mezcló con el penetrante olor a agua salada, levemente pútrida, que desprendía su traje de baño. Se recogió el pelo en un moño y lo fijó con una horquilla. Sola en el cuarto de baño, invocó a Jerry como si practicase un número de ilusionismo e imaginó que sus ojos aparecían en el aire. Cuando hacían el amor, lo primero que solía hacer Jerry era quitarle las horquillas del pelo. Mientras realizaba esos pequeños gestos de aseo cotidiano, ella se sentía más cercana a él, como si participara del cuidadoso amor que le profesaba a su cuerpo.
Sally llenó un termo de limonada, regañó a los niños para que se pusieran el traje de baño y subió al coche. Últimamente, al Saab le costaba ponerse en marcha, así que solía aparcarlo con el morro orientado cuesta abajo, lo que le permitía aprovechar la inercia de la pendiente para encender el motor. Mientras el automóvil se deslizaba en punto muerto, Josie empujaba trabajosamente el carrito de Theodora, a cuyos pies había colocado una bolsa llena de comida. Josie había llegado al punto más empinado en el que Sally solía soltar el embrague. En el instante crítico en que saltó la chispa y el motor se puso en marcha bruscamente, las dos mujeres se limitaron a intercambiar una mirada de temor. A Sally le pareció que Josie quería preguntarle algo relativo a la alimentación o a la siesta de los niños, pero la verdad era que Josie dominaba esos ritos cotidianos tan bien como ella o mejor, ya que no estaba tan ausente, le llevaba unos cuantos años de ventaja y había dejado atrás cualquier esperanza amorosa.
Bajo el apacible sol de junio, la bahía era como una balsa de aceite que reflejara la orden: «No vayas». Sally se adentró en la playa con Peter y Bobby. Creyó reconocer a Ruth en el grupo de madres que había en el otro extremo de la playa, y Bobby dijo:
—Quiero ir a jugar con Charlie Conant.
—Podrás ir cuando nos hayamos instalado —contestó Sally.
Sally se percató de que volvía a llorar; no se había dado cuenta de ello hasta que sintió la humedad en las mejillas. «No vayas.» Todo a su alrededor ratificaba esa orden: los granos de arena, el coro de partículas que se agitaban en el agua, las miradas inquietas de sus hijos, los chapoteos y los gritos distantes que, como el suave traqueteo de una etérea máquina de coser, alcanzaron sus oídos cuando se tendió en la arena y cerró los ojos. «No vayas, no puedes ir, estás aquí.» La unanimidad era maravillosa. Jerry no quería que fuese, pensaba que una noche con ella no significaba nada, le había dicho que se complicaría la vida si iba, que no serían tan felices como la primera vez. Sally se enfureció con él y sintió una opresión en el pecho al respirar bajo el sol inclemente. Un objeto áspero rozó y rascó la piel de su estómago desnudo, y abrió los ojos, dispuesta a gritar. Era Peter, que la obsequiaba con una pata de cangrejo pulida y fragante. Sosteniendo el regalo frágil e inerte junto a sus ojos, su hijo le suplicó:
—No vayas, mamá.
Por fuerza sus oídos la estaban engañando.
—Qué bonita, cielo. No te la metas en la boca. Anda, ve a jugar con Bobby.
—Bobby me odia.
—No digas tonterías, cariño. Bobby te quiere mucho, lo que pasa es que no sabe expresarlo. Anda, vete, que mamá tiene mucho que pensar.
Desde luego, no debía ir. Tal como Jerry había dicho, habían tenido suerte la primera vez. Richard estaba de viaje. Jerry la había esperado en el Aeropuerto Nacional y los dos se habían trasladado en taxi a Washington. El taxista, un tipo solemne con la piel del color del té, que conducía el vehículo con mimo de propietario, comprendió la índole del silencio de la pareja y les preguntó si querían cruzar el parque, bordeando la Cuenca Tidal, para ver los cerezos. Jerry dijo que sí. Los árboles en flor estaban coloreados de rosa, malva, salmón y blanco; con dedos temblorosos, Jerry daba vueltas a la alianza de Richard en el dedo de Sally. Una niñera negra jugaba a la pelota con unos chiquillos en un claro sombreado; el niño más pequeño extendió las manos y la pelota cayó a sus pies sin que pudiera tocarla. El vestíbulo del hotel, alfombrado en tono oscuro, estaba poblado de voces de acento sureño. Entornando un poco los párpados, el recepcionista aceptó a Sally en calidad de señora Conant. Tal vez la expresión del rostro de Sally fuese excesivamente radiante. La habitación, que daba a un pozo de ventilación, tenía las paredes blancas y unos grabados de flores enmarcados. Jerry se afeitó con brocha y jabón, cosa que Sally jamás habría imaginado. Ella pensaba que todos los hombres usaban maquinilla eléctrica, pues esa era la costumbre de Richard. Tampoco habría podido imaginar que esa primera noche, mientras ella se maquillaba los ojos en el cuarto de baño, Jerry, que contemplaba en la televisión cómo Arnold Palmer hacía el putt de la victoria en un torneo de golf, entraría en un estado de depresión, y que ella tendría que abrazarle tendida en la cama durante un cuarto de hora mientras él mantenía la mirada fija en la pared blanca y musitaba algo acerca del dolor y el pecado, hasta que reunió el valor suficiente para abrocharse la camisa, ponerse la chaqueta y sacarla a cenar. Azotados por un viento primaveral que les hacía lagrimear, recorrieron las anchas calles de encrucijadas oblicuas en busca de un restaurante. Lejos de las fachadas y de los monumentos iluminados, Washington presentaba un aspecto tenebroso y secreto, como la tramoya detrás del escenario. Las limusinas circulaban con un siseo líquido y melancólico que, en Manhattan, solo se oye a altas horas de la madrugada. Sally notó que los pensamientos sombríos de Jerry remitían lentamente. No tardó en ponerse a hacer el payaso: con las piernas abiertas, saltó por encima de un parquímetro, y, en el restaurante, un asador con pretensiones frecuentado por texanos, imitó los modales de un congresista que sacara a cenar a la Reina de la Industria Lechera de Minnesota. «Querida, eres un bomboncito.» El camarero, que, animado por la esperanza de recibir una generosa propina, escuchaba a hurtadillas, se llevó una buena decepción. Era curiosa la ternura con la que Sally recordaba ahora aquellos episodios embarazosos. En una pequeña tienda de regalos en la que Jerry se había empeñado en comprar juguetes para sus hijos, la dependienta no hacía más que dirigirse a Sally, como si fuera la madre, y lo hacía vacilante, intrigada por su silencio. La última mañana, mientras esperaban el ascensor para bajar a desayunar, la encargada de la limpieza le preguntó a Sally si podían limpiar la habitación, y ella dijo que sí; esa mujer fue la primera persona que, sin el menor asomo de duda, la trató como si fuera la esposa de Jerry. Cuando regresaron al mediodía, habían quitado las persianas venecianas de las ventanas, la cama estaba deshecha y arrumbada junto al escritorio, y un negro indolente limpiaba la moqueta con una aspiradora que emitía un suave silbido. Jerry y Sally se fueron del hotel en el mismo taxi, tomaron aviones distintos en el aeropuerto, y, de vuelta en sus respectivos hogares, pudieron comprobar que nadie había reparado en la coincidencia de sus ausencias. Como una alianza que ha sido arrojada por la borda, su efímero matrimonio se fue hundiendo en las turbias aguas del pasado, cada vez más verdinoso hasta resultar imposible de recuperar. Fuera lo que fuese lo que había ocurrido, jamás volvería a ocurrir, por los tiempos de los tiempos. Sería una insensatez —una locura— arriesgarlo todo e ir tras los pasos de Jerry, puesto que ahora, si bien no se hallaban abiertas de par en par, las persianas que habían velado su aventura estaban reveladoramente entornadas: cuando el teléfono comenzaba a sonar a las diez, hora habitual de la llamada diaria de Jerry, Josie se ruborizaba y abandonaba torpemente la cocina; Richard se pasaba la tarde bebiendo en silencio, mordiéndose el labio superior en actitud pensativa; y la expresión de inquietud casi nunca desaparecía del rostro de Peter. Incluso la pequeña, que estaba aprendiendo a caminar, parecía intimidada por la presencia de Sally y rehuía sus brazos, prefiriendo caer en el vacío. Quizá todo fueran alucinaciones; a veces, Sally tenía serias dudas sobre su salud mental.
Sally se puso en pie. La costura del agua y el cielo, punteada por el perfil beis de la isla, parecía excluir una inmensa posibilidad, y Sally entró en pánico.
—¡Chicooos! ¡Es hora de irseee! —gritó.
Bobby se revolcó por el suelo, presa de un berrinche.
—¡Si acabamos de llegar, tonta! —gritó.
—No vuelvas a utilizar esa palabra nunca más —dijo Sally—. Si eres así de grosero, la gente no podrá saber lo buen chico que eres.
Una de las teorías de Jerry sostenía que, si se le dice a alguien que es buena persona con la frecuencia suficiente, terminará siéndolo. Hasta cierto punto, era verdad. Peter obedeció a Sally, y Bobby, temeroso de quedarse solo, les siguió de mala gana hasta el Saab.
«No vayas.» No. Sin embargo, esta orden carecía de fuerza, no tenía fuerza ninguna, y pese a que Sally la leyó en los miles de presagios obstructores que pululaban a su alrededor mientras se vestía, se marchaba de casa contando una mentira y se dirigía al aeropuerto y compraba un billete, siguió siendo una frase sin fuerza, suspendida sobre la profunda certeza de que debía ir, de que esa era la única opción posible, además de la más acertada. Una ola justiciera la elevó por encima de la expresión perpleja de Josie, la hizo pasar por delante de las caras alzadas de sus hijos, la ayudó a vestirse apresuradamente y a sortear la agorera resistencia del Saab, que no quería arrancar, la condujo a gran velocidad por las sinuosas carreteras de Merritt Parkway y los bulevares de Queens y le infundió ánimos en el aeropuerto de LaGuardia, mientras esperaba a que United Airlines le encontrara plaza en un avión con destino a Washington. Entonces, Sally alzó el vuelo: se transformó en un pájaro, en una heroína. Se echó el cielo a la espalda, sobrevoló las nubes —encendidas, radiantes y quietas— a través de una pradera desierta y leyó veinte páginas de Camus de un tirón mientras el aire acondicionado susurraba en su melena. El avión planeó sobre un continente de terrenos margosos en los que galopaban caballos diminutos. Ante su vista surgieron hectáreas y hectáreas de casas en colores pastel, dispuestas a lo largo de calles sinuosas, y, a continuación, una ciudad formada por avenidas en diagonal y monumentos minúsculos. Durante unos instantes, el monumento a George Washington quedó alineado con la Explanada Nacional y la cúpula del Capitolio. El avión entró en contacto con el asfalto mojado, dio una leve sacudida, sus motores rugieron, se estremeció y detuvo su marcha con un grácil balanceo. Una tromba de agua reciente había encharcado algunas zonas de la pista de aterrizaje, y el sol de la tarde hacía que un calor húmedo emanara del cemento, mucho más tropical que el calor que Sally había experimentado en la playa. Eran las tres. En el edificio de la terminal, la gente caminaba deprisa, abriéndose paso entre los efluvios revueltos de los perritos calientes y el abrillantador de suelos. Sally encontró una cabina telefónica que estaba desocupada. Al introducir la moneda le tembló un poco la mano, y la base de la uña de su dedo índice le dolió al marcar los números.
Jerry era productor y animador de anuncios de televisión, y el Departamento de Estado había encargado a la empresa para la que trabajaba una serie de spots de treinta segundos que defendieran la causa de la libertad en los países subdesarrollados. Jerry hacía de intermediario en ese proyecto. Del primer viaje, Sally recordaba la sección del Departamento de Estado en la que podría encontrarlo.
—No es un funcionario del Departamento —explicó Sally al teléfono—. Solo estará aquí un par de días.
—Ya lo hemos encontrado, señorita. ¿Su nombre, por favor?
—Sally Mathias.
—La señorita Sally Mathias pregunta por usted, señor Conant.
Se oyeron unas interferencias eléctricas, seguidas de una carcajada estridente de Jerry.
—Hola, loca señorita Mathias…
—¿Loca? Sí, creo que lo estoy. A veces, me miro y pienso con mucha calma: «Hola, loca».
—¿Dónde estás? ¿En tu casa?
—Cariño, ¿no te has dado cuenta todavía de dónde estoy? Estoy aquí. Estoy en el aeropuerto.
—¡Dios santo! ¿Al final has venido? Qué locura.
—Estás enfadado conmigo.
Jerry se echó a reír, demorándose en pronunciar unas palabras tranquilizadoras, y, cuando habló, no hizo más que formular preguntas.
—¿Cómo puedo estar enfadado contigo, cuando sabes que estoy enamorado de ti? ¿Qué planes tienes?
—¿He hecho mal en venir? Haré lo que tú quieras. ¿Quieres que regrese?
Sally se dio cuenta de que Jerry estaba calibrando la situación. Vio a un niño puertorriqueño de la edad de Peter, solo y aparentemente abandonado sobre el suelo encerado, junto a la cabina telefónica. Los ojos oscuros del niño lanzaron una mirada de espanto a su alrededor, se le contrajo el pequeño mentón puntiagudo y rompió a llorar.
—¿Puedes arreglártelas para matar un poco el tiempo? Llamaré al hotel y les diré que mi mujer ha decidido reunirse conmigo. Toma un taxi y ve al Smithsonian o a cualquier otro sitio durante un par de horas. Nos encontraremos hacia las cinco y media en el cruce de la calle Catorce con la avenida de Nueva York.
Se abrió la puerta de la cabina contigua a la de Sally y un hombre moreno con camisa de flores se llevó al niño, furioso.
—¿Y si no nos encontramos?
—Vamos, a ti te encontraría en el mismísimo infierno.
A Sally le horrorizaba pensar que, al pronunciar la palabra «infierno», Jerry se refería a un sitio real.
—Si te pierdes, ve a la plaza de Lafayette. Ya sabes, el parque que hay detrás de la Casa Blanca. Espérame bajo las patas delanteras de la estatua ecuestre.
—¿Hola? ¿Jerry? No te enfades conmigo.
—¡Dios! Qué más quisiera que poder enfadarme contigo. Dime qué ropa llevas.
—Llevo un vestido de lino negro.
—¿El que te pusiste para la fiesta de los Collins? Magnífico. Hay unos trenes antiguos estupendos en la planta baja. Y no te pierdas el avión de Lindbergh. Te veo a eso de las cinco y media.
—¿Jerry? Te quiero.
—Te quiero.
«Piensa que le gustaría poder enfadarse conmigo», dijo Sally para sus adentros al salir en busca de un taxi. El conductor le preguntó a cuál de los dos Smithsonians quería ir, al viejo o al nuevo, y contestó que al viejo. Sin embargo, al llegar a la puerta del castillo de piedra rojiza dio media vuelta. Para Sally, el pasado era un vetusto pedestal erigido para que ella pudiera sentirse viva en el momento presente. Se alejó y recorrió el Mall bajo el cielo soleado. La tarde declinante, el pavimento moteado de sombras y semillas, los vendedores de helado, los autobuses de cristales tintados repletos de estadounidenses de mirada estupefacta, los rebaños de niños, el limpio restallido del rojo, el blanco y el azul de las banderas en los mástiles plantados en torno a la base del gran obelisco, las menudas mujeres indias vestidas con sari, con la manchita de los brahmanes y perlas en la nariz y provistas de sombrillas y maletines, constituían para Sally visiones fragmentarias de una feria. A lo lejos, la cúpula del Capitolio, más limpia que las alas grises que la flanqueaban, tenía el lustre glaseado del mazapán. El sol, que estampaba su rúbrica sobre las insignias oficiales que proliferaban por doquier, se le aparecía como una moneda mientras pasaba junto al Museo de Historia Natural, en la calle Doce, atravesaba las húmedas arcadas del Departamento de Correos y recorría la avenida de Pennsylvania hasta desembocar frente a la verja de la Casa Blanca. Se sentía libre y ligera. Los edificios gubernamentales, fastuosamente labrados y bruñidos, la escoltaban ingrávidos en su trayecto, y su espíritu se empapó de la grandeza y la irrealidad de aquellas construcciones. Echó un vistazo a la Casa Blanca a través de los huecos que se abrían entre el follaje y los guardias: estaba hecha de un material brillante y espurio, como el merengue. Pensó en el joven irlandés de mirada pétrea que reinaba en ese edificio y se preguntó si era bueno en la cama, pero le pareció imposible que lo fuera, por algo era presidente. A continuación, enfiló la calle Catorce y se dirigió hacia su destino.
Como único equipaje, Sally llevaba un cepillo de dientes en el bolso. Había heredado de su padre el gusto por viajar ligera. Libre y fresca, ataviada con su vestido de hilo negro, se sentía como una viuda joven y elegante que regresara del funeral de su marido en pleno mes de junio; el difunto había sido un viejo codicioso y antipático. Pensándolo bien, a pesar de haber engordado en los últimos diez años, Richard era todavía un hombre apuesto, aunque la cabeza parecía pesarle más sobre los hombros, y su agilidad física había quedado un tanto entorpecida y desdibujada por lo que él llamaba, en tono cortante y resentido, sus «responsabilidades». Cuando eran una pareja de recién casados, habían vivido en Manhattan, y, al carecer de dinero, su principal divertimento había consistido en dar largos paseos. Sally sintió el fantasma de Richard junto a su hombro al recordar el ritmo recién estrenado de caminar junto a un hombre, de tener un hombre. Había odiado las instituciones de enseñanza, lugar de exilio para las élites de la Costa Este. Richard la había rescatado de Barnard y había hecho de ella una mujer. ¿Dónde quedaba su gratitud? ¿No sería una malvada? Le costaba creer una cosa así, embriagada como estaba por el reciente viaje en avión, el centelleo de los fragmentos de mica de la acera y el olor punzante del alquitrán que aguijoneaba sus fosas nasales. El tórrido calor del verano había deformado y desplazado los pasos cebra de los peatones. En las anchas aceras, las largas zancadas de Sally se adelantaban al paso flemático de los sureños. Las campanadas de la iglesia de Saint John, de color amarillo limón, dieron la hora. Las cinco. Sally caminó en dirección oeste por la calle Uno. Los funcionarios, ataviados con trajes ligeros que ondeaban al aire, la miraban de soslayo al pasar, camino del Martini y de la esposa que los aguardaban en Maryland. Las oficinas habían evacuado una multitud de mujeres. Como un adorno dorado, el sol rodaba por los edificios de cristal que quedaban a su izquierda; los rayos le calentaron el rostro hasta hacerla consciente de su propia expresión: se dio cuenta de que fruncía los labios mientras buscaba el rostro de Jerry entre la gente.
¡Cómo sonreiría Jerry! A pesar de sus escrúpulos y de sus malos presagios, sonreiría al verla; siempre lo hacía, y solo ella era capaz de arrancarle esa sonrisa. Si bien Jerry era tan solo unos meses mayor que ella y notablemente ingenuo para ser un hombre de treinta años, la hacía sentirse como una hija cuyos actos de rebeldía fuesen la manifestación de una vitalidad entrañable. Sally sintió que llevaba grabada en la cara una profunda sonrisa, en respuesta a la imaginada sonrisa de Jerry.
Las otras caras se sucedían con destellos de peligro. Le pareció ver a un conocido suyo cuando este estaba a punto de doblar la esquina del edificio de la Compañía Internacional de Aerolíneas Británicas, delante de la solemne estatua del almirante Farragut: se trataba de un joven magnate de Wall Street al que Richard había invitado a casa. Su apellido era Wigglesworth, e iba precedido de dos iniciales que Sally no recordaba. Su rostro inexpresivo dobló la esquina y desapareció. Seguramente Sally se había equivocado: hay millones de hombres, pero pocos tipos de hombre, y pocos hombres que no correspondan a un tipo determinado. Aun así, Sally bajó la vista por temor a ser reconocida, de modo que, tal como Jerry había vaticinado y aunque aquello no era el infierno, fue él quien la encontró.
—¡Sally!
Jerry estaba en el lado sombreado de la calle Uno, sin sombrero y con el brazo levantado como si quisiera parar un taxi. Resultaba desconcertante ver lo mucho que se parecía a todos los demás, allí, enfundado en su traje de ciudad, esperando en el cruce a que el semáforo le diera permiso para cruzar, y a Sally le dio un vuelco el corazón, igual que si hubiese despertado bruscamente a trescientos kilómetros de su casa. «¿Quién es este hombre?», se preguntó. El semáforo decía peatones. Situado a la cabeza del rebaño, Jerry trotó hacia Sally, cuyo corazón latía con fuerza. Se quedó paralizada sobre el bordillo, mientras la distancia que les separaba se iba reduciendo y su cuerpo, todo su cuerpo hueco, recordaba las manos nerviosas de Jerry, su nariz aguileña, que en vez de broncearse pasaba los veranos enteros con la piel quemada, sus tristes ojos de color indefinido, sus dientes torcidos y risueños. Jerry sonrió con orgullo, pero también con nerviosismo, y, tras un instante de vacilación, tocó el hombro de Sally y le dio un beso en la mejilla.
—Estabas estupenda con esos andares de campesina, tambaleándote sobre los zapatos de tacón.
Sally se tranquilizó. Nadie más la veía de esa manera. Era de Seattle, y eso la convertía, a ojos de Jerry, en una campesina. Era verdad que siempre se había sentido fuera de lugar en el Este. Se sentía torpe en comparación con cierto tipo de mujer del Este (Ruth, por ejemplo) que no se molestaba en maquillarse y que nunca flirteaba abiertamente con el otro sexo. Richard se daba cuenta de ello y trataba de analizar sus inseguridades. También Jerry se daba cuenta, pero se limitaba a referirse a ella como su chica vestida de percal. Desde la muerte de su padre en un viaje a San Francisco, Sally no había sentido lo que se supone que deben sentir todos los niños, a saber, lo maravilloso que era ser, con todas sus particularidades, ella misma.
—¿Cómo demonios has logrado escaparte?
—Simplemente me despedí, cogí el Saab y conduje hasta el aeropuerto.
—Es fantástico encontrar una mujer que realmente sabe sacarle provecho al siglo veinte.
Esa era otra extraña ocurrencia de Jerry, según la cual había algo cómico e improcedente en el hecho de que les hubiera tocado vivir en el siglo xx. A veces, mientras hacían el amor, Jerry la llamaba «mi india». Se regodeaba en recalcar delicadamente las incongruencias que los asediaban para que Sally no las olvidara. Incluso su ternura hacia ella proclamaba que el suyo era un amor trágico e ilícito.
—Oye —dijo Jerry, llamando su atención para quebrar su silencio—. No quiero que corras riesgos por mí. Quiero ser yo el que los corra por ti.
«Pero no lo harás», pensó Sally, pasando el brazo por debajo del suyo y con la cabeza gacha, concentrada en acompasar sus pasos a los de él.
—No te preocupes —dijo Sally—. Estoy aquí.
Jerry no dijo nada.
—Estás enfadado conmigo. De hecho, no tendría que haber venido.
—Nunca me enfado contigo. Pero ¿cómo te las has arreglado para venir?
—Me las he arreglado y ya está.
El cuerpo de Jerry era puro hueso y nervio. Sally tenía la impresión de estar agarrada al ángulo de una cometa que pugnaba por subir a las alturas.
Mientras tiraba de ella, Jerry preguntó:
—¿Richard pasará la noche fuera de casa?
—No.
Jerry se detuvo.
—¡Dios mío, Sally! ¿Qué ha pasado? ¿Os habéis peleado? ¿Podrás volver a casa?
Al pronunciar esta última pregunta, había levantado bruscamente la voz. La respuesta de Sally sonó, a sus propios oídos, áspera y cansada.
—No te preocupes por eso, cariño. Ahora estoy aquí contigo y todo lo demás me parece muy lejano.
—Haz el favor de explicarte en vez de intentar avergonzarme. Cuéntame qué ha pasado.
Sally se lo contó, reviviendo cada detalle, asustándose a sí misma: la playa, el pánico, los hijos, Josie, el avión, el paseo, su plan de llamar a casa dentro de una hora para decir que estaba en Manhattan, que el Saab se había averiado, que no se ponía en marcha, y que los Fitche la habían invitado a pasar la noche con ellos, ya que el curso de crítica de arte contemporáneo del Metropolitan Museum en el que se había matriculado comenzaba al día siguiente.
—Mi amor —dijo Jerry—, esto no va a funcionar. Seamos sensatos. Si ahora te meto en un avión, podrías estar en casa a las ocho.
—¿Es eso lo que quieres?
—No. Ya sabes que quiero tenerte siempre a mi lado.
Y, a pesar de todas las pruebas en sentido contrario, Sally pensó que era verdad. Ella era la esposa de Jerry. Este hecho extraño, desconocido para el resto del mundo, pero conocido por ellos dos, transformaba todo lo que parecía erróneo en correcto, todo lo que parecía insensato en sensato. Ella, Sally, era la mujer de Jerry, y lo más valioso de su primer viaje clandestino fue que durante esos dos días había visto crecer esa verdad y había visto cómo Jerry se serenaba. La primera noche, él no había pegado ojo. Varias veces, a Sally le había despertado el movimiento de su cuerpo deslizándose fuera de la cama, yendo a por un vaso de agua, ajustando el aire acondicionado, buscando en el interior de su maleta.
—¿Qué buscas?
—El pijama.
—¿Tienes frío?
—Un poco. Sigue durmiendo.
—No puedo. No eres feliz.
—Soy muy feliz. Te quiero.
—Pero no te doy calor.
—Eres un poco más fría que Ruth.
—¿De veras?
Seguramente, la voz de Sally dejó entrever cierto malestar ante esta comparación imprevista, puesto que Jerry intentó retractarse.
—No, no lo sé. Olvídalo. Anda, duerme.
—Mañana me vuelvo a casa. No pasaré otra noche contigo si te doy insomnio.
—No seas tan quisquillosa. No me das insomnio. Es el Señor quien me lo da.
—Y te lo da porque duermes conmigo.
—Oye, me gusta padecer insomnio. Es una prueba de que estoy vivo.
—Por favor, Jerry, vuelve a la cama.
Sally se había aferrado al cuerpo de Jerry en un intento de bajar la cometa del cielo, y se durmió suspendida entre la tierra y el alba que despuntaba tras las persianas, en la pared de ladrillo del pozo de ventilación. La segunda noche, pese a que todavía estaba un poco inquieto, Jerry durmió mejor, y esa noche, la tercera, tres meses después, cuando la primavera había dado paso al verano, su respiración se hizo más lenta y mecánica, mientras que el corazón de ella todavía galopaba desbocado. Sally se sintió halagada por la confianza que le mostraba Jerry. Sin embargo, a primera hora de la madrugada, tras haberse acostado con una vaga sensación de extravío, despertó embargada por un agudo sentimiento de abandono. La habitación era diferente a la de la primera vez. Aunque se trataba del mismo hotel, las paredes eran amarillas en vez de blancas, y en lugar de grabados con flores había dos pálidos retratos de Holbein. Más allá de las persianas ya había luz suficiente para que Sally pudiera ver aquellos rostros ceñudos y altivos, tan débilmente alumbrados que parecían presencias reales. ¿A cuántas parejas adúlteras y ebrias se habían visto obligados a contemplar? Un barrendero pasó silbando por la avenida. La primera habitación había dado a un pozo de ventilación, mientras que esta, ubicada en la quinta planta, daba a una plaza. En algún lugar indeterminado del dédalo urbano, un camión de la basura chirrió y se oyó el repiqueteo de un contenedor. Sally pensó en el lechero cruzando el porche y depositando las botellas tintineantes ante su casa abandonada. Jerry yacía en diagonal, con la sábana enrollada alrededor del cuello y los pies al descubierto. Sally lo despertó y avivó su pasión. En el momento de mayor intimidad, todavía adormilado, Jerry la llamó «Ruth». Enseguida se dio cuenta del error.
—Oh, lo siento. Parece que ni siquiera sepa quién eres.
—Soy la señorita Sally Mathias, la loca.
—Sí, sí que eres una loca. Y muy hermosa, además.
—Pero un poco fría en comparación con la otra.
—No eres capaz de olvidarlo, ¿verdad?
—No.