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Nuestro mundo muta cada vez más rápido. ¿Cómo estamos reaccionando ante ello? Algunos celebran el futuro digital con una ingenuidad aterradora y esperan los cambios de manera impredecible. Los políticos no parecen tomarse en serio este cambio radical. Otros advierten de la dictadura de las corporaciones digitales de Silicon Valley, mientras otros preferirían ocultar la cabeza y volver al pasado. Por su parte, Richard David Precht esboza la imagen de un futuro deseable en la era digital. ¿Es de verdad una pérdida el fin de la meritocracia tal y como la conocemos? Para el filósofo alemán, la sociedad digital ofrece la posibilidad de que en el futuro podamos vivir una vida más plena y autodeterminada. Para eso, tenemos que marcar el rumbo en el presente y cambiar sistemáticamente nuestro sistema social. La pregunta no es «¿cómo vamos a vivir?», sino decidir cómo queremos vivir. Un libro polémico y estimulante que llega al corazón del malestar en y de la modernidad.
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Seitenzahl: 398
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Cazadores, pastores, críticos
Título original en alemán: JÄGER, HIRTEN, KRITIKER by Richard David Precht
© 2018 Goldmann Verlag, a division of Penguin Random House Verlagsgruppe GmbH, München, Germany.
“Derechos negociados a través de Ute Körner Literary Agent– www.uklitag.com”.
© De la traducción: Cristopher Morales Bonilla
Imagen de cubierta: © Heritage Images/Cordon Press / La encantadora de serpientes(La Charmeuse de serpents) de Henri J. F. Rousseau (1844-1910), óleo sobre lienzo, 1907, Museo de Orsay, París (Francia)
Diseño de cubierta: Juan Pablo Venditti
Derechos reservados para todas las ediciones en castellano
© Ned ediciones, 2022
Preimpresión: Editor Service, S. L.
www.editorservice.net
eISBN: 978-84-18273-65-0
La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del copyright está prohibida bajo el amparo de la legislación vigente.
Ned Ediciones
www.nedediciones.com
Índice
El primer contacto
La revolución
El fin de la meritocracia tal y como la conocíamos
Las transformaciones profundas
Estamos redecorando las sillas de la cubierta del Titanic
La gran sobrexigencia
El capitalismo de Palo-Alto gobierna el mundo
La distopía
Lo pasado nunca está muerto
La retropía
La utopía
Las máquinas trabajan, los trabajadores cantan
Un mundo sin trabajo asalariado
Vivir libres
Renta básica e imagen de la humanidad
Buenas ideas para el día a día
Curiosidad, motivación, sentido y felicidad
¿Vida supervisada?
El encanto de lo inesperado
Historias en lugar de planes
La vuelta de lo político
Reglas para la humanidad
Los malos y los buenos negocios
Otra sociedad
Adiós al Monetoceno
Pensamientos nocturnos
Nosotros y los otros
La digitalización llega a todo el mundo
Anexo
Recomendaciones bibliográficas
Agradecimientos
El primer contacto
«La economía del futuro funciona de una manera un poco diferente. Verá, en el siglo xxiv ya no hay dinero. La adquisición de riqueza ya no es la motivación principal en nuestra vida. Trabajamos para mejorarnos a nosotros mismos —y al resto de la humanidad».1
Hace ya más de veinte años que el Capitán Jean-Luc Picard, comandante de la uss Enterprise, pronosticó, en el futuro del año 2373, lo que le espera a la humanidad: ¡una sociedad sin dinero y sin trabajo asalariado! Y es que, para el siglo xxiv es completamente inconcebible lo que en 1996 es todavía la normalidad cotidiana de las personas: que la remuneración material sea la principal motivación para hacer algo para uno mismo y para la sociedad.
Lo que enStar Trek: Primer contactoaparece bajo la máscara del futuro es más que una fantasía de ciencia ficción. Es un viejo sueño de la humanidad desde el amanecer del capitalismo y del trabajo asalariado en los siglos xvi y xvii. Ya las utopías del caballero inglés Tomás Moro, del monje calabrés Tommaso Campanella y de ese entusiasta de la tecnología y Lord canciller que fue Francis Bacon no conocen ni el dinero ni el salario en oro. Los primeros socialistas del siglo xix se entusiasmaban pensando en una época en la que las máquinas trabajasen y los trabajadores cantasen, lo cual se conseguiría a través de autómatas más inteligentes. Oscar Wilde le encomienda al siglo xx la misión de que «el verdadero objetivo es el intento, y construcción, de una sociedad sobre una base que haga imposible la pobreza».2 Se sueña con el final del trabajo asalariado a través de la «automatización». Sólo el tiempo libre permitiría a los seres humanos el perfeccionarse a sí mismos. Quien tenga las manos libres puede, por fin, vivir lo más importante de todo: ¡su individualismo!
Es incluso todavía más célebre el modelo que concibieron Karl Marx y Friedrich Engels. Ebrios de ideas de su, todavía, joven amistad y de abundante vino de calidad definen por primera vez, en 1845, durante su exilio en Bruselas, lo que debería ser el «comunismo»: una sociedad en la que cada cualpudiera «dedicarse hoy a esto y mañana a aquello, que se pueda cazar por la mañana, pescar por la tarde y ocuparse del ganado por la noche, y después de comer, si se tienen ganas, dedicarse a la crítica, sin que ello signifique convertirse en cazador, pescador, pastor o crítico».3La «sociedad sin clases» soñada por los dos jóvenes creará al «ser humano total» y, gracias al trabajo social, llegará a «la actividad libre».
¿Comunismo como individualismo, como cultivo de la propia conciencia, como cuidado amoroso y genuina responsabilidad? ¡Qué lejos está la utopía de Marx y Engels del esperpento del capitalismo de Estado estalinista! ¡Desde hace cuánto tiempo este ha tomado por rehén la palabra «comunismo» y ha sustituido el sueño del «ser humano total» por un sistema totalitario! Y qué ambiguos y cómo de determinados están por el tiempo los colores con los que los seres humanos se imaginaron la apariencia adecuada de una sociedad verdaderamente libre: las túnicas blancas de los adoradores del sol en el monje dominico Campanella; el dandismo de chaqueta de terciopelo de Oscar Wilde o el romanticismo pastoral del pasado tiempo feudal en Marx y Engels, cuyo sueño se forjó ante la vista de las chimeneas industriales. A veces, como ocurre con el capitán Picard, toma la forma de una nave espacial estéril y sin vegetación, abandonada por la fantasía como si fuera un refugio atómico.
Hoy, en el año 2018, nos encontramos ante un cambio radical de época. La «automatización», largamente esperada, podría ahora, por primera vez en la historia de la humanidad, hacer posible para mucha gente una vida sin trabajo asalariado. El viejo mundo del trabajo de las profesiones del sector servicios, en las que, todavía a menudo, nos adiestramos en la escuela, se está desmoronando: esto es exactamente lo que ha sucedido en la segunda mitad del siglo xx con el trabajo físicamente pesado de las minas y con los trabajadores del acero. Lo atractivo es una vida dentro un hacer determinado por uno mismo y sin alienación, sin condicionamientos y sin monotonía. Sin embargo, ¿cómo vivirán exactamente los pastores, los cazadores y los críticos? ¿Quién se preocupará de que se beneficien de las fantásticas ganancias producidas por la automatización sin coste social? ¿Quién promoverá su talento y su curiosidad en una vida autodeterminada? ¿Y en qué colores pintaremos los espacios del futuro que sean dignos de ser vividos?
Para muchas personas en Europa, especialmente en Alemania, esta representación de ese futuro digno de ser vivido les parece algo bizarro. ¿No se encuentra nuestro mundo, nuestra civilización y nuestra cultura en la mayor de las crisis posibles? El cambio climático está haciendo que la estepa africana se esté secando. Mientras estamos tan preocupados de nosotros mismos, pasamos por alto el deterioro del planeta bajo el sol abrasador. Aumenta el nivel del mar, inundando las tierras fértiles y tragándose atolones enteros. El crecimiento rapidísimo de la población produce la aparición de ciudades gigantescas y que la basura alcance la altura de los rascacielos. Oleadas de refugiados fluyen como si fueran un delta desembocando en el Mediterráneo, socavando con ello los deteriorados baluartes de los muros con los que Europa se protege de la pobreza hasta que un día acaben por romperse.
El mundo animal y vegetal se está muriendo hasta tal punto que sólo está sobreviviendo lo que es útil o lo que es gracioso para tenerlo en un zoo. Continúan las guerras comerciales, por recursos, como el petróleo, el litio, el cobalto, el coltán, las tierras raras o el agua potable, disfrazadas de guerras de fe o de intervenciones humanitarias. Las grandes potencias que surgen en la época de las energías fósiles se enfurecen por última vez, lo cual viene acompañado de señales del final de los tiempos, como Donald Trump, rompiendo el mundo en pedazos en vez de sanarlo —¿un caldo de cultivo ideal para una utopía de la vida autodeterminada? ¿Un tiempo de cambio? ¿O más bien el final de los tiempos?—.
La situación es inquietante: mientras que los entusiastas de la técnica y del volumen de negocios están entusiasmados por lo «fascinante» que será la revolución que está por venir, la mayoría de las personas en el mundo occidental están empezando a perder la fe. «Los conceptosfuturoy capitalismosuenan extraños cuando se nombran conjuntamente, como si no pudieran estar juntos», escribió el escritor Ingo Schulze hace ya diez años. Ya no soñamos con colonias en Marte o en la Luna, ni con gigantescas ciudades bajo el agua como en los sesenta o setenta. Las sociedades occidentales se han comprometido al presente y al «seguir igual», y no a un prometedor desarrollo en el futuro. Sin embargo, mientras los políticos de toda Europa adormecen a sus votantes con bonitas palabras como «juntos», «optimista» y «nos va bien», la técnica arrasa el suelo y afecta a todas las condiciones de vida. Los «autómatas» que transforman la sociedad, y que fueron soñados durante mucho tiempo, ya están aquí: ordenadores y robots interconectados, alimentados por datos cuya cantidad supera la capacidad de comprensión humana, y una inteligencia artificial que es cada vez más autónoma. Esto es justo lo contrario de un «seguir igual».
Sin embargo, ¿quién está concibiendo la imagen de esta nueva sociedad? ¿Quién está mostrando qué y cómo debe diseñarse? ¿Estamos dejando el futuro en manos de esos optimizadores de beneficios, que tienen tan poca visión de futuro, como son Google, Amazon, Facebook y Apple? ¿O lo estamos dejando en manos del oportunismo ingenuo de los liberales alemanes que dicen «primero, digitalización; después, pensar»? ¿Estamos cayendo en esa visión apocalíptica que predice una dictadura de las máquinas, en creer a esos profetas del fin del mundo que, en los Estados Unidos, hace tiempo que disputan a los optimistas el dominio de la interpretación del futuro? ¿O en ese ecopesimismo que ve que el planeta está condenado de todos modos porque ya es demasiado tarde?
Utopía y resignación, y promesa y fracaso humanos, están hoy otra vez tan cercanos entre sí como lo estuvieron a finales de la Edad Media. Algunos esperaban el reino de Cristo sobre la tierra que iba a durar mil años; otros, la gran extinción a través de la siguiente guerra y de la peste. Precisamente esa simultaneidad fue, como hoy sabemos, el principio de algo nuevo, del renacimiento de la humanidad, del renacimiento. Si nos miramos hoy a nosotros mismos a vista de pájaro vemos a la humanidad en un momento decisivo parecido, aunque impedir el desastre sólo es posible para aquél que se crea con la oportunidad de hacerlo, cuando se huye de la supuesta lógica de las circunstancias y de la falta de alternativas, de la pusilanimidad y del deseo devastador de ser querido por todos por las propias acciones. «Política» y «utopía» parecen hoy tan incompatibles que parece que ya no estuvieran conectadas, como el par de conceptos «capitalismo» y «futuro» de Schulze. Sin embargo, solamente saber lo quenose quiere no hace que la vida avance, sino que lleva a la sociedad a la ruina.
Este libro quiere contribuir a escapar del fatalismo del devenir inevitable y abrirse a un optimismo del querer y del crear. Quiere ayudar a dibujar la imagen de un buen futuro. También quisiera mostrar que la salvación nunca descansa sólo en la técnica, tal y como creen muchos empollones de Silicon Valley, sino en el modo y en la manera en la que tratemos con ella, en usar sus posibilidades y en parar a tiempo sus riesgos. En una palabra: ¿no es la tecnología lo que determinará nuestras vidas? —¿qué son unsmartphoneo una inteligencia artificial si nadie las usa?—. Ésta es la pregunta decisiva de la «cultura».Nos debemos preguntar con qué comprensión previa de los seres humanos desarrollamos y usamos la técnica. ¿La técnica nos debería ayudar o nos debería reemplazar? ¿Tienen realmente los seres humanos una necesidad de optimización? ¿No nos debemos orientar por las verdaderas necesidades de los seres humanos en vez de adaptarlas a la técnica? La economía sin cultura es inhumana. La cultura no es el cine, ni el teatro, ni la música ni es un accesorio decorativo para los que ganan mucho dinero, sino que es una pregunta por la orientación sobre lo que hace valiosa la vida. Las colonias en Marte y en la Luna y las gigantescas ciudades bajo el agua obviamente no lo eran. Una vida encerrada en la matriz de una nube de datos tampoco lo será.
De acuerdo con T.S. Eliot, la digitalización no tendrá que leerse sólo con el cerebro sino también «con las tripas y las terminaciones nerviosas».4 El futuro digital no se podrá reducir a un algoritmo; sólo sus máquinas podrán serlo. ¡Pero un futuro semejante no será beneficioso si se cumplen sus profecías técnicas, sino si estas hacen realmente más valiosa la vida sobre la tierra para el mayor número de personas posible!
1. http://www.youtube.com/watch?v=fw13eea-RFk.
2. Wilde (2016), p. 3.
3. http://mlwerke.de/me/me03/me03_017.htm, p. 33.
4. Cit. según Terry Eagleton: Kultur, Ullstein 2017, p. 110.
LA REVOLUCIÓN
Los técnicos todavía no han entendido al ser humano, y a los especuladores financieros les da igual. ¿Por qué deberíamos confiarle el futuro precisamente a ellos?
El fin de la meritocracia tal y como la conocíamos
Las transformaciones profundas
Un fantasma recorre la sociedad globalizada: el fantasma de la digitalización. Todo el mundo ve el fantasma, unos con grandes esperanzas, otros con miedos y sospechas. ¿Dónde están la industria o las empresas que prestan servicios, que no se sienten afectadas por la digitalización? ¿Dónde están las personas que ya no participan de sus placeres y diversiones de doble filo? De este hecho se desprenden dos cosas: todas las economías reconocen ya la importancia de la digitalización. Además, ya es hora de mostrar dónde está el rumbo que debemos fijar correctamente para que se convierta en una bendición y no en una maldición. ¡Porque el futuro no es algo que viene! ¡Por mucho que los «futurólogos» se dediquen a hacer sus pronósticos desde los estrados, estando tan seguros de sí mismos, el futuro lo haremos nosotros! Y la pregunta no es «¿cómo viviremos?» sino «¿cómo queremos vivir?».
El gran filósofo del barroco Gottfried Wilhelm Leibniz no sospechaba ni remotamente lo que estaba haciendo cuando propuso a Ernst August de Hannover, duque de Brunswick, que el mundo entero debería codificarse en un lenguaje universal, un lenguaje de unos y ceros; y que este modo de representación matemática revolucionaría algún día nuestra vida y nuestro trabajo, la forma en que nos entendemos y la forma en la que pensamos; que conduciría a máquinas que actúan de forma independiente entre sí, a un internet de las cosas, a los robots y a la inteligencia artificial (ia), cuyos programadores sueñan con superar la potencia cerebral humana.
Gran parte de esto suena como la realización de los viejos sueños de la humanidad. Nos deslizamos y surfeamos a través del tiempo y del espacio igual que los ángeles, nos liberamos del trabajo duro y aburrido, nos construimos mundos virtuales, superamos enfermedades y, en algún momento, nos convertimos en ancianos, quizá incluso casi inmortales. Pero, ¿qué ocurre realmente cuando, de este modo, ganamos en realidad y perdemos en sueños? ¿Qué pasa con todas las dimensiones no técnicas y espirituales de la vida que son tan importantes para muchas personas, con lo irracional, lo insondable, lo aleatorio, lo vivo? ¿No arruina la cosmovisión técnica a todas aquellas personas «que tienen que entender algo sobre el alma porque obtienen buenos ingresos de ella en tanto clérigos, historiados y artistas»? Y las matemáticas, «la fuente de un entendimiento malvado», ¿convertirá «a los seres humanos en dueños de la tierra, pero, al mismo tiempo, en esclavos de la máquina»?5
Es un ingeniero el que se hace estas preguntas, un sincero admirador de las matemáticas. El escritor austríaco Robert Musil escribe varios miles de páginas para describir lo que la revolución tecnológica está haciendo en la vida interior de las personas. ¿Nos está transformando, tal y como sugiere el título de su gran novela, en hombres (y mujeres) «sin cualidades»? La época en la que Musil comienza su novela está marcada por una revolución que hoy se denomina segunda revolución industrial: la época de la producción industrial en masa, anunciada en las cadenas de montaje de las fábricas Ford. Pero ya a mediados de los años veinte, Musil ve llegar a la humanidad a un desencadenamiento que no tiene límites: a saber, el camino hacia la diferenciación funcional total, «hacia una aridez interior», una «mezcla escandalosa de agudeza en el individuo e indiferencia en el todo», hacia «un abandono escandaloso del ser humano en un desierto de particularidades». «¿Cuáles son las pérdidas», pregunta Musil, «que el pensamiento lógico y agudo inflige al alma?».
¡Qué parecidos son los tiempos y las preguntas! Incluso hoy, al comienzo de la cuarta revolución industrial, casi todos los ámbitos de la vida humana se están transformando. De nuevo, es la tecnología innovadora la que lo está desencadenando. ¿Qué hará, siguiendo la pregunta de Musil, con nuestra vida interior? ¿Y qué hará con nuestra vida en común? ¿Intensificará nuestro sistema económico capitalista, o lo sustituirá por otra cosa? Las transformaciones serán comparables a las dos primeras revoluciones industriales. La primera transformó los estados agrarios en industriales en los siglos xviii y xix; la segunda creó la sociedad de consumo moderna a principios del siglo xx. Ambas revoluciones tuvieron efectos beneficiosos a largo plazo para muchas personas y sentaron las bases del éxito de la sociedad burguesa y de la posterior economía social de mercado. Sin embargo, en el camino quedaron los daños colaterales de cambios radicales imprevistos y totalmente incontrolados: los niños que perdieron su infancia y, a menudo, su vida en los pozos de carbón de Inglaterra; los patios traseros sin luz de Londres y Berlín en el siglo xix con personas enfermas de tuberculosis que morían como moscas en los retretes de las letrinas; la falta de seguros de accidente, de trabajo y de enfermedad para las personas que se habían quedado varadas en la gran ciudad, y cuyos padres seguían siendo agricultores y artesanos. No menos dramáticas fueron las consecuencias de la segunda revolución con su estilo de vida cubista. Puede que los rascacielos, los ascensores, la electrificación y el tráfico motorizado hayan fijado el ritmo vertiginoso de la modernidad, pero, al mismo tiempo, alimentaron reivindicaciones excesivas, movimientos de rechazo y odios nacionalistas que desembocaron en dos guerras mundiales.
Sólo la tercera, la revolución microelectrónica de los años setenta y ochenta, se desarrolló en comparación de manera fácil. Pero parece seguro que la cuarta tendrá un impacto considerablemente mayor en la escala de Richter. Porque esta vez no son las máquinas de producción las que están cambiando, sino, sobre todo, las máquinas de información. La velocidad a la que se intercambia y se conecta la información, tanto ahora como en el futuro, no tiene precedentes en la historia de la humanidad. La capacidad de almacenamiento de los chips de ordenador se ha multiplicado por mil en los últimos diez años y seguirá explotando en las próximas décadas.
Todos los ámbitos de nuestra economía se están digitalizando, desde la adquisición de materias primas hasta la producción, el marketing, las ventas, la logística y los servicios. Los nuevos sectores económicos están sustituyendo a los antiguos. El llamado capitalismo de plataforma permite a los clientes dirigir sus propios negocios en Ebay y con la ayuda de Uber, a través de Airbnb, y en el futuro, cada vez más a través de Blockchain y de las empresas de tecnología financiera (Fintech). La dinámica de los numerosos nuevos modelos de negocio es disruptiva, la palabra mágica de la revolución digital. En lugar de mejorar paso a paso la vieja tecnología y los servicios que llevan funcionando desde hace tiempo, simplemente se están sustituyendo. Los servicios de taxi están dando paso a Uber, la industria hotelera está siendo socavada por Airbnb, los coches autónomos están sustituyendo a los productos de alto rendimiento de la industria automovilística convencional. En el futuro, partes importantes de la fabricación se llevarán a cabo a través de la unión de piezas hechas mediante impresoras 3d. El negocio tradicional de los bancos de atender a sus clientes podría quedar pronto obsoleto porque las transacciones de pago digitalizadas ya no necesitan intermediarios ni instituciones. Así, una parte considerable de la creación de valor está descentralizada.
Todos estos avances no están sujetos a ningún progreso natural sino a una determinada forma de pensar y hacer negocios: ¡el pensamiento de la eficiencia! El hecho de que las personas persigan siempre el objetivo de aumentar su dinero en todo lo que producen no forma parte en absoluto de su naturaleza biológica. Si así fuera, la humanidad habría vivido en gran medida en contra de su propia naturaleza hasta el Renacimiento, y lo seguiría haciendo hoy en día en algunas partes del mundo, por ejemplo, en la selva de Ituri, entre los masáis o los manguián en Filipinas. El cálculo coste-beneficio no se convirtió en un modelo entre los comerciantes italianos hasta los siglos xiv y xv. La Edad Media todavía conocía el sistema de orden estático de los gremios, los precios fijos y los acuerdos de precios, además de una fuerte reserva contra la dinámica, el cambio y el progreso. Se odiaban los cambios en todo aquello que ya se había demostrado que funcionaba, y hombres poderosos de la Iglesia como Tomás de Aquino se esforzaron por demonizarlos. El dinero tenía mala reputación, la codicia relacionada con él se consideraba un pecado y estaba prohibido cobrar intereses. Aunque los papas y los príncipes rompían las reglas con bastante frecuencia, el estancamiento, no el progreso, era la ideología que guiaba la época.
Cuando hoy, con la cuarta revolución industrial, hacemos que nuestras economías sean más eficientes, no hacemos más que seguir una lógica que comenzó con la emisión de letras de cambio y la explosión del sistema de crédito en el siglo xv. Sin embargo, fue en primer lugar la invención de la producción industrial, y posteriormente de la producción en masa, lo que la convirtió en la cultura rectora. Desde entonces, la eficiencia, la eficacia y la optimización han sido los motores de nuestra economía. Utilizamos materiales fósiles como el petróleo y el carbón y los quemamos para su uso inmediato. Esto no es más que el nuevo ayer. El capitalismo no conoce ninguna etapa final, sino sólo nuevos límites que debe superar. Pero no sólo las cosas físicas, también las metafísicas se convierten en sus recursos. Como muy tarde, desde la segunda revolución industrial, el tiempo se considera dinero. Lo que las cadenas de montaje de Ford demostraron gráficamente —el implacable cronometraje del tiempo en la producción— se aplica ahora a todas nuestras vidas. El tiempo se mide, es un bien valioso que debemos utilizar y no desperdiciar. El pensamiento de la eficiencia —o como la filosofía desde Max Horkheimer y Theodor W. Adorno lo ha llamado «razón instrumental»— sigue una implacable lógica de explotación. Cada vez se vuelve más despiadado y más rápido.
Pero hay algo bastante novedoso en el pensamiento de la eficiencia de la cuarta revolución industrial. No sólo aplica la demanda de optimización a los procesos de producción, no. ¡Considera que las propias personas necesitan ser optimizadas! Los profetas de Silicon Valley proclaman la fusión del hombre y la máquina. Su Homo sapiens sólo parece óptimo con un chip en el cerebro. En todo caso, el actual se considera deficitario. Pero, ¿quién define realmente que el ser humano tenga que ser optimizado? Pues bien, la opinión de que el ser humano carece de algo que debe encontrar o reencontrar es algo tradicional en la filosofía desde Platón. Sin embargo, lo que se pretendía era que se volviera más justo y más razonable. Ser un poco más considerado, modesto, pacífico y cariñoso no podría perjudicar a nuestra especie. La necesidad de dinero, fama y poder podría frenarse mejor. ¡Pero la revolución digital no quiere optimizar todo eso! ¡Quiere optimizar los beneficios! ¡Y la «optimización» en los seres humanos significa hacerlos más parecidos a las máquinas, es decir, no un poco más humanos, sino menos humanos!
Así que no sólo se cuestionan innumerables formas económicas, modelos de negocio y empresas como ineficaces. Lo que se pone en cuestión es nuestra comprensión de nosotros mismos como seres humanos, la forma «ineficaz» en que vivimos y convivimos y cómo gestionamos la política. Sin embargo, ¿las personas serán «mejores» y más felices si son «más inteligentes» y si nos relacionamos unos con otros de una forma más «optimizada»? ¿Quién dice realmente que lo óptimo es siempre el ahorro de tiempo y los caminos cortos y sin obstáculos? ¿Nos hacemos más individuos cuanto más nos entregamos a la tecnología? ¿Quién hace esas ecuaciones y con qué propósito? ¿Merece más la pena vivir una vida transparente a la que se pueda acceder en cualquier momento que una vida opaca e imprevisible?
Hasta ahora, parece que no existe un modelo humano que se contraponga a los estériles y profundamente inhumanos mundos del progreso de Silicon Valley. Además, a su promesa de libertad a través de la tecnología le ha seguido más bien una menor libertad: el saqueo de los datos personales, la vigilancia y el control desapercibidos por parte de empresas y servicios secretos, la presión sobre cada individuo para que se optimice. Cuanto más se pulan y se optimicen las superficies de uso de nuestro entorno vital, más deficientes deben sentirse las personas que han degenerado en usuarios. En algún momento serán tan disfuncionales a sus propios ojos como ya lo son desde el punto de vista de los amantes de las máquinas. No sólo mueren los objetos tecnológicos como el papel de diapositivas, los coches y los discos, los casetes, los disquetes y los cd; no sólo empresas como Nokia, Kodak, VW, el Commerzbank y la huk-coburg. No sólo las empresas y los edificios de la administración permanecen como ruinas visibles del progreso, tal y como antaño las minas de carbón y las acerías: también nuestros recuerdos vitales, nuestros estilos de vida y nuestras biografías demasiado anticuadas ya no parecen encajar en la tecnoesfera del futuro.
*
El debate público sigue limitándose principalmente al mundo del trabajo. Políticos, estrellas del pop, poetas, profetas y profesores debaten sobre el futuro del trabajo en escenarios y foros, congresos y «cumbres». Se enfrentan dos bandos cuyas previsiones difícilmente podrían ser más contrarias. Unos prevén una época de pleno empleo. ¿Acaso el progreso tecnológico no ha aumentado siempre la productividad, y esta no ha aumentado siempre el número de personas que trabajan? Podrían remitirse al premio Nobel estadounidense Robert Solow. Según su ensayo de 1956, «A Contribution to the Theory of Economic Growth», el progreso tecnológico siempre ha permitido aumentar enormemente la productividad. El factor de crecimiento decisivo no es el trabajo ni el capital, sino más bien la tecnología. Entonces, ¿qué hay que decir en contra de partir también esta vez de más productividad, más crecimiento y más empleo?
Esta actitud puede acompañarse fácilmente con una sonrisa perspicaz. ¿No predijo el economista británico John Maynard Keynes, en 1933, que el progreso de los países industrializados conduciría a un desempleo masivo porque «estamos inventando formas de hacer el trabajo más eficiente, y de forma más rápida, de lo que se nos ocurren nuevos empleos para los trabajadores que se han vuelto superfluos»? ¿Y no ha ocurrido algo muy diferente? Para ilustrar esto, se puede mostrar una bonita imagen, el titular del Spiegel del 17 de abril de 1978: «El progreso produce paro. La revolución de los ordenadores». Un robot poco amigable sujeta con su gancho a un obrero de la construcción fatigado. «Los componentes electrónicos diminutos amenazan millones de puestos de trabajo en la industria y en el sector servicios», dice el texto. Pero, una vez más, la sombría profecía quedó en nada. En 1995, el sociólogo y economista estadounidense Jeremy Rifkin prometió «el fin del trabajo», que todavía está a la espera de producirse.
La máquina de vapor, la máquina de hilar, la electrificación y la electrónica: a largo plazo, el trabajo nunca ha llegado a reducirse, sino que siempre ha ido aumentando. Hoy, el optimista sobre el futuro se deja animar por la sobriedad y desconfía de los profetas. Considera que las visiones son superfluas porque, de todos modos, en cuanto al tema del futuro nunca se puede estar al día y nadie tiene una bola de cristal. Así, la gente se entrega sin rechistar al curso del mundo, se burla de los precursores del pasado mañana y no cree en nada más que en los muchos y pequeños datos, números y curvas que el progreso técnico crea cada día.
Los profetas de ayer son los tontos de hoy. Entonces, ¿todo son falsas alarmas cuando el Foro Económico Mundial de Davos de 2016 anunció que la revolución digital costaría a los países desarrollados 5000 millones de empleos en los próximos cinco años? ¿O incluso esas espeluznantes cifras con las que opera el profesor de Oxford, Carl Frey, cuando ve que la mitad de los puestos de trabajo actuales en ee.uu. están en una transición radical o que están desapareciendo? Su amplio estudio sobre el futuro del trabajo, escrito con Michael Osborne, llega a la misma conclusión. Según este estudio, los países más desarrollados del mundo perderán el 47% de sus empleos en los próximos veinticinco años.6
Ninguna de estas cifras, como bien saben sus autores, es fiable. Pero, ¿no es obvio, o incluso muy probable, que pronto dejen de ser necesarios millones de contables, funcionarios de hacienda, especialistas administrativos, abogados, asesores fiscales, conductores de camiones, autobuses y taxis, empleados de banca, analistas financieros, agentes de seguros, etcétera? Toda actividad, cuyas rutinas puedan convertirse en un algoritmo es, en principio, sustituible. Motores de búsqueda semántica como «Watson» de ibm producen tráileres de películas o imprimen informes médicos y legales. Los coches autónomos son una realidad desde hace tiempo y, en un futuro próximo, sustituirán en gran medida nuestro tráfico rodado convencional por coches autodirigidos. Ya sean los trabajos en los que hay que conducir o los trabajos de oficina, Frey y Osborne enumeran más de setecientas actividades que pueden ser asumidas en parte o en su totalidad por los ordenadores.
Lo que antes eran trabajos cualificados serán realizados en el futuro por robots. Gran parte de lo que antes hacían los trabajadores cualificados lo harán los propios clientes en sus pantallas. La evolución hacia el «prosumidor», el consumidor productor, es más antigua que la digitalización. Hay que recordar cómo en Alemania los supermercados sustituyeron a las tiendas de comestibles a partir de los años sesenta. Los supermercados no sólo eran más baratos porque eran más grandes, sino también porque ahora los clientes se servían ellos mismos, con lo que se ahorraba en personal. Lo mismo ocurrió con las máquinas automáticas de café y de billetes de transporte en los años ochenta y noventa, y con las habilidades para el bricolaje del comprador de IKEA. El principio del «cliente trabajador» en la era digital no es más que la continuación consecuente de este «autoservicio»: reservar viajes, facturar en el aeropuerto, pedir ropa y libros, hacer una transferencia, etcétera.
En el futuro, cuando miremos una pantalla en la que veamos a alguien hacer algo que nosotros mismos podamos hacer, desaparecerá su perfil profesional. «Los trabajos de asesoramiento que se hacen detrás de una pantalla», dice el matemático y ex ejecutivo de ibm Gunter Dueck, están desapareciendo. Además, el capitalismo de plataforma puede comerciar con todo: con objetos, alojamiento, comunicación, transporte, energía, transacciones financieras, alimentación, asesoramiento vital, citas y entretenimiento, y todo ello sin personal cualificado. El triunfo de los «autómatas» soñado por Oscar Wilde parece imparable.
¿Pero, al mismo tiempo, no se crean nuevos puestos trabajo? En el futuro, los actuales conductores de ups podrían dedicarse a manejar drones, al menos durante un tiempo, en lugar de entregar paquetes, pero sólo hasta que esos trabajos se roboticen. Los empleos mal pagados de la revolución digital seguirán existiendo probablemente durante una o dos décadas más, pero su tiempo también se está acabando.
Los informáticos y los técnicos, en cambio, se consideran las profesiones del futuro. Actualmente, tienen una gran demanda y las empresas los buscan desesperadamente. Los que quieren incentivar la economía alemana ven que surgen hordas de expertos en tecnologías de la información que llevan a Alemania al pleno empleo. Pero, incluso en este caso, merece la pena examinar esta cuestión más de cerca. En ningún caso todo el mundo está cualificado para trabajos tan exigentes y especializados, además de que la tasa de abandono de la informática es enorme. Además, a largo plazo no habrá una demanda general de informáticos, sino sólo de los mejores. Porque si hay algo que la inteligencia artificial podrá hacer en el futuro, será programar. Sólo se necesitarán de forma permanente a especialistas altamente cualificados en las denominadas materias mint (matemáticas, informática, ciencias naturales y tecnología): diseñadores web para mundos virtuales o personas que construyan, mantengan y reparen robots, además de nuevas ideas de negocio. En cambio, el informático «normal», probablemente sea reemplazable a medio y largo plazo.
En una situación así, ni siquiera las opiniones de expertos como las de Erik Brynjolfsson y Andrew McAfee, expertos en tecnología del mit (Instituto de Tecnología de Massachusetts), son tranquilizadoras. De una forma tranquilizadora, señalan que «a corto o largo plazo» el coche automático de Google todavía no podrá circular por todas las carreteras y que todavía hay un montón de personas que trabajan como cajeros, agentes de atención al cliente, abogados, conductores, policías, cuidadores a domicilio, gerentes y otros empleos».7 «Y de ninguna forma están todos en peligro de ser erradicados».8 Todavía queda algo de trabajo para las personas. Pero, ¿a quién le debería tranquilizar esto? El hecho de que el trabajo aún no se acabe para todos no debería animar a ningún político a la relajación. En países como Alemania, probablemente bastaría con que ya una décima parte de todas aquellas personas que hacen una actividad por dinero perdieran su empleo remunerado para que las consecuencias sociales fueran catastróficas. Sin embargo, los expertos del mit aconsejan simplemente seguir confiando con mucha calma en el viejo modelo económico y tratar de generar el mayor crecimiento posible.
Cualquiera que haya leído el libro de Brynjolfsson y McAfee The Second Machine Age no puede sino asombrarse ante tales recomendaciones. Al fin y al cabo, explica al mundo que la digitalización está socavando todo nuestro modelo económico y que lo está sustituyendo por uno nuevo. Los autores se deshacen en elogios cuando hablan de las nuevas máquinas en la era de la inteligencia artificial. Ninguna fantasía parece suficiente para imaginar este mundo completamente cambiado. Pero, cuando se trata de personas, de la sociedad y de la política, la imaginación se acaba inmediatamente. ¿Acaso la primera revolución industrial no dio un vuelco total a la vida de las personas y trajo consigo un modelo de sociedad totalmente nuevo —la democracia burguesa— donde antes gobernaban la iglesia y la aristocracia? En cambio, los expertos del mit creen que, a pesar de un cambio radical comparativamente grande, nuestro modelo económico y social actual continuará para siempre. El mercado laboral podría equilibrarse con una mayor inversión en educación, salarios más altos para los profesores, impulsos para las nuevas startups y redes más rápidas. Eso es lo que les gustaría oír a las asociaciones de empresarios. Pero, de hecho, el encanto de tales sugerencias recuerda a las películas de protección civil de los años sesenta, en las que, en caso de una guerra nuclear, se aconsejaba a la gente que se atrincherara con sacos de arena, se tumbara en el suelo y pusieran sus maletines encima de la cabeza.
Por supuesto que habrá nuevas profesiones en el futuro. La cuestión es cuántas. Probablemente, surgirán menos en el sector de los trabajos con menores salarios que en el de las tecnologías de la información de alto rendimiento y en otros tres sectores: uno de ellos es el cuarto sector, el del sector servicios de nivel superior. Construir un aeropuerto a tiempo sigue siendo un reto apasionante, incluso en la era digital. La gestión de proyectos y la logística son trabajos del futuro. La vida es demasiado variopinta, las circunstancias demasiado adversas y las personas demasiado imprevisibles como para poder confiar estas tareas sólo a las máquinas. Después de todo, incluso el Enterprise en el siglo xxiv no puede prescindir de personal...
El segundo ámbito se refiere a todas aquellas profesiones en las que, en el futuro, la gente seguirá dando importancia al trato con personas reales. Sin duda, será técnicamente posible sustituir a los jardineros y profesores por robots y programas informáticos en algún momento del futuro. Pero esto no es deseable ni probable. El contacto, la participación y la atención auténticos sigue siendo un bien valioso. Lo mismo ocurre con los trabajadores sociales, los agentes de libertad condicional y los terapeutas. Una persona real que esté en la recepción de un hotel, como animador en unas vacaciones, como vendedor encantador y competente, como arquitecto paisajista, como decorador de interiores, peluquero, etcétera, es difícilmente reemplazable. No es muy diferente a lo que ocurre con nuestra salud. Sin duda, un dispositivo de medición inteligente en la muñeca, conectado a un hospital, puede proteger y salvar la vida de un diabético. Además, puede medir la presión arterial de cualquier persona y con mucha más fiabilidad que el momento concreto en que la mide el médico de cabecera. Pero, ¿no necesitamos a alguien con quien podamos hablar sobre nuestra salud física y mental, a una persona que nos vea desnudos sin sonrojarse o sin mirar hacia otro lado avergonzada? ¿Alguien que no juzgue si tenemos buen aspecto o no, sino que nos cuide incluso cuando nosotros no lo hacemos? Lo que el médico de familia pierde en superioridad técnica, lo gana en responsabilidad humana. Quizá el Life Scout del futuro vuelva a ser un «médico de familia», una persona que va a tu casa, que conoce tu biotipo, te escucha y te cuida, tanto psicológica como físicamente. El ocio, el descanso y la salud son los campos en los que la demanda de buenos trabajadores sigue siendo alta.
Del mismo modo, es probable que los oficios manuales salgan beneficiados en el futuro, porque cuantos menos servicios haya para los que antes se exigía un título de bachillerato o un grado universitario, más se revalorizará todo aquello que no requiera de dichos certificados académicos. En el futuro, los productos de uso corriente se suministrarán mediante impresoras 3d, amenazando modelos de negocio como el de IKEA. En el futuro, la buena artesanía, una mesa hecha por una persona, o un suelo de piedra bien colocado, serán más valiosos y caros que nunca. En las tiendas 3d donde la gente imprimirá sus productos, ya sean hechos por otros o por ellos mismos, se necesitarán artesanos cualificados para montar o revisar todos los productos. También los robots de los hogares del futuro también necesitarán a alguien que los repare.
No obstante, la tendencia debería ser clara. Muchas profesiones desaparecerán en el futuro. Desde los «empleos» con salarios más bajos hasta los empleos relacionados con los servicios que sean sencillos y comparativamente exigentes. Y, aunque todavía no conozcamos muchas de las ocupaciones del nuevo mercado laboral, es negligente hasta la locura creer que el empleo se mantendrá constante o que, incluso, aumentará. Porque la digitalización —y esto es lo que la distingue de las revoluciones industriales anteriores— no consiste en conquistar nuevos terrenos, sino en hacer más eficaces los existentes. El modelo de crecimiento de Solow, como todas las teorías económicas, no es una ley natural. Es muy probable que la digitalización acelere la productividad de una forma enorme, aunque el propio Solow fuera más escéptico al respecto que su modelo teórico. Pero en lo que respecta al empleo, este no tiene por qué aumentar obligatoriamente cuando se incrementa la producción.
Al menos dos razones se oponen a ello. Las tres revoluciones industriales anteriores fueron acompañadas por la globalización. Cuando James Hargreaves inventó la máquina de hilar en 1764, los marineros ingleses y holandeses de las Indias Orientales y Occidentales ya llevaban ciento cincuenta años navegando por los océanos del mundo, comerciando con especias, esclavos y algodón. Mientras la nueva tecnología hacía efectivo el hilado de algodón, el comercio mundial le proporcionaba enormes suministros. Aunque los países lejanos seguían siendo sólo proveedores de materias primas, el imperialismo empezó a descubrir en ellos cada vez más cosas. ¿Qué sería de la construcción de automóviles de la segunda revolución industrial sin el caucho, la materia prima de la goma, que los belgas trajeron del Congo en condiciones bárbaras? La tercera revolución industrial convirtió al sudeste asiático en el amplio taller de la industria textil, y a Brasil y a Argentina en productores de alimentos para los animales. La fabricación barata y los nuevos mercados de consumo de automóviles, maquinaria y electrodomésticos iban de la mano.
A medida que la economía se hacía más productiva, aumentaba el volumen disponible de materias primas y de mercados de consumo. Sin embargo, es precisamente este proceso el que hoy está estancado. La batalla por los últimos recursos naturales la libran de forma simultánea lo que llamamos Occidente y China. Donde antes sólo había unos pocos países entre sí, hoy compiten las economías que tienen más de dos mil millones de personas. Nadie puede creer que países completamente subdesarrollados como el Congo, la República Centroafricana, Sudán del Sur, Somalia o Afganistán se conviertan en el futuro en estados tigre,9 a los que los países que más producen, tanto de Occidente como del Lejano Oriente, venderán en masa sus productos. A diferencia de las anteriores revoluciones tecnológicas, hoy el pastel está repartido: ¡no se añade nada que conduzca a un mayor empleo con una producción más eficaz!
Hablando de producción, ¡el atractivo especial de muchos modelos de negocio digitales es que no producen nada en el sentido convencional! Ésta es la segunda objeción. Hacer negocios a través de una plataforma en lugar de hacerlo a través de empresas o bancos convencionales, no genera ningún valor añadido. Lo mismo ocurre con la publicidad dirigida a los consumidores mediante el aprovechamiento de datos personales. Los beneficios empresariales y el provecho económico de las máquinas, los coches, los aviones, las líneas de ferrocarril, las carreteras, los edificios, etcétera, pueden relacionarse entre sí; sin embargo, los beneficios de Facebook y Google no se pueden relacionar con el beneficio económico de los países donde operan. Combinar grandes cantidades de datos a través de formas mecánicas y la toma de decisiones a partir de algoritmos automatizados es un gran negocio: la única cuestión es para quién. No crea necesariamente un «bienestar para todos» sino un número sorprendentemente pequeño de puestos de trabajo. En Alemania, eBay sólo emplea a ochenta personas con un volumen de negocio de 3000 millones de euros, ¡y YouTube emplea aún a menos personas!
Las consecuencias ya se han descrito con suficiente frecuencia: ¡sin una política reguladora estatal o, mejor aún, supranacional, y sin decisiones políticas inteligentes, la digitalización aumentará, sobre todo, la pobreza y la riqueza! Si no se regula, la digitalización profundiza la brecha en la sociedad que los sociólogos, a pesar de todo, llevan años diagnosticando y criticando: la división de la clase media en una clase media alta y una clase media baja, dividida de forma delicada por los beneficios del capital, las herencias y la desigualdad de oportunidades educativas para sus hijos. Ya la mala premonición de lo que está por venir está alborotando actualmente a muchas capas de la población negra y latina.
Pero, ¿quién se toma realmente en serio esta situación? Por los estrados de los foros sobre economía se pasean los futurólogos y los investigadores de tendencias, exigiendo un replanteamiento muy rápido. Predican las profesiones del futuro: narradores, trabajadores de la red y coaches, además de cuentacuentos, titiriteros y asesores, ¡como si una economía pudiera realmente vivir de ellas! No sin justificación, exhortan a los jóvenes a tener el valor de convertirse en «emprendedores» y a no amarrar su barco en el puerto supuestamente seguro de las grandes empresas. Se quejan, con razón, de que en Alemania falta una «cultura del fracaso» porque no se permite a nadie fracasar.
También es cierto que damos demasiada importancia a las notas excelentes y a los títulos académicos y profesionales, que son cada vez más numerosos, en lugar de preguntarnos qué es lo que realmente puede hacer alguien. Sin embargo, los que piden un inventario de las costumbres alemanas carecen, con demasiada frecuencia, de pensamiento político. Sin esto, todo lo que suena bien a los oídos de casi todo el mundo no es más que un intento de cambiar la dirección del viento usando una bomba de aire.
Los políticos tienen que hacer más cosas, y diferentes, que simplemente reducir la burocracia. ¿De qué sirve que muchos jóvenes alemanes tengan el valor de lanzar una startup si los pocos que tienen éxito son comprados inmediatamente por una de las cinco grandes empresas de software estadounidenses (lo que, en realidad, ocurre en casi todas partes)? ¿Qué problema económico se resuelve con ello, qué puestos de trabajo se crearán o se asegurarán? Una rápida mirada al otro lado del Atlántico nos enseña de forma inequívoca que una economía digital altamente innovadora no salva por sí sola a ninguna economía. Mientras que Silicon Valley está en auge, la industria tradicional agoniza, produciendo desempleo, resignación y votantes de Trump. Además, ni el más audaz de los optimistas tampoco creerá que las empresas alemanas —con la posible excepción de sap— puedan competir seriamente con Silicon Valley en el desarrollo de software o de redes sociales en las condiciones políticas actuales sin que sean absorbidas inmediatamente.
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El proletario explotado de los patios traseros del siglo xix tardó casi un siglo en convertirse en un trabajador asegurado con una prosperidad más que modesta. No sólo el espíritu empresarial, sino también la nueva legislación social introducida a causa a la presión, contribuyeron de manera decisiva a ello. Pero cualquiera que observe las políticas del gobierno federal en los últimos años, especialmente las del Ministerio de Trabajo dirigido por los socialdemócratas, buscará en vano buenas ideas. Claro que hay gente que se alegra de un salario mínimo, y sí, los convenios colectivos benefician a muchos trabajadores y empleados. Sin embargo, no ganarán nada con ello si sus puestos de trabajo dejan de existir en una o dos décadas. ¿Qué pasará con los sindicatos si cada vez hay menos gente empleada y en su lugar subastan su mano de obra entre ellos? ¿Quién estará a su lado y les regalará la vieja solidaridad en un mundo completamente nuevo?
Lo que hoy y mañana empieza a desaparecer desde un punto de vista económico, afecta psicológicamente a la autoestima de millones de personas. Siguen definiendo su rendimiento como una virtud, o más exactamente, como «eficiencia» en el sentido de una ética de trabajo diligente. Pero nos acercamos a unos tiempos en los que es posible que ya no haya trabajo para mucha gente, en todo caso ninguno por el que se pague un salario en forma de dinero. Para nuestro actual sistema social esto sería el fin. Cada vez menos trabajadores tendrán que pagar más, hasta que se llegue a una situación absurda. ¿Qué pasará entonces con la sociedad del trabajo?
Demos la vuelta a la pregunta. ¿Por qué debería seguir existiendo lo que hasta ahora hemos llamado la meritocracia? ¿Y qué hay de malo en ello, si se elimina el trabajo aburrido y alienado, siempre que la productividad aumente como resultado?
Desde que el Homo habilis y el Homo erectus empezaron a dar golpes con sus hachas, el ser humano ha soñado con ahorrarse todo el trabajo posible gracias a la tecnología. Desgraciadamente, ni siquiera las tres revoluciones industriales del pasado ayudaron a que esto sucediera. La productividad aumentó, pero al mismo tiempo, como se ha demostrado, se necesitaban cada vez más trabajadores. ¡No hay rastro de un progreso hacia una disminución del trabajo ni hacia trabajos más adecuados! Todavía en el siglo xix, el 80% de la población de Inglaterra, Francia y Alemania no vivía mejor que los esclavos de la antigua Roma. En lo político y en lo privado casi no tenían derechos y morían más o menos rápidamente de una muerte causada por su trabajo y por diversas enfermedades. La película Tiempos Modernos, de Charlie Chaplin, muestra lo hermoso que parecía el mundo de los trabajadores de las fábricas después de la segunda revolución industrial. El trabajador era sólo una rueda dentro de una gran maquinaria. ¿Quién llora hoy por el mundo laboral del pasado, por las minas y los infiernos de acero de finales del siglo xix, o por el agotador trabajo en el campo? ¿Y quién lamentará dentro de cien años los innumerables y aburridos trabajos de oficina que ahora se están perdiendo, o el ruidoso, maloliente y peligroso tráfico de las ciudades?
Trabajar menos o dejar de tener que trabajar por un salario es una promesa, no una maldición, al menos si se vive en una cultura que se desarrolla de acuerdo a ello, ya que el hecho de que el valor de una persona dependa de su rendimiento laboral a cambio de dinero no es una constante antropológica. Es un concepto del siglo xvii y bastante inglés, asociado a nombres como William Petty, John Locke, Dudley North o Josiah Child. A lo largo de la historia de la humanidad, las sociedades han conocido otras virtudes y distinciones sociales. ¿Por qué en un nivel de productividad mucho mayor no deberíamos encontrar también nuevos conceptos de virtud?