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Si había que proteger a los inocentes, Bobby Taylor era la persona perfecta.Pero cuando Wes, su mejor amigo, le pidió que controlara a su hermana pequeña, Bobby deseó poder decir que no. Para él, Colleen Skelly, con su maravillosa melena pelirroja, era todo menos la inocente hermanita de nadie. El problema era que deseaba controlarla, pero muy, muy de cerca.Colleen llevaba años intentando conquistar al magnífico Bobby Taylor. Ahora por fin era suyo, aunque solo fuera durante algunos días; lo único que tenía que hacer era demostrarle que era una mujer adulta... y que él tenía todo lo que ella buscaba en un hombre.
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Seitenzahl: 317
Editado por Harlequin Ibérica. Una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid
© 2001 Suzanne Brockmann © 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Cerca de la tentación, n.º 76 - julio 2018 Título original: Taylor’s Temptation Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A. Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia. ® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com
I.S.B.N.: 978-84-9188-747-8
Fue asombroso —Rio Rosetti sacudió la cabeza; aún seguía sin poder explicarse los extraños acontecimientos de la noche anterior—. Absolutamente asombroso.
Sentados frente a él en el abarrotado salón, olvidado su desayuno de huevos con jamón, Mike y Thomas esperaron que continuara.
Aunque ninguno daba muestras de ello, Rio sabía que ambos lo envidiaban por haber podido estar en el mismo meollo de la acción midiendo sus fuerzas con Bobby Taylor y Wes Skelly, los legendarios jefes del Escuadrón Alfa.
—Eh, tú, novato, saca tu equipo y cálzate las aletas —le había dicho el jefe Skelly a Rio hacía apenas seis horas. ¿Realmente habían pasado solo seis horas?—. El tío Bobby y yo vamos a enseñarte cómo se hacen las cosas.
Hijos gemelos de madres distintas. Así llamaban a menudo a Bobby y a Wes. De madres muy distintas, en realidad. Aquellos dos hombres no se parecían en nada. El jefe Taylor era inmenso. En realidad, era una bestia. Rio no estaba del todo seguro, porque en torno a la cabeza de Bobby Taylor parecía haber siempre una especie de bruma, pero creía que al menos medía un metro noventa de altura, tal vez incluso más. Y era casi igual de ancho. Tenía las espaldas como la coraza almohadillada de los jugadores de fútbol americano y, al igual que estos, era condenadamente rápido. La verdad era que resultaba extraño que un tipo tan enorme pudiera ser tan rápido.
Pero el tamaño no era lo único que lo diferenciaba de Wes Skelly, que era de estatura mediana: más o menos un metro setenta de alto, como Rio, y de parecida complexión fibrosa.
Bobby era medio indio. Su herencia nativa se notaba en los hermosos rasgos de su cara y en su tez morena. Cuando se ponía al sol, su piel adquiría un bonito color tostado. Mucho más bonito que el tono levemente cetrino de Rio. Bobby poseía además una melena larga, lisa y negra que llevaba severamente recogida hacia atrás en una trenza y que le daba un aire vagamente místico y enigmático.
En cambio, Wes, cuya familia procedía de Irlanda, tenía el pelo castaño claro, con un tinte ligeramente rojizo, y un brillo burlón en sus azules ojos de duendecillo.
Wes Skelly era incapaz de estarse quieto. Siempre estaba moviéndose. Y, cuando no se estaba moviendo, estaba hablando. Era un tipo alegre, campechano y charlatán, y tan impaciente que a menudo resultaba grosero.
Bobby, en cambio, era el colmo de la templanza. Podía pasarse horas enteras mirando y escuchando sin cambiar de postura, completamente inmóvil, antes de abrir la boca para dar su opinión o hacer algún comentario.
Pero a pesar de lo distintos que eran en apariencia y maneras, Bobby y Wes compartían un mismo cerebro. Se conocían tan bien el uno al otro que parecían leerse el pensamiento.
Probablemente por eso Bobby no hablaba mucho. No necesitaba hacerlo. Wes le leía el pensamiento y hablaba, incesantemente, por él.
Sin embargo, cuando el gigantesco jefe hablaba por fin, todos lo escuchaban. Hasta los oficiales escuchaban.
Y Rio también. Ya durante su instrucción en la Marina, mucho antes de entrar en el legendario Escuadrón Alfa, había aprendido a prestar especial atención a las opiniones de Bobby Taylor.
Bobby había ido a Coronado como instructor de un cursillo de submarinismo y había tomado a Rio, a Mike Lee y a Thomas King bajo su protección. Lo cual no significaba que les hubiera dispensado un trato de favor. De ninguna manera. En realidad, al considerarlos los mejores de una clase repleta de jóvenes inteligentes, decididos y seguros de sí mismos, había exigido de ellos mucho más que de los otros. Los había tratado con mayor rigor que a los demás, sin aceptar excusas, exigiéndoles siempre lo mejor de sí mismos.
Ellos habían hecho lo posible por estar a la altura y, sin duda gracias a la influencia que Bobby ejercía sobre el capitán Joe Catalanotto, habían conseguido ingresar en el mejor equipo de las fuerzas especiales de la Marina.
Seis horas atrás, la noche anterior, el equipo de élite del Escuadrón Alfa había recibido la orden de intervenir en una operación de la DEA.
Haciendo gala de arrogancia, un narcotraficante sudamericano especialmente peligroso había anclado su lujoso yate a muy corta distancia del límite de las aguas territoriales de Estados Unidos. Los agentes de la DEA no podían, o quizá simplemente no querían, capturar al capo hasta que cruzara la raya invisible que señalaba el comienzo del territorio estadounidense.
Y ahí era donde intervenían las fuerzas de élite.
El teniente Lucky O’Donlon había recibido el mando de la operación, más que nada porque se había sacado de la manga un estrafalario plan que al sombrío capitán Joe Catalanotto le había hecho mucha gracia. El teniente había decidido que un pequeño destacamento de fuerzas especiales se acercaría a nado al yate, el cual llevaba el absurdo nombre de Chocolate Suizo, subiría a bordo sin ser visto, accedería al puente de mando y haría un pequeño arreglo en su sistema informático de navegación, a fin de que el capitán del yate creyera que se dirigían hacia el sur, cuando en realidad irían rumbo al noroeste.
El capo daría orden de regresar a Sudamérica, y, en vez de eso, irían de cabeza a Miami, a los brazos de la policía federal.
El teniente O’Donlon había elegido a Bobby y a Wes. Y Rio los acompañaría en aquel paseíto.
—Yo tenía clarísimo que no me necesitaban para nada —les dijo a Mike y a Thomas—. La verdad es que me daba cuenta de que lo único que hacía era estorbarlos.
Bobby y Wes no necesitaban hablar, ni hacerse señales con las manos. Casi ni se miraban. Simplemente, se leían el pensamiento. Era una cosa realmente extraña. Rio los había visto en acción en una operación de entrenamiento, pero observarlos en una auténtica misión resultaba todavía más chocante.
—Bueno, Rosetti, ¿y qué pasó? —preguntó Thomas King. El altísimo alférez afroamericano estaba impaciente, aunque no se le notara en la cara. Thomas era un excelente jugador de póquer. Rio lo sabía de primera mano: más de una vez se había levantado de la mesa con los bolsillos vacíos.
El rostro de Thomas resultaba ilegible casi siempre, con su expresión completamente neutral y sus párpados entrecerrados. La mezcla de aquel semblante casi blando y de las cicatrices que le cruzaban la ceja y el pómulo de uno de los lados de la cara, le daba un aire inquietante que ya hubiera querido Rio para su más que vulgar fisonomía.
Pero eran sobre todo sus ojos los que hacían que casi toda la gente se cambiara de acera cuando veían acercarse a Thomas. De un marrón tan oscuro que parecían negros, aquellos ojos poseían un brillo de profunda inteligencia.
Thomas era Thomas. No Tommy. Ni Tom. Sino Thomas. En el equipo, todos lo llamaban por ese nombre.
Thomas se había ganado el respeto del equipo. No como Rio, a quien por alguna extraña razón, y pese a sus esperanzas de ganarse un mote como «Pantera» o «Halcón», todos lo llamaban Elvis. O, lo que era aún peor, Pequeño Elvis o Pequeño E.
—Nos dirigimos en una lancha neumática hacia el barco —les dijo Rio a Thomas y a Mike—. Pero el último tramo lo hicimos a nado.
La veloz travesía en la pequeña lancha a través de la oscuridad del océano le había acelerado el corazón. Lo cual era lógico, teniendo en cuenta que iban a abordar un barco fuertemente vigilado y abrirse paso hasta el puente sin que nadie los viera.
¿Y si los descubrían?
Bobby pareció leerle el pensamiento con la misma facilidad con que se lo leía a Wes Skelly, pues le dio un breve apretón en el hombro justo antes de salir del agua y subir al barco.
—Aquello tenía más luces que un árbol de Navidad y estaba lleno de matones por todas partes —continuó Rio—. Todos llevaban el mismo traje y llevaban unas ametralladoras pequeñas y muy ligeras. Era como si su jefe se hubiera empeñado en montarse su propio ejército. Pero no lo eran. Ni siquiera se acercaban. En realidad, solo eran chicos de la calle vestidos con uniformes caros. No sabían vigilar, no tenían ni idea de qué debían buscar. Tíos, os juro por Dios que pasamos por delante de sus narices y no se enteraron. Pero no me extraña, con todo el jaleo que estaban armando y todas aquellas luces deslumbrándolos. Fue tan fácil que parecía de broma.
—Entonces —dijo Mike Lee—, ¿qué está haciendo el jefe Taylor en el hospital?
Rio sacudió la cabeza.
—Sí, esa parte no fue de broma.
Alguien había decidido continuar la fiesta en cubierta con un baño de medianoche. De pronto encendieron los focos e iluminaron el agua, y todo se fue al traste.
—Pero hasta que ya volvíamos al agua, fue pan comido. ¿Sabéis eso que hacen Bobby y Wes? ¿Lo de la telepatía?
Thomas sonrió.
—Oh, sí. Yo los he visto mirarse y…
—Esta vez no lo hicieron —interrumpió Rio a su amigo—. Mirarse, quiero decir. Tíos, os lo digo en serio, verlos en acción fue una auténtica pasada. Había un guardia en el puente, pero por lo demás estaba desierto y muy oscuro. El capitán y toda la tripulación estaban abajo, probablemente poniéndose ciegos con las chicas y los invitados. Así que cuando Bobby y Wes vieron al guardia, ni se inmutaron. Simplemente lo dejaron temporalmente fuera de servicio antes siquiera de que los viera. No le dio tiempo a decir ni mu. Lo hicieron los dos, juntos, como si fuera una especie de coreografía que hubieran estado ensayando durante años. Os lo juro, fue algo digno de verse.
—Llevan mucho tiempo trabajando juntos —dijo Mike.
—Estuvieron juntos en la academia —les recordó Thomas—. Y fueron compañeros de inmersión desde el primer día.
—Fue perfecto —Rio sacudió la cabeza, admirado—. Completamente perfecto. Yo ocupé el lugar del guardia, por si acaso alguien miraba por la ventana, para que viera que allí había alguien, ¿comprendéis? Mientras tanto, Skelly amañó la brújula convencional y Bobby entró en su sistema informático de navegación en cuestión de segundos.
Esa era otra de las cosas extrañas de Bobby Taylor: tenía unos dedos enormes, pero manejaba un teclado de ordenador a más velocidad de la que Rio hubiera creído humanamente posible.
—Tardaron menos de tres minutos en hacer lo que tenían que hacer —continuó—. Entonces salimos del puente. Lucky y Spaceman ya estaban en el agua, vigilando —sacudió la cabeza—. Y justo entonces aparecieron en la cubierta todas esas tías en biquini, corriendo directamente hacia nosotros. Era lo peor que podía pasarnos. Si hubiéramos estado en cualquier otro lugar del barco, habría sido perfecto. Habríamos pasado completamente desapercibidos con todo aquel jaleo. Porque, si eres un matón sin experiencia, ¿qué haces, te quedas vigilando a ver si alguien ronda en la oscuridad, o te pones a mirar a esas preciosidades en tanga? El caso es que alguien decidió subir a la cubierta de estribor para darse un baño. Justo donde nosotros nos escondíamos. De pronto se encendieron los focos, seguramente porque esos tipos querían ver a las chicas bañándose. En fin, que se encendieron. Todo se iluminó. No había sitio donde esconderse... Lo único que podíamos hacer era saltar. Bobby me agarró y me tiró por la borda —admitió Rio. Al parecer, no se había movido lo bastante rápido—. No vi lo que ocurrió después, pero, según Wes, Bobby se puso delante de él para protegerlo de las balas que empezaban a silbar por todos lados, y los dos se arrojaron al agua. Pero a Bobby le dieron. Una bala en el hombro y otra en la parte superior del muslo. Fue el único que resultó herido, pero nos tiró a Wes y a mí al agua. Nos salvó la vida.
Luego empezaron a sonar las sirenas. Bobby las oyó aunque estaba bajo el agua, y también oyó los disparos de las armas de asalto de los guardias, y los gritos de las mujeres.
—Entonces, el Chocolate Suizo se puso en marcha —dijo Rio, y sonrió—. Directo hacia Miami.
Salieron a la superficie para mirar, y Bobby se rio a carcajadas. Rio y Wes ni siquiera se dieron cuenta de que estaba herido hasta que habló de aquella manera suya tan natural.
—Será mejor que volvamos al barco cuanto antes —había dicho Bobby con tranquilidad—. Soy cebo para los tiburones.
—El jefe sangraba mucho —les dijo Rio a sus amigos—. Sus heridas eran más graves de lo que él mismo creía —y el agua no estaba lo bastante fría para detener la hemorragia—. Le hicimos un torniquete en la pierna lo mejor que pudimos, allí mismo, en el agua. Lucky y Spaceman se adelantaron a toda prisa para acercar la lancha hasta nosotros.
Bobby Taylor tenía muchos dolores, pero había seguido nadando, lenta y rítmicamente, a través de la oscuridad. Al parecer, temía que, si se paraba, si dejaba que Wes lo arrastrara hasta la pequeña lancha motora, se desmayaría. Y no quería que eso ocurriera. Los tiburones eran una auténtica amenaza en aquellas aguas, y si se quedaba inconsciente, habría puesto en peligro a Wes y a Rio.
—Wes y yo íbamos nadando a su lado. Wes no paraba de hablar. La verdad es que no sé cómo podía hablar sin tragar agua. No dejaba de echarle la bronca a Bobby por hacerse el héroe, y se burlaba de él por haber dejado que le pegaran un tiro en el trasero… Lo pinchaba para que se mantuviera alerta. No paró de hablar hasta que por fin Bobby empezó a nadar más despacio y nos dijo que no lo conseguiría, que necesitaba ayuda. Entonces, Wes lo agarró y concentró toda su energía en volver a la lancha en un tiempo récord —Rio se reclinó en su asiento—. Cuando finalmente llegamos a la lancha, Lucky ya había pedido ayuda por radio. Poco después llegó un helicóptero y se llevó a Bobby al hospital. Se pondrá bien —les dijo otra vez a Thomas y a Mike. Ya se lo había dicho antes de sentarse a desayunar—. La herida de la pierna no es tan grave como parecía, y la bala del hombro no le tocó el hueso. Estará de baja unas cuantas semanas, tal vez un mes, pero luego... —Rio sonrió—. El jefe Bobby Taylor volverá. Podéis contar con ello.
Bobby Taylor estaba en un apuro. En un verdadero apuro.
—Tienes que ayudarme, hombre —dijo Wes—. Está decidida a irse. Me colgó el teléfono y no contestó cuando volví a llamarla, y yo me voy dentro de veinte minutos. Lo único que podía hacer era mandarle un e-mail... Aunque no creo que sirva de nada.
Wes se refería a Colleen Mary Skelly, su hermana pequeña. No es que fuera pequeña. Es que era su hermana menor. Porque Colleen ya no era pequeña. Hacía mucho tiempo que no lo era.
Cosa que Wes no parecía capaz de asumir.
—Si la llamo yo —dijo Bobby—, a mí también me colgará.
—No quiero que la llames —Wes se colgó del hombro su mochila—. Quiero que vayas allí.
Bobby se echó a reír. Pero no en voz alta. Jamás se le ocurría reírse de su mejor amigo en su cara cuando se trataba de su hermanita. Pero por dentro se partía de risa.
Por fuera lo único que hizo fue alzar una ceja.
—A Boston —no era realmente una pregunta.
Wes Skelly sabía que esa vez le estaba pidiendo demasiado, pero se encogió de hombros y miró a Bobby fijamente a los ojos.
—Sí.
El problema era que Wes no sabía exactamente lo que le estaba pidiendo.
—Quieres que vaya a Boston —Bobby no quería contrariar a Wes, pero necesitaba que su mejor amigo comprendiera lo absurdo que sonaba todo aquello—, porque Colleen y tú habéis discutido otra vez —tampoco esta vez lo dijo en tono de pregunta. Se limitó a enunciarlo sin más.
—No, Bobby —dijo Wes con impaciencia—. No lo pillas. Ahora se ha metido en una de esas organizaciones humanitarias y ella y sus amiguitos se van a Tulgeria —lo dijo alzando la voz, como si aquello fuera increíble.
Bobby sabía que estaba furioso. Aquella no había sido otra discusión absurda entre Wes y su hermana. Aquella vez iba en serio.
—Van a ayudar a las víctimas del terremoto —continuó Wes—. Me parece fantástico. Maravilloso, de veras. Le dije a Colleen que por mí podía convertirse en la Madre Teresa o en Florence Nightingale si quería, mientras se mantuviera alejada de Tulgeria. ¡Tulgeria, la capital mundial del terrorismo!
—Wes...
—He intentado que me den unos días de permiso —dijo Wes—. Acabo de estar en el despacho del capitán, pero contigo y con H. de baja, me necesitan aquí.
—De acuerdo —dijo Bobby—. Tomaré el próximo vuelo a Boston.
Wes estaba dispuesto a abandonar la misión que le había sido asignada al Escuadrón Alfa para irse a Boston. Eso significaba que Colleen no estaba simplemente pinchando a su hermano. Significaba que estaba decidida a marcharse. Que realmente planeaba viajar a una parte del mundo en la que el propio Bobby no se sentiría a salvo. Y eso que él no era precisamente una preciosa estudiante de Derecho pelirroja, generosamente dotada y de larguísimas piernas. Además de bocazas, temperamental y terca como una mula. No por nada su apellido era Skelly.
Bobby masculló una maldición. Si Colleen estaba decidida a marcharse, no iba a resultarle fácil convencerla de lo contrario.
—Gracias, de verdad —dijo Wes, como si Bobby hubiera conseguido ya hacer desistir a Colleen de su viaje—. Mira, ahora tengo que irme corriendo. Literalmente.
Wes le debía una a Bobby por hacerle ese favor. Pero ya lo sabía. Bobby no se molestó en decírselo en voz alta.
Wes estaba ya en la puerta cuando se dio la vuelta.
—Eh, ya que vas a ir a Boston... —ah, ahí estaba. Colleen probablemente tenía un nuevo novio y... Bobby empezó a sacudir la cabeza—. Échale un vistazo a ese abogado con el que creo que sale Colleen, ¿de acuerdo?
—No —dijo Bobby.
Pero Wes ya se había ido.
Colleen Skelly estaba en un apuro. En un verdadero apuro.
No era justo. El cielo estaba demasiado azul para que ocurriera aquello. El aire de junio difundía la dulzura del verano de Nueva Inglaterra.
Los hombres que tenía enfrente, en cambio, no aportaban ni un ápice de dulzura al día. Ni a Nueva Inglaterra tampoco.
Colleen no les sonrió. Otra veces había intentando sonreír y no le había servido de nada.
—Miren —dijo, intentando parecer razonable y tranquila en la medida de lo posible teniendo en cuenta que se enfrentaba a seis hombres inmensos. Diez pares de ojos jóvenes la observaban, así que trató de mantener la calma—. Soy consciente de que no les gusta...
—Lo que nos guste o nos deje de gustar no tiene nada que ver con esto —la interrumpió John Morrison, el cabecilla del grupo—. No la queremos aquí —miró a los chicos, que habían dejado de lavar el coche de la señora O’Brien y observaban la conversación con los ojos muy abiertos—. Tú, Sean Sullivan, ¿sabe tu padre que estás aquí con ella? ¿Con esta hippie?
—Continuad con lo que estabais haciendo, chicos —les dijo Colleen, dirigiéndoles una sonrisa—. La señora O’Brien no tiene todo el día. Recordad que tenemos un compromiso. Este equipo de lavado de coches debe hacer un buen trabajo. No os distraigáis.
Se volvió hacia John Morrison y su banda. Eran, en efecto, una banda, a pesar de que todos sus miembros tenían treinta y tantos o cuarenta años y de que su jefe era un respetable empresario local. Bueno, pensándolo bien, calificar de «respetable» a John Morrison tal vez fuera demasiada generosidad.
—Sí, el señor Sullivan sabe dónde está su hijo —les dijo tranquilamente—. La Asociación Juvenil de la Parroquia de Saint Margaret está ayudando a recaudar dinero para el fondo de ayuda a las víctimas del terremoto de Tulgeria. Todo el dinero que ganen por lavar este coche servirá para ayudar a personas que han perdido sus hogares y casi todas sus posesiones. No entiendo por qué los molesta tanto.
Morrison la miró con cara de pocos amigos.
—¿Por qué no vuelve por donde ha venido? —le dijo ásperamente—. Lárguese de nuestro barrio, llévese sus malditas ideas liberales y métaselas por donde...
Nadie iba a utilizar ese lenguaje delante de sus chicos.
—Fuera —dijo Colleen—. Fuera de aquí. ¡Debería darles vergüenza! Salgan de esta propiedad antes de que les lave la boca con jabón.
Pero aquello fue una gran error. Había empleado un tono violento: algo que debía evitar cuidadosamente tratándose de aquel grupo.
Sí, Colleen medía casi un metro ochenta y era fuerte, pero no era un miembro de un cuerpo especial de la Marina como su hermano o como el mejor amigo de este, Bobby Taylor. A diferencia de ellos, Colleen no podía vérselas con aquellos seis tipos a la vez, si llegaba el caso.
Y lo peor de todo era que a muchos hombres de aquel vecindario no les causaba ningún problema pegar a una mujer, fuera cual fuera su tamaño. Y Colleen sospechaba que Morrison era uno de esos hombres.
Le pareció ver en los ojos de este las ganas apenas reprimidas de abofetearla.
Por lo común, Colleen no soportaba que su hermano se metiera en su vida. Pero en ese momento se sorprendió deseando que Bobby y él estuvieran allí, a su lado.
Colleen llevaba muchos años defendiendo su independencia, pero aquella no era una situación como para desear desenvolverse por sus propios medios.
Deseó tener en las manos un medio de defensa más eficaz que una esponja de tamaño gigante. Pero enseguida se alegró de no tenerlo. Ello solo hubiera empeorado las cosas.
Allí había chicos muy jóvenes, y lo único que le faltaba era que Sean, Harry o Melissa salieran en su defensa. Y lo harían. Aquellos jovencitos podían ser muy valientes.
Y ella también, pensándolo bien. No permitiría que les hicieran daño a sus chicos. Haría lo que tuviera que hacer, aunque fuera hacer las paces con aquellos canallas.
—Siento mucho haber perdido los nervios. Shantel —llamó a una de las chicas, sin quitarles ojo a Morrison a y sus compinches—. Ve dentro y mira si el padre Timothy puede traernos más limonada de la de antes. Dile que saque seis vasos más para el señor Morrison y sus amigos. Creo que nos vendría bien refrescarnos un poco.
Tal vez eso funcionaría. Vencerlos a base de amabilidad. Ahogarlos con limonada.
La chica de doce años corrió a toda prisa hacia la puerta de la iglesia.
—¿Qué les parece, amigos? —Colleen se forzó a sonreír a los hombres—. ¿Un poco de limonada?
Morrison no cambió de expresión. Colleen comprendió lo que iba a ocurrir: Morrison le diría que no quería su limonada y que se atreviera a lavarle la boca con jabón. Luego, insinuaría ridículamente que Colleen era lesbiana y se ofrecería a «curarla» en quince inolvidables minutos en el callejón más cercano. Y solo porque Colleen trabajaba gratuitamente para el Centro de Educación e Información sobre el Sida, que intentaba establecerse en aquel rincón de la ciudad, tan obtuso y necesitado de ayuda.
Resultaría casi divertido si no fuera por el hecho de que Morrison estaba mortalmente serio. Y porque ya la había amenazado otras veces.
Pero, para sorpresa de Colleen, John Morrison no dijo ni una palabra más. Se quedó mirando con desdén al grupo de chicos de once y doce años que había tras ella, hizo una mueca y masculló una palabrota.
Era asombroso. Él y sus muchachos se alejaron como si nada.
Colleen se quedó mirándolos y se rio suavemente, con incredulidad.
Lo había conseguido. Les había plantado cara, y Morrison se había desinflado sin que interviniera la policía ni el predicador de la parroquia. A pesar de que pesaba más de cien kilos, el padre Timothy estaba enfermo del corazón. A duras penas habría servido de algo en una pelea.
¿Sería posible que Morrison y sus secuaces por fin la hubieran escuchado? ¿Habrían empezado a comprender que no se iba a dejar intimidar por sus repugnantes amenazas?
Colleen notó que los niños se habían quedado muy silenciosos y se dio la vuelta.
—De acuerdo, chicos, volvamos al...
A Colleen se le cayó la esponja.
Bobby Taylor. Era Bobby Taylor. De algún modo, por alguna razón, el mejor amigo de su hermano se había materializado allí mismo, en el aparcamiento de la iglesia de Saint Margaret, como si el ferviente deseo de Colleen se hubiera hecho realidad.
Ataviado con camisa hawaiana y pantalones cortos, Bobby estaba allí plantado en pose de superhéroe, con las piernas abiertas y los enormes brazos cruzados sobre el pecho, y miraba con dureza y el semblante pétreo en la dirección por la que se habían marchado John Morrison y su banda. Llevaba puesta una versión de su «cara de guerra».
Wes y él habían sacado de quicio a Colleen más de una vez ensayando frente al espejo del cuarto de baño sus «caras de guerra» durante sus muy raras visitas a casa. Hasta ese momento, ella siempre había pensado que aquello era una solemne estupidez. Porque, ¿qué importaba la expresión de sus caras cuando se lanzaban a luchar? Pero, en ese instante, comprendió que la mirada torva del hermoso rostro de Bobby resultaba muy efectiva. Con aquel semblante, Bobby parecía duro, implacable y hasta mezquino.
Pero entonces la miró y sonrió, y el calor volvió a sus ojos oscuros.
Bobby tenía los ojos más bonitos del mundo.
—Hola, Colleen —dijo con voz tranquila y alegre—. ¿Qué tal?
Le tendió los brazos, y al instante ella salió corriendo y lo abrazó. Olía ligeramente a tabaco y café. Era enorme, cálido y sólido. Uno de los pocos hombres del mundo que podían hacerla sentirse pequeña.
Y, aunque Colleen se alegraba de verlo, habría deseado mucho más. Por ejemplo, que apareciera con un boleto de lotería premiado en el bolsillo, o, mejor aún, con un anillo de diamantes y la promesa de su amor imperecedero.
Sí, llevaba casi diez años loca por él. Una vez más, deseó que la tomara en sus brazos y la besara apasionadamente, en vez de darle un inocente beso en la coronilla antes de soltarla.
Durante los años anteriores, Colleen había creído ver afecto en sus ojos cuando la miraba. Y una o dos veces habría jurado que en realidad lo que había visto era deseo. Pero solo cuando Wes no estaba mirando. Bobby se sentía atraído por ella. O al menos eso deseaba Colleen. Pero, aunque así fuera, él jamás haría nada al respecto. Por lo menos, mientras Wes vigilara cada uno de sus movimientos.
Colleen lo abrazó con fuerza. Cada vez que lo veía solo tenía dos oportunidades de estar tan cerca de él: cuando se encontraban y cuando se despedían, y ella siempre procuraba aprovecharlas.
Pero, esta vez, Bobby dio un respingo.
—Cuidado —Colleen se echó hacia atrás y lo miró levantando la cabeza. Bobby era muy alto—. Estoy un poco dolorido —le dijo él, soltándola completamente y retrocediendo—. Me he hecho daño en el hombro y en una pierna. Nada grave.
—Lo siento.
Él se encogió de hombros.
—No importa. Solo estoy recuperando fuerzas para volver con mayor ímpetu.
—¿Qué te pasó? ¿O no puedes contármelo?
Él sacudió la cabeza, sonriendo a modo de disculpa. Era un hombre guapísimo. Y esa sonrisa suya... ¿Qué aspecto tendría con el pelo suelto en vez de recogido en una trenza? Aunque ese día no llevaba trenza, sino una sencilla coleta.
Cada vez que lo veía, Colleen esperaba que se hubiera cortado el pelo. Y, sin embargo, cada vez lo tenía más largo.
La primera vez que se habían visto, cuando Wes y él estaban en la academia, Bobby llevaba el pelo cortado al uno.
Colleen señaló con la mano hacia los chicos, que todavía los estaban mirando.
—Vamos, chicos, seguid con vuestro trabajo.
—¿Estás bien? —Bobby se acercó a ella un paso para no mojarse con el agua de la manguera—. ¿Qué les pasaba a esos tipos?
—Se han ido por ti —dijo ella, comprendiendo de repente. Y aunque minutos antes había deseado desesperadamente que Bobby y su hermano estuvieran allí, sintió una punzada de rabia y frustración. ¡Maldición! Deseaba haber sido ella la causa de la retirada de Morrison. No podía andar por ahí con un comando pegado a sus faldas cada minuto del día, por más que quisiera.
—¿Qué pasaba, Colleen? —insistió Bobby.
—Nada —dijo ella suavemente.
Él asintió con la cabeza.
—No es esa la impresión que tengo.
—No pasa nada por lo que tengas que preocuparte —respondió ella—. Estoy trabajando para el Centro de Educación sobre el Sida, y hay gente a la que no le hace mucha gracia. Solo pasaba eso. ¿Dónde está Wes, aparcando el coche?
—En realidad, está...
—Sé por qué habéis venido. Intentáis convencerme para que no vaya a Tulgeria. Supongo que Wes habrá venido a prohibírmelo. ¡Ja! Como si pudiera —recogió su esponja y la metió en un cubo—. No voy a escucharos a ninguno de los dos, así que podéis ahorraros la saliva, dar media vuelta y volveros a California. Ya no tengo quince años, por si no lo has notado.
—Sí, yo sí lo he notado —dijo Bobby, y sonrió—. Pero a Wes le está costando un poco más.
—¿Sabes?, tengo el cuarto de estar lleno de cajas —dijo Colleen—. Donaciones de alimentos y ropa. No tengo sitio para vosotros. Bueno, podéis tirar unos sacos de dormir en el suelo de mi habitación, pero te juro por Dios que, si Wes ronca, os echo a los dos a la calle a patadas.
—No —dijo Bobby—, no te preocupes. He reservado una habitación en un hotel. Esta semana estoy más o menos de vacaciones, así que...
—¿Dónde está Wes? —preguntó Colleen, haciéndose sombra con la mano sobre los ojos para mirar la calle llena de coches—. ¿Ha ido a Kuwait a aparcar el coche?
—En realidad —Bobby se aclaró la garganta—, sí —Colleen lo miró fijamente—. Wes está fuera, en una misión —añadió él—. No en Kuwait, pero...
—Y te ha pedido a ti que vengas a Boston por él —comprendió ella—. Te ha pedido que hagas de hermano mayor y me convenzas de que no vaya a Tulgeria, ¿no? No puedo creerlo. ¿Y tú has aceptado? ¡Serás cerdo!
—Vamos, Colleen. Wes es mi mejor amigo. Está preocupado por ti.
—¿Y crees que yo no me preocupo por él? ¿Ni por ti? —respondió ella, furiosa—. ¿Pero voy yo a California a intentar convenceros de que no arriesguéis vuestras vidas? ¿Os he dicho alguna vez que dejéis el cuerpo? ¡No! Porque os respeto. Y respeto vuestras decisiones.
El padre Timothy y Shantel salieron de la cocina de la iglesia con grandes jarras de limonada y una pila de vasos de plástico.
—¿Va todo bien? —preguntó el padre Timothy, mirando a Bobby con aprensión.
Bobby le tendió la mano.
—Soy Bobby Taylor, un amigo de Colleen —se presentó.
—Un amigo de mi hermano Wes —lo corrigió ella mientras los dos hombres se daban la mano—. Ha venido hasta aquí para hacer de hermano mayor. Padre, tápese las orejas. Voy a ser extremadamente maleducada con él.
Timothy se echó a reír.
—Veré si los chicos quieren limonada.
—Vete —le dijo Colleen a Bobby—. Vuelve a casa. No necesito otro hermano mayor. Ya tengo bastante con uno.
Bobby sacudió la cabeza.
—Wes me pidió que...
—Supongo que también te habrá pedido que husmees en los cajones de mi cómoda —dijo ella, bajando la voz—. Aunque no sé qué vas a decirle cuando descubras mi colección de esposas y látigos y mi ropa interior de cuero.
Bobby la miró con una expresión ilegible en el semblante.
Y, al sostenerle la mirada, Colleen se sintió un instante perdida en la oscuridad sideral de sus ojos.
Bobby apartó la mirada, azorado, y de pronto ella comprendió que su hermano no estaba allí.
Wes no estaba allí.
Bobby estaba en la ciudad sin Wes. Y, sin Wes, si Colleen jugaba bien sus cartas, las normas del juego que habían estado jugando durante los últimos diez años podían cambiar por completo.
Radicalmente.
«Oh, Dios mío».
—Mira —se aclaró la garganta—. Ya que estás aquí... no quiero estropearte las vacaciones. ¿Cuándo tienes el vuelo de regreso?
Él sonrió de mala gana.
—Imaginaba que me costaría una semana entera convencerte de que no te fueras, así que...
Iba a quedarse una semana entera. Gracias, Señor.
—No vas a convencerme de nada, pero puedes aferrarte a esa idea, si eso te ayuda —dijo ella.
—Lo haré —rio Bobby—. Me alegro de verte, Colleen.
—Yo también a ti. Mira, como solo has venido tú, creo que seguramente habrá sitio en mi apartamento para...
Él se volvió a reír.
—Gracias, pero no creo que sea una buena idea.
—¿Para qué vas a gastarte un dineral en un hotel? —preguntó ella—. Al fin y al cabo, tú eres prácticamente mi hermano.
—No —dijo Bobby con énfasis—, no lo soy.
Había algo en su tono que hizo hervir la sangre de Colleen. Entonces lo miró como nunca antes se había atrevido a hacerlo. Dejó que su mirada vagara por el pecho de Bobby, deteniéndose en el contorno de sus músculos, admirando su cintura y sus caderas esbeltas. Miró sus piernas largas y luego volvió a subir la mirada. Se detuvo un instante en su hermosa boca, en sus labios carnosos y bien formados, antes de volver a mirarlo a los ojos.
Él parecía avergonzado.
Colleen le lanzó una sonrisa decididamente poco fraternal.
—Me alegro de que hayamos dejado eso claro. Ya era hora, ¿no te parece?
Él se echó a reír, nervioso.
—Hum...
—Agarra una esponja —le dijo ella—. Tenemos que lavar un coche.
Wes lo mataría si se enteraba.
Lo mataría.
Si llegara a saber la mitad de las cosas que se le pasaban por la cabeza acerca de su hermana Colleen, Bobby sería hombre muerto.
Que Dios se apiadara de su alma: aquella mujer era un volcán. Y también era divertida e inteligente. Lo bastante inteligente como para encontrar el modo de desquitarse con él por presentarse allí en nombre de su hermano.
Si hubiera tenido intención de ir a cualquier otro lugar que no fuera Tulgeria, Bobby se habría dado media vuelta. Se habría ido al aeropuerto y habría tomado el siguiente avión hacia California.
Porque Colleen tenía razón. Ni Wes ni él tenían derecho a decirle qué debía o no debía hacer. Ella tenía veintitrés años: edad más que suficiente para tomar sus propias decisiones.
Si no fuera porque ellos habían estado en Tulgeria, y ella no. Sin duda, Colleen habría oído contar historias acerca de las facciones terroristas enfrentadas que asolaban las misérrimas zonas rurales de aquel país. Pero no habría escuchado las historias que ellos, Bobby y Wes, tenían que contar. No sabía lo que ellos habían visto con sus propios ojos.
Aún no, al menos.
Pero lo sabría antes de que acabara la semana.
Y él tendría la ocasión de averiguar qué le había sucedido a ella con aquellos tipos que parecían formar parte del grupo local del Ku Klux Klan.
Al parecer, los problemas perseguían a Colleen Skelly, como a su hermano. Y sin duda, al igual que sucedía con Wes, cuando no la perseguían ella iba en su busca.
En ese momento, Bobby necesitaba desesperadamente recomponerse. Debía ir a su hotel y darse una ducha de agua fría. Debía encerrarse en su habitación y mantenerse muy, muy lejos de Colleen.
De algún modo se había delatado. De algún modo, Colleen había descubierto que no era precisamente amor fraternal lo que sentía al mirarla.
Oía su risa, fuerte y profunda, desde el otro lado del aparcamiento, donde estaba hablando con una mujer que había ido a buscar en coche a los últimos chicos.
El sol del atardecer hacía brillar su pelo. Después de acabar el trabajo, se había puesto un vestido de verano y se había quitado la cola de caballo, y su melena pendía en ondas rojizas alrededor de su cara.
Era casi insoportablemente bella.
Aunque a mucha gente no se lo parecía. Considerados uno a uno, los rasgos de su cara estaban muy lejos de ser perfectos. Su boca era demasiado grande, sus mofletes demasiado llenos, su nariz excesivamente pequeña, su cara demasiado redonda, su piel pecosa y blanca.
Pero, puestos todos juntos, el efecto era extraordinario.
Y sus ojos eran increíblemente bonitos: a veces azules, a veces verdes, y siempre llenos de luz y de vida. Cuando sonreía, cosa que hacía casi todo el tiempo, sus ojos centelleaban. Estar con ella era como estar en medio de una fiesta continua.
Y en cuanto a su cuerpo...
¡Uf!
Colleen no era una de esas chicas anoréxicas y huesudas que llenaban las revistas y salían en la televisión y que parecían niños de doce años mal nutridos. No, Colleen Skelly era una mujer con mayúsculas. Era de esas mujeres a las que uno podía abrazarse. Tenía caderas y pechos y... Y si seguía pensando así, Bobby se iría directamente al infierno.