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¿Se había enamorado aquel soltero empedernido? Era poco probable. El SEAL de la Armada Lucky O'Donlon era el típico mujeriego acostumbrado a que las mujeres cayeran rendidas a sus pies, así que no entendía cómo era posible que la adorablemente ingeniosa y frustrantemente atractiva Sydney Jameson no quisiera saber nada de él, que lo tratara con gélida indiferencia. Decidió que él iba a pagarle con la misma moneda, pero, antes de nada, tenían una misión por cumplir: atrapar al hombre al que perseguían. Y después, ya habría tiempo para que Lucky pensara en el amor... Gracias a la prodigiosa escritura de Suzanne Brockmann, todos podemos deleitarnos con aventuras trepidantes y pasiones abrasadoras. Romantic Times Creo que Tentando a la suerte es una novela amena, con una buena trama de intriga y una historia romántica bastante bonita. El Rincón de la Novela Romántica Estamos ante una historia alucinante. Adoro los libros que combinan una buena historia de amor y una buena dosis de suspense o viceversa, y este libro cumple con esa premisa. Os recomiendo su lectura sin lugar a dudas. Blog de Vanedis Puntos a favor: ¡todo! Puntos en contra: se acaba demasiado deprisa... ¡Yo quiero más! Mi puntuación para esta obra maravillosa que cada vez que leo me gusta más es un 10. Locas del Romance La historia de amor es bastante tierna. Me gusta el grado de intimidad que consiguen los dos. La historia me ha gustado, muy entretenida, con unos personajes divertidos. Tiene su dosis de acción y un ligero sentido del humor que no desentona con la historia. Cazadoras del Romance Me gustaron mucho los momentos divertidos o yo al menos me reí, eso fue una de las mejoras cosas del libro. Y por supuesto la relación se que irá formando entre los protagonistas. All Alone by Yourself
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Seitenzahl: 387
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2000 Suzanne Brockmann. Todos los derechos reservados.
TENTANDO A LA SUERTE, Nº 160 - Septiembre 2013
Título original: Get Lucky
Publicada originalmente por Silhouette® Books
Traducido por Sonia Figueroa Martínez
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
™TOP NOVEL es marca registrada por Harlequin Enterprises Ltd.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-3540-5
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
Fue como si chocara contra ella uno de esos corpulentos jugadores de fútbol americano.
El tipo, que estaba bajando la escalera a la carrera, estuvo a punto de tirarla al suelo al chocar contra ella, y por si fuera poco, encima la confundió con un hombre.
—¡Perdona, tío! —le gritó, por encima del hombro, mientras seguía bajando a toda velocidad.
Segundos después, Sydney oyó que la puerta principal del bloque de pisos se abría y se cerraba con un sonoro portazo.
Era el colofón perfecto para aquella desastrosa velada. La noche de chicas, en plural, se había convertido en la noche de «chica», en singular. Bette le había dejado un mensaje en el contestador avisándola de que al final no iba a poder ir al cine. La excusa de su amiga era que le había surgido un imprevisto, pero ella estaba convencida de que ese «imprevisto» medía metro noventa, tenía hombros anchos, llevaba sombrero de vaquero, y se llamaba Scott, Brad, Wayne, o como fuera.
Y después, justo cuando estaba a punto de llegar al aparcamiento del cine, Hilary la había llamado al móvil. ¿Cuál había sido su excusa para no poder ir? Que uno de sus críos tenía casi treinta y nueve de fiebre.
Habría sido demasiado deprimente dar media vuelta y regresar a casa, así que había ido sola al cine, aunque al final había acabado incluso más deprimida. La película que había visto había sido una absurdez interminable repleta de jóvenes guaperas que se limitaban a lucir palmito ante las cámaras. Había ido alternando entre el aburrimiento por la trama y la vergüenza... vergüenza ajena por los actores, y vergüenza de sí misma por sentirse fascinada ante la increíble perfección de sus cuerpos.
Hombres como aquellos, o como el tipo corpulento que había estado a punto de tirarla escaleras abajo, no salían con mujeres como Sydney Jameson.
No era una cuestión de físico, porque era atractiva; bueno, podía serlo cuando se tomaba la molestia de hacer algo más que peinarse a toda prisa, o cuando se vestía con algo que no fueran las camisetas anchas y los pantalones holgados de siempre. Estaba claro que su vestimenta cotidiana tenía en parte la culpa de que un neandertal la confundiera con un hombre al cruzarse con ella, aunque la verdad, tampoco ayudaban demasiado las débiles bombillas de veinticinco vatios que el casero, don Agarrado Thompkins, había instalado en la escalera.
Siguió subiendo por la escalera de aquella antigua vivienda que se había remodelado y convertido en un bloque de pisos a finales de los años cincuenta. Ella vivía en la tercera y última planta, que en otra época había sido el ático y se había dividido en dos pisos mucho más espaciosos de lo que parecía desde el exterior.
Al llegar arriba, se detuvo en el descansillo al ver que la puerta de su vecina de al lado, Gina Sokoloski, estaba entreabierta. Apenas la conocía. Se cruzaban por la escalera de vez en cuando, recogían los envíos que llegaban cuando la otra no estaba en casa, y habían mantenido alguna breve conversación sobre temas tan fascinantes como cuál era la época del año en que los melones estaban en su punto.
Gina era una tímida universitaria que aún no había cumplido los veinte años, una joven sencilla y callada que apenas recibía visitas (lo cual era una bendición después de pasar ocho meses aguantando como vecinos a unos universitarios juerguistas), y cuya madre, que había ido a verla un par de veces, era una de esas mujeres ricas con prestancia y discreción que lucía un enorme anillo de diamantes y tenía un coche que ella no habría podido permitirse ni trabajando a tope tres años.
Le extrañaba que Gina tuviera un novio como el grandullón que acababa de bajar por la escalera, tanto por el aspecto del tipo como por el hecho de que debía de tener unos diez años más que la joven, pero a lo mejor era una prueba más de que los polos opuestos solían atraerse entre sí.
Aunque en aquel viejo edificio solía haber muchos ruidos raros de noche, de repente le pareció oír que del piso de su vecina salía un pequeño sonido humano. Se acercó a la puerta, y al asomarse un poco vio que el lugar estaba a oscuras.
—¿Gina...?
Aguzó el oído, y volvió a oír lo que reconoció como un sollozo. Seguro que aquel hijo de puta que había estado a punto de tirarla al suelo acababa de romper con la pobre, y en su prisa por largarse cuanto antes, ni siquiera se había parado a cerrar la puerta. ¡Qué actitud tan típicamente masculina!
—¡Tienes la puerta abierta, Gina! Oye, ¿va todo bien?
Llamó a la puerta antes de abrirla un poco más, y cuando la tenue luz del descansillo entró en la sala de estar, vio que todo estaba hecho un desastre. Había muebles volcados, lámparas rotas, una estantería tirada de lado...
Se dio cuenta horrorizada de que aquel tipo no era el novio de Gina, sino un ladrón... o algo peor.
Se le erizó el vello de la nuca y se apresuró a sacar el móvil del bolso mientras le rogaba a Dios que Gina no estuviera en el piso, que aquel ruidito no fuera más que el viejo aparato de aire acondicionado, o las cañerías, o el viento colándose por el estrecho conducto que había entre el techo y el alero.
Pero entonces volvió a oírlo, y supo sin lugar a dudas que se trataba de un gemido ahogado.
Apretó con fuerza el móvil mientras alargaba la otra mano hacia el interruptor que había en la pared, junto a la puerta, y al encender la luz vio a Gina acurrucada en un rincón de la sala de estar, con el rostro magullado y sangrando y la ropa rasgada y manchada de sangre.
Cerró la puerta tras de sí, y llamó a Emergencias.
Las conversaciones se cortaron en seco en la antesala del despacho del capitán Joe Catalanotto, y todo el mundo se volvió a mirar a Lucky.
El surtido de cejas enarcadas y bocas abiertas era muy amplio; de hecho, el nivel de asombro no habría sido mayor si el teniente Luke O’Donlon, miembro del comando Alfa del equipo diez de los SEAL y más conocido como «Lucky», acabara de anunciar que dejaba la Armada para hacerse monje.
Todos tenían la mirada fija en él... Jones, Blue, Skelly... Incluso el imperturbable rostro de Crash Hawken reflejaba cierta sorpresa. Frisco también estaba allí, ya que acababa de tener una reunión con Joe y con Harvard, el jefe del equipo.
Lucky los había pillado a todos por sorpresa y en otras circunstancias le habría resultado gracioso, pero en ese momento no tenía ningunas ganas de reírse.
—No es para tanto —deseó que pronunciar las palabras bastara para convertirlas en realidad, le habría encantado que su aparente tranquilidad no fuera una mera fachada.
Nadie dijo nada, incluso el recién ascendido Wes Skelly estaba más callado de lo normal, pero a Lucky no le hacía falta ser adivino para saber lo que estaban pensando sus compañeros. Había estado dando la lata sin cesar para que le incluyeran en la próxima misión del comando Alfa, una misión encubierta de la que ni siquiera el mismísimo Joe Cat sabía los pormenores. Lo único que se le había dicho era que preparara un equipo de cinco hombres que iban a viajar a algún lugar de Europa del Este, que estuvieran listos para partir en cualquier momento, y que no se sabía cuánto tiempo iban a estar fuera.
Era una de esas misiones que aceleraban el corazón y ponían la adrenalina a tope, justo la clase de misión que le encantaba a Lucky, y había sido uno de los seleccionados. El día anterior se había puesto eufórico cuando Joe Cat le había ordenado que tuviera el petate listo, pero al cabo de poco menos de veinticuatro horas estaba solicitando que le reasignaran y, además de solicitarle al capitán que le sacara de la misión, también le había pedido que intentara usar su influencia para conseguirle cuanto antes un puesto temporal (y aburrido) allí mismo, en la base de entrenamiento de los SEAL en Coronado.
—No te va a costar reemplazarme —añadió, con una sonrisa forzada. Miró a Jones y a Skelly, que estaban poco menos que babeando por ocupar su lugar en la misión.
El capitán no se tragó su fingida indiferencia, y le indicó el despacho con un gesto de la cabeza.
—¿Quieres que entremos en mi despacho para que me cuentes de qué va todo esto?
A Lucky no le hacía falta tener privacidad para hablar del asunto.
—No es ningún secreto, Cat. Mi hermana se casa en unas semanas, y es muy probable que no pueda asistir a la boda si participo en esta misión.
Wes Skelly no pudo seguir manteniendo la boca cerrada.
—Creía que anoche ibas a ir a San Diego para sermonearla.
Esa había sido su intención. Había ido a ver a Ellen y a su prometido, un insulso profesor de universidad llamado Gregory Price, dispuesto a dejar las cosas claras, a exigirle a su hermanita de veintidós años que esperara al menos un año más antes de dar un paso tan enorme como el matrimonio. Tenía intención de ser persuasivo. Ella era muy joven, no le entraba en la cabeza que estuviera dispuesta a atarse a un hombre (y encima, uno que se ponía jerséis para ir a trabajar), cuando aún no había tenido la oportunidad de vivir de verdad.
Pero Ellen era Ellen, y estaba decidida a casarse. Ella se había comportado con una seguridad y una falta de miedo aplastantes y, al verla mirar sonriente al hombre con el que estaba dispuesta a pasar el resto de su vida, le había parecido increíble que fueran hijos de la misma madre. A lo mejor tenían actitudes tan opuestas en cuanto al tema del compromiso porque tenían padres distintos. A diferencia de Ellen, que estaba dispuesta a casarse a los veintidós años, él estaba convencido de que incluso a los ochenta y dos se sentiría demasiado joven para atarse a otra persona.
En cualquier caso, al final había sido él quien había acabado cediendo, y era Greg el que le había convencido. Al ver cómo miraba a Ellen, el amor que se reflejaba en sus ojos, les había dado su bendición y se había comprometido a entregar a la novia en el altar, aunque ello significara renunciar a la que parecía ser la misión más emocionante del año.
—Soy la única familia que le queda, tengo que asistir a su boda si puedo. Al menos tengo que intentarlo.
Aquella explicación le bastó al capitán, que asintió y contestó:
—De acuerdo. Jones, prepara tus cosas.
Acalló con una severa mirada la exclamación de decepción que soltó Wes Skelly, y cuando este cerró la boca y se giró con brusquedad, se volvió hacia Frisco, que ayudaba a dirigir las instalaciones de entrenamiento y también hacía de instructor.
—¿Qué te parece la idea de utilizar a O’Donlon en tu pequeño proyecto?
Alan «Frisco» Francisco había sido el compañero de inmersión de Lucky. Años atrás habían pasado juntos el BUD/S, el programa de entrenamiento específico para entrar en los SEAL, y habían trabajado codo con codo en incontables misiones hasta la operación Tormenta del Desierto. Justo cuando estaba a punto de viajar a Oriente Medio junto con el resto del comando Alfa, Lucky había recibido la noticia de la muerte de su madre, así que se había quedado en tierra.
Frisco había puesto rumbo a Oriente Medio con los demás, pero en una misión de rescate había estado a punto de perder una pierna, por lo que ya no podía participar en las misiones; aun así, seguían estando muy unidos y, de hecho, Lucky iba a ser el padrino del hijo que Frisco y su mujer, Mia, iban a tener en unos meses.
—Sí —le dijo Frisco al capitán—, perfecto. O’Donlon es perfecto para esta tarea.
—¿Qué tarea? —le preguntó Lucky a su amigo—. Si se trata de entrenar a un equipo SEAL femenino, pues sí, muchas gracias, soy tu hombre.
Genial, había conseguido hacer una broma, eso quería decir que ya empezaba a sentirse mejor. De acuerdo, no iba a salir al mundo real con el comando Alfa, pero al menos iba a tener la oportunidad de volver a trabajar con su amigo; además, se dijo, recobrando su optimismo innato, seguro que en su futuro inmediato había una modelo de Victoria’s Secret; al fin y al cabo, aquello era California, y no en vano le apodaban «Lucky», que quería decir «afortunado».
Pero Frisco no se rio al oír su comentario; de hecho, se puso muy serio al ponerse el periódico bajo el brazo, y comentó con gravedad:
—No has acertado ni de lejos. Esto no va a gustarte nada, te lo aseguro.
Lucky miró a los ojos al hombre al que conocía mejor que a un hermano, y no hizo falta que dijera ni una sola palabra. Frisco sabía que le daba igual lo que le tocara hacer en las próximas semanas, porque todo palidecería en comparación con la oportunidad perdida de la misión que acababa de dejar escapar.
Cuando su amigo señaló hacia la puerta para indicarle que era hora de marcharse, echó una última mirada a su alrededor. Harvard ya estaba encargándose del papeleo que iba a ponerle a las órdenes de Frisco de forma temporal; Joe Cat estaba inmerso en una conversación con Wes Skelly, que aún parecía decepcionado por el hecho de que le hubieran pasado por alto de nuevo; Blue McCoy, segundo comandante del comando Alfa, estaba hablando por teléfono en voz baja, y casi seguro que con Lucy, porque tenía aquella delatora cara de preocupación que solía poner últimamente cuando hablaba con su mujer. Ella era una inspectora del cuerpo de policía de San Felipe y estaba metida en un importante caso secreto que tenía muy inquieto a Blue, que por regla general solía ser un tipo imperturbable.
Crash estaba atareado con su ordenador, y en cuanto a Jones, que se había marchado a toda prisa, regresó en ese momento con su equipo listo. Seguro que el muy memo ya había preparado sus cosas la noche anterior por si acaso, como un niñito bueno. Desde que se había casado, volvía a casa a toda prisa siempre que podía en vez de irse de fiesta; aunque su apodo era «Cowboy», sus días salvajes, de salir a beber y a ligar, habían quedado muy atrás.
Jones era un tipo persuasivo y atractivo al que él había visto siempre como una especie de rival, tanto en el amor como en la guerra, pero se había convertido en alguien de lo más afable que iba a todas partes con una sonrisa permanente en el rostro, como si supiera algo que él ignoraba; de hecho, cuando había conseguido el puesto en aquella misión, el puesto que acababa de rechazar para poder ir a la boda de su hermana, Jones había sonreído y le había estrechado la mano.
Lo cierto era que le tenía cierta tirria a Cowboy Jones, porque lo normal sería que un hombre como él estuviera hecho polvo en aquella situación, casado y con un mocoso en pañales a cuestas.
Sí, le tenía tirria, de eso no había duda... Le tenía tirria, y envidiaba la felicidad completa de la que disfrutaba.
Aunque Frisco estaba esperándole impaciente junto a la puerta, se tomó su tiempo. Sabía que, en cuanto Joe Cat diera la orden de ponerse en marcha, el equipo se desvanecería sin más y no habría tiempo para despedidas.
—Que os vaya bien, chicos —salió al brillante sol de la calle tras Frisco, y comentó—: Dios, no lo soporto cuando se van sin mí. Bueno, explícame de qué va la misión.
—No has visto el periódico de hoy, ¿verdad?
—No, ¿por qué?
Su amigo le pasó el periódico sin decir nada. El titular hablaba por sí solo, y Lucky masculló una imprecación al leerlo: El violador en serie podría estar vinculado a los SEAL.
—¿Qué violador en serie?, no tenía ni idea.
—Ninguno sabíamos nada, pero resulta que ha habido una serie de violaciones en Coronado y San Felipe en las últimas semanas —le explicó Frisco con gravedad—. A raíz de la última, que fue hace dos noches, la policía cree que hay alguna relación entre ellas; al menos, eso es lo que dicen.
Lucky se apresuró a leer por encima el artículo. Se aportaban pocos datos tanto sobre los ataques, que habían sido siete, como sobre las víctimas. La única a la que se mencionaba era la última, una universitaria de diecinueve años, aunque no se daba su nombre. En todos los casos, el violador llevaba una media en la cabeza que le distorsionaba el rostro, pero se le describía como un hombre blanco con un corte de pelo militar, pelo castaño o rubio oscuro, metro ochenta de altura más o menos, y de unos treinta años.
El artículo se centraba en las medidas que las mujeres de ambas poblaciones podían adoptar como precaución, y uno de los consejos era que se mantuvieran alejadas, muy alejadas, de la base naval. El periodista había finalizado con unas vagas palabras:
Cuando se le ha preguntado acerca de la relación que se rumorea que existe entre el violador en serie y la base naval de Coronado, y en particular con los equipos de los SEAL que están estacionados allí, el portavoz de la policía ha afirmado que se va a llevar a cabo una investigación exhaustiva, y que la base militar es un buen punto de partida.
Los SEAL son conocidos tanto por usar técnicas de lucha poco convencionales como por su falta de disciplina. Su presencia se ha hecho notar en Coronado y en San Felipe muchas veces, ya que son frecuentes las explosiones que sobresaltan a los huéspedes del célebre Hotel del Coronado a altas horas de la noche o bien temprano por la mañana. Hemos intentado contactar con Alan Francisco, teniente comandante de los SEAL, pero nos ha resultado imposible.
Lucky soltó otra imprecación antes de decir:
—Nos hace quedar como engendros del demonio, y me imagino cuánto se esforzó... —subió la mirada hacia el principio para ver el nombre del autor— este tal S. Jameson por contactar contigo.
—La verdad es que sí que se esforzó, pero yo me he hecho el escurridizo. Quería hablar con el almirante Forrest antes de decir algo que pudiera molestar a la policía, y él le ha dado el visto bueno a mi plan.
Echó a andar mientras hablaba hacia el jeep que iba a llevarle a su despacho, que estaba al otro extremo de la base; a juzgar por cómo se apoyaba en el bastón, estaba claro que era uno de esos días en que la rodilla le dolía bastante.
—Y tu plan consiste en...
—Se está creando un grupo operativo para atrapar a ese hijo de puta. Está formado por la policía de Coronado, la de San Felipe, la estatal, y por una unidad especial de la FInCOM. El almirante ha tirado de algunos hilos para incluirnos a nosotros, por eso he ido a ver a Cat y a Harvard. Tengo que meter en ese equipo a un agente con el que pueda contar, alguien en quien pueda confiar.
Alguien como Lucky, que asintió y se limitó a preguntar:
—¿Cuándo empiezo?
—Hay una reunión en la comisaría de San Felipe a las nueve en punto. Pásate antes por mi despacho, iremos juntos desde allí. Ponte el uniforme y todas las condecoraciones que tengas —se puso al volante del jeep, y dejó el bastón en el asiento de atrás—. Otra cosa más: Quiero que selecciones un equipo, y que atrapéis a ese cabrón lo antes posible. Si es un miembro de las fuerzas especiales, nos va a hacer falta algo más que un grupo operativo para pillarlo.
—¿De verdad crees que podría ser uno de los nuestros?
—No lo sé, espero que no.
El violador había atacado a siete mujeres, una de ellas una estudiante un poco más joven que la hermana del propio Lucky. Daba igual quién fuera aquel canalla, lo único que importaba era detenerlo antes de que volviera a actuar.
Miró al que era su mejor amigo y oficial al mando, y le prometió con firmeza:
—Quienquiera que sea, le encontraré y, cuando lo haga, lamentará haber nacido.
Para Sydney fue un alivio ver que no era la única mujer presente en la sala de reuniones, que la inspectora de policía Lucy McCoy formaba parte del grupo operativo que estaba organizándose aquella mañana con un único objetivo: Atrapar al violador de San Felipe.
De los siete ataques, cinco habían sido en San Felipe, donde había unos alquileres más bajos que en Coronado. Existía mucha rivalidad deportiva entre los equipos de los institutos de ambas poblaciones, pero, en aquel caso, en Coronado estaban más que encantados de dejar que San Felipe se llevara la palma.
La reunión de aquella mañana se celebraba en la comisaría de policía de San Felipe, y todos los que participaban en ella estaban dispuestos a trabajar juntos para atrapar al violador.
Syd había conocido a la inspectora Lucy McCoy el sábado por la noche, cuando esta había llegado al piso de Gina Sokoloski con pinta de acabar de salir de la cama, sin nada de maquillaje, con la camisa mal abrochada, y hecha una furia por el hecho de que no la hubieran avisado antes.
Ella, por su parte, se había mantenido con actitud protectora junto a Gina, que tras el traumático ataque permanecía con una mirada vidriosa y un mutismo alarmantes.
Los agentes de policía habían intentado ser amables, pero la amabilidad no servía de mucho en un momento así. «¿Podría contarnos lo que le ha pasado, señorita?».
¡Venga ya! Como si Gina pudiera mirar a aquellos hombres a la cara y contarles que al girarse había visto a un desconocido en su sala de estar, que el tipo la había agarrado antes de que pudiera huir, que le había tapado la boca antes de que pudiera gritar, y...
Y entonces, el neandertal que había estado a punto de tirarla a ella escalera abajo había violado de forma brutal y violenta a aquella pobre chica, aquella joven tan tímida que seguro que era virgen. ¡Qué primera experiencia sexual tan horrible!
Ella la había abrazado con fuerza y les había exigido con firmeza a los policías que llamaran a una agente, y rapidito. Después de lo que Gina acababa de sufrir, no tenía por qué aguantar también la vergüenza de hablar del tema con un hombre.
La joven se lo había contado todo a la inspectora Lucy McCoy con voz carente de emoción, como si estuviera narrando algo que le había sucedido a otra persona: Había intentado esconderse, se había acurrucado en la esquina y él la había golpeado, se le había puesto encima, le había desgarrado la ropa y la había obligado a abrir las piernas, la había agarrado de la garganta, y mientras ella luchaba por intentar respirar, él había...
Lucy le había explicado con voz suave lo del kit de recogida de muestras, lo del examen médico que iba a tener que soportar, y que, por muchas ganas que tuviera de darse una ducha, aún no podía hacerlo.
Syd había descrito después al hombre que había chocado con ella en la escalera. No había podido verlo con claridad por culpa de la mala iluminación, y de hecho, ni siquiera estaba segura de si ya no tenía la cara cubierta con la media de nailon que había descrito Gina; aun así, había aportado información sobre la altura del tipo (era más alto que ella), su complexión (fuerte), y había podido afirmar con total certeza que era un hombre blanco de entre veinticinco y treinta y cinco años con un corte de pelo militar, y que tenía una voz grave y sin acento alguno.
«Perdona, tío».
Era raro y espeluznante que el hombre que había atacado con brutalidad a Gina se hubiera tomado la molestia de disculparse por chocar con ella. Era horrible pensar que a lo mejor habría oído el forcejeo y los gritos ahogados de su vecina si hubiera estado en casa, que quizás habría podido ayudarla.
O a lo mejor habría resultado ser ella la víctima.
Antes de que se la llevaran al hospital, Gina había abierto la rasgada camisa que hasta ese momento había mantenido cerrada con manos apretadas, y les había mostrado a Lucy y a ella una quemadura. El hijo de puta le había hecho una marca en el pecho, una especie de pájaro.
El hecho de que Lucy se tensara al ver la marca le había hecho sospechar que le resultaba conocida y, al ver que se disculpaba y se acercaba a los otros policías para hablar con ellos en voz baja, se había acercado con disimulo a la puerta para poder oír la conversación.
—Ha sido nuestro hombre otra vez —estaba diciéndoles Lucy a sus compañeros con gravedad—, a Gina también la han marcado con una Budweiser.
Lo de «nuestro hombre otra vez» era muy revelador. Cuando ella le había preguntado si había habido otros ataques similares, Lucy le había contestado de forma tajante que no podía hablar del tema.
Ella había acompañado a su vecina al hospital y había permanecido a su lado hasta que había llegado la madre de la joven y, aunque a esas alturas ya eran las tres de la madrugada, había demasiadas preguntas sin respuesta como para que se fuera a casa a dormir. Había trabajado durante años de reportera de investigación, así que sabía un par de truquitos para encontrar respuestas.
Un par de llamadas de teléfono a las personas adecuadas le habían servido para contactar con Silva Fontaine, una mujer que trabajaba en el turno de noche en el Centro de Ayuda a Víctimas de Agresiones Sexuales del hospital; según ella, seis mujeres habían acudido al centro en tres semanas, seis mujeres que no habían sido agredidas por maridos, novios, parientes ni compañeros de trabajo. Las seis habían sido atacadas en sus propias casas por un desconocido, al igual que Gina.
Buscando un poco en Internet, había averiguado que «Budweiser» era algo más que una marca de cerveza. A los soldados de la Armada de Estados Unidos que pasaban por el BUD/S, el programa de entrenamiento que se llevaba a cabo en las instalaciones que los SEAL tenían en Coronado, se les entregaba una insignia cuando lograban superar dicho programa y entraban a formar parte de las unidades de los SEAL. Era una insignia que tenía la forma de un águila en vuelo con un tridente y una estilizada pistola, y se conocía popularmente como «Budweiser».
Todos los miembros de los SEAL tenían una. Representaba el acrónimo de «tierra, mar y aire», los tres espacios en los que aquellos comandos de hombres operaban con total pericia; en otras palabras: Eran capaces de saltar con toda facilidad de aviones y volar por el aire con paracaídas especiales, de abrirse paso por junglas, desiertos y ciudades, de bucear por las profundidades marinas.
Poseían una lista casi inacabable de conocimientos militares: Dominaban desde el combate cuerpo a cuerpo hasta la guerra cibernética y la demolición submarina, tenían una puntería digna de un francotirador, y estaban capacitados para pilotar tanto aviones como barcos, tanques, y vehículos terrestres.
De hecho, seguro que eran capaces hasta de saltar de un edificio a otro, aunque esa habilidad no estuviera reconocida de forma oficial.
Sí, no había duda de que era un listado impresionante y daba la impresión de estar leyendo el currículum de Superman, pero también resultaba alarmante, porque el superhéroe con el que estaban lidiando en ese momento se había pasado al lado oscuro. Un miembro de los SEAL pirado llevaba semanas acechando a las mujeres de San Felipe. Siete mujeres habían sido brutalmente agredidas y, aun así, no se había dado la alarma ni se había advertido del peligro a través de los medios de comunicación para que las habitantes de la zona fueran cautas.
La situación la había enfurecido tanto, que se había pasado el resto de la noche escribiendo, y a la mañana siguiente se había presentado en la comisaría artículo en mano. La habían conducido al despacho del comisario Zale, y habían empezado a negociar. La policía de San Felipe no quería que saliera a la luz información sobre los ataques, y a Zale había estado a punto de darle un patatús al saber que era reportera independiente y que la noche anterior había estado en la escena del crimen durante horas. Él estaba convencido de que el violador se esfumaría y no habría forma de atraparlo si la noticia se hacía pública, y había admitido que aún no sabían si los siete ataques eran obra del mismo hombre; al parecer, Gina y otra víctima más eran las únicas a las que se había marcado con la Budweiser.
Cuando Zale le había exigido que no sacara a la luz información detallada sobre los recientes ataques, ella había pedido a su vez poder publicar la crónica en exclusiva tras la detención del culpable y formar parte del grupo operativo que iba a crearse para atraparlo, pero con la condición de poder publicar una serie de artículos en los periódicos de la zona, artículos que contaran con el visto bueno de la policía y que sirvieran para alertar a las mujeres del peligro.
Zale había puesto el grito en el cielo, pero ella se había mantenido firme a pesar de la bronca de varias horas que había tenido que aguantar, y él había acabado por claudicar... aunque de muy mala gana.
En fin, la cuestión era que en ese momento estaba presente en la reunión del grupo operativo. Reconoció al comisario y a varios inspectores del cuerpo de policía de Coronado, y también a unos cuantos representantes de la policía estatal de California. Oyó mencionar los nombres de tres agentes de la FInCOM, la Comisión Federal de Inteligencia, que nadie se había molestado en presentarle, y anotó los nombres en su libreta: Huang, Sudenberg, y Novak.
Era entretenido verles interactuar los unos con los otros. Aunque a los de Coronado no les caían bien los de San Felipe y viceversa, ambos grupos se preferían a los agentes estatales, y los federales se limitaban a mantenerse un poco apartados del resto; aun así, se creó cierta solidaridad cuando la Armada de Estados Unidos apareció en escena.
—Perdón, llego tarde —se disculpó un tipo desde la puerta.
El recién llegado era deslumbrante, y no solo por el uniforme naval de un blanco cegador y las impresionantes filas de condecoraciones que llevaba en el pecho. Tenía el rostro de una estrella de cine... elegante y fina nariz digna de un aristócrata, ojos que redefinían la palabra «azul»... El sol había teñido de reflejos su pelo, un pelo dorado cortado muy a la moda, un poco más largo por delante; aunque en ese momento lo tenía peinado hacia atrás, un simple soplo de viento o un breve golpe de humedad bastarían para que aquellos mechones de oro bruñido estuvieran ondeándole alrededor de la cara. Tenía una piel con un bronceado perfecto, ideal para realzar sus blancos dientes cuando sonreía.
Syd pensó para sus adentros que era como un perfecto muñeco Ken de carne y hueso y, aunque no estaba segura al cien por cien, tenía la impresión de que los galones que llevaba en las mangas indicaban que era un oficial.
Aquel muñeco Ken de carne y hueso que llevaba incluidos los accesorios de un oficial de la Armada logró que sus anchísimos hombros pasaran por la puerta, y al entrar en la sala se presentó con una melódica voz de barítono, una voz un poco ronca que tenía un ligero acento del sur de California.
—El comandante Francisco les manda sus disculpas, pero ha habido un accidente grave en la base durante un entrenamiento y no ha podido venir.
—¿Están bien todos? —le preguntó Lucy McCoy.
Él le lanzó una sonrisa breve pero cálida, y cuando contestó, a Syd no le sorprendió lo más mínimo ver que sabía cómo se llamaba la guapa morena.
—Hola, Lucy. Tenemos a un aspirante en una cámara hiperbárica. Frisco, el comandante Francisco, ha tenido que ir hasta allí en avión junto con varios médicos del hospital naval. Era una inmersión rutinaria y se han respetado las normas al pie de la letra, pero uno de los buceadores ha empezado a presentar síntomas del síndrome de descompresión estando aún sumergido. Aún no saben qué demonios ha pasado. Bobby lo ha sacado del agua, lo ha subido a bordo y lo ha metido en la cámara, pero, a juzgar por la descripción que ha dado, creemos que el SNC, el sistema nervioso central, ya está afectado, que se le ha formado una burbuja de nitrógeno en el cerebro —sacudió la cabeza antes de añadir con gravedad—: Incluso suponiendo que ese hombre se salve, podría haber sufrido lesiones cerebrales graves.
Tras decir aquello, aquel Ken marinerito de ojos azules y boca preciosa se sentó en la única silla libre que quedaba, y que estaba justo enfrente de la de ella; tras echar un vistazo a su alrededor, añadió:
—Como comprenderán, el comandante Francisco ha tenido que ocuparse del asunto de inmediato.
Syd intentó no mirarlo embobada, pero no le resultó nada fácil. Tenía a aquel hombre a menos de un metro de distancia, así que lo normal habría sido poder verle las imperfecciones (una verruga sería esperar demasiado, pero a lo mejor tenía un diente roto, o algunos pelillos en la nariz), pero de cerca era incluso más guapo y, por si fuera poco, encima olía de maravilla.
—¿Y quién es usted?
Ante la pregunta del ceñudo comisario Zale, el Ken marinerito hizo ademán de levantarse de nuevo.
—Disculpen, tendría que haberme presentado —lo dijo como avergonzado, con una sonrisa que parecía decir: «Joder, qué zoquete soy, se me había olvidado que no todos los presentes saben quién soy por muy maravilloso que sea»—. Teniente Luke O’Donlon, SEAL de la Armada de Estados Unidos.
A Syd no le hizo falta ser una experta en interpretación del lenguaje corporal para saber que todos los presentes (bueno, al menos los hombres), le tenían antipatía a la Armada; si no se la tenían antes, estaba claro que en ese momento sí, porque la envidia que inundaba la sala era casi palpable.
El teniente Luke O’Donlon resplandecía, brillaba con luz propia. Era todo blancura y oro y luz del sol y ojos azules como el cielo, era un dios, el poderoso rey de todos los muñecos Ken... y él lo sabía.
Su mirada se posó en ella apenas un instante cuando echó un vistazo a su alrededor para tomar buena nota de la policía y del personal de la FInCOM, pero, cuando el ayudante de Zale empezó a repartir unas carpetas, volvió a mirarla de nuevo y sonrió. Era una sonrisa interrogante tan perfecta, que ella estuvo a punto de echarse a reír. Seguro que de un momento a otro le preguntaba quién era.
—¿Eres de la FInCOM?
Tras articular aquella pregunta moviendo los labios, el Ken marinerito aceptó con una cálida sonrisa la carpeta que le pasó el inspector de policía que tenía al lado. Cuando la miró de nuevo y la vio responder negando con la cabeza, insistió:
—¿De la policía de Coronado?
Zale había empezado a hablar, así que ella negó de nuevo y se volvió hacia la cabecera de la mesa.
El comisario de San Felipe habló largo y tendido sobre la necesidad de poner más coches patrulla en las zonas donde habían ocurrido las violaciones, sobre un equipo que iba a trabajar las veinticuatro horas del día para intentar encontrar alguna vinculación tanto entre los lugares donde se habían producido los ataques como entre las siete mujeres, y sobre muestras de semen y ADN.
La miró ceñudo cuando subrayó lo importante que era evitar que se filtrara información detallada sobre los crímenes, sobre el modus operandi del violador, y, cuando sacó a colación el desagradable asunto de la insignia de los SEAL que se había usado para marcar a las dos últimas víctimas tras calentarlo con un encendedor, el Ken marinerito carraspeó y comentó:
—Seguro que ya se ha dado cuenta de que sería una estupidez por parte de ese tipo darnos una pista tan obvia si realmente fuera un SEAL, ¿no es mucho más probable que esté intentando hacernos creer que lo es?
—Sí, por supuesto. Por eso hemos dejado caer que creemos que se trata de un SEAL en el artículo que ha salido publicado hoy. Queremos que crea que está ganando, que se vuelva descuidado.
—Así que en realidad no cree que sea un SEAL, ¿verdad? —insistió él, para intentar aclarar el asunto.
—A lo mejor es un SEAL que quiere que le atrapen —apostilló Syd.
El Ken marinerito la miró con ojos penetrantes antes de comentar:
—Disculpe... Conozco a casi todos los demás, pero no nos han presentado. ¿Es psicóloga?
Antes de que ella pudiera contestar, el comisario Zale se le adelantó.
—La señorita Jameson y usted van a trabajar codo con codo, teniente.
Syd vio reflejado en los ojos del SEAL el momento en que el tipo captó que Zale no se refería a ella como «doctora», sino como «señorita», pero ella misma se dio cuenta de repente de lo que acababa de decir el comisario, y le preguntó sorprendida:
—¿Ah, sí?
—¿Qué quiere decir? —preguntó O’Donlon a su vez.
Zale se mostró un poquito más ufano de la cuenta al contestar:
—El comandante Francisco solicitó oficialmente que un equipo de los SEAL formara parte de este grupo operativo, y la inspectora McCoy me convenció de que podría ser buena idea. Si nuestro hombre es o fue un SEAL, puede que ustedes tengan mejor suerte a la hora de encontrarlo.
—Le aseguro que no será cuestión de suerte, comisario —le aseguró O’Donlon.
A Syd le sorprendió que fuera tan audaz. Lo más increíble de todo era la convicción con la que hablaba, saltaba a la vista que tenía plena confianza en sí mismo.
—Eso está por verse —afirmó Zale—. He decidido permitir que formen ese equipo, pero siempre y cuando mantengan informada a la inspectora McCoy de lo que hagan y de cualquier progreso que consigan.
—De acuerdo —O’Donlon le lanzó a Lucy McCoy otra de sus sonrisas antes de añadir—: De hecho, será un placer.
—¡Puf! —Syd no se dio cuenta de que había hecho la exclamación en voz alta hasta que el Ken marinerito la miró sorprendido.
—Y siempre y cuando acceda a incluir a la señorita Jameson en su equipo —añadió Zale.
El SEAL se echó a reír... y sí, no había duda de que tenía una dentadura perfecta.
—No, comisario, no lo entiende. Un equipo de los SEAL es eso: Un equipo en el que solo forman parte miembros de los SEAL. No quiero ofenderla, pero la verdad es que la señorita Jameson sería un estorbo.
—Pues va a tener que aguantarse —Zale estaba encantado con la situación. Ni la Armada ni Syd le caían bien, y aquella era su forma de desquitarse de ambos—. Estoy al mando de este grupo operativo. O lo hace a mi modo, o sus hombres no salen de la base naval. Hay otros detalles que hay que tener en cuenta, pero la inspectora McCoy se encargará de tratarlos con usted.
La mente de Syd estaba funcionando a toda velocidad. Zale creía que había hecho una jugada maestra al ponerla en el grupo de los SEAL, pero la noticia estaba justo allí, en lo que iba a suceder tanto dentro como fuera de los confines de la base naval; a juzgar por lo que había averiguado sobre las unidades de los SEAL en las últimas cuarenta y ocho horas, estaba claro que aquellos soldados tan poco convencionales debían de estar deseosos de atrapar ellos mismos al violador de San Felipe y de evitar tener mala prensa. Sentía curiosidad por saber lo que pasaría si llegaba a confirmarse que el violador era uno de ellos, si intentarían ocultar la verdad o querrían ser ellos los que le castigaran.
Tenía la oportunidad de hacer un análisis en profundidad de una de las organizaciones militares de élite de Estados Unidos. Podría acabar siendo justo lo que necesitaba para darse a conocer, para conseguir el puesto de editora en una revista de Nueva York que ansiaba con desesperación.
—Lo siento, pero una trabajadora social no está capacitada para...
—No soy trabajadora social —le interrumpió ella.
—La señorita Jameson es uno de nuestros principales testigos — apostilló Zale—. Ha estado cara a cara con nuestro hombre.
O’Donlon enmudeció al oír aquello. Se puso pálido, se le borró la sonrisa de la cara, y dejó a un lado su actitud de fingida despreocupación. En sus ojos se reflejaba lo horrorizado y sorprendido que estaba.
—Dios mío... No sabía... Perdón, no tenía ni idea de que... —se le veía avergonzado y muy impactado—. Me siento en la obligación de disculparme en nombre de todos los hombres del mundo.
A Syd le sorprendió ver que el Ken marinerito no era sintético del todo, que tenía algo de humanidad; como estaba claro que creía que ella había sido una de las víctimas del violador, se apresuró a aclararle la situación.
—No... es decir, gracias, pero soy uno de los testigos porque atacaron a una vecina mía. Yo estaba subiendo a mi piso y me crucé en la escalera con el tipo que acababa de violarla, aunque me temo que no le vi demasiado bien.
—Dios, gracias a Dios... Cuando el comisario Zale ha dicho que... He dado por hecho que... —respiró hondo y exhaló con fuerza antes de añadir—: Lo siento, no puedo ni imaginarme... —logró recobrar la compostura, y se inclinó un poco hacia delante mientras la miraba con ojos penetrantes—. Así que logró ver a ese tipo, ¿no?
—Sí, pero ya le he dicho que no alcancé a...
Antes de que pudiera acabar la frase, O’Donlon se volvió hacia Zale y le preguntó:
—¿Y está dispuesto a dármela a mí?
Syd se quedó tan pasmada al oír aquello, que soltó una carcajada y exclamó:
—¡Disculpe, le agradecería que reformulara esa...!
Zale se puso de pie para dar por terminada la reunión, y le dijo a O’Donlon:
—Sí, es toda suya.
Mientras conducía su camioneta hacia la carretera principal que llevaba a la base naval, Lucky se volvió por un instante hacia la mujer que estaba sentada a su lado y le preguntó:
—¿La han hipnotizado alguna vez?
Al ver que ella le lanzaba aquella mirada de incredulidad que parecía dársele tan bien, se preguntó si le salía de forma natural o si se pasaba horas practicándola frente al espejo del cuarto de baño. La idea le hizo sonreír, y su sonrisa provocó que ella se enfurruñara aún más.
Era bastante atractiva, si a uno le gustaban las mujeres que escondían todas sus curvas bajo ropa andrógina y no sonreían nunca.
La miró con mayor detenimiento cuando llegaron a un semáforo en rojo. Él había salido una vez con una mujer que no sonreía nunca, Jacqui Fontaine, una joven muy bella que no hacía ningún gesto facial por miedo a que le salieran arrugas; de hecho, se había enfadado con él porque la había hecho reír. En un principio había creído que estaba bromeando, pero había acabado por darse cuenta de que lo decía muy en serio y, cuando ella le había propuesto que la acompañara a su piso al salir del cine, había rechazado el ofrecimiento. Tener relaciones sexuales con ella habría sido rarísimo, como hacer el amor con un maniquí. Aún se estremecía solo con pensarlo.
A diferencia de Jacqui, la mujer que estaba sentada a su lado en ese momento tenía arrugas en las comisuras de los ojos que demostraban que sí que sonreía; de hecho, probablemente lo hacía con frecuencia, pero estaba claro que lo que no quería era sonreírle a él en concreto.
Tenía el rostro enmarcado por las ondas de un espeso cabello oscuro y peinado con un estilo moderno y desenfadado. Lo llevaba lo suficientemente corto como para estar presentable con simplemente pasarse los dedos al levantarse por la mañana. Sus ojos eran de color marrón oscuro, y parecían enormes en un rostro de duendecillo... si es que los duendecillos albergaban una buena dosis de resentimiento, claro. Saltaba a la vista que él no le caía bien, que le había caído mal desde que le había visto entrar en la sala de conferencias de la comisaría de San Felipe.
—Se llama Cindy, ¿verdad?
Sabía perfectamente bien que se llamaba Sydney, pero ¿qué clase de mujer se llamaba así? Si tenía que hacer de niñera de la mujer que podría llegar a identificar al violador de San Felipe, al menos podría llamarse Crystal o Mellisandre, y vestir en consecuencia.
—No, no me llamo así; y no, nunca me han hipnotizado —le contestó ella con rigidez.
Tenía una voz engañosamente ronca y sensual. Teniendo en cuenta que, a juzgar por su aspecto, no quería que nadie pensara ni remotamente en el sexo al mirarla, era injusto que tuviera una voz tan sexy.
—¡Perfecto, entonces seguro que nos divertimos! Va a ser toda una aventura adentrarse en territorio inexplorado, ya sabe lo que se suele decir... Hay que lanzarse sin miedo, y blablablá.