3,99 €
Una prueba irrefutable de que los gustos cambian, y se refinan. "¿Cómo sabes que no te gusta si no lo has probado?" Esa es la actitud de Eva ante la vida. No dar nada por supuesto. La frase que su madre le repitió hasta la saciedad desde pequeña, y que la ha llevado hasta un puesto de becaria a sus 28 años en una empresa que ni siquiera le gusta. Pero esa es su forma de ser, y no tiene intención de cambiarla. Lo único que no consigue probar, no porque no quiera, es a enamorarse. Lo suyo son las relaciones de usar y tirar, y las personas que no pasan demasiado tiempo en su vida. Ni hombres ni mujeres han conseguido nunca hacer que se interese por el romanticismo que parece existir solo en las películas. Por eso de repente le resulta tan extraña la fijación que siente hacia Diana, la rubia, perfecta e inalcanzable directora de Marketing de su nueva empresa: su jefa. Aunque, conociéndose, quizá si lograra de ella la atención que busca dejaría de hacer el idiota y podría pasar a otra cosa. ¿O no?
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 436
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2021 Beatriz Prieto López
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
¿Cómo sabes que no te gusta si no lo has probado?, n.º 6 - mayo 2021
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Elit y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Shutterstock.
I.S.B.N.: 978-84-1375-641-7
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
1
2
3
4
5
6
7
8
9
11
12
13
14
15
16
17
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
«¿Cómo sabes que no te gusta si no lo has probado?». Eso me dijo mi madre ante el primer puré de verduras que me sirvió al cumplir los seis meses. Sí, se lo escupí a la cara y lo puse todo perdido, pero hice mucho más que tomar una cucharada de papilla verde. Aquel día adopté una actitud ante la vida, nunca dar por hecho que algo no me gusta antes de probarlo. La parte positiva era que podría escribir un libro con todas mis experiencias vitales; la negativa era que sería un relato plagado de escupitajos y náuseas. Resumiendo, la vida me llevó por una serie variopinta de decisiones y pruebas hasta llegar aquí, a mis 28 años, de becaria, en una empresa de la que nunca había oído hablar y en la que es probable que no dure más de dos meses. Porque, a pesar de todo, tengo una licenciatura en Relaciones Públicas, pero sospecho que solo me va a servir para relacionarme públicamente con la máquina de café y la fotocopiadora. Pero, eh, encantada de formar parte del equipo».
Eva ensayaba una y otra vez su discurso frente al espejo, mientras comprobaba si sus únicos zapatos de tacón hacían juego con el modelito que había escogido para su primer día de trabajo. Tendría que edulcorar un poco las palabras cuando presentara sus respetos a su nuevo jefe, pero causaría mejor impresión si al menos su ropa era la adecuada.
En realidad, si fuera por ella habría elegido un vestuario mucho más cómodo. Quizá un vaquero y una camiseta ancha, discreto a la par que sencillo. Pero no quería llamar demasiado la atención. Por eso escogió un pantalón negro de pinzas bastante ajustado, una camisa blanca y sus zapatos negros para ocasiones especiales.
No los necesitaba. Con su metro setenta y ocho de altura esos vertiginosos stilettos eran casi un martirio que, siendo fiel a sus principios, había probado por primera vez hacía un par de años, dejando claro que no eran para ella. A su juicio le hacían parecer un elefante caminando sobre un andamio, tras lo cual los lanzó a las profundidades de su armario para confiscarlos con el resto de la decoración navideña, aquella que usaba únicamente una vez al año.
–Bueno, no está tan mal –dijo en voz alta para ella misma–. ¿Tú qué crees, Rumpel? –Dirigió la mirada a su gato atigrado gris de pelo corto, que la observaba desde una posición privilegiada en el hueco de la cama que ya había hecho suyo.
«Miau».
–Ya, siempre me dices lo mismo.
Eva acarició con cariño la cabeza de su mascota antes de recoger su teléfono móvil y sus llaves. Tarea que para cualquier otra persona requería apenas unos segundos, pero a ella le llevaba al menos un par de minutos, puesto que cada objeto se encontraba en un extremo opuesto del cuarto. En su caótico mundo, sabía perfectamente dónde estaba cada cosa, aunque nadie que entrara allí definiría su habitación como un espacio ordenado.
–Adiós, peque. ¡Deséame suerte!
Llevaba viviendo allí casi ocho meses, pero todavía le costaba acostumbrarse a la arquitectura funcional y sin personalidad de la gran ciudad. Recordaba perfectamente la imagen de la construcción del día que fue a hacer la entrevista: uno de esos modernos y asépticos edificios situado en un barrio de las afueras. Una amalgama de oficinas levantadas en altura que funcionaban de ocho de la mañana a siete de la tarde aproximadamente, y que se convertía en un pueblo fantasma cuando comenzaba a anochecer. Pero así eran las cosas en las ciudades.
El ascensor se detuvo en la tercera planta. Nada más salir, cualquier visitante podía comprobar que se encontraba en la entrada de E-Vento, servicios integrales, según rezaba el cartel colocado estratégicamente a media altura en la pared derecha de la puerta; y el logo que podía recordar a la representación del aire en cualquier imaginario popular. Habría llamado al timbre, pero también recordaba que la puerta se mantenía abierta, según su suposición, al menos durante el horario habitual de visitas. Al cruzar el umbral se encontró con la mesa de atención e información, donde una sonriente, guapa y rubia veinteañera recibía a los visitantes y tomaba nota de su llegada y propósito.
–Buenos días –saludó la recepcionista al verla–. Eva Suárez, ¿verdad?
–Sí –respondió Eva rápidamente–, buenos días.
–Dame un momento para avisar a Diego de tu llegada.
–Vale, gracias.
Eva se entretuvo tratando de captar alguna información sobre los entresijos de la oficina, que ahora le interesaba más que el día de su entrevista. El espacio lo componían largos pasillos a izquierda y derecha que desembocaban en puertas similares a las de un corredor de hospital. Esperaba al menos no encontrarse con pacientes enfermos necesitados de algún tipo de medicamento milagroso. Al final de ambos pasillos había una puerta más llamativa que las demás, de madera maciza veteada, y un cartel dorado que desde su posición no alcanzaba a divisar.
«¿Dónde estarán los baños?».
Antes de poder responder a su pregunta, su hilo de pensamientos mentales se vio abruptamente cortado por una voz a su espalda.
–Bienvenida, Eva –dijo la voz de Diego, que le resultaba al menos familiar.
Efectivamente, cuando se dio la vuelta, descubrió al mismo chico que en su día le hizo la entrevista. Podía definirse como todo un hipster, con una poblada barba fruto de varios meses de trabajo, una camisa azul oscura y unos tirantes rojos a juego con unos pantalones pitillo del mismo color.
–Gracias. Encantada de formar parte del equipo –musitó, reduciendo a la mínima expresión todo el discurso que con tanto cuidado había preparado frente al espejo.
–Ven, te enseñaré las instalaciones.
La oficina era… lo que cabía esperar de una oficina. Justo detrás de la recepción había tres grandes salas multiusos. Por lo que Diego le explicó, dos de ellas se utilizaban como salas de reuniones para hablar con clientes o cuando se hacían reuniones de equipo. La tercera, compuesta por una mesa con sillas, una nevera y un microondas, funcionaba como sala de estar para los descansos de los empleados. Aunque desde fuera no le parecía demasiado acogedora.
El pasillo de la izquierda estaba formado por tres espacios definidos: uno que Diego presentó como administración, otro que nombró como el departamento de cuentas, y el último, que se apartaba levemente de ambos y que contaba con título propio, en el fondo del pasillo. Aquel dorado que Eva no había conseguido ver antes pero que ahora leía con claridad, y rezaba: «Luis Miguel Antúnez, CEO».
El pasillo de la derecha fue el más relevante para ella. Allí se encontraban otras tres salas, predispuestas del mismo modo que las del pasillo de la izquierda. La primera, daba cabida al departamento creativo; y, la segunda, donde ella pasaría seis largas horas al día, el departamento de producción. También observó cómo el segundo despacho independiente pertenecía a una tal Diana Fuentes, dirección de marketing, pero su mente ya estaba demasiado centrada en su nuevo lugar de trabajo. Tanto que olvidó preguntar dónde estaban los baños, mientras su vejiga se llenaba lenta pero inexorablemente de líquido.
–Y este es tu sitio –comentó Diego después de entrar en el departamento de producción, pero antes de presentar oficialmente a nadie.
Podía contar un total de cinco puestos de trabajo, dispuestos tres frente a los otros dos, pero solo cuatro estaban ocupados formando un cuadrado perfecto. Como era de esperar, a ella le tocaba el más alejado de la puerta, por lo que advirtió que tendría que molestar a dos de sus compañeros cada vez que quisiera entrar y salir de su escueto espacio formado por una silla y un ordenador portátil: un chico y una chica que aguardaban expectantes a que alguien hiciese las presentaciones. Sin embargo, fue la chica que se sentaba frente a ellos quien tomó la iniciativa y se levantó decidida a conocer a Eva.
–Hola, yo soy Marta. –El movimiento lógico fue el de dar dos besos, al que Eva respondió según las normas de cortesía del saludo.
–Yo Eva, encantada.
–Estos son Nuria y Javier –siguió la joven–, que parecen más vagos de lo que en realidad son.
Eva saludó con media sonrisa y un movimiento de la mano.
–Perdona, Eva –dijo el tal Javier–. La costumbre.
Javier se levantó también para saludar cortésmente a Eva, y Nuria hizo lo propio, aunque con una evidente desgana que para ella no pasó desapercibida. Podía definir a sus tres compañeros como un grupo de música pop de los ochenta, cada uno con su propio estilo, pero que de alguna forma encajaba con el resto. Marta era pelirroja, no sabría decir si natural o teñida, llevaba el pelo muy corto, rapado en un lateral, y vestía con un pantalón ceñido y una camiseta suelta, completamente de negro. Nuria tenía el pelo largo y castaño claro, semirecogido con unas horquillas, y estaba vestida con una falda larga en tono pastel y una blusa blanca cerrada hasta el cuello. El tal Javier tenía la apariencia de ser una persona que no se preocupaba apenas de su aspecto, con el pelo desaliñado, una barba de dos o tres días y vestido con un vaquero y una camiseta con un divertido dibujo de un dinosaurio pensativo.
El silencio se instauró un segundo después de las presentaciones, sin que ninguno tuviese claro cuál era el siguiente paso. Diego, que ya había tomado asiento en su posición, fue quien se encargó de romper ese momento incómodo.
–Puedes sentarte y ahora te diré qué hacer.
–Claro… –Sonó casi convencida, pero una presión creciente en su vejiga hizo que amagara en su propósito–. Me gustaría ir antes al baño, por favor.
–Ah, sí, sí. Tienes que salir de la oficina, del todo, el baño de chicas está a la derecha. No tiene pérdida, pero si te lías pregunta a Cris, la chica de recepción.
Eva asintió antes de abandonar la sala a su suerte. Apresuró el paso por el pasillo camino de la recepción, donde dudó de la dirección que debía seguir bajo la atenta mirada de Cris. Sin embargo, su sentido innato de la orientación no tardó en recomponer sus ideas para evitarle la vergüenza de tener que preguntar a la joven recepcionista. Con el rumbo marcado se dispuso a apresar el picaporte, pero, justo antes de lograrlo, la puerta se abrió con tal violencia que a punto estuvo de estampar su cara en la superficie y dejarla como un vinilo plástico perfectamente adherido a un cristal.
Al otro lado una mirada funesta sobrevoló su presencia sin intención o interés en disculparse por haber atentado contra su integridad. Una mirada gris y fría como el hielo que pertenecía a una mujer alta y rubia, de aproximadamente metro ochenta de altura y proporciones esculturales que entró con rigidez y firmeza. Y que pasó de largo moviendo el aire y tal vez el suelo a su paso, sin detenerse por nada ni nadie hasta llegar a su destino y sellar ese lapso con un portazo del despacho de Dirección de Marketing que retumbó en toda la oficina.
«Todos encantadores en esta empresa».
En realidad, cada segundo que pasaba menos convencida estaba del encanto de aquel lugar. Especialmente después de rellenar el cuadradito 125 de su hoja de cálculo en Excel. No podía decir que su tarea no fuese entretenida: hacer un listado, por orden alfabético, de todos los bares con capacidad para más de cincuenta personas en diez kilómetros a la redonda.
Entretenido, sin duda. Divertido, no tanto.
Y si todas sus tareas como becaria de producción se iban a reducir a hacer listados inútiles, quizá su incursión en el mundo de los eventos terminase antes de lo previsto, porque podía decir sin temor a equivocarse que aquello no le gustaba.
La puerta del departamento se abrió, quebrando la silenciosa armonía del trabajo en solitario. Ninguno pareció sorprenderse por el ímpetu con el que la mujer rubia –de cuyo nombre no podía, o quería acordarse– entró sin saludar a nadie. En ese momento pudo observarla un poco mejor que en su primer encuentro, para comprobar que la intimidante energía que irradiaba no procedía únicamente de su forma de caminar. Hasta su vestuario, compuesto por un elegante vestido gris oscuro hasta la rodilla, medias oscuras y botas altas cumplía con la función de amedrentar al personal. Por no hablar de su peinado recogido y bien sujeto en la parte superior de la cabeza, con un par de mechones convenientemente sueltos que prometían una larga cabellera llena de ondas que suponía nadie en ese lugar había visto. Llegó directamente al sitio de Diego y lo increpó sin muchos miramientos.
–¿Qué ha pasado con el cóctel para la conferencia del doctor Rubial? –preguntó en un tono de voz seco y distante.
–Llamaron ayer diciendo que habían aumentado las plazas –respondió Diego, sin dar demasiada importancia al tono imperativo de la mujer–. Al final son 65 personas y no nos cabían en el bar que habíamos alquilado. Ya está cancelado. Y Eva está haciendo un listado con opciones nuevas.
–Tiene que estar solucionado esta tarde –ordenó, tras echar un fugaz vistazo a la silla ocupada por Eva para negar su existencia con la misma indiferencia por segunda vez y salir de allí con la exacta rapidez a la que había entrado.
–No le des importancia –comentó Marta ante la cara de estupefacción de Eva–, es así con todo el mundo.
–¿Quién es? –quiso saber Eva.
–Diana, la directora de marketing. Se cree la dueña de todo porque Luismi nunca está en la oficina. Luis Miguel es el CEO.
–Si podéis llamarle Luismi será que es majo.
–Él sí –dijo Diego uniéndose a la conversación–, pero no tenemos la misma relación con ella, a la vista está.
–Nosotros la llamamos Lady Di –comentó Javier–, más que nada por si se le pega algo, aunque sea el coche.
–¡Javi! –gruñó Nuria.
–¿Qué? Todos lo pensamos, pero nadie lo dice. Es una hija de perra.
–Javi está picado con ella porque insinuó que es un malfollado –explicó Marta.
–No lo insinuó, dijo literalmente que venía a trabajar amargado porque mi novio no me daba lo mío. Desde luego, pelos en la lengua no tiene, debe tenerlos todos en el coño.
–¿Eres gay? –preguntó Eva casi por inercia.
–No.
No quiso seguir indagando, había recibido demasiada información en su primer día de trabajo. Aquella oficina en la que se respiraba más silencio que otra cosa escondía también tensiones y malos rollos. Y una de las causas claras era aquella mujer que ostentaba el cargo superior en la empresa pero que en dos ocasiones había rehusado conocer a la incorporación más reciente. Una arriesgada y cuestionable estrategia para ganarse el respeto de sus subordinados, pero más que efectiva para ganarse su temor.
El día siempre mejoraba cuando veía a Sonia, su mejor amiga desde hacía siete meses y medio. La verdad sobre cómo se conocieron era un tema que habían prometido vetar en el noventa y nueve por ciento de las ocasiones, aunque no podía evitar que una parte de su cerebro evocara su primer encuentro cada vez que se veían. –Y cómo le había entrado sin anestesia ni nada en un bar de ambiente al que se le ocurrió ir una de sus primeras noches en la capital–. Esa tarde habría preferido irse a casa, pero Sonia no habría aceptado un “no” por respuesta ante su primer día de trabajo. Quería saberlo todo. Ella y el resto del grupo, Edu y Blanca, los amigos de Sonia que ahora eran también los suyos, a quienes estaba más que agradecida por haberla aceptado como una más. De lo que estaba segura era de que ya no podría vivir sin ellos.
–Por fin, hija –saludó Sonia elevando su tono de voz–. Mira que te haces de rogar.
Sonia era más o menos como ella, aunque unos veinte centímetros más baja. Pelo castaño y largo, que siempre llevaba recogido en una coleta. Eva prefería llevarlo suelto, liso u ondulado dependiendo del día, y un poquito más corto por norma general. Entre sus muchos parecidos, estaba también el de la ropa. Sonia solía escoger vestimentas que resultasen cómodas, aunque no fueran tan vistosas, quizá porque su trabajo no exigía una etiqueta en particular.
–¿Cómo están esas chicas de oro? –preguntó ella saludando también a su manera.
–Menos mal que no me ofendo… –dijo Edu con una fingida mueca de desgana, típica en él, un gesto encantador que hacía saltar a la vista su carácter algo femenino.
–¿Te vas a ofender a estas alturas?
–Sí, lo tengo bastante asumido. Pero me pido Betty White, que era la que más molaba.
–Desde luego es la que más te pega. –Sonia sonrió señalando a la rubia cabellera de Edu, casi en un idéntico color al que lucía la susodicha en la antigua serie de los ochenta. Claro que solo en eso se parecían, porque en todo lo demás, Edu seguía siendo un niño. Un peinado de estilo teenager con flequillo perfectamente peinado hacia la izquierda que enmarcaba su rostro casi angelical y siempre afeitado. Su imagen era precisamente la de un eterno adolescente, de vestimenta desenfadada compuesta por pantalones, polos o camisas de diversos colores. Guapísimo, tal y como sus amigas habían reconocido varias veces, que nunca tenía problema para mostrarse bien acompañado de todo tipo de parejas esporádicas.
Después de dar los dos besos de rigor a cada uno, tomó asiento en el lugar que tenían destinado a tal efecto.
–Bueno, cuéntanos –pidió Blanca ante su impasible silencio, al tiempo que se acomodaba como podía en su silla casi haciendo malabares con su ajustado traje azul marino, el uniforme oficial de las comerciales de su empresa que a ella le sentaba especialmente bien y que encajaba a la perfección con su carácter más serio y sofisticado. Exactamente igual que su pelo negro como el carbón, divinamente planchado como una tabla, que llegaba hasta sus omoplatos.
–No sé… –comenzó–. El sitio no está mal, es grande y eso… Se ve que tienen bastantes clientes, pero, además del hecho de que no me han dejado hacer prácticamente nada, la mayoría de la gente parece que tiene un palo metido en el culo. No todos, algunos de mis compis parecen majos, es pronto para juzgar, pero hay sobre todo una que por donde pasa no vuelve a crecer la hierba.
–Esas son las peores cuando se sueltan –comentó Edu, como sabiendo algo que las demás ignoraban. A pesar de ser abiertamente gay y de las maneras que tenía de hablar y expresarse, algunas veces intentaba dar lecciones sobre el sexo femenino, cosa de la que sin duda no tenía ni la menor idea.
–No creo, es la jefa. Y lo deja bastante claro.
–Uf, qué morbazo me dan a mí los jefes a tope de power.
–Esa seguro que no –dijo Blanca con un evidente tono irónico.
–Hombre, claro, ya sabes que, si no tengo un mango donde agarrarme, me mareo. Pero a lo mejor Evita puede encontrarle el punto.
–Claro que sí, el segundo día me lío con la jefa borde de cuarenta años a la que todos odian, y ya me gano el cariño hasta de los floreros.
–Tú lo que tienes que hacer es dejar que te presente a un par de amigas, o sea, a un par de amigos míos –siguió Blanca–, así se te pasaría esa tontería que te ha dado con las tías. –Blanca solía hablar a gran velocidad, cosa rara teniendo en cuenta que para el resto de cosas era bastante lenta. A veces dudaba si era su lengua o su cerebro lo que iba más rápido, pero en cualquiera de los casos la quería como era, a pesar de estar segura de que nunca llegaría a entender sus gustos personales.
–¡Ay, Blanca! –exclamó Sonia–. Mira que eres antigua. Deja a la chica que se líe con quien quiera.
–A ver, que nos estamos saliendo de madre. –Eva trató de calmar los ánimos alzando la voz y las manos al mismo tiempo–. Primero, que ni la jefa ni ninguna otra tía de la empresa me interesa. Y segundo… está Álex.
–¿Cómo Álex? –preguntó Sonia entre la sorpresa y la reprimenda–. Álex, tu exnovio del pueblo que se vino a vivir aquí hace años, al que te tiraste una noche de borrachera y juraste y perjuraste que jamás volverías a ver y en teoría no habías vuelto a ver nunca más, pero parece ser que has seguido viendo y haciendo dios sabe qué. ¿Ese Álex?
–No, Álex Ubago, no te jode…
–Joder, Eva.
–Deja a la chica que se tire a quien quiera… –replicó Blanca parafraseando lo que Sonia había dicho unos segundos antes, visiblemente contenta por el repentino cambio de perspectiva.
–No os lo tenía que haber contado. Es igual. ¿Y vosotros que os contáis?
–Pues yo sigo en mi nube de amor con Óscar –contestó Blanca rápidamente, sin dar opción a que nadie más hablase. La gran sonrisa que se dibujaba en su cara y el tono de voz más agudo de lo normal eran los signos habituales en ella de la estupidez de los enamorados–. Creo que un día de estos me pedirá que me case, o sea, que nos casemos, y estaré oficialmente fuera del mercado.
–Tú llevas fuera del mercado desde los 15 años –sentenció Sonia–. Óscar y tú sois como uno de esos viejos matrimonios que no saben de quién es cada manía. No como Edu y yo, solteros y sin compromiso, a ver si salimos una de estas noches a por unos mozos en edad de merecer.
–Pregunta. –Edu levantó la mano emulando las normas que se seguían en el colegio, y dirigiendo su interés hacia Eva–. ¿Has vuelto al redil hetero? No me malinterpretes, ya sabes, Álex está tremendo, pero me molaba no ser el único gay del grupo.
–Yo no he dicho tal cosa. Estoy en una fase experimental con Álex, pero no me cierro ninguna puerta. Digamos que he echado las cortinas.
–Yo es que eso de jugar a dos bandos no lo veo –sentenció Blanca con un gesto mohíno–. O carne o pescado, pero ambos no puede ser.
–¿Y por qué no? –increpó Eva, molesta–. Cada persona es única más allá de su cuerpo, y la atracción puede surgir en cualquier momento. Qué manía con ponerle una etiqueta a todo.
–Lo tuyo también la tiene: bisexual, querida.
–Será eso. Me da igual, todo lo que me importa es ser feliz como quiera y con quien quiera. Lo que tenga entre las piernas es totalmente circunstancial.
–Qué pico tienes… –bromeó Sonia para rebajar la tensión del momento–. No sé cómo no te dedicas a la política.
–No puedo tomar mis propias decisiones, como para decidir por los demás.
Quizá ese era el problema, pensó mientras entraba en casa, la incapacidad que tenía para tomar decisiones duraderas. El reloj marcaba las once y diez, pero fue su gato quien dejó claro que se había retrasado más de la cuenta con insistentes maullidos que clamaban por la comida.
–Perdona, Rumpel –se disculpó mientras rascaba ese punto en la cabeza, justo detrás de las orejas, que el minino adoraba–. No esperaba llegar tan tarde.
No podía evitar sonreír cada vez que pronunciaba el nombre de su minino. Curiosamente, su madre le contó demasiadas veces el cuento de Rumpelstiltskin de pequeña. Aseguraba que ese ser se la llevaría si no hacía todo lo que ella le decía. Pero no fueron las amenazas, sino el debate interno sobre probarlo todo, lo que hizo que su madre y ella tuviesen una relación bastante cordial durante toda su vida. Quizá por eso había decidido poner a su gato tan distinguido nombre. Si conseguía llevársela, dejaría de probar y probar cosas que no le traían más que problemas.
Al menos parecía capaz de tomar una decisión sencilla, como qué darle de cenar a su pobre gato. Después de cumplir su misión felina, se quitó y lanzó por el aire sus únicos y machacados stilettos y se dejó caer en la cama dudando de si cambiarse de ropa o dormir con lo puesto.
«Mañana será otro día».
«Debe ser una cosa de madres. Tienes hijos y te cambia el biorritmo. Porque no creo que siempre haya sido así. Lo que más me preocupa es convertirme yo en ella. Aunque tampoco tengo muy claro lo de tener una criatura a mi cargo. Pero ¿si es cosa de la edad? A lo mejor se me funden los plomos a los 40 aunque no tenga hijos».
–¡Ay, mamá! –La voz insistente que apenas cogía aire entre frase y frase de su madre al otro lado del auricular iba haciendo mella en su determinación al caminar–. Pues qué quieres… –respondió a la clásica pregunta de madre de qué tal el trabajo–. Es mi segundo día, al que por cierto llego tarde. Pero vamos, que muy contenta, sí… Te dejo que estoy entrando, adiós.
Tal como había dicho a su madre, entró como una exhalación en la oficina, impidiendo con un gesto de la mano que la jovencísima recepcionista, Cris, le dijese algo que de seguro no era tan importante como llegar lo antes posible a su puesto de trabajo. Quizá no era para tanto. A fin de cuentas, en todas partes se daban cinco minutos de cortesía antes de empezar. O diez…
Al entrar en su sala, se alegró y preocupó al mismo tiempo y en la misma medida al comprobar que su jefe directo tampoco estaba en su puesto de trabajo. Se dejó caer en la silla, soltando un suspiro que se llevó un gran peso de su cuerpo.
–Diego te está esperando en la sala de reuniones –comentó Nuria aguardando al momento preciso en que había empezado a relajarse.
–¡Mierda! –exclamó Eva.
–Esto es empezar con estilo –bromeó Javier–. Me encantaría ir contigo a la sala, pero ni loco.
Eva se levantó al punto para volver a sofocarse en la carrera por los diez metros lisos que separaban ambas estancias.
–En la sala de reuniones A –susurró Cris cuando Eva pasó casi flotando por su lado.
Peor que encontrarse con la mirada acusadora de Diego al cruzar el umbral de la puerta fue toparse con la última presencia que esperaba allí, altiva y orgullosa, imponente como una montaña.
La mirada de la denominada Lady Di hizo que la sangre se le solidificara dentro del cuerpo. El día anterior apenas había logrado algo más que una mirada de soslayo, pero ahora los ojos en toda su plenitud de aquella mujer de hielo caían sobre su persona.
Tal vez por su tardanza o por su elección de vestuario. Teniendo en cuenta que las pocas personas que había conocido en la empresa no seguían un patrón en cuanto a la vestimenta, decidió apostar por su propio estilo, mucho más sport que el día anterior, compuesto por un pantalón vaquero, una camiseta sencilla y ancha que ocultaba las curvas de su talla cuarenta y unas zapatillas blancas clásicas que según su criterio combinaban con cualquier conjunto. Muy diferente al elegante traje dos piezas de su jefa, pantalón y chaqueta burdeos en esta ocasión, con una blusa de color blanco.
En la sala solo había una presencia más, alguien a quien no podía identificar ni en nombre ni en rostro. Un muchacho joven con gafas y pinta de informático que esperaba sentado y apartado de la tensa situación que se libraba cerca de la puerta, haciendo como que mantenía la vista en su teléfono móvil, pero mirando levemente hacia los demás presentes.
Puesto que nadie decía nada, Eva tomó la determinación de cerrar la puerta y ocupar un asiento junto al muchacho, pero no alcanzó su objetivo. Antes de poder sentarse, la energía de aquella soberbia mujer rubia hizo que se detuviera en seco.
–En esta empresa cumplimos unos valores muy estrictos. Puntualidad, personalización y un servicio impecable. Si nos comprometemos a organizar o entregar algo en una fecha, es en ese preciso instante. No un minuto después. No un segundo tarde. A la hora en punto. Eso va también por las horas de llegada. Aquí quien no cumple, a la calle. Me da igual que seáis becarios, al efecto sois trabajadores de la empresa, ponéis cara a nuestros valores y debéis cumplirlos a rajatabla.
–Sin recibir nada a cambio… –Eva tuvo la osadía de interrumpir a su jefa, cosa de la que se arrepintió un segundo después, al ver su rostro desencajado.
–Estoy hablando yo –gruñó–, un poquito de respeto. Estás en un proceso de formación. Si cumples tu cometido recibirás una recompensa en forma de contrato laboral. Pero si no te interesa, tienes abierta la puerta de par en par.
Eva no pudo hacer otra cosa que mantener el silencio y asentir con la cabeza. No le gustaba nada “meter el rabo entre las piernas” pero, teniendo en cuenta que esa mujer tenía su futuro laboral en sus manos, sería mejor no provocarla. Al menos de momento.
–Siéntate –ordenó Diana, mandato que Eva obedeció en menos de dos segundos.
Diana comenzó una charla explicativa acerca del tipo de eventos que solían organizar en la agencia. Principalmente para instituciones, celebraciones deportivas o empresas varias; aunque también estaban dispuestos a organizar cualquier evento privado siempre y cuando se tratase de un cliente con posibilidades económicas elevadas. Tal como ella lo veía, unos elitistas de mucho cuidado, pero así era como funcionaba el mundo. Después se centró en el chico de gafas, que como había supuesto, entraba como becario en el departamento de administración e informática. Solo entonces Diego se acercó a ella con la intención de continuar donde Diana lo había dejado.
–¿Tienes alguna duda hasta ahora? –preguntó Diego con amabilidad.
–Unas cuantas. Pero si te refieres únicamente a la parte de formación, todavía no me queda claro cuál es nuestro papel en todo este proceso.
–Muy sencillo. Nuestro departamento es el de producción, es decir, encontrar soluciones a las necesidades de los clientes. Por ejemplo, imagina que tenemos que organizar una convención de medicina a la que asistirán médicos a dar conferencias y personalidades varias. En ese caso, habría que buscar un espacio adecuado para hacerlo, preparar todo el material que necesiten los ponentes, como atril, micrófonos, proyectores, etc. No puede faltar tampoco el catering, y toda la publicidad, carteles promocionales, photocall, folletos explicativos… Todo dependiendo del cliente, del despliegue de medios que quiera y del presupuesto con el que cuente. Y lo mismo para cualquier otro evento, aunque cada uno con sus propias características.
–Y, ¿qué más cosas se organizan?
–De todo, la verdad. Convenciones, presentaciones de productos, conciertos, congresos, reuniones, eventos de promoción, fiestas, e incluso ceremonias y eventos personales. Te aseguro que organizar bodas de famosos no es tan divertido como parece.
–Pues a mí me resulta interesante, seguro que se me ocurrirían unas cuantas cosas para montar la boda del siglo.
Algo en su última intervención llamó la atención de Diana, que dejó a su compañero con la palabra en la boca para dirigirse a ella.
–El proceso de organización de eventos está muy marcado en esta empresa –dijo con toda la seriedad y frialdad que se empeñaba en mostrar–. Yo lo ideo, yo lo planifico. Vosotros sois el brazo ejecutor. Vuestro deber es conseguir todo lo que yo necesite. Se aceptan ideas, por supuesto, pero no tuyas, que acabas de entrar. El derecho a hablar se gana con trabajo duro y esfuerzo. Solo de ti depende que tengas más o menos responsabilidades. Podrás hablar con los clientes siempre dentro de unos parámetros. Y, ante cualquier duda, no inventes: pide disculpas, consulta y ya darás una respuesta, pero jamás inventes la información. –Eva volvió a asentir como única respuesta, viendo cada vez más mermada su capacidad de reacción ante aquella mujer a la que todos temían y odiaban a partes iguales–. Ahora, a trabajar.
Diana dio la sesión por terminada con una sonora palmada de sus manos. Y todos los presentes, como soldados, formaron una fila y marcharon hacia sus puestos de combate sin cuestionar las órdenes de su líder. Ni una discusión hacia una autoridad que debía haberse ganado a pulso. A pesar del carácter que gastaba, había algo en ella que le intrigaba y le causaba curiosidad. ¿Sería así de verdad o estaba interpretando un papel demasiado bien aprendido? Tendría tiempo de descubrirlo y formarse su propio juicio sobre ella, aunque dudaba que su siguiente interacción tuviese lugar próximamente.
Había resultado todo un alivio regresar a su pequeño espacio en la oficina, donde podía concentrarse en las aburridas tareas que le encomendaban y no tenía que ser sociable con nadie más. Cosa que habría sido más fácil si sus morbosos compañeros no hubieran querido conocer los detalles de su infructuosa reunión con la jefa.
–¿No te han echado todavía? –preguntó Nuria aprovechando la ausencia momentánea de Diego, como si realmente esperara que su segundo día fuese también el último.
–No, parece que de momento me tenéis que seguir aguantando.
–Pero bronca seguro que te ha caído –replicó Marta al tiempo que se quitaba sus gafas de cerca para centrar su atención en ella.
–Cuenta, cuenta –intervino Javier–, aquí puedes hacer toda la sangre que quieras de Lady Di.
–Pues sí, me ha caído una buena bronca, pero no puedo quitarle la razón. He llegado tarde, así que me lo merecía.
–Qué fuerte –siguió Javier–, ¿la estás defendiendo?
–No justifico sus maneras de superioridad y su mal carácter, pero es de suponer que si ha llegado adonde está será por algo.
–Sí, por pasar horas de rodillas en el despacho de Luismi…
–¡Joder, Javi, tío! –exclamó Marta.
–¿Qué? Todo el mundo sabe de esas reuniones dudosas que tenían antes de que ascendiera. Contento tiene que estar su marido.
–¿Qué hacía antes? –quiso saber Eva.
–Estaba aquí, en nuestro departamento –respondió Marta–. Ocupaba el puesto de Diego, pero cuando los clientes empezaron a ser demasiados se hizo necesario un perfil que se ocupara de gestionar todas las cuentas y dejara más de lado la producción, sobre todo porque Luis Miguel cada vez pasa menos tiempo en la oficina.
–Diego es muy majo. –Eva trató de cambiar el foco de atención de la conversación hacia el jefe de su departamento, algo que no pasó desapercibido para ninguno de los presentes. Especialmente para Nuria, que dejó lo que estaba haciendo para centrarse en ella.
–¿Tienes novio? –preguntó sin paños calientes.
–¿Perdón?
–Uy, es que has tocado hueso –dijo Javier–. Nuria está que bebe los vientos por Diego, y si no tienes novio y encima te parece majo, prepárate para ser destruida cual amenaza de virus troyano.
–Pues sí, tengo algo así como novio. Pero vamos, que no tengo ningún interés en Diego en ese aspecto, igual que no creo que un novio sea impedimento para nada. Ni siquiera un marido lo es a veces.
–Y si no que se lo pregunten a Lady Di –apuntilló Javier con una sonora carcajada.
–Estás un poco obsesionado con ella tú, ¿no? Cuidado que del odio al amor hay una línea muy delgada.
La expresión de Javier se volvió oscura al tiempo que las chicas reían con la última ocurrencia de Eva. Risas que duraron apenas unos segundos, hasta la irrupción en la sala de Diego y Diana, que llegaban dispuestos a acabar con el buen rollo.
–Eva, necesitamos ya la lista de bares que te pedí ayer –comentó Diego tratando de pasar por alto la situación.
–Claro, te la mando por mail.
–¿Cuántos son?
–130 aproximadamente.
–¿130? –exclamó Diana–. Eso no puede ser, ¿no has hecho una preselección?
–No sabía que tuviera que hacerla.
–Hay que tener un poco de iniciativa y sentido común. Si haces un listado de 130 espacios y se los pasas a tu jefe sin discriminar los que no valen, ¿qué trabajo se supone que has hecho? Tendrías que haber llamado a uno por uno, preguntar por la disponibilidad y confirmar que la capacidad es la que aparece en sus webs, además de averiguar el presupuesto y priorizar los que en mejor situación se encuentren. Todo eso para que al final a tu jefe le queden entre cinco y diez opciones entre las que elegir, como mucho. Y que a mí me lleguen la mitad para tratarlos directamente con el cliente. O ¿crees que debería proponerle al cliente 130 lugares para que elija?
–Yo me ocupo, Diana –dijo Diego antes de que ella pudiese contestar.
–Llegas tarde, pasas más tiempo de cháchara que trabajando, y encima el trabajo lo haces mal. Tu futuro aquí pende de un hilo muy fino ahora mismo. Tienes suerte de que existan las semanas de prueba. –Diana omitió a Diego para terminar de soltar su discurso a Eva, saliendo de la sala acto seguido con un sonoro portazo.
Eva podía sentir sus mejillas enrojecidas ante las miradas fijas de todos sus compañeros, y casi podía leer en los ojos de Javier un certero y puntiagudo «seguro que ahora no la defiendes tanto».
–Pásame la lista, venga –pidió Diego, a lo que Eva respondió con una negativa de su cabeza–. Tengo que dejarlo solucionado hoy.
–Yo lo haré. ¿Puedo ir a la sala de reuniones?
–Sí, pero… –Diego titubeó ante la posibilidad de confiar la tarea a Eva–. Tu jornada acaba en una hora, no te dará tiempo.
Eva se limitó a recoger el ordenador portátil y dirigirse a la sala de reuniones sin hacer otro comentario al respecto. Le esperaba una larga e intensa tarde por delante, para con suerte redimirse de todo lo que había hecho mal hasta el momento en su nuevo trabajo.
Cuatro horas y siete llamadas perdidas después, seis de Álex y una de un número desconocido, estaba a punto de terminar la ronda de eliminación de bares. Había percibido el desfile de compañeros que marchaba hacia sus hogares al menos una hora antes. Tan solo Diego pasó a pedirle que pospusiera las llamadas hasta el día siguiente, a lo que, por supuesto, ella se negó. La oficina estaba completamente vacía para entonces y su oreja empezaba a dolerle de tener apoyado el teléfono. Pero el dolor y las dos horas de retraso en la cita con su medio novio valdrían la pena si conseguía cambiar la opinión que sus jefes tenían en ese momento sobre ella. No se consideraba la persona más responsable del universo, pero tampoco era un auténtico desastre. Les demostraría, especialmente a ella, que valía para ese trabajo y que esperaba ser mucho más que la encargada de hacer listas interminables.
Suspiró, liberando un gran peso de encima cuando cortó la última llamada y tomó las notas pertinentes acerca del lugar. Hizo el recuento de los bares que se habían llevado las notas más positivas y solo entonces levantó la vista de sus papeles para descubrir la mirada penetrante de Diana al otro lado de las cristaleras de la sala de reuniones, justo un momento antes de abrir la puerta y entrar.
–No puedes quedarte aquí sola, tengo que cerrar la oficina.
–Ya he terminado. –Eva entregó una hoja de papel con el resumen del trabajo de toda su tarde–. Aquí tienes un listado de los cinco bares que más se ajustan a lo que Diego me pidió. He añadido uno más que se sale un poco de presupuesto, pero es más grande y mucho más chulo, ofrecen música en directo y tiene una terraza en la azotea, para mí sin duda es la mejor opción.
–Vete a casa, anda –dijo Diana sin más, después de coger la lista de manos de Eva.
El nudo en el estómago y las ganas de llorar que arañaban sus ojos por dentro no la abandonaron en todo el viaje de vuelta a casa. Rabia, frustración e ira. Todo eso le había provocado Diana con solo un puñado de palabras vacías. Se había esforzado, había pasado toda la tarde tratando de enmendar su error. Y lo único que había conseguido de ella era un gesto más de indiferencia. Tal vez fuera cierto que su futuro en la empresa pendía de un hilo, solo que iba a ser ella quien lo cortara con una tijera o con los dientes. Al menos esperaba olvidar esa sensación al llegar a la tranquilidad de su piso y pasar un rato con Álex, aunque temía que su desplante lo hubiera ahuyentado o enfadado lo bastante como para que su noche empeorase un poco más.
Cuando por fin llegó al portal de su bloque tuvo la respuesta clara a todas sus pesquisas: Álex seguía allí, apoyado en la pared, con su habitual porte de chico duro mientras sujetaba el casco de su moto y se mesaba el pelo oscuro, que llevaba peinado muy corto y de punta. Era el foco de las miradas de las pocas personas que pasaban por la calle en ese momento, debido sin duda a una anatomía que podía considerarse perfecta y que lucía todavía más con el pantalón y la chaqueta de cuero típicas de un motorista. Sin embargo, la imagen se completaba con un rostro que mostraba un gesto serio y fruncido, del enfado más absoluto con el que no tenía ninguna gana de batallar. Por eso tomó las riendas de la situación y se lanzó a besarlo con pasión antes de que pudiese decir una palabra. Pero su táctica no dio el resultado esperado. Álex se apartó de ella bruscamente, con una expresión que se debatía entre el enfado que ya tenía y la estupefacción por el comportamiento de Eva.
–¿Sabes cuánto tiempo llevo aquí esperando?
–Lo sé, lo siento, llevo un día de mierda en el trabajo y no tengo ganas de continuarlo en casa. Puedes quedarte y echamos un polvo para relajarnos, o puedes irte y ya hablaremos. Mis reservas de energía para batallar hoy se han agotado, así que tú mismo.
Álex hizo un amago de marcharse de allí, pero Eva lo sujetó por una muñeca y lo arrastró con ella.
–¿Qué haces?
–Llevarte a la cama –contestó despreocupada mientras abría la puerta de entrada del edificio.
–¿Qué…? Bueno, vale, pero no estoy contento con esta situación.
–A mí con que esté contento tu soldado imperial, me basta.
Ni siquiera esperó a estar dentro de su piso para empezar a desnudarle. Necesitaba liberar todo el estrés acumulado, y el sexo siempre resultaba una buena terapia de choque. El riachuelo formado por las prendas de ropa que iban cayendo al suelo desembocó en el mar del salón, donde la tempestad se desató entre ellos y las olas de placer golpeaban contra sus paredes. El sofá fue la superficie perfecta para empujar a Álex y dejarse caer sobre él, a horcajadas, y para intentar olvidar las imágenes de su nefasto día en la oficina con cada profunda embestida.
–Sí que tienes tensión acumulada… –comentó Álex entre jadeo y jadeo.
–Calla y concéntrate.
–Ya, ya –gimió.
–Chico, qué sensible estás.
–No, que yo ya… –terminó la frase con un profundo suspiro y un espasmo de su cuerpo.
–¿Ya? –Eva trató de seguir en su posición, pero el gesto de Álex dejó claro que la sesión había finalizado forzosamente.
Eva resopló y se hizo a un lado a regañadientes. Por suerte para ella, Álex no era de los que miraban solo por su propio placer, como comprobó al ver su cabeza descender hasta uno de los puntos más sensibles de su cuerpo. Aunque el muchacho se esforzaba y ponía empeño nunca había sido un experto en el arte de usar la lengua, por eso no pudo evitar que su mente desconectara de lo que ocurría más abajo y se centrara en el techo del piso, que parecía mostrar imágenes aleatorias de personas y lugares que acababa de conocer. Una situación menos erótica de lo que debería ser, pero tendría que servir al menos para conciliar el sueño esa noche.
La ventaja de tener un medio novio con moto era que se llegaba mucho más rápido al trabajo que en transporte público. Y debía reconocer que le encantaba la sensación de la velocidad y el viento en su ropa mientras se abrazaba con fuerza a los abdominales marcados del joven. Cuanto más corría, más fuerza hacían sus brazos alrededor del cuerpo masculino, y su mente serpenteaba bajo la camiseta que solo hacía unas horas decoraba el suelo de su piso.
La moto se detuvo en el momento exacto en que empezaba a seguir un peligroso hilo de pensamientos, por lo que tuvo que concentrarse en la tarea de bajar de una sola pieza del vehículo para comenzar un nuevo e incierto día de trabajo.
–Que tengas un buen día en el trabajo –comentó Álex después de quitarse el casco–. Si esta noche estás muy estresada, puedes volver a llamarme.
–Gracias, lo tendré en cuenta.
Se despidieron con un beso intenso que podría haber sido el preludio de una situación mucho más ardiente, pero que duró menos de lo esperado debido al incesante goteo de personas que entraban en las oficinas. Eva aguardó a que Álex se recolocara el casco y arrancara la moto para lanzar un saludo con la mano antes de perderse en el interior del edificio de oficinas. La gran entrada se convertía en un embudo a esa hora de la mañana y dificultaba el acceso hasta los tres ascensores, que no paraban de bajar y subir, deteniéndose de forma aleatoria en casi todas las plantas.
No llegó a tiempo para tomar el último que subía repleto de gente, pero al menos sería la primera en entrar y elegir posición en el siguiente. Insistió varias veces, presionando el botón de llamada, hasta que una de las puertas se abrió y pudo cumplir con su propósito, avanzando hasta una esquina donde no tendría que entrar en contacto con tantas personas. Trató de omitir cualquier presencia que no fuera la suya mirando la pantalla de su teléfono móvil, que acababa de iluminarse recibiendo una llamada entrante de un número que no tenía registrado. Su intención fue contestar, pero la presión de la gente arrinconándola para ocupar hasta el último milímetro del espacio impidió cualquier intento de responder a la llamada. Lo más extraño fue que el ambiente no se cargó tanto como cabría esperar. Por el contrario, un aroma agradable invadió sus fosas nasales, haciendo que levantara la vista por pura curiosidad.
–Buenos días –saludó Eva de forma atropellada al verse frente a Diana sin esperarlo. Pero lo que más nervios le causó en su estómago fue el pensar en que quizá había visto su despedida de Álex, lo que hizo que el calor volviese a subir a sus mejillas.
–Buenos días –respondió Diana con una amabilidad que jamás habría supuesto–. Quiero hablar contigo en mi despacho.
–Claro –fue lo último que dijo antes de que el silencio se hiciera dueño del angosto espacio con demasiadas personas respirando y tosiendo a la vez.
Entró en la oficina con más pausa de la que debía, alargando el momento de acudir a su cita en el que podía considerarse “despacho oval” de la empresa, en ausencia del CEO. También se tomó su tiempo en entrar en la sala de producción a dejar sus cosas y saludar a sus compañeros, como si tuviera un especial interés en saber en qué habían invertido su tiempo la tarde anterior.
–¿A qué hora te fuiste de aquí? –quiso saber Diego.
–A las ocho, creo. No sé, cuando Diana me echó, básicamente.
–¿Acabaste la lista?
–Sí, se la di a ella. Y ahora quiere hablar conmigo…
–Ay, madre… –suspiró Diego–. No le hagas esperar.
Eva no tuvo otra opción que obedecer y acudir a su cita con el destino, o a una realidad mucho menos dramática de la que quería creer.
–Adelante –respondió la voz de Diana después de que ella llamara un par de veces a su puerta.
No le ofreció sentarse, así que se limitó a esperar en silencio y de pie alguna instrucción para saber qué debía hacer.
–He revisado la lista –siguió Diana mientras ella escuchaba con una atención y silencio totales–, tenías razón, la mejor opción era la última, y es la que el cliente ha elegido. Tengo que felicitarte por tu trabajo, te ha costado aterrizar en la empresa, pero por fin parece que lo has hecho. Para que veas que yo también cumplo mi palabra, voy a encargarte una tarea con mayor responsabilidad como recompensa. De ti depende que siga depositando confianza en ti, o no. Tienes que encargar los regalos de empresa de una fábrica de quesos. Antes habla con tu compañero de administración para que te confirme el presupuesto, que ya te digo que no será muy alto. Busca algunas opciones en base al presupuesto, que tengan sentido con el cliente y con el evento que va a celebrar: la presentación de una nueva variedad de queso de cabra. Diego puede pasarte el briefing[1]. Tienes dos días para hacerlo y darme los resultados.
Un leve gesto de la mano fue señal de que la reunión había concluido, cosa que Eva entendió a la perfección.
–¿Qué ha pasado? –inquirió Diego, que esperaba a Eva en la puerta del despacho de Diana.
–Quiere que me encargue de buscar los regalos de empresa para no sé qué fábrica de quesos…
–No me lo puedo creer, llevas aquí dos días y te ha hecho un encargo personal. No es normal en ella, debe ser que ha visto algo bueno en ti, o que quiere ponerte a prueba antes de fusilarte. No la cagues.
[1]Documento informativo sobre un cliente que ofrece datos de utilidad para el desarrollo de una acción, en este caso, la organización de un evento.
«La cagué. En mayúsculas y con acento en la e. Cualquiera pensaría que una cesta de frutas era un buen regalo como acompañamiento a la cuña de queso que todos los invitados iban a llevarse. Al menos antes de saber que el nuevo queso era una variedad picante, con pimentón de la Vera, denominación de origen. Poco lógico en combinación con unas uvas o un membrillo. Van a matarme o, mucho peor, a despedirme de forma fulminante, y con razón. A ver cómo se lo digo a esta gente ahora…».