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¿Cuál es el color del amor? Julia Medina debería tener su vida resuelta. A sus veintiséis años, tendría que casarse con un buen hombre y formar su propia familia. Pero ella tiene otros planes, quiere ser cocinera y vivir sin la necesidad de un hombre. Una tarea nada fácil para una mujer de los años cincuenta que depende directamente de las ganancias de su madre y de su hermano. Entonces conoce a Ernesto, un antiguo vecino del pueblo que regresa para abrir un restaurante y revolucionarlo todo. Ernesto le ofrece aprender a cocinar con él, una forma de conseguir su sueño y quizás ser dueña de su propio destino. Sin quererlo se convierte en uno de los vértices de un triángulo que no esperaba, en medio de un matrimonio herido de muerte, mientras trata de centrarse en su objetivo de ser cocinera. Hasta que descubre que siente una fascinación incontrolable, hacia la persona menos indicada de la tierra: una mujer. Y no una cualquiera. Nicole, la mujer francesa de Ernesto. "Una novela que habla de amores verdaderos, cuando la sociedad se negaba a mirar una realidad que muchas mujeres han tenido que ocultar".
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Seitenzahl: 295
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.NOU.
EDITORIAL
noueditorial.com
Título: La vida en violeta
© 2017 Betz Burton
© 2017 Ilustraciones interiores: Alba Prieto
© Diseño Gráfico: Nouty
Colección:Volution.
Director de colección: JJ Weber
Editora: Mónica Berciano
Corrección: Sergio R. Alarte
Primera edición enero 2018
Derechos exclusivos de la edición.
© NOU editorial 2018
ISBN: 978-84-17268-10-7
Esta obra no podrá ser reproducida, ni total ni parcialmente en ningún medio o soporte, ya sea impreso o digital, sin la expresa notificación por escrito del editor. Todos los derechos reservados.
Más información:
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-1-
Torreduero, España. 1957.
Demasiado tarde.
Habría llegado a tiempo de no haberse parado junto a la panadería, pero el exquisito olor a pan y bollos recién horneados era superior a sus fuerzas. Sobre todo el de esas galletas cubiertas de chocolate que solo hacían una vez por semana. Los viernes. Y que su madre insistía en que no comprara. Para guardar la línea, decía.
Pero ella sabía la verdad. Las galletas eran un lujo que no podían permitirse a menudo. De otro modo jamás se negaría a comer más de la cuenta. Demasiado habían tenido que pasar por culpa del racionamiento.
Por suerte, su olfato era lo bastante bueno como para captar cada detalle de aquellos dulces, y estaba a tan solo un ingrediente de poder hacerlos ella misma. Si es que volvía a tener algo de tiempo libre.
A causa de su despiste, Felipe había salido ya de la iglesia, y ahora tendría que buscar por todo el pueblo y tardaría el doble en encontrarlo. Ciertamente aquel pueblo con aires de ciudad no era tan grande como la capital, pero sí tenía un buen laberinto de callejas. Y él, por su condición de sacerdote, podía estar visitando a cualquier vecino.
Al salir de la iglesia se dirigió directa hacia la Plaza Mayor. Caminó casi corriendo por las calles embarradas por la lluvia caída la noche anterior. La humedad había calado por completo sus pies y dibujaba un surco en la parte más baja de su vestido, que rozaba el suelo a cada paso. Llegar a la calle principal fue un alivio. Una de las pocas que estaban asfaltadas en todo el pueblo. Desde allí podía divisar la plaza que se situaba en el centro, donde se erigía el ayuntamiento custodiado por algunas farolas y varios árboles.
No tenía ninguna esperanza de que estuviese allí, pero sí era posible que alguien conociese su paradero. A fin de cuentas, en los sitios pequeños el medio de comunicación más rápido era el boca a boca.
Llegó en una carrera. Para su sorpresa, Felipe aguardaba junto a la marquesina mirando un reloj de bolsillo. Resultaba extraño que el sacerdote esperase el autobús, o a alguien que pudiese ir dentro.
No llegaban demasiados autobuses al pueblo. Ni siquiera tenían estación. Y que ella supiese, la única ruta que se cubría diariamente era la que los unía con la capital.
No esperó a que la viera, trotó hasta él y lo interceptó haciendo que se sobresaltara.
—¡Felipe! —saludó efusivamente.
—Ay, Julia… —El aludido suspiró girándose hacia ella—. Podrías mostrar un poquito de respeto.
—Perdón —pidió con arrepentimiento fingido—. Don Felipe.
—Buenos días a ti también.
Julia sonrió sabiendo que no podría enfadarse en serio con ella. A pesar de ser cura, prácticamente tenían la misma edad. Se habían criado juntos, al igual que el resto de su generación. Y por mucho que lo hubieran adoctrinado en el seminario, estaba segura de que en el fondo seguía siendo un joven que deseaba cambios en la sociedad.
—Mi madre me ha pedido que te trajera esto, ya sabes, como agradecimiento por ir a visitarla. —Julia le tendió un paquete cerrado—. Son unos pañuelos, bordados a mano.
Felipe aceptó el regalo y le devolvió la sonrisa.
—Dale las gracias de mi parte, por favor, pero no era necesario. Mi trabajo es servir al pueblo.
—Eso díselo a Don Genaro…
La alusión al anterior párroco provocó una mirada de desaprobación en el cura.
—Esa lengua tuya —la reprendió—. Espero que cuando te cases tu marido permita esas salidas de tono, o acabará por cortártela.
—Tal vez se la corte yo a él —susurró en un tono de sorna.
—¡Julia! —gritó Felipe abochornado.
—La lengua, digo —dijo con una sonrisa pícara—. Así no tendré que escuchar todo el día las batallitas sobre lo duro que es ser hombre.
Felipe soltó un bufido, pero prefirió pasar por alto el comentario.
—Y ¿tienes algún pretendiente? —preguntó intentando indagar.
—No tengo dedos suficientes para contarlos —bromeó—. Pero ninguno me tienta lo suficiente. Tal vez no me case nunca.
—No digas tonterías. Deberías ir pensando en aceptar a alguno de todos esos que dices tener. Ya tienes veintiséis años, y tu madre no podrá ocuparse de ti siempre.
—Tú tienes veintinueve y tampoco te has casado.
Felipe tuvo que morderse la lengua. Aguantó la compostura como pudo y siguió en un perfecto tono neutro.
—El domingo quiero verte en confesión. Se te va a quedar la boca seca de tanto rezar.
Julia mostró una mueca de desagrado frunciendo el ceño.
—Eras mucho más divertido antes de ir al seminario.
En ese instante, un autobús hizo su entrada por el camino empedrado que llegaba hasta la plaza. Entonces Felipe omitió la presencia de Julia y se dirigió a recibirlo, visiblemente nervioso.
Julia no se acercó más, se quedó en el sitio ansiosa por descubrir qué era lo que tenía a Felipe tan alterado. Esperó, paciente, a que las puertas se abrieran y del interior comenzaran a descender las pocas personas que viajaban al pueblo. Vio cómo el sacerdote examinaba con la mirada a cada individuo, hasta que por fin se detuvo en alguien y la expresión de su cara se iluminó con una gran sonrisa.
El objeto de su mirada resultó ser un hombre desconocido para ella. Un hombre de treinta y muchos. Muy aseado y bien vestido. Sin duda un caballero de la gran ciudad. Mostraba una barba perfectamente recortada y un traje gris claro que indicaban un alto poder económico. El tipo de persona que jamás se relacionaría con ella o con alguien de su entorno.
Sin embargo, no fue el hombre a quien Felipe abrazaba efusivamente el que captó la atención de todos los viandantes. Ese honor fue para la mujer que descendió las escaleras del autobús tras él.
Una mujer de treinta y pocos, que se escondía inútilmente bajo una capa color crema, pues la tela se abría con cada paso y dejaba ver un vestido lavanda que enmarcaba perfectamente cada curva femenina. El vestido dibujaba un escote palabra de honor y tenía un lateral abierto por encima de la rodilla. Además llevaba un sombrero tipo pamela del mismo color, bajo el que se adivinaba parte de una melena ondulada, roja, que parecía crepitar como el fuego entre los golpes de aire.
Nada más verla, por su mente cruzó la última película que vio el anterior verano en el cine al aire libre. Estaba segura de que aquella actriz, Rita Hayworth, era también pelirroja aunque la pantalla fuese en blanco y negro. Poseía los mismos movimientos sensuales y un vestido de características similares.
«Pobre mujer», pensó.
No sabía dónde se estaba metiendo. Si los líderes políticos eran capaces de recortar una película para evitar que se viera un centímetro más de piel, a saber lo que podrían hacer con un cuerpo real, voluptuoso y a todo color.
Desde su posición observó cómo el hombre y Felipe mantenían una conversación sobre la mujer, aunque no conseguía escuchar una palabra. Mientras Felipe la saludaba cortésmente, Julia avanzó un par de pasos para poder captar algo de lo que decían.
—Temo que en este lugar su vestuario no sea el más adecuado —comentó Felipe a la recién llegada en su exasperante tono de cura.
—Es el Prêt-à-porter1 de París, monsieur2 —respondió ella.
Su comentario, unido al extraño acento con el que se expresó, hizo a Julia dilucidar que era de nacionalidad francesa.
—París queda muy lejos de aquí —siguió Felipe para dejar clara su postura.
—No dispongo de otro estilo acorde a su gusto.
—¿Cómo es posible? —preguntó increpando a su acompañante.
—¿Como pensar que una rodilla era obra del demonio? —preguntó la mujer irónicamente, provocando a Felipe.
Julia no pudo reprimir una carcajada que sonó excesivamente fuerte. Lo suficiente como para que los tres la oyeran. Primero la mujer clavó su vista en ella, llevándose su respiración por un momento. Luego los dos hombres hicieron lo mismo.
La mirada de Felipe estaba cargada de reproche, suerte que las miradas no tenían el mismo efecto que la regla que solían usar los maestros en la escuela. Apretó los labios como pudo para contener la risa, saludó al grupo levemente con la mano y dio el primer paso para salir corriendo antes de que la situación empeorase para ella. Dio un primer paso fallido, pues sus tobillos se habían resentido con la carrera y la humedad, de modo que trastabilló. Y habría caído al suelo de no ser porque el hombre misterioso la atrapó al vuelo, impidiendo la reunión de su trasero con la dura piedra.
Sonrió a modo de agradecimiento mientras recuperaba la compostura, y entonces sí pudo salir corriendo.
No se detuvo hasta llegar a casa. Un lugar acogedor de dos plantas que se asentaba en una de las calles principales del pueblo. Era la misma casa en la que su padre se crió, pero ella no la cambiaría por una más nueva. Tenía la ventaja de que no había cerca grandes construcciones que taparan la luz del sol, por lo que resultaba muy luminosa y cálida.
Entró respirando agitadamente por el ejercicio y porque la risa todavía no la había abandonado.
—¡Hola, mamá! —dijo a viva voz.
—Vaya horas de llegar —respondió la aludida con un tono mucho menos amistoso.
Su buen humor se esfumó de golpe al ver a su madre de brazos cruzados junto a la máquina de coser, con un rostro mohíno.
—Felipe te manda recuerdos…
—Don Felipe, hija —la cortó Águeda.
—Don Felipe —repitió ella en tono de burla.
—Anda, ven y enhébrame la aguja.
Julia se sintió fatal al percibir la desesperación de su madre. Desde que su padre murió, ella se había encargado de mantener a la familia. Con dos bocas que alimentar, además de la suya propia, se había dedicado a fabricar los vestidos que todas las vecinas llevaban y ella jamás se ponía.
Toda una vida cosiendo.
Por eso su visión había menguado progresivamente. Y aunque aún era relativamente joven, su precaria situación no favorecía la mejora de su salud. Apenas contaba con cincuenta y cinco años y ya era incapaz de pasar el hilo por el fino orificio de la aguja. Tan solo mejoraría si dejase el trabajo, pero eso era algo impensable. Seguían dependiendo de sus ventas y del ridículo jornal de su hermano.
Julia empezó a ayudarla desde que tuvo la capacidad de hacerlo, pero ella no poseía la habilidad de su madre con la máquina y siempre retrasaba los pedidos. Así que su cometido era más la entrega de paquetes que la fabricación.
—Lo siento —se disculpó con sinceridad—. La próxima vez seré más rápida.
—No importa. Siéntate conmigo.
Julia obedeció a Águeda. Introdujo el hilo en su lugar y se sentó junto a ella para disfrutar del sonido de aquella antigua Singer3 funcionando a pleno rendimiento.
—¿Es el vestido de doña Asunción? —preguntó Julia al tiempo que sujetaba un trozo de tela para sentir su tacto.
Águeda asintió con la cabeza.
—Es muy suave —observó Julia.
Para ella, que apenas tenía algunos vestidos de franela, a cada cual más castigado por el tiempo, las telas que su madre trabajaba para las grandes damas del pueblo eran un sueño demasiado etéreo. A pesar de poder tocarlo. Tan embelesada se quedó por el movimiento de la tela que no fue consciente de que alguien había entrado en la casa hasta que Manuel saludó con evidente cansancio en la voz.
—Hola, madre.
—¡Hijo! —exclamó Águeda dejando de inmediato su labor—, ¿ya es la hora de comer? Ahora mismo te sirvo…
—No, tranquila, no tengo hambre —pidió él—. Voy a bañarme y a acostarme un rato.
—¿Estás seguro? Tu hermana ha preparado la comida.
Manuel asintió sin decir nada. Antes de irse miró un momento a Julia.
—Julia, esta tarde iré al bar un rato, por si quieres venir conmigo.
—Claro, Manu.
Se le veía agotado físicamente. El trabajo labrando las tierras de los Mendoza cada vez era más duro. Se habían hecho con una propiedad de cientos de hectáreas y contaban tan solo con un puñado de muchachos para trabajarlas. Entre ellos Manuel. Los explotaban de manera que les saliera rentable. Así es como se hacían las grandes fortunas.
—Este hijo… —comentó Águeda para ella misma—. Mira que estar sin comer.
Julia colocó la mano sobre su hombro con cariño.
—No te preocupes, mamá. Voy a prepararle un bocadillo y se lo subiré a la habitación.
Salir a la calle tras todo el día trabajando resultaba de lo más agradable. Manuel parecía un hombre nuevo después de haber descansado. Aunque era un hombre grande, fuerte y rudo, su aspecto mejoraba tras un buen baño. Se había aseado y afeitado, y lucía sus mejores galas que se componían de un pantalón de rayas, una camisa blanca y un simple chaleco negro.
Eran hermanos, pero lo cierto es que eran completamente distintos. Julia era el vivo retrato de su padre, mientras que Manuel se parecía mucho más a su madre. Más allá del físico, Manuel poseía los valores férreos de Águeda; pero ella era un espíritu libre. Medía un palmo menos que Manuel, y aun así jamás dudó en enfrentarlo directamente. Incluso cuando se peleaban de pequeños solía ganar, pues ella no escatimaba en artimañas, y Manuel tan solo se servía de la fuerza bruta.
Claro que cuando creció consiguió mostrarse como una señorita.
Algunas veces.
Como esa tarde en la que se decantó por una falda de tablillas color crema y una blusa verde clara. Gracias a la compañía de Manuel caminaba casi trotando, despreocupada. No le gustaba pasear sola cuando ya había anochecido, y en aquella época del año suponía no salir más tarde de las siete.
—¡Julia, el perro! —gritó Manuel de pronto, y empezó a reír a carcajada suelta tan pronto como Julia dio un brinco para ponerse detrás de él.
—Eres un idiota —gruñó propinándole un golpe en la cabeza.
Manuel sabía dónde dar exactamente para asustarla.
Su miedo a la oscuridad se debía a una mala experiencia que tuvo de niña, jugando al escondite con los otros niños. Siempre esperaban a que fuera de noche para hacer más atractiva la búsqueda. Aquella noche era Manuel el encargado de encontrar al resto, y la conocía demasiado bien. Sabía perfectamente cuáles eran los lugares en los que solía esconderse, por lo que tuvo que esmerarse y alejarse demasiado de las calles luminosas. Se escabulló hasta la casa de un granjero. Todos los animales debían de estar guardados en sus corrales, así que Julia se coló dentro del granero, donde nadie podría encontrarla. Pero en aquel lugar no había únicamente cereales. En la oscuridad no pudo ver la figura de un gigantesco perro negro que guardaba con celo las posesiones de sus dueños. A punto estuvo de acabar con las fauces clavadas en su cuerpo, de no ser por la agilidad propia de la niña que era. Sus piernas consiguieron sacarla de allí casi por su cuenta, porque su cabeza había sido incapaz de dar la orden correspondiente. Fue tal el susto que se llevó que desde entonces siempre temía que en la oscuridad pudiese aparecer cualquier tipo de alimaña dispuesta a hincarle el diente.
El bar estaba como todos los viernes, lleno de gente. Era el único de la zona que abría hasta tarde, así que los borrachos aprovechaban para empezar a beber y acabar allí, sin tener que moverse mucho.
Manuel y Julia iban allí por otros intereses muy alejados de la bebida.
El dueño del bar, Joaquín, era un hombre acomodado de cuarenta años. Los había visto crecer desde detrás de la barra. Desde niños acostumbraron a pasar por allí al menos una vez a la semana. Pero cuando Julia alcanzó la pubertad, sus intereses hacia ella dieron un giro. Nunca se lo había dicho claramente, pero su atención era más que evidente.
Y a ella le gustaba tanta atención.
Más de lo que estaría dispuesta a admitir. No sentía nada por él, ni siquiera una leve atracción. Pero saber que tenía la puerta abierta de un hombre de buena posición que sin duda le daría una vida tranquila y estable, era un alivio. Sobre todo porque tanto su madre como su hermano se ocupaban de recalcar casi cada día que si no enganchaba a un hombre, se quedaría para vestir santos.
Nada más entrar, Joaquín los saludó sonriente.
—Buenas tardes, jóvenes. ¿Qué os pongo?
—Dos mostos —pidió Manuel.
Joaquín le guiñó un ojo.
—¡Sarita, dos mostos! —gritó.
Sara era una de las pocas amigas de Julia. Era tres años menor que ella, pero con la escasez de niños que hubo durante mucho tiempo en el pueblo, los pocos que nacían se juntaban sin importar la diferencia de edad. Desde los más jóvenes que ahora cumplían veinte o veintiuno, hasta la generación de Felipe y Manuel, que a punto estaban de alcanzar la treintena.
Los ojos de Manuel se iluminaron cuando Sara sirvió los dos vasos. Hacía algún tiempo que Manuel empezó a cortejarla. Y ella aceptaba el cortejo de buen grado.
Julia era inmensamente feliz viendo a su hermano tan contento. No podía imaginar una mejor pareja. Solo deseaba que la boda no se demorase demasiado, pues estaba segura de que Manuel no se declararía hasta tener los ahorros necesarios para poder comprar una casa para los dos.
—Hola, Manu —dijo Sara sonrojada.
—Hola, guapa —respondió él.
Julia sonrió con un par de ideas rondando por su cabeza.
—¿Cómo va la tarde? —preguntó—. ¿Muchos moscardones?
—¿Qué? —preguntó Sara con la cabeza en otra parte.
—Que si te bastas con dos manos para servir a todos los hombres que vienen a verte.
—Qué cosas dices, mujer.
Sara fingió estar ocupada para alejarse y pasar el sofoco. Julia rio, pero a Manuel la broma no le hizo mucha gracia.
—Ya te vale —la regañó.
—Solo te daba un empujón —siguió en el mismo tono jocoso—. Nada motiva más a un hombre que la presencia de otros machos dominantes.
—Primero, los celos no son solo cosa de hombres. Y segundo, mejor preocúpate por tu hombre y deja a los demás tranquilos.
—Sí, sí… —le dio la razón para no discutir.
—¿Cuál es el problema? —quiso saber Manuel—. Está claro lo que siente, pero si no le das alguna muestra de afecto dudo que haga algo.
—¿Qué hay de lo que siento yo?
—Lo que tú sientas, hermanita, no te dará de comer cuando nuestra madre no pueda dar otra puntada.
Julia le habría replicado, pero su atención, igual que la de Manuel, se dirigió hacia la puerta que acababa de abrirse y por la que entraron Felipe y el hombre del autobús. Hablaban entre ellos, ni siquiera se percataron de que los presentes los miraban.
—Dos cortos, Joaquín —ordenó Felipe mientras se sentaban en un par de taburetes en la barra.
—Ahora mismo, don Felipe.
Manuel los observó un par de segundos y volvió la vista a Julia.
—¿Quién es ese? —preguntó en voz muy baja.
—Ni idea —respondió Julia en el mismo tono—. Llegó esta mañana en el autobús con una mujer.
—¿Con una mujer? —preguntó de nuevo—. ¿Tú cómo sabes eso?
—Porque estaba allí con Felipe.
Julia hizo un gesto a su hermano para que se mantuviera en silencio. Tratando de nuevo de escuchar algo de la conversación.
—Que no, Felipe —dijo el hombre—, que no puedo empezar sin gente, sin un local en condiciones y mucho menos sin ingredientes. Que no es una casa de comidas, hombre.
Julia tomó aire.
—Así que él sí puede tratarte de tú —se atrevió a entrometerse.
—¿Disculpa? —preguntó el hombre sin comprender.
Felipe se giró hacia ella respirando muy fuerte.
—Qué agotamiento, muchacha —luego se dirigió al hombre—. Es Julia Medina, aunque voy a empezar a llamarla señorita pico de oro.
—Así me llamaba mi padre —dijo ella exhibiendo una amplia sonrisa.
—La recuerdo —respondió el hombre—. Y a su hermano —siguió, saludando a ambos alzando una mano.
Julia y Manuel se miraron. Ellos no tenían la menor idea de quién era aquel hombre que parecía conocerles.
—¿De qué nos conoce? —preguntó Manuel.
—Es mi hermano mayor, Ernesto —contestó Felipe—. Se marchó con once años a Francia, vosotros erais muy pequeños.
—¡Ah! —exclamó Julia—, pues un placer verle de nuevo.
—Igualmente —dijo él inclinando la cabeza levemente. Luego volvió a centrar la conversación en Felipe—. Necesito como mínimo perejil, orégano, albahaca y tomillo. El resto ya veré cómo traerlo.
—Olvídese… —Se metió de nuevo Julia—. Aquí la gente cocina para comer, no para degustar. No encontrará hierbas en ningún mercado. En algunos campos de alrededor crece laurel silvestre, romero y tomillo.
Ernesto se quedó en silencio escuchándola hablar.
—El hambre que ha pasado la mayoría no deja que valoren la cocina como arte. —Suspiró Julia.
Ernesto se levantó del taburete y se acercó a Julia.
—¿Qué sabes de cocina? —preguntó intrigado.
—Muy poco en realidad. Algunas cosas que he leído en libros y otras que he aprendido por mi cuenta.
—Interesante.
Manuel permanecía junto a ellos sin decir nada, pero no le pasó desapercibida la mirada fija de Joaquín al otro lado del bar.
—Tenemos que irnos —ordenó Manuel tomando a Julia por un brazo y sacándola casi a rastras del bar—. Hasta mañana —dijo a modo de saludo general antes de desaparecer.
Se alejaron varios metros del local antes de que la soltara.
—¿Se puede saber qué te pasa? —preguntó Julia cuando por fin la liberó.
—Qué te pasa a ti —la increpó él—. Hablar así con un desconocido delante de Joaquín. Has perdido el juicio.
—Hablar, ¿cómo?
—No te hagas la tonta, Julia. Ese tipo de insinuaciones no pasan desapercibidas. Y por mucho que pienses que los celos atan a los hombres, también es fácil conseguir el efecto contrario y que se aleje de ti.
—Yo no quiero atar a nadie.
—Solo te lo diré una vez. No vuelvas a acercarte a Ernesto. Los hombres como él utilizan a las jóvenes estúpidas como tú.
—Mi único interés es la cocina.
—Eso a Joaquín no le importará. Si Ernesto te busca, él retirará su atención.
Julia se cruzó de brazos, enfadada. Estaba harta de ese juego de hombres que era el mundo. Ella solo quería tener las mismas opciones que cualquiera de ellos para poder realizar sus sueños sin que todo tuviese que ver con el matrimonio o la seducción. Por eso quizá ningún hombre captaba su atención. Porque nunca sería una igual para ellos. Tan solo sería un objeto móvil que cumpliera todo deseo sin rechistar. El único hombre que no le causaba rechazo, además de su hermano, era Felipe, únicamente porque como sacerdote carecía de esa doble intención que parecía moverlos a todos.
Lo peor de todo era la razón que sabía que tenía Manuel. Si ella no se casaba y su madre se veía forzada a dejar el trabajo, los tres dependerían de su jornal. Lo que impediría que él pudiera formar su propia familia. Y eso era algo que tampoco estaba dispuesta a permitir.
1 Literalmente «<listo para llevar»>. Es la moda que se ve a diario por las calles.
2 Caballero.
3 Marca de una de las primeras máquinas de coser de la historia. Empezó a fabricarse en 1850 por Isaac Singer.
-2-
La mañana del domingo todo eran prisas. Las ganas de dormir se juntaban con las pocas de madrugar. Y siempre tenían que vestirse corriendo para no llegar tarde a misa.
Felipe no se lo perdonaría si volvían a entrar con el sermón empezado. Ni aunque rezasen el rosario de carrerilla.
Manuel se colocó la chaqueta de su traje de los domingos y ella, ya ataviada con el vestido del mismo día, terminó de sujetarse el pelo con un par de horquillas.
—Vamos, vamos —apremió Águeda dando unas palmadas en el aire.
—Estoy —respondió Julia—. ¿Seguro que no quieres venir?
—Sabes que no estoy en condiciones —dijo de nuevo Águeda con pesar en la voz—. Pero saludad de mi parte al padre y rezad por mí.
—Eso está hecho, madre —comentó Manuel al pasar, justo antes de darle un beso en la mejilla.
Salieron rápidamente de la casa y se encaminaron a la iglesia. Julia en seguida aceleró su paso hasta casi correr.
—Julia, cuidado, que llevas el vestido de los domingos… —le recordó Manuel, que avanzaba con paso más lento y firme.
—Tienes razón… —respondió ella frenando un poco, y luego sonrió—. ¡Te echo una carrera!
Julia se remangó el vestido un palmo y despegó como una moto. Manuel se rio con la ocurrencia de su hermana. Hacía que todo pareciera sencillo. Contagiaba su alegría a todo el mundo, cosa que era de agradecer teniendo en cuenta la época complicada que estaban pasando.
Tomó impulso y corrió tras ella.
Llegaron levantando una nube de polvo y armando un barullo que mucha gente se encargó de señalar. Uno de ellos Felipe, que últimamente parecía acechar todos sus movimientos para regañarla.
—Buenos días, don Felipe —saludó entre jadeos.
Felipe, que no había apartado la vista de ellos aunque seguía recibiendo a los feligreses, mostró una leve sonrisa y una expresión más relajada.
—Sacudíos la ropa y entrad.
—Gracias, padre —dijo Manuel—. Nuestra madre le manda recuerdos.
—Pasaré a verla esta tarde.
Manuel asintió y acompañó a Julia al interior del templo.
Julia sondeó a los asistentes esperando hallar al hermano de Felipe y a la misteriosa mujer. No los vio al principio, pero escuchó una conversación oportuna que le dio a entender que se encontraban por allí.
Dos mujeres de mediana edad hablaban de una extranjera que enseñaba los hombros.
—Qué trazas… —comentó una de ellas—. Dinero tendrá mucho, pero vergüenza, ninguna.
—Esta por ser forastera se cree que aquí vivimos como en la selva.
—Mira tú, que venir a la iglesia con el hombro al aire tiene delito…
Julia negó con la cabeza. Era una lástima que la mentalidad general fuese tan cerrada. Posiblemente esa joven mujer francesa estaría acostumbrada a un tipo de libertad con la que allí solo podían soñar. Una libertad tan simple como poder mostrar la piel sin que por ello te condenaran al fuego eterno.
El silencio se hizo sepulcral en la sala en cuanto unos tacones avanzaron hacia el interior con paso decidido. Todas las cabezas se giraron hacia la puerta y seguidamente tomaron protagonismo los cuchicheos, que sin duda la juzgaban como a una criminal.
—¡Jesús! —se le escapó a Manuel.
—¡Blasfemo! —le reprendió inmediatamente Julia con una risilla.
Manuel se tapó la boca con una mano para seguirle el juego.
—Debería ofrecerle mi chaqueta.
—A lo mejor te cruza la cara.
—¿A lo mejor?
Julia asintió repetidamente sin perder la sonrisa.
—Va, dámela —pidió Julia—. La chaqueta, venga —siguió al ver que no se movía.
Manuel se quitó la chaqueta y se la tendió a Julia sin saber lo que se proponía. Ella la cogió y se levantó de un salto para interceptar a la mujer pelirroja. Detuvo su paso colocándose delante de ella y consiguió que por segunda vez la mirase como si fuera un ser de otro planeta.
—Disculpe, mi hermano desea ofrecerle su chaqueta —dijo, de pronto nerviosa. Carraspeó para relajarse y alzó la voz—. Aquí hace frío y parece que todo el mundo está preocupado por su salud.
La mujer tomó la chaqueta sin decir nada. La colocó sobre sus hombros y continuó su camino hasta dar con un asiento libre que fue de su gusto.
Julia resopló, incapaz de entender su actitud. Posiblemente se sintiera extraña allí, pero si no permitía que nadie la recibiera con buenas maneras, le costaría llegar a encajar. Claro que bien pensado, seguramente su obstrucción le había parecido una ofensa. A fin de cuentas, era una chica de clase baja, y ella una dama francesa que solo la vería como una pueblerina.
Al cabo de un rato, Felipe y Ernesto ocuparon sus posiciones. Oficiando el primero y sentado junto a la mujer el segundo.
Durante la misa, pudo contar al menos tres ocasiones en las que Ernesto se giró para mirarlos de soslayo.
—¿Qué crees que estará pensando? —preguntó Julia en un susurro la última vez que se encontró con la mirada de Ernesto.
—Seguro que nos enteraremos… —dijo Manuel con evidente preocupación.
—Ya tengo otro pretendiente —bromeó Julia, y siguió con su verborrea—. Y eso que Felipe no me creía. Éste me gusta más que Joaquín. ¿Qué te parece, hermano? Si me caso con él tendré dinero suficiente para mí, para mamá y para tu dichosa boda con Sarita.
Manuel le lanzó una mirada que casi la atraviesa.
—¡A veces parece que tuvieras quince años! —bramó—. Aunque estuviera soltero, jamás se fijaría en alguien como tú.
—¿No lo está?
El carraspeo de un hombre tras ellos hizo que se callaran durante unos segundos. Finalmente Manuel habló todo lo bajo que su tono le permitió.
—¿Te parece que la mujer de pelo rojo sea su prima?
—No pueden estar casados —dijo Julia sorprendida por la opinión de su hermano—. Ni siquiera se miran o se rozan.
—Pues si no se relacionan entre ellos, imagina lo que harán con el resto.
El mismo carraspeo, seguido de una tos intensa, llamó su atención por segunda vez. Julia apretó la mandíbula y dio unos golpecitos con la mano en el banco de madera. Aguantó todo lo que pudo, pero quería dar salida a sus pensamientos para conocer la opinión de Manuel.
—El amor debería ser motivo de orgullo y no de vergüenza. Si no, carece de sentido.
Manuel la miró con ternura, como si viera en ella a una niña eterna, incapaz de madurar.
—Nadie está hablando de amor. Por norma general el matrimonio es un negocio. Saca esas ideas románticas de tu cabecita. Cuanto antes pongas los pies en la Tierra, mejor.
Julia se quedó pensativa el resto de la ceremonia. Quizá Manuel tenía razón y el amor no era suficiente. Quizá era solo el cuento con el que conciliar el sueño. Al despertar había cosas más importantes. Cosas que escapaban a cualquier sentimiento. Pensó en todas las personas que habrían tenido que renunciar al amor por bienestar. En ese aspecto era una afortunada, nunca había amado a nadie, por lo tanto no había perdido. Así que llegado el caso, su sacrificio tan solo pasaría por elegir una vida en la casa más grande.
—Ite, missa est4 —dictaminó Felipe alzando las manos.
—Deo grátias5 —respondió un clamor popular.
Tan pronto como pronunció las palabras, los asistentes comenzaron a abandonar la estancia.
Manuel y Julia hicieron lo mismo y salieron entre el bullicio. Manuel divisó a Sara y le pidió a Julia que se quedara allí mientras él iba a saludarla. Julia obedeció de buen grado y esperó vigilando desde la distancia, disfrutando del cambio en el comportamiento de su hermano cuando estaba cerca de Sara. Manuel sería incapaz de fingir su interés por algo. Por mucho que renegara del amor, incluso él había caído.
Centrada en los novios, no se percató de que alguien se había colocado junto a ella. Giró la cabeza al sentir la presencia y se topó con la figura de la mujer pelirroja, que le entregaba la chaqueta de Manuel con la misma actitud impasible que ya empezaba a resultarle familiar.
—Merci —dijo escuetamente la mujer.
Julia se quedó en blanco al no entender la palabra. O quizá porque no esperaba que se dirigiera a ella.
—Gracias —repitió la mujer, esperando a que Julia cogiera la prenda.
—No hay de qué —contestó por fin mientras recogía la chaqueta.
Tendría que haberse presentado. Quería averiguar quién era o qué hacía allí, pero su cabeza no le dio la agilidad necesaria para hacerlo. Y la mujer tampoco le dio la oportunidad, puesto que se marchó con Ernesto en cuanto se vio liberada de su préstamo.
A pesar de todos los corrillos de gente que se formaron, charlando de las mayores banalidades, ella encontraba más placer en su soledad. Por eso siguió sin moverse de donde estaba, paciente, a la espera de que su hermano concluyera la jornada de cortejo. Cuestión que parecía demorarse más de lo previsto. Especialmente cuando Manuel se empeñó en acompañar a Sara hasta su puesto de trabajo en el bar. Julia se unió a ellos con la intención de disfrutar de un rato más de esparcimiento, antes de encerrarse el resto del día en casa.
Joaquín los saludó sonriente, como siempre, y sirvió un par de vasos de vino antes de que ellos los pidieran.
De entre todos los parroquianos que asistían a aquella ceremonia tan particular, Julia discernió a uno que en seguida llamó su atención.
Don Félix, un hombre de sesenta años a quien ella recordaba viudo desde siempre. Frecuentaba la compañía de su madre con el pretexto de querer remendar algunas prendas de ropa que ni siquiera utilizaba. Era un hombre elegante, siempre bien vestido y aseado. Caminaba ayudado por un bastón a causa de una cojera en la pierna de la que se negaba a hablar. Desconocían si la vida sobria que llevaba tenía como motivo una baja pensión o una decisión personal, pero lo cierto era que parecía alguien sencillo que simplemente buscaba entretener sus días de la mejor manera posible, sin molestar a nadie. Se ganó su simpatía desde el primer momento, al contrario de lo que ocurría con Manuel, que prefería mantener con él un trato estrictamente vecinal por las sospechas que guardaba sobre él y su intención hacia Águeda.
—¿No va a misa? —preguntó Julia a modo de saludo.
—Por supuesto —dijo levantando su copa de vino—, a mis asuntos.
—Más vale que don Felipe no le oiga hablar así.
—Mi relación con Dios está algo resquebrajada desde hace tiempo.
—Por eso no respeta sus leyes, ¿no? —dijo Manuel con un tono evidente de provocación.
—Las respeto, desde luego, pero solo las sigo en la medida en que me hagan feliz. Si Dios realmente existe, no puede desear otra cosa que nuestro bienestar.
—Amén a eso —brindó Julia levantando también su vaso, cosa que hizo que Manuel la atravesase con la mirada.
—El pecado es pecado aquí y en la Luna —sentenció Manuel.
—Pues tendremos que ir al Sol, y quemarnos —siguió Julia en el mismo tono.
Félix se levantó de su silla dejando una moneda junto al vaso. Se encaminó hacia la puerta, pero se detuvo un momento al pasar a su lado.
—Amén a eso.