Cuarenta noches con el jeque - Lynn Raye Harris - E-Book

Cuarenta noches con el jeque E-Book

Lynn Raye Harris

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Beschreibung

En el desierto abrasador, él tenía todo el poder Sydney Reed soñaba con ser princesa en una tierra lejana… Jamás hubiera podido imaginar que el jeque Malik de Jahfar, apuesto y sexy, quisiera casarse con ella, ni siquiera por conveniencia. Pero el sueño terminó y la joven volvió a la cruda realidad de golpe… Necesitaba su firma sobre los papeles del divorcio, pero Malik tenía otros planes. La ley de Jahfar exigía una convivencia de cuarenta días como marido y mujer antes de permitir el divorcio. Y él estaba dispuesto a hacer que esas cuarenta noches fueran inolvidables…

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Lynn Raye Harris. Todos los derechos reservados.

CUARENTA NOCHES CON EL JEQUE, N.º 2170 - julio 2012

Título original: Marriage Behind the Façade

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0659-7

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo 1

YA ESTABA hecho. Sydney Reed dejó el bolígrafo y se quedó mirando los documentos que acababa de firmar.

Papeles de divorcio.

El corazón se le salía por la boca y las palmas de las manos le sudaban sin cesar. Tenía el estómago agarrotado. Se sentía como si alguien le hubiera arrebatado la última pizca de felicidad que jamás tendría. Pero en realidad era absurdo pensar eso. Porque no había felicidad posible cuando se trataba del príncipe Malik ibn Najib al-Dhakir. Con él solo había dolor y confusión. Por mucho que le molestara, con solo pensar en él, sentía un escalofrío por la espalda. Su jeque exótico, el amante perfecto, su marido…

Su exmarido.

Sydney metió los papeles dentro del sobre y llamó a su asistente, Zoe. ¿Por qué era tan difícil? No debería haberlo sido. Malik nunca la había querido. Había sido ella quien lo había sentido todo. Pero no era suficiente. Una sola persona no podía sentir por dos. Por mucho que lo intentara, Malik jamás la querría. Simplemente no era capaz de ello. Aunque fuera un amante generoso, su corazón seguía siendo de hielo.

¿Y cómo iba a ser de otra manera?

Sydney frunció el ceño. No era que no pudiera amar. Simplemente no era capaz de amarla a ella. No era la mujer adecuada para alguien como él. Jamás lo había sido.

Zoe apareció en la puerta, tan diligente y eficaz como siempre.

–Llama al mensajero. Necesito que entreguen esto enseguida –dijo Sydney antes de cambiar de opinión.

La asistente no se fijó mucho en el temblor que sacudía los dedos de Sydney al entregarle los documentos.

–Sí, señorita Reed.

Señorita Reed… Ya no volvería a ser la princesa Al-Dhakir. Nunca volvería a serlo.

Sydney asintió con la cabeza, porque no sabía si sería capaz de hablar. Se volvió hacia el ordenador nuevamente. Las letras se veían borrosas en la pantalla, pero tenía que seguir adelante con el trabajo. Apretó los dientes y siguió elaborando la lista de propiedades que iba a enseñarle al cliente con el que había quedado más tarde.

¿Cómo había sido tan idiota? Había conocido a Malik un año antes. Uno de sus empleados había llamado a la inmobiliaria de sus padres para concertar una cita con un agente. Por aquel entonces ella no sabía quién era él, pero se había informado bien antes de conocerle.

Príncipe de Jahfar. Hermano del rey. Jeque y dueño de todo un país. Soltero. Escandalosamente rico. Un playboy internacional. Un rompecorazones… Incluso había encontrado un artículo publicado en la prensa del corazón en la que aparecía una actriz que declaraba, entre lágrimas, que se había enamorado del príncipe Malik, pero que él la había abandonado por otra mujer.

Sydney había acudido a la reunión muy bien preparada, con toda la información necesaria para cerrar un buen trato, y también llena de desprecio hacia ese ricachón superficial que utilizaba a las mujeres como si fueran objetos. Por aquel entonces jamás se le hubiera ocurrido pensar que él pudiera interesarse por alguien como ella. Ella no era glamurosa, no era una estrella de cine, no era ninguna de esas mujeres en las que un jeque mujeriego se fijaba. Pero al final había sido ella misma quien había caído. Malik era tan encantador, tan sutil… Distinto a todos los hombres a los que había conocido hasta ese momento. Nada más mirarle a los ojos, no había podido resistirse. No había querido resistirse. Se había sentido halagada al ver su interés. Él la había hecho sentir hermosa, especial… La había hecho sentir todas esas cosas que no era en realidad. Una daga de dolor se clavó en su corazón. El mayor talento de Malik era hacer sentir a una mujer que era el centro el universo. Y eso era felicidad, mientras duraba… Sydney apretó los labios, tomó la lista de la impresora y la metió dentro de su maletín. Después se puso la americana blanca de algodón que colgaba del respaldo de su silla. No quería sentir más pena por sí misma. Esa parte de su vida había terminado para siempre. Malik se había alegrado mucho al librarse de ella y por fin estaba dando el último paso para sacarle de su vida de una vez y por todas. Casi había esperado que fuera él el que lo hiciera, pero ya hacía más de un año desde que lo había abandonado en París, y él ni siquiera se había molestado en dar el paso. Fuera cual fuera el motivo, el corazón de Malik estaba cubierto de hielo, y ella no era la persona capaz de derretir esa gélida capa.

Sydney se despidió de su asistente, pasó por el despacho de su madre un momento y salió de las oficinas, rumbo al coche. Después de una hora de atasco en el denso tráfico de Malibú, llegó por fin a la primera casa. Aparcó en la glorieta circular y miró el reloj. El cliente iba a llegar en quince minutos. Asió el volante con fuerza y se obligó a respirar hondo durante un par de minutos. Se sentía nerviosa, inquieta, pero no podía hacer nada al respecto. Ya había mandado los documentos. Era el fin.

Hora de seguir adelante.

Entró en la casa, encendió las luces, abrió las gruesas cortinas para enseñar las maravillosas vistas… Se movía como un robot, como un autómata sin voluntad propia… Atusó los cojines que estaban sobre el sofá, echó un poco de ambientador con olor a canela, y sintonizó una emisora de jazz en la radio. Después fue a la terraza y miró el correo electrónico en el teléfono móvil mientras esperaba al cliente. A las siete y media en punto, sonó el timbre.

Empezaba el espectáculo.

Respiró profundamente y fue hacia la puerta con una gran sonrisa plástica en los labios. Siempre había que recibir al cliente con mucho entusiasmo. Esa era una de las reglas de oro de su madre. A lo mejor no era la mejor vendedora del equipo de Reed Sales, pero sí trabajaba duro para serlo. Tenía que hacerlo. Siempre había sido el patito feo de la familia Reed, la hija pródiga, la gran decepción… Aquella por la que sus padres se veían obligados a sacudir la cabeza y a sonreír con indulgencia cuando en realidad querían preguntarle por qué no podía ser como su hermana perfecta. Lo único por lo que se habían sentido orgullosos de ella había sido su matrimonio con un príncipe. Pero también había fracasado en eso. Ellos no le decían nada, pero ella sabía que se sentían profundamente decepcionados. Sydney abrió la puerta y su sonrisa se esfumó nada más ver al hombre que estaba en el umbral.

–Hola, Sydney.

Durante un minuto no pudo ni moverse. No pudo hablar. No pudo respirar. Estaba embelesada, paralizada, cautivada por el negro resplandor de unos ojos oscuros, ardientes… Un pájaro cantaba desde un árbol cercano, pero la dulce melodía sonaba extrañamente distorsionada. Toda su atención estaba puesta en ese hombre que estaba en la puerta; ese hombre al que no había visto más que en las portadas de las revistas y en la televisión durante más de un año. Seguía siendo espectacular. Era el desierto. Duro, cruel, hermoso… Había sido suyo una vez… No. No lo había sido. No había sido más que una ilusión. Malik no era de nadie excepto de sí mismo.

–¿Qué estás haciendo aquí? –le preguntó finalmente.

–¿No es evidente? –respondió él, levantando una ceja con un gesto sarcástico–. Estoy buscando casa.

–Ya tienes una casa –le dijo ella–. Yo te la vendí el año pasado.

–Sí, pero nunca me ha gustado mucho.

–¿Y entonces por qué la compraste? –le espetó ella. El pulso cada vez se le aceleraba más.

Los ojos de Malik centellearon. Sydney casi retrocedió un paso, pero finalmente logró mantenerse firme y aguantó la embestida de esos ojos implacables que la habían cautivado sin remedio. Él se había apoderado de ella y su influjo era igual de peligroso que siempre. Con solo una mirada podía llevarla a la perdición… Sydney sintió una punzada de dolor en el vientre.

Él esbozó media sonrisa, pero no había alegría en su expresión.

–La compré porque tú querías que lo hiciera, habibti.

Sydney sintió que sus pies estaban clavados al suelo. El estómago le daba vueltas sin parar y los ojos le escocían. Sentía tanto dolor y tanta rabia al verle de nuevo… Había tratado de acostumbrarse a su inevitable presencia en los medios leyendo todos y cada uno de los artículos sobre él publicados en prensa; todas esas historias sobre sus últimas conquistas que le cercenaban el corazón. Se había dicho a sí misma que solo era cuestión de tiempo que regresara a Los Ángeles y que, si volvía a encontrárselo de nuevo, mantendría la frente bien alta y se comportaría como una efigie de hielo.

Se apartó de la puerta, decidida a mostrarle todo el desprecio del mundo. No le necesitaba… Nunca le había necesitado. Solo había creído que sí… No importaba lo que sintiera por dentro. Por fuera tenía que llevar esa máscara imperturbable, tan fría como la de él.

–Y tú siempre haces lo que la gente quiere que hagas, ¿no?

Malik entró en la casa y cerró la puerta.

–Solo si me gusta –la miró de arriba abajo. Llevaba un traje a medida, como no podía ser de otra manera. Gris claro. La camisa azul que llevaba debajo tenía un par de botones desabrochados, lo justo y suficiente para enseñar la base de su cuello.

Ella conocía muy bien ese punto de su cuerpo, conocía su sabor, tu textura…

Sydney dio media vuelta y se dirigió hacia los ventanales que estaban al otro lado de la estancia. Su corazón latía al triple de velocidad. La cabeza le retumbaba. Sentía la piel tirante.

–Entonces quizá te guste la idea de comprar una casa con unas vistas como estas. No me vendría nada mal la comisión.

–Si necesitas dinero, Sydney, solo tienes que pedirlo.

Sonaba tan frío, tan lógico, tan imparcial… Como si estuviera decidiendo qué corbata ponerse ese día.

Una ola de amargura cayó sobre Sydney. Aquello era tan típico de él. Las emociones de Malik nunca entraban en el juego. El error lo había cometido ella al pensar que podía marcar la diferencia.

Se volvió hacia él.

–No quiero tu dinero, Malik. ¿Por qué no te vas antes de que llegue mi cliente? Si tienes algo que decirme, me lo puedes decir a través del abogado.

Malik ni siquiera pestañeó. Sydney sintió un nudo en el estómago. ¿Qué había en su mirada? ¿Era rabia o algo más?

–Ah, sí, el divorcio –dijo él con desdén, como si estuviera hablando con un niño travieso.

Era rabia lo que había en sus ojos. No estaba acostumbrado a que le llevara la contraria, porque nunca antes la había visto hacerlo. No hasta ese día.

Sydney cruzó los brazos por encima del pecho. Sabía que era un gesto defensivo, pero le daba igual.

–No te he pedido nada. Solo quiero que firmes esos papeles.

–Entonces tú los has firmado por fin –no había ni dolor ni sorpresa en su voz.

Siempre tan calmo e impasible… Dueño del desierto…

Esa actitud de hielo la hacía enfurecer…

–¿No has venido por eso? –le preguntó ella, desafiante.

No hacía más de una hora desde que le había dado los documentos a Zoe. Era posible que le hubieran llegado ya los papeles, pero aunque hubiera sido así, ¿cómo había averiguado dónde estaba tan deprisa, y cómo había llegado hasta allí?

De pronto se dio cuenta de que había dado por sentado que estaba allí por los papeles del divorcio… ¿Cómo había podido ser tan estúpida? Él debía de saber de antemano que estaba preparando los papeles, aunque tampoco podía comprender por qué le importaba tanto.

–No hay ningún cliente, ¿verdad? Me has tendido una trampa.

Era muy propio de él hacer algo así. A Malik se le daba muy bien orquestar situaciones como esa. Si algo no le gustaba, lo cambiaba. Si quería algo, lo conseguía a toda costa. Solo tenía que pronunciar las palabras adecuadas, y las cosas ocurrían casi por arte de magia. Él tenía un poder del que casi nadie disfrutaba.

Él inclinó la cabeza.

–Me pareció la mejor manera de verte. Así había menos posibilidades de encontrar a un ejército de paparazzi.

Sydney sintió una llamarada de rabia por dentro. Y algo más también, algo caliente y secreto, algo oscuro… Algo que le recordaba a todas esas noches tórridas que había pasado a su lado… Las horas que habían pasado abrazados, enredados en un maremágnum de sábanas de seda… ¿Por qué no era capaz de mirarle sin pensar en ello?

Sydney cerró los ojos y tragó en seco. Estaba sudando, así que fue hacia las puertas de la terraza. Las abrió de par en par para dejar entrar la brisa marina. Siempre había mucho calor cuando Malik estaba cerca.

No tenía que darse la vuelta para saber que él estaba justo detrás. Despedía una energía que nunca había sido capaz de ignorar. Se dio la vuelta bruscamente y dio un paso atrás de inmediato. Él estaba más cerca de lo que pensaba.

–Nunca te has molestado en ponerte en contacto conmigo –le dijo, con la voz casi quebrada–. Has dejado que pasen todos estos meses, y nunca has intentado ponerte en contacto conmigo. ¿Por qué estás aquí ahora?

Los ojos de Malik emitieron un destello. Era tan, tan hermoso… No era absurdo usar ese término para referirse a un hombre como él. Cabello negro azabache, rasgos perfectos, el cuerpo de un dios griego, los labios más sensuales que una mujer pudiera imaginar, piel bronceada…

Un cosquilleo le recorrió la espalda. Debería haber sabido que un hombre como él jamás se hubiera interesado en ella de verdad.

–¿Por qué iba a seguirte la pista, Sydney? –le preguntó, ignorando la pregunta de ella–. Tú fuiste quien escogió marcharse. Podrías haber elegido volver.

La joven se puso erguida. Alguien como él no podría haber pensado de otra manera. Le traía sin cuidado que se marchara o se quedara.

–No tuve elección.

Malik resopló.

–¿En serio? ¿Alguien te obligó a abandonarme? ¿Alguien te obligó a huir de París en mitad de la noche, dejando una nota sobre la mesa? Me gustaría conocer a esa persona que tiene tanto poder sobre ti.

Sydney se puso tensa. Él hacía que todo pareciera ridículo, infantil…

–No finjas que te dolió mucho. Ambos sabemos la verdad.

Él pasó por su lado, se detuvo junto a la puerta abierta y miró hacia el océano.

–Claro que no –le dijo en un tono impasible, y entonces se volvió y la atravesó con una mirada afilada–. Pero soy el príncipe Al-Dhakir y tú eres mi esposa. ¿Nunca has pensado en el daño que esto me haría? ¿No has pensado en el daño que podías hacerle a mi familia?

Sydney sintió rabia, decepción… En algún momento había albergado la esperanza de que él pudiera haberla echado de menos, pero evidentemente no lo había hecho en absoluto. Malik no necesitaba a nada ni a nadie. Era una fuerza de la naturaleza, imparable y cruel. Nunca había llegado a comprenderle bien. Pero eso solo era una parte del problema entre ellos. Había muchas otras cosas que habían fallado. Él era tan exótico y maravilloso que había perdido la cabeza por él. Todavía recordaba el momento en el que se había dado cuenta de que estaba enamorada de él. Había pensado que él tenía que sentir lo mismo, ya que ella era la única mujer con la que había querido casarse.

¿Cómo había podido equivocarse tanto? De pronto sintió lágrimas en los ojos, pero hizo un esfuerzo para no derramarlas. Había tenido un año para analizar sus acciones, un año para reflexionar y seguir adelante.

–¿Es por eso que estás aquí? ¿Porque sientes vergüenza? –Sydney respiró hondo–. Vaya, sin duda te llevó mucho tiempo darte cuenta.

Él dio un paso hacia ella. Sydney sacó adelante la barbilla. No se iba a dejar amedrentar. De pronto él se detuvo y metió las manos en los bolsillos. El altivo príncipe volvió a tomar el control de la situación, bajando la cabeza y mirándola con prepotencia.

–Podríamos vivir separados, Sydney. Normalmente eso es lo que se espera, aunque suele ser después del nacimiento de un heredero o dos. Sin embargo, el divorcio es otra cosa.

–¿Entonces lo que te avergüenza es el divorcio, y no que me vaya?

–Yo he respetado tu espacio. Pero ya es suficiente.

Sydney se quedó perpleja. La burbuja de rabia estalló.

–¿Que has respetado mi espacio? ¿Y qué se supone que significa eso?

Los ojos de Malik brillaron.

–¿Es esa la forma en que habla una princesa?

–Yo no soy una princesa, Malik.

Aunque lo fuera, técnicamente hablando, jamás se había sentido como tal. Él nunca la había llevado a Jahfar. Nunca había visto su tierra natal, su hogar… Nunca había sido bienvenida en su casa. Ni siquiera había conocido a su familia. Debería haberse dado cuenta entonces… Una ola de vergüenza la ahogó por dentro. ¿Cómo había podido ser tan ingenua? Al casarse con él, pensaba que él la amaba. Nunca se le había ocurrido pensar que solo era un instrumento para él, lo que necesitaba para llevar a cabo su rebelión. Se había casado con ella para romper las reglas, para llevarle la contraria a su familia. Solo había sido un capricho, la mujer que le calentaba la cama.

–Todavía eres mi esposa, Sydney. Hasta el momento en que dejes de serlo, te comportarás con el decoro que debe exhibir una mujer en tu posición.

Sydney sintió que el estómago le daba un vuelco. Apretó los puños.

–Pero ya no lo seré por mucho tiempo más, Malik. Firma y ya no tendrás que volver a avergonzarte de mí.

Él fue hacia ella, lentamente… Tan lentamente que Sydney sintió auténtico miedo. Se acercó tanto que podía sentir su aliento en la cara, su aroma…

La agarró de la barbilla con sumo cuidado. La expresión de sus ojos era hermética… Sydney tuvo ganas de cerrar los ojos, pero los mantuvo bien abiertos.

–Todavía me deseas, Sydney –le dijo él casi en un susurro.

–No –dijo ella con firmeza, con frialdad.

Las piernas le temblaban. El corazón se le salía del pecho. Pero no iba a decirle que parara. No podía darle la razón.

–No te creo –bajó la cabeza y la besó.

Durante un instante, ella se relajó. Le dejó besarla, acariciar sus labios… Se dejó llevar en el tiempo y se creyó en otro lugar, en otro momento, en otra casa…

Pero entonces puso las palmas de las manos sobre su pecho de acero, le agarró de las solapas y empujó con todas sus fuerzas.

Malik retrocedió, sorprendido.

–Antes nunca me rechazabas –le dijo, casi en un tono burlón.

–Nunca pensé que tendría que hacerlo.

–Y ahora tienes que hacerlo.

–¿No es así, Malik? ¿Quieres demostrar que tienes el control sobre mí una vez más? ¿Quieres demostrar que sigues siendo irresistible?

Él ladeó la cabeza.

–¿Soy irresistible?

–No mucho.

–Pues eso está muy mal.

–No para mí –Sydney empezó a sentir mareos. La cabeza le daba vueltas con tanta adrenalina.

Él se mesó los cabellos.

–Pero eso no cambia nada. Aunque a lo mejor complica un poco las cosas.

Sydney parpadeó.

–¿Complicar qué?

–Nuestro matrimonio, habibti.

Era un hombre cruel, muy cruel.

–No hay matrimonio, Malik. Firma los papeles y todo habrá acabado.

Él esbozó una sonrisa que no era una sonrisa en realidad.

–Ah, pero no es tan fácil. Soy un príncipe de Jahfar. Hay un protocolo que seguir.

Sydney se agarró del marco de la puerta para no perder el equilibrio. Un sentimiento ominoso acababa de alojarse en su vientre.

–¿Qué protocolo?

Él la atravesó con una mirada descarnada, inmisericorde.

–Tenemos que ir a Jahfar.

–¿Qué?

–Y tenemos que vivir como marido y mujer durante cuarenta días.

–No –susurró ella.

Pero él no pareció oírla. Sus ojos seguían tan fríos como siempre, inflexibles.

–Solo entonces podremos pedirle el divorcio a mi hermano, el rey.

Capítulo 2

SYDNEY salió y se sentó en una silla de cubierta. Más allá, el océano Pacífico se adentraba en la orilla una y otra vez. La espuma marina danzaba con el vaivén de las mareas, la fuerza del agua golpeaba la tierra, produciendo un lejano rugido. Ese era el poder de Malik. Él tenía el poder de arrollarla con el ímpetu de la marea, el poder de arrastrarla y de borrar lo que deseaba. Esa era una de las razones por las que se había marchado. Se había dejado llevar demasiado, había anulado su propio ser bajo el influjo de Malik. Se había asustado tanto…

Le había dejado por eso, y también por lo que le había dicho acerca de sus sentimientos por ella. Sydney se estremeció. Finalmente, apartó la vista del agua, que ya se estaba tiñendo de color naranja bajo la luz del crepúsculo. Malik estaba de pie junto a la silla. Sus rasgos parecían más duros que nunca al atardecer, como si él también estuviera atrapado y tratara de sobrellevarlo lo mejor posible.

–Dime que es una broma –le dijo ella, poniéndose las manos sobre el vientre.

Él la miró fugazmente. Su rostro hermoso estaba serio, circunspecto. Mientras le miraba, ya empezaba a sentir una extraña punzada, un profundo sentimiento… No quiso ahondar en la naturaleza de esa sensación. Simplemente no quería saberlo. Quería terminar con él, para siempre.

–No es una broma. Estoy sujeto a la ley de Jahfar.

–¡Pero si no nos casamos allí! –Sydney se rio a carcajadas–. Ni siquiera he estado en Jahfar. ¿Cómo voy a estar sujeta a una absurda ley de un país en el que nunca he estado?

Él se puso serio, tenso. A Sydney le daba igual haberle ofendido. ¿Cómo se atrevía a presentarse allí después de tanto tiempo para decirle que seguirían casados hasta que hubiera vivido con él durante cuarenta días? Y en el desierto. Parecía un argumento sacado del guión de una película de Hollywood. La ironía la hizo echarse a reír. Malik la miró con curiosidad, pero no se dejó engañar ni por un momento.

–No lo haré –le dijo ella, respirando hondo–. Yo no estoy sujeta a la ley de Jahfar. Firma los papeles y, por lo que a mí respecta, hemos terminado.

Él se movió.

–Puede que creas que es así de fácil, pero yo te aseguro que no lo es. Te casaste con un príncipe extranjero.

–Nos casamos en París.

Había sido una boda exprés. La ceremonia la había oficiado un empleado de la embajada de Jahfar. Todo había sido muy rápido, como si él tuviera miedo de cambiar de opinión.

Una gran amargura la invadió por dentro.

–No importa dónde nos casamos –dijo Malik con esa voz que le caracterizaba, siempre tan suave y grave, pero con el poder de hacerla temblar por dentro–. Pero sí importa quién nos casó. Nos casamos bajo la ley de Jahfar, Sydney. Si alguna vez deseas librarte de mí, tendrás que venir a Jahfar y seguir el protocolo.

Sydney levantó la cabeza y le miró a los ojos. Él la estaba mirando fijamente. Su expresión era indescifrable. Una ola de rabia corría por sus venas.