4,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 4,99 €
Iba a tener que regresar a su país y a un pasado que había estado a punto de destruirlo… Como primogénita de su familia, Lucilla pensaba que era la única persona que podía dirigir el imperio Chatsfield y conseguir que volviera a ser la misma cadena hotelera de prestigio que había sido en el pasado. Desgraciadamente, su padre había decidido contratar al arrogante, pero atractivo, Christos Giatrakos para ese puesto. A pesar de todo, Lucilla no estaba dispuesta a dejar que le usurpara lo que creía que era suyo. A Christos, por su parte, le divertía la actitud de la heredera, pero, cuando le demostró que podía ser buena contrincante y que estaba dispuesta a jugar sucio, decidió actuar y enseñarle una lección.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 246
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2014 Harlequin Books S.A.
© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
El reto de la heredera, n.º 107 - agosto 2015
Título original: Heiress’s Defiance
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-6716-1
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Encárgate de ello ahora mismo –dijo Christos Giatrakos por teléfono.
Su voz era dura y cortante, pero también mucho más sexy de lo que Lucilla habría querido. Odiaba tanto a ese hombre…
Sin embargo, mientras esperaba en el despacho de Giatrakos a que diera por terminada su dictatorial llamada telefónica, no pudo evitar sentir una oleada de calor por todo su cuerpo. Le pasaba cada vez que escuchaba esa voz.
Y tampoco ayudaba que ese hombre se pareciera más a un modelo de ropa interior masculina que a un director general al uso. Creía que debería estar trabajando en Milán para algún diseñador de moda que lo paseara por el mundo en calzoncillos en vez dedicarse a dirigir la empresa y fastidiar la vida de los demás.
Sobre todo la vida de ella. Había trabajado demasiado duro y durante demasiado tiempo, sacrificando demasiadas cosas por el camino, para que ese hombre con aspecto de dios griego llegara y le usurpara el puesto que le correspondía en la empresa de su propia familia.
Lucilla se pasó una mano por su elegante moño para asegurarse de que seguía impecable, sin un solo pelo fuera de él. Estaba furiosa.
Le habría encantado poder levantarse de esa silla y salir de allí, pero no podía dejar que Christos viera el poder que tenía sobre ella, tanto como para sacarla de quicio. Le había pedido por correo electrónico que fuera a su despacho, como hacía a menudo, para hacerla después esperar mientras hablaba por teléfono.
Se sentó un poco más erguida y, con su tableta sobre el regazo, fue leyendo sus correos electrónicos mientras fingía que no le importaba que Christos la estuviera ignorando.
Miró a su alrededor. Estaba en el despacho que debería haber ocupado ella por derecho, pero prefería no pensar en eso.
Se fijó en los cambios que había hecho, en la lujosa estilográfica que tenía al lado del teclado del ordenador. A su lado había una pequeña moneda.
Desde donde estaba sentada, solo podía ver que no era inglesa. Las fotografías que su padre había tenido siempre en la mesa estaban en una estantería detrás del escritorio. La antigua edición de las Fábulas de Esopo que había pertenecido a su madre era lo único que se encontraba aún en el sitio de siempre, en una vitrina de cristal.
–Si no puedes hacerlo, no me vuelvas a llamar. La cadena Chatsfield tiene otros proveedores, Ron. No dudaré en llamar a uno de tus competidores si tú no estás a la altura.
Christos colgó de golpe el teléfono y murmuró algo en griego. Después, la miró y ella se quedó sin aliento al encontrarse de repente con toda la fuerza de sus fríos ojos azules. Trató de no pensar en el escalofrío que sintió en ese momento y respiró profundamente para calmarse un poco.
–¿Qué problema hay con el banquete de bodas de los Frost para este fin de semana?
Cada vez le costaba más controlar su ira. Sobre todo al oír su tono de voz. No perdía el tiempo saludándola con amabilidad, se limitaba a darle órdenes.
–¿Problema? No hay ningún problema, Christos.
Se negaba a llamarlo «señor Giatrakos», como quería que se refirieran a él todos los empleados. Después de todo, ella no era una empleada más, sino la mujer que debía haberse convertido en la directora general de esa compañía. Se negaba a rebajarse ante ese hombre solo porque su padre lo hubiera elegido para sustituirlo al frente de la cadena hotelera.
Christos siguió mirándola con la misma dureza.
–He oído que había un problema.
En momentos como ese, le entraban ganas de rodear su cuello con las manos y…
–Entonces, has oído mal –repuso ella mientras miraba su agenda en la tableta y releía la lista de tareas pendientes para la boda de la que le hablaba–. A lo mejor te refieres a algo que ya he solucionado y que podría haber llegado a ser una dificultad, dónde sentar a los padres de la novia.
–Y, ¿por qué te preocupaba dónde sentarlos?
–Porque están en pleno proceso de divorcio y al señor Frost no se le ha ocurrido nada mejor que invitar a su nueva y joven novia.
Christos seguía mirándola con frialdad.
–Es verdad que Lucca tuvo éxito organizando la boda real en Preitalle, pero puede que no fuera más que un golpe de suerte. Ahora, más que nunca, tenemos sobre nosotros los ojos de todo el mundo. Y la boda de los Frost tiene todos los ingredientes para estallarnos en la cara si no nos andamos con cuidado, Lucilla. Encárgate de que eso no ocurra.
Lucilla se levantó de la silla y trató de parecer tranquila, pero le costaba conseguirlo. No podía evitar estremecerse cada vez que ese hombre decía su nombre. No tenía mucho acento, pero sí se notaba un poco que no había nacido en Inglaterra y le parecía que pronunciaba su nombre de forma demasiado sensual e inquietante. Creía que le habría resultado más fácil que se dirigiera a ella como señorita Chatsfield, pero Christos parecía decidido a tutearla como ella hacía con él.
–Llevo ya mucho tiempo encargándome de que las cosas no nos estallen en la cara y seguiré haciéndolo después de que te vayas.
Porque estaba convencida de que Christos terminaría por irse de allí. Estaba decidida a reclamar su puesto en la compañía. Si Antonio conseguía finalizar la adquisición del Grupo Kennedy, una de las cadenas hoteleras con las que competían, podrían por fin demostrarle a su padre que no necesitaban a Christos Giatrakos.
Pero Antonio no había asistido a la reunión que había concertado con él la semana anterior y estaba empezando a preocuparse.
Frunció el ceño. Lo que más le inquietaba de su plan era el propio Antonio. Aunque estaba viviendo en ese mismo hotel, apenas pasaban tiempo juntos.
Recordó en ese momento la última vez que lo había visto, le había parecido que tenía un aspecto diferente. Le había dado la impresión de que estaba más nervioso que de costumbre y algo distraído.
Era su hermano mayor y no podía evitar preocuparse por él. Pero no era el momento de pensar en esas cosas. Se concentró en el hombre que tenía delante de ella en esos momentos. Creía que, si pudiera deshacerse de Christos, su vida volvería a ser lo que siempre había sido. Estaba convencida de que a todos les iría mejor cuando Antonio y ella se hicieran con el control del imperio hotelero de la familia.
Y pensaba seguir trabajando incansablemente con ese objetivo en mente.
Vio que Christos le dedicaba media sonrisa. Pero no era una sonrisa amable, todo lo contrario. Una vez más, no había sido capaz de ocultar cuánto le irritaba ese hombre.
–Bueno, Lucilla mu. De momento, no me voy a ninguna parte –le dijo él–. Y tendrás que hacer lo que te ordene o atenerte después a las consecuencias.
Sabía que debía morderse la lengua, pero había cosas que no podía soportar.
–A mí no puedes controlarme, Christos, aunque creas que sí. Es verdad que ahora mismo estás dirigiendo la cadena y controlas el acceso de mis hermanos y el mío a nuestros fondos fiduciarios –le dijo ella sin poder controlar su ira–. Pero a mí no me vas a intimidar como has intimidado a mi familia.
Se acercó un poco más a él y puso las manos sobre la mesa hasta que sus ojos estuvieron al mismo nivel. Llevaba semanas tratando de controlarse, lo había hecho desde que ese hombre apareciera en su vida y se hiciera con las riendas de la compañía, dando órdenes a todo el mundo como el tirano que era.
–No voy a dejar que me intimide alguien como tú. Me necesitas aquí, haciendo lo que hago todos los días. De otro modo, fracasarías estrepitosamente. He estado dirigiendo este hotel durante años. Despídeme si te atreves y ya verás lo que pasa. Mi padre te echará de aquí tan rápidamente como te contrató cuando vea que no puedes hacer lo que él quería que hicieras.
Vio que a Christos le brillaban los ojos, era un brillo peligroso. Se puso de pie muy lentamente y Lucilla se enderezó. Aunque llevaba zapatos de tacón alto, seguía siendo más alto que ella y la miraba como si fuera un bicho bajo su zapato.
–Ya llevabas algún tiempo queriendo decirme esto, ¿no es así?
Su voz era suave y parecía estar divirtiéndose con la situación, pero había también algo duro y gélido en su tono.
Sintió que se le aceleraba el corazón y le ardía la piel. Tenía razón, llevaba ya demasiado tiempo conteniéndose, pero al final no le había quedado más remedio que decirle lo que pensaba.
Aun así, no pudo evitar sentir que acababa de cometer un grave error. Acababa de dejarle muy claro a su enemigo que le dolía estar a sus órdenes cuando lo que debería haber hecho era seguir trabajando sin abrir la boca hasta conseguir hacerse con su puesto.
Pero lo más importante era que no se enterara de lo que Antonio estaba tratando de hacer. Porque, le costara lo que le costara, estaba decidida a deshacerse de ese griego tan arrogante.
De una forma u otra, estaba convencida de que el reinado de Christos Giatrakos al frente de la cadena Chatsfield iba a ser muy corto, algo simplemente anecdótico en la ya larga historia de esa compañía familiar.
Le seguía doliendo que su padre hubiera nombrado director general a alguien ajeno a la empresa en vez de encargarle ese trabajo a ella, pero no podía dejar que sus sentimientos la dominaran, tenía que centrarse en su plan y en conseguir lo que quería.
Lamentaba haberle dicho lo que pensaba, pero sabía que ya de nada le iba a servir arrepentirse y que era mejor admitir lo que había dicho.
Lo miró a los ojos, levantando la cara con orgullo.
–Así es –repuso con firmeza–. Se te ha dado muy bien dispersar a mis hermanos por todo el mundo para que cumplan con las distintas tareas que les has encomendado, pero a mí no me vas manejar tan fácilmente.
Vio que la miraba de arriba abajo y sintió que se le encogía el estómago.
–No tengo intención de manejarte, Lucilla. Pero, si necesitara hacerlo, te aseguro que conseguiría mi propósito y que disfrutarías de cada minuto…
Se le hizo un nudo en la garganta. Algo le decía que Christos no estaba refiriéndose al hotel, pero prefirió no pensar en ello.
–No te engañes, Christos. Eso nunca podría pasar. Te desprecio y me encantaría que regresaras cuanto antes al agujero del que saliste.
Vio cómo cambiaba la expresión de su rostro. Ya no parecía estar divirtiéndose con la conversación, sino que la miraba con mucha más dureza y frialdad, casi como si ella hubiera conseguido herir sus sentimientos. Pero se dio cuenta enseguida de que debía haberlo imaginado. No era posible. Christos Giatrakos no tenía corazón, no podía herirlo.
Y sus palabras le demostraron que tenía razón.
–No me importa lo que pienses de mí, Lucilla mu. Eres tan malcriada e inútil como el resto de tus hermanos.
Abrió la boca para protestar, pero él levantó una mano para detenerla.
–Es verdad que tu trabajo como directora de servicios al cliente no es del todo malo. Y tienes razón, te necesito. Pero no nos engañemos, si tuviera que despedirte, lo haría. Nadie es imprescindible en esta empresa, Lucilla. Ni siquiera tú.
–Entonces, tú tampoco –replicó ella.
Christos levantó una ceja.
–Es cierto, yo tampoco. Y así es como debe ser. Cualquier empresa que dependa del talento de una sola persona es una empresa condenada al fracaso. Sería estúpido hacer algo así. Mi objetivo es conseguir que la cadena Chatsfield vuelva a ser la primera entre los hoteles de lujo. Pero no espero que esta empresa no pueda seguir funcionando sin mí, no es eso lo que deseo. Supongo que esa es una de las cosas que nos diferencian. Tú quieres que fracase por despecho. A mí, en cambio, me gustaría que siguiera cada vez mejor aunque tuviera que ser sin mí.
Le dolió que le hablara de esa manera. Le parecía que ese tipo no podía ser más arrogante. Ella también quería que los hoteles Chatsfield volvieran a ser los mejores del mundo, pero no creía que necesitaran a Christos para conseguirlo. Estaba convencida de que ella podría haberlo hecho si su padre le hubiera dado la oportunidad. Y creía que aún había esperanzas, que aún podía quitarle a Christos su puesto.
–No es verdad, no quiero que a la cadena le vaya mal y me duele que lo pienses –le dijo ella.
–Entonces, crece y actúa como una mujer adulta –repuso él mientras le hacía un gesto con la mano para despedirla–. Ahora, sal de mi despacho, tengo cosas importantes que hacer.
Lucilla agarró su tableta con las dos manos. Tuvo que controlarse para no tirársela a la cabeza.
–Como usted ordene, mi señor –le dijo con sarcasmo.
Fue hacia la puerta. Se volvió y vio que seguía observándola.
–No siempre vas a estar aquí, Christos. Disfruta de este despacho mientras puedas.
Vio que se sentaba de nuevo en su lujoso sillón de cuero con una gran sonrisa en la cara. Después, tuvo la desfachatez de inclinarse hacia atrás y poner los pies sobre la antigua y valiosa mesa de cerezo.
–Estoy disfrutando en este despacho, gracias. Ahora, pórtate bien y ponte a trabajar.
Lucilla salió de allí con la cabeza bien alta, pero podía sentir que le hervía la sangre en las venas. Apenas podía controlar el odio que sentía por ese hombre, le entraron ganas de gritar.
Pero, aunque fuera ridículo y absurdo, también tenía ganas de besarlo. Pasó al lado de Jessie, su fiel secretaria, sin decir nada, entró en su despacho, que era mucho más pequeño que el de Christos y cerró la puerta dando un portazo. Fue directa a su sillón y cerró los ojos mientras trataba de calmarse.
No entendía lo que le estaba pasando ni por qué, cada vez que veía a ese hombre, se le pasaba por la cabeza cómo sería besar esos labios. Y la cosa no había hecho más que ir de mal en peor. No podía evitar imaginarse besándolo y sentir los músculos de su torso bajo las manos.
Estaba furiosa consigo misma. En vez de centrarse solo en su trabajo y en su objetivo, su mente parecía traicionarla una y otra vez. Siempre había sido así. Le bastaba con que alguien le dijera que hiciera una cosa para que ella hiciera lo contrario.
Y, cuando le decían que no podía hacer algo, se empeñaba en demostrar que sí podía.
Como le estaba pasando con su trabajo. Deseaba más que nada estar al frente de la cadena hotelera. Creía que había pasado años demostrando que era la legítima heredera del puesto de directora general. Pero, en vez de cederle su sitio, su padre había contratado a un griego tiránico y malhumorado, pero también tremendamente sexy y atractivo, para hacer el trabajo que ella había deseado durante toda su vida.
A los catorce años había tenido que dejar todos sus sueños de lado cuando su madre los abandonó. Antonio, su hermano mayor, y ella habían tenido entonces que suplir su ausencia y encargarse del resto de los hermanos. Ni siquiera habían podido contar con su padre, que apenas había pasado tiempo con sus hijos después de que Liliana se fuera. Toda esa responsabilidad había recaído en Antonio y en ella.
Habían hecho entonces lo que tenían que hacer. Lucilla había sido una buena chica y había asumido responsabilidades que nunca le deberían haber sido impuestas a una edad tan temprana. Había trabajado muy duro, centrándose solo en el bienestar de sus hermanos pequeños, y creía que se merecía estar al frente del imperio Chatsfield. Llevaba esos hoteles en su sangre. Christos, en cambio, no tenía nada que ver con ellos. Era un recién llegado, no pertenecía a la familia Chatsfield y creía que solo le importaban los beneficios económicos, nada más.
Lucilla se mordió el labio mientras pensaba. Había investigado a fondo a ese hombre cuando su padre lo contrató, pero no había conseguido obtener demasiada información.
Era como si Christos Giatrakos hubiera salido de la nada. No tenía familia. Sabía que era griego, que al parecer había nacido en Atenas, y nada más. La única información que había encontrado se refería al joven de unos veinticinco que había conseguido hacerse un hueco en el mundo empresarial al ponerse al frente de una empresa de transportes muy antigua y conseguir sacarla a flote después de años de pérdidas. No había podido encontrar nada más sobre su pasado.
Después de la empresa de transportes, se había encargado de otra con mucho éxito y, después, de otras más. Tenía que reconocer que era muy bueno en su trabajo, pero también despiadado. Si había que vender o dejar que se hundiera parte de una empresa, lo hacía sin miramientos. Y lo que surgía de las cenizas era siempre mejor.
Era bueno al frente de empresas, pero Lucilla no confiaba en él y no le gustaba. No terminaba de creerse que su padre le hubiera entregado el control de la empresa a ese hombre del que tan poco se sabía. Gene Chatsfield le había puesto las llaves del reino en una bandeja de plata y se había marchado a Estados Unidos para estar con su prometida. Era como si no le hubiera importado en absoluto saber que acababa de arruinar su vida y la de sus hermanos con el nombramiento del nuevo director general.
Necesitaba saber más, quería saber quién era de verdad Christos Giatrakos, de dónde venía y por qué pensaba que tenía derecho a ser tan duro y despiadado con todo el mundo. Y, después, quería deshacerse de él y no tener que volver a verlo.
Ese era el objetivo. Por muy atractivo que fuera, quería verlo lejos de sus hoteles y estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para lograr ese fin. Tomó su teléfono. Era hora de quemar sus últimos cartuchos para poder conseguir la información que tanto necesitaba.
En el hotel Chatsfield de Londres se celebraba esa noche una elegante gala en el salón de baile principal. Se trataba de una subasta de arte con fines benéficos que iba a reunir a lo más granado de la alta sociedad londinense. Como director general, era el deber de Christos estar allí para representar a la empresa. Los herederos de Chatsfield habían hecho mucho para empañar el prestigio de esa compañía durante los últimos años, pero él estaba decidido a borrar esa mala imagen. Sabía que iba a necesitar bastante tiempo para conseguirlo, pero pensaba regenerar por completo esa empresa y sabía que le iba a ir bien. De eso no tenía ninguna duda.
Frunció el ceño al pensar en Lucilla Chatsfield y en cómo lo había fulminado con la mirada al salir de su despacho. Tenía muy claro que él no le gustaba y el sentimiento era mutuo. Creía que era una joven malcriada, aunque tal vez no tan inútil como el resto de sus hermanos.
Pero, a pesar de todo, había algo en ella que le atraía, aunque le costara admitirlo. No se le había pasado por alto, por ejemplo, que sus ojos marrones estaban salpicados de motas doradas. No entendía por qué se habría fijado en un detalle tan insignificante. No tenía ni idea, pero lo sabía. Y cada vez que entraba en su despacho, se sorprendía a sí mismo fijándose en esas motas doradas y preguntándose si se transformarían de alguna manera durante los momentos de pasión. Tampoco podía evitar imaginar el aspecto que tendría la seria Lucilla con el pelo suelto y despeinado. Siempre lo llevaba recogido en un elegante moño o en una gruesa cola de caballo. Vestía en el trabajo de manera impecable, con trajes elegantes. Su ropa no era demasiado conservadora, pero tampoco era sexy.
Creía que no debería perder el tiempo fijándose en ella, pero no podía evitarlo.
Lucilla no era una mujer con una belleza clásica. Tenía la cara demasiado redonda y unas caderas demasiado curvilíneas para ir con las modas del momento. Y también era demasiado seria y fruncía el ceño a menudo.
Aun así, no podía evitar imaginarla desnuda y en su cama. Creía que si estaba pensando tanto en Lucilla Chatsfield era porque había estado trabajando demasiado y no había tenido tiempo para acostarse con nadie.
Pero estaba decidido a que las cosas cambiaran esa noche. Iba a ir muy bien acompañado a la gala y ella ya le había insinuado más de una vez que iba a estar disponible toda la noche. Después de volver a casa para ducharse y ponerse el esmoquin, se metió en su elegante Bugatti Veyron y fue a recoger a Victoria. Ella lo estaba esperando en el portal. Se fijó en su maravillosa melena de rizos rubios y en su brillante y ajustado vestido.
Salió del edificio moviendo sus caderas y vio que dos hombres que pasaban en ese momento por la acera estuvieron a punto de tropezarse al verla.
No sabía por qué, pero esa bella mujer no conseguía despertar en él la reacción que habría esperado, todo lo contrario. Se sintió algo decepcionado mientras salía del coche para abrirle la puerta y ayudarla a meterse en el vehículo.
«Es preciosa, es una mujer preciosa», se dijo a sí mismo mientras lo hacía.
–No sabes la ilusión que me hace lo de esta noche –le susurró Victoria deslizando la mano sobre su muslo en cuanto Christos se sentó de nuevo frente al volante.
Se inclinó hacia él y le dio un beso en la mejilla. Aparte de la sorpresa que sintió al ver lo descarada que era, no sintió nada más. Su cuerpo respondió al notar que subía la mano por su muslo, era una reacción que no podía controlar, pero no le atraía demasiado la perspectiva de lo que Victoria estaba ofreciéndole de manera tan desvergonzada.
–Ya basta, Victoria –repuso algo cortante–. Tenemos una larga noche por delante.
Ella se echó a reír y le pasó un dedo por la mejilla. Supuso que estaría limpiándole la mancha de carmín que acababa de dejarle allí.
–Estoy deseándolo, cariño.
No tardaron mucho en llegar al hotel. Christos salió del coche y fue hasta donde lo esperaba ya Victoria sobre la alfombra roja, mientras el servicio de aparcacoches se encargaba de su vehículo. Había multitud de fotógrafos a ambos lados de la entrada, contenidos tras cuerdas de terciopelo, que no dejaron de seguirlos con sus cámaras mientras caminaba hacia la puerta con Victoria del brazo.
Entraron en el hotel y vio que el personal se preocupaba por atender a todos los invitados. Estaba seguro de que sus empleados lo habían visto entrar, pero nadie lo saludó ni lo recibió con una sonrisa. Sabía que no caía bien, pero no esperaba otra cosa. Su trabajo no consistía en ganarse el cariño ni la admiración de los empleados. Después de todo, Gene Chatsfield lo había contratado porque era el mejor. No porque fuera el hombre más amable y simpático del mundo.
Cuando por fin entraron en el salón de baile, la fiesta estaba ya en pleno apogeo. El diseño y la decoración art déco del gran salón eran una obra de arte en sí mismos, tanto como las pinturas y esculturas que allí se exhibían esa noche. Había hombres con elegantes trajes de esmoquin y mujeres con bellos y relucientes vestidos mirara donde mirara. Hablaban y reían mientras bebían de sus copas y apuntaban en los catálogos las obras que más les gustaban.
Christos fue de un grupo a otro, saludando a los invitados y hablando brevemente con la mayoría. Sonreía con satisfacción cuando elogiaban la decoración del hotel y el servicio recibido. Victoria seguía aferrada a su brazo y no tardó en cansarse de tenerla siempre a su lado. Aprovechó cuando la vio charlando con un grupo de mujeres sobre los diseños que llevaban para alejarse de ella.
Siguió hablando con los invitados, tenía bastante tiempo antes de que llegara el momento de la subasta y sabía que le convenía aprovechar esa velada para darse a conocer.
En un momento dado, se estaba aburriendo tanto con la conversación que estaba teniendo con alguien que su mente comenzó a vagar. Miró a su alrededor y atrajo su atención un destello de rojo. Era una mujer de cabello oscuro. Estaba de pie y de espaldas a él. Llevaba un ceñido vestido del color de los rubíes que brillaba con los cientos de cristales cosidos a la tela. Estaba sola frente a una pintura y sintió el impulso repentino de averiguar qué era lo que tenía esa pintura de particular para que la observara con tanta atención. Parecía haber conseguido cautivarla por completo.
No sabía quién era ni cómo era, pero le pareció que estaba muy sola y aislada del resto de los invitados. Tenía la cabeza algo agachada y los hombros inclinados hacia adelante, como si apenas pudiera soportar el peso de su tristeza.
Verla aislada y sola le atrajo tanto como su aspecto. Era así como se sentía él mismo muy a menudo. Solía estar solo por decisión propia, pero también porque había aprendido a hacerlo desde su infancia. Creía que era así como había conseguido superar esos años infernales. Era una habilidad que había llegado a perfeccionar a los catorce. Una habilidad necesaria para evitar volverse loco en el centro de menores al que lo enviaron.
Se disculpó con la persona con la que había estado hablando y se acercó a la mujer. Quería saber quién era y qué había en ese cuadro que parecía estar afectándole tanto. La joven giró en ese momento la cabeza y se quedó inmóvil y estupefacto.
Era Lucilla Chatsfield.
Tenía el ceño fruncido y vio que había tristeza y dolor en su rostro.
Y nunca la había visto tan bella como en esos momentos, bajo el haz de luz que alumbraba el cuadro. Esa misma luz que hacía que destacaran más que nunca su estructura ósea y su clara y luminosa piel. Se fijó también en su pelo, no era tan oscuro como le había parecido siempre. Suaves ondas en varios tonos castaños caían sobre su espalda.
Seguía siendo Lucilla, pero una Lucilla como no la había visto nunca antes. Su belleza lo golpeó de repente e hizo que se quedara sin respiración mientras toda la sangre de su cuerpo parecía concentrarse en su entrepierna.
Se dio cuenta en ese momento de que necesitaba hacerla suya. Quería borrar la tristeza de sus ojos, quitarle ese vestido rojo y acariciar su suave y pálida piel. La necesidad que tenía de hacerlo lo sacudió por completo y también le enfureció.
Sabía que no tenía tiempo para esas distracciones. Lucilla era un obstáculo en su camino, nada más. No era alguien con quien pudiera tener una aventura mientras dirigía los hoteles de su familia.
Además, sabía que Lucilla lo odiaba. Despreciaba la manera en la que había obligado a sus hermanos a encargarse de distintos proyectos a cambio de continuar recibiendo el dinero de su familia. Y sabía que tampoco le perdonaba que Gene Chatsfield lo hubiera puesto a él a cargo de la empresa, era como si creyera que le había usurpado el puesto.
Tomó dos copas de champán de la bandeja de un camarero y se acercó a Lucilla. Estaba de nuevo concentrada en la pintura y no pudo evitar que se le fueran los ojos a la curva de sus caderas, a esa sensual espalda o a la exuberante belleza de su cabello. Era la primera vez que la veía con el pelo suelto y se dio cuenta de que era mejor que no soliera llevarlo así porque la tentación que tenía de tocarlo y hundir los dedos entre sus suaves ondas le sorprendió y abrumó por completo.
–¿Ves algo que quieres? –le preguntó él.
Lucilla se dio la vuelta hacia a él con la mano sobre el corazón.
–¡Dios mío! Me has sobresaltado.
–Lo siento –repuso mientras le ofrecía el champán.
Lucilla tomó el vaso y volvió a mirar la pintura.
–¿No te parece muy hermosa?
Christos se quedó mirando el cuadro. Era el pequeño retrato de una mujer. No era un cuadro antiguo, pero tampoco le pareció demasiado reciente. La mujer llevaba un vestido largo, perlas alrededor de su cuello y una estola de visón. Estaba riéndose en la imagen, no era un retrato formal. Lo examinó frunciendo el ceño. Esa mujer le sonaba de algo y no sabía de qué…
Volvió a mirar el perfil de Lucilla y se dio cuenta de que era similar al de la mujer de la pintura. No pudo evitar sentir que se le encogía el corazón al darse cuenta de quién era. Le enfadó que Gene Chatsfield hubiera ofrecido un retrato de su esposa para esa subasta. No le gustaba ver lo triste que parecía Lucilla.
Nadie sabía nada sobre el paradero de Liliana Chatsfield. Había abandonado de repente a su familia para irse sin dejar rastro. No era una novedad para él, lo había sabido desde hacía mucho tiempo, pero por primera vez era consciente de cuánto le había afectado esa situación al menos a uno de los hijos de Gene Chatsfield.
Sin saber por qué, le entraron ganas de consolarla, pero recordó que no necesitaba ese tipo de complicaciones.
–Es verdad, lo es –repuso en voz baja–. Supongo que se trata de tu madre, ¿no?
Lucilla tomó un sorbo de champán con dedos temblorosos.
–Sí.
–¿Te molesta que esté el cuadro en la subasta?